Gladiador

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En 2010, cuando aún trabajaba como redactora en la revista Conozca Más, mi jefe me pidió escribir un artículo sobre gladiadores. El resultado fue el texto que aparece a continuación. Como parte del proceso de investigación entrevisté a Mary Beard, una brillante académica de Cambridge. Hoy, repasando la nueva edición de The New Yorker, me topé con un buen perfil sobre ella. Leerlo me recordó lo mucho que me gustó nuestra conversación, y lo mucho que me gustaba mi trabajo en aquella otra revista que ahora está tan cambiada. Desgraciadamente no tengo la transcripción de nuestra plática porque los archivos que tenía en mi vieja computadora se perdieron, pero el artículo de portada que escribí en aquel entonces no hubiera quedado igual sin su ayuda. 

 

El sol de medio día baña la arena del anfiteatro más grande del Imperio Romano. Sobre las gradas del escenario, 50 000 espectadores esperan ansiosos. Los músicos acompañan el clamor de una multitud enloquecida y deseosa de sangre. Debajo del entarimado, varios elevadores se preparan para izar las jaulas que contienen a bestias extranjeras que morirán a manos de hombres cuyos rostros están cubiertos por cascos de bronce. Mientras tanto, al otro lado de los túneles del edificio, los únicos actores capaces de convertir el sufrimiento en espectáculo, aguardan a que la desgracia de su vida se convierta en gloria. Todos esperan a bordo de espectaculares carrozas y visten sus mejores galas. Por cada gota de su sangre recibirán aplausos y por cada animal asesinado incrementarán la posibilidad de obtener la ovación del emperador. Serán los protagonistas de la primera de las 25 peleas que se llevarán acabo antes de la llegada de la noche. Meses antes, el Estado los señaló como criminales y enemigos de la ley. Hoy, bajo la luz dorada de Roma, son aclamados como ‘gladiadores’.

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El lanista seleccionaba cada cuerpo con sumo cuidado. Equivocarse en la elección de gladiadores que llevaría hasta su escuela le traería desprestigio y pérdidas económicas que no podía permitirse. Alguna vez, él también fue un hombre que el dueño de una familia gladiatori compró en un mercado de esclavos para entrenarlo y llevarlo a pelear en la arena. Por su valor y desempeño como protagonista de los espectáculos más famosos de Roma, un emperador le concedió la rudis, espada de madera, símbolo de libertad y reservada sólo para aquellos que, frente a los ojos del pueblo, merecieran la victoria. Ahora, en cambio, debía conformarse con el rechazo social de saberse un beneficiario de las muertes de otros sin necesidad de arriesgar su propia vida.

La escuela que precedía era conocida ludis gladiatori. Para promover la virtud romana, operaba con un programa que alternaba prácticas y castigos físicos con el trabajo de especialistas que mantenían a los luchadores prometedores saludables y en forma. Un gladiador con buena condición física no sólo tenía mayores probabilidades de generar ganancias durante un número considerable de encuentros; también era considerado como un buen amante por los hombres y mujeres que asistieran a verlo luchar. Por eso los unctores –o masajistas– y los doctores –o entrenadores de pelea– eran el medio para preservar a los más preciados móviles de la diversión romana: en todo el imperio, no existía mejor atención médica que la que se tenía en aquellas barracas.

Luego de su entrada en la ludis, les haría repetir el juramento de que gladiador debía conocer: ‘Perdurar ardiendo en fuego, oprimidos por cadenas, azotados con varas y asesinados con acero’. Después les enseñaría a recibir golpes y derramar sangre sin emitir sonido alguno. Sabía que los amatores, o público de gladiadores, esperaban un espectáculo libre de quejas. Para que sus actuaciones se volvieran memorables, no bastaba con que unos cuantos hombres pelearan entre sí. Gradualmente, las armaduras que conseguía para ellos se volvieron visualmente excitantes. Y así, de ser el comprador de guerreros que animarían el funeral de un ciudadano prestigiado, se convirtió en el responsable de preparar una costumbre popular que serviría como una declaración política para glorificar a Roma.

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Llegó de un lugar cercano a los Balcanes. Fue apresado, junto con otros, en un sitio alejado de los confines del Imperio. Apenas había llegado a Roma cuando lo encontró el lanista. Su nombre, como el de tantos otros gladiadores, fue olvidado y reemplazado con una sola palabra que aludiera a un esclavo o mascota. Y así fue como se volvió otro de los integrantes de la Ludus Magnus, la escuela de gladiadores más grande de entonces. En ella aprendió que cualquier instrumento afilado estaba prohibido durante el entrenamiento y que las audiencias se aburrían con cuchilladas descuidadas y sucias. Querían sangre, cierto, pero siempre bajo el disfraz de la teatralidad y, para la muerte, la eficiencia escenificada con un sólo golpe mortal. Por eso sus primeras armas fueron espadas de madera y un palo, de 1.7 metros de alto, que azotaba y golpeaba para lograr mayor fuerza en la parte superior del cuerpo.

Las paredes amarillas de su celda estaban cubiertas por graffitis que nombraban a otros luchadores como él. También había imágenes de sus mujeres y pequeños nichos en los que colocaban estatuas para honrar a los dioses. No todos los integrantes de la escuela dormían juntos. Los primus palus, o grandes gladiadores que por un sólo encuentro podían ganar el equivalente al sueldo anual de un soldado romano, dormían en cuarteles especiales y separados del resto. Otros en cambio, sentían un miedo constante que los hacía pensar en medios para terminar con su lamentación. Por eso –recordó– aquel gladiador germano prefirió ahogarse con una esponja antes que salir a morir en la arena y otros 29 prisioneros también eligieron el suicidio como un camino a la libertad: horas antes de la pelea, estrellaron sus cabezas contra las paredes hasta matarse.

Todo eso pensaba en la noche antes del combate. En ese último anochecer, los gladiadores tenían una última y fastuosa comida: la cena librea. Sin embargo, como él, no todos comerán. Algunos aprovecharán las horas para despedirse de sus familias y amigos. Otros no cenarán porque la pena les quitará el hambre. Saben que horas más tarde algunos serían asesinados ‘por exhibición’. Después de arrastrarlos a la arena, se les ordenará sacrificarse, unos a otros, hasta que sólo uno de ellos quede de pie. Para el resto de los gladiadores, la audiencia no tendrá misericordia. Según Roma, eso es para los débiles. En consecuencia, el pueblo exigirá que los asesinos vean a sus víctimas a los ojos al momento de clavar la gladius detrás del cuello. Disfrutará mirando al perdedor, abrazando las piernas de su rival, mientras el filo de la espada le provoca una muerte lenta y dolorosa. Luego su cuerpo será arrastrado en una carroza que lo borrará de la arena.

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Escuchando los gritos del pueblo para el que construyó el anfiteatro, el emperador espera la llegada de los gladiadores. Como el resto de las arenas romanas, ésta constituye una herramienta política a las órdenes del César: es un sitio de encuentro entre gobierno y pueblo, una representación de los significados que sustentan el poder de Imperio. Dentro de los muros de estas colosales obras arquitectónicas, los escenarios sirven para aprender lecciones de brutalidad y desprecio a la debilidad. El control de los esclavos y criminales que ahora esperan en los túneles, es una muestra del castigo que Roma ejerce sobre los infractores de la ley. La captura y el sometimiento de bestias salvajes a manos de esclavos romanos simboliza el poder de Roma sobre la naturaleza.

En la filas delanteras del recinto, los senadores platican entre sí. Como él, y el resto de los asistentes, visten togas blancas y hacen temblar el suelo bajo sus pies. Aprovechando los lugares cotizados desde donde aguardan la entrada de los luchadores, exhiben los privilegios que les confiere su posición social y política dentro del Imperio. Como para el resto de los integrantes de la institución romana que representan, la crueldad no es motivo de vergüenza. Para ellos, la arena no es una muestra de la decadencia sino un medio para evitarla: conteniendo y asesinando a los detractores de Roma, los espectadores se vuelven partícipes de la demostración del poder del Estado sobre el mundo. En aquel espacio, la cobardía se paga con la muerte. Por eso, mientras sean valientes, los perdedores merecen la vida. Los débiles, en cambio, son castigados públicamente por su falta de hombría.

De las manos de aquel que observa desde el ala este del anfiteatro, se decidirá el futuro de los gladiadores que saldrán a luchar para entretenerle: Missus, para la vida, y periit para la muerte. Sólo aquél que luche con valentía merecerá vivir. En el combate que está a punto de iniciar, la sangre derramada es lo de menos; un mero camino para ver encarnada la máxima de todo César: Roma por encima de los hombres, de la naturaleza, del mundo. Muchos años después, cuando la civilización occidental del siglo XX eligiera un estilo arquitectónico para construir algunos de sus edificios gubernamentales, escogería el romano. Como en la época del Imperio, expresan poder y autoridad de un gobierno hacia el pueblo.

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El sol de medio día baña la arena del anfiteatro que luego el mundo llamaría Coliseo. Al final de uno de sus corredores, siguen transcurriendo interminables segundos de espera. A bordo de una carroza, un retiarius gira la cabeza y, a su derecha, encuentra al myrmillo que deberá enfrentar para sobrevivir. Antes fueron amigos. Juntos recordaron a sus esposas antes de dormir y comieron en la misma mesa después de los entrenamientos diarios. Hoy Roma los ha transformado en enemigos. Afuera siguen escuchándose los gritos del pueblo. Las ruedas del vehículo que los transporta han comenzado a moverse. El retiarius sostiene fuertemente la red que previamente amarró a su muñeca y planea el primer golpe que intentará asestar sobre la cabeza del que antes fue su amigo. Con cada centímetro que avanzan, la entrada de luz se vuelve más y más fuerte y la multitud se escucha cada vez más cerca. Por debajo de sus pies, el suelo tiembla. Ya distingue el cielo que se alza sobre la arena. “¡Nosotros, que vamos a morir, te saludamos!”, grita cuando llega frente al emperador. El combate ha iniciado.

 

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¡Torera!

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[Revista Conozca Más. Abril de 2012]

Hay en su sonrisa una tranquilidad que no parece la de una mujer que está a punto de salir a jugarse la vida en la arena de una plaza de toros. Después de viajar en carretera y superar la incertidumbre de saber si el maestro Germinal Ureña tendría listo su traje de luces para la corrida del domingo, Hilda Tenorio me recibe con la camisa blanca, las medias rosas y la taleguilla puestas para permitirme presenciar la liturgia. Y es que, para un torero, ataviarse con aquella indumentaria de seda y cobertura metálica no es ponerse un uniforme: la magia de la ceremonia radica en la manera de vestirse, en el sentimiento, en el ritual.

Permanecer en la habitación donde un torero se viste permite presenciar el inicio de una celebración que culminará en una danza que inmortalice diversas reflexiones y preocupaciones humanas. Lo dijo Cristina Sánchez en su libro Matadora: “Torear no es solamente estar en la plaza. La concentración es anterior al ruedo”. Por eso hay que guardar silencio, pedir permiso para tomar algunas fotografías y acatar las indicaciones de Hilda: “Fotos sí, pero no me pidan que pose”. En el cuarto también está su mamá. Ella le cose el corbatín a la camisa, le acerca las zapatillas, la acompaña hasta el espejo para que se acomode los tirantes y le ayuda a ponerse el chaleco y la chaquetilla. Por lo que platica la michoacana de 25 años, la mirada de doña Hilda ha cambiado con el tiempo. Cuando su hija le dijo que deseaba ser torera se quedó callada, pero la vio con escepticismo y le dedicó uno de esos gestos que en realidad quieren decir: “Esperaré a que se te pase el berrinche y quieras jugar con muñecas otra vez”. La cosa es que a Hilda no se le pasó. A los 12 años, le bastó encontrar un video de Alfonso Ramírez ‘El Calesero’ para tomar la decisión de incursionar en el mundo del toro.

Fernando Tenorio –su papá– dice que, desde el principio, doña Hilda se convirtió en la acompañante de la futura matadora. Ella la llevaba a entrenar al Palacio del Arte –la plaza de toros de Morelia– con el maestro Rutilo Morales y fue testigo de su preparación. Hoy no hay en su mirada rastro alguno de incredulidad. Sus ojos reflejan lo orgullosa que está de su hija y, quizá, un poco de temor. Y es que desde el instante en que empieza la ceremonia del vestido, se sabe que también se inicia un juego entre la vida y la muerte. El matador se arropa con la escrupulosidad de la primera vez y con la solemnidad de asumir que también podría ser la última. Así lo escribió José Bergamín en La música callada del toreo: “la muerte se esconde en la tenebrosa embestida del toro y la lleva siempre en sus astas amenazadoras”. Hacia el final del ritual, doña Hilda amarra unos listones rosas en el cabello de su hija y espera a que ésta se detenga frente a las imágenes religiosas y la veladora que están sobre una mesita de madera. Luego le entrega la montera y el capote de paseo y salimos rumbo al coso taurino más grande del mundo.

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Hilda enfrentó a su primer toro antes de cumplir 15 años. En vez de fiesta o viaje –como las quinceañeras tradicionales– le pidió a su papá un becerro para torear. Para ese entonces ya llevaba un año entrenando y sabía pararse en un burladero, sostener un capote y ejecutar una verónica. Según cuenta don Rutilo, la primera vez que la vio accedió a instruirla por la emoción que brillaba en sus ojos: “Cuando le pregunté ‘¿empezamos mañana?’, ella me respondió ‘¿no podemos iniciar hoy mismo?’”. Y así, entusiasmada, esta géminis que pasaría a la historia como la primera mujer en tomar la alternativa en la Monumental Plaza de Toros México, aprendió a dominar el arte de las chicuelinas, gaoneras, crinolinas y zapopinas con tal destreza que permitió que su apoderado, Eduardo San Martín, le consiguiera novilladas para torear en diferentes plazas. Hoy hay unos 3,000 espectadores esperando escuchar el pasodoble desde las gradas del coso ubicado en la Colonia del Valle. Hilda viste de rosa y oro y no sabe que su faena será la mejor de la tarde y saldrá como triunfadora a dar la vuelta al ruedo.

Cristina Sánchez dice que las cornadas son como medallas: condecoraciones que un torero secretamente espera por curiosidad –o porque sabe que otros le admirarán– pero también son laureles fastidiosos porque un premio se celebra con fiesta y una cornada lleva a la cama. Hilda lleva la huella de un laurel sobre el rostro. El día del accidente estaba en León. El toro brincó y le alcanzó la cara. La formación de la cicatriz que ahora le recuerda las dos trayectorias –de 24 y 30 centímetros– estuvo acompañada de una fractura en la mano, un esguince cervical y tres meses de recuperación. “¿No sientes temor después de algo así?”, le pregunto mientras me mira tranquilamente. Ahora pienso que quizá hay que estar en el tendido para comprender su respuesta: uno de los méritos de los matadores es su capacidad de superar el miedo y de exigirse mejorar aunque se jueguen la vida en el intento. Hilda recibe a su primer astado con un farol de rodillas y comprueba que sólo un verdadero torero sabe enfrentar el desasosiego: sólo así puede esperar el ataque, mantenerse firme y no permitirse la graciosa huida.

La tarde está nublada. Hilda está plantada en el ruedo y cuando uno la mira no piensa en su cuerpo menudo o en las dificultades que pudiera tener con la espada. Por el contrario, sobresale el valor, su forma de acariciar al toro y la manera de ejecutar los quites que le valen la ovación general. “Lo más importante en la lidia […] es el acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo. El estilo es también el torero. Se torea como se es”, dice Bergamín en su libro y así es como uno entiende por qué Hilda se lleva las palmas: la emoción traspasa sus faenas. Se le observa sonriente y en plenitud cuando danza pausadamente con su oponente y sus movimientos –junto con la embestida del animal– se transforman en una comunión. De ahí que uno grité “¡Olé!” y, al término de la lidia, aplauda. Al respecto, el cronista Francisco Baruqui escribió que la moreliana es un torero en el cuerpo de una chavalilla, que “se trata de una mujer con todo el sentimiento y la formalidad taurina, pletórica de valor y de entrega, que desborda en su menudo cuerpo después de haber brindado un toreo de ayudados con la diestra y sendos naturales con la izquierda”. Él dice que lo de Hilda es vocación, un caudal de torería con sabor y aroma que demuestra que en ella hay un torero de la montera a las zapatillas.

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Aunque tras enfrentar a los dos toros de la ganadería de San Judas Tadeo Hilda se va sin apéndices, los críticos coinciden en que su actuación fue la más destacada en la décimo novena corrida de la Temporada Grande 2011-2012 en la Plaza México. Para un torero puede haber días memorables aunque se salga sin orejas o un rabo. Según cuenta Hilda, la tarde que más recuerda es aquella en la que la gente le gritó: “¡Torera! ¡Torera!” a pesar de que no logró matar al toro. Eso sin mencionar que cada lidia es un recordatorio de su éxito como profesionista en una disciplina que la tradición ha reservado –casi exclusivamente– a los hombres. Para llegar hasta este momento, no sólo enfrentó (y superó) los mismos obstáculos que todo caballero que hace carrera en este oficio, sino además el rechazo de los matadores que ‘no querían torear con ella’.

Cuando se trata de piedras, las hay por todos lados. Son justo lo que la fiesta brava enfrenta en México y en otras naciones que persiguen la prohibición de la muerte como espectáculo y el maltrato animal. Mientras que algunos exigen el respeto a la vida, los aficionados, ganaderos y otros involucrados en la tauromaquia afirman que el toro de lidia existe con el único fin de morir en la arena. Cuando Hilda profundiza en el tema, explica que esta idea está respaldada por diversos argumentos. Primero: estos seres solo se pueden torear una vez porque generan un ‘sentido de peligro’ que los haría huir –en vez de embestir– y por ende imposibilitaría la faena. Segundo: no sólo son animales que desarrollan poca musculatura –como para obtener carne– sino que además es complicado que, por su bravura, se dejen ordeñar para conseguir leche. Tercero: existen los indultos, es decir, la oportunidad de que el ganado sea curado y liberado para procrear durante el resto de su vida. Y todo esto sin hablar de la tradición cultural tan extensa que hay detrás del toreo.

El toreo es, ante todo, un arte efímero. La emoción que genera no deja obra material o palpable a la que se pueda recurrir después de que ocurre. Dado que no posee una huella o trazo que señale una ruta para repetirse, es –diría Bergamín– un arte puramente analfabeta: nace de la improvisación creada por un hombre o mujer que enmascara su mortalidad dominando a una bestia de ojos profundamente negros. Para los amantes del toro y su gallardo adversario, el encuentro genera una emoción mágica que va más allá del cuerpo. Según Cristina Sánchez, pertenece al alma, al espíritu. La única constante en una arena es la presencia invisible de la muerte, que es ritualizada, estetizada, embellecida. Para los apasionados de los tres tiempos que dura el arte, el toreo no es un deporte ni un juego, sino creación y poesía. Toro y torero se mitifican; uno a través de su imponente galope y otro mediante su traje de luces. De ahí lo inusitado del mundo taurino.

Hay en su sonrisa una tranquilidad que no parece la de una mujer que tomó una decisión insólita: la de convertirse en torera. Como otras jóvenes que le precedieron, enfrentó un problema histórico porque buscó incursionar en un terreno acaparado por hombres. Por eso es toda una experiencia conocer a una matadora que ha sabido ganarse un lugar en este gremio de tradición masculina. Aún le queda el sueño de torear en Las Ventas, en Madrid, y convertirse en una figura internacional. Mientras eso sucede, bastará con mencionar que en México ya existe una torera que posee un lugar especial entre espectadores y críticos y su nombre es Hilda Tenorio.