Un zapato en el lomo de un cuchillo

Un zapato en el lomo de un cuchillo.
El filo no lo daña.
Carga al zapato en hombros,
guarda el balance.

Hace frío y la pampa es muda.
De cristal níveo, les guiña un ojo.
Zum.
Un zapato baila tango en el lomo de un cuchillo.

Cambio de lado.
Doble ocho.
Molinete.
Un contratiempo y su vaivén es filigrana.

Algunas noches,
después del baile,
el zapato ve la luna lívida
y se siente un tanto triste.

Es un artista, cierto.
Ha ganado premios
ceñido a un pie cobarde
que sale al ruedo en calcetines.
Ha trazado octaedros y triángulos isósceles.
Ha practicado su caligrafía china.
A veces, también,
cuando así lo ha querido,
ha sido un trineo.
Se ha despeinado al viento
veloz como flecha de amazona.

Pero en noches como ésta,
el zapato ve su pecho en blanco:
ni una pisada.

El zapato pide un deseo:
que un día,
algún día,
raspe al menos la punta de su suela
en la cara láctea del hielo.

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Poliedro

Para M.

Caigo en un sueño profundo
para encontrarte
a medianoche
y bailar frente a extraños
(en una calle vieja de Oaxaca).

El cielo se cae a pedazos
cuando me besas. 
Mira cómo (se apaga la vida en las ventanas)
mientras vadeamos el empedrado,
como amantes de toda la vida.

Dime de qué está hecho (el soplo)
(que me inyectaste) con tu piel
mientras dormía,
y hoy (alumbra el insomnio)
cuando te pienso.

Seis notas para John Williams

Como un cisne, frente a la orquesta,
un hombre abre las alas.
Sus manos de plata rasgan el silencio.

En primer plano, un violín se despabila.
Mueve la cabeza.
Se talla los ojos.
Adormecido, espera su turno.
Un aletazo del hombre y el violín despierta.
Toma vuelo,
da un salto.
Su cuerpo menudo se hunde en el oleaje
que lo había dejado atrás.

En un rincón, a la derecha,
un contrabajo hace una rabieta.
Su voz profunda, de dragón viejo,
tiembla en su pecho.
El hombre deja de mirarlo.

Del hombre, yo sólo veo la espalda
y las alas
que hacen piruetas
para llamar a escena a un corno francés.

El corno hace llorar a un arpa.
La lluvia de sus cuerdas cae sobre el espejo de un piano.
El hombre lanza una caricia.
Su eco se apaga.

El silencio se incendia.
El hombre se dobla.
Ahora es un flamingo,
y una medialuna en su barba blanca
es la última tesitura de la noche.

Sutura

Desperté y me dolía la boca.
Con los dedos palpé costuras
sobre los labios.
Hebras sueltas,
despeinadas
y una placa de sangre seca.

En un surco,
entre dientes y mucosa rota,
se filtró mi lengua.
Cada punto,
cada roce,
senda hirviente del zurcido.

Como presa baleada
en un bosque negro
empecé a correr.
Arrastré mi carne encendida
hasta el fondo de un desván.

Encogida,
en cuclillas,
mis manos abiertas
sobre la cara
tejieron la máscara
para que olvide
que ya no podré gritar cuando te extrañe.

Poema a cuatro manos

[Experimento literario en complicidad con Mario Jursich Durán. Oaxaca, 2014]

Entonces, de pronto,
la mariposa aterrizó en la mesa
como si fuera
un ladrón de puntillas a media noche
o un sol
con las alas abiertas
durante un amanecer en África.
La vimos juntos,
por un segundo,
inmóvil como estatua griega.
Para ti era un signo de suerte.
Para mí era
un augurio de tristeza volante.
Nos miró.
Nos dijo adiós.
Desapareció en la noche.
Ahora ese vacío en la mesa
es lo único que aletea
entre nosotros.

Paraguas

Llueve en Londres
y como hongos
germinan paraguas de la tierra mojada.
Bailan en las calles
vanidosos
buscan espejos en los charcos.
Hombro con hombro
se bañan
en la furia del cielo
hasta perderse en una esquina
o en las fauces de un metro impacientado.
Son madrigueras portátiles.

Llueve y por una tarde somos caracoles.
Bajo un techo cóncavo
como cáscara de naranja,
nos arrastramos
húmedos y cautos
a escondidas de una gripe.

Llueve y un bastón abre las alas.
A brazos abiertos
juego con el agua
que borra los rostros.

Nota del editor

Soy un grillete ceñido a la garganta,
mosca fastidiosa
sobrevuelo la cola
de un elefante.

Mano crispada,
deformo el gesto
de una prosa
horrorizada
en la esquina
de una página.

Soy una emboscada.
Enfilo la palabra
hasta la boca
de un nudo gordiano.
Mueren de asfixia los pleonasmos.

Vivo en el pulso de un cirujano.
Bisturí en mano
desangro voces,
silencio el ruido.
Mariscal en guerra
bordeo un campo minado
y las erratas
me acosan,
persisten,
hasta que logro amordazarlas.

Desollo un barbarismo,
vestido de gris,
y la exactitud canta.

El hambre

Comí.
Comí bien.
Devoré un deseo
y un vacío
que me importunaba en la mañana
hacia el final del desayuno.

Comí.
Comí muy bien.
Sazoné mis sueños
y zozobras;
los pinché con las yemas de los dedos
y así volaron hasta mis labios
para engullirlos
de un solo bocado.

Me atraganté un capricho.

Comí.
Y no bastó.
Zampé un diccionario
de ciencias forestales
y un libro de historia
que me aburrió de niña.

Merendé un viaje a París.

Comí.
Engañé a mi antojo
con un anzuelo
de pagodas
en el centro del Myanmar.
Lancé una carnada
rebosante de óleos
derretidos
como relojes de Dalí.

Comí.
A manos llenas
mutilé versos
y estrofas
y las letras
pequeñitas
se escaparon como agua
entre las grietas de mis manos.

Comí.
Desesperada
abrí las puertas de la alacena
y entre mordiscos
y tirones
se me fue un aria
y un cello.
Perdí el rastro de Bach.

Lloré.
Caí al piso
desparramada
como ancla vieja
y pesada
hacia el fondo
del mar.
Lloré
y un llanto de siglos
me devolvió el hambre
y volví a la alacena
y comí.

A tus espaldas

20140603_125852

A mi hermana. 

Este campo no ha visto la guerra.
Tablero de lava,
desierto en celo.
El mundo es otro por encima de tus hombros;
escupe esferas de vapor cenizo.
Veo un gigante de fuego cubierto de canas;
una morsa tumbada,
aletargada en la arena.
Su sopor es calma,
su vigilia es miedo.
Amo espiar el camino a tus espaldas.
Lenguas extranjeras,
viajeros perdidos.
Desde ahí el suelo está hecho a mano,
parchado con musgo,
arlequín estepario.
¿Y qué si miro detrás de tu cabello
este prado vacuo
plomizo
de magma muerta?
En la cara oculta anticiparé el alivio
de que aún me sonríes
y el gigante abrirá los ojos
para devorar el tiempo.

Nota: gracias, Sandra y María; ustedes saben por qué.