La huella invisible de las monjas en la gastronomía mexicana

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2022 (link aquí)

Versión en inglés aquí

PUEBLA, México (AP) — En el jardín hay un chile que baila. Bajo el disfraz que personifica uno de los platillos más legendarios de la cocina mexicana con guantes blancos y sombrero de copa, unos zapatitos oscuros brincan al ritmo de la música sin revelar que ahí se oculta una monja de las Carmelitas Descalzas.

Un video del Monasterio de Nuestra Señora de La Soledad inmortaliza el momento. Cuatro religiosas acompañan el baile con pandero y guitarra mientras cantan para festejar los 200 años de la invención del chile en nogada, cuyo peculiar guiso es un balance perfecto de carne, fruta y una salsa de nuez. Su receta fue concebida en un convento del estado de Puebla y los mexicanos lo añoran cada septiembre, cuando el calendario marca que han vuelto los ingredientes de temporada y arrancan las fiestas patrias.  

El chile en nogada nació en 1821 como parte de las transformaciones que la conquista española produjo en la gastronomía desde el siglo XVI, aunque se desconoce quién fue la mujer que los inventó. La situación ilustra uno de los rasgos que distingue a las monjas de clausura: sin salir jamás de sus conventos, viven entregadas a Dios con la esperanza de que su trabajo y devoción impriman una huella en el mundo.    

Agustín de Iturbide fue el primero en probar esa combinación de dulce y salado en una misma mordida. El militar mexicano viajaba de Veracruz a la capital luego de firmar un tratado que posibilitó la independencia cuando paró en Puebla y las monjas del convento de Santa Mónica lo sorprendieron con algo especial.  

Sobre un plato de cerámica artesanal llamada talavera, el primer chile en nogada hizo su entrada triunfal a la historia. Su interior rebosaba con carne de cerdo y trozos de fruta; por fuera se cubría con la cremosidad de la nuez de castilla, hojas de perejil y semillas de granada. Era verde, blanco y rojo; tricolor como la bandera nacional.  

No sólo estos chiles tuvieron un origen religioso. “Puebla de los Ángeles”, capital del estado donde se ubica Santa Mónica, se fundó en 1531 tras el sueño de un obispo que dijo haberla visualizado como un campo trazado por criaturas celestiales. Aunque en sus inicios llevó otro nombre, recibió el actual en 1640 por pedido del obispo Juan de Palafox y Mendoza.  

Santa Mónica fue uno de los once conventos femeninos que se edificaron en la ciudad. La mayoría cambió su función con el paso de los años y actualmente sólo éste y Santa Rosa son museos. Curiosamente, ambos son célebres por sus cocinas.  

Cien años antes de que a Iturbide se le hiciera agua la boca con los chiles en nogada, una monja de Santa Rosa inventó el mole, una salsa espesa de color marrón que suele servirse sobre guajolote o pollo. Prepararlo es casi digno de alquimistas: consta de más de 20 ingredientes como chocolate, tortilla, cacahuate y un abanico de chiles que se desvenan para restarle picor.  

Hay cariño y admiración en las palabras de Sor Caridad cuando habla de sus predecesoras, las Agustinas Recoletas que idearon el chile en nogada para sacudir los sentidos del hombre que un año después de su paso por la Ciudad de los Ángeles se convertiría en emperador.  

“Las recetas más sobresalientes son de monjas y nos preguntamos: ¿por qué será? Por necesidad. Para buscar el sustento cada día, Dios las inspiró para inventar recetas tan exquisitas”, dice la monja de 36 años a Associated Press.  

Sus antepasadas se instalaron en Santa Mónica a fines del siglo XVII, pero Sor Caridad ya no vive ahí. En 1934, como parte de la aplicación de unas leyes que separaron la Iglesia del Estado, las hermanas dejaron el complejo. Ahora su orden habita un modesto edificio de paredes amarillas donde 20 devotas pasan de las seis de la mañana a las diez de la noche entregadas a Dios.  

Las Agustinas Recoletas y las Dominicas de Santa Rosa son monjas de clausura, lo que implica que al tomar el hábito renuncian a la vida fuera del monasterio que habitarán hasta su muerte. Abrazar el compromiso de confinarse a un espacio conventual puede tomar años. El cuerpo portará ropas nuevas y se despedirá de los abrazos. La mente cambiará la dicha que da la compañía por el silencio y la soledad.  

Con el tiempo, dice Sor Caridad, las hermanas se integran como familia y comparten una herencia común. Por eso, explica, en la cocina los recetarios se vuelven innecesarios. Sus secretos frente a los fogones trascienden de generación en generación.  

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Un bocado de chile en nogada es una bomba de placer poco usual. Su cuerpo salado es ligeramente crujiente; las semillas de granada, aciditas. La salsa de nuez sabe cremosa y azucarada. Para cuando la lengua encuentra el relleno, ¡BUM! Los pedacitos de carne especiada se carean con trozos de manzana, pera y durazno. Si la primera mordida confunde, la segunda es adictiva.  

“A los conventos les hemos dado el nombre de laboratorios de experimentos gastronómicos”, explica Jesús Vázquez, un historiador de Santa Rosa que recita de memoria las canciones que algunas monjas entonaban a sus santos para que la divinidad pasara la mano por sus cacerolas.

Jesús cuenta que sin más instrumental que metates, ollas y palas, las religiosas pusieron a prueba su talento con ingredientes prehispánicos y aquellos que viajaron a bordo de los barcos españoles. Con ellos además llegaron técnicas agrícolas, plantas y cereales cultivables; ganadería, utensilios metálicos y las manos santas que se arriesgaron a compaginarlos desde la quietud de sus conventos.  

Algunos platillos tardaron años en evolucionar. Las hermanas solían preparar los primeros chiles en nogada como postre con pura fruta porque el acceso a la carne era restringido pero conforme los cerdos aumentaron su disponibilidad, su talento volvió a hacer de las suyas.  

“Las monjitas son ingeniosas para sacar adelante a la comunidad”, dice Sor Caridad. “Dios las ilumina por la necesidad de sostenerse, de buscar”.

Esa búsqueda solía ser solitaria y conllevaba sacrificios. Incluso ahora, la enclaustración trae consigo compromisos de silencio, obediencia y castidad. Las monjas se esmeran para cumplirlos sin importar los años que lleven en el convento y por eso se les llama votos perpetuos. Esa vida de renuncia —que en la época actual se ha moderado— es visible en Santa Rosa: tablas de madera en vez de camas para dormir, ropa de lana que daba comezón, ventanas exteriores cerca del techo para no espiar el exterior.  

Las obligaciones seguían a las monjas hasta la cocina. El ayuno purifica el cuerpo y la austeridad aleja los sentidos del deleite, así que sus platillos sólo complacían a celebridades como Iturbide, el obispo o el virrey, y ellas sólo los probaban para rectificar el sazón. Sus rostros no figuraban ni para servirlos a la mesa. Para evitar ser vistas por hombres, debían dejarlos en una mesita con un mecanismo que gira y tiene puerta al exterior.  

Ese dispositivo giratorio sobrevivió al paso de los siglos y hoy es lo que permite que las Carmelitas del Monasterio de La Soledad entreguen a sus clientes lo que cocinan. Según Sor Elizabeth, una de las 17 hermanas del convento y autora de la canción del chile bailarín, su fuerte son los postres. Aunque preparan alrededor de 250 chiles en nogada para vender en temporada patria, el resto del año hornean delicias azucaradas.  

“Esta comunidad es muy tradicional en cuanto a la gastronomía. A partir de la última semana de noviembre hacemos un Bazar Navideño de repostería  artesanal. Le pusimos ese título porque todas nuestras galletas, chocolates y rompope los hacemos a mano, sin batidoras, con los cazos como antiguamente se hacía”, explica.

De sus hornos emergen polvorones, rosquillas de naranja y dulces cubiertos de anís pero las favoritas son las campechanas, unas galletas ovaladas y crujientes. Sor Elizabeth dice que una cafetería cercana las revende, aunque no ha logrado desentrañar el secreto de la operación. No esconde cierta frustración al pensar que esas campechanas clandestinas se venden sin darles crédito, pero sabe que sólo sus hermanas pueden hornear esos manjares doraditos y perfectos.

El mundo celebra con estrellas Michelin y portadas de revista a chefs que posan en retratos con sus cuchillos afilados, pero la mayoría de las monjas detrás de algunos platillos emblemáticos nunca dejarán el anonimato. Sólo en México podrían sumar más de 300, afirma el historiador del convento de Santa Rosa.  

Para Sor Caridad eso no es una desdicha, sino su mayor orgullo. En 18 años de enclaustramiento ha enfrentado dificultades, pero se dice feliz. “Mucha gente piensa que todos los días son iguales y aburridos, pero para mí no es así. Cada día es nuevo y tengo la satisfacción de que todo lo que hago, todo lo que padezco, lo ofrezco a Dios por la salvación de muchas almas”.  

“Por mis sacrificios no tengo algunas satisfacciones en este mundo, pero sé que algún día Dios nos las va a dar por cuanto hicimos en este claustro, en esta casa donde estuvimos ocultas; por cuánto bien hicimos a la humanidad”.

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Foto: Pablo Spencer

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La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable del contenido

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La inusual historia del chile mexicano que no pica

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2019 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Hay algo que provoca un estremecimiento cuando la lengua se baña por primera vez en un bocado de chile en nogada. Con la mordida inicial cruje su piel salada, el fruto dulce de la granada que lo cubre estalla entre los dientes y ambos sabores bailan en la boca. Casi al instante, la cremosidad de su salsa de nuez envuelve la textura de su carne y justo cuando el paladar se pregunta “¿¡qué delicia es ésta!?”, las especias brotan y los sentidos piden más.

Este coctel de sensaciones no se produce en cualquier cocina. Sus dimensiones no rebasan la palma de una mano y su relleno consta de un solo guiso, pero la especificidad de sus ingredientes y las horas requeridas para prepararlo convierten al chile en nogada en una de las joyas de la gastronomía mexicana y rey de los comedores durante las fiestas patrias de septiembre. Por ello, sólo algunos chefs y entusiastas de las recetas más complejas de México afilan cada año sus cuchillos y su paciencia para dedicar hasta dos días a rellenar las barrigas huecas de estos chiles que no pican.

Una sonrisa surca el rostro del chef Alejandro Cuatepotzo cuando uno elogia el balance entre lo dulce y lo salado de los chiles en nogada que cocina en Arango, el restaurante que abrió en 2018 en Ciudad de México. Mientras dura la temporada _de julio a septiembre_, sirve hasta cien de estos platos semanalmente y para ello su equipo de 14 cocineros dedica ocho jornadas mensuales a preparar una receta que data del siglo XIX y en su caso emplea 30 ingredientes.

Cuatepotzo y los chiles en nogada nacieron en el mismo sitio: el céntrico estado de Puebla. Las versiones sobre el origen del plato varían, pero Ricardo Muñoz Zurita –otro mexicano que además de chef es erudito de la comida local– asegura que se sirvió por primera vez el 28 de agosto de 1821. Ese día, explica, el comandante Agustín de Iturbide acababa de firmar un tratado gracias al cual México logró independizarse de España. El documento se suscribió en el estado de Veracruz, pero en su camino de regreso a la capital Iturbide paró en Puebla y las monjas de un convento lo recibieron con chiles en nogada para celebrar el fin de la colonia. Por ello, dice Muñoz Zurita, no es casual que el plato comparta los colores de la bandera: verde, blanco y rojo.

Aquella receta no sólo sacudió el paladar de Iturbide, quien quedó tan prendado de ella que pidió volver a probarla en Ciudad de México. Desde hace casi 200 años, cuando por primera vez se deslizó sobre un plato de cerámica poblana, este chile se ha posicionado como favorito de muchos. Según el chef Muñoz Zurita, es casi “mítico” porque es un producto efímero: sus ingredientes clave sólo están disponibles tres meses por año y en consecuencia no debería cocinarse fuera de este periodo.

Durante estas fechas algunos mexicanos los evitan porque les desagrada el contraste entre sus sabores, pero en general despierta una fiebre que tapiza las redes sociales de quienes los fotografían antes de devorarlos y lleva a todo tipo de restaurantes a incluirlos en sus menús. La tendencia ha cobrado tal fuerza que en un intento por no quedar fuera, varios acuden a fórmulas sui géneris: mientras una heladería promociona su sabor de “nogada” _hecho con nuez, queso, jerez, leche y azúcar_ una hamburguesería lo ofrece aplastado entre dos panes y hojas de lechuga.

En Arango, un sitio para clase media-alta en el centro capitalino, el chef Cuatepotzo prepara un chile en nogada tradicional _es decir, que ajusta sus ingredientes y elaboración a lo que Iturbide habría comido_ y otro relleno de atún para quienes prefieren las notas saladas. Sin embargo, asegura, 75% de sus clientes elige el primero. “Es un plato que tiene mucha mística, mucho carácter”.

Para él, la clave del sabor equilibrado del producto final está en el cuidado al ensamblar ingredientes que sólo se consiguen en suelo poblano. Por ello, el costo de estos platos suele duplicar los de otras opciones del menú. Mientras que en Arango asciende a 350 pesos (17 dólares), en comedores populares ronda los 150 pesos (siete dólares). En estos últimos, los elementos más costosos y difíciles de conseguir _como las nueces de Castilla o los piñones_ suelen reemplazarse por otros más baratos y accesibles.

Cuatepotzo y Muñoz Zurita coinciden en que los chiles en nogada forman parte de la memoria histórica nacional y por ello hay que evitar sustituir ingredientes para cocinarlos fuera de temporada o someterlos a variaciones exageradas con tal de servirlos hasta en conos de helado.

“Para mí es un plato muy importante, lo hago con mucha fe y ahínco”, dice Muñoz Zurita. En sus restaurantes Azul _donde comerlos es una ceremonia que incluye mantel y vajilla especial_ ofrece cuatro tipos de relleno y cuatro nogadas, como se denomina a la salsa que los cubre. Según explica, confeccionar recetas similares a la que probó Iturbide es viable porque autoridades e investigadores conservan copias de recetarios de la época.

Fuera de los reflectores de la escena gastronómica, pocos conocen estos documentos, pero eso no impide que los chiles en nogada cobren protagonismo en sus cocinas. Desde su hogar en la periferia de la capital de México, Ángeles Ibarra lleva 25 de los 67 años que tiene de vida cocinándolos cada septiembre, y en su familia su sazón se volvió tan añorado que en una misma tanda llegó a cocinar hasta 130. “Son muy laboriosos”, reconoce, pero el proceso es especial para ella, pues lo comparte con su hija y sus nietas.

En una hojita escrita a mano, el chef Cuatepotzo me envía su propia receta: diez kilos de carne, otros tantos de fruta y varias horas con un mandil al cuerpo. Entre los ingredientes es posible reconocer algunos que pueden comprarse en cualquier supermercado _res, cerdo, jitomates, cebollas, higos, canela, tomillo, orégano_ y otros que pocos tendrían en su alacena, como “manzana panochera”, “pera lechera” y “durazno criollo”, que sólo nacen en el municipio poblano de Calpan y él compra a productores locales para mantener con vida a los árboles que llevan más de dos siglos viéndolos crecer.

Cada fruta se pela y se pica una noche antes de arrancar la preparación. La mañana siguiente inicia sazonando la carne con especias y agregándola a una olla con aceite para freír. La fruta se añade según su grado de dureza, vigilándola para que no se bata en un proceso que dura cinco horas. Los últimos en incorporarse son el plátano y el durazno, por su suavidad. Poco antes del segundo proceso de cocción _que dura unos veinte minutos y se le llama “ahumado”, pues cocina con humo_ se agregan más especias y fruta cristalizada. En paralelo se prepara la nogada licuando nuez, queso de vaca y oveja, leche, jerez, azúcar y canela, y se alistan las semillas de granada, que junto con la nogada cubrirán al chile al emplatar y servir a temperatura ambiente.

Cuatepotzo dice que la preparación es lenta porque cada ingrediente exige su tiempo para soltar su sabor.

La espera más larga es para el cuerpo vacío del chile, que para ser rellenado pierde sus semillas y con ello casi todo su picor. La receta emplea chile poblano _el tercero más producido en México después del jalapeño y morrón, según datos oficiales_, y para el chef Muñoz Zurita es “el ingrediente rey de la cocina mexicana”, pues se come en rajas, salsas y como plato principal.

Hay algo que estalla cuando uno muerde el primer trozo y los dientes lo rasgan. Por la boca va y viene lo crujiente y lo cremoso; su dulzor y su sal. El chef Muñoz Zurita dice que el chile en nogada sólo puede llegar hasta nuestros paladares gracias a una coincidencia maravillosa que involucra manos e ingredientes mexicanos en un mismo tiempo y lugar. Todo eso estalla también en la boca al comerlo: esa maravillosa coincidencia entre su origen, su historia y su sabor.

Foto: Rebecca Blackwell

Operación tortilla: un molino que defiende al maíz mexicano

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Originalmente publicado en The Associated Press, mayo 2019 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Aunque afuera duermen las calles de México, en la diminuta cocina de Molino El Pujol un par de manos hábiles ya empieza a darle cuerpo a las primeras tortillas del día.

En éste, el último espacio que el chef más famoso del país abrió en la capital, las mesas y los decorados elegantes no existen. Aquí los clientes hacen fila ante un mostrador para realizar sus pedidos y comen de pie o en bancas metálicas frente a una modesta barra de madera. Desde que la vida de este local arranca a las cinco de la mañana y se extingue pasadas las cinco de la tarde, el único protagonista es el maíz. Las tortillas se preparan diariamente, cuando el pecho ronco del molino transforma varios kilos de granos en masa caliente y una vez que están listas permiten saborear trozos de campo e historia local.

En esta nación que hace 10.000 años dio origen al cereal con el que se producen, las tortillas son parte de la vida cotidiana, pero para algunos chefs y expertos en alimentación su calidad ha mermado debido a procesos de industrialización que han afectado la pureza de sus ingredientes mediante la utilización de conservadores o transgénicos. Además, aseguran, muchos mexicanos desconocen cómo se elaboran las tortillas tradicionales y la variedad de maíces que ofrece esta tierra, por lo que un puñado de organizaciones y expendios privados como Molino El Pujol buscan difundirlo.

Hace un año, Enrique Olvera inauguró su molino en la Condesa, un barrio capitalino de clase media alta y la propuesta despertó curiosidad. Su restaurante Pujol suele tener todas sus mesas ocupadas en una zona lujosa de la ciudad y alcanza el sitio número 13 en la lista de The World’s 50 Best, mientras que Cosme —que abrió en Nueva York hace cuatro años— ha atraído a personalidades como Barack y Michelle Obama, quienes lo visitaron una noche para cenar. ¿Por qué, entonces, la estrella más brillante de la gastronomía mexicana decidió abrir una tortillería?

El chef de 43 años dice que se trató de un paso lógico dado que ya había dedicado tiempo a respaldar a productores nativos y ofrecer sus productos en sus restaurantes, pero para Amado Ramírez —un ingeniero agrónomo que ayuda a Olvera en la selección de granos del estado de Oaxaca, en el sur del país— el nacimiento del molino tuvo que ver con la nostalgia. “Para él la tortillería es recuperar su pasado”, asegura. “Reconocer los tiempos en los que iba por su colonia a recoger tortillas y las llevaba bajo el brazo”.

Para miles de mexicanos, ese recuerdo que ata el corazón del chef a su molino es compartido. Hasta hace unas décadas, antes de que se popularizaran las tortillas empacadas, era común observar en los barrios populares a niños que hacían fila en solitario o tomados de la mano de sus abuelas cerca de amas de casa que también esperaban para comprar. Aquella tradición no ha desaparecido, pero es menos frecuente y hay quien afirma que los ingredientes de las tortillas se han degradado.

“México dio por sentado su maíz”, dice Rafael Mier, director de Fundación Tortilla, que se preocupa por visibilizar los beneficios de producir, vender y consumir tortillas de calidad para la dieta e industria. Según el experto, este alimento tiene una importancia vital porque es el más consumido por la población y al prepararse con masa libre de añadidos es una gran fuente de energía y proteína. “Con una mala tortilla vamos a tener un mal desempeño. La tortilla toca la cultura, la identidad nacional, la producción, la gastronomía”, agrega.

La iniciativa de Molino El Pujol y otros pocos expendios similares podría parecer simbólica dado que su cadena de distribución se limita a clientes capitalinos de clase media o media alta y restaurantes del mismo espectro. Sin embargo, no desisten ante su idea de volver a mirar la tierra propia para contribuir a su desarrollo a pesar de que sus costos son elevados y compiten con gigantes nacionales como Maseca, que distribuye harina empacada para hogares y algunas tortillerías a precios accesibles, o Bimbo, que ofrece tostadas embolsadas en tiendas.

Al entusiasmo de los expendios se suman organizaciones con intereses afines como la que encabeza Rafael Mier y otras como Alianza por Nuestra Tortilla, que propone un decálogo entre cuyos puntos destaca la exigencia de tortillas nixtamalizadas —aquellas que se elaboran únicamente mezclando maíz, cal y agua—, transparencia en el sistema de suministro para clarificar las características y origen de los productos, y el impulso de maíces regionales que al pagarse a un precio justo detonen bienestar campesino y una conexión emocional con el patrimonio cultural.

Sin embargo, hay muchos mexicanos para quienes el costo de tortillas hechas de maíz como el que ofrece el molino de Enrique Olvera resulta demasiado elevado. Concepción Reyes, una mujer de 84 años que compra en un local popular capitalino del barrio San Rafael, dice que jamás pagaría 60 pesos (unos tres dólares) por un kilo, porque las que acostumbra adquirir no rebasan los 13 pesos (poco más de medio dólar). En contraste, hay un puñado de personas que sí se animan a visitar expendios como el del chef sin importar los precios y entre ellos es común observar a extranjeros que se dicen felices de haber probado un producto local.

En Molino El Pujol, donde las mañanas transitan en medio de aire caliente y olor a maíz, los clientes no parecen tardar mucho en dejarse seducir. Algunos giran los ojos hacia el cielo cuando dan el primer sorbo a su atole —una cocción dulce de maíz en agua— y otros dejan escapar un gemido cuando el primer pedazo de tamal —masa rellena de frijol con una hierba local— vuela hasta su boca desde la punta de un tenedor.

De una pared cuelgan ilustraciones de mazorcas —las espigas en las que crecen los granos que luego se muelen con piedra para hacer masa— y el único menú es un pizarrón tras el mostrador que ofrece una decena de platos para desayunar o comer. Aquí el color de los granos puede variar de un día a otro —amarillo, negro, rojo— porque nunca sabe qué ofrecerán los proveedores en los cargamentos de hasta 300 kilos de producto que surten dos veces por semana, pero siempre hay una constante: el entusiasmo de los cinco empleados que atienden el local como si su bandera fuera el maíz.

Aunque apelan a un pequeñísimo sector de la población, muestran un entusiasmo desbordado al pensar que su contribución podría beneficiar al país. Por lo pronto, sólo piden confianza y paciencia para volver al origen, cuando tantos mexicanos como el chef Olvera hacían fila para comprar sus tortillas y tras abrir su envoltura de papel tomaban la primera a la vista para enrollarla en un taquito y devorarla con unas pizcas de sal.

(AP Foto/Rebecca Blackwell)

El señor que habla con los arroces

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

No es sólo su ubicación, su ambiente y servicio: a Bar Tomate se regresa una y otra vez porque cada bocado es una delicia cuya tradición incoa en España y termina cuando el último cliente del día se levanta satisfecho de la mesa. 

     El chef se llama Evaristo Triano, pero sus colegas lo llaman “el señor que habla con los arroces”. Así, tal cual: un puñado de cereal le habla; le dice la cantidad exacta de sal, mantequilla y tomate que necesita para derretirse cuando alguien lo balancea en su tenedor y lo lleva hasta la boca.

      El señor que habla con los arroces nació en Barcelona hace 53 años. Un alquimista se obsesiona con el oro; Evaristo Triano, con el arroz. Y es que lo que para México es una guarnición, para España es un tesoro nacional. Cada grano es preciado. Una receta de familia. El plato fuerte de una cena.

    El señor que habla con los arroces empezó a cocinar a los 13 años. Ahora es especialista del arroz al carbón. Desde mediados de los años 90 trabaja para Grupo Tragaluz, que hoy tiene 16 restaurantes en Europa y Latinoamérica. Bar Tomate es uno de ellos. Sus puertas abrieron hace tres años en la ciudad de México.

      Evaristo Triano viaja por el mundo para dar clases de lengua: le gusta enseñar a otros chefs cómo deben comunicarse con el arroz. El secreto para un buen plato —digamos, una buena paella— no es sólo el producto, la técnica del cocinero o los ingredientes. El sabor depende del chef. “Hay que ponerle ganas, prestar atención, escuchar e incluso hablarle al arroz.”

LECCIONES DE COCINA

      César Castañeda es un chef mexicano que sabe conversar con el arroz. Todos los días llega a su cocina en Bar Tomate, se amarra un mandil bicolor sobre la filipina blanca y se pone a trabajar. Los granos que prepara en una sartén negra se cocinan en un horno josper —a base de carbón— lo que resulta casi en un proceso artesanal. En México, el arroz se sirve a cucharadas desde una olla que casi revienta. En España, la porción no sobrepasa los dos dedos de altura. “Además, usamos arroz con denominación de origen español —calasparra— y lo cocinamos con ingredientes que ocupan allá: setas, hongos y espárragos.”

      El arroz de Calasparra es más pequeño y redondo que el arborio, una variedad italiana que absorbe menos humedad y por ende se coce más rápido que su contraparte española. El calasparra tiene menos almidón que otros tipos de arroz, lo que provoca que al cocinarlo se requiera menor cantidad de grasa y se destaquen los sabores de los ingredientes. Para Castañeda, un arroz español al dente es un plato perfecto.

      El mexicano que habla con los arroces me prepara una receta que incluso antes de aterrizar en la mesa me pone a salivar. El reloj marca la una de la tarde y la luz que atraviesa los ventanales hace que Bar Tomate —aún vacío, pues abrió sus puertas temprano sólo para Esquire— se vea más amplio de lo normal.

      Frente a mí hay un plato blanco, redondo, que presenta una amalgama de chícharo, mantequilla y arroz. Es un paisaje de  puré y vino blanco que ofrece una consistencia cremosa. Huele delicioso. Me acerco aún más al plato y vuelvo a salivar. El chef me ofrece algo de beber y junto a su platillo me acomoda un poco de pan, pero no es necesario: esta tarde, yo sólo quiero hablar con el arroz.