Fridas

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Semanas después del terremoto del 19 de septiembre de 2017, Diego Fonseca contactó a 35 autores para escribir un texto que nos permitiera pensar el sismo desde distintos puntos de vista. El resultado fue «Tiembla», que publica editorial Almadía y donará las ganancias por las ventas del libro a la campaña Tejamos Oaxaca, para ayudar a víctimas de los sismos recientes.

¿Qué hay en un nombre? En México, «Frida» remite a nuestros vacíos y a nuestra manera de llenarlos: una perrita rescatista que se volvió heroína nacional aunque no rescató a nadie, una niña inexistente que nos inventamos con el deseo de encontrar vida bajo los escombros y, en el pasado, una pintora surrealista que era bella y exitosa aunque por dentro estuviera rota. Las «Fridas» no cuentan su propia historia, sino la nuestra. Éste es un primer apartado del texto. El libro puede comprarse en Almadía

Vi a Frida una sola vez.

Habían pasado nueve días del terremoto y los fotógrafos trataban de enfocarla mientras ella daba saltitos despreocupados sobre el pasto sin detenerse a mirarnos. Era la estrella de la tarde, la nota del momento. Aquella golden retriever tenía un magnetismo irresistible. Bajo las manos morenas de su amo fingía obediencia, pero sin previo aviso podía estrellar su nariz contra la mía o sacudirse hasta que sus orejas volaran como pañuelos. Era la mascota de película que de niña soñaba recibir como sorpresa de cumpleaños.

Frida nació a los ocho años de edad. Ya tenía una carrera y pesaba treinta kilos. Ya se uniformaba con chaleco, botitas de neopreno y goggles para perderse entre pilas de escombros en busca de cadáveres y sobrevivientes. Ya presumía viajes como rescatista del Ejército en Ecuador y Haití. Se llamaba Frida pero no era Frida. Sólo un sabueso con un nombre familiar.

De pronto, un tuit. “Ella es Frida”. El soplo de vida del demiurgo no fue un soplo sino Palabra. Once caracteres y un video con su imagen presentaban al mundo a la heroína de México, una especie de rescatista inmaculada que se mostraba desinteresada y amorosa.

En segundos, la adoración. El mensaje de la Secretaría de Marina salpicó miel por todas partes y nosotros paladeamos el jarabe agradecidos. A minutos de su primer ladrido en Twitter, una mujer sugería vender perros de peluche con la imagen de Frida y otra pedía a Dios que la cuidara en su labor. Dos horas después, alguien recurrió a las mayúsculas:

“ELLA ES PERFECTA”.

Frida nació del sismo, de los mexicanos renacidos por el cisma de la Tierra. La concebimos con paciencia, la nombramos. Hebra por hebra tejimos el mito, la fantasía. La esculpimos a la medida y fue nuestro regalo. Fuimos Pigmalión.

El mito es un habla, escribía Roland Barthes. Es el andamiaje de un discurso, una manera de significar. Hablamos y desplazamos objetos, conceptos, ideas. Así, un perro es un perro, pero un perro narrado por un país que llora a sus muertos bajo edificios caídos deja de ser estrictamente un perro. Se ha reinventado, satisface una carencia.

En el abrazo convulso de la Tierra no sólo se agrietaron edificios. Al centro de México se abrió una cavidad; se fracturó la vida y sumidos en ese hueco hubo que nombrar todo de nuevo.

Al juntar todos los trozos nos armamos otro mundo y lo llamamos Frida.

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El viaje que no ha sido

paris-in-winter-bigTendrían que ser las dos de la tarde a las afueras de un café en esa ciudad que nunca has visto. Los techos en forma de trapecio se verían más azules bajo el manto plomizo del cielo y tus labios se congelarían al tocar los míos. El viento atravesaría el tejido de tu abrigo y sólo entonces, cuando te sintiera cerca de arrepentirte de haber cruzado un océano conmigo, te pediría un poco de fe: “No hay nada más hermoso que París en invierno, ya verás”.

Reirías como en mis sueños —como siempre— y me tomarías de la mano antes de dar la vuelta y volver a caminar. Escucharías mi risa tras de ti. Harías una pausa para quitarte la bufanda de la cara y decir cuánto me quieres besar.    

Tendrías que disculparme. Ya ha pasado más de medio día pero para nosotros apenas inicia. Diez horas de vuelo, dos de trayecto al hotel en Avenue George V y una madrugada bajo las sábanas blancas. Por la mañana, la luz fría y una cortina transparente. París es una postal perfecta desde nuestro balcón a dos cuadras de Champs-Élysées. ¿Para qué salir?

Por fin tú y yo; por fin París. ¿Ahora lo ves? Algo tiene esta ciudad. Parece que ha existido desde siempre —inmensa y elegante— y aún sin haberla visto antes uno siente que ya ha estado aquí. Por eso —pensaría mientras duermes sin que sientas mis caricias— no hay prisa. Como siempre entre tus brazos el reloj se ha detenido. Afuera seguiría el arte, las fuentes, los adoquines y los árboles que ya han perdido sus hojas. Adentro estaríamos nosotros y no haría falta nada más.

Tendrías que preguntarme la historia del café y yo te la contaría minutos antes de llegar, abrazada a ti, frente a extraños despeinados y gruñones en un vagón bajo la tierra. ¿No sería maravilloso? Tú y yo en el metro de París. Línea amarilla, estación George V, y siete paradas hasta Chatelet. Cambio a línea magenta y cuatro pausas más hasta Saint-Germain-des-Prés. A la salida, la tarde gélida y el Café de Flore.

Mira las paredes amarillas, los sillones rojos, los ventanales bajo la carpa con su nombre y la mesita donde apenas cabríamos uno frente al otro. ¿No amas el art decó? Mira esa esquina. Ahí, dicen algunos, estuvo André Bretón. Dadaísmo, surrealismo y más. Mira hacia acá. Dicen que aquí venía Picasso, pero a mí —que soy romántica— me emociona más pensar en Sartre y Simone de Beauvoir.

¿Ya te enamoraste? Hace más de un siglo que abrió sus puertas desde la esquina del boulevard y ahora estamos aquí: yo abriendo el menú con angustia para saber si ofrecen té —nunca he pedido más que chocolate y café— y tú escuchándome hablar muy rápido sin dejar de mirarme y sonreír.

Tendrías que confiar en mí. De vuelta a la calle habría opciones infinitas —¿Montparnasse, Montmartre, Le Marais?— pero lo que estarías por conocer sería el París de mis ojos: lo que he visto, lo que he amado, lo que me ha hecho feliz.

A pie desde el café alcanzaríamos el Sena. He cruzado esas calles muchas veces y sin embargo no podría decirte el tiempo que nos tomaría llegar. Cuando camino por París estoy como dormida; sin planes, sin pensar, sin tiempo y —hasta ahora— sin ti. Tomados de la mano te diría que me gusta bordear el río porque su cauce —grisáceo en invierno y turquesa en verano— abraza museos, jardines y casas y así me hace pensar que el abrazo también pasa por mí.

De pronto, el fin de una avenida. Ahí está. ¿Lo ves? El Sena es un titán de agua color plata frente al Louvre, donde alguna vez vivió un rey. Lo sé. Es tan bello, tan fascinante, tan perfecto que el aire no alcanza en los pulmones y se eriza la piel. Yo siento lo mismo una y otra vez cuando lo vuelvo a encontrar.

Tendrías que besarme. De pie en medio del Pont des Arts —donde nunca he dejado un candado— tendrías que sentir tu cuerpo junto al mío; saber que no miento cuando digo que te quiero. Besos y fotos. Silencios. Luego hablaríamos de Rayuela. ¿Recuerdas? La Maga y Oliveira se encontraban aquí. Cortázar otra vez; ahora con nosotros en París.

La Torre a la izquierda y Notre Dame a la derecha. ¿Adónde querrías ir? Adónde sea; juntos adónde sea. Giraríamos a contrarreloj porque me crees: la catedral es más hermosa de noche y faltarían varias horas para que la luz se extinguiera por completo del cielo.

Pont du Carrousel. Pont Royale. Pont de la Concorde.

Uno más y estaríamos ahí. El Pont Alexandre III es el más lindo de París y bajo sus columnas y estatuas doradas hay un punto en el que suelo detenerme y girar para tratar de verlo todo y sentir que en el planeta no hay sitio más hermoso que éste. Atrás, a la izquierda, el Musée d’Orsay y los óleos de Renoir, Monet, Manet. A un costado, el Grand Palais; su fachada labrada, sus vidrieras monumentales, la Belle Époque. Al frente, a lo lejos, Eiffel. ¿A cuántos enamorados como nosotros habrá visto sonreír?

Faltaría mucho por ver, pero al tratar de decidir hacia dónde continuar encontraría tus ojos y dejaría de pensar. Como hace unos instantes, como siempre, no habría más mundo que el que encuentro en ti.

¿Y el invierno? Te tengo tan cerca que ya no siento frío.

De puntillas, mis brazos alrededor de tu cuello, dejaría de estar en París y el mundo sólo existiría en tus besos.

Jimmy Morales, el cómico que se convirtió en presidente de Guatemala y se quedó sin guion

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Originalmente publicado en The New York Times, enero 2017 (link aquí)

     Al escenario del Teatro Nacional de Guatemala suelen subir músicos y actores, pero el 14 de enero de 2016 había casi doscientos políticos de pie, con el cuerpo hacia el público y la mano derecha sobre el corazón.

    El único actor profesional sobre el escenario era también el nuevo presidente de Guatemala. Jimmy Morales subía y bajaba la voz. Modulaba. Levantaba los brazos. Hablaba de honor, sacrificio y esperanza como el narrador de un filme dramático: “Por nuestra patria, que vuelve a nacer, me comprometo a dar lo mejor de mí”.

     Aplausos.

   Minutos después cerró el telón. Morales, su esposa, el vicepresidente y los 158 diputados del congreso desaparecieron tras las cortinas rojas. Lo que inició como una ceremonia oficial parecía un acto de magia: al teatro entró un cómico y salió un presidente.

***

    “Durante 22 años les he hecho reír. Si gano las elecciones, prometo que no les voy a hacer llorar”, dijo Jimmy Morales durante su campaña. El comediante y productor de televisión que Guatemala eligió como presidente está punto de cumplir su primer año en el poder pero no parece que su actuación como mandatario haya hecho mucha gracia a los ciudadanos.

    En septiembre del año pasado, Morales asistió a la presentación que su ministro de Finanzas realizó del presupuesto 2017 y se quedó dormido a media sesión. El mismo mes, su hijo y su hermano fueron señalados por su presunta participación en un caso de corrupción. Según el Informe Nacional de Desarrollo Humano 2015/2016 de Guatemala, la mayor parte de los hogares no cuenta con seguro médico o seguridad social. Más del 70 por ciento de la población, dice el informe, carece de ingresos para cubrir la canasta básica familiar.

   “La ausencia de un plan de gobierno, de un equipo de trabajo confiable y su inexperiencia política siguen siendo las principales características del gobierno de Morales”, dijo esta semana Mario Itzep, dirigente del Observatorio Indígena de Guatemala, una nación que tiene más de 40 por ciento de población indígena.

     En el país que cumple 20 años de haber firmado la paz y uno de haber elegido a un candidato antisistema para asumir la presidencia aún queda mucho por hacer. La gente ya no muere o desaparece a media calle por expresar ideas contra el gobierno en medio de una guerra civil, pero la violencia en Guatemala cobra un promedio de 28,3 homicidios por cada 100.000 habitantes.

***

     «Ni corrupto ni ladrón».

     Mientras duró su campaña, Jimmy Morales repitió ese eslogan una y otra vez. En la memoria de la Guatemala que lo escuchaba había décadas de gobiernos militares que para reprimir la insurgencia crearon un país inseguro y violento. Solo durante la Guerra Civil (1960-1996) desaparecieron 45.000 y murieron 200.000 ciudadanos.

    Antes de Morales también hubo un militar: en septiembre de 2015, a tres años de haber asumido el poder, el general retirado Otto Pérez Molina renunció a la presidencia para enfrentar acusaciones por delitos de cohecho, asociación ilícita y defraudación aduanera.

    Los guatemaltecos estaban hastiados y enojados; salían a las calles a protestar. “¡Todos los políticos son corruptos!”, se leía en pancartas de manifestantes en la capital del país.

     Guatemala gritaba y Jimmy Morales escuchó.

    El comediante aseguraba en sus mítines que podían señalarlo por su inexperiencia política, pero nunca por robar. Su actuación frente al público surtió efecto y en menos de un año la gente le creyó: el Frente de Convergencia Nacional (FCN) anunció su candidatura en mayo, ganó las elecciones en octubre y en enero aceptó la banda presidencial.

    Después de las elecciones, la prensa local e internacional se preguntaba cómo hizo Jimmy Morales para ganar. Al igual que Donald Trump, era el candidato que nadie se tomaba en serio y al final resultó vencedor.

     También como Trump, Morales era un novato en la política pero no en la persuasión. Durante 18 años, un programa de comedia llamado Moralejas le abrió las puertas de un público que necesitaba menos drama y más humor. Él no sedujo a los guatemaltecos con promesas en un mitin; primero los hizo reír.

***

    En su libro Homo Videns, el politólogo Giovanni Sartori escribió que el poder de la imagen está al servicio de las dictaduras, de las elecciones libres y que puede condicionar fuertemente el proceso electoral. Casi dos décadas después, el potencial de la televisión como trampolín político dejó de ser latente y se volvió real: la herencia que ha dejado el desencanto hacia los políticos tradicionales es un nuevo actor —un nuevo candidato— al que podrían bastarle un escenario y un micrófono para seducir a la sociedad.

    No todos nuestros presidentes cuentan chistes ni son estrellas televisivas, pero tampoco todos tienen experiencia política o militar. Algunos cambiaron la oratoria por una cuenta de Twitter y el título en Derecho o en Ciencias Políticas por una empresa rentable.

     En Argentina, Paraguay y Panamá gobiernan empresarios. Haití votó en noviembre por un hombre de negocios. En Ecuador y Chile habrá elecciones en 2017 y entre los favoritos hay un banquero —Guillermo Lasso— y un multimillonario —Sebastián Piñera— que figura en páginas de Forbes.

    La búsqueda de un candidato ajeno al sistema surge tras décadas de desprecio y crítica a la política, dice Christopher Sabatini, catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Columbia. “La hemos denigrado y ensuciado tanto en el debate popular que se ha creado la idea de que los políticos, por naturaleza, son corruptos y deben ser remplazados”.

     Hoy, entre algunos votantes, la inexperiencia de un candidato se percibe como algo positivo. Que lleguen poco preparados a los debates, que sus discursos carezcan de argumentos y que propongan políticas poco viables es parte de su encanto. Ahora, explica Sabatini, parece fácil pensar que cualquiera que no sea político podría gobernar.

***

     A mediados de 2015, Jimmy Morales empezó a recorrer Guatemala y a recordar su vida pasada en apariciones públicas. En cada mitin alternaba al candidato con el cómico y al cómico con el joven humilde y trabajador que hizo camino al andar.

    Tenía tres años cuando su padre murió. Su madre quedó endeudada con dos hijos y él creció en un pueblo sin asfalto ni drenaje. Luego empezó a trabajar: vendió plátanos y ropa usada; vendió zapatos y gaseosas; vendió y vendió. Luego puso una productora y él triunfó solo.

    Entre sus personajes ninguno fue tan provechoso como el que hizo de sí mismo. El guion de la historia de su vida sedujo al público con una lógica simple: un hombre del pueblo que ya sufrió lo que todos sufrimos sabe cómo alcanzar el éxito. Un hombre con dinero no tendría por qué robar.

    Un empresario exitoso genera expectativas como presidente, dice el politólogo Matías Bianchi, doctor en Ciencias Políticas de la Universidad de Arizona, porque se cree que “sabe cómo funciona el sistema así que él nos va a hacer salir adelante. Sin embargo, me parece que eso es por una debilidad de los partidos políticos: como no logran tener sus propios candidatos, tienen outsiders”.

     La campaña presidencial de Morales no se pagó con la venta de plátanos, zapatos ni shows de televisión. A él lo apoya la derecha radical guatemalteca, que se agrupa en la Asociación de Veteranos Militares (Avemilgua). Ésta nació en 1995 y en 2008 fundó un partido —el FCN— para colarse al Congreso. Sin embargo, antes de Morales no hubo candidato del FCN que lograra diputaciones o alcaldías.

    Transformar a Morales en la cara del partido fue como maquillar la historia: antes de él, los militares de Guatemala inspiraban desconfianza y rechazo; eran un recordatorio de dictadura, violencia y corrupción.

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   El fracaso de la política le abre la puerta al populismo, pero con promesas de campaña no se desmantelan redes de funcionarios corruptos, se reduce la desigualdad o se mejoran los servicios de salud.

    A Morales ya no lo salpica la comedia sino la desconfianza y los escándalos políticos. En sus entrevistas a la prensa nunca aclara con precisión cuál es su relación con el Ejército y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) asegura que las estructuras criminales que están incrustadas en el poder aún están lejos de ser erradicadas.

    Para Itzep, del Observatorio Indígena de Guatemala que esta semana desaprobó el primer año de gestión presidencial, Morales no ha sido capaz de impulsar el desarrollo, ampliar la cobertura educativa y solucionar problemas de racismo y discriminación.

    “Los guerreros del populismo son prácticamente inútiles”, escribió Francis Fukuyama en Foreign Affairs tras la victoria de Trump. “Pueden endurecer el crecimiento, exacerbar los males y empeorar la situación en lugar de mejorarla”.

    Los problemas reales necesitan soluciones reales. Para el infortunio de un presidente mediático, los conflictos políticos, económicos y sociales no se apagan con el interruptor de un televisor.

Foto: Oliver De Ros/Associated Press

Peña Nieto y Trump, dos políticos, dos preocupaciones: el pelo y el poder

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Originalmente publicado en The New York Times, noviembre 2016 (link aquí)

La tarde del 31 de agosto, el pelo de Donald Trump se mantuvo en su lugar. Muy pocos lo notaron, pero el candidato llegó ante la prensa más acicalado que de costumbre: a unos centímetros de su oreja derecha había dos pasadores para conservar su melena bajo control. No era para menos. Trump visitaba México por primera vez y el presidente Enrique Peña Nieto lo recibiría con su tradicional copete de acero. Cualquier desliz durante el encuentro entre dos políticos del espectáculo hubiera sido catastrófico. Que los traicione la lengua, pero nunca el peinado.

Esa tarde, frente a las cámaras, Donald Trump no solo maquilló su rostro y se emperifolló el pelo. También adornó sus palabras. Lo considero un amigo, señor presidente. No hablemos de quién pagará el muro, señor presidente. Hubo discursos vacíos, sonrisas falsas y Trump se despidió para subirse a su avión.

Esa noche, en Arizona, Trump reapareció. Ya sin pasadores, desde el estrado y frente a más de cuatro mil republicanos, gritó:

¿¡Quién pagará por el muro!?

¡México!

¿¡Quién!?

¡México!

Mientras tanto, en México, Peña Nieto se acomodaba la corbata y se empolvaba la cara. Se endurecía el pelo. Frente a la periodista que estaba por cuestionar la invitación que extendió a Trump no podía ser un hombre blando. No podía ser torpe ni débil ni el hazmerreír del mundo entero, sino que debía mostrarse como un estratega ecuánime y firme. Al menos frente a las cámaras, debía lucir bien.

[I]

A mediados de 2012, México entregó su voto presidencial a un tipo con peinado de muñeco de pastel de bodas. Eran tiempos difíciles: el país se tambaleaba y el gobierno estaba en manos de un partido “del cambio”, pero ante la sociedad, la esperanza se había transformado en miedo. De los puentes del México del cambio colgaban cuerpos decapitados y la mancha roja de la guerra contra el narco se ensanchaba con el paso de los días.

Peña Nieto ofrecía sanar al país con una fantasía de revista de sociales. Era un tipo joven, guapo, católico y marido de una heroína de la televisión nacional. Era la postal de telenovela que un partido de políticos viejos necesitaba para reivindicarse y demostrar que “ahora sí” habría un cambio. Que lo mejor estaba por venir.

En la vida de Peña Nieto puede identificarse una constante: una ola de cabellos negros que nace de su frente, forma una onda de izquierda a derecha y se petrifica sobre su cabeza. Un teórico de la conspiración podría decir que un maestro de la propaganda está detrás de su sonrisa de George Clooney y ropa de Rodeo Drive, pero los orígenes del copete se remontan a su infancia. Las fotografías no mienten: fue un niño que desde los dos años festejó sus cumpleaños peinado. Recibió diplomas escolares peinado. Abrió regalos de navidad peinado. Cuatro décadas después, habiéndose ratificado como abogado, diputado, gobernador y presidente, Peña Nieto asiste al hundimiento de sus índices de popularidad peinado.

[II]

La fuerza de un individuo está en su cabeza. Ahí reside su poder simbólico, su sostén vital y su sagacidad, pero solemos confundirlos: lo que hay por fuera de la cabeza puede revestir de status o poder a una persona, pero no dice nada de su capacidad para ejercerlos. Una corona distingue a un rey de sus plebeyos. Un sombrero de copa remite a un hombre acaudalado. Los turbantes advierten sultanes; las aureolas, ángeles. Con las insignias que hay en su gorra, un general instituye su jerarquía como jefe supremo del ejército. Está autorizado, por el Estado, a sostener un rifle y matar.

Trump, como Peña Nieto, descuida sus palabras, pero nunca su cabello. Tolera las burlas siempre que éstas no impliquen que es calvo o que usa toupée. “Es real”, ha dicho una y otra vez. En agosto de 2015, una nota de portada de The New York Times citaba a un locutor que lo llamaba “El hombre del peluquín”. Trump leyó el párrafo durante un discurso que dio en Carolina del Sur y llamó a una mujer que se encontraba entre el público para que inspeccionara su cabeza y desmintiera la situación. “¡Es real!”, dijo, y ante las risas del público levantó la palma derecha como quien jura decir la verdad ante un tribunal.

Amy Lasch es una estilista que trabajó con Donald Trump durante las primeras temporadas de The Apprentice. “No usa toupée ni extensiones. Su cabello es muy largo y él mismo se encarga de peinarlo”, dijo a un diario británico a mediados de 2016. Su trabajo en el reality show era más bien de prevención de daños: consistía en procurar que el peinado del empresario se mantuviera bajo control.

Como si fuera un Sansón paranoico, Trump no permite que un extraño toque su pelo. Según Lasch, por su forma y color, esa melena se corta y se tiñe en casa; es producto de la manipulación de unas manos amateur. Lasch dice que eso no le preocupa, sino la posibilidad de que su cabello sea una expresión de su personalidad. “Se ha peinado igual desde los años 80. Lo que no me gusta de eso es que sea un político con miedo a cambiar”.

[III]

El pelo —como las coronas y el discurso— define nuestra identidad. Es maleable y se modifica a voluntad. El pelo es seductor y su relevancia se adscribe al orden de lo simbólico. A diferencia de órganos como el cerebro o la piel, no es esencial para asegurar nuestra supervivencia. La pérdida de pelo se lamenta por razones psicológicas. Nadie se enferma por quedarse calvo. Tampoco hay investigaciones científicas que demuestren que las canas perjudiquen el metabolismo. En el siglo XVI, las pelucas se popularizaron para enmascarar enfermedades venéreas: eran un medio costoso pero efectivo para ocultar las lesiones que la sífilis ocasiona en el cuero cabelludo. La calvicie, entonces, se convirtió en sinónimo de vergüenza. Solo quien podía pagar una peluca para encubrir las llagas aseguraba su reputación.

Si la monarquía francesa aprehendió el uso de pelucas por cuestión de status, el siglo XXI detonó el negocio de la vanidad. El enriquecimiento de la cosmetología es un síntoma de la importancia que el hombre posmoderno le concede a su apariencia. Los trasplantes y otros procedimientos para evitar la calvicie obedecen al interés por el artificio: ahora no solo importa mantener la cabeza cubierta con pelo, sino que su aspecto sea ‘natural’.

Según The International Society of Hair Restoration Surgery, más de un millón de personas se sometieron a un procedimiento de restauración de cabello en 2015. Aunque el rumor nunca se comprobó, en mayo de 2016, el portal Gawker publicó que un tratamiento de restauración capilar llamado “interverción microcilíndrica” era el secreto mejor guardado de Donald Trump.

El hombre del siglo XXI, como el egipcio o el mesoamericano de hace miles de años, ritualiza su cabeza para manifestar una postura. La adorna porque el ser humano no muestra quién es, sino la imagen que esculpe de sí mismo. El peinado —como el bigote, la barba, las perforaciones o el maquillaje— es uno de los complementos de la máscara.

[IV]

Todas las mañanas, sin importar dónde esté o las obligaciones que le imponga su agenda, el actual candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos ejecuta un ritual. Donald Trump atavía su cabeza como lo ha hecho durante los últimos cuarenta años: entra a la regadera y se unta las manos con Head and Shoulders; aplica el producto, enjuaga, sale y espera una hora para dejar secar. Mientras tanto, lee el periódico y revisa pendientes. Una vez que el pelo está seco, toma un peine y lo moldea. Jala un mechón de la melena hacia adelante y luego lo echa hacia atrás. “Lo he peinado así durante años. Del mismo modo cada vez”, dijo en 2011 a Rolling Stone.

El pelo es discurso. Instaura estereotipos. A los grandes revolucionarios de la historia se les recuerda por su legado, pero también por el pelo que ornaba sus cabezas y sus rostros. Marx, su barba de fox terrier y el manifiesto comunista. Dalí, sus bigotes afilados y el surrealismo. John Lennon se rebeló ante el mundo con el pelo acariciándole los hombros. El Che Guevara y Fidel Castro, junto con la revolución, inmortalizaron sus barbas.

Cortarse el pelo supone control social; peinarlo es una ceremonia equivalente. Un peinado de acero y un cabello consistente, como el de Peña Nieto o el que persigue Donald Trump, tratan de prometer disciplina: quien controla el caos y la debilidad en su cabeza, somete el caos político y social. No hay que olvidar a Stalin, Hitler y Margaret Tatcher. Al menos en nuestra memoria histórica, quien controla el orden y el progreso también sabe conservar el pelo.

En un episodio que Saturday Night Live estrenó en noviembre de 2015 se visualiza un futuro en el que Trump gana las elecciones. La parodia inicia cuando un general del Pentágono convoca a un grupo de fuerzas especiales para asignar una misión: “Nuestro presidente está en problemas. Hoy a las dos de la tarde se encontrará con Vladimir Putin en la Plaza Roja de Moscú y para nuestra seguridad nacional es vital que la reunión se lleve a cabo sin incidentes”. ¿Qué le preocupa? El viento. Si éste sopla y Trump se despeina, el país será el hazmerreír del mundo. El escuadrón se encoge hasta alcanzar el tamaño de una pulga, viaja a Rusia en una nave casi microscópica y aterriza sobre el cuero cabelludo de su líder para rociarlo con spray y evitar un desastre global.

En el mundo de Trump, un aerosol de alta fijación lo hace inmune a la catástrofe, pero la historia ha demostrado que no hay artificio que salve a una cabeza hueca de la destrucción.

El sonido del éxito

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Originalmente publicado en Esquire no. 77 (PDF aquí)

Entre los halagos que recibió Birdman destaca la nominación al Óscar por Mejor Edición y Mezcla de Sonido, de lo que fue responsable Martín Hernández. ¿Quién es este genio?

         Domingo. 6:00 a.m. Mediados de los 80. Martín Hernández —sonidista—, Alejandro González Iñárritu —director— y el resto de su equipo de producción salen a filmar una escena de Una flor amarilla, una adaptación del cuento de Julio Cortázar. Tienen veintipocos y estudian Comunicación en la Universidad Iberoamericana del D.F. La cámara Súper 8 de ‘El Negro’ —Iñárritu— y la grabadora de ‘El Gordo’ —Hernández— son prestadas. Llevan varios fines de semana dedicados a la revisión del guión, búsqueda de locaciones y filmación. Antes de la última escena, la cámara deja de funcionar. No hay dinero para repararla. Adiós cortometraje.

            Frustraciones aparte, ‘El Negro’ y ‘El Gordo’ decidieron colaborar juntos el resto de su vida. En la universidad hicieron trabajos en equipo para clases de Ciencia Política, Estética, Historia y Literatura. Quince años más tarde llegaron a Hollywood y a la fecha han recibido aplausos por Amores perros (2000), 21 Grams (2003), Babel (2006), Biutiful (2010) y Birdman (2014).

            El de Martín Hernández es un trabajo peculiar. Un diseñador de sonido es responsable de editar y sincronizar diálogos, de supervisar la regrabación de parlamentos en caso de necesitarlo, de generar ambientes y efectos de sonido: “Es como preparar una sopa: hay que agregar ingredientes poco a poco y mezclarlos para darle más consistencia y sabor”. El problema es que no todo el público lo sabe: algunos fanáticos de sus películas se han acercado a él para felicitarlo porque “les gustó mucho la música” de la cinta.

            Aunque podría hacerlo, ‘El Gordo’ no se dedica a componer bandas sonoras para el cine. Su trabajo con ‘El Negro’ empieza cuando se termina la versión final del guión: “Me lo da, lo leo y luego intercambiamos puntos de vista. Es el inicio de una conversación que me sirve como guía para saber en qué voy a trabajar”. Entonces comienza un proceso creativo para encontrar una gama de sonidos que “envuelva” la película y tenga sentido con la trama y los protagonistas.

            Su trabajo es como el de algunos superhéroes: invisible para la mayor parte de la gente. Desde un pequeñísimo estudio —más pequeño que la cabina de W Radio, la estación de radio para la que trabaja en el noticiero Así las cosas— revisa su biblioteca de sonidos. Se cuestiona si lo que ya tiene grabado funcionará para darle una carga emocional a su película o si debe registrar algo nuevo: “Algunos de mis amigos lo llaman ‘sonogenia’. Eso implica que el sonido debe tener la misma genética que la imagen”.

            A Martín Hernández no le importa ser invisible. Al contrario: como buen experto de sonido sabe que sólo cuando el audio de la cinta deja de ser notorio —por la perfecta fusión que creó con la historia—, puede presumir que su trabajo estuvo bien hecho. Tampoco le preocupa tener un trabajo alejado de sus colaboradores en las locaciones y sets. La suya puede ser una labor solitaria, pero requiere de la misma dedicación que los cortos de sus años universitarios. Por ejemplo, para grabar el sonido de una de las escenas de Birdman en la que Michael Keaton sale borracho de un bar en la madrugada y camina por Broadway, Martín deambuló por las calles de Los Ángeles entre las 4:00 y las 10:00 de la mañana. En la mano llevaba grabadora y micrófono. Registró el sonido de autos ermitaños, el golpeteo de una coladera y los primeros autobuses escolares al amanecer. En sus desvelos aún se apasiona con los sonidos de una vida tan cotidiana que sólo un par de oídos expertos no se permite ignorar.

A quien corresponda

La última vez que Virginia Woolf le dedicó unas palabras a su esposo, con quien estuvo casada durante 29 años, fue a través de una carta que escribió antes de suicidarse en el río Ouse. Si hoy esa misiva es atesorada junto con otras 3,800 epístolas que la pensadora británica redactó a lo largo de su vida, no sólo es porque el texto preserva su personalidad y revela esbozos de su filosofía, sino porque pertenece a una época en la que la redacción de una carta era un acto solemne.

La historia se escribe, dicta la sabiduría popular. Durante siglos –junto con registros contables y documentos del gobierno– la historia se escribió a través de cartas. De ser un instrumento de comunicación privada –siempre de gente educada, claro– se puso al servicio de la religión y el arte. En el Nuevo Testamento están las epístolas a los romanos, a los corintios, a los gálatas, a los efesos, a tantos más. En Frankenstein, Mary Shelley le da vida a un monstruo de piel putrefacta a través del relato de un capitán que mantiene correspondencia con su hermana para describir la rivalidad entre criatura y creador.

Hoy las cartas han perdido su encanto, incluso en Internet. Si se googlea (verbo nacido de la era sin cartas) la palabra “correo”, el primer resultado que arroja el buscador es el de un servicio electrónico de Microsoft. El cuarto resultado enlistado –el enciclopédico– no define el servicio que conlleva el transporte de cartas o documentos de un lugar al otro, sino el “electrónico”. No es sino hasta la parte inferior del navegador que el servicio postal mexicano enlaza a una página que, de primera instancia, muestra una postal en color sepia para referir al viejo edificio de correos que se inauguró, en la Ciudad de México, en 1907. La imagen gastada, con sus anotaciones en letra cursiva, se traduce en nostalgia.

Juan Villoro escribió que pertenecemos a la primera generación que vio desaparecer las cartas. En tiempos de emoticons, TQM’s y 4EVERFRIEND’s, la redacción de una carta escrita a mano es casi una artesanía. Hoy ya nadie tiene pluma y papel a la mano –para escribir está el iPad o, mejor aún, el iPhone– y, mucho menos, paciencia. Antes el sistema de correo alimentaba la dulce espera entre dos amantes, avivaba la inquietud de una mujer que esperaba noticias de un marido en la guerra. Hoy ya nadie espera y, mucho menos, cuida su prosa: la comunicación electrónica transformó la palabra en obsolescencia, aceleró su caducidad.

La mutación del sistema de correo también transformó al intermediario que solía participar en este proceso de comunicación. Los griegos empleaban atletas que corrían de un lado a otro para entregar una carta. Los mosqueteros se valían de hombres a caballo para transportar una misiva. Los árabes confiaban en los servicios de las palomas mensajeras. Hoy sólo en el universo de fantasía de Harry Potter podría concebirse que una lechuza estuviera a cargo de la entrega de un mensaje que podría enviarse, en segundos, por email.

Hoy no hay esclavo de la cultura de masas que conciba su vida sin correo electrónico. Cuando la extinción de las cartas escritas a mano –y la extraviada sensación de espera– se agradece, olvidamos que, sin cartas, Jonathan Harker no habría descrito al vampiro más famoso de la historia –en Drácula– ni el joven Werther habría narrado las desventuras de su amor en una de las novelas mas icónicas que Goethe entregó al romanticismo. Kafka jamás habría expresado su rencor al padre. No habría cartas a ningún joven poeta. Jaimito, el cartero, no existiría.

Julio Cortázar expresó que odiaba las cartas literarias, cuidadosamente preparadas, porque él prefería dejar correr libremente el río de pensamientos y afectos. En estos días en que lo único que recibimos del servicio postal es un montón de cuentas por pagar, la correspondencia del creador de los cronopios y de famas es un tesoro en los estantes y librerías de una sociedad que se ha olvidado de cartear.

El vampiro no es como lo pintan

Bela Lugosi In 'Dracula'

[Esquire no. 57]

John William Polidori, autor de una de las primeras obras de vampiros de habla inglesa, cobró 30 libras esterlinas por la publicación de The Vampyre, que apareció en The New Monthly Magazine hace casi 200 años. En 2009, Stephenie Meyer –creadora de la Twilight Saga– se convirtió en la primera escritora de la historia en vender 1.3 millones de libros en menos de 24 horas. Actualmente, con una fortuna estimada de 14 millones de dólares, está posicionada como una de las 15 mentes literarias más ricas del planeta.

Lo que el caso de Meyer demuestra no es que convertirse en multimillonario requiera de toda una vida de trabajo (la primera novela de Twilight se publicó cuando ella era un ama de casa de 32 años de edad) ni que los sueños sean reveladores (según ella, los personajes y el conflicto de sus novelas surgieron, literalmente, de la noche a la mañana), sino que un mito es capaz de permear a través de toda época y sociedad. Es decir, lo que Meyer se sentó a escribir después de haber soñado con el romance entre un vampiro y una mortal no fue una historia de amor entre dos adolescentes excéntricos, sino un mito reinventado que, por su relevancia para la sociedad contemporánea, le depararía un futuro de adaptaciones cinematográficas, alfombras rojas y reflectores.

El mito del vampiro –como un muerto viviente que necesita beber sangre para sobrevivir– no nació en los pasillos lúgubres de un castillo en Transilvania. Surgió en una caverna a partir del temor y la incertidumbre de quienes vivieron en espacios propensos a la generación de enfermedades. Se manifestó a partir de la contemplación del deterioro corporal y mental de aquellos que contraían rabia a causa de la mordida de un murciélago que generaba contagios y un ciclo de agresividad y muerte casi imposible de explicar. Y así, la pequeña y desagradable criatura que dormía patas arriba en la oscuridad, se transformó en una construcción imaginaria del mal.

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El mal, como era de esperarse, se materializó en un cuerpo. Dejó sus alas y su mortalidad en los relatos que durante siglos se transmitieron oralmente de generación en generación y, a través de la literatura, cobró vida. Cuando Bram Stoker publicó Drácula –en el esplendor del romanticismo, casi 100 años después de que Goethe personificara, en Fausto, la inquietud humana por alcanzar la vida eterna– el escritor irlandés concibió a la criatura inmortal más famosa de la Tierra: el Conde Drácula –inspirado en Vlad Tepes, un prícipe rumano que se volvió célebre por empalar a sus enemigos durante la guerra– ha sido el segundo personaje más representado y reinterpretado del cine y la televisión (sólo después de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle).

Cuando Max Schreck personificó a la primera figura draculesca de la historia en Nosferatu (1922), el cine solidificó el estereotipo más valioso de la industria mediática de nuestros días. En esta obra maestra del expresionismo alemán, el legendario F.W. Murnau definió el imaginario colectivo con una figura alargada y gótica, de orejas y manos puntiagudas, que vestía una indumentaria negra y exhibía un par de ojos cristalinos que reafirmaban su personalidad hipnótica. Precisó el universo simbólico –con espejo, colmillos y ataúd incluído– que la experiencia humana modificaría y actualizaría en los años por venir.

En el libro El mito del vampiro, Maria Josefa Erreguerena escribió que el discurso cinematográfico cumple la función de actualizar la construcción imaginaria de estos muertos vivientes cuyo aspecto ha variado de una década a otra. Lo mismo sucede con la televisión. Ésta, como el cine, crea patrones que cada persona asimila e interpreta de acuerdo al momento histórico en el que se encuentra. Por eso el primer Drácula negro de la historia apareció nueve años después de que Martin Luther King pronunciara su discurso de I Have a Dream y The Munsters (1964) demostró que el gusto por parodiar el vampirismo es efímero: dos años después de su estreno, la serie televisiva fue cancelada porque la presentación de Batman aniquiló sus ratings y el dueño del Batimóvil resultó ser más atractivo que Grandpa Munster, un vampiro anciano de adorable sonrisa y espíritu de laboratorista cuya transformación en murciélago era más cómica que épica.

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La línea que antes separaba al vampiro del ángel se ha desdibujado. El Nosferatu de Murnau era aterrador por su carácter ominoso: aunque se le tuviera frente a frente y exhibiera un aspecto físico similar al de los humanos, no tenía sombra ni se reflejaba en el espejo. Era una criatura que ostentaba la amenaza de condenar a su víctima al infierno de soportar la vida eterna a costa del asesinato. Por el contrario, el vampiro que Stephenie Meyer ideó para Twilight es objeto de deseo de las adolescentes contemporáneas. El poder de Edward Cullen no surge del miedo, sino de lo anhelable que resulta su mordida. Para él, la luz de sol no representa su aniquilación, sino la posibilidad de exhibir la textura de diamante que esconde bajo su piel. Es un héroe que apareció como herencia de la literatura creada por la mujer que lo cambió todo: Anne Rice.

El vampiro contemporáneo nació del ateísmo. Durante años, Rice declaró que no creía en Dios y a su escepticismo debemos la invención de un ser que, aunque hematófago, manifestaba una personalidad humana. Interview with the Vampire (1976) narra la historia de Louis, un ser débil y afectivo que se lamenta por la inmortalidad con la que fue condenado y confiesa su historia a un reportero que termina por rogarle que lo muerda para transformarse en uno de su clase. Como es evidente, la novela de Rice asesinó al vampiro como antihéroe y, con la presencia de Brad Pitt y Tom Cruise al frente de la adaptación cinematográfica de los años noventa, se estableció que los vampiros debían ser guapos, cursis y mártires que –si bien serían una vergüenza para los ambientalistas– estarían dispuestos a convertirse en ‘vegetarianos’.

Los muertos vivientes de nuestros días no encarnan una maldición, sino la virtud de escapar de lo ordinario. Son hombres y mujeres que, por sus habilidades corporales y mentales, evidencian el poder que tienen sobre otros y se elevan por encima del resto de la masa que, aunque no asesine para sobrevivir, tampoco conoce de telepatía, supervelocidad o predicción del futuro. En una cultura Occidental hambrienta de engimas y héroes a seguir, el vampiro es el agente que nos gratifica exhibiendo las ventajas de lidiar con una vida alternativa.

Hoy exoneramos al vampiro del ridículo. Le permitimos materializarse en féminas tan curvilíneas como Salma Hayek (en From Dusk Till Dawn, el churro noventero de Robert Rodríguez), enseñar a matemáticas a los niños (recordemos al Conde Contar, de Plaza Sésamo) y hasta tener sexo. Antes el vampiro era un muerto que, como la lógica básica indicaría, sólo aprovechaba la sangre que robaba de otros para alimentarse. Ahora, según Stephenie Meyer, los vampiros incluso pueden procrear. Hoy, como espectadores de películas y series de vampiros, no sólo perdonamos el artificio, sino que lo pedimos a gritos.

El vampiro sintetiza las obsesiones del hombre porque personifica un coqueteo entre lo ventajoso y lo maldito de la inmortalidad. En el libro The Blood is the Life, Leonard G. Heldreth y Mary Pharr afirman que todo vampiro es una especie de oxímoron: una contradicción que denuncia a un ser tan admirable como subversivo. Por ello, incluso el hematófago contemporáneo despierta, de manera simultánea, terror y fascinación. Si bien es prácticamente imposible apreciar la maldad demoniaca del Drácula de Bran Stoker en Edward Cullen o Bill Compton, el protagoista de True Blood, el vampiro sigue siendo una figura siniestra que puede permanecer oculta durante siglos y renacer cuando el imaginario social lo requiera. Si algo es un hecho, y así lo ha comprado la historia, es que, como seres humanos, siempre viviremos a la sombra del vampiro.

Blancanieves: el cuento reinventado.

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[esquirelat.com]

Silente y en escala de grises se estrena Blancanieves. En tiempos de cinéfilos cautivos de Transformers y bandas sonoras 100% electrónicas, Pablo Berger dirige un filme mudo que reinterpreta el cuento clásico de los hermanos Grimm en 90 minutos de imágenes en blanco y negro. La producción española aparece en escena ante el auge que ha creado el resurgimiento de las princesas, brujas malvadas y bosques encantados.

En 1937, la casa productora que catapultó a Mickey Mouse como emblema infantil y corporativo anunció el lanzamiento de su primera película: dos millones de ilustraciones compiladas bajo el nombre de Snow White and the Seven Dwarfs. El filme animado, como todas las creaciones del sello de Walt Disney, era un producto para niños. Casi 70 años después renació el interés por la fantasía. Guionistas de cine y televisión desempolvaron sus libros viejos para probar que la magia ya no era asunto de niños, sino de negocios. Blancanieves dejó de ser el tierno dibujo animado de una niña que ecualizaba su voz con el canto de pajarillos para ser suplantada por la insipidez de Kirsten Stewart; la bruja mala perdió sus verrugas y se transformó en Charlize Theron.

Si la ciencia ficción fue la materia prima del éxito del cine comercial de los ochenta, en la literatura fantástica está el gérmen de la gloria del cine de nuestros días. Si bien los cuentos clásicos no han generado el mismo impacto que los héroes nacidos de los cómics de Marvel, sí han demostrado que hay un mercado hambriento de la reinterpretación de las narraciones infantiles. A la tendencia obedeció el lanzamiento de Once Upon a Time (2011), serie que sitúa a Blancanieves, Rumpelstiltskin y el Capitán Garfio en un pueblo mágico cerca de Massachussetts; Mirror, Mirror (2012), cinta en la que no importó Lily Collins, sino la ridícula participación de Julia Roberts como la bruja mala y Snow White and the Huntsman (2012), donde Kirsten Stewart se olvidó de los vampiros y Chris Hemsworth cambió el martillo del dios del rayo por el hacha del leñador.

Blancanieves, de Pablo Berger, es una apuesta distinta al resto de las adaptaciones de la historia de la princesa que, junto con Eva y Steve Jobs, inmortalizó a la manzana como el fruto más famoso del cine. Aunque la heroína (Macarena García) se mantiene como un personaje socialmente maltratado y la bruja (Maribel Verdú) sigue siendo tan seductora como infame, la esencia de la cinta es única de principio a fin.

El relato no inicia en una tierra lejana, sino en la España de los años veinte. Desde la compilación de imágenes estáticas que introducen a la trama hasta la delicada lágrima que finaliza la narración, es una cinta que privilegia la ceremonia. El filme rescata la teatralidad del cine mudo de principios del siglo XX y reimagina el contexto de la protagonista para ambientar su vida y los conflictos que le ocasionará su madrastra en medio de una de las más profundas y arraigadas tradiciones del mundo: el toreo.

La Blancanieves de Berger en realidad se llama Carmen –su nombre y belleza remiten a la estrella de la ópera de Bizet– y tiene un padre torero (Daniel Giménez Cacho) que además de la mirada, le hereda su fascinación por los astados de piel de noche. Carmen –Blancanieves– no seduce acariciando avecillas desde su ventana, sino a través de la solemnidad que transmite mientras se detiene frente al toro. En esta cinta, la protagonista no canta, pero sí conquista con la danza que inicia mientras torea a la belleza salvaje que enfrenta en el ruedo. Ahí surge la gloria que fácilmente permite imaginar el sonido de los aplausos que el público no escucha. Ahí también aparece la manzana envenenada que pondrá al espectador a temblar. Como siempre, en la plaza se crea una perfecta armonía entre el arte y la tragedia.

Hay una fascinación que invariablemente surge del galanteo entre la vida y la muerte. Pablo Berger lo aprehende en blanco y negro con una extraordinaria guitarra española como único elemento sonoro y la sobresaliente actuación de los intérpretes que no tienen más que su cuerpo para hablar. Blancanieves es una cinta imperdible y se estrena en México este 23 de agosto.