A los pies de Emilia Clarke

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Originalmente publicado en Esquire no. 82 (PDF aquí)

Hace cinco años dejó Inglaterra para conquistar los siete reinos de Game of Thrones. Hoy deja sus dragones y su melena rubia para interpretar a una de las mujeres más emblemáticas del cine: Emilia Clarke es Sarah Connor en Terminator Genisys.

     Ella está en su habitación, a puerta cerrada, pero desde el pasillo se escucha su risa, que crece y estalla en una carcajada ronca que atraviesa las paredes del hotel. La puerta se abre y frente al ventanal no hay una Khaleesi acariciando a sus dragones. Sobre la alfombra ceniza, unas zapatillas blancas sostienen a Emilia Clarke, que viste una falda corta con estampado de flores verdes y un suéter claro que lleva arremangado por debajo de los codos. Aún ríe. Cuando me ve entrar, se lleva las manos a la cintura y grita un saludo eufórico. Más que una amazona feroz, parece una muñeca de pastel.

    Siempre sonríe, y esa sonrisa suya derrite como un caramelo en una tarde helada. Nada en su expresión de niña traviesa revela que esta británica de 28 años se atrevería a mordisquear el corazón ensangrentado de un caballo, como el personaje que interpreta en Game of Thrones. En la serie de HBO, en la que actúa desde 2011, Daenerys Targaryen inicia su viaje heroico como una huérfana asustadiza; cinco años después es una mujer vengativa y voraz que ordena degollar a sus enemigos y tiene a su servicio a bestias que escupen fuego.

     Daenerys Targaryen es implacable. Peinada con trenzas podría intimidar a mafiosos como Walter White y Tony Soprano. Emilia Clarke siempre tiene las mejillas rosadas y la mirada de quien está a punto de decir: “Ven, te invito a cocinar bombones en una fogata”. Suele referirse a su personaje como “Dany” y en 2010, cuando audicionó para obtener el papel, no hizo alarde de su furia: aquel día estaba tan nerviosa que cuando uno de los productores le pidió que bailara, ella comenzó a aletear como un pollo.

      Enloquecer a más de siete millones de personas durante 10 domingos al año tiene un precio: Emilia Clarke despierta pasiones e insensateces. Algunos fanáticos le gritan “¡Khaleesi!” a media calle. Muchos no conocen su nombre, pero le piden: “Madre de los dragones, hoy es mi cumpleaños, ¿podrías cantarme ‘Happy Birthday’?”. La prensa le pregunta si ya se acostumbró a la peluca platinada que usa cuando interpreta a “Dany”, si siempre ha tenido esas cejas tan definidas y si su padre la regañó cuando apareció desnuda en Game of Thrones. Emilia responde a todo como si le estuvieran preguntando cuál es su postre favorito. Siempre sonríe. Siempre derrite a quien la mira.

      Emilia Clarke no es una estrella. No es Hollywood. No es glamour. No se baña en maquillaje para convivir con sus fans en eventos como Comic-Con ni para conversar con la prensa. Su melena castaña cae en ondas suaves bajo los hombros. Parece que a sus manos pequeñas y enrojecidas nunca les han hecho manicure. Tampoco es extremadamente delgada, no vive a dieta ni presume las horas que pasa en el gimnasio. Es carne y hueso y una sonrisa que te hace sentir gracioso, inteligente y buen conversador.

      Emilia ríe cuando recuerda sus torpezas. Nació en Londres y desde finales de los años 80 le dijo a su padre —un diseñador de sonido que trabaja en el teatro— que quería ser actriz. Cuando cumplió 11 años fueron juntos a una audición para una obra de West End y se formaron detrás de otras 80 niñas que también deseaban el papel. Una vez en el escenario, el director le pidió a Emilia que interpretara un tema del musical británico por excelencia: Cats. Ella, como en su audición de Game of Thrones, entró en pánico. En vez de “Memory” empezó a cantar un tema que aprendió en la escuela (que se llamaba“Donkey Riding”), pero su iniciativa fue rechazada. Al darle una segunda oportunidad —“muéstranos algo más contemporáneo”—, Emilia recordó la letra de “Be My Lover”, de las Spice Girls, y comenzó a bailar “Macarena”. A su alrededor, sus competidoras reían. Desde las butacas, su padre se cubría la cara con las manos.

       La madre de los dragones dice que aún hay mañanas en las que despierta y debe pellizcarse un brazo: el prestigio que le ha dado Game of Thrones es lo que siempre había soñado, pero sigue sin creer que sea real. Cuando audicionó para la serie, poco después de graduarse de la Escuela de Arte Dramático de la Universidad de Londres, viajó a Los Ángeles y antes de volver a casa se robó todas las bolsas de té del restaurante del hotel. Estaba segura de que no obtendría el papel ni volvería a hospedarse en un lugar como aquel. Pero lo consiguió, y ahora hay mujeres que se disfrazan como ella, revistas que quieren fotografiarla para sus portadas y directores que le piden protagonizar sus obras de teatro en Broadway.

     En 2013, Emilia se mudó a Nueva York para protagonizar una adaptación de Breakfast at Tiffany’s, la novela de Truman Capote, y poco después uno de los grandes estudios de Hollywood le ofreció revivir a Sarah Connor en Terminator Genisys, un personaje tan fuerte y emblemático como la gobernante que interpreta en Game of Thrones.

      En el cine y la televisión Emilia Clarke podrá gritar, empuñar armas y lanzarse a la guerra, pero cuando no actúa es lo que ha sido siempre: esta tarde, en su mirada verde aún está la ex bartender torpe que confiesa que sólo sabía preparar amaretto sour, la cinéfila obsesionada con Audrey Hepburn y la británica de 28 años que estalla en carcajadas que atraviesan paredes cuando confiesa que algún día cumplirá el sueño de llegar a una fiesta disfrazada de tortuga ninja.

ESQUIRE: ¿Qué se siente ser la nueva Sarah Connor?
EMILIA CLARKE: Siento mucha presión [ríe]. Fue difícil seguir los pasos de Linda Hamilton, porque ella creó uno de los personajes femeninos más emblemáticos del cine. Me cuestioné mucho sobre el proyecto, pero nunca se me ocurrió abandonarlo. El guión de la película es simplemente genial. Como plantea un contexto diferente, me dio la posibilidad de trabajar en Sarah desde cero, y para mí fue maravilloso expresar mi propia visión e inventar una nueva esencia para ese personaje que creó James Cameron.

ESQ: No imagino cómo fue interpretar ese papel, ¡y menos con Arnold Schwarzenegger como tu coestrella!
EC: ¡Es un icono! Cuando vas a trabajar con alguien así te imaginas que tendrá un ego inmenso, pero lo increíble de Arnold es que para nada es así. Aprendí mucho del modo en el que se conduce en el set, de cómo se maneja en una producción y de cómo se relaciona con otras personas.

ESQ: ¿Cuál fue tu mejor momento con él?
EC: Tuvimos grandes momentos. Hubo mucho humor como el que encontrarías en una relación padre e hija. Incluso cuando descansábamos de la filmación, entre una escena y otra, bromeábamos con eso.

ESQ: Ni siquiera habías nacido cuando se estrenó la primera película en 1984. ¿Cómo ha sido tu experiencia con la franquicia?
EC: Mi hermano estaba obsesionado con ella, así que me obligó a verla desde que era muy pequeña y me gustó mucho. ¿Sabes qué es curioso? Recuerdo que cuando estaba preparando mi personaje para Game of Thrones dediqué tiempo a ver el trabajo de mujeres que fueran muy poderosas en la pantalla para tratar de encontrar la esencia de lo que eso significaba, y Terminator fue una de las películas que vi. Por eso, tener la oportunidad de interpretar ahora a Sarah ha sido increíble.

ESQ: ¿Qué iconos femeninos te influyeron cuando eras pequeña?
EC: Estaba muy obsesionada con Audrey Hepburn [ríe], especialmente con My Fair Lady (1964), que protagonizó con Rex Harrison. También me gustaba Lucille Ball, de
I Love Lucy (1951). Era una de mis ídolos.

ESQ: Todos tenemos un episodio favorito de I Love Lucy. ¿Cuál es el tuyo?
EC: Ay, Dios, hay muchísimos. Cuando no podía dormir veía el programa sin falta por las noches. Ah, espera, ¡ya recuerdo uno! Hay uno increíble cuando ella hace
vino [ríe].

ESQ: ¿El de las uvas?
EC: ¡Exacto! ¡El de las uvas! [ríe] Ese era buenísimo, y luego hay otro donde creo que ella y Rick se quedan atrapados en México y no pueden regresar, así que ella se tiene que esconder.

ESQ: Leí que antes de protagonizar Game of Thrones tuviste muchos trabajos, y que uno de ellos fue en telemarketing. ¿Es cierto?
EC: Sí, en un call center. Trabajaba en una organización de beneficencia, así que mi trabajo era hablar de eso con la gente: “Hola, sé que seguramente ya contribuyes con nuestra beneficencia, pero necesito que me des más dinero” [ríe]. ¿Te imaginas lo complicado que era? ¡Además era terrible para eso! Malísima. Me olvidaba de lo que tenía que hacer y empezaba a preguntarle a la gente cómo se sentía, si estaba triste por algo. “Háblame de ti.” Y entonces mis jefes me regañaban y me decían: “¡Deja de hacer eso! ¡Tu trabajo es vender!”. Y les respondía que no podía, que estaba teniendo una conversación agradable [ríe].

ESQ: ¿Y la gente era amable contigo?
EC: ¡Sí, mucho! Es extraño, pero nunca tuve la mala suerte de hablar con alguien que fuera grosero. Lo que sucede es que mi trabajo era seguir en contacto con gente que ya había donado a esa organización, es decir, que estaba involucrada y de algún modo le afectaba emocionalmente. Así que supongo que se ponían tristes.

ESQ: ¿Entonces todos querían hablar contigo por teléfono?
EC: Sí.

ESQ: ¿Y aguantaban mucho tiempo en el teléfono?
EC: Pues sí… es que les hacía muchas preguntas [ríe]. Era terrible.

ESQ: ¿Cuál fue el peor regaño de tu jefe mientras tuviste ese trabajo?
EC: Me despidió [ríe]. ¡Fue terrible!

ESQ: ¿Alguna vez te despidieron de otro trabajo?
EC: No, pero creo que fue porque me las arreglé para irme antes de que volviera a sucederme [ríe].

ESQ: ¿Todavía te pones nerviosa cuando pides trabajo?
EC: ¡Definitivamente! Siempre que te presentas en una audición estás ante un trabajo que deseas y no tienes asegurado. Si no estás nerviosa quiere decir que no lo quieres de verdad.

ESQ: ¿Cómo fue la audición para interpretar a Sarah en esta película?
EC: Fue grandiosa, pero me dejaron esperando un rato, eh. Durante un par de semanas sentía que me faltaba el aire y pensaba: “Ahhhhh, Dios, ¿lo conseguí o no?”. Estaba un poco asustada.

ESQ: ¿Qué te pidieron hacer?
EC: Tuve que interpretar dos escenas de la película. Fueron dos audiciones distintas. En una de ellas tuve que reunirme con el director y los productores. Pero eso es normal cuando se trata de una película tan grande como ésta, porque todo el mundo tiene que estar convencido de que el protagonista es el indicado para el papel.

ESQ: Tomando en cuenta a Sarah Connor, sería la segunda vez que interpretas a mujeres jóvenes que deben lidiar con situaciones muy complejas. ¿Te identificas con ellas?
EC: Creo que todos los seres humanos hemos tenido que lidiar con algo difícil, sin importar qué. Entonces, enfrentarme con ese sentimiento es lo que trato de transmitir mediante mis personajes, aunque obviamente sea a una escala de intensidad mucho mayor.

ESQ: ¿Me puedes hablar de alguna vez que te hayas sentido así?
EC: Sí, cuando estaba en la escuela era muy insegura. No era una de las chicas populares, ¿sabes? Así que tuve que aprender a sobrellevarlo. Era una persona muy vulnerable, y cuando eres niño puede ser algo muy, muy difícil. Así que traté de concentrarme lo más posible en mi trabajo y de pronto, resultó que era buena para ello, así que entré a clases de arte dramático y seguí trabajando en ello.

ESQ: La escuela de arte dramático donde estudiaste era difícil, ¿verdad?
EC: Sí, se llama Drama Centre, pero todo el mundo la llama Trauma Centre [ríe] porque el entrenamiento que nos daban era brutal.

ESQ: ¿Y aún tienes algún trauma de Trauma Centre?
EC: ¿Traumas de Trauma Centre? [ríe] Claro, en general, nos destruían. Y nos destruían en serio. Sin embargo, siempre le he tenido mucho respeto a la actuación y creo que eso me ha mantenido con los pies en la tierra a lo largo de mi carrera. Me parece que es una fortuna. Creo que no hubo nada que me volviera loca. Eran muy duros con sus críticas, pero nada que me dejara una huella para siempre.

ESQ: ¿Ha cambiado lo que sientes por tu carrera ahora que trabajas en proyectos inmensos de cine y tv?
EC: Lo que sucede es que ahora puedo hacerlo con mucha más frecuencia. Lo más frustrante de estar desempleado es no poder actuar. Olvídate del dinero: lo verdaderamente terrible es no poder trabajar en eso que amas y para lo que te preparaste. Así que lo que más aprecio de mi trabajo es eso: que puedo trabajar en lo que amo, que puedo salir de casa para dedicarme a ello.

ESQ: Sales a la calle y la gente te llama Khaleesi pero ahora te dirán Sarah…
EC: ¡Es cierto! Y yo tendré que seguir contestando: ¡Mi nombre es Emilia! [ríe].

ESQ: ¿Ya te acostumbraste?
EC: No, depende de la intensidad. Vivo en Londres y físicamente no me parezco a Daenerys, así que puedo moverme por la ciudad con relativa facilidad, pero sí me pasa con alguna frecuencia y normalmente me sorprendo tanto como ellos [ríe].

ESQ: ¿Te sorprendes?
EC: Pues es que normalmente no están esperando toparse conmigo, así que cuando lo hacen empiezan a gritar: “¡Ay por Dios, eres esa chica del programa de televisión!”. Y yo grito: “¡Ay por Dios, y tú estás en la tienda en la que compro verdura!” [ríe].

ESQ: Ok, eso en Londres. ¿Y cuando viviste en Nueva York?
EC: Uf, sí, eso fue más fuerte, en Nueva York la gente tiene más confianza.

ESQ: ¿Para la filmación de Terminator Genisys tuviste que mudarte a San Francisco?
EC: No, estuvimos en Nueva Orleans.

ESQ: ¿Y qué tal?
EC: ¡Muy caluroso! [ríe] Había mucha humedad. Es un lugar lindísimo, donde hay música espectacular. Pero teníamos que trabajar mucho, así que desafortunadamente no tuvimos mucho tiempo para salir y relajarnos.

ESQ: ¿Y cómo te trataron los fans ahí?
EC: Me pasó algo muy chistoso. Un día estaba corriendo en una escena y sudaba de una manera que no podrías creer. Entonces, entre el calor, el sudor y el cansancio me estaba costando muchísimo trabajo filmar. De pronto apareció una chica que me quería tocar el hombro y me gritaba: “¡Ay por Dios, eres tú!”, y yo no podía ni responderle porque me estaba asfixiando [ríe]. Me faltaba el aire, así que lo único que pensaba era: “Sólo dame un segundo, llevo 10 minutos muriendo y tratando de terminar esta escena”. Al final me tomó una foto, pero estoy segura de que fue la peor selfie de la historia de la humanidad [ríe]. Sé que yo estaba goteando sudor, así que estuve a punto de gritarle que por favor esperara hasta que me bajara de donde estaba para verme presentable.

ESQ: Cuando te vemos en el cine y en la tele siempre estás salvando al mundo o algo así. ¿Qué haces cuando estás sola en tu casa?
EC: Como trabajo mucho es muy difícil que me tome unas vacaciones, así que cuando tengo tiempo libre mis tres prioridades son: familia, amigos y comida.

ESQ: ¿Qué tipo de comida?
EC: ¡Toda! Soy fanática de la comida y mi papá es un gran cocinero, así que me gustan las cosas curiosas. No soy el tipo de chica que pide una pizza y papas a la francesa, sino un plato de roast beef, una ensalada con muchos ingredientes o un pan artesanal recién horneado. Lo que me encanta es que sea algo elaborado. Además me gusta mucho cocinar, ir al mercado a escoger los ingredientes frescos.

ESQ: ¿Qué cocinas?
EC: Me gustan muchas cosas. Me gustan los platillos del mar y también hornear.

ESQ: ¿Te das tiempo para cocinar cuando invitas gente a casa?
EC: Cocino mucho para mí, pero también para mis amigos. Para mi familia no, porque cuando se organizan eventos familiares mi papá es el que se hace cargo de todo.

ESQ: ¿Él sigue trabajando en el teatro?
EC: Así es.

ESQ: ¿Su trabajo te influyó para que te convirtieras en actriz?
EC: Mmm, creo que siempre quise ser actriz. Me han dicho que tenía dos o tres años cuando lo dije por primera vez. Y creo que cuando tienes esa edad parece algo muy dulce: “Quiero actuar”, y entonces todos te miran con ternura. Cuando cumplí 18 y entré a la escuela de arte dramático, me tomaron más en serio. También me di cuenta de que tendría que trabajar mucho y que quizá sería muy difícil que consiguiera un empleo. Y pronto entendería lo difícil que es eso. Curiosamente, el proceso de comprender que ya no era una niña también fue a los 18, cuando vi que además de estudiar, tendría que trabajar mucho para conseguir una carrera como actriz. Pero bueno, sobre lo que mencionabas, definitivamente sí: ir con mi papá al teatro, estar con él tras bambalinas y ver de cerca su trabajo sí fue una influencia para mí.

ESQ: ¿Tienes hermanos?
EC: Uno mayor.

ESQ: ¿Él también está involucrado en el medio?
EC: Él no es actor, pero está estudiando para convertirse en director de fotografía de cine.

ESQ: Wow.
EC: ¡Ya sé! Siempre ha tenido un ojo genial para la fotografía así que ahora de verdad está aprovechando sus habilidades con la cámara.

ESQ: Tú ya tienes el trabajo de tus sueños, pero ¿hay algún personaje específico que te gustaría interpretar en el cine o la televisión?
EC: Sí, hay muchos. Tengo muchas ganas de doblar la voz de algún personaje animado de Pixar. Mmm, ¿qué más? Ah, sí, ser una Chica Bond, ¡obviamente! [ríe]. Y también me gustaría trabajar con [Martin] Scorsese en alguna de sus bellísimas e intensísimas películas. Ah, y también con Shane Meadows. Es un cineasta británico increíble con el que me encantaría trabajar en algo. ¡Así que hay muchos!

ESQ: Terminator Genisys vuelve a contar la historia desde cero. Si pudieras elegir un reboot para protagonizar, ¿cuál sería?
EC: ¡The Apartment! Me encantaría tener el papel que en la versión original fue de Shirley MacLaine. ¡Y claro, My Fair Lady! ¡Me fascinaría! [ríe]

ESQ: ¿Ves películas y series cuando tienes tiempo libre?
EC: Sí, muchas.

ESQ: ¿Qué ves?
EC: ¡Todo! Soy una chica ávida de ver cine. Veo todo: desde The Duke of Burgundy hasta Birdman y Whiplash. Cualquier cosa que se estrene, haya pasado o no por un cine, la voy a ver. Y tele también. Me encantan series como Girls y House of Cards.

ESQ: ¿Eres de esa nueva generación que ya no tiene televisión?
EC: Sí tengo, pero mis hábitos dependen de mi rutina. Si invito amigos a casa, vemos la tele. Si estoy sola, veo todo en mi laptop.

ESQ: Hablando de amigos, hace un momento me decías que había gente cruel contigo en la escuela. ¿Alguna de esas personas te ha buscado ahora que apareces en la televisión y todo eso?
EC: Mmm, ahora ya no, pero cuando Game of Thrones estaba comenzando a ser exitosa, sí hubo algunas personas que salieron de la nada para querer hablar conmigo. Sé que si fuera más abierta definitivamente sucedería con más frecuencia, pero soy una persona que tiene un grupo de amigos muy cerrado así que no hay lugar para ese tipo de encuentros.

ESQ: ¿Te resulta difícil confiar en que alguien quiera ser tu amigo de manera genuina?
EC:
Creo que tengo un excelente radar para la gente y por eso mi grupo de amigos es extraordinario. Y como algunos de mis nuevos amigos también trabajan en el cine o tienen trabajos similares, siento que estoy muy a salvo de algo así.

ESQ: Alguna vez dijiste que entre tus dragones y tu padre, un hombre que quisiera salir contigo tendría que tenerle más miedo a tu padre… ¿es muy celoso?
EC: Tienes razón, posiblemente sí deberían temerle [ríe]. No, no es cierto. Era broma. Para nada es celoso. Es decir, no es el tipo de hombre que diría algo como “si te atreves a ponerle un dedo encima a mi hija te mataré”, pero si alguien no le gusta se volverá muy silencioso y, de pronto, lanzará comentarios como: “No estoy muy seguro de que ustedes sean el uno para el otro”. Si hace eso es porque sabe que sus palabras se me quedarán en la cabeza y me la pasaré pensando: “Ay Dios, mi papá no lo quiere”. Pero nunca es agresivo, para nada.

ESQ: Digamos que un hombre quiere invitarte a salir. ¿Cómo describirías tu cita perfecta?
EC: Empezaría por la mañana, en el Columbia Flower Market [Londres]. Luego iríamos a almorzar a Nopi, en Soho. Después caminaríamos  por el Tate Modern y, al salir, tomaríamos algo en el Wine Bar, en Embankment. La noche terminaría con una obra en The National.

ESQ: ¿Qué obra sería?
EC: ¿Si pudiera pedir lo que deseo? Tennessee Williams o Arthur Miller.

ESQ: Sé que ya se nos acabó el tiempo, pero antes de irme debo preguntarte algo completamente absurdo: ¿Cómo puedes sonreír todo el tiempo? Llevas todo el día hablando con la prensa y respondiendo a nuestras preguntas una y otra vez…
EC: [ríe] ¡Muchas gracias! Te va a parecer ridículo, pero lo que sucede es que estoy muy agradecida de estar aquí. En serio, sé que tengo muchísima suerte de tener este trabajo. Además es algo que he aprendido: cuando a uno le pasan cosas horribles tiene que aprender a reír y tomarse las cosas como si fueran una broma.

La voz inquietante de Samanta Schweblin

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Originalmente publicado en Esquire no. 81 (PDF aquí)

No le basta ser una de las mejores cuentistas en español y ganar el IV Premio Internacional de Narrativa Breve. Además, acaba de publicar su primera novela: Distancia de rescate.

     Sara estaba sentada con la espalda recta y las rodillas juntas. Vestía el jumper de la secundaria y llevaba el pelo negro y lacio recogido en una cola de caballo.

—Comés pájaros, Sara.
—Sí, papá.

Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:

—Vos también.
—Comés pájaros vivos, Sara.
—Sí, papá.

     Si no es con la historia de esta adolescente que se alimenta de los pájaros que sus padres le compran en la tienda de mascotas, Samanta Schweblin nos estremece con la de una mujer que escupe a su hija nonata en un frasco para conservas, con la de un Papá Noel que destruye a una familia en plena Navidad y con un hombre sirena que tiene la piel helada. Es infalible: Schweblin escribe un cuento, como éstos que forman parte de la antología Pájaros en la boca (2009), y uno siente un pasmo en la cara. El pasmo se prolonga en Distancia de rescate, su primera novela.

     Como cuentista ha ganado reconocimientos como el Premio Casa de las Américas de Cuba en 2008, el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo de Francia en 2012 y, hace un par de meses, el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero.

    Su nueva obra inicia acompañada de la ilustración de una maraña de gusanos que muestra la estructura de la historia: un tejido conformado por las voces de una mujer y un chico que dialogan y revelan el conflicto de manera paulatina. Ella se llama Amanda, está en un hospital y morirá en pocas horas. Él es David, el hijo muerto de la vecina de la protagonista. “El chico es el que habla, me dice las palabras al oído”, explica la narradora. Esa sensación llega hasta el lector: la novela se lee y se escucha a la vez.

     Los escenarios y personajes de Schweblin pueden visualizarse con claridad absoluta y uno se siente ansioso por seguirles la pista hasta llegar al punto final. Desde Guadalajara, platicamos con la escritora argentina sobre su obra y lo que le inquieta al escribir.

ESQUIRE: Tus textos siempre son verosímiles. Sin importar lo que narres, cuando uno te lee parece que todo tiene sentido. ¿Cómo lo logras?
SAMANTA SCHWEBLIN: Es algo que me interesa en particular. Hay muchos tipos de literatura fantástica y yo me inscribo en la tradición rioplatense, que no habla tanto de monstruos y vampiros, sino de la posibilidad de que algo extraño, fuera del código de la normalidad, pudiera suceder. Creo que la normalidad es un código social, por lo que a nosotros podría parecernos extraño que alguien coma pájaros vivos, pero en China ocurre algo así con los peces. Es decir, todo depende del código que construimos.

ESQ: Has dicho que te interesa el concepto de “velocidad”. ¿Qué quiere decir eso?
SS: A veces se asocia con lo rápido y superfluo, pero en la literatura —cuando se trabaja bien— puede ser lo contrario. Exige que trates de transmitir la mayor cantidad de información con la menor cantidad de palabras posible. En el momento en el que no sólo logras escribir sobre el papel, sino también en la cabeza de quien te lee, eso es velocidad, porque hay un doble juego. Está lo que escribes tú y lo que escribe el lector.

ESQ: ¿Cómo trabajas eso en tus cuentos y, ahora, en la novela?
SS: Por ejemplo, si yo escribo “afuera hace frío y llueve”, puede funcionar como el final de una novela, pero no como un inicio, porque ya no te estoy dando un universo en blanco, sino algo que ya existe, y tú no puedes construir nada sobre eso. En cambio, hay un cuento de [Raymond] Carver, que dice: “Un hombre manco toca la puerta de mi casa para venderme una fotografía”. ¿Lo ves? Con algo así, uno como lector puede preguntarse muchas cosas: ¿Quién es ese hombre? ¿Cómo tocó la puerta? ¿Por qué me quiere vender una fotografía? ¿Yo aparezco en ella? Esas preguntas están implícitas y eso es velocidad: escribir múltiples ideas en una sola oración y permitir que el lector entre a jugar.

ESQ: ¿Cómo viviste la transición del cuento a la novela?
SS: Fue un paso engañoso. Primero porque es una nouvelle —una novela muy breve— y segundo porque la historia empezó como un cuento. En ningún momento pensé: “Este es el momento de sentar cabeza, como dirían los editores, y dejar este juego infantil de escribir cuentos para embarcarme en el grandísimo proyecto de escribir una novela”. Jamás. Lo que sucedió es que estaba escribiendo un cuento y empecé a tener problemas logísticos con él. A mi cabeza de cuentista le tomó un tiempo darse cuenta de que el problema era que la historia no se podía contar en 10 páginas: necesitaba 130 páginas más. Y aunque ya tenía clara cuál sería la historia, fue muy difícil mantener esa intensidad que yo le exijo al cuento. Para mí lo fundamental es la tensión: si no existe, no vale escribir. Ese fue uno de mis grandes miedos al cambiar de género.

ESQ: En la novela uno tarda en comprender lo que pasa, pero igual no puede dejar de leer.
SS: Es la historia de una madre y su hijita de dos o tres años que van a veranear a una zona rural argentina y sufren un accidente del que no pueden salir, así que la novela es casi como una sesión de psicoanálisis entre dos voces muy desesperadas. Ahí está la tensión, porque saben que el tiempo corre y que pronto van a morir. Es como una especie de tiempo vacío, y se repite una y otra vez la historia para tratar de detectar qué es lo que pasó. La interrogante también la tiene el personaje principal, que quiere saber por qué está varada en ese espacio.

ESQ: Tus cuentos suelen aparecer en antologías. ¿Tuviste miedo de publicar la novela, que es un texto solo?
SS: Sí, un poco, porque es una maquinaria que está sola. Es como armar un barquito de papel: uno lo pone en el agua y no sabe si va a flotar. Cuando uno tiene cuentos se multiplican las posibilidades para poder conectar con el lector. De cualquier modo, creo que siempre va a ser más interesante un libro de cuentos que una novela, porque te da la oportunidad de entrar a un mundo diferente de manera efectiva y rápida. Hay muchos más mundos en un libro de cuentos que en una novela.

Este soy yo: Luis Scafati

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Originalmente publicado en Esquire no. 81 (PDF aquí)

Dibujante e ilustrador, 68 años, Mendoza, Argentina

> Expreso mis ideas siempre que hago una ilustración, sin importar si es una invención mía o si está inspirada en alguna obra literaria. Pero cuando trabajo sobre un texto ajeno, entro en ese mundo y lo acompaño. Cuando expreso una idea mía en respuesta a un hecho político, por ejemplo, de alguna manera trato que esa imagen sea una metáfora y lleve la carga de lo que quiero expresar.

> La palabra “trabajo” me da un poco de vergüenza. En todo lo que hago siento una especie de placer. Siento que soy privilegiado por poder desarrollar este don que me fue otorgado.

> Me estoy poniendo viejo y siento mucho más placer que antes en hacer lo que me gusta. Ahora hay cosas que me cuestan más trabajo, en el sentido de que he desarrollado una percepción que antes no tenía. Es decir, antes dejaba pasar cosas que ahora me pueden molestar. Antes escapaban un montón de cosas a borbotones, pero hoy pasan por un filtro.

> El dibujo y la escritura son canales similares. Hay muchos escritores que dibujan. Ahí está, por ejemplo, el caso de Günter Grass, que murió hace poco y tiene grabados hermosísimos.

> He ilustrado la obra de [Franz] Kafka en varias ocasiones. La primera fue para La metamorfosis, y ahora para El castillo. Siento que el mundo de ese autor es muy cercano a mi trabajo, pues siempre habla de una situación laberíntica y burocrática. Eso es lo que he tratado de plasmar en mis dibujos.

> Recuerdo la primera vez que leí a Kafka. Yo era muy chico, tendría unos 18 años, y a mis manos llegó un libro con una selección de sus cuentos. Me llamó mucho la atención que algunos de sus personajes no tenían nombres, sino letras: A, B, C. Además me intrigraba la situación escueta por la que se movían y las cosas que les sucedían, que por momentos eran muy irracionales pero a la vez representaban algo. Fue una literatura que me impactó, porque entonces yo había leído novelas como Rayuela, de [Julio] Cortázar, y El llano en llamas, de [Juan] Rulfo, pero el de Kafka era un mundo más hermético.

> Cuando leí La metamorfosis sentí que el protagonista era Kafka, que él era Gregorio Samsa y que se sentía un bicho raro, como le pasaría a cualquier artista en su entorno familiar. Es decir, “ser artista” muchas veces no se acepta en la familia, porque iniciarse en el arte genera un gran temor. A todo chico que quiere dedicarse a ello se le pregunta: “¿De qué vas a vivir?”. A mí todavía me lo preguntan [ríe]. Aún no se entiende muy bien que uno pueda vivir del dibujo y todo eso. Sería más fácil decir: “Vendo refrigeradores y de eso vivo”.

> Siempre me interesó la literatura. En algún momento, cuando era muy joven, pensé en convertirme en escritor. Pero luego leí a autores como Kafka y empecé a contemplar la posibilidad de crear imágenes que tuvieran que ver con esos mundos que leía.

> Mi trabajo como ilustrador nació en el periodismo. Eso me dio cierto poder de síntesis para lograr que una imagen expresara algo concreto en un contexto donde hay mucho ruido visual.

> Mis ilustraciones debían destacarse a la mitad de noticias y anuncios publicitarios, así que buscaba ideas que fueran impactantes. En aquel entonces también trabajé en una revista de ciencia ficción de Buenos Aires llamada El Péndulo, donde ilustré cuentos y poemas. Eso me dio un buen entrenamiento.

> Mientras trabajaba en prensa estudié Artes Plásticas. Mis primeras colaboraciones fueron para una revista llama Hortensia. Mi trabajo era hacer chistes, pero siempre con un ambición por el dibujo.

> El arte me permitió descubrir un mundo que prácticamente desconocía: el contexto de los pintores, con esas vidas tan románticas y llenas de historias interesantes. Además así conocí a Goya y a Klimt. Todo eso fue amasándose dentro de mí y pienso que fue el comienzo de lo que soy ahora.

> Creo que el cine y el video son las artes de hoy, pero un ilustrador contemporáneo le debe todo a la tradición del siglo XIX. Pienso en [Gustave] Doré y tantos otros ilustradores. Ellos heredaron eso a los directores de cine como [Federico] Fellini y su Satyricon (1969), que de alguna manera ilustró un libro de otra época.

> Sé que mucha gente puede no estar de acuerdo con las imágenes que yo creo para un texto. Por eso trato de que estas sean complementos que expanden un discurso. Por ejemplo, en el caso de Kafka, cuando inicia El castillo, el texto dice que alguien viene caminando y se detiene en un puente, que todo está nevado y no percibe nada. Pero como yo ya leí la novela, sé qué es lo que mira, que hay una ciudad que él no puede ver. Hay una especie de “gran ojo” y ese es el extra que yo le pongo: es mi mirada sobre el tema.

> Cuando era más joven le preguntaba a mis hijos si entendían mis dibujos. Siempre he necesitado que mi trabajo se entienda. Es una obsesión para mí. Algunas de mis imágenes pueden tener momentos complejos y ser difíciles de interpretar, pero así son los sueños: uno se esmera en encontrar claves para entrar en ellos.

La pluma es redonda

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Originalmente publicado en Esquire no. 81 (PDF aquí)

El regate, la nueva novela del brasileño Sérgio Rodrigues, abarca 20 años de reflexión en torno a la escritura y la influencia del futbol en la historia de su país.

     Sérgio Rodrigues era un fracaso en la cancha. Como muchos niños brasileños, pasó años tratando de entenderse con la pelota y con el tiempo aceptó que era un mal jugador. Rodrigues dejó de recorrer los estadios con las piernas y comenzó a hacerlo con las manos. Dice que se convirtió en escritor porque al notar sus flaquezas en la práctica del futbol, decidió que dedicaría su vida a escribir sobre él: “Fui periodista deportivo mucho tiempo. Así empecé mi carrera. Entre otras cosas cubrí el Mundial de México en 1986 y fue una experiencia muy rica para mí”. Más de 20 años de partidos y crónicas después publica El regate, su primera novela sobre el tema, bajo el sello de Anagrama.

     “El regate fue una experiencia extrema. Me tomó más de 18 años de trabajo. En ese tiempo publiqué otros seis libros [entre ellos la novela Eiza, a garota], pero me costó mucho encontrar el modo de aproximar la cultura del futbol a la literatura”, dice Rodrigues a Esquire. Su nueva novela narra la historia de un viejo cronista de futbol que padece cáncer terminal y lleva 30 años alejado de su hijo. De este modo, Rodrigues retrata la euforia deportiva tanto como la nostalgia: el hombre a punto de morir vuelve una y otra vez a su pasado, regresa a Pelé y el Maracaná, nos lleva a las playas de Copacabana y a la infancia de su hijo. Su presente está tan descompuesto que le basta ilusionarse con una nueva estrella —un nuevo futbolista— para creer que una época de oro puede volver a brillar en el futuro.

     En Brasil, el futbol es territorio sagrado. Como en muchos otros países, ahí se cree que ligarlo con el arte puede ser una osadía: si es mero entretenimiento, ¿por qué hacer literatura con él? “El futbol es un mundo completo, una narrativa autosuficiente con héroes, tragedias y comedias. Encontrar el modo de abordarlo fue muy complejo para mí porque quería hacerlo en todas sus dimensiones”, dice Rodrigues. Por eso El regate coquetea a la vez con la política, los hinchas, la historia social del deporte y un drama familiar.

      En la obra más reciente del brasileño hay lugar para cualquier lector. No es un texto sólo para aficionados. En él conviven la dictadura brasileña de las décadas de 1960 y 1970, un padre desahuciado y la influencia del futbol en la cultura como tema universal. De este modo, hábil como un jugador que domina su posición, Rodrigues reconcilia el deporte con las letras. Replanteando el título del cuento de Raymond Carver “¿De qué hablamos cuándo hablamos de amor?”, el autor nos obliga a preguntarnos: ¿De qué hablamos cuando hablamos de futbol? “Me impuse el reto de situar la importancia de este deporte en la cultura”, dice. “El hecho de que la selección brasileña sea la que tiene más títulos mundiales creó cierta embriaguez. El futbol es muy importante en la autoestima nacional, como en otros países tan llenos de desigualdad y miseria.”

     Ahí la importancia de El regate: es también la historia de quienes pertenecemos a naciones donde el futbol no es un espectáculo, sino un fenómeno que durante 90 minutos nos unifica.

Regreso al mundo jurásico

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Originalmente publicado en Esquire no. 81 (PDF aquí)

Este mes Jurassic World nos hará revivir la emoción que sentimos hace 22 años con la cinta que dirigió Steven Spielberg. La actriz Bryce Dallas Howard nos habla de cómo es estar en un lugar donde los dinosaurios son reales.

     Acéptalo: sin importar qué edad tenías cuando viste Jurassic Park (1993), te dejó boquiabierto. Era la película de la que todo el mundo hablaba en la escuela o la que fuiste a ver con tus hijos. Era una mezcla de thriller, drama y ciencia ficción con los mejores efectos especiales de la época. Incluso los críticos mordaces la ovacionaron. Por ejemplo, el británico Christopher Tookey dijo que era un “recordatorio notable para decirle a Hollywood que los blockbusters no tienen por qué ser estúpidos”.

    La cinta escrita por Michael Crichton (novelista y guionista de cine y televisión) y dirigida por Steven Spielberg, narraba la historia de un parque de diversiones creado por un magnate llamado John Hammond (Richard Attenborough), quien descubría el modo de revivir dinosaurios en un laboratorio y extendía una invitación a tres expertos (Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum) para conocer el lugar. Sin embargo —como era de esperarse— algo salía mal y los dinosaurios quedaban fuera de su control por una falla mecánica.

     A esta primera cinta le siguieron dos secuelas —una de 1997 y otra de 2001— que fueron lamentables pero no borraron la huella del hit original. Ahora, con un elenco prometedor —Chris Pratt, Judy Greer y Vincent D’Onofrio, entre otros— la historia regresa: todo inicia en un nuevo parque, que lleva 10 años operando, pero una nueva falla provoca que el mundo vuelva a peligrar. Bryce Dallas Howard nos dio detalles de esta nueva película.

ESQUIRE: ¿Cómo fue regresar a ese mundo jurásico que nos volvió locos en los años 90?
BRYCE DALLAS HOWARD:
¡Fue muy emocionante! Nunca olvidaré cuando vi la cinta original por primera vez. Tenía 12 años y escuchaba a mis amigos hablar sobre una película llamada Jurassic Park, donde los dinosaurios se veían reales y era fantástica. Recuerdo cuando entré al cine y casi se me salía el corazón del pecho. Los dinosaurios sí parecían reales, y eso era algo que nunca antes habíamos visto. Ahora, 20 años después, tengo la oportunidad de visitar este mundo de nuevo. Es fantástico y muy significativo para mí.

ESQ: ¿Esta película está dirigida a los fanáticos de las anteriores o es completamente nueva?
BDH: Está muy conectada a la primera película. Jurassic World es un parque funcional que tiene 200 mil visitantes diarios y dinosaurios que nunca imaginarías. Es decir, es
como si el sueño de John Hammond hubiese cobrado vida.

ESQ: ¿Qué nos puedes decir de Claire, tu personaje?
BDH: Es la operadora del parque. Se encarga de todo y su historia es una extensión de lo que vimos en las primeras películas. Para mí, como fan de la primera parte, estuvo bien que la trama no fuera completamente nueva. Todo se siente muy honesto: es un mundo en el que los dinosaurios existen porque la tecnología lo permite, y creo que a la gente le emocionará ese aspecto.

ESQ: ¿Y qué tal Chris? Cuéntame una de tus mejores anécdotas con él.
BDH: ¡Hay muchas! Es muy buen piloto. Es un sobreviviente nato. Si el Apocalipsis fuera mañana, lo primero que haría sería manejar hasta la casa de los Pratt [ríe]. Él sobreviviría a todo. Sabe cómo moverse en la naturaleza, se parece mucho a su personaje. Lo más interesante fue descubrir que es muy bueno para peinar mujeres [ríe]. Creo que es porque siempre peina a su esposa y ella tiene un cabello hermoso. Hubo un momento de la filmación en el que Chris le preguntó a una mujer cómo se había hecho su peinado. Es muy dulce y está muy ligado a sus lados tanto masculino como femenino.

ESQ: Has trabajado con grandes directores de cine. Cuéntame un poco de eso.
BDH: Sí, siempre admiro a los cineastas con los que trabajo, probablemente porque mi papá es director [Ron Howard]. Aprecio esa relación. Me siento muy afortunada por haber trabajado con todos ellos. Trabajar con Colin [Trevorrow, director de Jurassic World] fue un sueño porque yo no había actuado en cuatro años; la película previa que hice fue The Help (2011). No estaba nerviosa, pero regresar al cine siempre es como empezar de nuevo. Colin fue muy bueno y me apoyó en todo. Es inteligente y sofisticado. Fue una muy buena experiencia colaborar con él y con Chris en esta película.

ESQ: ¿Tu papá influyó en tu interés por la actuación?
BDH: No lo creo. Cuando era niña sí lo acompañaba al set, pero en realidad todo comenzó cuando estaba en secundaria. Recuerdo que fui a un campamento de verano cuando tenía 14 años y, aunque era académico, podía tomar clases de actuación y me pareció muy divertido. Luego, de vuelta a la escuela, recuerdo que debíamos hacer una obra de teatro y obtuve el papel estelar. Me sorprendió mucho porque era una obra de Shakespeare. No podía creer que sería la protagonista, así que lo disfruté mucho. Al siguiente año fui a otro campamento y volví a trabajar con material de Shakespeare. Creo que ahí me enamoré de él. Lo que es curioso es que me interesó el cine por lo que vivía en el set con mi papá, pero no la actuación. Eso fue a través de la escuela. Ahora que lo pienso, es interesante que haya sucedido así. No es lo que uno esperaría de la hija de un director de cine.

ESQ: Ya has trabajado como guionista y directora de cortos. ¿Te interesa hacerlo en proyectos más grandes?
BDH: Claro que sí. Es algo que me encanta y he podido hacer durante mis dos embarazos. Tuve la oportunidad de trabajar mucho en el contenido y ese proceso fue realmente creativo y divertido. Es diferente de la actuación, pero si en algún momento llega la oportunidad de dirigir en lugar de actuar en un largometraje, lo haría sin pensarlo.

Este soy yo: Jordi Soler

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Originalmente publicado en Esquire no. 80 (PDF aquí)

Escritor, 52 años, Veracruz

> Todo el tiempo se me ocurren historias. He aprendido que no hay que quitar las manos del teclado, como dirían los pianistas. Un músico toca una pieza y al principio le salen mal algunas notas, así que empieza a dudar. Sin embargo, sabe que si deja de practicar se arruinará todo. En cambio, si sigue reconstruyendo la pieza sobre sus errores, al final podrá recibir una ovación.

> No soy un escritor que investigue demasiado. Siento que cuando conozco mucho sobre un tema ya no tengo qué inventar y a mí lo que me gusta es eso: inventar historias.

> He escrito tres novelas que tienen que ver con el exilio de la Guerra Civil española en México y mi familia. Para ello tenía no sólo elementos históricos, sino también autobiográficos. Éstos se convirtieron en el anclaje de la historia que después inventé. La vida es así: la perspectiva que se tiene de algo depende de hechos contundentes y de la interpretación que construimos de éstos.

> Para mí es un misterio cómo terminé mi primera novela, porque entonces no tenía ninguna experiencia. Cuando escribí Bocafloja (1994) no sabía lo que era crear una novela, pero por alguna razón mágica llegué al final de ella y aprendí que esas zonas de bruma son necesarias, porque te ayudan a confrontar lo que has escrito, a reflexionar mucho sobre ello.

> Soy bastante obsesivo cuando escribo una historia. Durante dos años no dejo de pensar en ella ni un minuto. Lo hago mientras estoy despierto y con frecuencia mientras estoy dormido. Si tardo mucho en llegar a una solución, me voy a caminar o a beber un par de whiskys para pensar de qué manera puedo salir de ese lío.

> Las novelas son artefactos que implican mucho trabajo y tiempo. Yo escribo muy rápido las historias, pero me tardo en publicarlas por la cantidad de revisiones que hago del texto. No doy por terminada una historia sino hasta que llego a la conclusión de que estoy ante la mejor versión posible de ésta.

> Cuando dejo una novela en manos del editor es porque estoy plenamente convencido de que debe ser así. De hecho, acepto muy pocos comentarios. Les hago poco caso porque sé que la historia que quiero presentar es esa: ya está hecha y no me arrepiento de nada.

> Pesa mucho más la satisfacción de la página lograda que la desesperación que cuesta escribirla.

> Tengo una debilidad por la música, aunque no tengo ningún talento para crearla. Mi hija estudiaba piano y me ponía a estudiar con ella. Le explicaba las notas para sacar las primeras piezas y fue una experiencia fascinante, pero ahí me di cuenta de que no tengo ningún talento para ello.

> Siempre he sentido que la literatura tiene un espíritu musical. De hecho, los escritores que más me gustan son aquellos cuyas prosas tienen música. Por ejemplo, Juan Carlos Onetti, quien desde mi desde mi punto de vista hace tangos. Yo aspiro a escribir así. Me preocupa la manera en la que suenan mis páginas y durante los dos años que me toma escribir una novela escucho el mismo disco todo el tiempo. Me siento acompañado por él.

> Cuando trabajaba en radio, la audiencia era exclusivamente chilanga [del D.F.], de manera que el prestigio era local. Ahora ya hace 15 años que no hago un programa. Aquella fue una época muy feliz pero muy limitada a la capital.

> No hice ninguna transición del radio a la literatura. Escribía novelas desde antes. La radio fue una manera muy divertida de ganarme la vida durante una década, pero escribir novelas es lo que he hecho con consistencia durante los últimos 30 años.

> Aunque no hubo una transición personal, sí existió una mirada de escepticismo profundo ante un muchacho que tenía un programa de radio exitoso y que publicaba una novela. Bocafloja fue bien recibida y tuvo un montón de lectores, pero hubo un silencio significativo de la crítica, que no se interesó por mi novela. De hecho un colega quiso publicar un texto sobre ella en la revista cultural Vuelta y le dijeron: “No estamos interesados en ese tipo de autores”.

> Había un prejuicio muy fuerte alrededor de mi trabajo, pero la segunda novela fue la confirmación de que seguiría escribiendo y no era un capricho de un locutor de radio.

> No suelo leer las críticas que me hacen, porque creo que me sirven poco. En todo caso, me deprimen o me envanecen, y los dos humores me parecen letales para sentarte a escribir una novela.

> Participo bastante poco en el mundillo literario. No estoy preocupado por el destino de las obras de mis colegas. Estoy convencido de que este es un trabajo solitario y yo soy un outsider absoluto.

Una tarde de oro con Charlize Theron

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Originalmente publicado en Esquire no. 80 (PDF aquí)

Hoy nadie duda de su talento, pero a esta sudafricana le tomó años demostrar que no sólo merecía brillar por su belleza, sino también por sus matices como actriz. Desde Los Ángeles, la rubia nos habló de su nuevo papel en Mad Max: Fury Road y del precio que ha tenido que pagar por llamarse Charlize Theron.

            Parece una diosa de oro. Parece que en vez de haber manejado desde su casa de Los Ángeles para llegar a esta entrevista, siguió las órdenes de un ser omnipotente: “Charlize, hoy bajarás a pasearte por la Tierra y caminarás entre los mortales”. Ella me odiaría por decir esto. Levantaría la ceja izquierda, torcería los ojos, echaría el cuello hacia atrás y un chasquido de sus labios perfectos me aplastaría como un bloque de hielo. Con su voz áspera y profunda, me diría que ella no es ninguna diosa, que de dónde saco eso. Que su cuerpo no es de oro, que cómo se me ocurre, y que sus labios son comunes y corrientes, como los de cualquier mujer. Pero eso no es verdad: Charlize Theron sí es una diosa —de oro— y cuando uno la observa aparecer al fondo de un pasillo, su cuerpo parece una escultura tallada a mano por el sol.

     El cine ha tenido otras musas doradas: Grace Kelly, Marlene Dietrich, Marilyn Monroe. Hoy parece que todas son poca cosa comparadas con Charlize. Ella camina y el suelo se enciende, lo mismo en esta habitación de hotel de Sunset Boulevard que en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, como en ese comercial para Dior que grabó en 2011 y que explica el efecto Charlize Theron: es de noche en París y la rubia corre en tacones y lentes oscuros para cambiarse de ropa antes de cruzar una pasarela. Los fotógrafos la esperan frente al pasillo que hace tres siglos vio pasar al Rey Sol. Tras bambalinas, Theron se topa con Grace Kelly. La saluda de beso, continúa su carrera, se quita el saco negro y descubre su espalda de nadadora para meterse a un vestido escotado en detalles dorados.

     Charlize Theron en pedrería es redundante: es como bañar el oro en oro. A unos pasos de distancia, Dietrich posa para una cámara y Marilyn toma en sus manos un frasco de perfume. Theron apenas las mira y reanuda su paso apresurado. Afuera, los candelabros se apagan. La diosa entra en escena, mece las caderas dando zancadas de gigante sobre el mármol y, sin un sólo reflector que la alumbre, brilla.

     Hoy la diosa está envuelta en seda. Es oro y seda. La seda es negra y la lleva en el cinturón que enmarca su silueta de sirena y en la camisa transparente que deja ver un bustier de encaje oscuro. Ella diría que su aspecto es una farsa; que si no fuera por el trabajo de peinadoras y maquillistas, se vería sucia y descuidada, como el personaje que interpreta en su nueva película, Mad Max: Fury Road. En ésta, Theron se hace llamar Furiosa, y es una mujer rapada, sin un brazo, que viste ropa polvorosa, cuyos ojos esmeralda brillan bajo un antifaz de mugre y grasa. Pero Charlize miente otra vez. Desde la silla que su agente me acomoda frente a ella puedo verla muy de cerca, y no tengo duda alguna: su piel, como su ropa, es seda.

***

         Aparece Charlize y el mundo tiembla. Tiemblan las salas de cine cuando se desfigura el rostro para interpretar a la prostituta, lesbiana y asesina Aileen Wuornos en Monster (2003). Tiembla Sean Penn —su pareja desde hace un año y su amigo desde hace 20— cuando lo hace reír. Tiemblan David Letterman y Jay Leno cuando les planta un beso al visitar sus talk shows. Tiemblan los periodistas cuando despiertan su ira por elogiar su físico, formular preguntas banales y pedirle opiniones de moda y belleza a la diosa de oro que quiere ser todo menos diosa de oro. Tiembla quien no la escucha.

       Una mañana de 1994, Charlize puso a temblar a un banco de Los Ángeles. La rubia tenía 19 años y ya era ese obelisco esplendoroso de 1.77 metros de estatura. Estaba ahí para cambiar el cheque de 500 dólares que recibió por su último trabajo como modelo en Nueva York. El cajero le dijo que eso no sería posible, porque el cheque se había expedido en otra ciudad, y la diosa de oro se convirtió en lumbre. Sin ese dinero no podría pagar la renta del cuartucho del motel en el que vivía, y ella no había dejado Sudáfrica, Italia y Manhattan para llegar a Hollywood a probar suerte como actriz y que un empleadillo de banco le saliera con una insensatez. En resumen, lumbre. Gritos y pataleos; un drama de telenovela que llegó hasta los ojos y oídos de John Crosby, un manager que veía el show desde la fila del banco y le ofreció su primer trabajo.

     El oro encontró una oportunidad de oro: dejar las pasarelas que la hacían ver como una muñeca de vitrina para que el público, por fin, la escuchara hablar. Ese era el sueño. Por eso había dejado Milán —ciudad a la que llegó con su madre en 1991 desde África, donde nació— cuando su futuro comenzó a orientarse hacia la moda. “No quería ser una mujer guapa que nunca dijera una palabra”, dijo la rubia a la revista People alguna vez. Un alquimista transforma el plomo en oro. A los 16 años, Charlize Theron —el oro— quería lo contrario: opacidad, matices, voz.

***

      La voz tardó en hacerse oír. Robert Redford —otro rubio perfecto y galán de vitrina que dirigió a Theron en The Legend of Bagger Vance (2002)— dijo que entendía muy bien la frustración de que lo contrataran sólo por tener un buen físico, y que le dio el papel en su película porque tenía la corazonada de que era mucho más talentosa de lo que había tenido oportunidad de probar.

      Adele era el papel que Charlize esperaba. En las actividades de prensa de la cinta, ella afirmó que si a una actriz le cayera una oportunidad como ésa en las manos y no la tomara, sería una idiota: “Los escritores crearon retos para esta mujer, le dieron la oportunidad de tener boca”. Los personajes de la sudafricana tenían boca desde mediados de los 90, cuando trabajó en su primera película —2 Days in the Valley (1996)— pero eran casi mudos. Charlize sufría. Incluso en el celuloide, el oro era sólo eso: un objeto brillante para presumir. Theron había pasado de una pasarela a otra, y durante años sólo desfiló por las pantallas de cine como la típica novia neurótica de un personaje al que un guionista sí obsequiaba diálogos sólidos e inteligentes. Y así, la vimos como la esposa de Keanu Reeves en Devil’s Advocate (1997), de Johnny Depp en The Astronaut’s Wife (1999) y de Robert De Niro en Men of Honor (2000).

     Un día, la boca gritó. Los labios estaban cuarteados y pálidos, como carne descompuesta. El cuerpo de sirena tenía 15 kilos de más. La piel de seda era una capa de acné. En Monster, ese pilar dorado que es Charlize Theron adoptó la postura de un camionero y la mirada perturbada de quien te sacaría los ojos en un arranque de ira. En su primer protagónico, Theron se acostó con Christina Ricci y recreó la vida de una estadounidense que fue condenada a la inyección letal por haber asesinado a siete hombres que presuntamente la violaron.

    Entre festivales de cine independiente y comercial, Charlize ganó más de 20 reconocimientos por su interpretación. Recogió el Óscar en 2004 y otra vez, como siempre, puso al mundo a temblar. Lo hizo Adrien Brody cuando la rubia lo besó en la boca al subir al escenario. Lo hizo Sudáfrica cuando se le quebró la voz y dijo que se llevaría el premio a casa para compartirlo con su país una semana después. Lo hizo su novio de entonces, el actor irlandés Stuart Townsend, cuando le dio las gracias por ser “su compañero de crimen”. Lo hicimos todos. El oro había ganado el oro, y esa estatuilla probaba que su talento era tan monumental como su cuerpo de diosa.

     Esa noche también tembló su madre. Al borde de las lágrimas, Charlize le agradeció todo lo que había sacrificado para que ella cumpliera sus sueños. Desde su butaca del Dolby Theatre, Gerda Jacoba —rubia y de ojos esmeralda como su hija— tenía la mirada líquida. Ella nunca había dudado de su talento. Por eso dejó junto con ella el pequeño pueblo de Benoni, a 200 kilómetros de Johannesburgo, y volaron juntas a Italia, donde Charlize se preparó como modelo, y luego a Nueva York, donde estudió danza hasta que una lesión en la rodilla la obligó a renunciar. Gerda la hubiera seguido hasta Los Ángeles, donde Theron quería estudiar actuación, pero el agujero de su bolsillo no le daba para pagar dos boletos de avión. Por ello, le ofreció lo único que pudo: un vuelo sencillo a California. Charlize ha dicho que eso era lo que tenía en la cabeza cuando el empleado del banco no accedió a cambiar su cheque y empezó a gritar.

***

     La vida es oro. Charlize lo aprendió en la granja en que nació. Dice que su infancia fue muy feliz: la mayor parte de los niños crece tratando de imaginar las maravillas del mundo —paisajes extraordinarios, animales salvajes, un atardecer—, pero ella tenía el mundo ahí, para comérselo a mordidas, del otro lado de la puerta de su casa.

     Theron fue la única hija de un matrimonio que tenía un negocio de construcción. Su padre era un mecánico que un día le regaló un pequeño carro con remolque, y ella lo manejaba hasta un lago para llevar a pasear a sus perros. A la sudafricana le gustaría hablar más sobre sus recuerdos felices pero el morbo —nuestro morbo— es un freno: en muchas de las conversaciones sobre su vida en Sudáfrica sale el tema de la noche en que su madre mató a su padre, y eso enfría el gesto de Charlize como un metal fundido que se retira del fuego.

    Que ella tenía 15 años, que su padre era alcohólico y que su madre no enfrentó cargos porque el disparo fue en defensa propia se ha escrito en la prensa una y otra vez, pero las preguntas al respecto regresan y regresan y regresan. “Mi madre no pidió nada de esto. Odio que cada que lee un artículo sobre mí, esto se mencione […] El daño que la gente asume no tiene nada que ver con la realidad. Se siente degradado. Me reducen a un acontecimiento, a una sola cosa. Una vida está llena de color y de profundidad y de altas y bajas”, dijo hace algunas semanas a un periodista de la edición estadounidense de Esquire.

     El oro nace de una supernova, una estrella que estalla. Luego la energía se absorbe, la estrella cambia de forma y algunas de sus capas se desploman para formar metales pesados. En la pasarela, en el cine y en la silla de este hotel de Sunset Boulevard, Charlize Theron brilla en todos sus matices. Habla, y entre una palabra y otra, estalla, sube, baja, se suaviza y vuelve a estallar. Es la diosa perfecta, la chica que le grita a un empleado de banco, la actriz que llora cuando recibe un Óscar y la niña sudafricana que extraña pasear a sus perros. Es cambio. Capas. Oro.

***

      Charlize le da un sorbo a su té verde. Hace más de media hora que conversamos y el labial color durazno sigue intacto en su boca. Ríe y echa la cabeza hacia atrás, pero el cabello que hoy lleva lacio no se mueve ni una hebra. Cruza y descruza las piernas, y sus stilettos negros se acomodan como un objeto de comercial de marca de lujo sin importar la posición en que sus pies toquen la alfombra. Mañana, cuando salga al supermercado o a llevar a su hijo Jackson a la escuela, Charlize será otra. Se olvidará de los tacones y se pondrá unas sandalias. Cambiará la seda y el bustier de encaje oscuro por una playera holgada. Colgará sus pantalones ceñidos y esconderá sus piernas largas en un par de baggy jeans.

    La Charlize Theron que todas las mañanas prepara el lunch de su hijo de tres años y amanece al lado de Sean Penn, sale a la calle con el cabello mojado y la cara lavada. Dice, irritada, que a la gente se le olvida que parte de su trabajo es recibir a la prensa disfrazada de princesa, pero que la vida diaria no es glamour ni ropa de Dior. Hace varios años, cuando iniciaba su carrera, Theron cruzó una alfombra roja y una periodista le preguntó qué usaba y por qué. La rubia respondió que usaba ropa porque al parecer eso era lo que la sociedad esperaba de todos nosotros. Tiempo después, cuando promocionaba Trial and Error (1997), su segunda película, otra reportera quiso saber si planeaba sus atuendos para el verano con anticipación. Charlize sonrió con malicia, le dijo que sí, que tenía todo anotado en una libreta, y cuando la entrevistadora se dio cuenta de que sólo se burlaba de ella, la rubia torció los ojos y eso bastó para decirle: “Eres una imbécil”.

     Lo que Charlize odia no es la moda, ni hablar de sus crisis familiares ni recordar sus viejos personajes de novia neurótica. Lo que detesta es la estática, la rigidez. Para ella, la vida no es alfombras rojas, sets de filmación ni su relación con Penn. Es todo eso sumado a sus viajes, a las tardes que pasa con sus amigas, a las risas de su hijo y a las películas que aún desea filmar. Cuando uno habla con ella y lo entiende, puede mirarla a través de un prisma y entonces no es sólo oro, sino luz multicolor que brilla en diferentes direcciones.

ESQUIRE: Acabo de ver un avance de Mad Max: Fury Road y parece que usaron muy poca pantalla verde. ¿No fue peligroso?

CHARLIZE THERON: Sí, quizá fuimos demasiado prácticos. No podría hablar de una escena que haya sido más peligrosa que otra porque todas me lo parecieron. La verdad todas la situaciones fueron impredecibles. Mientras duró la filmación, yo llegué al set sin tener muy claro lo que sucedería cada día. Sentí como si toda la película hubiera sido una gran toma, porque no hubo escenas numeradas, así que todos los días llegábamos creyendo que ese día podía caernos un camión encima. Diario debíamos estar preparados para cualquier cosa. Para mí, fue muy abrumador.

ESQ: ¿Tuviste algún día particularmente horrible?

CT: Sí, había momentos en los que sentía el peligro demasiado cerca y dejaba de sentirme cómoda. En varias escenas teníamos que cuidarnos mutuamente porque éramos los únicos que estábamos en medio de la acción. Es decir, George [Miller, el director] solía estar en una camioneta a varios kilómetros de distancia y nos observaba desde un monitor. Claro que teníamos dobles que manejaban nuestros coches, pero nadie nos decía en qué momento podía ocurrir algo peligroso, así que teníamos que cuidarnos entre nosotros. Había ocasiones en las que pensaba: “¡Oigan, esa anciana no debería de estar ahí! Alguien muévala o algo terrible va a pasar” [ríe].

ESQ: Tu papel no existía en las películas anteriores. ¿Qué puedes revelar sobre él?

CT: Lo que me encanta de esta película es que sentí que nos incorporamos a una historia que empezó tiempo atrás. Es un mundo del que podemos comprender muy poco, porque esta no es una precuela ni una secuela, sino un homenaje a un universo que no conocemos, por lo que tampoco podemos comprender con exactitud de dónde vienen estos personajes. La mujer a la que interpreto se llama Furiosa. Es una mujer rapada que tiene el aspecto de los hombres que van a la guerra y secuestra a cinco niñas hermosas e inocentes en lo que, de inicio, parece un intento de asesinato. Cuando leí esa parte, me sentí muy intrigada. Me ponía a pensar cuándo, cómo y por qué estaba pasando. Hubo una conexión instantánea que me llevó a pensar que debía ser una historia increíble de venganza y dolor muy profundo.

ESQ: ¿El proceso de caracterización fue exhaustivo?

CT: Sí, pasábamos más de dos horas diarias en el proceso, pero el equipo de maquillaje fue fenomenal.

ESQ: ¿Te rasuraste la cabeza antes de filmar, cierto?

CT: Así es, no fue truco de maquillaje.

ESQ: ¿Y qué sentiste?

CT: Me sentí muy bien, pero definir el aspecto de mi personaje fue difícil. Lo que sucedía es que debía haber un contraste absoluto entre Furiosa y las niñas [Rosie Huntington-Whiteley y Courtney Eaton, entre otras]. Pasamos mucho tiempo dándole vueltas, hasta que un día llamé a George a las tres de la mañana y le dije: “¿Por qué no se nos había ocurrido? ¡Tengo que raparme!”. Y respiró hondo y gritó: “¡Si!”. Y luego, claro, todos me odiaron, porque estableció el tono y el aspecto que debían tener los hombres y los dobles. Así que, por mi culpa, unos mil hombres y mujeres tuvieron que raparse [ríe].

ESQ: ¿Es en serio?

CT: Sí y, ¿sabes?, los hombres fueron peores que las mujeres. Había hombres enormes y rudos, dobles profesionales desde hace media década, que lloriqueaban con el sólo hecho de pensar que tenían que rasurarse la cabeza.

ESQ: ¿Fue difícil acostumbrarte a que tu personaje no tuviera un brazo?

CT: Sí, como me lo quitarían en posproducción, cuando empezamos a filmar hacía movimientos normales y de pronto George me gritaba: “¡Deja de hacer eso! ¡Recuerda que no tienes un brazo!”. Y yo decía: “Carajo…” y lo repetíamos. Además, a veces me sentía como tortuga con el caparazón arriba. Si me caía, empezaba a gritar: “¡Chicos, hey, chicos, no me puedo levantar! [ríe]”.

ESQ: ¿Y en esas condiciones tuviste que manejar coches en el desierto y a máxima velocidad?

CT: No, mientras filmamos manejamos a unos 50 kilómetros por hora. Eran vehículos muy grandes y pesados, que nos hacían sentir como si estuviéramos manejando un tren. Y a pesar de estar en el desierto, se sentía frío, porque estábamos metidos en un contenedor metálico lleno de polvo. Así que no, no era como si estuviéramos filmando The Fast & The Furious. Para acelerar de esa manera, nuestro tren habría tardado unos cinco minutos sólo en arrancar [ríe].

ESQ: ¿Viste las películas de Mad Max donde aparecía Mel Gibson?

CT: Sí, recuerdo que tenía como ocho años cuando vi las primeras. Luego las vi todas. Les encantaban a mis papás y creo que desde pequeña me dejaban verlas casi completas, aunque cuando había alguna escena fuerte me pedían que fuera por té para que no estuviera en el cuarto [ríe]. Pero definitivamente fueron filmes importantes para la cultura sudafricana. A los sudafricanos les encantó ese mundo.

ESQ: ¿Cuál fue tu película favorita cuando eras chica?

CT: La película que enloqueció a todo el mundo fue Fatal Attraction (1987). Tenía como 12 años y recuerdo que todos los niños de mi edad hacían planes para meterse al cine a verla sin que sus padres se dieran cuenta. Planeé colarme desde la parte trasera de un coche. Y lo hice.

ESQ: ¿Fatal Attraction? Eso debió de haber sido traumático…

CT: Claro, el conejo en la estufa me perturbó mucho. Y el sexo en el elevador [ríe].

ESQ: Ya tienes 18 títulos como productora y además sigues actuando. ¿Cómo lo logras?

CT: Mi hijo quisiera saber lo mismo [ríe]. No, no es cierto. Lo que sucedió es que me tomé varios años para dejar la actuación. Incluso llegué a pasar tres años sin aceptar ningún papel y mejor me involucraba como productora. Me encanta. Es una bendición increíble estar en una posición en la que no tengo que ir a trabajar cada mañana para poner comida sobre la mesa. Creo que es uno de los regalos más perfectos que podría tener en la vida y estoy perfectamente consciente de que es un lujo. Así que he disfrutado mucho tener la libertad de no salir a trabajar en algo que no me apasiona.

ESQ: Has trabajado en personajes muy distintos. Como actriz, ¿qué tipo de retos te atraen hoy en día?

CT: No lo sé, creo que siempre busco el factor real. Es tan simple como eso. Pienso que mientras más exploras, más quieres profundizar en algunas cosas y menos en otras. Hay historias que pueden conmoverte sin que eso tenga que ver con el personaje. Puede ser algo que te sorprenda mucho y te haga querer ser parte de la historia. O también puede tener que ver con el director, que tengas muchas ganas de trabajar con él.

ESQ: ¿Entonces el hecho de que por momentos hayas querido trabajar como productora, y no como actriz, no tenía que ver con la mala calidad de guiones que te ofrecían?

CT: No, más bien no estaba en busca de nada. Hay mucho más en la vida que hacer películas. La gente suele olvidarse de eso. Hay mucho más: hay familia, hay relaciones personales, y mi trabajo nunca ha sido mi prioridad. Como te decía hace un momento: sé que tengo mucha suerte de poder decirlo, porque hay mucha gente que no puede, pero hubo periodos en los que sólo quería estar con mi familia, viajar, hacer otras cosas, y creo que la actuación es algo a lo que puedes volver siempre que quieras para renovar tu parte creativa, como si fuera una esponja que quiere volver a llenarse de agua. Lo importante es alejarse de la monotonía. Hubo épocas en las que preferí tener una pareja y un hijo, y lo hice.

ESQ: En esta etapa de tu carrera, ¿aún te da miedo presentarte en una audición o aceptar un papel?

CT: Claro, pero así es la vida. Nos pasa a todos.

ESQ: ¿Qué momentos difíciles recuerdas que te hayan hecho cuestionarte si estabas en el camino correcto?

CT: Ay, Dios, hubo muchos. Creo que lo que siempre me hizo estar agradecida es que cuando tenía como cuatro o cinco años, mi mamá me metió a clases de ballet, y me apasionaba muchísimo. No creo que haya una forma de arte más estricta que el ballet. Entonces, cuando llegué a esta carrera que por momentos puede ser muy dura y decepcionante, entendí que debía ser implacable. Tienes que aprender a lidiar con las adversidades, porque nada es fácil. Mi contexto como bailarina me ayudaba a entenderlo. Uno no entra a una compañía de ballet sin talento, y no hay tiempo de sentarse a lloriquear ni de sentir pena por uno mismo. Si cuando bailaba cometía algún error, tenía que volver a la barra y seguir trabajando. Lo que quiero decir es que hay que trabajar muy duro para recoger frutos valiosos. Así funciona el mundo, y tener eso como columna vertebral antes de entrar a esta carrera fue grandioso. En este medio hay gente que no te ve por lo que eres o no toma en cuenta tu talento, sino tu aspecto físico. Y también puede ser que estés consciente de tus capacidades, pero no sepas articularlas o venderlas a un agente. Esas son cosas muy frustrantes por las que hay que pasar, pero no soy la primera ni la última persona en vivirlo.

ESQ: Esta carrera puede ser muy satisfactoria pero, ¿no extrañas salir a la calle como una persona anónima, sin que nadie te reconozca?

CT: Cada día es diferente. Hay días en que puedo hacerlo y otros en los que no. A veces no me molesta que la gente lleve cámaras en la mano y sea invasiva, pero hay días en que sí me molesta mucho y no tengo paciencia. De pronto sólo necesito un momento para sentirme normal. Sin embargo, al mismo tiempo, sé que yo misma caminé hasta esta vida. Es un arma de doble filo y hay días en los que no lidias tan bien con ella y tienes que arreglártelas.

ESQ: Si un día pudieras salir a la calle sin ser Charlize Theron, ¿qué harías?

CT: No lo sé, no tengo una vida privada y obscena que me gustaría explorar. Creo que lo que me atrae es la idea de que nadie me esté observando. Hay días en los que siento que siempre me están viendo, como paparazzi desde coches —con la naturaleza intrusiva que conlleva—, así que lo que me encantaría es la idea de que eso no existiera.

ESQ: Alguna vez dijiste que te gustaba trabajar en tu jardín. ¿Qué otras cosas te gusta hacer cuando estás en casa?

CT: Es raro cuando me preguntan algo así. Es como decir: “Ay, Dios mío, esta mujer hace cosas normales”. La gente ha de leer estas entrevistas y pensar que soy pretenciosa por mencionar que un día saqué unas hierbas del jardín. Por favor. No puedo hablar por todo el mundo, pero los actores sólo somos gente normal que quiere tener una vida normal. Me levanto todos los días, como cualquier mamá, hago el lunch para mi hijo, le cepillo los dientes, lo llevo a la escuela y luego regreso a mi casa para hacer la cama, limpiar los baños y lavar la ropa. No hay nada nuevo en ello. Así funciona el mundo para todos, de modo que hablar del tema del jardín sin entender que así es la vida, es raro.

ESQ: Háblame de tu primer hogar, en Sudáfrica.

CT: Tengo muchas memorias de mi infancia. Fui una niña muy feliz. Ahora que vivo en Los Ángeles y tengo amigos estadounidenses que crecieron en grandes ciudades, me doy cuenta de lo especial que fue mi niñez. Estuve rodeada de animales, naturaleza y libertad. Se prestaba mucho para usar la imaginación. Mi parte favorita de esos años es que vivía en un mundo que de verdad permitía usar la imaginación. Podía imaginar cualquier cosa, y tenía el mundo ahí para mí. Creo que esa fue una bendición que muchos niños no tienen.

ESQ: Siempre te ha gustado viajar. ¿Recuerdas algún viaje que te haya vuelto loca?

CT: He tenido mucha suerte. Viajar es lo que más me gusta hacer. Una vez al año me reúno con mi business manager y siempre me dice que tengo que parar. No gasto dinero en nada, mi vida es bastante simple, pero en viajes sí lo hago. Eso me gusta mucho. Me gusta ver el mundo. He tenido viajes increíbles a lugares increíbles. Algunos de ellos no han sido sólo por tener vacaciones convencionales para relajarme, sino para ver qué sucede en el mundo. El último que hice fue hace cinco meses, a la República Centroafricana. Fui con Naciones Unidas y Médicos Sin Fronteras y estuve ahí justo cuando estaba por iniciar una guerra civil que afectó a muchas personas. Creo que es una de las peores tragedias que ha tenido lugar en tan poco tiempo y nadie está hablando de ello.

ESQ: Empezaste a filmar Mad Max en Namibia en 2012. ¿Qué pasó en aquel entonces con tu hijo?

CT: Él sólo tenía tres meses de nacido. Era muy pequeño, pero fue grandioso. Es un niño genial… mi hijo es genial. Todos los días lo veo y pienso: “Hoy voy a intentar ser tan cool como tú [ríe]”.

ESQ: ¿Qué es lo que te encanta de él?

CT: Que es un niño muy relajado y amigable. Apenas era un bebé cuando estábamos en Namibia, así que vivió muchas cosas importantes allá. Por ejemplo, dio sus primeros pasos en África y ahí dijo su primera palabra. Fue irónico, porque luego volvimos cinco meses más para filmar otra película, y así llegó un punto en el que
había vivido más tiempo allá que aquí. Incluso la primera vez que fue al baño “como un hombre”, fue allá; eso me hizo pensar que todo lo grandioso de la vida ocurre en África [ríe].

ESQ: Y cuando terminaron de filmar, ¿no fue difícil volver?

CT: Un poco. Recuerdo que hubo un momento en el que ya íbamos a terminar de filmar en Namibia e iríamos una temporada a Sudáfrica. Nunca había visto a gente tan emocionada por un viaje como los de la producción de esa cinta. Como pasamos mucho tiempo en un pozo de arena, todos decían: “Vamos a ver gente, vamos a ir a restaurantes y todo será grandioso”. Recuerdo que yo era una de las emocionadas, pero cuando ya íbamos a salir de la casa vi la cara de Jackson y estaba a punto de llorar. No quería irse porque esa era su casa. Y luego recuerdo que estábamos en Sudáfrica celebrando y él decía que extrañaba su hogar. Era como nuestra mascota, en especial entre las chicas. Era como una pelota de amor que pasaba de unos brazos a otros todo el día [ríe]. Ama a las chicas. Lo ponía en la mesa en la que almorzábamos y coqueteaba con todas. Lo único que pensaba era: “Ese es mi niño.”

 

La calma antes de la tormenta

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Originalmente publicado en Esquire no. 80 (PDF aquí)

Medeas, el primer largometraje del director Andrea Pallaoro retrata el drama de una familia del campo a través de recursos cinematográficos que parecen detener el tiempo.

     La historia de Medeas se revela a cuentagotas. El italiano Andrea Pallaoro exige paciencia al público de su primer largometraje, pero la recompensa será grande: su cautela en el desarrollo de la trama es lo que la convierte en algo extraordinario.

      Pallaoro destroza a la familia que protagoniza su película y se toma su tiempo para ello. La estrategia que emplea para provocar tensión no es la velocidad, sino la calma y el silencio. La cinta inicia casi como un pintura bucólica: papá (Brían F. O’Byrne), mamá (Catalina Sandino) y sus seis hijos se toman una foto junto a un lago. Viven alejados de todo, casi en medio de la nada, en un hogar rodeado de colinas. Él es un granjero que lidia con vacas el día entero, ella es ama de casa. Parece que son felices.

    Pasan varios minutos antes de comprender por qué Medeas es tan silenciosa. Primero, porque la protagonista (Sandino) es sordomuda. Segundo, porque de este modo es más angustiante descubrir que su marido (O’Byrne) no siempre es el padre amoroso que juega con sus hijos, sino un tipo religioso e inflexible que puede maltratar a su familia si lo provocan o deshacerse de su perro al primer gesto de desobediencia.

     Lo que hace Pallaoro en Medeas es torcer el cine convencional. Provoca una sorpresa tras otra —una infidelidad o un asesinato— con tomas largas y pocos diálogos. Constantemente contrasta la belleza de los escenarios naturales con el desasosiego de la familia que sitúa en ellos. Además, se detiene con tanta calma en el hombro de sus personajes que el espectador casi se convierte en espía de momentos tristes y dolorosos, que no deberían rebasar la intimidad familiar. Por eso, en Medeas el silencio no refleja las fallas de un guionista, sino que intensifica la tragedia y prácticamente dice: “Estás a punto de ver algo horrible y no podrás decir o hacer nada al respecto”.

       La cinta de Pallaoro le debe su nombre a un personaje del mito griego de Jasón y los argonautas. En él, Medea es una hechicera que ayuda al hombre que ama a conseguir poder y gloria. Él se casa con ella y tienen una familia, pero con el tiempo la abandona por otra mujer y ella enloquece al grado de asesinar a sus hijos por venganza. Pallaoro da el toque final a su primer gran filme cuando retoma este mito y le da un giro (que no podemos revelar, obvio). De este modo, deja clara una sentencia: los celos, la locura y los crímenes siempre han sido parte de la esencia humana. Y con un final inesperado, suspende nuevas preguntas en el tiempo.

Nuestra obsesión con Judi Dench

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Originalmente publicado en Esquire no. 80 (PDF aquí)

Un grupo de ingleses retirados decide terminar sus días en Jaipur. The Second Best Exotic Marigold Hotel es una mezcla de buen humor, escenarios increíbles y talento al nivel de esta gran actriz

     Evelyn Greenslade (Judi Dench) cuelga el teléfono con lágrimas en los ojos. Ahora es viuda y, sin el hombre que fue su marido durante 40 años, no sabe ni cancelar su conexión a internet. Además, está llena de deudas y tendrá que vender su casa. Podría mudarse con su hijo y su nuera, pero en lugar de eso decide irse a vivir a la India.

     En el viaje conoce a un matrimonio (Penelope Wilton y Bill Nighy) que malgastó sus ahorros para el retiro en el negocio de su hija, a una ex ama de llaves gruñona que odia a los indios (Maggie Smith), a una divorciada en busca de un nuevo marido (Celia Imrie) y a un soltero mujeriego que a sus setenta y tantos sigue con crisis de la edad (Ronald Pickup). Juntos van a dar a un supuesto hotel —que en realidad es un cuchitril a punto de caerse a pedazos— y así empiezan una nueva vida.

     Lo anterior resume la trama de The Best Exotic Marigold Hotel, que se estrenó en 2011 y recibió tan buenas críticas (y taquilla) que el director John Madden decidió volver a reunir a su magnífico elenco (al que en esta nueva entrega se suma Richard Gere) para continuar la historia en una nueva cinta que se estrena este mes. Platicamos con Judi Dench sobre ella.

ESQUIRE: ¿Ustedes sabían que habría segunda parte?
JUDI DENCH:
Creo que ninguno de nosotros lo hubiera imaginado, pero cuando volvimos todos nos sentimos absolutamente hechizados por la historia, como en la primera película.

ESQ: ¿A qué atribuye el éxito de la primera cinta?
JD: La verdad no lo sé. Tal vez porque es una historia sobre muchas personas de cierta edad. Y también porque se estrenó en el invierno y, al verla, exhala calor. ¿Estás de acuerdo? Quizá también porque es agradable ver a estas personas en un clima cálido, rodeados de colores maravillosos, y ver todo sobre la India, que es un país tan asombroso.

ESQ: La primera vez que la vemos en esta nueva cinta es en una escena con Maggie Smith, la ex ama de llaves. ¿Qué ha pasado en la vida de estas dos mujeres?
JD: Han pasado ocho meses desde que terminó la historia anterior, así que Evelyn [Dench] conoce a Muriel [Smith] mucho mejor que antes. Hay más confianza entre ellas, aunque me sigue llamando por mi apellido y yo la sigo llamando por el suyo. Tengo un enorme respeto por lo que hace y sé lo inestimable que es para la administración del lugar. Se han acostumbrado la una a la otra y se entienden. No sé si hay mucho respeto de su parte hacia mí, pero indudablemente lo hay de mi parte hacia ella.

ESQ: Ha trabajado con Maggie muchos años…
JD: Ay, años, sí. Desde 1958.

ESQ: ¿Cómo ha sido eso?
JD: Ella es encantadora. Me encanta trabajar con Mags. Lo hemos hecho sobre todo en teatro, pero desde luego también está A Room with a View (1985), Tea with Mussolini (1999) y Ladies in Lavender (2004). Y, claro, la película anterior de Marigold. Creo que he trabajado con ella más que con ningún otro actor.

ESQ: También ha trabajado varias veces con el director John Madden.
JD: Sí, en Mrs Brown (1997) y Shakespeare in Love (1998) [cinta por la que Dench obtuvo un Óscar]. Tener lazos así es una suerte. Creo que mientras más trabajas con alguien más lo conoces y lo entiendes, porque surge una especie de comunicación no verbal. También he trabajado mucho con Stephen Frears y ahora me doy cuenta de que nuestra comunicación es cada vez menos verbal. Él no dirige a través de palabras, sino de sílabas [ríe]. Volviendo al tema, creo que no puede haber nadie más cooperativo, más lleno de energía, más inventivo y más paciente que John Madden. Sabes exactamente dónde está él, y dónde estás tú.

ESQ: ¿Cómo cambia la historia de los demás personajes en esta nueva película?
JD: Hay un cambio porque en la primera todos estaban adaptándose al hotel y ahora va a expandirse. Además, todos se conocen mejor y hay muchas historias nuevas. El denominador común es el hotel Marigold, pero ahora todos tienen vidas separadas.

ESQ: Tina Desae es una actriz india que aparece en la cinta. Nos dijo que en la primera parte ella les dio consejos y ahora se siente usurpada, por la manera en la que ustedes conocen el país.
JD: Hemos tomado el control. En la primera película vivimos nueve semanas y media en la India; en la segunda, ocho. Es una sensación maravillosa. También he filmado mucho en Italia y lo que es encantador de trabajar en otro país es que no te sientes como turista. Tienes una sensación de propiedad y es casi como si tuvieras una segunda casa. Todos hemos sentido que le hemos entregado nuestro corazón a este país.

ESQ: ¿Entonces ya aprendió a regatear?
JD: No, soy terriblemente mala, y como las cosas son muy lindas aquí, creo que no puedo hacerlo. Cedo a la primera. Soy muy débil.

ESQ: ¿Cómo se adaptaron con los nuevos actores que se integraron al reparto?
JD: A Tamsin [Greig] la admiro mucho como actriz. Soy fan de The Archers [una telenovela británica que se transmite desde 1950], y sabía que ella interpretaba a Debbie, así que quise que me diera toda la información sobre la historia. De verdad es muy buena actriz. Muy, muy buena. Lo que fue encantador es que trajo a toda su familia aquí, a su esposo y sus tres hijos. A Richard [Gere] no lo conocí, porque no tuve ninguna escena con él. Estoy sentada en el fondo en un par de escenas, pero realmente no tuvimos contacto.

ESQ: ¿Lo lamenta?
JD: No, porque de todas maneras puedo alardear al respecto: “Pude mirar fijamente a Richard Gere, aunque casi no tuvimos escenas juntos” [ríe]. Es encantador, y me imagino que para él debió haber sido bastante intimidante entrar a este grupo. Somos muy unidos, porque nos conocemos muy bien, pero él supo manejarlo a la perfección.

[Recuadro]

La mujer que sometió al 007
Por Alejandro Herrera

James Bond informa a su superior, M, sobre el robo del arma satelital GoldenEye:

—¿Quiere un trago? —interrumpe la mujer.
—Gracias. Su predecesor tenía una botella de coñac en el…

M vuelve a interrumpir. Marca su territorio.

—Yo prefiero el bourbon. ¿Hielo?
—Sí.

Con este intercambio de diálogos, Judi Dench estableció las reglas de lo que sería la relación durante el siglo xxi entre el 007 —“un dinosaurio sexista y misógino; una reliquia de la Guerra Fría”, según sus propias palabras— y la nueva directora del servicio de inteligencia MI6. El momento es clave para la segunda franquicia más exitosa del cine: Dench venía a suplir a los magníficos actores Bernard Lee y Robert Brown como los jefes directos del 007. Y más importante aún: por primera vez debía convencer a las audiencias de que James Bond obedecería sin reparo a una mujer. Lo logró con una mezcla de instinto maternal y frialdad militar durante siete de los 23 filmes de la serie oficial de James Bond. Y a los detractores, M sólo les respondería: “Si quisiera sarcasmo, llamaría a mis hijos”.

El hotel de lo real

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Originalmente publicado en Esquire no. 79 (PDF aquí)

En su primera novela, El telo de papá, la argentina Florencia Werchowsky aprovecha su ingenio y buen humor para narrar las anécdotas que sólo le ocurren a alguien cuyo padre es dueño de un motel.

     Las anécdotas de Florencia Werchowsky eran el número estelar de sus fiestas. Ella aún trabajaba como periodista en Argentina, y era común que las reuniones a las que asistía terminaran en medio de carcajadas. Todo gracias a las historias que narraba sobre el motel (telo, en Argentina) que su papá tenía en una carretera de la Patagonia, donde nació.

    Florencia escribió El telo de papá por dos motivos: tenía ganas de ser novelista y miedo a que alguno de sus amigos le robara sus historias. Seleccionó las anécdotas que publicaría, le dio vueltas al título (porque, claro, fuera de su país no todo el mundo entiende qué es un telo), decidió que el tono humorístico permearía el libro de principio a fin y superó que su madre le retirara el habla por ventilar lo que ella consideraba sus “turbulencias familiares”.

   El resultado es una prosa divertidísima que retrata cómo fue crecer en los años noventa en Argentina, y hace sentir al lector como si Florencia le confesara las locuras de su vida en medio de un café. En estas páginas presentamos algunos extractos de las mejores escenas de El telo de papá.

ESQUIRE: ¿Cómo balanceaste tus anécdotas personales con la ficción de la novela?
FLORENCIA WERCHOWSKY: Me tomó dos años escribirla. Fue difícil porque sí soy la hija del dueño del telo de un pueblo [ríe]. A partir de ese escenario construí una galería de personajes y situaciones que fuesen apropiadas para reunir las particularidades del lugar en el que crecí. El problema con las historias es que fueron tan extraordinarias que corrían el riesgo de no parecer verosímiles.

ESQ: El tono me encanta, parece que le estás contando tu historia a un amigo.
FW: Traté de concentrarme mucho en lograr eso. Por cierto, hoy me acordé de otra anécdota increíble: una noche alguien llegó a asaltar el hotel, así que una de las mucamas salió armada al bosque. Lanzó un disparo al aire, pero éste pegó con un cable y se fue la luz en todo el lugar.

ESQ: ¿Y por qué no la integraste al libro?
FW: Vos entendés lo improbable de la situación. Si lo contaba en la novela, todo el mundo iba a decir: “Qué exagerada, nunca podría suceder algo así”. Pero eran cosas que pasaban. Además, tuve la suerte de tener un papá muy creativo. Él inflaba las historias al momento de contarlas. Si acaso narro algo que no parezca verosímil, es culpa suya [ríe]. 

ESQ: La complicidad con tu padre es extraordinaria. ¿Siempre ha sido así?
FW: Sí. Tuvo sus vaivenes, pero mi papá es un tipo muy simpático, de gran corazón y está absolutamente loco. Yo soy la única de sus hijas que tolera todos sus malos comportamientos y berrinches. Entonces, como yo lo perdono, él me perdona. En ese territorio, en esa Franja de Gaza con banderita blanca que hemos creado entre nosotros, podemos construir una relación de mucho cariño y de complicidad.