The last gentleman

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Originalmente publicado en Esquire, Junio 2016 (PDF aquí)

      Son las diez de la noche y el concierto ha terminado. A un costado del auditorio, sobre una calle angosta de Boston, cuatro policías meten en orden a los fans. Gritos, aplausos, chiflidos. Groupies eufóricos con el dedo índice sobre el obturador. “Compórtense”, dice un malencarado en uniforme azul. Diez, quince, veinte minutos. Nada. O parece que nada, y que las calles duermen, pero entonces el uniformado camina hacia la puerta y la abre y nuestro grito se ahoga. Silencio. Absoluto silencio. El rockstar no es un rockstar. Tiene 77 años, cabello blanco y anteojos de armazón dorado. John Williams sonríe desde la puerta y su salida detiene el tiempo. Silencio. Absoluto silencio. Uno a uno, toma los plumones indelebles y dedica unos segundos a firmar. La jota que inicia su nombre se desliza sobre la funda de los LP’s como una clave de Sol. Viste un traje oscuro. Saco y cuello alto. Bajo la barba, su piel parece un bloque de marfil. Firma, firma, firma. “Maestro, decidí estudiar corno francés porque su música me inspiró y escribí esto para usted”, dice un chico rubio que le extiende una partitura y que Williams se guarda en el bolsillo interno del saco, mientras baja la mirada y se sonroja. Y así sigue su camino hasta el Cadillac marino, que ya lo espera con la puerta abierta, hasta que sube y se aleja y el silencio se quiebra, como si su música volviera a sonar.
      Cada primavera, Williams dedica un fin de semana de mayo a la Boston Pops, la orquesta que dirigió por trece años y conoce desde hace cincuenta. El programa incluye los éxitos de siempre —Star Wars, Superman, Indiana Jones— y una o dos novedades sinfónicas. Esta noche, junto a Williams, brilló Cathy Basrak, violista principal del conjunto para la que Williams compuso un concierto dos años atrás. El último de los compositores legendarios de Hollywood no escribe para sí mismo: cuando no trabaja en la música de un filme, dedica sus obras a colegas y amigos; al componer piensa en quién inyectará vida a las notas sobre el papel para que logren hablar. Su Concierto para Viola y Orquesta nació en 2007, meses después de escuchar a la violista de 32 años interpretar las Variaciones de Schönberg. “Siempre que nos veíamos me decía que escribiría algo para mí”, dice Cathy. Ella pensaba que se trataba de un halago, pero en el verano de 2008, después de un concierto en Tanglewood, la residencia de verano de la Boston Pops, Williams la invitó a conversar sobre el tema. “Quedamos de vernos en una casa de campo de Blantyre y pensé que sólo intercambiaríamos ideas, pero cuando entré John estaba sentado frente al piano y sobre éste tenía el concierto terminado. ¡Ya lo había escrito! Lo que más me sorprendió es que parecía nervioso de mostrármelo”. Williams la invitó a sentarse para explicarle parte por parte: el primer movimiento significa esto, el segundo eso y el tercero aquello. Al terminar, el músico estaba sonrojado y Cathy seguía con la boca abierta. “Me dijo que no tenía que preocuparme por practicar nada, que lo guardara en un cajón hasta que mis hijas lo encontraran, quizá cuando yo ya estuviera vieja, y que no tenía ninguna obligación de interpretarlo, que sólo era un regalo para mí”. Cathy pensó que era broma, pero un año después habló con él y le dijo: “John, estuve practicando y realmente me gustaría tocar esto contigo. Démosle vida”. Así inició un año de prácticas, cambios, adaptaciones y más nervios. Ese concierto es la única pieza que un compositor ha escrito para Cathy, y cuando los aplausos no cesaban y sus hijas subieron al escenario para abrazarla y entregarle un ramo de rosas, Williams sonreía detrás de ella.
      Cuando está a punto de dirigir una pieza, John Williams abre los brazos como un cisne que extiende las alas para volar. Sus músicos no parecen sus músicos, sino sus cómplices. Sonríen mientras lo miran y leen las partituras que interpretan dos o tres noches por año desde hace varios años. A veces —como los espectadores que estamos bajo el escenario— mueven ligeramente la cabeza, como si los valses, las marchas y los temas de amor fueran una ola gigante que los hace bailar. Para un espectador que no sabe nada de música todo parece tan simple y tan suave como un paseo en bicicleta. “El ritmo y la respiración de su música nos abraza hasta llevarnos a un plano mucho más elevado de expresión”, dice Martha Babcock, violonchelista principal de la orquesta. Williams mueve las manos y la noche se enciende. Hay piezas en las que su batuta sólo convoca violines, oboes y percusiones, pero hay otras en las que el maestro invita al público a participar: la mano derecha mira a sus músicos y la izquierda a los dos mil invitados del salón y los balcones del Symphony Hall. Un aletazo al cielo y el público aplaude. Un barrido a la izquierda de su palma extendida y nuestro eco se apaga. Silencio. Absoluto silencio. Y sólo queda el cisne con su orquesta.

***

      Hace casi ochenta años, John Williams pisó un estudio de grabación por primera vez. En 1938, el quinteto de su padre —un baterista de jazz que le enseñó a tocar piano casi tan pronto como lo enseñó a hablar— fue invitado al 20th Century Fox Scoring Stage para grabar la banda sonora de una película de Shirley Temple: Rebecca of Sunnybrook Farm. Williams no había apagado más de seis velas en sus pasteles de cumpleaños, pero para entonces ya estudiaba en Juilliard, ese conservatorio de artes de Nueva York al que músicos, bailarines y actores aún ingresan desde niños esperando ver a Mozart renacer. Ahí aprendió solfeo, pero el resto de su educación se dio en la casa de Queens que compartía con papá, mamá, dos hermanos y dos pianos. Cuando su padre no hacía bailar sus baquetas, platillos y tambores al ritmo del swing, Williams improvisaba jam sessions en el sótano familiar. “Había un piano en la sala, donde a mi padre le gustaba que practicara, pero teníamos uno más viejo abajo y ahí organizaba estas sesiones con mi hermano y un amigo que tocaba la trompeta. Yo hacía los arreglos para los instrumentos y me parecía un milagro que las notas que escribía en papel luego se convirtieran en un sonido que podíamos compartir”.
      En una entrevista que Brian Williams le hizo al compositor en 2012, para recordar el tema que creó para los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 84’, el periodista preguntó si al escribir sabe cuáles serán las notas que se volverán icónicas y repetitivas. “Ojalá lo supiera, pero de verdad no es así. Puedo sentir cuando una nota es más fuerte que la otra, pero creo que nunca llegaré al punto en el que diga: ‘Eureka, esta cosa cambiará al mundo y le gustará a todos’”. Cuando John Williams se sienta frente a un piano y mira un pentagrama vacío, el desafío no es volverse famoso, memorable o aplaudido, sino comprender a un personaje y crear música que hable por él. “El tema que define al protagonista es lo más difícil para mí. La primera vez que vi a Darth Vader, por ejemplo, observé lo mismo que cualquier otro espectador: a un tipo cubierto por un casco negro, que quiere imponer su poder, transmitir terror y tiene algo de militar”. Hoy basta escuchar las primeras notas de La Marcha Imperial para reconocer al villano más icónico del cine de ciencia ficción.
       Un compositor de bandas sonoras pocas veces muestra la cara en público. En los inicios de su carrera será sólo el pianista o violinista de alguien más. Veinte o treinta años más tarde, al presidir su propia orquesta, sólo dejará ver su espalda. A finales de los años cincuenta, cuando su país hervía en medio de la Guerra Fría y se bajaba la fiebre con Rock N’ Roll, Williams era uno entre los 75 de un ensamble ajeno, pero ya desde entonces hilaba imagen y sonido y el significado que el coqueteo entre ambos articula para alguien más. El primer ícono de su vida fue un investigador privado que apreciaba el buen jazz. Platillos, guitarra, trompeta, piano. En el tema principal de Peter Gunn (1958), Williams barre el teclado de un lado a otro para colarse hasta nuestras orejas y asentarse en un milímetro cuadrado de nuestro inconsciente, como si fuera un himno nacional. En aquel entonces, Williams no era Williams, sino el pianista de Henry Mancini. Sin embargo, ese tiempo bajo la dirección del autor del tema de La Pantera Rosa definió su afecto por el cine. Después de esos primeros trabajos —con los que demostró ser un músico fantástico, que podía orquestar cincuenta barras en tres días— dejó los clubes de jazz en los que trabajaba por las noches para poder pagar sus cuentas y comenzó a dedicar cinco de sus mañanas semanales a tocar el piano y escribir.

***

      A espaldas del cisne hay un hombre pequeño, de lentes de pasta y cabello ensortijado. El director J.J. Abrams brinca como un hobbit que inicia una aventura y va con su iPhone de un lado a otro para grabar la scoring session de su nueva película: Star Wars Episode VII: The Force Awakens.
       Barrido a la izquierda de la palma extendida y la orquesta se apaga.
        Silencio. Absoluto silencio.

¿Crees que esto funcionará? —pregunta Williams a Abrams.
—“Hmm, déjame pensarlo… ¿Bromeas? ¡Es increíble! ¡Claro que sí!”.

        El último de los compositores legendarios de Hollywood ahora sonríe como un niño que acaba de recibir una estrella en la frente. Los 83 años que carga en la espalda no arquean su figura. Es un hombre viejo que no parece un hombre viejo. Sus movimientos pausados —su voz dulce y sosegada— han estado ahí desde hace veinte, treinta, cuarenta años, y desde siempre han sido el contrapeso de las marchas triunfales que escribe para hacer volar —digamos— a Superman. Hoy su piel de nieve luce más blanca de lo normal: a pesar de estar rodeado por músicos enfundados en camisas de manga corta y shorts, Williams viste un cuello de tortuga oscuro, como ha hecho desde que empezó a dirigir. Sabe que así sus músicos verán mejor sus manos y su rostro, y él podrá guiarlos de principio a fin.
        En el mundo de las bandas sonoras, las colaboraciones entre directores y compositores se han vuelto icónicas. Bernard Herrmann y Alfred Hitchcock. Michael Nyman y Peter Greenaway. Ennio Morricone y Giuseppe Tornatore. J.J. Abrams es el último cineasta en la carrera de John Williams, pero con nadie ha formado los lazos que desde hace cuatro décadas creó con otro director pequeño, de lentes y barba de candado. Cuando conoció a Steven Spielberg, en 1973, el director acababa de cumplir 23 años y el compositor 40. Acordaron verse en un restaurante de Los Ángeles y el cineasta le pidió a Williams componer y orquestar la banda sonora de The Sugarland Express (1974). Dos años después harían el filme que lo cambió todo: Jaws (1976).
      Spielberg dice que no sólo es fanático de la imagen, sino también del sonido, y que cuando apenas iniciaba su carrera, los grandes compositores del cine eran demasiado viejos o habían empezado a morir. Alfred Newman. Dimitri Tiomkin. Franz Waxman. En aquella época, Spielberg era tan joven que sólo había filmado un largometraje, pero su preocupación era genuina: ¿Quién haría, entonces, la música de sus películas?. “Cuando escuché a John me pareció tan bueno que creía que tendría 80 años”. Pero Williams nunca ha sido joven, ni viejo, sino lo que sus personajes le han pedido ser.

***

        Hay un hombre frente a un piano, pero el cuarto está en silencio. La voz de una mujer está atrapada en su cabeza. No es la voz con la que la mujer habla, grita o ríe. Es su esencia: la que articula las pausas de sus bailes y su elegancia al lanzar un abanico al aire. La que define su modo de mirar a escondidas al amor de su vida. La que cada noche la arroja a un kimono de seda para transformarse en geisha. El hombre abre los ojos, toma un lápiz y escribe. Sus dedos finos vuelan del papel al teclado, y el hombre vuelve una y otra vez a su partitura para dibujar notas, borrar, tachar, reescribir. La partitura se inunda y el hombre sonríe. Vuelve al piano y la mujer cobra vida.
       El compositor de Memoirs of a Geisha (2005) escribe a mano nota por nota, barra por barra. A diferencia de sus colegas, no utiliza sintetizadores. Él es más como Pigmalión: moldea a mano a un personaje y con sus manos le da vida. Su trabajo inicia cuando el director le comparte su visión de la historia: tras invitarlo a una spotting session —en la que se proyecta una versión preliminar del filme para que pueda familiarizarse con personajes, escenarios y conflictos— tiene uno o dos meses para componer. “Debo confesar que no me gusta leer guiones ni preguntar nada acerca de la historia, sino esperar hasta ese momento de descubrimiento que tiene el público que ve una película por primera vez. De este modo puedo sorprenderme como lo haría cualquiera y a través de la música disponer botones que acentúen esa sorpresa”.
       Unas semanas antes de finalizar una producción, Williams se sienta frente al piano para mostrar avances a su director. En 42 años de trabajo en conjunto, Spielberg y él juran que nunca han tenido una discusión. “Somos el matrimonio perfecto”, dijo Williams alguna vez. Cuando tienen desacuerdos, se sientan a negociar. El resultado suele ser un tema nominado al Óscar o destinado a vivir en nuestra cabeza incluso cuando no hayamos visto la película en cuestión.
        La primera vez que Spielberg escuchó el tema de Jaws, empezó a reír.
        —¿Es broma, John? Ésta es una película seria.
       —No, tu película habla de algo muy primario, cercano a los dinosaurios y a las tierras de gigantes. No es poesía ni es arte.
        Spielberg volvió a escuchar y se convenció de que estaba ante la voz de Jaws. 

     “John Williams escribe sentimientos”, dijo J.J. Abrams al periodista Bill Whitaker durante la scoring session de Star Wars, y para mostrar cómo lo ha hecho durante los últimos 50 años no hay mejor ejemplo que Jaws: con su música, Williams anuncia la llegada del tiburón. Para lograrlo usa dos notas y alterna su velocidad: lento cuando el pez está lejos; más y más rápido conforme se acerca y está a punto de atacar. Además, claro, está el silencio: no hay nada más aterrador que no saber dónde está el tiburón. Como si fuera un estudioso de Pavlov, Williams nos condiciona. Estímulo-respuesta. Si su música se anticipa a la llegada del monstruo, el silencio es angustiante. Si no anuncia su llegada, no es posible huir y en cualquier instante el monstruo puede saltar del agua para hacernos gritar.

***

       Un compositor de bandas sonoras debe seducirnos sin darse a notar. Sabe que la gente escuchará su música una sola vez. A menos que el filme que ilustra se vuelva un clásico, el público no volverá al cine, y por tanto a él. Sabe también que sus composiciones no sólo compiten con imágenes, sino también con diálogos, ruidos ambientales y efectos de sonido. Sabe que su trabajo es como el de un artesano: como quien pega chaquira por chaquira en un mural de diez por diez, debe ser invisible, pero lo suficientemente fuerte como para dejar un vacío si desapareciera por completo. La música cinematográfica forma parte de un sistema semiótico: transmite significados —emociones y discursos— a partir de códigos que cualquiera puede comprender. A través de instrumentos, melodía, armonía y temporalidad, Williams fortalece las historias que vemos en el cine: en Hook (1991), los golpeteos a un triángulo son las travesuras del hada que llamamos Campanita; en Schindler’s List (1993), el llanto de un violín es la tristeza judía durante la Segunda Guerra Mundial; en Raiders of the Lost Ark (1981), un alarido de trompetas es un llamado a las aventuras de Indiana Jones.
     “¿No es maravilloso cuando escuchas una pieza musical y piensas: no podría pertenecerle a ninguna otra película? No siempre es posible, pero lo intentamos”, dice el compositor de Harry Potter and the Sorcerer’s Stone (2001). Hay directores, como Steven Spielberg, que piensan que sin la música su película estaría muerta. Williams lo entiende: lo que inyecta no es sólo música, sino un soplo de vida. Richard Donner, director de Superman (1978), dice que nunca olvidará el primer momento en que escuchó el tema principal del superhéroe que nos enseñó a volar: “Lo primero que grabamos fueron los créditos de inicio, y lo juro, si escuchas con atención, la música te dice la palabra: Su-per-man”. El cineasta ríe cuando recuerda que arruinó esa primera sesión de grabación: “Empecé a correr y a gritar ‘¡Genio! ¡Genio! ¡Esto es fantástico! ¡Fan-tás-ti-co! Y la orquesta empezó a aplaudir y a reír”.
       El libro favorito de John Williams es The White Goddess (1948), de Robert Graves. En éste, el escritor británico indaga en la relación que existe entre la poesía y los mitos, y ha inspirado al compositor a escribir piezas de conciertos sobre él. Una de éstas se titula The Five Sacred Trees, y surgió de un pasaje en el que un sacerdote anima a dos árboles a pelear entre sí. Sin embargo, una vez terminado el combate, éstos dejan de ser guerreros y vuelven a su estado natural. Para el concierto, Williams pidió a unos amigos de Harvard que le ayudaran a traducir algunos pasajes al sánscrito, solicitó a su coro que lo cantara así, y orquestó la música de modo que el lenguaje oral y musical alternara sonidos y palabras, como si fuera una lucha misteriosa, antigua, mítica. “La música tiene que ver con el mito, con la memoria colectiva. Sabemos que existe, pero no comprendemos bien cómo ni por qué”. Su relación con la orquesta es como la que retrata el mito de Graves: mientras sus manos vuelan, la orquesta no es una orquesta, sino hadas, superhéroes, magos y árboles que viven. Y luego, silencio, absoluto silencio.

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In the Heart of the Sea: la historia detrás de Moby Dick

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Originalmente publicado en Letras Libres (link aquí)

     Aún es de día y por la cubierta del barco se pasea el primer oficial: un tipo joven y guapo que más que un arponero remite a un héroe de acción. Que tiemblen ya esas ballenas que el ambicioso Owen Chase (Chris Hemsworth) tenga en la mira, porque su nado elegante y cadencioso se transformará en barriles de grasa y aceite para comerciar. In the Heart of the Seadescribe la historia detrás de Moby Dick (1851), pero no está basada en la novela de Herman Melville. Por el contrario, el guión es una adaptación de una obra que el estadounidense Nathaniel Philbrick publicó en el año 2000 para dar a conocer los hechos que derivaron en un capitán obsesionado con asesinar a una ballena blanca: a principios del siglo XIX, un barco ballenero zarpó de Nantucket, Massachusetts, y fue atacado por un inmenso cachalote algunos meses después.

     Ésta podría ser la cinta perfecta, de no ser porque lo más deseable de un filme que retrata a Moby Dick —un personaje tan manoseado como Romeo y Julieta o Los tres mosqueteros es que sea todo menos eso: prototipos, cautela, confort. El nuevo largometraje de Ron Howard —un experimentado director de dramas que culminan en suspiros y lágrimas como Cocoon(1985), Apollo 13 (1995) y Cinderella Man (2005)— deja con ganas de más. In the Heart of the Sea inicia con un recurso muy desgastado: un viejo (Brendan Gleeson) narra su historia de supervivencia a un joven escritor —en este caso Herman Melville, encarnado por Ben Whishaw— para ayudarlo a escribir su segunda novela. Acto seguido, viajamos al pasado para navegar a través de tormentas, compartir la incertidumbre de la tripulación y avistar cetáceos en medio del Pacífico Sur.

     La falta de creatividad narrativa no desacredita —de ningún modo— las virtudes del filme: la música de Roque Baños, un español (hasta ahora poco conocido) produce un buen balance entre las secuencias de acción en mar abierto y la vulnerabilidad del héroe de la cinta; la fotografía de Anthony Dod Mantle, el británico ganador del Óscar que también trabajó con Howard en Rush (2013), destaca por su iluminación; y los efectos visuales que con desbordadas dosis de CGI reviven al Nantucket de 1821, nos llevan a perseguir cachalotes bajo la lluvia y hunden barcos balleneros en medio del mar.

     In the Heart of the Sea no defrauda por su calidad cinematográfica, sino por su guión: es plano y predecible. Y es que las adaptaciones se mueven por terrenos peligrosos: deben capturar la esencia de la obra literaria o visual en la cual se inspiran, pero también deben buscar el modo de sorprender. Si bien la cinta nos mantiene en suspenso mientras esperamos el primer salto de la ballena, no ahonda suficiente en la psicología de sus personajes: ¿por qué si nuestro héroe tiene una familia que le espera en casa prefiere perseguir a esta bestia que lo puede matar?

     Sobran modos para desarrollar un argumento, pero los filmes de Howard suelen ser ecuaciones que apuestan por lo seguro: Splash (1984), una sirena que encuentra el amor; Willow(1988), un duende que salva a una princesa de una bruja; y A Beautiful Mind, filme biográfico del matemático John Nash que arrasó con los Óscares en el año 2000. Tiende a abusar del sentimentalismo y sus personajes siempre salen bien librados de los conflictos que enfrentan. Y, claro, no es que una historia que provoque mariposas en el estómago deba calificarse como “mal cine”, sino que una nueva representación de las aventuras de Moby Dick merece más creatividad narrativa en vez de alimentar el cliché del héroe guapo, que nunca se despeina o sangra.

      El héroe de In the Heart of the Sea es fuerte y tenaz —un acierto de la dirección de Howard y la interpretación de Chris Hemsworth— pero no alcanza a capturar el espíritu implacable del capitán Ahab, protagonista de Moby Dick, o la esencia de la historia que nos obsesiona tanto como para releer la novela y estar al pendiente de todas las adaptaciones cinematográficas de ésta. Al final, Moby Dick es un monstruo creado por el hombre: sobre su lomo hay cicatrices y arpones a medio clavar; es feroz porque persigue a quien le ha cazado y ha dado caza a otras bestias de su especie. Es la naturaleza resistiéndose a la avaricia humana y a los engreídos que quieren ser Dios.

     En 1956, John Huston dirigió una adaptación de Moby Dick y dejó el guión en manos de Ray Bradbury, el autor de Fahrenheit 451(1953). Y si bien el ritmo de la trama es lento en comparación con un filme contemporáneo, la relación entre Ahab (Gregory Peck) y la ballena es estremecedora: ambos prefieren morir a dejarse vencer. A pesar de los efectos especiales que sí recrean a un cetáceo majestuoso, esta obsesión escapa a los 121 minutos de In the Heart of the Sea: Moby Dick no es sólo una ballena colosal, sino una bestia hipnótica que nos arrastra hacia lo desconocido y, como a Ahab, nos hace sentir que vale la pena seguirla hasta ser devorados por el mar.

El origen de un príncipe

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

La nueva adaptación de la obra más conocida de Antoine de Saint-Exupéry estuvo a cargo de un nuevo genio de la animación. Hablamos con el director Mark Osborne sobre su visión de El principito.

     Pensé que Mark Osborne me daría una respuesta cliché —“Leí El principito en la escuela, cuando aún era muy joven para valorarlo”—, pero me equivoqué. El director de Kung Fu Panda (2008) no recibió el libro de manos de un maestro de primaria, sino de su novia. “Estudiaba Arte en Nueva York y ella me regaló su copia antes de mudarme a California para iniciar mi carrera en animación.” Eran principios de los años 90 y especializarse en dibujos animados era una apuesta insensata: Disney era el titán que controlaba todo y había pocas oportunidades para cineastas jóvenes como él. “Ella fue quien me convenció. Me mandaba cartas donde me escribía que no debía darme por vencido y El principito fue un modo de decirme que siempre estaríamos juntos. Aquella chica ahora es mi esposa, tenemos dos hijos y el libro ha sido parte fundamental de nuestras vidas”.

     Para Osborne, su historia con El principito es una pieza clave del anecdotario familiar. En la cinta animada que se estrena este mes, su hijo dobla la voz del protagonista: hace cuatro años, el proceso de producción apenas iniciaba y el director invitó a su familia a la primera lectura del guion. “En ese entonces mi hijo tenía 11 años y le pedí que leyera los diálogos del Principito”, dice el director. Cuando pasó el tiempo y tuvo que contratar a un actor profesional para la grabación oficial del doblaje, su equipo recordó que existían esos audios. Osborne no lo pensó dos veces y decidió conservar esa vieja grabación. “Mi hija también tiene un crédito en la película. En aquella primera lectura ella interpretó la voz de La pequeña niña y eso me ayudó mucho a explorar y definir mejor al personaje. Éste no existe en el libro; lo inventé sólo para ella y eso fue increíble”.

     Mark Osborne tiene suerte. Su trabajo lo acerca a sus hijos. “Ser padre nunca es fácil, pero tengo respeto de su parte porque hago estas cosas divertidas como parte de mi vida. Ellos han visto todo el proceso y los resultados y se sienten orgullosos de formar parte de ello”, dice el director. Su especialidad es la animación para público infantil. A su currículum se suma uno de los filmes de Bob Esponja y Kung Fu Panda, que recaudó casi 220 millones de dólares en taquilla internacional.

     Aunque hoy es la obra más famosa de Antoine de Saint-Exupéry, El principito no recibió buenas críticas cuando se publicó hace 72 años, en 1943. Distaba mucho de obras como Vuelo nocturno (1931) y Tierra de hombres (1939), por mencionar dos ejemplos, y tardó años en posicionarse como la historia que tantas generaciones han leído como referente de simbolismo y literatura infantil.

—¿Por qué El principito es atemporal?

—Creo que aborda algo profundo y básico. Por un lado, habla de cómo nos relacionamos los humanos; por otro, de la importancia de la imaginación y la amistad, de cómo lidiar con la pérdida.

     Desde que su novia le obsequió su copia de El principito, Osborne nunca dejó de interesarse por la historia y siempre tuvo claro que algún día haría su propia versión de ella. Por varios años se dedicó a pensar lo que los personajes —la serpiente, el aviador, el zorro— representan en la cultura y por qué no han dejado de inspirarnos a pesar del paso del tiempo. “Quería retratar el poder del libro, transmitir la magia que ha provocado que tenga millones y millones de lectores”.

    El proceso tomó más de cinco años. En ese tiempo releyó el libro, materializó conceptos e inventó personajes nuevos. “Realmente quería crear algo que rebasara los horizontes del libro. El director de una película de animación se involucra en todos los procesos: guía a los actores y animadores y verifica que todos sigan el mismo camino”.

    Hace 30 años, cuando Osborne no había leído El principito ni era director de cine, pensó que la animación sólo sería un hobby en su vida. “Mi carrera empezó en el arte. Las clases de animación cinematográfica llegaron después, cuando ya estaba convencido de que quería hacer películas. Gracias a la animación me di cuenta de que podría contar historias emocionantes”.

    Su más reciente filme ha emocionado al público de todo el mundo. Hasta ahora, Osborne ha viajado para presentar su película en Brasil, Italia, China y Japón.

—¿Cómo vives el proceso de conocer a los fans alrededor del mundo?

—Es aterrador y estimulante a la vez. La gente ama el libro, así que les preocupa mucho lo que se haga con él. Eso me provoca mucha presión y miedo, pero la gente ha confiado en mí y en el equipo que hizo la película. Hay cientos de personas que trabajaron conmigo en la producción, así que puedo decirles a los fans que lo que verán en pantalla es el resultado del arduo trabajo de artistas que aman el libro tanto como ellos.

     Uno de esos fans resultó ser un miembro de la familia de Saint-Exupéry. A Osborne se le quiebra la voz cuando me dice que durante aquel encuentro recibió el elogio más especial de su carrera hasta el momento. “Me dijo: tengo 50 años, he vivido gran parte de mi vida influido por este libro y nunca imaginé que una película pudiera conmoverme de esta manera. Esta noche me hiciste llorar”.

     Para Osborne, lo más fantástico de El principito es lo que escapa de las 140 páginas del libro más famoso de Saint-Exupéry.

Las ventajas de ser Hugh Jackman

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Originalmente publicado en Esquire no. 85 (PDF aquí)

Un día conduce la entrega de los premios Óscar, otro es un mutante en X-Men y ahora trabaja con uno de los mejores directores de Gran Bretaña en Pan. ¿Hay algo que este tipo no pueda hacer?

     Nada detiene a Hugh Jackman. Desde que apareció en X-Men, en el año 2000, estrena entre dos y cinco películas por año. Si el guión o el director lo atrapan, no le importa cambiar de género de manera drástica: igual acepta un chick-flick como Kate & Leopold (2001), una cinta de acción como Van Helsing (2004) o un musical (Les Misérables, 2012). Ahora se decidió por la fantasía. Bajo la dirección de Joe Wright (ese genio detrás de Atonement, Hanna y Anna Karenina) se disfraza de pirata en Pan, que narra la historia clásica infantil desde una perspectiva distinta a las que se han abordado hasta ahora. ¿Por qué aceptar un proyecto del estilo? Él mismo lo responde.

ESQUIRE: ¿Qué vuelve atractivo un proyecto como Pan en esta etapa de tu carrera?
HUGH JACKMAN: Primero que nada, me encanta la historia de Peter Pan y todo lo que gira en torno a ésta. Con esta película uno recuerda su niñez, pero además amo a Joe Wright. Acepté tan pronto supe que él sería el director. Cuando me reuní con él, sacó su iPad y me enseñó una imagen de mi personaje. Recuerdo que dijo: “Esto es lo que pensaba para Blackbeard”. Lo que yo tenía en mente era a un tipo con la barba incendiaria, y lo que Joe me mostró fue una foto de mi cara con maquillaje, que estaba cuarteada como si fuera una pintura vieja, y parecía una mezcla de la peluca de María Antonieta con la ropa de Luis XIV [ríe].

ESQ: Joe es uno de los mejores directores contemporáneos. ¿Qué lo distingue de otros?
HJ: Con él trabajamos en una especie de taller que dura tres semanas. Yo había hecho eso en proyectos de teatro, pero nunca de cine. Metió a todos los que interpretaríamos a un pirata a un cuarto y pasamos juntos cada día en la creación de nuestros personajes. Así definimos su aspecto físico, su manera de caminar y su contexto; establecimos una dinámica para ellos. Desde ahí nos probamos el vestuario, que el diseñador nos llevó en una caja inmensa. Para que cada uno se metiera en su papel, Joe nos decía: “Ve y vístete [ríe]”. Cada día nos relacionamos más y más con nuestros personajes, hasta nos aprendimos los nombres de todos y quedó claro cuál sería su aspecto físico.

ESQ: Como en otros proyectos, tuviste que sufrir una transformación física. Háblame de eso.
HJ: Bueno, por suerte para mí, desde una etapa muy temprana del proyecto decidimos que tendría que rasurarme la cabeza. En realidad fue una medida práctica, pues tendría que usar muchas pelucas. Sin embargo, más allá de esto, hay una razón por la que mi personaje es calvo. No te lo puedo explicar ahora, porque revelaría algo importante sobre la historia, pero siempre lleva las pelucas a la mitad de la cabeza, lo que le da un aspecto de samurái. Es un tipo muy vanidoso, así que la idea de que use maquillaje blanco, tenga los ojos oscuros y se vea completamente diferente a mí, me resultó fenomenal. Durante seis meses nadie me reconocía. Fue fantástico, aunque tuve que usar mucho bloqueador solar para no quemarme la cabeza [ríe].

ESQ: En la película trabajaste con Rooney Mara, Garrett Hedlund y Adeel Akhtar, que interpretan a Tiger Lily, Hook y Smee. Todos son actores geniales.
HJ:
Rooney y Garret son dos de los actores más trabajadores que he conocido. Ambos son brillantes. Ahora tienen la edad que yo tenía cuando trabajaba en mi primera película de Wolverine, y he de admitir que ahora he llegado a una edad en la que pienso “el stunt podría hacer eso por mí”. Sin embargo, Garret hace justo lo opuesto. Recuerdo que durante el rodaje lo vi filmar una escena de pelea bastante brutal, en la que enfrentaba al nativo de una aldea y recibía un golpe tras otro y al día siguiente se presentó a trabajar como si nada. Es un guerrero, realmente fue grandioso.

ESQ: ¿Y a ti cómo te fue con las escenas de pelea?
HJ: Tuve que hacer varias de éstas con Rooney. Eran peleas con espadas, y déjame decirte que ella es genial para eso. Cuando uno trabaja en un proyecto como éste, donde puede pasar un mes antes de que llegues a una escena del estilo, es muy sencillo emocionarse y esperar “ese gran momento”. Cuando finalmente llegó para ella, mostró mucha confianza y se veía genial frente a la cámara.

ESQ: ¿Los sets en los que filmaron fueron tan geniales como los que veremos en la pantalla del cine? ¿Tuviste algún favorito?
HJ: Bueno, me sentí muy apegado a mi barco. Desde el instante en el que lo vi, pensé: “Es lo más increíble que he visto en mi vida”. Es masivo, de verdad, no creo que hayas visto algo similar. Era hermoso y lo construyeron de principio a fin. Es decir, normalmente, para una filmación, sólo se construyen ciertas partes; por ejemplo, si vas a filmar en un avión sólo se hace la cabina o se recrea el interior. Sin embargo, en este caso se edificó el barco completo. Además estuvo el set de Nunca Jamás. Recuerdo que cuando hice mi primera prueba frente a cámara necesitaba el visto bueno de Joe y no lo encontraba. El set era tan grande que nos perdíamos en él.

De vuelta a los 60

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Originalmente publicado en Esquire no. 84 (PDF aquí)

Tenemos motivos de sobra para aplaudir el estreno de la nueva película de Guy Ritchie: revive uno de los clásicos de la televisión de los 60, recrea el cine de espías en el ambiente de la Guerra Fría y tiene a dos mujeres (MUY) guapas entre sus protagonistas. Esto es The Man from U.N.C.L.E.

     Afuera, en el mundo real, Estados Unidos y la Unión Soviética se rehuían las caras. Peleaban sin pelear. Sus mejores astronautas sudaban por ver quién pisaría la Luna primero; sus mejores soldados morían en las selvas de Vietnam. Para mediados de los 60, la Guerra Fría era una olla exprés a punto de estallar.

    En la televisión, ambos países aceptaron sentarse a conversar: en 1963 se estrenó The Man from U.N.C.L.E y se mantuvo cuatro años al aire por la cadena nbc. En la serie, dos espías —un estadounidense y un soviético— resolvieron sus diferencias hasta convertirse en aliados. Napoleon Solo —estadounidense, cabello oscuro, popular entre las mujeres— era el clásico héroe que podía lograrlo todo, incluso aliarse con el archienemigo de su país. Illya Kuryakin —soviético, melena rubia, reservado— era su contraparte socialista.

     Los espías se transformaron en una especie de “James Bond” de la televisión. En gran medida, The Man from U.N.C.L.E. fue una serie exitosa desde la cuna: el concepto de Napoleon Solo fue idea de Ian Fleming, creador del 007. La premisa era clara: si en los noticieros el mundo estaba a punto de volar en pedazos, en la ficción había dos tipos inteligentes que preservarían la paz vestidos de traje y corbata.

      Este mes, Napoleon Solo e Illya Kuryakin llegan al cine. En los 60 fueron interpretados por Robert Vaughn y David McCallum y ahora Henry Cavill (Man of Steel, 2013) y Armie Hammer (The Lone Ranger, 2013) los relevan: en la cinta dirigida por Guy Ritchie ambos inician como enemigos que luego deben trabajar en conjunto para proteger a una chica —interpretada por Alicia Vikander— para evitar un desastre nuclear. Conversamos con Cavill, Hammer, Hugh Grant y Guy Ritchie para conocer más detalles.

ESQUIRE: Henry, Armie, describan rápidamente a sus personajes.
HENRY CAVILL: Napoleon Solo es el agente más efectivo de la cia. Es un hombre con facilidad de palabra y es encantador con las mujeres. Es un maestro de la evasión y por eso termina trabajando como espía. La historia inicia durante la Guerra Fría, lo cual siempre es interesante.

ARMIE HAMMER: Illya Kuryakin es un espía clásico de la kgb. Es un huérfano de la Unión Soviética. Acata las reglas, es calculador y fue el más joven en enlistarse en la agencia.

ESQ: Estamos ante una cinta contemporánea de cine de espías. Háblenme de eso
HC: No hay mejor forma de entretenimiento. La historia es genial, es una versión renovada del género.

AH: Tiene suspenso, tiene aventura, tiene romance. Tiene todo.

HC: Y también tiene algo de comedia. ¡Es una película de Guy Ritchie! ¿Qué otra razón se necesita para verla? [ríe] Cuando revisaba el guion me gustó leer algo que se remontaba a las viejas cintas de espías. Al verlas en la actualidad queda claro por qué era un género maravilloso.

HUGH GRANT: Este tipo de películas siempre me han fascinado, aunque mi madre pensaba que eran algo subidas de tono [ríe].

AH: Creo que hubo una era dorada del cine y muchas cintas de espías fueron producto de ésta.

HG: En aquella época los hombres eran más varoniles, vivían en presencia del peligro.

AH: Manejaban motos y saltaban por las ventanas.

HC: Y claro, había guaridas secretas bajo tierra, y ese tipo de cosas.

ESQ: Guy, ¿por qué seguimos fascinados por los años 60?
GUY RITCHIE: Hay algo muy moderno sobre el estilo de aquellos años. Para mí fue la época más genial. En esa década se popularizaron los espías y tenían un estilo único que quise recrear. Queremos que la audiencia sienta lo mismo que nosotros cuando veíamos ese cine. La historia [de The Man from U.N.C.L.E] inicia 18 años después de la Segunda Guerra Mundial, cuando nuestro mundo había cambiado por completo.

ESQ: En la historia hay un agente de la cia y uno de la kgb trabajando en conjunto. Si pensamos que todo se desarrolla en el contexto de la Guerra Fría, es genial.
HC: Se trata de dos superpoderes compitiendo uno contra el otro de forma clandestina, por lo que tienes enormes cantidades de dinero apostadas en individuos. Es como ver los juegos olímpicos en esteroides [ríe].

AH: Kuryakin y Solo son dos tipos que se ven obligados a trabajar juntos.

GR: En la historia hay mucha diversión, sobre todo porque empiezan a caerse bien, aunque sea a la mala.

AH: Más allá de esto, para mí lo importante fue que Guy Ritchie fuera el director. Habría intentado ser parte de cualquier cosa que él dirigiera. Me encanta el estilo de todas sus películas.

HG: A Guy le gusta conversar sobre cada escena durante cada día de rodaje. Nos sentamos y hablamos.

GR: Quería enfocarme en el estilo de la cinta con seriedad, pero a la vez abordarlo con ligereza. Disfruté mucho intentar capturar el espíritu de The Man from U.N.C.L.E. a través de mi imaginación.

ESQ: Guy, ¿cuál fue tu reto más importante como director?
GR: Lo más importante para mí fue contrastar a los dos personajes. Tenías al de Estados Unidos y al de Rusia; al rubio y al moreno; al impecable y al tosco, y quería crear una delimitación clara entre las partes que estaban en guerra. Era un campo fértil para la diversión.

ESQ: Henry, ¿qué fue lo mejor de la dinámica que tuvieron que establecer sus personajes?
HC:
Nuestros personajes tienen una relación maravillosa. Se resume en que ambos concluyen: “Bueno, sé que eres bueno en lo que haces, pero yo no trabajo así”. Además, sus diferencias de personalidad son muy grandes. Illya es un espía de nacimiento y Napoleon es exactamente lo opuesto. Tener a esos dos intentando que sus habilidades convivan produce una relación potencialmente volátil.

HG: Siempre hubo esa rivalidad. La cia creyendo ser más inteligente que la kgb y, de cierta manera, la gente tras la Cortina de Hierro siendo más inteligente que la cia.

ESQ: Filmaron en dos ciudades italianas, qué gran experiencia.

GR: Queríamos filmar en Roma por razones obvias. Todos se divirtieron. Puedes caminar en cualquier parte de la capital de Italia y vuelves a los años 60.

AH: No sentía que estuviera trabajando. La película empieza con la oscuridad del régimen y luego se transporta a Italia, que está llena de color, de diversión y de copas de champaña. 

HC: Nápoles y Roma fueron absolutamente maravillosas. Ver lugares que normalmente no visitarías como turista fue muy emocionante.

TODO POR ELLA

En toda película de espías hay una mujer clave. En The Man from U.N.C.L.E. es Alicia Vikander, quien interpreta a Gaby, la hija de un científico nazi que trabaja para el gobierno estadounidense. La misión de ambos agentes será protegerlos para que cumplan con su misión.

ESQUIRE: Alicia, eres muy joven como para haber visto la serie de los 60, pero ¿tuviste alguna otra referencia para inspirarte?
ALICIA VIKANDER: Bueno, todos sabíamos que la película sería algo muy distinto a la serie, aunque de cualquier modo queríamos rendirle homenaje. Queríamos que todo aquel que tuviera sus propias referencias y recuerdos de la serie siguiera atesorando todo eso, porque estamos de verdad conscientes de la gran importancia que tuvo. Pero, volviendo a tu pregunta, sí la utilicé como referencia. De niña pude estar al pendiente de ella porque se transmitía en la televisión británica. Mi papá la veía y yo acostumbraba a espiar por encima de su hombro para ver algunos episodios. Sin embargo, tomé la decisión de no verla de nuevo antes de filmar. He trabajado en otras películas que son adaptaciones o tienen referencias a cintas previas, y en esta preferí tener mayor claridad mental. Además, mi personaje no existía en la serie de televisión y sabíamos que Napoleon Solo [Henry Cavill] e Illya Kuryakin [Armie Hammer] serían muy distintos. Pero ahora que ya la terminamos sí me gustaría ver la serie y descubrir cuáles son las similitudes y diferencias.

ESQ: Además de Henry y Armie, conviviste mucho con Elizabeth Debicki. ¿Todos se hicieron amigos durante la filmación?
AV: Sí, todas las noches salíamos a cenar a diferentes lugres. Además teníamos a un actor italiano —Luca Calvani— en el elenco, así que hacíamos una lista de todas las cosas que queríamos ver y los restaurantes que queríamos conocer, y poco a poco las íbamos tachando.

ESQ: Hay dos personajes femeninos fuertes en la película, lo cual no es común en una cinta del género. O al menos en la forma tradicional. En este sentido, ¿crees que el filme supera a la serie de televisión?
AV: Creo que ni Elizabeth ni yo lo pensamos así cuando recibimos el guion. Creo que sólo nos dimos cuenta de que eran grandes papeles. Vimos películas antiguas y nos dimos cuenta de que había personajes así de fuertes para las actrices de aquel entonces, aunque quizá tengas razón y en este género no sean muy representativas.

ESQ: ¿Qué fue lo que más te gustó de Gaby?
AV: Tiene algo que ver con lo que mencionabas hace un momento: que es una mujer fuerte. Además, hay una ambigüedad de la que Elizabeth ha hablado: sabía que estaba a punto de poner un pie en una historia que algunas personas conocen, y por ende teníamos cierta responsabilidad. Y hay otra cosa, nunca había hecho cintas de acción ni de comedia y The Man from U.N.C.L.E. tiene un poco de ambas. Además soy fan de Guy Ritchie. Creo que me intrigaba mucho este tipo de humor negro en específico, así como su estilo y la dirección de los actores en estas cintas.

ESQ: En términos de acción, ¿cuál fue el mayor reto?
AV: Tanto Elizabeth como yo hemos realizado actividades físicas con anterioridad. Ambas hemos sido bailarinas, así que disfruto cualquier reto de este estilo que deban realizar los personajes que interpreto. Y además están las escenas de acción, a niveles muy exigentes, donde sí tienes que hacer cosas que normalmente no harías. Debes tener cierta fuerza como para que aceptes brincar de un edificio y que sea divertido.

ESQ: ¿Qué es lo que más distingue a este proyecto de otros que has hecho en tu carrera?
AV: Me emocionó mucho trabajar en esta película porque sabía que trabajaría con Guy Ritchie, quien tiene un estilo muy particular. Es una persona muy colaborativa y tranquila. Creo que hay algo muy particular en su forma de trabajo. Cuando estábamos filmando, recuerdo que pensaba: “Ah, ya entiendo cómo hace para obtener exactamente lo que quiere de cada personaje”. Se trata más del lado humano, porque incluso en una película como ésta tiene que tomarse todo con mucha seriedad. Es decir, aunque hay momentos muy humorísticos, él los aborda con delicadeza. Y al final, cuando vimos la película ya terminada y editada, incluso con la música incluida, me encantó que me sorprendiera. Sentí que era como estar en un elevador con música italiana, desde donde podíamos ver imágenes por todos lados. Esto fue como un viaje, y aunque ya tenía una idea de lo que creía que sería la cinta, tu visión es muy distinta después de que pasas meses y meses filmando un proyecto. Así que cuando vi el resultado final, sólo pensé: “Ah, sí, lo hizo”.

La otra vida de Geraldine Chaplin

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Originalmente publicado en Esquire no. 84 (PDF aquí)

     A Geraldine Chaplin no le importan sus personajes. Dice que en 63 años de cambios de vestuario, peinado, maquillaje y sets de filmación ella nunca ha aceptado un trabajo por el papel que le ofrecen, sino por el director que está detrás de él. Si conoce su trabajo, acepta sin siquiera leer el guión. Su prioridad nunca ha sido la fama, sino el cine en sí: actuar, formar parte de un equipo extraordinario y talentoso, perderse en su interpretación y luego sentarse a ver la película ya terminada. Su nuevo proyecto se llama Dólares de arena, y retrata a una anciana que se muda a la playa en la última etapa de su vida y se enamora de una prostituta jovensísima (Yanet Mojica) que por supuesto no tiene el más mínimo interés en ella. Platicamos con la actriz británica, que acaba de cumplir 71 años, sobre su última película.

ESQUIRE: ¿Qué es lo que más le atrajo de Dólares de arena?
GERALDINE CHAPLIN: Esta película ha sido un regalo. Acepté porque soy admiradora de los directores, Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas. Cuando me llamaron para ofrecerme el papel, casi pensé que era un sueño.

ESQ: La temática de la película es muy dura, ¿no había cierta tristeza después de filmar?
GC: Creo que cuando termino el día de trabajo el personaje se queda en mi camerino, pero mi marido me dice que eso no es cierto [ríe]. Y es que además de Dólares de arena estuve trabajando en películas de terror. Entonces, imagínate lo que el pobre tuvo que soportar.

ESQ: ¿Su experiencia como actriz cambia al interpretar a personajes en otros idiomas?
GC: Sí, pero también tengo problemas con el inglés. Es mi idioma materno, pero siempre tengo que modificar mi acento. Para los ingleses hablo como estadounidense y para los estadounidenses hablo como inglesa. Pero tienes razón, acabo de hacer una película francesa y claro, no es lo mismo enojarme en francés que en español [ríe].

ESQ: ¿Cómo ha cambiado su aproximación a los personajes conforme ha avanzado su carrera?
GC: Al principio era un trabajo que iniciaba con papel y lápiz, porque recreaba la vida anterior del personaje. Últimamente me ayuda el vestuario. Uno se aprende el guion y visualiza escenas, pero cuando me pongo la ropa y me miro en el espejo es cuando el personaje se vuelve más fascinante para mí.

ESQ: ¿Aprecia todas las películas que ha filmado o se arrepiente de alguna?
GC: Con los años te das cuenta de que hay películas maravillosas, como Dólares de arena, y otras que son una mierda. Y claro, también he hecho cantidad de ésas. Lo que pasa es que si el trabajo de rodaje es bonito, piensas que la película será genial.

ESQ: ¿Fue difícil relacionarse con la soledad y la incertidumbre que vive su personaje en la cinta?
GC: Me he identificado mucho con esta vieja, como en todas mis películas. La soledad es muy fuerte y ella vive en un engaño que he llamado “el animal moribundo”, porque ella llega a un paraíso a vivir sus últimos años, pero ese paraíso no es real. No se engaña pero quiere creerlo.

Este soy yo: Arnold Schwarzenegger

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Originalmente publicado en Esquire no. 82 (PDF aquí)

Actor (y Teminator), 67 años, Austria (y Skynet)

> Mis hijos se emocionaron mucho cuando les dije que sería Terminator otra vez. La gente ama al personaje tanto como a la franquicia, y quieren ver una historia nueva sobre el tema.

> Fue muy divertido regresar a este mundo de ficción, en especial porque el guión es genial. [Terminator Genisys] tendrá grandes sorpresas. Me dio mucho gusto que David Ellison (World War Z, 2013) se hiciera cargo de la producción de la cinta porque él es un entusiasta de la historia original. Había sido fanático de ella desde niño, y eso siempre ayuda.

> En Terminator Genisys participaron escritores extraordinarios, además de gente dispuesta a invertir en el proyecto a gran escala. Y claro, tuvimos el apoyo incondicional del estudio.

> Durante la filmación estuve rodeado de mucho talento. J.K. Simmons, por ejemplo, es un tipo al que me la pasé elogiando en el set porque interpreta a su personaje [el detective O’Brien] de manera impresionante. Sé que el suyo es distinto al personaje original, pero todo el tiempo le decía que no podía creer cómo lograba ser exactamente igual a ese policía. Era de lo más extraño observarlo, y él sólo me respondía: “Muchas, muchas gracias”. Y también estuvo Emilia [Clarke], que tuvo la fortuna de interpretar a Sarah [Connor], ese papel que hizo Linda Hamilton y cuyo trabajo fue extraordinario. Emilia aceptó someterse a todo: a la dieta, a manejar armas, a trabajar con dobles, a todo. Fui muy feliz con la gente que me rodeó porque una película como ésta no depende de una sola persona. Es un trabajo de colaboración que está sujeto a un director magnífico, a buenos escritores y al demás talento que contribuye a que la cinta brille.

> Creo que James Cameron está muy contento con este proyecto. Hablo con él muy seguido porque somos muy buenos amigos.

> No me siento presionado por la posibilidad de que la gente compare esta cinta con la original. Lo que siento es que siempre debes de comprometerte con una película que tenga una gran historia.

> Tengo hijas y sí soy un padre protector, así que no sentí que comportarme de modo similar con Emilia [Clarke] estuviera fuera de lugar. Fue divertido interpretar a su guardián y a la vez, crear situaciones cómicas, especialmente cuando llega otro hombre a escena y yo soy esa especie de figura paternal para ella. Lo curioso es que como hombre, puedo comprender la situación, pero para mi personaje es muy distinto. Sin embargo, la resolución de ese conflicto se logró muy bien en el guión.

> Mi principal reto fue que mi personaje no perdiera su esencia como máquina, hacer las escenas de acción y mantener la concentración. También tuve que seguir el ritmo del rodaje. Filmamos en muchos sitios y eso no siempre es sencillo.

> Lo que más me gusta de mi personaje es que se trata de una máquina con una cantidad interminable de poder y energía. De algún modo es indestructible. No diría que tiene corazón, pero en la segunda película [Terminator 2: Judgment Day, de 1991] logra adaptarse a la conducta humana. En esta nueva cinta trataron de conseguir algo similar. En Terminator Genisys hay una escena en la que Emilia me abraza y le pregunto: “¿Para qué aferrarte a algo que sabes que debes dejar ir?”. Es decir, mi personaje simplemente no tiene idea de por qué Sarah lo abraza y su pregunta demuestra que es insensible, al grado de que ella lo mira como si pensara: “Dios, ¿es en serio? ¿Algún día vas a aprender lo que sienten los seres humanos?”. Por eso esta cinta tiene cosas espléndidas: siempre nos recuerda que él es una máquina y que tiene mucho que aprender.

> Acabo de estar en Budapest. Di un discurso motivacional. Doy muchos discursos del estilo. Muchas instituciones de negocios me invitan para participar en eventos empresariales y decirles cómo pueden ser ganadores y aplicar mis seis reglas para el éxito.

> ¿Cuáles son esas reglas? Lo principal es tener una visión clara del objetivo al que quieres llegar. No escuches lo que los demás dicen de ti. Trabaja como bestia. Devuelve algo, no sólo pidas.

> Me han preguntado por qué sigo actuando si puedo ganar dinero sólo con mis discursos motivacionales. Y sí, sí gano millones de dólares con ello, así que estoy muy feliz con ese trabajo aunque no sea mi profesión principal. Sé que cuando termine con la serie de Terminator habrá alguien que me invite a eventos donde podría hablar no sólo de motivación, sino también de salud y de política. Es decir, puedo tener actividades variadas para no aburrirme cuando tengo tiempo libre. Lo maravilloso de mi vida es que puedo hacer un poco de todo: películas, negocios, tengo un instituto y además, puedo promover la salud y el ejercicio.

> Todavía hago mis propias escenas de acción. Lo hice en esta película y no tengo ningún problema con ello. Creo que esa es la ventaja de mantenerme en forma y hacer ejercicio todos los días. Es cierto que antes tenía mayor resistencia a las lesiones, pero cuando estás en forma te sientes muy bien y eso siempre es un beneficio.

A los pies de Emilia Clarke

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Originalmente publicado en Esquire no. 82 (PDF aquí)

Hace cinco años dejó Inglaterra para conquistar los siete reinos de Game of Thrones. Hoy deja sus dragones y su melena rubia para interpretar a una de las mujeres más emblemáticas del cine: Emilia Clarke es Sarah Connor en Terminator Genisys.

     Ella está en su habitación, a puerta cerrada, pero desde el pasillo se escucha su risa, que crece y estalla en una carcajada ronca que atraviesa las paredes del hotel. La puerta se abre y frente al ventanal no hay una Khaleesi acariciando a sus dragones. Sobre la alfombra ceniza, unas zapatillas blancas sostienen a Emilia Clarke, que viste una falda corta con estampado de flores verdes y un suéter claro que lleva arremangado por debajo de los codos. Aún ríe. Cuando me ve entrar, se lleva las manos a la cintura y grita un saludo eufórico. Más que una amazona feroz, parece una muñeca de pastel.

    Siempre sonríe, y esa sonrisa suya derrite como un caramelo en una tarde helada. Nada en su expresión de niña traviesa revela que esta británica de 28 años se atrevería a mordisquear el corazón ensangrentado de un caballo, como el personaje que interpreta en Game of Thrones. En la serie de HBO, en la que actúa desde 2011, Daenerys Targaryen inicia su viaje heroico como una huérfana asustadiza; cinco años después es una mujer vengativa y voraz que ordena degollar a sus enemigos y tiene a su servicio a bestias que escupen fuego.

     Daenerys Targaryen es implacable. Peinada con trenzas podría intimidar a mafiosos como Walter White y Tony Soprano. Emilia Clarke siempre tiene las mejillas rosadas y la mirada de quien está a punto de decir: “Ven, te invito a cocinar bombones en una fogata”. Suele referirse a su personaje como “Dany” y en 2010, cuando audicionó para obtener el papel, no hizo alarde de su furia: aquel día estaba tan nerviosa que cuando uno de los productores le pidió que bailara, ella comenzó a aletear como un pollo.

      Enloquecer a más de siete millones de personas durante 10 domingos al año tiene un precio: Emilia Clarke despierta pasiones e insensateces. Algunos fanáticos le gritan “¡Khaleesi!” a media calle. Muchos no conocen su nombre, pero le piden: “Madre de los dragones, hoy es mi cumpleaños, ¿podrías cantarme ‘Happy Birthday’?”. La prensa le pregunta si ya se acostumbró a la peluca platinada que usa cuando interpreta a “Dany”, si siempre ha tenido esas cejas tan definidas y si su padre la regañó cuando apareció desnuda en Game of Thrones. Emilia responde a todo como si le estuvieran preguntando cuál es su postre favorito. Siempre sonríe. Siempre derrite a quien la mira.

      Emilia Clarke no es una estrella. No es Hollywood. No es glamour. No se baña en maquillaje para convivir con sus fans en eventos como Comic-Con ni para conversar con la prensa. Su melena castaña cae en ondas suaves bajo los hombros. Parece que a sus manos pequeñas y enrojecidas nunca les han hecho manicure. Tampoco es extremadamente delgada, no vive a dieta ni presume las horas que pasa en el gimnasio. Es carne y hueso y una sonrisa que te hace sentir gracioso, inteligente y buen conversador.

      Emilia ríe cuando recuerda sus torpezas. Nació en Londres y desde finales de los años 80 le dijo a su padre —un diseñador de sonido que trabaja en el teatro— que quería ser actriz. Cuando cumplió 11 años fueron juntos a una audición para una obra de West End y se formaron detrás de otras 80 niñas que también deseaban el papel. Una vez en el escenario, el director le pidió a Emilia que interpretara un tema del musical británico por excelencia: Cats. Ella, como en su audición de Game of Thrones, entró en pánico. En vez de “Memory” empezó a cantar un tema que aprendió en la escuela (que se llamaba“Donkey Riding”), pero su iniciativa fue rechazada. Al darle una segunda oportunidad —“muéstranos algo más contemporáneo”—, Emilia recordó la letra de “Be My Lover”, de las Spice Girls, y comenzó a bailar “Macarena”. A su alrededor, sus competidoras reían. Desde las butacas, su padre se cubría la cara con las manos.

       La madre de los dragones dice que aún hay mañanas en las que despierta y debe pellizcarse un brazo: el prestigio que le ha dado Game of Thrones es lo que siempre había soñado, pero sigue sin creer que sea real. Cuando audicionó para la serie, poco después de graduarse de la Escuela de Arte Dramático de la Universidad de Londres, viajó a Los Ángeles y antes de volver a casa se robó todas las bolsas de té del restaurante del hotel. Estaba segura de que no obtendría el papel ni volvería a hospedarse en un lugar como aquel. Pero lo consiguió, y ahora hay mujeres que se disfrazan como ella, revistas que quieren fotografiarla para sus portadas y directores que le piden protagonizar sus obras de teatro en Broadway.

     En 2013, Emilia se mudó a Nueva York para protagonizar una adaptación de Breakfast at Tiffany’s, la novela de Truman Capote, y poco después uno de los grandes estudios de Hollywood le ofreció revivir a Sarah Connor en Terminator Genisys, un personaje tan fuerte y emblemático como la gobernante que interpreta en Game of Thrones.

      En el cine y la televisión Emilia Clarke podrá gritar, empuñar armas y lanzarse a la guerra, pero cuando no actúa es lo que ha sido siempre: esta tarde, en su mirada verde aún está la ex bartender torpe que confiesa que sólo sabía preparar amaretto sour, la cinéfila obsesionada con Audrey Hepburn y la británica de 28 años que estalla en carcajadas que atraviesan paredes cuando confiesa que algún día cumplirá el sueño de llegar a una fiesta disfrazada de tortuga ninja.

ESQUIRE: ¿Qué se siente ser la nueva Sarah Connor?
EMILIA CLARKE: Siento mucha presión [ríe]. Fue difícil seguir los pasos de Linda Hamilton, porque ella creó uno de los personajes femeninos más emblemáticos del cine. Me cuestioné mucho sobre el proyecto, pero nunca se me ocurrió abandonarlo. El guión de la película es simplemente genial. Como plantea un contexto diferente, me dio la posibilidad de trabajar en Sarah desde cero, y para mí fue maravilloso expresar mi propia visión e inventar una nueva esencia para ese personaje que creó James Cameron.

ESQ: No imagino cómo fue interpretar ese papel, ¡y menos con Arnold Schwarzenegger como tu coestrella!
EC: ¡Es un icono! Cuando vas a trabajar con alguien así te imaginas que tendrá un ego inmenso, pero lo increíble de Arnold es que para nada es así. Aprendí mucho del modo en el que se conduce en el set, de cómo se maneja en una producción y de cómo se relaciona con otras personas.

ESQ: ¿Cuál fue tu mejor momento con él?
EC: Tuvimos grandes momentos. Hubo mucho humor como el que encontrarías en una relación padre e hija. Incluso cuando descansábamos de la filmación, entre una escena y otra, bromeábamos con eso.

ESQ: Ni siquiera habías nacido cuando se estrenó la primera película en 1984. ¿Cómo ha sido tu experiencia con la franquicia?
EC: Mi hermano estaba obsesionado con ella, así que me obligó a verla desde que era muy pequeña y me gustó mucho. ¿Sabes qué es curioso? Recuerdo que cuando estaba preparando mi personaje para Game of Thrones dediqué tiempo a ver el trabajo de mujeres que fueran muy poderosas en la pantalla para tratar de encontrar la esencia de lo que eso significaba, y Terminator fue una de las películas que vi. Por eso, tener la oportunidad de interpretar ahora a Sarah ha sido increíble.

ESQ: ¿Qué iconos femeninos te influyeron cuando eras pequeña?
EC: Estaba muy obsesionada con Audrey Hepburn [ríe], especialmente con My Fair Lady (1964), que protagonizó con Rex Harrison. También me gustaba Lucille Ball, de
I Love Lucy (1951). Era una de mis ídolos.

ESQ: Todos tenemos un episodio favorito de I Love Lucy. ¿Cuál es el tuyo?
EC: Ay, Dios, hay muchísimos. Cuando no podía dormir veía el programa sin falta por las noches. Ah, espera, ¡ya recuerdo uno! Hay uno increíble cuando ella hace
vino [ríe].

ESQ: ¿El de las uvas?
EC: ¡Exacto! ¡El de las uvas! [ríe] Ese era buenísimo, y luego hay otro donde creo que ella y Rick se quedan atrapados en México y no pueden regresar, así que ella se tiene que esconder.

ESQ: Leí que antes de protagonizar Game of Thrones tuviste muchos trabajos, y que uno de ellos fue en telemarketing. ¿Es cierto?
EC: Sí, en un call center. Trabajaba en una organización de beneficencia, así que mi trabajo era hablar de eso con la gente: “Hola, sé que seguramente ya contribuyes con nuestra beneficencia, pero necesito que me des más dinero” [ríe]. ¿Te imaginas lo complicado que era? ¡Además era terrible para eso! Malísima. Me olvidaba de lo que tenía que hacer y empezaba a preguntarle a la gente cómo se sentía, si estaba triste por algo. “Háblame de ti.” Y entonces mis jefes me regañaban y me decían: “¡Deja de hacer eso! ¡Tu trabajo es vender!”. Y les respondía que no podía, que estaba teniendo una conversación agradable [ríe].

ESQ: ¿Y la gente era amable contigo?
EC: ¡Sí, mucho! Es extraño, pero nunca tuve la mala suerte de hablar con alguien que fuera grosero. Lo que sucede es que mi trabajo era seguir en contacto con gente que ya había donado a esa organización, es decir, que estaba involucrada y de algún modo le afectaba emocionalmente. Así que supongo que se ponían tristes.

ESQ: ¿Entonces todos querían hablar contigo por teléfono?
EC: Sí.

ESQ: ¿Y aguantaban mucho tiempo en el teléfono?
EC: Pues sí… es que les hacía muchas preguntas [ríe]. Era terrible.

ESQ: ¿Cuál fue el peor regaño de tu jefe mientras tuviste ese trabajo?
EC: Me despidió [ríe]. ¡Fue terrible!

ESQ: ¿Alguna vez te despidieron de otro trabajo?
EC: No, pero creo que fue porque me las arreglé para irme antes de que volviera a sucederme [ríe].

ESQ: ¿Todavía te pones nerviosa cuando pides trabajo?
EC: ¡Definitivamente! Siempre que te presentas en una audición estás ante un trabajo que deseas y no tienes asegurado. Si no estás nerviosa quiere decir que no lo quieres de verdad.

ESQ: ¿Cómo fue la audición para interpretar a Sarah en esta película?
EC: Fue grandiosa, pero me dejaron esperando un rato, eh. Durante un par de semanas sentía que me faltaba el aire y pensaba: “Ahhhhh, Dios, ¿lo conseguí o no?”. Estaba un poco asustada.

ESQ: ¿Qué te pidieron hacer?
EC: Tuve que interpretar dos escenas de la película. Fueron dos audiciones distintas. En una de ellas tuve que reunirme con el director y los productores. Pero eso es normal cuando se trata de una película tan grande como ésta, porque todo el mundo tiene que estar convencido de que el protagonista es el indicado para el papel.

ESQ: Tomando en cuenta a Sarah Connor, sería la segunda vez que interpretas a mujeres jóvenes que deben lidiar con situaciones muy complejas. ¿Te identificas con ellas?
EC: Creo que todos los seres humanos hemos tenido que lidiar con algo difícil, sin importar qué. Entonces, enfrentarme con ese sentimiento es lo que trato de transmitir mediante mis personajes, aunque obviamente sea a una escala de intensidad mucho mayor.

ESQ: ¿Me puedes hablar de alguna vez que te hayas sentido así?
EC: Sí, cuando estaba en la escuela era muy insegura. No era una de las chicas populares, ¿sabes? Así que tuve que aprender a sobrellevarlo. Era una persona muy vulnerable, y cuando eres niño puede ser algo muy, muy difícil. Así que traté de concentrarme lo más posible en mi trabajo y de pronto, resultó que era buena para ello, así que entré a clases de arte dramático y seguí trabajando en ello.

ESQ: La escuela de arte dramático donde estudiaste era difícil, ¿verdad?
EC: Sí, se llama Drama Centre, pero todo el mundo la llama Trauma Centre [ríe] porque el entrenamiento que nos daban era brutal.

ESQ: ¿Y aún tienes algún trauma de Trauma Centre?
EC: ¿Traumas de Trauma Centre? [ríe] Claro, en general, nos destruían. Y nos destruían en serio. Sin embargo, siempre le he tenido mucho respeto a la actuación y creo que eso me ha mantenido con los pies en la tierra a lo largo de mi carrera. Me parece que es una fortuna. Creo que no hubo nada que me volviera loca. Eran muy duros con sus críticas, pero nada que me dejara una huella para siempre.

ESQ: ¿Ha cambiado lo que sientes por tu carrera ahora que trabajas en proyectos inmensos de cine y tv?
EC: Lo que sucede es que ahora puedo hacerlo con mucha más frecuencia. Lo más frustrante de estar desempleado es no poder actuar. Olvídate del dinero: lo verdaderamente terrible es no poder trabajar en eso que amas y para lo que te preparaste. Así que lo que más aprecio de mi trabajo es eso: que puedo trabajar en lo que amo, que puedo salir de casa para dedicarme a ello.

ESQ: Sales a la calle y la gente te llama Khaleesi pero ahora te dirán Sarah…
EC: ¡Es cierto! Y yo tendré que seguir contestando: ¡Mi nombre es Emilia! [ríe].

ESQ: ¿Ya te acostumbraste?
EC: No, depende de la intensidad. Vivo en Londres y físicamente no me parezco a Daenerys, así que puedo moverme por la ciudad con relativa facilidad, pero sí me pasa con alguna frecuencia y normalmente me sorprendo tanto como ellos [ríe].

ESQ: ¿Te sorprendes?
EC: Pues es que normalmente no están esperando toparse conmigo, así que cuando lo hacen empiezan a gritar: “¡Ay por Dios, eres esa chica del programa de televisión!”. Y yo grito: “¡Ay por Dios, y tú estás en la tienda en la que compro verdura!” [ríe].

ESQ: Ok, eso en Londres. ¿Y cuando viviste en Nueva York?
EC: Uf, sí, eso fue más fuerte, en Nueva York la gente tiene más confianza.

ESQ: ¿Para la filmación de Terminator Genisys tuviste que mudarte a San Francisco?
EC: No, estuvimos en Nueva Orleans.

ESQ: ¿Y qué tal?
EC: ¡Muy caluroso! [ríe] Había mucha humedad. Es un lugar lindísimo, donde hay música espectacular. Pero teníamos que trabajar mucho, así que desafortunadamente no tuvimos mucho tiempo para salir y relajarnos.

ESQ: ¿Y cómo te trataron los fans ahí?
EC: Me pasó algo muy chistoso. Un día estaba corriendo en una escena y sudaba de una manera que no podrías creer. Entonces, entre el calor, el sudor y el cansancio me estaba costando muchísimo trabajo filmar. De pronto apareció una chica que me quería tocar el hombro y me gritaba: “¡Ay por Dios, eres tú!”, y yo no podía ni responderle porque me estaba asfixiando [ríe]. Me faltaba el aire, así que lo único que pensaba era: “Sólo dame un segundo, llevo 10 minutos muriendo y tratando de terminar esta escena”. Al final me tomó una foto, pero estoy segura de que fue la peor selfie de la historia de la humanidad [ríe]. Sé que yo estaba goteando sudor, así que estuve a punto de gritarle que por favor esperara hasta que me bajara de donde estaba para verme presentable.

ESQ: Cuando te vemos en el cine y en la tele siempre estás salvando al mundo o algo así. ¿Qué haces cuando estás sola en tu casa?
EC: Como trabajo mucho es muy difícil que me tome unas vacaciones, así que cuando tengo tiempo libre mis tres prioridades son: familia, amigos y comida.

ESQ: ¿Qué tipo de comida?
EC: ¡Toda! Soy fanática de la comida y mi papá es un gran cocinero, así que me gustan las cosas curiosas. No soy el tipo de chica que pide una pizza y papas a la francesa, sino un plato de roast beef, una ensalada con muchos ingredientes o un pan artesanal recién horneado. Lo que me encanta es que sea algo elaborado. Además me gusta mucho cocinar, ir al mercado a escoger los ingredientes frescos.

ESQ: ¿Qué cocinas?
EC: Me gustan muchas cosas. Me gustan los platillos del mar y también hornear.

ESQ: ¿Te das tiempo para cocinar cuando invitas gente a casa?
EC: Cocino mucho para mí, pero también para mis amigos. Para mi familia no, porque cuando se organizan eventos familiares mi papá es el que se hace cargo de todo.

ESQ: ¿Él sigue trabajando en el teatro?
EC: Así es.

ESQ: ¿Su trabajo te influyó para que te convirtieras en actriz?
EC: Mmm, creo que siempre quise ser actriz. Me han dicho que tenía dos o tres años cuando lo dije por primera vez. Y creo que cuando tienes esa edad parece algo muy dulce: “Quiero actuar”, y entonces todos te miran con ternura. Cuando cumplí 18 y entré a la escuela de arte dramático, me tomaron más en serio. También me di cuenta de que tendría que trabajar mucho y que quizá sería muy difícil que consiguiera un empleo. Y pronto entendería lo difícil que es eso. Curiosamente, el proceso de comprender que ya no era una niña también fue a los 18, cuando vi que además de estudiar, tendría que trabajar mucho para conseguir una carrera como actriz. Pero bueno, sobre lo que mencionabas, definitivamente sí: ir con mi papá al teatro, estar con él tras bambalinas y ver de cerca su trabajo sí fue una influencia para mí.

ESQ: ¿Tienes hermanos?
EC: Uno mayor.

ESQ: ¿Él también está involucrado en el medio?
EC: Él no es actor, pero está estudiando para convertirse en director de fotografía de cine.

ESQ: Wow.
EC: ¡Ya sé! Siempre ha tenido un ojo genial para la fotografía así que ahora de verdad está aprovechando sus habilidades con la cámara.

ESQ: Tú ya tienes el trabajo de tus sueños, pero ¿hay algún personaje específico que te gustaría interpretar en el cine o la televisión?
EC: Sí, hay muchos. Tengo muchas ganas de doblar la voz de algún personaje animado de Pixar. Mmm, ¿qué más? Ah, sí, ser una Chica Bond, ¡obviamente! [ríe]. Y también me gustaría trabajar con [Martin] Scorsese en alguna de sus bellísimas e intensísimas películas. Ah, y también con Shane Meadows. Es un cineasta británico increíble con el que me encantaría trabajar en algo. ¡Así que hay muchos!

ESQ: Terminator Genisys vuelve a contar la historia desde cero. Si pudieras elegir un reboot para protagonizar, ¿cuál sería?
EC: ¡The Apartment! Me encantaría tener el papel que en la versión original fue de Shirley MacLaine. ¡Y claro, My Fair Lady! ¡Me fascinaría! [ríe]

ESQ: ¿Ves películas y series cuando tienes tiempo libre?
EC: Sí, muchas.

ESQ: ¿Qué ves?
EC: ¡Todo! Soy una chica ávida de ver cine. Veo todo: desde The Duke of Burgundy hasta Birdman y Whiplash. Cualquier cosa que se estrene, haya pasado o no por un cine, la voy a ver. Y tele también. Me encantan series como Girls y House of Cards.

ESQ: ¿Eres de esa nueva generación que ya no tiene televisión?
EC: Sí tengo, pero mis hábitos dependen de mi rutina. Si invito amigos a casa, vemos la tele. Si estoy sola, veo todo en mi laptop.

ESQ: Hablando de amigos, hace un momento me decías que había gente cruel contigo en la escuela. ¿Alguna de esas personas te ha buscado ahora que apareces en la televisión y todo eso?
EC: Mmm, ahora ya no, pero cuando Game of Thrones estaba comenzando a ser exitosa, sí hubo algunas personas que salieron de la nada para querer hablar conmigo. Sé que si fuera más abierta definitivamente sucedería con más frecuencia, pero soy una persona que tiene un grupo de amigos muy cerrado así que no hay lugar para ese tipo de encuentros.

ESQ: ¿Te resulta difícil confiar en que alguien quiera ser tu amigo de manera genuina?
EC:
Creo que tengo un excelente radar para la gente y por eso mi grupo de amigos es extraordinario. Y como algunos de mis nuevos amigos también trabajan en el cine o tienen trabajos similares, siento que estoy muy a salvo de algo así.

ESQ: Alguna vez dijiste que entre tus dragones y tu padre, un hombre que quisiera salir contigo tendría que tenerle más miedo a tu padre… ¿es muy celoso?
EC: Tienes razón, posiblemente sí deberían temerle [ríe]. No, no es cierto. Era broma. Para nada es celoso. Es decir, no es el tipo de hombre que diría algo como “si te atreves a ponerle un dedo encima a mi hija te mataré”, pero si alguien no le gusta se volverá muy silencioso y, de pronto, lanzará comentarios como: “No estoy muy seguro de que ustedes sean el uno para el otro”. Si hace eso es porque sabe que sus palabras se me quedarán en la cabeza y me la pasaré pensando: “Ay Dios, mi papá no lo quiere”. Pero nunca es agresivo, para nada.

ESQ: Digamos que un hombre quiere invitarte a salir. ¿Cómo describirías tu cita perfecta?
EC: Empezaría por la mañana, en el Columbia Flower Market [Londres]. Luego iríamos a almorzar a Nopi, en Soho. Después caminaríamos  por el Tate Modern y, al salir, tomaríamos algo en el Wine Bar, en Embankment. La noche terminaría con una obra en The National.

ESQ: ¿Qué obra sería?
EC: ¿Si pudiera pedir lo que deseo? Tennessee Williams o Arthur Miller.

ESQ: Sé que ya se nos acabó el tiempo, pero antes de irme debo preguntarte algo completamente absurdo: ¿Cómo puedes sonreír todo el tiempo? Llevas todo el día hablando con la prensa y respondiendo a nuestras preguntas una y otra vez…
EC: [ríe] ¡Muchas gracias! Te va a parecer ridículo, pero lo que sucede es que estoy muy agradecida de estar aquí. En serio, sé que tengo muchísima suerte de tener este trabajo. Además es algo que he aprendido: cuando a uno le pasan cosas horribles tiene que aprender a reír y tomarse las cosas como si fueran una broma.

Regreso al mundo jurásico

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Originalmente publicado en Esquire no. 81 (PDF aquí)

Este mes Jurassic World nos hará revivir la emoción que sentimos hace 22 años con la cinta que dirigió Steven Spielberg. La actriz Bryce Dallas Howard nos habla de cómo es estar en un lugar donde los dinosaurios son reales.

     Acéptalo: sin importar qué edad tenías cuando viste Jurassic Park (1993), te dejó boquiabierto. Era la película de la que todo el mundo hablaba en la escuela o la que fuiste a ver con tus hijos. Era una mezcla de thriller, drama y ciencia ficción con los mejores efectos especiales de la época. Incluso los críticos mordaces la ovacionaron. Por ejemplo, el británico Christopher Tookey dijo que era un “recordatorio notable para decirle a Hollywood que los blockbusters no tienen por qué ser estúpidos”.

    La cinta escrita por Michael Crichton (novelista y guionista de cine y televisión) y dirigida por Steven Spielberg, narraba la historia de un parque de diversiones creado por un magnate llamado John Hammond (Richard Attenborough), quien descubría el modo de revivir dinosaurios en un laboratorio y extendía una invitación a tres expertos (Sam Neill, Laura Dern y Jeff Goldblum) para conocer el lugar. Sin embargo —como era de esperarse— algo salía mal y los dinosaurios quedaban fuera de su control por una falla mecánica.

     A esta primera cinta le siguieron dos secuelas —una de 1997 y otra de 2001— que fueron lamentables pero no borraron la huella del hit original. Ahora, con un elenco prometedor —Chris Pratt, Judy Greer y Vincent D’Onofrio, entre otros— la historia regresa: todo inicia en un nuevo parque, que lleva 10 años operando, pero una nueva falla provoca que el mundo vuelva a peligrar. Bryce Dallas Howard nos dio detalles de esta nueva película.

ESQUIRE: ¿Cómo fue regresar a ese mundo jurásico que nos volvió locos en los años 90?
BRYCE DALLAS HOWARD:
¡Fue muy emocionante! Nunca olvidaré cuando vi la cinta original por primera vez. Tenía 12 años y escuchaba a mis amigos hablar sobre una película llamada Jurassic Park, donde los dinosaurios se veían reales y era fantástica. Recuerdo cuando entré al cine y casi se me salía el corazón del pecho. Los dinosaurios sí parecían reales, y eso era algo que nunca antes habíamos visto. Ahora, 20 años después, tengo la oportunidad de visitar este mundo de nuevo. Es fantástico y muy significativo para mí.

ESQ: ¿Esta película está dirigida a los fanáticos de las anteriores o es completamente nueva?
BDH: Está muy conectada a la primera película. Jurassic World es un parque funcional que tiene 200 mil visitantes diarios y dinosaurios que nunca imaginarías. Es decir, es
como si el sueño de John Hammond hubiese cobrado vida.

ESQ: ¿Qué nos puedes decir de Claire, tu personaje?
BDH: Es la operadora del parque. Se encarga de todo y su historia es una extensión de lo que vimos en las primeras películas. Para mí, como fan de la primera parte, estuvo bien que la trama no fuera completamente nueva. Todo se siente muy honesto: es un mundo en el que los dinosaurios existen porque la tecnología lo permite, y creo que a la gente le emocionará ese aspecto.

ESQ: ¿Y qué tal Chris? Cuéntame una de tus mejores anécdotas con él.
BDH: ¡Hay muchas! Es muy buen piloto. Es un sobreviviente nato. Si el Apocalipsis fuera mañana, lo primero que haría sería manejar hasta la casa de los Pratt [ríe]. Él sobreviviría a todo. Sabe cómo moverse en la naturaleza, se parece mucho a su personaje. Lo más interesante fue descubrir que es muy bueno para peinar mujeres [ríe]. Creo que es porque siempre peina a su esposa y ella tiene un cabello hermoso. Hubo un momento de la filmación en el que Chris le preguntó a una mujer cómo se había hecho su peinado. Es muy dulce y está muy ligado a sus lados tanto masculino como femenino.

ESQ: Has trabajado con grandes directores de cine. Cuéntame un poco de eso.
BDH: Sí, siempre admiro a los cineastas con los que trabajo, probablemente porque mi papá es director [Ron Howard]. Aprecio esa relación. Me siento muy afortunada por haber trabajado con todos ellos. Trabajar con Colin [Trevorrow, director de Jurassic World] fue un sueño porque yo no había actuado en cuatro años; la película previa que hice fue The Help (2011). No estaba nerviosa, pero regresar al cine siempre es como empezar de nuevo. Colin fue muy bueno y me apoyó en todo. Es inteligente y sofisticado. Fue una muy buena experiencia colaborar con él y con Chris en esta película.

ESQ: ¿Tu papá influyó en tu interés por la actuación?
BDH: No lo creo. Cuando era niña sí lo acompañaba al set, pero en realidad todo comenzó cuando estaba en secundaria. Recuerdo que fui a un campamento de verano cuando tenía 14 años y, aunque era académico, podía tomar clases de actuación y me pareció muy divertido. Luego, de vuelta a la escuela, recuerdo que debíamos hacer una obra de teatro y obtuve el papel estelar. Me sorprendió mucho porque era una obra de Shakespeare. No podía creer que sería la protagonista, así que lo disfruté mucho. Al siguiente año fui a otro campamento y volví a trabajar con material de Shakespeare. Creo que ahí me enamoré de él. Lo que es curioso es que me interesó el cine por lo que vivía en el set con mi papá, pero no la actuación. Eso fue a través de la escuela. Ahora que lo pienso, es interesante que haya sucedido así. No es lo que uno esperaría de la hija de un director de cine.

ESQ: Ya has trabajado como guionista y directora de cortos. ¿Te interesa hacerlo en proyectos más grandes?
BDH: Claro que sí. Es algo que me encanta y he podido hacer durante mis dos embarazos. Tuve la oportunidad de trabajar mucho en el contenido y ese proceso fue realmente creativo y divertido. Es diferente de la actuación, pero si en algún momento llega la oportunidad de dirigir en lugar de actuar en un largometraje, lo haría sin pensarlo.

Una tarde de oro con Charlize Theron

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Originalmente publicado en Esquire no. 80 (PDF aquí)

Hoy nadie duda de su talento, pero a esta sudafricana le tomó años demostrar que no sólo merecía brillar por su belleza, sino también por sus matices como actriz. Desde Los Ángeles, la rubia nos habló de su nuevo papel en Mad Max: Fury Road y del precio que ha tenido que pagar por llamarse Charlize Theron.

            Parece una diosa de oro. Parece que en vez de haber manejado desde su casa de Los Ángeles para llegar a esta entrevista, siguió las órdenes de un ser omnipotente: “Charlize, hoy bajarás a pasearte por la Tierra y caminarás entre los mortales”. Ella me odiaría por decir esto. Levantaría la ceja izquierda, torcería los ojos, echaría el cuello hacia atrás y un chasquido de sus labios perfectos me aplastaría como un bloque de hielo. Con su voz áspera y profunda, me diría que ella no es ninguna diosa, que de dónde saco eso. Que su cuerpo no es de oro, que cómo se me ocurre, y que sus labios son comunes y corrientes, como los de cualquier mujer. Pero eso no es verdad: Charlize Theron sí es una diosa —de oro— y cuando uno la observa aparecer al fondo de un pasillo, su cuerpo parece una escultura tallada a mano por el sol.

     El cine ha tenido otras musas doradas: Grace Kelly, Marlene Dietrich, Marilyn Monroe. Hoy parece que todas son poca cosa comparadas con Charlize. Ella camina y el suelo se enciende, lo mismo en esta habitación de hotel de Sunset Boulevard que en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, como en ese comercial para Dior que grabó en 2011 y que explica el efecto Charlize Theron: es de noche en París y la rubia corre en tacones y lentes oscuros para cambiarse de ropa antes de cruzar una pasarela. Los fotógrafos la esperan frente al pasillo que hace tres siglos vio pasar al Rey Sol. Tras bambalinas, Theron se topa con Grace Kelly. La saluda de beso, continúa su carrera, se quita el saco negro y descubre su espalda de nadadora para meterse a un vestido escotado en detalles dorados.

     Charlize Theron en pedrería es redundante: es como bañar el oro en oro. A unos pasos de distancia, Dietrich posa para una cámara y Marilyn toma en sus manos un frasco de perfume. Theron apenas las mira y reanuda su paso apresurado. Afuera, los candelabros se apagan. La diosa entra en escena, mece las caderas dando zancadas de gigante sobre el mármol y, sin un sólo reflector que la alumbre, brilla.

     Hoy la diosa está envuelta en seda. Es oro y seda. La seda es negra y la lleva en el cinturón que enmarca su silueta de sirena y en la camisa transparente que deja ver un bustier de encaje oscuro. Ella diría que su aspecto es una farsa; que si no fuera por el trabajo de peinadoras y maquillistas, se vería sucia y descuidada, como el personaje que interpreta en su nueva película, Mad Max: Fury Road. En ésta, Theron se hace llamar Furiosa, y es una mujer rapada, sin un brazo, que viste ropa polvorosa, cuyos ojos esmeralda brillan bajo un antifaz de mugre y grasa. Pero Charlize miente otra vez. Desde la silla que su agente me acomoda frente a ella puedo verla muy de cerca, y no tengo duda alguna: su piel, como su ropa, es seda.

***

         Aparece Charlize y el mundo tiembla. Tiemblan las salas de cine cuando se desfigura el rostro para interpretar a la prostituta, lesbiana y asesina Aileen Wuornos en Monster (2003). Tiembla Sean Penn —su pareja desde hace un año y su amigo desde hace 20— cuando lo hace reír. Tiemblan David Letterman y Jay Leno cuando les planta un beso al visitar sus talk shows. Tiemblan los periodistas cuando despiertan su ira por elogiar su físico, formular preguntas banales y pedirle opiniones de moda y belleza a la diosa de oro que quiere ser todo menos diosa de oro. Tiembla quien no la escucha.

       Una mañana de 1994, Charlize puso a temblar a un banco de Los Ángeles. La rubia tenía 19 años y ya era ese obelisco esplendoroso de 1.77 metros de estatura. Estaba ahí para cambiar el cheque de 500 dólares que recibió por su último trabajo como modelo en Nueva York. El cajero le dijo que eso no sería posible, porque el cheque se había expedido en otra ciudad, y la diosa de oro se convirtió en lumbre. Sin ese dinero no podría pagar la renta del cuartucho del motel en el que vivía, y ella no había dejado Sudáfrica, Italia y Manhattan para llegar a Hollywood a probar suerte como actriz y que un empleadillo de banco le saliera con una insensatez. En resumen, lumbre. Gritos y pataleos; un drama de telenovela que llegó hasta los ojos y oídos de John Crosby, un manager que veía el show desde la fila del banco y le ofreció su primer trabajo.

     El oro encontró una oportunidad de oro: dejar las pasarelas que la hacían ver como una muñeca de vitrina para que el público, por fin, la escuchara hablar. Ese era el sueño. Por eso había dejado Milán —ciudad a la que llegó con su madre en 1991 desde África, donde nació— cuando su futuro comenzó a orientarse hacia la moda. “No quería ser una mujer guapa que nunca dijera una palabra”, dijo la rubia a la revista People alguna vez. Un alquimista transforma el plomo en oro. A los 16 años, Charlize Theron —el oro— quería lo contrario: opacidad, matices, voz.

***

      La voz tardó en hacerse oír. Robert Redford —otro rubio perfecto y galán de vitrina que dirigió a Theron en The Legend of Bagger Vance (2002)— dijo que entendía muy bien la frustración de que lo contrataran sólo por tener un buen físico, y que le dio el papel en su película porque tenía la corazonada de que era mucho más talentosa de lo que había tenido oportunidad de probar.

      Adele era el papel que Charlize esperaba. En las actividades de prensa de la cinta, ella afirmó que si a una actriz le cayera una oportunidad como ésa en las manos y no la tomara, sería una idiota: “Los escritores crearon retos para esta mujer, le dieron la oportunidad de tener boca”. Los personajes de la sudafricana tenían boca desde mediados de los 90, cuando trabajó en su primera película —2 Days in the Valley (1996)— pero eran casi mudos. Charlize sufría. Incluso en el celuloide, el oro era sólo eso: un objeto brillante para presumir. Theron había pasado de una pasarela a otra, y durante años sólo desfiló por las pantallas de cine como la típica novia neurótica de un personaje al que un guionista sí obsequiaba diálogos sólidos e inteligentes. Y así, la vimos como la esposa de Keanu Reeves en Devil’s Advocate (1997), de Johnny Depp en The Astronaut’s Wife (1999) y de Robert De Niro en Men of Honor (2000).

     Un día, la boca gritó. Los labios estaban cuarteados y pálidos, como carne descompuesta. El cuerpo de sirena tenía 15 kilos de más. La piel de seda era una capa de acné. En Monster, ese pilar dorado que es Charlize Theron adoptó la postura de un camionero y la mirada perturbada de quien te sacaría los ojos en un arranque de ira. En su primer protagónico, Theron se acostó con Christina Ricci y recreó la vida de una estadounidense que fue condenada a la inyección letal por haber asesinado a siete hombres que presuntamente la violaron.

    Entre festivales de cine independiente y comercial, Charlize ganó más de 20 reconocimientos por su interpretación. Recogió el Óscar en 2004 y otra vez, como siempre, puso al mundo a temblar. Lo hizo Adrien Brody cuando la rubia lo besó en la boca al subir al escenario. Lo hizo Sudáfrica cuando se le quebró la voz y dijo que se llevaría el premio a casa para compartirlo con su país una semana después. Lo hizo su novio de entonces, el actor irlandés Stuart Townsend, cuando le dio las gracias por ser “su compañero de crimen”. Lo hicimos todos. El oro había ganado el oro, y esa estatuilla probaba que su talento era tan monumental como su cuerpo de diosa.

     Esa noche también tembló su madre. Al borde de las lágrimas, Charlize le agradeció todo lo que había sacrificado para que ella cumpliera sus sueños. Desde su butaca del Dolby Theatre, Gerda Jacoba —rubia y de ojos esmeralda como su hija— tenía la mirada líquida. Ella nunca había dudado de su talento. Por eso dejó junto con ella el pequeño pueblo de Benoni, a 200 kilómetros de Johannesburgo, y volaron juntas a Italia, donde Charlize se preparó como modelo, y luego a Nueva York, donde estudió danza hasta que una lesión en la rodilla la obligó a renunciar. Gerda la hubiera seguido hasta Los Ángeles, donde Theron quería estudiar actuación, pero el agujero de su bolsillo no le daba para pagar dos boletos de avión. Por ello, le ofreció lo único que pudo: un vuelo sencillo a California. Charlize ha dicho que eso era lo que tenía en la cabeza cuando el empleado del banco no accedió a cambiar su cheque y empezó a gritar.

***

     La vida es oro. Charlize lo aprendió en la granja en que nació. Dice que su infancia fue muy feliz: la mayor parte de los niños crece tratando de imaginar las maravillas del mundo —paisajes extraordinarios, animales salvajes, un atardecer—, pero ella tenía el mundo ahí, para comérselo a mordidas, del otro lado de la puerta de su casa.

     Theron fue la única hija de un matrimonio que tenía un negocio de construcción. Su padre era un mecánico que un día le regaló un pequeño carro con remolque, y ella lo manejaba hasta un lago para llevar a pasear a sus perros. A la sudafricana le gustaría hablar más sobre sus recuerdos felices pero el morbo —nuestro morbo— es un freno: en muchas de las conversaciones sobre su vida en Sudáfrica sale el tema de la noche en que su madre mató a su padre, y eso enfría el gesto de Charlize como un metal fundido que se retira del fuego.

    Que ella tenía 15 años, que su padre era alcohólico y que su madre no enfrentó cargos porque el disparo fue en defensa propia se ha escrito en la prensa una y otra vez, pero las preguntas al respecto regresan y regresan y regresan. “Mi madre no pidió nada de esto. Odio que cada que lee un artículo sobre mí, esto se mencione […] El daño que la gente asume no tiene nada que ver con la realidad. Se siente degradado. Me reducen a un acontecimiento, a una sola cosa. Una vida está llena de color y de profundidad y de altas y bajas”, dijo hace algunas semanas a un periodista de la edición estadounidense de Esquire.

     El oro nace de una supernova, una estrella que estalla. Luego la energía se absorbe, la estrella cambia de forma y algunas de sus capas se desploman para formar metales pesados. En la pasarela, en el cine y en la silla de este hotel de Sunset Boulevard, Charlize Theron brilla en todos sus matices. Habla, y entre una palabra y otra, estalla, sube, baja, se suaviza y vuelve a estallar. Es la diosa perfecta, la chica que le grita a un empleado de banco, la actriz que llora cuando recibe un Óscar y la niña sudafricana que extraña pasear a sus perros. Es cambio. Capas. Oro.

***

      Charlize le da un sorbo a su té verde. Hace más de media hora que conversamos y el labial color durazno sigue intacto en su boca. Ríe y echa la cabeza hacia atrás, pero el cabello que hoy lleva lacio no se mueve ni una hebra. Cruza y descruza las piernas, y sus stilettos negros se acomodan como un objeto de comercial de marca de lujo sin importar la posición en que sus pies toquen la alfombra. Mañana, cuando salga al supermercado o a llevar a su hijo Jackson a la escuela, Charlize será otra. Se olvidará de los tacones y se pondrá unas sandalias. Cambiará la seda y el bustier de encaje oscuro por una playera holgada. Colgará sus pantalones ceñidos y esconderá sus piernas largas en un par de baggy jeans.

    La Charlize Theron que todas las mañanas prepara el lunch de su hijo de tres años y amanece al lado de Sean Penn, sale a la calle con el cabello mojado y la cara lavada. Dice, irritada, que a la gente se le olvida que parte de su trabajo es recibir a la prensa disfrazada de princesa, pero que la vida diaria no es glamour ni ropa de Dior. Hace varios años, cuando iniciaba su carrera, Theron cruzó una alfombra roja y una periodista le preguntó qué usaba y por qué. La rubia respondió que usaba ropa porque al parecer eso era lo que la sociedad esperaba de todos nosotros. Tiempo después, cuando promocionaba Trial and Error (1997), su segunda película, otra reportera quiso saber si planeaba sus atuendos para el verano con anticipación. Charlize sonrió con malicia, le dijo que sí, que tenía todo anotado en una libreta, y cuando la entrevistadora se dio cuenta de que sólo se burlaba de ella, la rubia torció los ojos y eso bastó para decirle: “Eres una imbécil”.

     Lo que Charlize odia no es la moda, ni hablar de sus crisis familiares ni recordar sus viejos personajes de novia neurótica. Lo que detesta es la estática, la rigidez. Para ella, la vida no es alfombras rojas, sets de filmación ni su relación con Penn. Es todo eso sumado a sus viajes, a las tardes que pasa con sus amigas, a las risas de su hijo y a las películas que aún desea filmar. Cuando uno habla con ella y lo entiende, puede mirarla a través de un prisma y entonces no es sólo oro, sino luz multicolor que brilla en diferentes direcciones.

ESQUIRE: Acabo de ver un avance de Mad Max: Fury Road y parece que usaron muy poca pantalla verde. ¿No fue peligroso?

CHARLIZE THERON: Sí, quizá fuimos demasiado prácticos. No podría hablar de una escena que haya sido más peligrosa que otra porque todas me lo parecieron. La verdad todas la situaciones fueron impredecibles. Mientras duró la filmación, yo llegué al set sin tener muy claro lo que sucedería cada día. Sentí como si toda la película hubiera sido una gran toma, porque no hubo escenas numeradas, así que todos los días llegábamos creyendo que ese día podía caernos un camión encima. Diario debíamos estar preparados para cualquier cosa. Para mí, fue muy abrumador.

ESQ: ¿Tuviste algún día particularmente horrible?

CT: Sí, había momentos en los que sentía el peligro demasiado cerca y dejaba de sentirme cómoda. En varias escenas teníamos que cuidarnos mutuamente porque éramos los únicos que estábamos en medio de la acción. Es decir, George [Miller, el director] solía estar en una camioneta a varios kilómetros de distancia y nos observaba desde un monitor. Claro que teníamos dobles que manejaban nuestros coches, pero nadie nos decía en qué momento podía ocurrir algo peligroso, así que teníamos que cuidarnos entre nosotros. Había ocasiones en las que pensaba: “¡Oigan, esa anciana no debería de estar ahí! Alguien muévala o algo terrible va a pasar” [ríe].

ESQ: Tu papel no existía en las películas anteriores. ¿Qué puedes revelar sobre él?

CT: Lo que me encanta de esta película es que sentí que nos incorporamos a una historia que empezó tiempo atrás. Es un mundo del que podemos comprender muy poco, porque esta no es una precuela ni una secuela, sino un homenaje a un universo que no conocemos, por lo que tampoco podemos comprender con exactitud de dónde vienen estos personajes. La mujer a la que interpreto se llama Furiosa. Es una mujer rapada que tiene el aspecto de los hombres que van a la guerra y secuestra a cinco niñas hermosas e inocentes en lo que, de inicio, parece un intento de asesinato. Cuando leí esa parte, me sentí muy intrigada. Me ponía a pensar cuándo, cómo y por qué estaba pasando. Hubo una conexión instantánea que me llevó a pensar que debía ser una historia increíble de venganza y dolor muy profundo.

ESQ: ¿El proceso de caracterización fue exhaustivo?

CT: Sí, pasábamos más de dos horas diarias en el proceso, pero el equipo de maquillaje fue fenomenal.

ESQ: ¿Te rasuraste la cabeza antes de filmar, cierto?

CT: Así es, no fue truco de maquillaje.

ESQ: ¿Y qué sentiste?

CT: Me sentí muy bien, pero definir el aspecto de mi personaje fue difícil. Lo que sucedía es que debía haber un contraste absoluto entre Furiosa y las niñas [Rosie Huntington-Whiteley y Courtney Eaton, entre otras]. Pasamos mucho tiempo dándole vueltas, hasta que un día llamé a George a las tres de la mañana y le dije: “¿Por qué no se nos había ocurrido? ¡Tengo que raparme!”. Y respiró hondo y gritó: “¡Si!”. Y luego, claro, todos me odiaron, porque estableció el tono y el aspecto que debían tener los hombres y los dobles. Así que, por mi culpa, unos mil hombres y mujeres tuvieron que raparse [ríe].

ESQ: ¿Es en serio?

CT: Sí y, ¿sabes?, los hombres fueron peores que las mujeres. Había hombres enormes y rudos, dobles profesionales desde hace media década, que lloriqueaban con el sólo hecho de pensar que tenían que rasurarse la cabeza.

ESQ: ¿Fue difícil acostumbrarte a que tu personaje no tuviera un brazo?

CT: Sí, como me lo quitarían en posproducción, cuando empezamos a filmar hacía movimientos normales y de pronto George me gritaba: “¡Deja de hacer eso! ¡Recuerda que no tienes un brazo!”. Y yo decía: “Carajo…” y lo repetíamos. Además, a veces me sentía como tortuga con el caparazón arriba. Si me caía, empezaba a gritar: “¡Chicos, hey, chicos, no me puedo levantar! [ríe]”.

ESQ: ¿Y en esas condiciones tuviste que manejar coches en el desierto y a máxima velocidad?

CT: No, mientras filmamos manejamos a unos 50 kilómetros por hora. Eran vehículos muy grandes y pesados, que nos hacían sentir como si estuviéramos manejando un tren. Y a pesar de estar en el desierto, se sentía frío, porque estábamos metidos en un contenedor metálico lleno de polvo. Así que no, no era como si estuviéramos filmando The Fast & The Furious. Para acelerar de esa manera, nuestro tren habría tardado unos cinco minutos sólo en arrancar [ríe].

ESQ: ¿Viste las películas de Mad Max donde aparecía Mel Gibson?

CT: Sí, recuerdo que tenía como ocho años cuando vi las primeras. Luego las vi todas. Les encantaban a mis papás y creo que desde pequeña me dejaban verlas casi completas, aunque cuando había alguna escena fuerte me pedían que fuera por té para que no estuviera en el cuarto [ríe]. Pero definitivamente fueron filmes importantes para la cultura sudafricana. A los sudafricanos les encantó ese mundo.

ESQ: ¿Cuál fue tu película favorita cuando eras chica?

CT: La película que enloqueció a todo el mundo fue Fatal Attraction (1987). Tenía como 12 años y recuerdo que todos los niños de mi edad hacían planes para meterse al cine a verla sin que sus padres se dieran cuenta. Planeé colarme desde la parte trasera de un coche. Y lo hice.

ESQ: ¿Fatal Attraction? Eso debió de haber sido traumático…

CT: Claro, el conejo en la estufa me perturbó mucho. Y el sexo en el elevador [ríe].

ESQ: Ya tienes 18 títulos como productora y además sigues actuando. ¿Cómo lo logras?

CT: Mi hijo quisiera saber lo mismo [ríe]. No, no es cierto. Lo que sucedió es que me tomé varios años para dejar la actuación. Incluso llegué a pasar tres años sin aceptar ningún papel y mejor me involucraba como productora. Me encanta. Es una bendición increíble estar en una posición en la que no tengo que ir a trabajar cada mañana para poner comida sobre la mesa. Creo que es uno de los regalos más perfectos que podría tener en la vida y estoy perfectamente consciente de que es un lujo. Así que he disfrutado mucho tener la libertad de no salir a trabajar en algo que no me apasiona.

ESQ: Has trabajado en personajes muy distintos. Como actriz, ¿qué tipo de retos te atraen hoy en día?

CT: No lo sé, creo que siempre busco el factor real. Es tan simple como eso. Pienso que mientras más exploras, más quieres profundizar en algunas cosas y menos en otras. Hay historias que pueden conmoverte sin que eso tenga que ver con el personaje. Puede ser algo que te sorprenda mucho y te haga querer ser parte de la historia. O también puede tener que ver con el director, que tengas muchas ganas de trabajar con él.

ESQ: ¿Entonces el hecho de que por momentos hayas querido trabajar como productora, y no como actriz, no tenía que ver con la mala calidad de guiones que te ofrecían?

CT: No, más bien no estaba en busca de nada. Hay mucho más en la vida que hacer películas. La gente suele olvidarse de eso. Hay mucho más: hay familia, hay relaciones personales, y mi trabajo nunca ha sido mi prioridad. Como te decía hace un momento: sé que tengo mucha suerte de poder decirlo, porque hay mucha gente que no puede, pero hubo periodos en los que sólo quería estar con mi familia, viajar, hacer otras cosas, y creo que la actuación es algo a lo que puedes volver siempre que quieras para renovar tu parte creativa, como si fuera una esponja que quiere volver a llenarse de agua. Lo importante es alejarse de la monotonía. Hubo épocas en las que preferí tener una pareja y un hijo, y lo hice.

ESQ: En esta etapa de tu carrera, ¿aún te da miedo presentarte en una audición o aceptar un papel?

CT: Claro, pero así es la vida. Nos pasa a todos.

ESQ: ¿Qué momentos difíciles recuerdas que te hayan hecho cuestionarte si estabas en el camino correcto?

CT: Ay, Dios, hubo muchos. Creo que lo que siempre me hizo estar agradecida es que cuando tenía como cuatro o cinco años, mi mamá me metió a clases de ballet, y me apasionaba muchísimo. No creo que haya una forma de arte más estricta que el ballet. Entonces, cuando llegué a esta carrera que por momentos puede ser muy dura y decepcionante, entendí que debía ser implacable. Tienes que aprender a lidiar con las adversidades, porque nada es fácil. Mi contexto como bailarina me ayudaba a entenderlo. Uno no entra a una compañía de ballet sin talento, y no hay tiempo de sentarse a lloriquear ni de sentir pena por uno mismo. Si cuando bailaba cometía algún error, tenía que volver a la barra y seguir trabajando. Lo que quiero decir es que hay que trabajar muy duro para recoger frutos valiosos. Así funciona el mundo, y tener eso como columna vertebral antes de entrar a esta carrera fue grandioso. En este medio hay gente que no te ve por lo que eres o no toma en cuenta tu talento, sino tu aspecto físico. Y también puede ser que estés consciente de tus capacidades, pero no sepas articularlas o venderlas a un agente. Esas son cosas muy frustrantes por las que hay que pasar, pero no soy la primera ni la última persona en vivirlo.

ESQ: Esta carrera puede ser muy satisfactoria pero, ¿no extrañas salir a la calle como una persona anónima, sin que nadie te reconozca?

CT: Cada día es diferente. Hay días en que puedo hacerlo y otros en los que no. A veces no me molesta que la gente lleve cámaras en la mano y sea invasiva, pero hay días en que sí me molesta mucho y no tengo paciencia. De pronto sólo necesito un momento para sentirme normal. Sin embargo, al mismo tiempo, sé que yo misma caminé hasta esta vida. Es un arma de doble filo y hay días en los que no lidias tan bien con ella y tienes que arreglártelas.

ESQ: Si un día pudieras salir a la calle sin ser Charlize Theron, ¿qué harías?

CT: No lo sé, no tengo una vida privada y obscena que me gustaría explorar. Creo que lo que me atrae es la idea de que nadie me esté observando. Hay días en los que siento que siempre me están viendo, como paparazzi desde coches —con la naturaleza intrusiva que conlleva—, así que lo que me encantaría es la idea de que eso no existiera.

ESQ: Alguna vez dijiste que te gustaba trabajar en tu jardín. ¿Qué otras cosas te gusta hacer cuando estás en casa?

CT: Es raro cuando me preguntan algo así. Es como decir: “Ay, Dios mío, esta mujer hace cosas normales”. La gente ha de leer estas entrevistas y pensar que soy pretenciosa por mencionar que un día saqué unas hierbas del jardín. Por favor. No puedo hablar por todo el mundo, pero los actores sólo somos gente normal que quiere tener una vida normal. Me levanto todos los días, como cualquier mamá, hago el lunch para mi hijo, le cepillo los dientes, lo llevo a la escuela y luego regreso a mi casa para hacer la cama, limpiar los baños y lavar la ropa. No hay nada nuevo en ello. Así funciona el mundo para todos, de modo que hablar del tema del jardín sin entender que así es la vida, es raro.

ESQ: Háblame de tu primer hogar, en Sudáfrica.

CT: Tengo muchas memorias de mi infancia. Fui una niña muy feliz. Ahora que vivo en Los Ángeles y tengo amigos estadounidenses que crecieron en grandes ciudades, me doy cuenta de lo especial que fue mi niñez. Estuve rodeada de animales, naturaleza y libertad. Se prestaba mucho para usar la imaginación. Mi parte favorita de esos años es que vivía en un mundo que de verdad permitía usar la imaginación. Podía imaginar cualquier cosa, y tenía el mundo ahí para mí. Creo que esa fue una bendición que muchos niños no tienen.

ESQ: Siempre te ha gustado viajar. ¿Recuerdas algún viaje que te haya vuelto loca?

CT: He tenido mucha suerte. Viajar es lo que más me gusta hacer. Una vez al año me reúno con mi business manager y siempre me dice que tengo que parar. No gasto dinero en nada, mi vida es bastante simple, pero en viajes sí lo hago. Eso me gusta mucho. Me gusta ver el mundo. He tenido viajes increíbles a lugares increíbles. Algunos de ellos no han sido sólo por tener vacaciones convencionales para relajarme, sino para ver qué sucede en el mundo. El último que hice fue hace cinco meses, a la República Centroafricana. Fui con Naciones Unidas y Médicos Sin Fronteras y estuve ahí justo cuando estaba por iniciar una guerra civil que afectó a muchas personas. Creo que es una de las peores tragedias que ha tenido lugar en tan poco tiempo y nadie está hablando de ello.

ESQ: Empezaste a filmar Mad Max en Namibia en 2012. ¿Qué pasó en aquel entonces con tu hijo?

CT: Él sólo tenía tres meses de nacido. Era muy pequeño, pero fue grandioso. Es un niño genial… mi hijo es genial. Todos los días lo veo y pienso: “Hoy voy a intentar ser tan cool como tú [ríe]”.

ESQ: ¿Qué es lo que te encanta de él?

CT: Que es un niño muy relajado y amigable. Apenas era un bebé cuando estábamos en Namibia, así que vivió muchas cosas importantes allá. Por ejemplo, dio sus primeros pasos en África y ahí dijo su primera palabra. Fue irónico, porque luego volvimos cinco meses más para filmar otra película, y así llegó un punto en el que
había vivido más tiempo allá que aquí. Incluso la primera vez que fue al baño “como un hombre”, fue allá; eso me hizo pensar que todo lo grandioso de la vida ocurre en África [ríe].

ESQ: Y cuando terminaron de filmar, ¿no fue difícil volver?

CT: Un poco. Recuerdo que hubo un momento en el que ya íbamos a terminar de filmar en Namibia e iríamos una temporada a Sudáfrica. Nunca había visto a gente tan emocionada por un viaje como los de la producción de esa cinta. Como pasamos mucho tiempo en un pozo de arena, todos decían: “Vamos a ver gente, vamos a ir a restaurantes y todo será grandioso”. Recuerdo que yo era una de las emocionadas, pero cuando ya íbamos a salir de la casa vi la cara de Jackson y estaba a punto de llorar. No quería irse porque esa era su casa. Y luego recuerdo que estábamos en Sudáfrica celebrando y él decía que extrañaba su hogar. Era como nuestra mascota, en especial entre las chicas. Era como una pelota de amor que pasaba de unos brazos a otros todo el día [ríe]. Ama a las chicas. Lo ponía en la mesa en la que almorzábamos y coqueteaba con todas. Lo único que pensaba era: “Ese es mi niño.”