Reinventar el tiempo

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Originalmente publicado en El Universal (PDF aquí)

El nuevo Drive de Cartier conjuga historia, estilo y tecnología relojera del más alto nivel

     Hay que tomarse un segundo para detenerse a mirar: ahí, en esa superficie diminuta y plana que es la cabeza de un tornillo, está el sello de Cartier. No es un logo, un emblema o una firma. No es un diamante o un rubí. Es un pulido perfecto —liso, uniforme, con terminado de espejo— que muestra el nivel de exigencia de la maison.

   Entre coleccionistas de Alta Relojería no existe lo insignificante. Ninguna pieza, por microscópica que sea, puede darse el lujo de fallar. Funcionalidad. Tamaño. Belleza. Todo se ensambla en una caja de acero, oro o platino que con el pulso de un cirujano se dispone de modo que el resultado final esté más cerca del arte que de un objeto que se ciñe a nuestra muñeca por mera funcionalidad.

     El “movimiento” de un reloj es el mecanismo que mide el tiempo y ajusta las manecillas acorde a ello con absoluta precisión. El número de componentes (piezas) dentro de éste varía de acuerdo a cada guardatiempos, pero entre resortes, barriletes, engranes y tornillos nunca hay menos de cien. Algunos—la mayoría— son tan pequeños y delicados que deben tratarse con instrumentos tan finos como la punta de un alfiler.

   En menos de diez años, Cartier ha creado 48 movimientos; esto es: casi 50 modos distintos de medir el paso de horas, minutos y segundos. Esto, además, implica el montaje de más de diez mil elementos que brillan y se abrazan con absoluta perfección. Cada uno implica un balance entre ingeniería y estética, y aunque para muchos la firma francesa suele distinguirse por su joyería, sus innovaciones en Alta Relojería la han posicionado entre conocedores y coleccionistas a nivel internacional.

     En enero de este año, una nueva pieza brilló por primera vez desde Ginebra. En el marco del Salón Internacional de Alta Relojería (SIHH, por sus siglas en francés), la marca presentó Drive, un modelo que se integra a las siete colecciones de relojes de Cartier.

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     El inicio debiera estar en Suiza—claro— porque es el país que a uno se le viene a la mente cuando piensa en manecillas, precisión y cucús. Sin embargo, la cuna de Cartier está en Paris. Ahí, en 1847, se estableció la maison que poco tardaría en atravesar el Atlántico para hacerse de un lugar entre viajeros y empresarios de Londres y Nueva York.

    Seducir a esas capitales que ya desde entonces eran clave en el mercado requirió estrategias precisas. No bastan las piedras preciosas para que un cliente despegue los ojos del aparador y entre a la tienda a comprar. Los hermanos Louis, Jacques y Pierre Cartier lo lograron gracias a su meticulosidad: no hay en la firma una pieza que no tenga una historia que contar o sufra por componentes defectuosos o de dudosa calidad. Los joyeros de la casa revisan diamante por diamante antes de montarlo en un anillo de compromiso; los relojeros viven con un lente de aumento pegado al ojo para enlazar piezas en una placa que no alcanza más de cinco milímetros de grosor.

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      Antes de que la guerra enardeciera a Europa, el tiempo se guardaba en el bolsillo. El siglo XX era un recién nacido y en París la Belle Époque se contoneaba y deslumbraba con sus óleos garigoleados, los sombreros de plumas de sus mujeres y los sombreros de copa de sus caballeros. Ya desde entonces, el tiempo era portátil; cabía en la palma de la mano y perseguía más que un fin utilitario: una carcasa de oro no es un indicador de hora, sino de estatus.

     De pronto, en un parpadeo, el estatus se elevó. En 1904, un aviador brasileño llamado Alberto Santos Dumont se acercó a Louis Cartier para hacerle una petición: “Necesito un reloj para volar”. No era un pedido cualquiera. Aunque algunos años antes ya se habían incorporado mecanismos de relojería a joyas que algunas mujeres llevaban en la muñeca, lo que Santos Dumont pedía era un reloj de pulsera 100% funcional: una pieza que le permitiera consultar la hora con sólo voltear la cabeza hacia un lado, sin necesidad de soltar el manubrio de su avión. Y así, Cartier dio un giro en la historia: creó un mecanismo fácil de leer a pesar del movimiento y le añadió una correa para nunca despegarse de él.

     Desde aquel primer modelo Santos, el tiempo nunca se ha detenido para Cartier. La historia de la relojería es también la historia del hombre, y si a principios del viejo milenio el hombre quería conquistar el viento, pasó muy poco antes de que se dejara devorar por la ira y el combate militar. Tank, el segundo ícono de la maison, apareció en 1917 —tres años después del inicio de la Primera Guerra Mundial— y su forma se inspira en la de un tanque: caja rectangular y eslabones metálicos similares a las cadenas oruga, que le permiten al vehículo avanzar.

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     “Alta relojería” no es equivalente a “diamantes, oro y ostentación”. El encanto —salvo contadas ocasiones— está en ese esqueleto que se oculta entre el anverso y el reverso del reloj. En este mundo que obsesiona por su meticulosidad y perfección, todo gira en torno a las complicaciones, es decir, mecanismos precisos e innovadores que los maestros relojeros crean para permitir otra lectura del tiempo: fechador para día, hora, mes y año; cronógrafo para horas, minutos y segundos; sonería para para escuchar la evolución del día a través de un gong.

    Todo reloj mecánico debe acatar normas muy estrictas antes de considerarse Alta Relojería, pero todo se resume a un ajuste que permita obtener absoluta precisión. Quien hoy compra una pieza que una manufactura tardó años en materializar no busca saber la hora, sino un objeto cercano al arte, que es bello, funcional y complejo desde el más diminuto rubí hasta el cristal de zafiro que cuida su cara del exterior.

     La riqueza de Cartier radica en abarcar ambos universos: el de las piezas con pequeñas complicaciones, que se distinguen ante todo por su estética, y el de las grandes complicaciones, que les han valido el reconocimiento de las máximas autoridades suizas y el asombro de coleccionistas exigentes del mercado global.

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     Este año, la familia de Cartier creció. A las colecciones masculinas que ya conocemos—Santos, Tank, Calibre, Ballon Bleu, Rotonde y Clé— se suma Drive, que brilló por primera vez el pasado enero desde el evento de Alta Relojería más importante del mundo: el SIHH. Pensado para un cliente independiente y elegante, privilegia la naturalidad. El hombre Drive—el hombre Cartier— aprecia los objetos que posee por la pasión y el placer que despiertan en él.

    La belleza del Drive está en sus detalles, que innovan con sutileza y elegancia: esfera guilloché, cristal abombado, corona con perfil de perno. Y, como siempre, el sello de la maison: números romanos para indicar las horas, vías de ferrocarril para los minutos y sus particulares manecillas en azul.

     En cuanto a funcionalidad, hay tres movimientos detrás de Drive: 1904-PS MC y 1904-FU MC para pequeña complicación y 9452 MC para gran complicación. Todos—por supuesto— creados en la Manufactura Cartier. El primero fue producido hace seis años y aún presume de una estabilidad cronométrica óptima, que logra precisión a pesar del movimiento. El segundo nació hace dos años y ofrece un segundo huso horario, indicación día/noche, gran fecha y pequeño segundero, cada una de las cuales puede controlarse a través de la corona. Por último, la pieza clave de la colección: el Drive Tourbillon Volante está equipado con movimiento mecánico de cuerda manual que presume el más prestigiado certificado de la industria: el «Poinçon de Genève”. 

      Como si cada segundo contara, Cartier no deja de innovar, y por piezas como ésta casi es imposible esperar para conocer cuál será el siguiente modelo que la maison creará para reinventar el tiempo.

 

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Vivir entre costuras

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Originalmente publicado en El Universal (PDF aquí)

Sandra Weil volvió a triunfar en el Mercedes-Benz Fashion Week México.
¿Qué se necesita para convertirse en una de las diseñadoras más prometedoras del país?

     Claro que lo recuerda: era un vestido verde menta —hecho en chifón de seda—que al volar sobre la pista hacía bailar los encajes que bordó a mano en color marfil y limón. Sandra Weil habla del primer vestido que cosió en su vida y por un instante parece que deja de estar en su boutique de Polanco, en esta mañana ajetreada como cualquier otra en la Ciudad de México, para visitar otro tiempo: es Perú, es de noche, y es —sobre todo—la primera vez que Sandra observa cómo un conjunto de tela, hilos y aplicaciones se amoldan a un cuerpo de carne y hueso. “Recuerdo que lo hice para una niña de 12 años y que la vi cuando atravesó el jardín para venir a saludarme, porque sabía que yo le había hecho el vestido. Causar ese impacto tan increíble y tan positivo —que ella me agradeciera— me hizo darme cuenta del poder que puedes tener al vestir a alguien.” Y así fue como esa Sandra Weil adolescente, que aprendió de hilvanes y patrones en casa con su abuela, se tomó el diseño de modas más en serio y decidió mudarse a Barcelona para aprender a coser.

     El amor por la costura inicia con el tacto: se tocan telas, se tocan encajes, se tocan botones y luego todo eso cobra forma en una prenda que alguien elegirá para vestir. Por eso Sandra Weil hubiera fracasado como experta en Diseño Gráfico, carrera que casi termina en la Universidad de Lima —en Perú, donde nació— y en su lugar prefirió dedicarse a la moda. “Estaba a punto de terminar la lincenciatura cuando me di cuenta de que me gustaban las artes y la creatividad, pero que el mundo digital no era lo mío.” Y entonces ocurrió lo del vestido, y se fue a España, y se especializó en Alta Costura, y conoció a un mexicano (con el que luego se casó), y se vino a vivir a la Ciudad de México y ahora está aquí sentada —en su propia boutique—diciéndome entre risas que si pudiera no estaría aquí sentada, sino encerrada —tocando telas, encajes y botones— frente a su máquina de coser.

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    Claro que le gusta vivir aquí. “Siempre pensé que México era un mercado muy interesante, porque es casi un punto intermedio en Latinoamérica.” Y además es casi como estar en casa. “Siento que no me he mudado, y que además tengo una puerta con acceso al mundo”. La pequeña tienda en la que ahora estamos se ubica en Emilio Castelar, en el centro de Polanco, y es ante todo un espacio elegante, cubierto por tablones de madera color miel y con pocas prendas en los ganchos, para dar una sensación de exclusividad. Sin embargo, el lujo no está sólo en la experiencia de compra, sino en las prendas en sí. Sandra crea todos los diseños que luego salen a la venta y se toma su tiempo para confeccionar cada colección: lanza una cada seis meses y supervisa cada parte del proceso en su taller.

     Sandrá está acostumbrada a la intimidad, lejos de las grandes tiendas, las grandes colecciones y las grandes producciones en masa. “Cuando apenas empezaba mi carrera cosía en mi casa, en un cuarto donde sólo había dos maquinitas, y de pronto alguien más me ayudaba. Fue un crecimiento muy orgánico, y poco a poco la gente comenzó a apostar por mí.” Ahora no hace más de 35 prendas por temporada, su equipo consta de diez personas y se concentra en elegir los materiales y las formas precisas para cuidar cada detalle de la ropa que está a punto de crear. “Trabajo mucho con seda. Me encanta porque es una fibra natural y elegante por excelencia, que tiene un margen natural para que el cuerpo pueda respirar. También me gustan mucho los encajes, los bordados y las aplicaciones.” Y con ellos mezcla texturas para divertirse, reinventar prendas que puedan volverse atemporales y lograr que sus clientes se interesen por cada colección.

     Ahora Sandra ya no se especializa en Alta Costura, pero encontró un nuevo reto en la confección de prendas ready-to-wear. “Me mudé a México en 2008 y en 2012 me asocié con Maru [quien se encarga de la parte administrativa del proyecto] para establecer la marca y llevarla al siguiente nivel. Sin embargo, una vez que empezamos a exportar nos dimos cuenta de todo el trabajo que aún nos queda por hacer.” Y aunque ahora la ropa que ofrece nació pensada para usarse en la vida diaria, su formación en Alta Costura no ha dejado de traducirse en calidad: vive para perfeccionar cada pieza como si aún fuera esa adolescente que crea un vestido único para una niña en una noche especial.

Desaprender la moda

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Originalmente publicado en El Universal

El efecto transformador de la moda es uno de los intereses de Carla Fernández, la diseñadora mexicana que hace unos días inauguró una exposición en el Museo Jumex.

      Viste de negro, pero no es un negro glamuroso y hermético que la vuelva inalcanzable, como si estuviera a punto de pisar una alfombra roja o pasear por Champs Elysées. Su vestido parece de lino. Es ligero, elegante, detallado, y hace un juego perfecto con sus labios rojos, su cuerpo menudo y su manera pausada de hablar. “La ropa es una manifestación del lenguaje, ¿no lo crees?”, me dice Carla Fernández unos minutos después de saludarnos en el Museo Júmex, y si algo queda claro cuando uno la conoce es que la creatividad en la moda puede derivar en mucho más que prendas tan alejadas de nuestra realidad como el diseñador que las concibió.

      Solemos pensar que para conocer lo último en tendencias hay que girar la cabeza hacia Milán o París, pero no siempre es así. El camino que Carla recorre para inspirarse no es el de una pasarela, sino el de las tierras indígenas de nuestro país. Su ojo no está en busca del lujo, sino que su mirada es antropológica: “Me gusta mucho la indumentaria folclórica de todo el mundo. Es una fuente de inspiración inagotable en el sentido en el que los pueblos indígenas son muy arriesgados. Por ejemplo, si vas a Chiapas o a Guatemala y ves las combinaciones de los colores no lo puedes creer, pero luego entiendes que usan los tonos de la tierra, del reflejo del sol, y entonces tu panorama cambia”. Por eso la exposición de moda y arte que inauguró hace unos días en el Museo Jumex lleva por nombre La Diseñadora Descalza: Un Taller para Desaprender. Es una experiencia interactiva en la que la exhibición de sus prendas se combina con la participación de un grupo de bailarines y talleres que permitan comprender mejor el signi􀂠cado que la hechura de nuestra vestimenta —como artesanía— puede tener en nuestras vidas.

Hecho en México
Carla nunca ha dejado su país. Ni para estudiar en el extranjero y agregar nombres de universidades británicas o neoyorquinas a su currículum, ni para inspirarse, ni para comprar materia prima para confeccionar sus prendas, ni para nada. Cursó la licenciatura de Historia del Arte en la Universidad Iberoamericana y en la Iberomexicana de Diseño se entrenó como modista. Su padre es museógrafo y su madre historiadora; en su formación siempre fue clave la diversidad cultural. “Creo que quedarme en México fue un golpe de suerte. No hubiera investigado lo mismo ni estaría donde estoy si me hubiera ido a Saint Martins”.

      La moda, como el arte, implica una ruptura. Los diseños de Carla Fernández lo han expresado desde siempre. “Me acuerdo que cuando estaba en la universidad le hacía muchas alteraciones a mi ropa; me gustaba reconstruirla. Por ejemplo, la cortaba y le ponía aplicaciones. Eso estaba muy de moda en los 90. Era como una deconstrucción fashionista que me parecía muy divertida”. Y —de algún modo— así trabaja hasta el día de hoy: a través de la fusión de sus conocimientos sobre moda y distribución, apoya el trabajo de nuestras comunidades y asigna pedidos que se adapten a las capacidades y talentos de cada artesano para luego darles difusión. Sus clientes son mexicanos y extranjeros, gente que comprende que la exclusividad también radica en el proceso de confección de una prenda, y no en el aparador que la haga brillar.

       La exhibición de la diseñadora estará abierta el público hasta mediados de mayo, y entre los talleres ofrecidos a los asistentes recomendamos “Bordado en chaquira otomí de Puebla” y “Telar de cintura con artesanas chiapanecas”. Los detalles pueden consultarse en la página de Fundación Jumex.