El sonido del éxito

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Originalmente publicado en Esquire no. 77 (PDF aquí)

Entre los halagos que recibió Birdman destaca la nominación al Óscar por Mejor Edición y Mezcla de Sonido, de lo que fue responsable Martín Hernández. ¿Quién es este genio?

         Domingo. 6:00 a.m. Mediados de los 80. Martín Hernández —sonidista—, Alejandro González Iñárritu —director— y el resto de su equipo de producción salen a filmar una escena de Una flor amarilla, una adaptación del cuento de Julio Cortázar. Tienen veintipocos y estudian Comunicación en la Universidad Iberoamericana del D.F. La cámara Súper 8 de ‘El Negro’ —Iñárritu— y la grabadora de ‘El Gordo’ —Hernández— son prestadas. Llevan varios fines de semana dedicados a la revisión del guión, búsqueda de locaciones y filmación. Antes de la última escena, la cámara deja de funcionar. No hay dinero para repararla. Adiós cortometraje.

            Frustraciones aparte, ‘El Negro’ y ‘El Gordo’ decidieron colaborar juntos el resto de su vida. En la universidad hicieron trabajos en equipo para clases de Ciencia Política, Estética, Historia y Literatura. Quince años más tarde llegaron a Hollywood y a la fecha han recibido aplausos por Amores perros (2000), 21 Grams (2003), Babel (2006), Biutiful (2010) y Birdman (2014).

            El de Martín Hernández es un trabajo peculiar. Un diseñador de sonido es responsable de editar y sincronizar diálogos, de supervisar la regrabación de parlamentos en caso de necesitarlo, de generar ambientes y efectos de sonido: “Es como preparar una sopa: hay que agregar ingredientes poco a poco y mezclarlos para darle más consistencia y sabor”. El problema es que no todo el público lo sabe: algunos fanáticos de sus películas se han acercado a él para felicitarlo porque “les gustó mucho la música” de la cinta.

            Aunque podría hacerlo, ‘El Gordo’ no se dedica a componer bandas sonoras para el cine. Su trabajo con ‘El Negro’ empieza cuando se termina la versión final del guión: “Me lo da, lo leo y luego intercambiamos puntos de vista. Es el inicio de una conversación que me sirve como guía para saber en qué voy a trabajar”. Entonces comienza un proceso creativo para encontrar una gama de sonidos que “envuelva” la película y tenga sentido con la trama y los protagonistas.

            Su trabajo es como el de algunos superhéroes: invisible para la mayor parte de la gente. Desde un pequeñísimo estudio —más pequeño que la cabina de W Radio, la estación de radio para la que trabaja en el noticiero Así las cosas— revisa su biblioteca de sonidos. Se cuestiona si lo que ya tiene grabado funcionará para darle una carga emocional a su película o si debe registrar algo nuevo: “Algunos de mis amigos lo llaman ‘sonogenia’. Eso implica que el sonido debe tener la misma genética que la imagen”.

            A Martín Hernández no le importa ser invisible. Al contrario: como buen experto de sonido sabe que sólo cuando el audio de la cinta deja de ser notorio —por la perfecta fusión que creó con la historia—, puede presumir que su trabajo estuvo bien hecho. Tampoco le preocupa tener un trabajo alejado de sus colaboradores en las locaciones y sets. La suya puede ser una labor solitaria, pero requiere de la misma dedicación que los cortos de sus años universitarios. Por ejemplo, para grabar el sonido de una de las escenas de Birdman en la que Michael Keaton sale borracho de un bar en la madrugada y camina por Broadway, Martín deambuló por las calles de Los Ángeles entre las 4:00 y las 10:00 de la mañana. En la mano llevaba grabadora y micrófono. Registró el sonido de autos ermitaños, el golpeteo de una coladera y los primeros autobuses escolares al amanecer. En sus desvelos aún se apasiona con los sonidos de una vida tan cotidiana que sólo un par de oídos expertos no se permite ignorar.

Este soy yo: Irvine Welsh

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Originalmente publicado en Esquire no. 76 (PDF aquí)

ESCRITOR, 56 AÑOS, EDIMBURGO, ESCOCIA

> Hay ocasiones en las que ni siquiera mi mujer entiende lo que digo [su acento es escocés y su esposa es estadounidense]. Sin embargo, no creas que hablo así a propósito, ni para hacerlos pasar un mal rato. Simplemente digo algo y, como nadie me entiende, todo el mundo pregunta: “¿Qué? ¿Qué? ¿Qué carajos dijiste?” [ríe].

> Amo escribir. Me hace sentir como un niño que ya sabe valerse por sí mismo y que se aísla para poder pintar, dibujar y escribir. Es casi una justificación. Sólo tengo que decir: “Soy escritor. Esto es lo que hago”. Escribir es lo que me permite ser una criatura antisocial.

> En los años 90 estuve en una posición única porque me transformé en una estrella inusual. Se suponía que era escritor, pero a la vez era un músico fracasado. Creo que fracasé como músico porque lo que siempre quise fue permanecer en un sitio donde pudiera ser anónimo. Y eso fue lo más difícil de enfrentar cuando tuve éxito [tras la publicación de Trainspotting, en 1993]: la pérdida de ese anonimato.

> Conocer actores me ha ayudado mucho. Su mentalidad no es parecida a la de los escritores, pero como llevan a cabo una interpretación en un escenario, te enseñan cómo lidiar con la mirada pública sin morir de miedo. Lo que sucede con los escritores es que no queremos ser conocidos porque lo que importa es nuestra obra. No quiero que me conozcan personalmente, sino que conozcan mis libros.

> Es difícil hablar con la gente acerca de tus libros, porque alguien puede llegar a decirte cosas como: “¿Entonces esto se trata de cómo la década pasada se transformó por completo en el marco del neoliberalismo y la globalización?”. Y yo sólo digo: “Carajo… sí, ok, tienes razón, pero pensaba que [la historia] sólo se trataba acerca de un tipo en busca de heroína”.

> Mi nuevo libro [Skagboys] abarca un espacio intermedio entre el arte y los deportes. Ambas disciplinas me enloquecen, pero creo que la sociedad jode a la gente cuando la somete a una elección entre lo artístico y lo deportivo. Deberíamos de poder sentirnos apasionados por ambos. Cualquier niño debería tener la libertad de ser un aficionado al futbol y al boxeo, y de pronto desaparecer para irse a su cuarto a pintar sin que sus padres piensen: “¿Qué carajos le ocurre?”.

> He pasado dos meses pensando en ese panorama jodido. A la sociedad sólo le preocupa la gente que obtiene buenas calificaciones y ese tipo de cosas. Si eres disruptivo, te llevan al límite, y como soy justo así, escribir me permite volver a estar en contacto con quien realmente soy: básicamente, un maldito insensato e idiota [ríe].

> Disfruto mi trabajo. No sufro ni pertenezco al estereotipo del “escritor torturado”. Hay un millón de libros que me gustaría escribir. Algunos surgen con facilidad y otros no. Una de las cosas que odio como escritor es cuando alguien se me acerca y me dice: “Tengo esta historia para ti, deberías escribirla”. Mi problema no es la falta de ideas, sino que me cuesta trabajo sentarme a escribirlas.

> Constantemente me reencuentro con mis personajes para hablar con mis lectores y con la prensa. Es extraño porque cuando terminas de escribir un libro imaginas que ese será el final de todo. Sin embargo, te pongo un ejemplo: mi siguiente libro se publicará en febrero en Estados Unidos y en abril en el Reino Unido, pero terminé de escribirlo hace un año. En México aún no sé cuándo, porque todavía estoy buscando alguna editorial para hacer la traducción. Y la cosa es que en Francia, Italia y Alemania todavía estoy haciendo giras para promocionar el anterior. El problema de todo esto es que, como ya estoy trabajando en el libro nuevo, los viejos se me olvidan, y es muy difícil volver a ellos una y otra vez.

> A veces me gusta involucrarme en el proceso de traducción de mis libros, porque funciona como un ejercicio de memoria. Sin embargo, también hay algunas ocasiones en las que no puedes evitar decir: “Este tipo es un pobre idiota, no tiene idea de lo que habla”.

> Escribir un guión es muy distinto a escribir una novela. El proceso del primero es social, porque implica que debes lidiar con directores y productores. Es un trabajo colaborativo. O incluso si sólo eres el autor de un libro que se adaptará al cine, te obsesionas por completo con el proceso.

> Cuando me obsesiono con algo es muy difícil que lo deje ir. Primero pienso que podré seguir adelante, recuperar mi
vida normal y entrar a la siguiente etapa, pero en realidad no logro “divorciarme” de las cosas por completo. ¿Entiendes lo que digo?

> Tengo muchos amigos escritores que encajan con el estereotipo clásico del escritor. Algunas veces les escribo un e-mail para felicitarlos por los libros tan jodidamente buenos que publicaron con sus editoriales.

> Si eres un novelista debes dejar que tu inconsciente intervenga, que haga el trabajo pesado, para que no todos tus textos traten acerca de ti.

Domhnall Gleeson no es otro típico actor hollywoodense

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Originalmente publicado en Esquire no. 76 (PDF aquí)

Si te estás preguntando quién diablos es ese tal Domhnall, la respuesta es fácil: en enero de 2015 estrena Unbroken, escrita por los hermanos Ethan y Joel Coen, y dirigida por Angelina Jolie; en diciembre lo verás en Star Wars: Episode VII, y mientras lees esto trabaja en The Revenant, el nuevo proyecto del mexicano Alejandro González Iñárritu. Este actor irlandés está listo para dejar los papeles secundarios.

    Cuando Domhnall Gleeson se arrepiente de algo que acaba de decir, se lleva las manos al pelo y esconde la cabeza como un niño a quien su madre ha sorprendido haciendo una travesura. No aparenta ser perfecto ni tendría por qué hacerlo. Sufre de la misma inseguridad que le afloja las piernas a quien está cerca de la chica que le gusta y parece el clásico chico que derramaría el bronceador si una rubia en bikini, tumbada bajo el sol, le dijera: “¿Me ayudas a ponerme en la espalda, por favor?”.

     Domhnall Gleeson no tomaría a Kate Winslet de la cintura mientras la voz de Celine Dion derrite icebergs y el Titanic se desliza por el Atlántico. No es el legítimo dueño de un martillo volador ni tiene los pectorales que convencerían a Natalie Portman de mudarse con él al reino de Asgard. Lejos de ser un galán de blockbusters y un héroe de cómics, es un tipo larguirucho de pelo anaranjado, con la pinta inocente de quien podría pasar una tarde viendo caricaturas.

     A sus 31 años, este actor irlandés no busca la fama. Incluso durante un tiempo se resistió a trabajar con su papá, el también actor Brendan Gleeson, para poder hacerse de un nombre propio. A la larga aparecieron juntos en filmes como Harry Potter and the Deathly Hallows (2010) y Calvary (2014), pero nunca con el fin de que el padre fuera la pista de despegue del hijo, sino porque ambos comparten el gusto por las buenas historias.

    A Domhnall Gleeson no le importa aceptar un papel secundario siempre que el proyecto lo vuelva loco. Cuando se enteró de que los hermanos Coen preparaban True Grit (2010), un western protagonizado por Jeff Bridges y Matt Damon, no descansó hasta conseguir una participación en la cinta. Años después, cuando decidió que algún día trabajaría con Terrence Malick, le hizo un interrogatorio a Rachel McAdams —su coestrella en About Time (2013)— acerca de cómo fue trabajar con él en To the Wonder (2012). Este mes aparecerá en Unbroken por el mero hecho de trabajar con tres de las mentes más cotizadas del cine: los hermanos Coen y Angelina Jolie.

     En la cinta que dirige la esposa de Brad Pitt, Gleeson interpreta a Phil, un piloto que tras un bombardeo acaba flotando en la misma balsa que el atleta Louis Zamperini (Jack O’Connell) antes de ser capturados por militares japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. La película está basada en Unbroken: A World War II Story of Survival, Resilience and Redemption (2010), libro de Laura Hillenbrand que desde su publicación escaló a los primeros lugares de las listas de popularidad de Publishers Weekly y la revista Time.

    El currículum de Gleeson es breve, pero ningún título debería generarle algún arrepentimiento. Cuando cumplió 19 se debatía entre la escritura y el teatro, y dice que desde que eligió lo segundo —su carrera despegó en los escenarios de West End y Broadway— es tan feliz como el personaje que interpreta en About Time: un hombre que no necesita viajar en el tiempo para revivir lo mejor de su pasado, porque ama y disfruta su presente.

    Aunque Unbroken fue una de las cintas favoritas de la crítica en 2014 —en Europa y Estados Unidos se estrenó en diciembre pasado—, Gleeson sigue siendo un chico tímido que se pone nervioso antes de una audición y se sonroja cuando un fan o un periodista elogia su trabajo. Dice que todavía no puede hablar de que la fama le haya cambiado la vida, pero durante una entrevista que concedió el año pasado junto a Michael Fassbender por el estreno de la cinta animada Frank (2014), el también irlandés le aseguró frente a la cámara: “Ya te cambiará. Pronto tendrás tu propia figura de acción de Star Wars”.

     Y Fassbender tiene razón.

ESQUIRE: ¿Unbroken es el sueño hecho realidad de cualquier actor?
DOMHNALL GLEESON: Claro, aunque creo que el verdadero sueño es trabajar con el mejor equipo posible. Es lo que te hace crecer, aprender más y trabajar mejor. Cuando leí el guión que me mandó mi agente me emocioné mucho. Luego supe que Angelina dirigía y después me enteré de que Roger Deakins (A Beautiful Mind, 2001) sería el director de fotografía. Él es un héroe para mí. Creo que hace el trabajo más hermoso del mundo. Como verás, con cada cosa que me decían, el proyecto pintaba mejor y mejor.

ESQ: ¿Qué tanta investigación hiciste para interpretar a Phil, tu personaje?
D
G: Mucha. Angelina me mandó varias cosas. Además me puse en contacto con Laura [Hillenbrand, la autora del libro], y ella me mandó una caja llena de información sobre él: recortes de periódicos con noticias acerca de su vida y las cartas de amor que le escribió a su prometida. Como mi personaje era el piloto de un avión, leí acerca de la estructura en el ejército para comprender qué tan importante era su trabajo y cómo hubiera lidiado con otros hombres. Por último, logré hablar con Karen, su hija. Tuvimos dos conversaciones telefónicas extensas y así supe que era un hombre muy callado y reservado, amigable pero discreto.

ESQ: ¿Qué puedes decirme de Angelina?
DG: Es todo lo que esperarías y más. Es una persona muy segura de sí misma, muy fuerte y artística. Gracias a esta experiencia me di cuenta de que es grandiosa para confiar en las personas y escoger al equipo correcto. Tuvo conversaciones profundas con todos para darnos confianza una vez que estábamos en el set y obtener lo mejor de nosotros.

ESQ: Cuéntame una anécdota de algo que haya sido especial para ti durante el rodaje de Unbroken.
DG:
Pasé mucho tiempo con Jack [O’Connell] y Finn [Wittrock] antes de empezar a filmar, porque los tres estuvimos a dieta al mismo tiempo, así que eso nos unió mucho. Hablábamos mucho sobre comida y sobre todo de lo que nos comeríamos una vez que termináramos el rodaje [ríe]. Angelina nos escuchaba y le parecía muy gracioso. Todo el tiempo se reía de nosotros. Recuerdo un día en que fue cumpleaños de Finn: le llevaron un pastel enorme y recuerdo que eso me pareció malévolo, porque no podría comerlo. Pero cuando le pidieron que partiera una rebanada, nos dimos cuenta de que en realidad era un globo cubierto de crema y explotó. Nunca había visto una muestra de humor tan cruel, porque los tres salivábamos viendo el pastel y al final lo vimos volar en pedazos. A lo que voy con esto es que se creó una atmósfera grandiosa en el set. Y después, cuando ya no teníamos que estar a dieta, fue increíble porque podíamos salir juntos a comer y tomar unos tragos.

ESQ: ¿Qué tan distinto es interpretar a un personaje ficticio de uno inspirado en la vida real?
DG: El verdadero reto es encontrar el lado humano del personaje y una estrategia para retratarlo. Siempre tratas de buscar el potencial dramático de tu papel. En este caso siento que tengo una gran responsabilidad porque mi personaje fue un héroe que nunca habló con la prensa porque no le interesaba la fama: lo único que quería era una vida discreta. De hecho, la primera conversación que tuve con Angelina cuando leí el guión fue sobre eso: como mi personaje no habla mucho, me preocupaba comprender bien su personalidad. Ahora lo que espero es que quien vea la película tenga claro que estamos ante la fuerza de un hombre maravilloso.

ESQ: ¿Qué buscas en un papel?
DG: Me encanta el cine, me encanta ver películas y me encanta filmar, así que lo que quiero es ser parte de una gran historia. No suelo sentarme a esperar a que aparezca un protagónico; simplemente quiero formar parte de algo que valga la pena contar.

ESQ: ¿Lo que hoy te apasiona de la actuación es lo mismo que te gustaba cuando apenas iniciaba tu carrera?
DG: Mmm, es muy interesante. Nunca me lo había preguntado. Déjame pensar… Creo que sí. Creo que esencialmente todo se reduce a lo mismo. Ahora preparo mis personajes de un modo distinto y quizá trabajo con mucho más esmero en todo lo que ocurre antes de que empecemos a filmar, pero creo que sí: esencialmente, lo que más me emociona es lo que sigue después de que el director grita: “¡Acción!”. Es decir, cuando estás a punto de filmar una gran escena, porque si tienes un guión francamente bueno sabes que será un momento muy interesante, que está por surgir una chispa que te dará la posibilidad de hacer algo que funcione de verdad. La adrenalina que eso supone es adictiva. Creo que lo que amo es lo mismo que descubrí cuando tenía 19 años y trabajé en mi primera obra de teatro [The Lieutenant of Inishmore]. Esos momentos no ocurren todo el tiempo ni en todos los sets, pero tienes que esforzarte a diario para conseguirlos. Siempre hay que tener la disposición para que surjan cualquier día durante un rodaje.

ESQ: ¿Cómo ha sido trabajar con tu papá? [el actor Brendan Gleeson]
DG: ¡Grandioso! No diré que es uno de mis actores favoritos porque sea mi papá, sino porque estar con él en un set es un privilegio. Por suerte, he podido hacerlo varias veces: en Harry Potter and the Deathly Hallows (2010), en Studs (2006), en un corto llamado Six Shooter (2004) y en una obra de teatro que protagonizamos en diciembre. Esta última me emocionó mucho porque en ella también participó mi hermano [Brian], y noche tras noche estuvimos juntos en el escenario interpretando a una familia con uno de los guiones más locos que he leído [The Walworth Farce, de Enda Walsh]. Así que creo que soy una persona muy afortunada. Por cierto, te recomiendo muchísimo una película que se llama Calvary (2014). No sé si ya se haya estrenado en México, pero creo que es la mejor actuación que mi papá ha dado hasta ahora. Es absolutamente maravillosa. Tuve la fortuna de hacer una escena con él y fue uno de los mejores días de mi vida. Fue algo eléctrico y me encanta trabajar con él.

ESQ: ¿Cómo cambia tu experiencia al actuar en teatro y en cine?
DG: Lo que sucede es que en el cine todo gira en torno a construir tu personaje hasta llegar al momento de la filmación. Es decir, frente a una toma, debe producirse la chispa de la que te hablaba. Entonces, si algo sale bien a la primera, ya no tienes que repetir la toma desde diferentes ángulos, pero si te equivocas sabes que no pasa nada. El teatro es muy diferente. Hay veces en las que sigues un guión que no se modifica y las cosas salen bien y ya. Sin embargo, hay otros momentos en los que puedes superar eso y se queda un sentimiento en el aire, entre la audiencia, de algo que va más allá. La obra que interpreté cuando tenía 19 años estuvo cinco meses en escena en West End, Londres, y luego ocho meses en Broadway, Nueva York. Nunca me aburrió. Estaba tan excepcionalmente bien escrita que era graciosa, violenta e interesante a la vez. Era un gran trabajo que siempre me entusiasmó. Eso es lo que busco en el teatro, y por eso Martin [McDonagh] es uno de mis dramaturgos favoritos.

ESQ: ¿Hay algo que me puedas decir sobre la nueva película de Star Wars?
DG: Te puedo decir que es la séptima película y que J.J. Abrams ala dirige [ríe, porque hasta ahora los detalles de la producción son secretos]. Además de eso te puedo decir que ya hicimos una primera lectura y formar parte de ella fue un éxtasis. Me encanta que todos los sets son reales. Es decir, no usaron pantallas verdes para que todo fuera animado. No te puedo decir qué tan importante será mi papel, pero ya se irá divulgando esa información. Hasta ahora me la he pasado de maravilla en el proyecto y creo que J.J. es fantástico y nadie más puede hacer lo que él hace. Mucha gente intenta ser como él y hacer películas como las suyas, pero la energía y el compromiso que él entrega y la manera en que cuenta una historia son brillantes.

ESQ: El personaje que interpretaste en About Time aprende que hay que vivir feliz con el presente. ¿Tienes algo en común con él?
DG: Claro, creo que para disfrutar lo cotidiano el trabajo ayuda mucho. He tenido oportunidades que nunca imaginé que tendría, pero más allá de eso lo importante es confiar en películas que puedan ser grandiosas. ¿Me explico? La posibilidad es lo que debe bastar, porque no existen las garantías. Además, mi familia y mis amigos me hacen muy feliz. Creo que te di una respuesta aburrida, pero en verdad creo que todo se trata de pensar como el personaje de About Time: estar con la gente que amas y hacer lo que te hace feliz. Por cierto, me da mucho gusto que te haya gustado. Me emociona mucho que la gente me diga que disfrutó esa película en particular.

Foto: Universal Pictures

Genio en proceso

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The Theory of Everything retrata los obstáculos que Stephen Hawking, uno de los grandes científicos de nuestra era, ha tenido que superar a causa de su enfermedad degenerativa. Hablamos con el británico Eddie Redmayne, quien lo interpreta en esta cinta y cuyo trabajo le valió el Globo de Oro en la categoría de Mejor Actor. 

Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

A los 20 años, Stephen Hawking entró a estudiar el doctorado en Cosmología en la Universidad de Cambridge y se volvió defensor de la teoría del todo, que busca explicar la totalidad de los fenómenos físicos y responder las preguntas fundamentales del universo. En aquel entonces, el científico británico aún no dependía de una silla de ruedas ni de una voz computarizada para hablar.

Cuando cumplió 21 años dejó de jugar ajedrez. Como un niño pequeño, se volvió incapaz de subir escaleras y sostener un lápiz para escribir. Se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad que atrofiaría su cuerpo y —según los médicos— lo mataría dos años después.

Hawking no murió, sino que siguió su carrera y se casó con una estudiante de arte llamada Jane Wilde. Tuvieron tres hijos. Hawking escribió libros. Ganó premios. Se divorció y se casó por segunda ocasión. Se convirtió en uno de los personajes más respetados y emblemáticos de nuestra época. Han pasado 51 años desde su diagnóstico y desde entonces ha publicado A Brief History of Time (1988), el actor inglés de moda Benedict Cumberbatch lo retrató en Hawking (2004) y apareció junto a Sheldon Cooper en un episodio de The Big Bang Theory.

The Theory of Everything retrata este medio siglo de vida del físico británico. La cinta de James Marsh —director que en 2008 ganó el Óscar en la categoría de Mejor Documental por Man on Wire— es protagonizada por Felicity Jones, como la esposa de Hawking, y Eddie Redmayne, cuyo talento quedó más que claro en Les Misérables (2012) y My Week with Marilyn (2011). Desde Londres hablamos con Redmayne sobre su nuevo y desafiante papel.

ESQUIRE: Debe ser un gran reto interpretar a Stephen Hawking. ¿Audicionaste o te ofrecieron el papel?

EDDIE REDMAYNE: Recibí una llamada de James [Marsh, el director]. Hablamos de la película y nos encontramos en un pub semanas después. Por fortuna me ofreció el papel sin audicionar. Sin embargo, unas semanas después tuve que participar en la audición del papel que obtuvo Felicity [Jones quien interpreta a la esposa de Hawking], y aunque James me decía que no tenía de qué preocuparme porque ya había obtenido el papel, yo no paraba de repetirme que si hacía las cosas mal, quizá podrían despedirme.

ESQ:¿Fue difícil interpretar a una persona cuya movilidad es muy limitada?

ER: Sí, pero a la vez fue muy gratificante. Pasé alrededor de seis meses preparándome. Vi documentales y leí todo lo que pude acerca de Stephen. No sólo traté de comprender su condición física, sino también temas de cosmología. De hecho, hay una clínica en el Este de Londres que atiende la enfermedad que él sufre, y fui para hablar con doctores, pacientes y familias, e intentar familiarizarme con este padecimiento. Justo antes de empezar a filmar, Felicity y yo pudimos conocer al profesor Hawking y fue extraordinario.

ESQ: Increíble. ¿Y cómo es?

ER: Es una de las personas más graciosas que he conocido en mi vida. Tiene una energía extraordinaria a pesar de que no se puede mover.

ESQ: Acabo de ver una foto donde tú y Felicity están con él. ¿Fueron a la universidad o dónde se conocieron?

ER: ¡Fuimos a su casa! Gracias a esa experiencia no sólo conocimos el lugar donde vive, sino todo el sistema de cuidado que requiere, y eso fue increíble. Volviendo un poco a su buen humor, te voy a poner un ejemplo: cuando lo visitamos, una de sus enfermeras nos dijo que cuando fue a la entrevista de trabajo con Stephen, iba preparada para desglosar toda la experiencia laboral que había escrito en su currículum, pero lo único que él le preguntó fue si sabía jugar ajedrez [ríe]. Y cuando ella le dijo que sí, la contrató.

ESQ: Esta película es una lección de constancia y determinación. ¿Qué es lo más difícil que has tenido que hacer para mantener tu carrera como actor?

ER: Supongo que se trata de hacer siempre mi mayor esfuerzo. Intento encontrarme en un ambiente que me rete, ¿me explico? En un lugar donde puedas ser suficientemente valiente como para cometer errores, porque estos a veces pueden ser terribles, aunque ocurran una vez cada 20 años. Así que los directores con los que me gusta trabajar son aquellos que promueven este entorno y que me permiten ser valiente. Creo que eso es lo que hago: continuar retándome, porque cuando a alguien sólo le importa mantener un trabajo, entonces no se confronta consigo mismo.

ESQ: ¿Qué nos puedes decir de Felicity Jones? Es impresionante cómo evoluciona su personaje: de ser una mujer dulce y tierna, termina con un temperamento muy fuerte.

ER: Exacto, Felicity es formidable y no me habría imaginado a nadie mejor para que fuera mi compañera en esta historia. Su personaje era muy complicado. Tienes razón: Jane es una mezcla de fuerza y vulnerabilidad, de humor y furia. Por eso creo que Felicity es una de las mejores actrices de nuestra generación.

ESQ: Hay algunos críticos que ya vieron la película e insisten en que deberías recibir una nominación al Óscar. ¿Qué piensas de esto?

ER: Ay, Dios. ¿Sabes qué? Es difícil, porque esta cinta implicó una gran responsabilidad. Nuestro trabajo era retratar a Stephen y Jane, y él es una figura muy emblemática, a la cual la gente respeta mucho. Creo que esto implicó varias cosas: desde conocer a personas afectadas por la misma enfermedad hasta el reto de hacer una película que fuera disfrutable. Eso me aterrorizó. Sin embargo, el hecho de que muy poca gente la haya visto, pero que haya motivado críticas favorables y positivas, es un mensaje muy inspirador para mí y supone una satisfacción enorme. Cualquier otra cosa me parecería secundaria.

El sueño dorado de Diego Quemada-Diez

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Después de casi tres décadas de colaborar en filmaciones, Diego Quemada-Diez escribió y dirigió su primera película: La jaula de oro. Ésta narra la travesía de cuatro migrantes en busca del sueño americano y fue la cinta mexicana más premiada de 2013. El director que dejó España para poder trabajar como deseaba, habla de cómo se convenció de que el cine es una herramienta de denuncia social.

     Un avión surca el cielo a contraluz. A través de la lente de la cámara que lo filma se ve tan pequeño como una mosca. La aeronave sigue su camino, se pierde de vista y atrás queda el barrio de Kibera, una inmensa mancha de tristeza en la capital de Kenia.

     Las casas del suburbio más pobre de Nairobi están hechas con lámina y cartón. Por su fragilidad pareciera que podrían derrumbarse de un soplido. El suelo enlodado de las calles está cubierto con las pisadas de hombres y mujeres que visten ropa de colores: faldas floreadas, pañoletas, gorras rojas y azules. Por ahí hay un mercado. Puestos callejeros. Una bandera rota y descolorida que ondea con desgana.

     Omondi —12 años, cabello a rape, flaquísimo— sale como un topo de la madriguera de cartón que construyó sobre una pila de basura. Es difícil imaginar que exista una mirada más afligida y cansada que la suya. Una vez afuera, dirige la vista al cielo. Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. Estira los brazos como un pájaro que abre las alas y pide un deseo: “Quiero ser piloto”.

Una voz para todos

     Diego Quemada-Diez escribió un poema para Omondi durante una noche triste de 2004. Estaba en Kenia para trabajar como operador de cámara en The Constant Gardener, la película de Fernando Meirelles que protagonizó Ralph Fiennes junto a Rachel Weisz. Un vez concluido su trabajo en la producción, Diego decidió que no podía irse del Este de África sin filmar su propia película, así que le pidió a su asistente que lo ayudara a contactar a un grupo de niños de la zona para hacer una cinta sobre ellos. Peter volvió con buenas noticias: los jefes de las cuatro tribus de Kibera estuvieron de acuerdo en que pasara un día conversando con algunos estudiantes de una escuela rural.

     A Diego le bastó una mañana en el aula de ese barrio keniata para transformar su vida. Ahí reunió material para el cortometraje que luego recibiría una decena de premios y definió el método que implementaría como director de cine. Uno a uno llegaron niños y niñas al salón de la Escuela Raila para hablar acerca de sus vidas. La mayoría había perdido a sus padres —hombres y mujeres de veintitantos— a causa del sida. Se sentían solos. Uno de ellos le explicó cómo decantar agua negra: tardaba horas en filtrar el líquido de un vaso a otro, y debía esperar a que se asentaran los sedimentos antes de poder hervirla y después beberla. Otros lloraban. Le pedían comida, zapatos y lápices para la escuela. Diego escuchaba. Lo que más le sorprendió fue el deseo que todos compartían: de los 50 huérfanos que entrevistó, 48 le dijeron que su sueño era pilotear un avión. El cineasta volvió a su hotel. Escribió. Lloró. Un par de horas después terminó los versos de I Want to Be a Pilot.

     Collins Otieno —que encarna a Omondi en el cortometraje— recita el poema de Diego con el dolor de quien está en medio de una guerra. Este personaje —aunque ficticio— no sólo retrata las condiciones de vida de los 50 estudiantes que Diego entrevistó, sino la infancia de toda Kibera. En su voz uno escucha que los niños de ese barrio pueden pasar tres días sin comer. Que cuando sus padres mueren de sida, los guardianes que se quedan a su cargo abusan sexualmente de ellos. Que a su alrededor viven cabras y otros animales que se alimentan de basura. Los niños de Kibera no sueñan con transformarse en pilotos para vestir uniforme y conducir un avión, sino para volar a un sitio donde puedan caminar descalzos por el pasto, beber agua potable y tener compañeros que no se resistan a jugar con ellos por miedo a contagiarse de vih.

El método maestro

     Diego Quemada-Diez es un periodista en la piel de un cineasta. Como un buzo que se sumerge bajo el agua, busca historias silenciosas para darles voz. Su cine es provocador porque sus personajes surgen a partir de investigaciones exhaustivas, casi como los protagonistas de A sangre fría, el libro de Truman Capote que recrea el asesinato de una familia estadounidense y explora las motivaciones humanas que incitan al crimen.

     Es una noche de otoño y Quemada lleva el botón superior de la camisa abierto. Está relajado y sonriente. La jaula de oro, su primer largometraje, acaba de ganar en la categoría de Mejor Película en la primera entrega del Premio Iberoamericano de Cine Fénix. No es algo desconocido para él. Desde su estreno en 2013, la cinta no ha parado de recibir felicitaciones y premios en festivales como Cannes, San Petersburgo, Mumbai, Morelia, Tesalónica y Viña del Mar. En total, a la fecha, suma más de 50.

     A Diego le tomó más de 10 años completar esta película. Como I Want to Be a Pilot, está protagonizada por personajes que amalgaman los testimonios de las personas que entrevistó. Él dice que la primera vez que se sintió atraído por este método de trabajo fue cuando leyó una entrevista que John Ford concedió a un medio en 1939. En aquella conversación, el legendario director de westerns como The Searchers (1956) dijo que los cineastas del futuro visitarían comunidades, escucharían a la gente, averiguarían qué historias valdría la pena contar, escribirían el guión con base en esa investigación, volverían al pueblo para buscar a sus actores y sólo entonces comenzarían a filmar.

     Además de Ford, hubo otro cineasta que influyó en su carrera: el director Ken Loach. Su primera colaboración juntos fue Land and Freedom (1995), y en este filme Diego se interesó por un proceso de trabajo que incluía filmar con cámara en mano, rodar en orden cronológico (en vez de dar saltos con respecto al guión) y contratar a actores que no conocen más que las escenas que filmarán día a día.

     Además, al igual que Loach, Quemada se sintió fascinado por la idea de crear un cine con una clara función política, que no sólo sirva para entretener sino para mostrar a la sociedad los problemas de los sectores olvidados.

Nace un cineasta

     Diego Quemada-Diez trabajó en 27 largometrajes antes de dirigir su propia película. Cuando empezó a involucrarse en el mundo del cine —a finales de los años 80, en Barcelona— fue “el chico de los recados”. Repartió agua y café a miembros de la producción. Limpió maletas de equipo cinematográfico. Nada —ni las horas de trabajo gratis ni la voz de su padre afirmando que “del arte no se vive”— lo desanimó.

     Diego nació hace 45 años en Burgos, en el norte de la península ibérica, y es cinéfilo desde hace 41. La culpa fue de un western: Shane (1953), de George Stevens, lo hizo llorar y sentir algo tan profundo que aunque apenas era un niño lo llevó a pensar que cuando creciera quería hacer algo como aquello. Cuando cumplió 11 o 12 años trató de hacer algunos cortometrajes por su cuenta, pero por falta de presupuesto no logró concluir ninguno. Compensó el tiempo dedicándose a pintar, dibujar, escribir poesía y devorar cine.

     Sus padres estaban separados y con ambos vio películas a morir. A su madre le gustaban los filmes de arte y a su padre los de acción. Con ella memorizó los apellidos de cineastas consagrados como Bergman, Antonioni, Truffaut y Kurosawa. Con él vio cintas de directores de cine comercial como Sergio Leone, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola.

    Diego se acomoda en el sillón de la sala de su casa en Tacubaya (ciudad de México), en la que platicamos, y me cuenta un secreto: “Nunca había hablado acerca de esto… Mi padre era una persona reservada. Hablaba poco. Cuando nos reuníamos veíamos cuatro o cinco películas al día. Creo que la manera más profunda que tuvimos para comunicarnos fue a través del cine”. Él tenía unos 15 años y su padre le daba el periódico para que revisara la cartelera y con ella organizara el día. Diego ponía marcas en el diario, trazaba la ruta e iniciaban juntos la jornada. Una película a las 11, una a las dos, otra a las ocho y la última a las 10. Iban de un cine a otro y sólo se detenían en cafeterías para desayunar, comer y cenar.

     Diego dice que quizá, en el fondo, lo que trata de hacer es un cine que le guste a su padre y a su madre: que sea entretenido y reflexivo a la vez. Ella era maestra de literatura y contagió a su hijo el interés por la poesía. Juntos leían a Federico García Lorca, San Juan de la Cruz y Antonio Machado. Diego dice que su madre tenía una gran conciencia política: era hija de un republicano español y tenía amigos que simpatizaban con la Teología de la Liberación. “Crecí con relatos de sacerdotes y misioneros que luchaban en primera línea contra el abuso del poder y las injusticias.” Hoy son justo esas historias de opresores y oprimidos las que le interesa trasladar al cine.

Nacionalidad tricolor

     Diego Quemada-Diez tiene dos pasaportes: uno español y uno mexicano. Hay un seseo que de pronto asalta su voz ligeramente ronca, pero con frecuencia usa expresiones como “qué padre” y “no manches”, así que por ratos también parece un mexicano cualquiera. Su acento no es madrileño, pero tampoco chilango. Para quien no conozca su biografía, sería casi imposible adivinar dónde nació.

     Diego vive en la ciudad de México desde 2007. Llegó a esta casa ubicada en una vecindad antigua, de paredes amarillas revestidas de árboles y plantas, después de haber trabajado como operador de cámara en películas, videoclips y anuncios publicitarios en Los Ángeles. Casi al mismo tiempo, renunció a la nacionalidad española. Ahora, incluso ante la ley, es tan mexicano como el tequila.

     Diego dice que quizá coqueteó con la idea de mudarse por culpa de su madre. Ella viajaba mucho a México y Guatemala para visitar a sus amigos en las montañas. Eran los años 80 y en Centroamérica se libraban conflictos armados, así que nunca logró acompañarla. “Creo que acabé aquí por todos esos viajes que no pudimos hacer juntos.” Cuando su madre volvía a España, le hablaba de la intervención estadounidense en terrenos indígenas, de las dictaduras latinoamericanas y del abuso del ejército en contra de civiles. “Por eso quiero contar las historias de esa gente: darles voz.”

      Antes de convertir las voces que inspiran sus películas en imágenes en movimiento, Quemada las registra en papel. En el estudio de su casa, donde la madera vieja cruje a cada paso, hay un librero blanco que ocupa casi una pared entera. Allí tiene libros de escritores mexicanos contemporáneos —Álvaro Enrigue y Valeria Luiselli—, poetas —Octavio Paz—, novelistas y estudiosos de la lengua —Italo Calvino— y tres tomos del que quizá fue el periodista más entrañable del siglo xx: el polaco Ryszard Kapuściński. Allí también hay varias filas de libretas que conservan las notas y los testimonios que, como ladrillos, utiliza para construir un guión.

     Diego Quemada-Diez vive del cine, pero también pudo haber hecho una carrera en periodismo. Por un lado está el medio centenar de cuadernos en los que ha registrado sus sueños —es literal: por las mañanas, al despertar toma notas de lo que imaginó mientras dormía—, y por el otro están las 22 Moleskines que guardan los testimonios de los migrantes que entrevistó para esbozar a los protagonistas de La jaula de oro. Su película sólo dura 110 minutos, pero detrás de ella hay páginas y páginas que compilan 10 años de investigación de campo, 600 voces anónimas y suficientes imágenes como para transportar al espectador a un tren que sobre sus vagones carga con los anhelos de quien se juega la vida por hacer realidad el sueño americano.

Un migrante más

     Diego Quemada-Diez no se arrepiente de los 18 años que pasaron entre Land and Freedom —la primera película que filmó con Loach— y La jaula de oro. Ese tiempo le sirvió para aprender: “Cada proyecto en el que trabajé me ayudó a ganar dinero y ahorrar para mis cortos, y a pensar cómo dirigir a un actor o resolver una escena. Durante ese tiempo en que colaboré para alguien más, siempre me pregunté si estaba de acuerdo o no con lo que hacía”. La cinta que lo llevó a Cannes en 2013 fue una combinación de las lecciones que obtuvo de directores como Oliver Stone (en Any Given Sunday, de 1999), Alejandro González Iñárritu (en 21 Grams, de 2003), Tony Scott (en Man on Fire, de 2004) y Spike Lee (en She Hate Me, de 2004).

     Aunque es obvio que sus circunstancias fueron muy distintas a las de los protagonistas de La jaula de oro, Diego también sufrió los estragos de un migrante. A mediados de los años 90 se mudó a Estados Unidos porque en España no podía costearse una escuela de cine y las pocas oportunidades de integrarse al equipo de una película estaban reservadas a los amigos y familiares de los directores y productores que dominaban el mercado. Por eso decidió volar a Los Ángeles y perseguir el sueño de crear buen cine independiente, como el que por entonces hacían los hermanos Coen y Sam Raimi.

     Diego llegó a Hollywood con las manos vacías: no tenía papeles, suficientes ahorros ni contactos. Como era de esperarse, nadie quería ayudarlo. “Era natural, cada mes llegan entre tres y cuatro mil personas a ganarse la vida ahí.” Su situación se complicó aún más: al poco tiempo de haber llegado, su madre murió de un aneurisma. Tenía 54 años. Diego tuvo que volver a Barcelona, vaciar la casa, lidiar con trámites engorrosos y decidirse a no volver jamás. “Tomé la decisión de irme para cambiar de escenario. La quería tanto y éramos tan cercanos que necesité escapar. Tardé más de seis años en volver a España. Uno no sólo migra porque está en busca algo, sino para huir.”

    De vuelta a Los Ángeles, Quemada logró colarse a la “industria cinematográfica”: durante seis meses limpió maletas que contenían equipo de producción. Con el dinero que ahorró le pagó a un abogado para que le consiguiera un permiso de trabajo. Un buen día, un colaborador de la directora Isabel Coixet (Elegy, 2008) le dio una oportunidad. “Fue la única persona que me ayudó y eso nunca lo voy a olvidar. Como vio que trabajaba muy duro, me dio chance. Empezamos a trabajar en un montón de cosas y me fue muy bien, pero después de unos cinco años, dije: ‘Ya, basta, no quiero hacer cine para otros, sino para mí’.” Entonces entró a estudiar cine a The American Film Institute, terminó un cortometraje que llamó A Table Is a Table (2001), recibió sus primeros premios y nunca más limpió maletas.

La jaula de oro

     El Toño es un taxista de Mazatlán. Es moreno, algo regordete y tiene un bigotito negro que enmarca sus labios. Diego lo conoció a la salida de un bar. El director recopilaba entrevistas a travestis y prostitutas para un documental que hasta la fecha no ha concluido. El Toño le ofreció sus servicios. Traía unas copas encima y, aunque Diego titubeó, al final se subió al taxi. A los pocos minutos se hicieron amigos. Pasaron las siguientes cinco horas platicando, hasta que se les hizo de día. “Al final me dijo: vente a mi casa, cabrón, para qué vas a estar pagando un hotel.” Diego aceptó.

     La casa de El Toño y La Chonita —ahora ex esposa del taxista— estaba junto a las vías de un tren. En ese terreno que el papá de ella —un ferrocarrilero con hijos regados por todo el país— le obsequió al matrimonio, nació La jaula de oro. Diariamente, frente a ella, un tren se detenía y de los vagones bajaban migrantes que tocaban la puerta para pedir agua, comida y ropa. Diego y sus amigos les daban lo que podían. “Ahí me di cuenta de que en realidad eran héroes, y nació la idea de la película y mi necesidad por contar la historia.” Quemada dedicó la siguiente década de su vida a investigar más sobre el tema, entrevistó migrantes y visitó albergues de Tijuana. Cuando terminó no sólo tenía las 22 libretas negras que ahora están en su escritorio, sino 200 horas de audio y video, muchas ideas para estructurar la historia y poco presupuesto para producirla.

   Lo siguiente fue cazar dinero. Necesitaba productores porque sus ahorros no bastaban. La película empezó a cobrar forma en 2009. Tras recibir buenas críticas por uno de sus cortometrajes en el Festival Internacional de Cine de Amiens, en Francia, lo invitaron a Cannes a presentar su siguiente proyecto.

     Quemada habló de La jaula de oro y su propuesta enamoró a Georges Goldenstern, director de la fundación que alienta el trabajo de nuevos cineastas en Cannes. Y aunque su guión no fue seleccionado para recibir el apoyo y el financiamiento para llevar a cabo la producción, el interés de Goldenstern por su filme fue una pista de despegue: le recomendó contactos para volver a mostrar el proyecto y Diego tocó puertas hasta que en 2012 inició la filmación.

“Quiero ser director”

    Los protagonistas de La jaula de oro nacieron bajo las mismas condiciones que Omondi, el niño africano de la mirada tristísima que Diego filmó en I Want to Be a Pilot. En la primera escena de la película, una niña de 14 años (Karen Martínez) entra a un baño público. De una bolsa de plástico saca unas tijeras, unas vendas, una playera holgada y un paquete de pastillas anticonceptivas. Se corta el pelo. Se venda el torso para aplastarse los pechos. Se pone una gorra. Ingiere una pastilla y sale del cubículo transformada en niño.

    Al azar, Diego toma una de las libretas que están en su escritorio y en voz alta me comparte un testimonio que nos recuerda justamente esa escena. “¿Será que esta chica es Sara?”, me dice cuando termina de leer. Las declaraciones que reunió en sus Moleskines son anónimas, pero la voz de ésta que acaba de rescatar es evidentemente femenina. Concluimos que quizá lo que suceda es que su protagonista —como Omondi— unifica una realidad aplicable a toda una comunidad: es una de las muchas migrantes que se disfrazan de hombres para reducir el riesgo de ser violadas (y quedar embarazadas) en el camino que inicia en Centroamérica y concluye en la frontera estadounidense.

     La jaula de oro fue traducida al inglés como The Golden Dream. El título es tan atinado en inglés como en español, porque no sólo retrata la lucha de los migrantes que huyen de la miseria de su tierra en busca de una mejor vida, sino las ilusiones de un cineasta que dejó su país para convertirse en director. Diego, como sus personajes, también realizó un viaje, y las huellas del recorrido de casi tres décadas están en los rincones de su casa: el libro de ferrocarriles mexicanos que consultó para elegir las locaciones de su película, un pizarrón verde tapizado de notas que organizan sus ideas, un baúl blanco que despliega los premios que ha ganado hasta ahora y —lo más preciado de todo— un volumen empastado en piel color camello: el guión de la película que hizo su sueño realidad.

     En el escritorio del estudio de esta casa de dos pisos también hay una torre de 13 libretas negras. Ahí Diego Quemada-Diez, el periodista con piel de cineasta, guarda las voces de los personajes que darán vida a su próximo proyecto. Le pregunto qué tema abordará, pero me dice que aún no puede hablar de ello. Que ya me contará después. Que lo hará cuando las palabras abandonen las páginas de esa pila de cuadernos y estén listas para dibujar imágenes en la pantalla de cine.

El César del cine

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Uno de los mejores cineastas de nuestros días —director de filmes como Alien (1979), Thelma & Louise (1991) y Gladiator (2000)— inició su carrera a los 40. El próximo año, tras cumplir 77, estrenará The Martian y ya prepara la secuela de Blade runner (1982). Este mes revivirá la historia de Moisés y los Diez Mandamientos en Exodus: Gods and Kings, protagonizada por Joel Edgerton y Christian Bale.

     Ridley Scott está completamente solo. Llegó antes que nadie a este campo de batalla intacto y silencioso para familiarizarse con el terreno aún virgen. Al finalizar esta etapa de reconocimiento entre él y su nuevo set de filmación le pedirá a su equipo que lo acompañe. A su dominio entrará un séquito de actores seguido de maquillistas apresuradas, camarógrafos en fachas con asistentes que riegan cables por el piso y encargados de utilería que estrellan vasos metálicos cuando se les resbalan de los brazos.

     Aún es temprano. El director británico tiene un café en la mano, pero tendría más sentido que sostuviera una espada. Excalibur sería perfecta: Scott tiene el aspecto de un rey que está a punto de subirse a un caballo blanco para salir a defender su reino. Camina erguido. Ni un signo de calvicie. Algunas canas extraviadas entre el pelo ondulado y la barba le dan un aspecto solemne; las bolsas bajo los ojos parecen las de un estratega que pasó la noche en vela pensando cómo conquistar el mundo.

     Las batallas no se ensayan. Un soldado sale a combatir con la esperanza de que su entrenamiento le permita sobrevivir un día más. Lo mismo ocurre en los sets de filmación de Scott: el primer día de rodaje, sus actores se presentan a trabajar con los nervios del militar en su primera guerra. Aunque conozcan el guión de memoria, nunca antes se han visto al espejo caracterizados como sus personajes ni han intercambiado diálogos con sus coestrellas. El director de Gladiator (2000) detesta los ensayos porque no imagina nada peor que observar a sus actores dando la interpretación de su vida sin una cámara en la mano. Peor aún: dice que si le sucediera algo así, pasaría las siguientes semanas intentando recrear algo que ya no existe, y que eso mermaría el entusiasmo de su equipo.

     Cuando los protagonistas de sus filmes llegan al set, Scott ya ha pasado un tiempo solo, con su taza de café, mientras visualiza las escenas que todavía no ha filmado. Tras saludarlos, les ofrece un desayuno, los deja un par de horas preparándose en el área de peinado y maquillaje, y sólo hasta que están caracterizados les abre la puerta a su mundo. En sus películas siempre se sigue el mismo proceso: Russell Crowe entra a camerino y de él sale un gladiador. Fuera del plató queda el mundo real; dentro aguarda el Coliseo romano.

     Para Scott es primordial que sus actores estén felices. Como nunca han ensayado juntos, la confianza del primer día de rodaje es esencial: cuando los lleva hasta el set, les pide mirar a su alrededor y reconocer el terreno en el que se moverán durante las semanas siguientes. En 2011, cuando filmó Prometheus —la precuela de Alien (1979)— la primera afortunada fue Charlize Theron. El director “la presentó” con su nave espacial y le dijo: “Es tuya, conócela”. Hoy toca el turno a uno de los rostros galeses más conocidos del cine: Christian Bale entra a camerino, sale Moisés. Scott está por darle las armas para liberar al pueblo judío de Egipto, abrir el Mar Rojo y escalar el Monte Sinaí para hablar con Dios.

LA VIDA EMPIEZA A LOS 40

     Ridley Scott está solo en medio de un jardín. Esa vez lleva un dry martini en la mano y nos observa llegar hasta el sitio en el que 20th Century Fox ofrecerá un coctel para prensa tras la presentación de Exodus, su nueva película épica. Acercarse a él es intimidante. Incluso al sonreír, su expresión se mantiene elegante y severa. Cuando uno lo saluda siente que acaba de estrecharle la mano al único hombre capaz de arrebatarle el trono de hierro al elenco completo de Game of Thrones.

    Scott tiene 77 años. Mientras otros hombres de su edad beben té, disfrutan de su retiro y juegan con sus nietos en el jardín de su casa de campo, él le da un sorbo a su martini y levanta una ceja como James Bond. Nada indica que esté harto del trabajo. Al contrario: su apetito es tan voraz que sin importar los días que lleva dedicado a la promoción de su última película, ya trabaja en la filmación de la próxima —The Martian, que protagoniza Jessica Chastain y estrenará en 2015— y en sus ratos libres bosqueja las secuelas de Prometheus (2012) y Blade Runner (1982), dos cintas que tienen a los fanáticos de ciencia ficción mordiéndose las uñas de ansiedad. Quizá quiere comerse el mundo porque su carrera como cineasta inició relativamente tarde: dirigió su primer largometraje a los 40 años, y hoy pareciera que aprovecha cada instante para exprimir hasta la última gota de cine al tiempo que le quede como director.

     Ridley Scott posee una memoria privilegiada. Le basta observar un paisaje una sola vez para plasmarlo en el storyboard (guión gráfico) de una de sus películas y con esa misma claridad recuerda su infancia: dice que cuando tenía tres años se escondía con su familia tras las escaleras de su casa para entonar canciones mientras los alemanes bombardeaban Ealing, el suburbio de Londres en el que nació dos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

     Su padre formaba parte de las fuerzas armadas británicas. Su madre era ama de casa. Scott dividía sus vacaciones entre las películas que veía solo, en el cine local, y los trabajos de albañilería que le dejaban un sueldo con el que apenas podía comprar las entradas. Era el típico adolescente que reprobaba todas las materias de la escuela. En lugar de invitar a una chica a salir, se pasaba la tarde pintando. Por ello, su padre le sugirió estudiar arte. Scott aceptó y, mientras el mundo bailaba rock and roll, él ingresó al London’s Royal College of Art a mediados de los años 50. Aunque desde entonces quería ser director, dice que eligió la carrera correcta porque gracias a ella se volvió experto en detectar la belleza en sitios aparentemente antiestéticos, como un burdo paisaje industrial.

PRIMER BORRADOR

     El cine de Ridley Scott no cobra vida cuando un grupo de actores recita un guión frente a la cámara, sino cuando el director esgrime sus dos armas favoritas: lápiz y papel. Para el creador de Alien, quien atemorizó a las audiencias setenteras con un extraterrestre que persigue a Sigourney Weaver dentro de una nave espacial, dibujar es escribir. Mientras duran sus rodajes, improvisa una oficina en la parte trasera del auto que lo transporta de su hotel a una locación y desde ahí traza las estrategias que filmará durante el día. Como un general que posiciona sobre un mapa a sus barcos frente a la línea enemiga, Scott marca las zonas del set en las que sus protagonistas deberán actuar. Al concluir este proceso —que es como fotografiar su imaginación— le pide a su asistente que saque fotocopias para su equipo: no puede empezar a trabajar sino hasta que todos sus colaboradores visualizan una escena con la misma claridad que él.

     Jon Spaihts, uno de los guionistas de Prometheus, dice que a Scott le fascinan las formas más horribles de parasitismo y las criaturas que viven bajo tierra. En Alien, la cinta que le dio fama internacional, el monstruo que definió el aspecto sobrecogedor que hoy le damos a los extraterrestres se presenta ante el público como si estuviera recién salido del Infierno: tras haberse incubado en el cuerpo de un astronauta, brota como un molusco sangrante y asqueroso de su pecho, emite un chirrido insufrible y se pierde en la nave hasta que reaparece como una criatura de dos metros y fauces hinchadas de dientes puntiagudos y babeantes.

     Scott se volvió experto en traducir sus monstruosas ideas a imágenes en movimiento después de graduarse de la universidad. Cuando entró a trabajar en la bbc se desempeñó como diseñador de producción y debutó como director en uno de los capítulos de una serie policiaca llamada Softly Softly (1966). Hoy es uno de los cineastas mejor pagados de la industria, pero entonces sólo ganaba 1,100 libras esterlinas al año.

     El director de Thelma & Louise dice que su escuela de cine fue hacer publicidad. Tras unos años como empleado de la red de medios más importante del Reino Unido, renunció para crear su propia casa productora y dirigir comerciales. Eso —¡al fin!— le dio la oportunidad de comandar su propio ejército de trabajadores y hacer lo que le viniera en gana: liderar actores, apropiarse de la cámara, diseñar sets y distribuir el presupuesto como quisiera hacerlo.

     Cuando realizaba publicidad televisiva Scott no era bueno en lo que hacía: era el mejor. El comercial de Apple que dirigió en 1984 no sólo parece una versión de Blade Runner en 60 segundos, sino que redefinió los parámetros de “espectacularidad” de los anuncios televisivos. Aunque no rodaba en 35 mm, sí concebía sus producciones como pequeños filmes, y en el proceso aprendió todo lo que hoy le permite negociar y convencer a un estudio como 20th Century Fox de invertir 130 millones de dólares en sus películas épicas.

MASTER AND COMMANDER

      Hay algo que distingue a Ridley Scott de otros directores que conceden entrevistas a la prensa: cuando alguien le formula una pregunta, responde rápido y contundente, sin asomo de duda o miedo a dar una respuesta incorrecta. Platicar con él es una experiencia única porque habla como si en sus respuestas estuviera toda la sabiduría del mundo, y es el tipo de persona que podría llamarte “imbécil” y aun así hacerte sentir que deberías darle las gracias.

     Ridley Scott —como Gandalf antes de encabezar a una tropa de hobbits en una batalla de The Lord of the Rings— siempre se preocupa por transmitir seguridad a su equipo. Dice que los actores huelen el miedo, y que si mostrara vulnerabilidad, nadie estaría dispuesto a confiar en él. A estas alturas de su vida, podría pasarse el rodaje sentado en una silla plegable y gritar instrucciones a sus colaboradores a través de un altavoz, pero entonces no sería uno de los mejores directores de nuestros tiempos ni actores como Javier Bardem, Michael Fassbender y Charlize Theron tendrían fe ciega en sus proyectos.

     Tras colaborar juntos en The Counselor (2013), Penélope Cruz dijo que filmar con él era como trabajar para un hombre con 100 ojos que vigilan cada detalle de la producción. La española tiene razón: si el presupuesto se lo permite, Scott usa hasta ocho cámaras durante un rodaje. Para él, cada instante en el plató es valioso: no emplea un tremendo número de camarógrafos por mero ego, sino porque considera que siempre existe algo rescatable en el trabajo de sus actores. “Es celuloide. Si no sirve, no pasa nada. Incluso los errores son fantásticos”, dijo durante una conferencia que dictó en Los Ángeles en 2008.

     Fassbender dice que Scott está al pendiente de todo, incluso cuando está fuera de un set: tras ver su actuación en Hunger (2008), el director le llamó para decirle “me gustaría trabajar contigo”. El actor alemán —que volverá a colaborar con él en la secuela de Prometheus— dice que no sólo le encanta participar en sus proyectos porque es un hombre que parece saberlo todo, sino por la espectacularidad de su producción: “Sé que no volveré a trabajar en escenarios así, a menos que sea en una película de Ridley. Con tantos efectos especiales, ya nadie se preocupa por crear sets tan reales, a los que puedes entrar sin prácticamente preocuparte por actuar”, dijo durante una entrevista de promoción de The Counselor.

“JUST FUCKING DO IT”

     El director de Exodus es un hombre ilustre. En 2003, la reina Isabel lo nombró “caballero” por sus servicios a la industria cinematográfica del Reino Unido. Sin embargo, hay otra cosa —además del cine— que Sir Ridley sabe hacer mejor que nadie: mandar todo al carajo.

     En el video de la conferencia que dictó en Los Ángeles hace seis años —y que hoy puede verse en YouTube— hay una leyenda que expresa la siguiente precaución: “Esta plática contiene lenguaje para adultos”. Exageraciones aparte, lo cierto es que cuando Scott habla en público, es célebre por emplear derivados de la palabra “fuck”.

    Si recuerda sus inicios como cineasta, dirá algo como: “Me tomó 20 años de trabajo como publicista decir ‘al carajo con la televisión, ahora quiero hacer cine’”. Si alguien le cuestiona por qué la lluvia nunca se detiene en el cielo nocturno de Blade Runner —esa joya de la ciencia ficción en la que Harrison Ford persigue androides—, responderá más o menos esto: “Porque tuve la jodida voluntad de hacerlo”. Y claro, a quien se sume a la crítica que reprobó su penúltima película, The Counselor —que, aceptémoslo, sí fue malísima—, le dedicará dos simples palabras: “Fuck you”.

     Si a Ridley Scott se le perdonan estos alardes de grandeza es porque hoy conoce la industria cinematográfica como Garry Kasparov un tablero de ajedrez. A 23 largometrajes y 2,000 anuncios de televisión de haber elegido su carrera, este caballero inglés sabe mejor que nadie que el cine es un medio muy costoso, y que un director no vive de cumplir sus fantasías o caprichos personales, sino de la venta de boletos en taquilla: su especialidad es el cine comercial porque está consciente de que una propuesta intelectual atrae menos público que una cinta palomera para pasar el domingo.

    Además, Scott es un hombre sumamente práctico. A pesar de su intolerancia evita a toda costa discutir con sus actores y proveedores y, en materia de cinematografía, conoce sus limitaciones: ha dicho que él no puede escribir como un guionista de la talla de Bill Monahan —quien redactó el guión de Kingdom of Heaven para él en 2005—, pero sí puede conseguir que un tipo así de brillante trabaje para él, por lo que no tiene caso que pierda el tiempo en un terreno que no domina.

Lo suyo es la planeación a gran escala: visualizar una historia en su cabeza, editarla y musicalizarla, y después repartir entre sus colaboradores de confianza el presupuesto que le permitirá transformar sus ideas en realidad. Sabe, sobre todo, que quien trabaja en cine debe deshacerse de esos titubeos que él mismo ha suprimido de su vida hasta cuando concede una entrevista. Por eso cuando un estudiante le pide algún consejo para transformarse en un director exitoso, Scott tiene una sola respuesta: “Just fucking do it”.

[Recuadro]

Así respondió Scott a nuestras preguntas sobre su nueva película.

ESQUIRE: ¿Qué enfoque le da Exodus a la historia bíblica?
RIDLEY SCOTT: Quise hacerla accesible. Eso quiere decir que el lenguaje será algo moderno. Steven Zaillian es un gran escritor. Para redactar el guión volvimos al Antiguo Testamento, y retomamos a quien quizá es el personaje más importante de éste. Tratamos de descifrar qué clase de persona fue Moisés. Hicimos lo mismo con Ramsés, aunque en realidad hoy puedes averiguar quién fue gracias al British Museum.

ESQ: ¿Por qué le ofreciste el papel de Moisés a Christian Bale?
RS: Busqué a Christian hace unos seis años. Le dije que algún día querría trabajar con él y cada quien hizo otras cosas hasta que llegó este guión a mis manos. Lo leí un fin de semana y me impresionó todo lo que no sabía de Moisés. Desde ese momento pensé en Christian para el papel. Si leo algo y me impresiona, desde ese instante se forma en mi mente la imagen del actor que podría interpretar al protagonista.

ESQ: ¿Permites la improvisación?
RS: Claro, pero a la vez tengo mucha claridad. Empecé a filmar The Martian hace un mes, pero semanas antes del rodaje ya sabía cómo quería que fuera todo. Cuando eso sucede, por lo regular ya no cambio de parecer, por lo que el rodaje fluye con mayor rapidez.

ESQ: ¿Cómo fue rodar en España?
RS: La mayor parte del tiempo hizo mucho calor. Nos apropiamos de un valle. El set medía un kilómetro. Fue muy complicado, pero tuve trabajadores extraordinarios que llegaron desde varias partes del mundo.

ESQ: ¿Prefieres los sets grandes a los pequeños?
RS: No. El de Matchstick Men (2003), por ejemplo, fue pequeño. Dependiendo de la historia creo el universo que ésta requiera. El set es un personaje tan importante como los actores que protagonizan la película, porque es lo que genera el ambiente. Es decir, es el sitio por el que los actores caminarán, así que si es grandioso, eso se verá reflejado en la actuación. Si una locación no es increíble, la película se viene abajo.

ESQ: ¿Qué tipo de instrucciones específicas le diste a tus actores en el caso de Exodus?
RS: Cambian minuto a minuto, día a día y segundo a segundo. Filmamos, revisamos la pantalla y sólo entonces vemos qué hacemos. No es complicado. Lo mantengo muy simple. Con algunos actores como Anthony Hopkins [con quien trabajó en Hannibal, en 2001] es más simple aún. Con alguien así no llegas y le dices algo como: “Piensa en el significado de la vida”. Me respondería: “¿Es broma?”. No funciona así.

ESQ: ¿Ha evolucionado tu manera de filmar una batalla?
RS: Sí. Black Hawk Down (2001) tiene 16 escenas del estilo. Filmar batallas es muy complicado porque el riesgo de que alguien se lastime es alto. Implica tomar precauciones y trazar cada detalle con anticipación. En esos casos sí coordino ensayos con un experto en stunts. ¿Cómo logré, por ejemplo, que 200 carros romanos cayeran por un acantilado en Exodus? En esta escena, en la que Ramsés persigue a Moisés, no podía darme el lujo de perder 200 coches reales, así que subimos a los actores a un carro, dejamos que los arrastrara un jeep hasta el borde del acantilado y una vez ahí, cargamos al elenco con un cable y replicamos el efecto digitalmente. Fue muy complejo.

Este Soy Yo: Noah Wyle

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

Actor, 43 años, Los Ángeles, California

> Los papeles que interpreto han mejorado con el paso de los años. En ER sólo fui un doctor que se tropezaba con todo.
> Cuando tenía veintitantos, dejé de tener vida privada. O más bien mi trabajo se convirtió en mi vida privada. Durante años fui una de esas personas que tuvo un programa tan exitoso que prácticamente dejó de hablar con su familia: por ER trabajé 80 horas a la semana durante 11 años de mi vida.
> Ya no podría regresar a ese ritmo de vida. Dejé ER cuando me convertí en papá. Mi hijo nació un martes y la producción me dio permiso de faltar dos días para poder estar con él. Recuerdo que el jueves, cuando fui a trabajar, salí de casa a las siete de la mañana y volví a las 10 de la noche. Él ya estaba dormido. El viernes pasó lo mismo, y el sábado igual. El lunes siguiente fue el primer día de mi vida en que llegué al set y me la pasé mirando el reloj. Me di cuenta de que era la primera vez en mi vida en que prefería estar en otro lugar. Así que renuncié.
> Sigo en contacto con mis compañeros de ER. Invité a Eriq [La Salle] a mi boda, pero no pudo ir porque estaba grabando un episodio de Under the Dome en Carolina del Norte. Después vi a Alex Kingston, cuando mi esposa y yo viajamos a Nueva York y ella interpretaba Lady Macbeth en la obra dirigida por Kenneth Branagh. Por último, el señor [George] Clooney me mandó un mensaje de texto para felicitarme por mi boda.
> Es impresionante que aún cuando he trabajado en series como ER y Falling Skies, lo que más me pregunta la gente es cuándo haré otra película de The Librarian. Creo que el éxito de esa franquicia se debe a que el atractivo de la historia que narra es universal.
> Aunque han pasado siete años desde la última vez que participé en una película de The Librarian, tan pronto me puse el disfraz de Flynn me sentí como si nunca me lo hubiera quitado. Después de media década de interpretar a Tom Mason en Falling Skies —y de pasar todo ese tiempo pensando en el Apocalipsis—, Flynn es como medicina para el alma.
> Falling Skies ha sido una catarsis emocional y psicológica. Al analizar la situación de mi personaje empecé a a pensar en mis hijos y en lo que haría para evitar que sufrieran. Eso implica una carga emocional inimaginable. [La nueva serie de televisión] The Librarians es completamente diferente. Ahora puedo salir a trabajar sabiendo que interpretaré un papel que me permitirá satisfacer las ambiciones que tenía cuando era más joven y tenía claro lo que un actor debía ser.
> Flynn es una versión mejorada de mí, es el hombre que desearía ser. Posee un verdadero joie de vivre, no se toma nada demasiado en serio y me encanta su gran sentido del humor. Además no se deja intimidar por nada. Es competente y posee gran inteligencia. Es mi ideal.
> Me casé el 7 de junio y fuimos de luna de miel a París. Una noche tuvimos insomnio debido al del jet lag y no logramos dormir. Por casualidad revisé mi correo y en mi bandeja de entrada había una primera versión del tercer episodio de The Librarians. Como era el primero en el que yo no aparecería [Noah sólo actúa al principio y al final de la temporada], le puse play y lo vimos [se ríe]. Cuando terminamos, le dije a mi esposa: “¡Ehhhh! ¡Funciona! ¡Tenemos una serie!”. Era un capítulo sin Flynn y funcionaba perfecto.
> La televisión ha sido un medio muy productivo para mí. Lo único que me ha tentado a alejarme de ella es que ahora soy papá. Las producciones ya no siempre se llevan a cabo en Los Ángeles y eso implica que debo pasar mucho tiempo alejado de mis hijos. Una serie que tiene sólo 10 ó 12 capítulos por temporada puede funcionar, pero para ser honesto no sé cuánto tiempo podré aguantar trabajando en Falling Skies y The Librarians de manera simultánea.
> Cuando tienes un hijo de 11 años y una niña de ocho, sabes que te sentarás en el sillón y dirás: “¿Qué vamos a ver?”. Ella responderá : “Mi pequeño Pony”, y él: “Los Simpson”. Y tú pensarás: “¡Ah! No hay un punto intermedio, nada que los tres podamos ver juntos y logremos disfrutar”.
> Mientras más crecen, más trabajo me cuesta viajar con ellos. Cada vez tienen más partidos de futbol, fiestas de cumpleaños y actividades en la escuela. Por eso trato de no estar lejos de ellos más de dos semanas.
> Mi hijo es el mejor regalo que pude haber recibido. Se me hace un nudo en la garganta con sólo decirlo. Por eso me siento tan culpable cuando lo dejo por viajes de trabajo. Recuerdo que una noche lo llamé y le dije: “Sé que esto es difícil para ambos”. Él me respondió: “Sí, también te extraño papá, pero a la vez estoy muy contento de que estés trabajando en Falling Skies. De verdad me gusta esa serie, y si por ella debes estar lejos, no importa. Estoy feliz”. Gracias a esa conversación pude quitarme media tonelada de presión de la espalda, fue como si mi hijo me diera permiso de estar fuera y eso cambió por completo la experiencia para mí.

[recuadro]

Noah estrenará la quinta temporada de Falling Skies en 2015, pero cierra el año con The Librarians, una adaptación de las películas de ciencia ficción que se estrenaron en televisión en 2007. La primera temporada arranca en diciembre, y el actor compartirá créditos con John Larroquette, John Kim y Rebecca Romijn.

Una novela arquitectónica

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

Además de ser crítico literario y editor de la revista La Tempestad, Nicolás Cabral acaba de publicar su primera novela: Catálogo de formas, la historia de un arquitecto a través de miradas múltiples.

     Nicolás Cabral estuvo a punto de construir edificios en lugar de textos. Antes de convertirse en editor fue arquitecto, e incluso completó el proyecto de una casa en Celaya. El escritor David Miklos —con quien Cabral colaboró en 2006 en Cuaderno Salmón, revista de creación y crítica literaria— dice que Catálogo de formas es un ajuste de cuentas que su amigo y colega hace con la arquitectura.

     Es un placer toparse con una novela como ésta, que el autor terminó en 2010 y apenas se publica. Nada le sobra, y no lo digo porque sólo tiene 96 páginas y se lee de una sentada, sino por la precisión del lenguaje, despojado de los vicios a veces característicos del género.

     Todo en Catálogo de formas remite a la arquitectura. Cabral comenzó a escribirla cuando llegó a su mente la imagen de un anciano suicida. ¿Por qué un hombre querría matarse a los 80 años? Entonces recordó a Juan O’Gorman, el pintor y arquitecto mexicano que se suicidó a los 77 creyendo que se habían arruinado sus obras (la más importante es quizás el conjunto de murales que cubren la Biblioteca Central de la UNAM). Y así, pensando en él, empezó a trabajar su novela.

     Más allá de la influencia que la figura histórica tuvo en su texto, Cabral construye a su personaje principal —el Arquitecto— a través de distintas voces narrativas: su mujer, su hijo, su hermano, un tipo que toca la pianola, un estudiante universitario que conoce su obra en una de sus clases y su amante. El Arquitecto cubre un edificio con piedras pequeñas y Cabral edifica su novela con ladrillos que definen la imagen que el lector se lleva de su protagonista, un genio, loco y pervertido. Observarlo trabajar es hipnótico porque esa sensación transmiten las voces que lo retratan. La novela remite a una pintura cubista: rompe la estructura convencional para ampliar la perspectiva. La obra de Cabral, como un lienzo de Picasso, representa distintas vistas de un objeto en un mismo plano.

     El escritor y poeta parisino Philippe Ollé-Laprune —actual director de Casa Refugio Citlaltépetl— piensa que la arquitectura es el arte autoritario por excelencia. Se planta ahí frente a uno. Es imponente, y en consecuencia se pregunta si lo que Cabral hace con su novela no es también una analogía entre este arte y la escritura. Dice que las voces que describen al Arquitecto —que lo rodean— no son meros personajes, sino arquetipos.

     El suicidio del Arquitecto permea todas las voces de la novela. A la vista —desde sus ojos— está el precipicio. A la vista de los otros —quienes lo miran— está él con el vacío frente a sí. Cabral erige y derrumba a su personaje como un maestro constructor y uno lo sigue con la fascinación de quien admira a su arquitecto acomodando piedra por piedra en un mural.

Este Soy Yo: Francisco Hinojosa

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Originalmente publicado en Esquire no. 73 (PDF aquí)

Escritor, 60 años, Ciudad de México

  • Aunque mi trabajo suele relacionarse con literatura infantil, tengo muchos libros para adultos: poesía, crónica, ensayo y una especie de novela en verso, que se llama Poesía eras tú. Tengo hasta el guión de una ópera.
  • El humor negro, que es algo que me atrae, está mucho más presente en la literatura para adultos que en la infantil. Por eso lo que escribo para niños es un humor mucho más sencillo y plano, pero que depende de la exageración. Es algo que funciona muy bien.
  • El humor negro funciona muy bien en nuestro país a pesar de que tenemos una literatura bastante solemne. André Breton vio a México como el país del humor negro y sin embargo en su antología de ese tema no incluyó a ningún mexicano. Él lo veía como el ámbito en el que nos podemos burlar de la muerte con calaveritas de azúcar y hacer calaveras, esos versos dedicados a personajes vivos pensando que ya murieron.
  • Aunque este humor es muy particular de los mexicanos, el que aparece en mi novela [Emma] no tiene que ver con ese humor negro. Ésta parte de un principio distinto: imaginar una escuela de sexo y prostitución —algo que no es común— y de una cantidad de referencias y guiños que hace a diversos autores y novelas. Eso creo que sí puede provocar cierta risa.
  • El desarrollo de Emma fue un proceso de nueve años, desde que la inicié y hasta que se imprimió. Tuvo distintas versiones. La primera fue una novela más tradicional, que no me gustó. La dejé reposar un buen rato y después la volví a leer, pero dije: «No, esto es lo que hace un novelista, y yo no soy un novelista».
  • Yo soy un cuentista al que le gusta mucho experimentar con otros géneros. Entonces, aunque de alguna manera tenemos que clasificar a Emma como novela porque no nos queda de otra, creo que como novela es muy atípica.
  • El hecho mismo de que yo exhiba el trabajo que hay detrás de ella [en la novela aparecen frases y párrafos enteros tachados] implica que muestro ese desarrollo creativo. Es un proceso creativo que puedo compartir con muchos autores, pero que ellos no exhiben. Por ejemplo, de pronto mato a un personaje y me pregunto: ¿Cómo es eso posible?». Entonces a la mera hora me arrepiento y digo: «Me va a servir de otra manera». Así que lo tacho, para mostrar que en ese momento tuve la duda de acabar con él y al final lo dejé vivo. Esa experimentación me gusta y provoca que no sea una novela tradicional.
  • Emma no es pornográfica ni erótica, sino una novela que toma el lenguaje de la pornografía y lo utiliza para un momento de sexo explícito, pero como un acto desangelado que no tiene ninguna trascendencia dentro de la novela. Es decir, no sirve para crear una descripción a fondo, sino una mera referencia. Lo que me interesaba era rescatar el mundo de la pornografía como el negocio que es. El punto era que existen profesionales de la pornografía —desde las que administran un burdel hasta las que hacen table dance—, pero ¿de dónde se graduaron? No hay una escuela. Bueno, yo la inventé.
  • Poesía era tú fue novela que escribí en verso. Un novelista diría que no es novela, que quién sabe qué sea. Incluso alguna vez fue criticada como poesía. Alguien dijo que cómo era posible que Francisco Hinojosa hubiera escrito eso pensando que era poesía. Yo pienso que no lo entendió.
  • Creo que todos los que son héroes para los niños pueden ser héroes para los adultos. En cambio los héroes de los adultos no son siempre son los héroes de los niños.
  • Un buen superhéroe es aquel con el que compartes otros mundos.
  • Me han invitado un par de veces a la Facultad de Filosofía y Letras para hablar con los alumnos. Leen algún libro mío y luego lo comentamos con el maestro, pero al final se acercan a mí con su libro de La peor señora del mundo para que se los firme, y me dicen: «Oye, yo empecé leyendo contigo y ahora estoy en Letras». Ése fue un libro que se escapó de mis manos. Tiene vida propia.
  • La peor señora del mundo tiene 22 años de haberse publicado. Cuando lo terminé fue un momento de escritura muy grato para mí. Me tardé cinco horas en escribirla, y creo que han sido las más gratas que he pasado. Al finalizarla, pensé: «Nadie lo va a querer publicar». Y en efecto, la presenté en el Fondo de Cultura Económica y los tres dictámenes fueron negativos. Dijeron: «El tipo que escribió eso está enfermo, ¿cómo puede pensar que una señora que golpea a sus hijos, incluso cuando se portan bien, puede ser la protagonista de un cuento infantil?». Pues al final lo publicó el editor. Al principio tuvo una cantidad de reacciones en contra por parte de padres de familia y escuelas, pero con el paso del tiempo se transformó en uno de los libros más vendidos del FCE y se reedita todo el tiempo.
  • Soy un mal lector de novela. Tiene mucha paja. No toda, por supuesto, pero eso es algo que me pasa con cierta novelística bastante actual. En cambio la poesía siempre está en busca de la palabra correcta. Y eso es lo que me atrapa. Para sacar un libro tardo años, porque siempre estoy buscando cuál es la palabra correcta, la estructura correcta y la frase correcta para lo que quiero decir.
  • Releo a muchos mexicanos y otros consentidos míos. De Octavio Paz hasta Borges. Él me gusta mucho como poeta y como prosista. Creo que junto con Paz es lo más cuidado que hay en cuanto al lenguaje. Por eso son poetas, porque cuando escriben prosa, tienen ese mismo cuidado. También leo mucho a los jóvenes, cuando cae en mis manos una revista o un suplemento, leo lo que están haciendo y me interesa.

Foto: Alessandro Bo para Esquire

La memoria prodigiosa de Margo Glantz

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Originalmente publicado en Esquire no. 73 (PDF aquí)

La escritora mexicana tiene 84 años y más de cinco décadas dedicada a los viajes, la docencia y la literatura. Yo también me acuerdo reúne sus más preciadas memorias con una estructura magistral: leerlo es una experiencia circular, en la que la autora siembra una tema (un recuerdo), para luego retomarlo y relacionarlo a otros tantos como si fuera un árbol con ramificaciones sin fin.

ESQUIRE: En esta etapa, tras tantos años de haber escrito, ahora se pueden encontrar compilaciones como las del FCE, que reúnen un trabajo de muchos años, ¿qué representa para usted estar en ese momento donde se puede voltear hacia atrás y ver todo eso?

MARGO GLANTZ: Por un lado es ambivalente, porque es muy fascinante ver cómo en tomos donde se reúne la obra que se ha escrito a lo largo de toda una vida, hay ciertas líneas muy bien trazadas en donde hay vasos comunicantes y se ve cómo hay una concatenación de temas, de organización de esos mismos temas y empieza a visualizarse a una persona que ha tenido ciertas preocupaciones y que están muy bien plasmadas en ese tipo de libros. Por otro lado, el hecho mismo de que sean libros tan gordos, tan monumentales, le da a uno grima porque le da la impresión de que ya se volvió uno muy institucional, y a mí ese tipo de cosas siempre me preocupan, a pesar de que estoy en instituciones muy institucionales, valga el pleonasmo, como la Academia de la Lengua. Por un lado hay una gran satisfacción de ver que las cosas que uno ha escrito de manera dispersa se reúnen en cuatro volúmenes que son fáciles de consultar. Por otro lado, son difíciles de leer, porque son libros muy gruesos. A mí me gusta leer en la cama y es imposible llevarse esos libros a la cama. A veces siento que es necesario traer un atril como en la época medieval. Pareciera que obligan a uno a quedarse ya definido en una especie de hecho consumado, y yo quisiera tener siempre una movilidad hacia adelante. Creo que la sigo teniendo, afortunadamente.

ESQ: Se reconoce siempre en sus primero textos, o al releerse hay algo quela lleve a pensar: «Ésta no soy yo»?

MG: Cuando acabo de escribir un libro, releerme me da nauseas. He trabajado tanto el texto y me ha costado tanto trabajo hacerlo, que cuando lo termino no lo quiero volver a leer. Me da horror. Sin embargo, cuando releo las cosas de hace mucho tiempo, me da gusto. A veces digo: Caray cómo escribí yo esto. Qué padre. Me admiro de mí misma, lo cual es un narcisismo maravilloso y engañoso. Una cosa que me pasó particularmente con este libro de Yo también me acuerdo es que es un libro que me da mucho placer releer. Ya ahorita no, pero cuando me lo entregaron hace como diez días, me emocionó tanto que lo releí dos veces seguidas, así como lo escribí. Y me gustó. Me gustó releerlo. Fue un cambio, porque generalmente nunca quiero releer lo que acabo de escribir. Me parece reiterativo y estoy fatigada del trabajo que me costó hacerlo, pero este libro sí me dio gusto releerlo. No sé qué quiere decir eso.

ESQ: ¿Cómo ha vivido la transformación en la relación que tiene con sus lectores? Hay gente que la han seguido mucho tiempo y hay otros que hoy apenas la están descubriendo, incluso por Twitter.

MG: Twitter me ha ayudado mucho a tener más lectores. Como es un medio divertido, uno tiene que ser ingenioso. A la gente le divierte leerlo y gracias a eso buscan los libros que uno ha escrito. Me ha ayudado mucho el Twitter y me gusta esa retroalimentación. En Yo también me acuerdo he utilizado varios tuits que escribí, reformándolos, mejorándolos, quitándoles cosas, lo que es un poco difícil porque son 140 caracteres. De cualquier manera, Twitter ha sido un ejercicio muy provechoso para mí en muchos sentidos: en la relación con los lectores, con la realidad, con los nuevos medios de comunicación y con mi propia escritura por la exigencia que la síntesis de los 140 caracteres imponen. Es una cosa bien interesante. Un ejercicio de constricción que termina volviéndose casi automático, porque el cerebro se adapta. Así como se adapta cuando escribo artículos para La Jornada que ya sé que son 4,000 caracteres y que tengo que regirme por los 4,000 caracteres con espacios, ya casi me salen automático 3,960, ó 4,001. Sé que tengo que pulir un poquito pero ya se conformó mentalmente el tipo de escritura. Para eso, Twitter es muy útil.

ESQ: La relación del escritor con los lectores antes era más reservada y ahorita se permite más la interacción. ¿Cómo percibe ese cambio? ¿Cómo ha ayudado —o no— al acceso a la literatura?

MG: Como todo, tiene sus pros y sus contras. Sí favorece la comunicación de una manera masiva, más instantáneas y evidente. Por otro lado favorece la frivolidad, el elogio fácil, la falta de respeto por la actividad del escritor, y puede ser muy perverso. Pero así son todas las cosas, tienen siempre aspectos contradictorios. Yo creo que es una nueva forma importante de comunicación, a la que nos estamos adaptando, que está transformando completamente, no solamente nuestra forma de escribir sino nuestra forma de pensar. Y responde mucho a nuestro mundo actual, que ha cambiado totalmente, de una manera vertiginosa, muchas de las estructuras tradicionales de pensamiento, de organización y de comunicación.

ESQ: Usted ha leído toda su vida. ¿Tiene algún «arrepentimiento literario»? Y, por otro lado, ¿qué autores o textos aún sigue?

MG: De mi infancia releo de vez en cuando a Dumas, Julio Verne y [Joseph] Conrad, que lo leí muy joven. También a [Leon] Tolstoi, muchos norteamericanos como John Dos Passos, John Steinbeck y los escritores de la primera mitad del siglo XX que fueron muy importantes. Muchos escritores del siglo XIX, por ejemplo, Jane Austen, las Brontë o Charles Dickens, Wilkie Collins que me gusta mucho, porque es una especie de primer gran novelista policiaco, y a mí me interesa mucho la novela policiaca. Leí toda mi vida a [Jorge Luis] Borges, porque era importantísimo para mí. A veces no podía escribir si no tenía un libro suyo al lado. Roland Barthes fue muy importante también. Son autores a los que vuelvo constantemente. O [Marcel] Proust, que era mi autor de cabecera: cuando tenía yo un problema, era como mi Biblia. [Georges] Simenon es otro de los escritores que me fascina, no sólo por su escritura, sino por su vida y porque me encanta ver los programas en donde se reproducen las cosas de Simenon y que, además, vuelven a manejar, un mundo en el que yo viví cuando era estudiante, como el París de los años 50. Es decir, la reproducción tan perfecta de ese mundo, las calles, la comida, los restaurantes, la forma de vestir de la gente, cómo caminaban los niños, los autobuses y automóviles de entonces. Todo eso se vuelve parte de mi pasado. Es como ver la exposición de Robert Doisneau, que fotografía el París que yo viví: un Paris muy oscuro, precario, ennegrecido por la mugre y por el tiempo, donde la gente era pobre, y viajaba en el Citroën que era un carrito que parecía lata de sardinas. Entonces la gente se vestía de negro y había una consciencia política interesantísima. Entonces veía yo a [Jean-Paul] Sartre y a Simone de Beauvoir en el Deux Magots, eran gente común y corriente. Me paseaba, iba al College de France y oía a gente tan extraordinaria como [Martín] Buber, o veía teatro nacional popular. Todo ese periodo de mi vida que fue muy importante, y lo recreo leyendo a Simenon.

ESQ: ¿Por qué el primer género en el que comenzó a escribir fue el ensayo? ¿Qué fue lo qué más le atrajo de eso?

MG: Yo soy profesora. Tengo casi 60 años de enseñar, o quizá un poco menos: 55. El ensayo es una de las cosas fundamentales para un investigador. Creo que es tan productivo, tan interesante y tan creativo como la escritura de ficción. Ahorita estoy más interesada en la escritura de ficción porque normalmente me surge más que el ensayo. Hoy me está costando más trabajo el ensayo porque exige otro tipo de organización mental, un rigor muy importante con el texto y con la tradición de las fuentes. A veces siento que ya pasó esa época para mí y que ya no me voy a dedicar más a eso, pero siempre tengo invitaciones para congresos y me interesa volver a trabajar en géneros que no he retomado o en los que podría profundizar. En muchos de mis libros de ficción, el ensayo está muy presente, como en El Rastro (2002), en donde están mis ensayos sobre Sor Juana y en Saña (2007).

ESQ: Hay cierta resistencia en la escritura por traspasar varios limites, pero no es su caso. Simplemente experimenta ¿Dónde está ese límite de decir «voy a dar un paso más»?

MG: Estoy más vieja, tengo más experiencia y muy poco que perder. Así que me lanzo. Soy muy espontánea. En mi vida he hecho muchas cosas sin darme cuenta de que las hice. Y cuando las rememoro siento que algunas fueron bastante osadas. Yo no creo que transgreda, pero probablemente lo haga. Quizá he tratado temas que pocas mujeres en mi época trataban. Cuando escribí un libro como Apariciones (1996), donde hablaba de las monjas trabajando, tomé personajes de mi novela, pero también había una historia de unos amantes en donde la vida sexual de ambos es muy carnalizada en el texto. Mucha gente me decía: «Margo ¿Cómo escribes eso? Yo no puedo dar una clase con tu libro». Y yo decía: «¿Por qué un varón puede escribir ese tipo de cosas y nadie se asombra demasiado?». También puede haber problemas con esa escritura, pero es mucho más complicado con la mujer. Siempre cuento esta anécdota: un amigo mío, muy querido, cuando hice la traducción de George Bataille de los libros que fueron considerados pornográficos en su tiempo, me dijo: «Te felicito porque hiciste una traducción pierniabierta», y eso no se lo hubiera dicho a un hombre. Que plantea que de repente yo estoy incidiendo en temas, que se supone que son lógicos en un hombre, pero no en una mujer. Trabajar a Bataille, traducirlo, escribir cosas de erotismo. Luego hay gente que ha trabajado el erotismo, pero siento que no como yo. No me quiero hacer tampoco muy original, pero creo que lo vulgarizan, lo minimizan, porque hay una concesión con el lector. Cuando escribo, escribo como yo creo que debo de escribir y si lo van a leer bien o no lo van a leer bien, también, no me importa. A la larga tengo dificultades para que me lean porque soy una word seller. Cada vez tengo más lectores y más jóvenes, lo cual me gusta mucho. Acaba de hacerme una entrevista un joven de la facultad de filosofía y letras que leyó muy bien mis cosas, o este señor que acaba de irse, me ha realizado entrevistas desde hace veinte años, sobre temas de tipo erudito de mis trabajo sobre Cristóbal Colón, Hernán Cortés o La Malinche, y que sigue paso a paso lo que yo he escrito, tanto en ficción como en ensayo. Lo cual me da un gusto enorme.

ESQ: De primera impresión, pareciera que Yo también me acuerdo es un flujo de ideas, pero cuando uno continúa leyendo, hay una conexión muy clara entre todo. ¿Cómo armó la estructura?

MG: Hay un trabajo consciente e inconsciente a la vez. Uno va escribiendo recuerdos, los recuerdos se van acumulando, se van procesando unos a otros, pero es imposible dejarlos así. No tiene sentido si no hay una coherencia en el libro y continuidad del recuerdo. Utilicé varias frases de Twitter para mi libro, pero también tuve que reconfigurar y reestructurar las frases para todo tuviera densidad y consistencia. Ése es el trabajo del escritor. Cualquiera puede escribir Yo también me acuerdo. Todo el mundo ha hecho algo así alguna vez. Sin embargo, un texto así exige un trabajo muy importante de organización. Hay muchas cosas que se van trabajando, desde los temas filológicos —¿qué es un apotema?—, los significados de las palabras —¿qué significa chorlito? ¿qué significa mula? ¿qué significa arroba?— ese tipo de cosas que también es un trabajo académico, que se maneja en el texto de una manera más ficcional pero exige un trabajo de estructuración, aunque la primera parte sea completamente espontánea.

ESQ: Sus crónicas de viaje son muy particulares. ¿Cómo cambia el momento en el que usted lo vive y cuando lo pasa al papel?

MG: Cuando viajo hago diarios y regresando a México inmediatamente escribo textos para La Jornada. Eso para mí es muy importante, porque implica organizar material —que está muy disperso en los diarios— en algo mucho más coherente. El diario me dispara recuerdos y a veces me basta una frase para armar todo un texto. Eso me permite que, de manera fragmentaria, vaya yo organizando los viajes. Muchos de los textos que están aquí son fragmentos de viajes que ya había escrito. Este libro es también la historia de mi escritura. Me he autoplagiado muchas veces en el texto. Como lo digo en el libro: el orden de los factores, en literatura, altera definitivamente el producto. Por eso son textos ya nuevos, porque se han renovado al escribirlos en este contexto. Eso es importante y espero muy pronto dedicarme a dos libros que estoy escribiendo ahorita y se han quedado varados: el de los viajes, que tengo que organizarlo bien —del cual ya publiqué una parte en Coronada de Moscas de Sexto Piso— y otro libro que escribí hace quince años —no le digo cómo se llama porque eso es de mala suerte— y habla de qué son los dientes. A todos les parece un tema absolutamente absurdo y me preguntan por qué voy a escribir un libro sobre cómo me cura el dentista, pero todos hemos pasado por eso, que es horrible, y al mismo tiempo, sin los dientes no podemos hacer nada. Para mí es fundamental ese tema. Lo estoy escribiendo y está a empezando a salir algo interesante, pero tengo que dedicarme al cien por ciento a ese texto para que funcione como creo que está funcionando Yo también me acuerdo.