Con fe y buen ritmo, mexicanos gozan posadas en Xochimilco

Originalmente publicado en The Associated Press, diciembre de 2022 (link aquí)

Versión en inglés aquí.

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Ya con la túnica de terciopelo puesta y el sombrero ajustado, a Miguel Zadquiel sólo le falta colocarse la máscara y escuchar el primer golpe del tambor para empezar a bailar.

“Por cada sonido que hace, yo muevo los pies”, dice como si la música ya sonara en su cabeza. “Da un golpe y yo muevo un pie, el otro. O doy una vuelta y muevo los hombros. Cada quien tiene su estilo”.

A sus 14 años, Miguel ya es un orgulloso integrante de la comparsa “Brinco de fe”, un grupo de medio centenar de bailarines conocidos como “chinelos” que del 16 al 24 de diciembre encabezaron una serie de procesiones católicas en Xochimilco, un barrio al sur de Ciudad de México.

El recorrido forma parte de la temporada de posadas, pero en esta zona de la capital cumple un propósito adicional: celebrar al Niñopa, una representación del niño Jesús que los vecinos estiman como su patrón.

Las posadas son una tradición del México posterior a la conquista. Se llevan a cabo durante nueve noches y en cada una los devotos recuerdan el peregrinaje de José y María para buscar refugio antes del nacimiento de Jesús.

Para ello, un hombre y una mujer se disfrazan como la pareja y peregrinan acompañados de algunos vecinos mientras sostienen veladoras o luces de bengala. Al llegar a una casa previamente seleccionada tocan la puerta, intercambian una canción con quienes esperan al interior y pasados unos minutos ingresan para celebrar juntos la llegada de Jesús.

En Xochimilco las posadas involucran todos los sentidos. Al ritmo del tambor, el clarinete y la trompeta, uno se siente tentado a bailar mientras camina, como los integrantes de la comparsa de Miguel. En el trayecto se reparten gorros de colores, globos y reguiletes. Los fuegos artificiales hacen su aparición de manera inesperada y apenas da tiempo de sacar el teléfono para inmortalizar el instante.

“Primera vez que vengo y me ha encantado. Es muy alegre todo, muy feliz”, dice Donaldo López, un mexicano de 25 años que vive en otro barrio pero se unió a la posada del Niñopa por invitación de su hermana, que recientemente se mudó a Xochimilco.

A su costado hay dos niñas pequeñas que sueltan un puñado de confeti sobre la calle mientras su madre prepara su cámara para fotografiar al festejado, una figura de madera del tamaño de un bebé de carne y hueso que hoy viste de blanco.

Nadie sabe con certeza quién talló al Niñopa, pero se cree que fue hallado cerca de la catedral de Xochimilco después de la conquista española. A la fecha se le considera milagroso y sus devotos suelen rezarle cuando un familiar enferma y esperan su recuperación.

“Hemos visto varias historias de él en internet y varios conocidos nos han contado cosas que les ha cumplido”, cuenta Fernanda Mimila, de 20 años. “A mí y a mi familia siempre nos pasa que cuando lo vemos de cerca o lo vemos pasar en algún lugar sentimos la vibra y nos dan ganas de llorar”.

Antes se permitía que sus devotos lo cargaran durante la procesión pero ahora se le cuida con esmero. Se calcula que tiene unos 450 años, así que las precauciones nunca están de más.

No se puede exponer a la luz solar, al flash de las cámaras o a la humedad, explica Abraham Cruz, cuya familia organizó la sexta posada de esta temporada invernal. A sus espaldas, en lo que parece ser la cochera de la vivienda, el Niñopa luce sonriente y tranquilo desde una suerte de altar casero mientras inicia la procesión.

Tener al Niñopa en el hogar es el honor de una vida. El respeto y cariño hacia esta representación de Jesús se transmite de una generación a otra y organizar una posada en su nombre es tan deseado que se solicita con décadas de anticipación. La fiesta de hoy se asignó hace diez años, pero la segunda de la temporada se comprometió hace 28, asegura Abraham.

Asumir esta responsabilidad implica planeación y ahorro, pues la familia que organiza la posada debe costear hasta el último detalle: desde los globos que flotan sobre las cabezas de los participantes hasta la misa y los tacos que se ofrecen a todo el que guste formar parte del festejo.

Como en otros barrios de México, en Xochimilco existe una “mayordomía”, una familia o grupo de personas que se encargan de salvaguardar alguna imagen sagrada para la comunidad. Este rol también tarda décadas en asignarse y cuando eso ocurre, las familias destinan un espacio de su casa para él.

Durante las nueve posadas, el proceso se repite día tras día: los posaderos elegidos para la jornada recogen al Niñopa en la mayordomía, lo trasladan a una iglesia donde se celebrará una misa, ofrecen un almuerzo en su honor y luego lo llevan a casa, donde otros devotos lo visitan y esperan a la procesión nocturna, que concluirá con su regreso a la mayordomía y los cantos de acompañamiento a María y José.

A la caminata nocturna se unen miles de personas. Las parejas se toman de la mano. Los nietos empujan las sillas de ruedas de sus abuelos y los padres abrazan a sus hijos pequeños para calentarlos si sienten frío.

Al frente de la procesión avanza la comparsa junto a la banda de música. Le siguen María y José disfrazados y al final el Niñopa, que para su protección viaja cómodo y seguro en una camioneta BMW.

Vestida de rosa al igual que sus pequeñas, Magda Reyes toma las manos de sus hijas de siete y once años mientras cuenta que ha asistido a las posadas del Niñopa desde que era niña. “Xochimilco es muy devoto de lo que representa. Mi mamá me traía (a las posadas) y ahora yo traigo a mis hijas”.

Para muchos, la noche más especial llega con la última posada, el 24 de diciembre.

Después de la procesión, cerca de la pareja que representa a María y José, los asistentes cantan para arrullar al “niño Dios”, como le llaman con cariño. La canción del pueblo se escucha sin importar que él ya esté dentro de casa y pocos puedan verlo. Es una voz colectiva para recordarle que lo quieren y lo cuidan, tal y como él les da su bendición.

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AP Foto: Eduardo Verdugo

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

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Gracias, Virgencita: un año más en la Basílica de Guadalupe

Originalmente publicado en The Associated Press, diciembre de 2022 (link aquí)

Versión en inglés aquí.

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — En la voz de Yamilleth no hay rastro de duda. Una vez más, Nuestra Señora de Guadalupe la salvó.

“Ayer que salimos de ver a la Virgen yo andaba con mi teléfono y no sé cómo lo perdí… Marcamos al número mío y gracias a Dios una señora contestó. Todos me decían ‘no lo vas a recuperar’ y yo dije ‘virgencita, no puedo regresar sin mi celular’. Como a la hora, la señora me lo llevó. Te digo: es el milagro que la Virgen me hizo”, contó a The Associated Press.

Éste no es el primero ni el más importante de los favores que Yamilleth Fuente dice haber recibido de su Virgen, sino un recordatorio de que siempre la cubre su manto protector. Por eso, como millones de devotos, esta salvadoreña de 49 años viajó miles de kilómetros para visitar la Basílica de Guadalupe, que resguarda la aparición mariana más importante de México.

En 2014, cuando Yamilleth enfermó de cáncer, también se encomendó a su Virgen y ahora asegura que le debe cada aliento. Cuenta que es devota desde hace décadas y su familia comparte su fe.

“Toda la vida he querido a la virgencita y antes hasta soñaba con ella”, aseguró. “Mi hija se llama Alexandra Guadalupe porque es un milagro de la Virgen”.

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El primer creyente se llamó Juan Diego.

Una madrugada de 1531, este indígena caminaba cerca del cerro del Tepeyac cuando el canto de unos pájaros atrajo su atención. Decidió parar y tras un instante de silencio la escuchó.

“Mi Juanito, mi Juan Dieguito”.

Era Ella y, en su voz, su nombre.

Habían pasado diez años desde la conquista española, por lo que México era un territorio de indígenas que habían renunciado a sus creencias para abrazar otra fe.

Juan Diego subió al cerro y en lo alto vio una doncella de pie. De acuerdo con el Nican Mopohua —un documento del siglo XVI que según la Iglesia Católica narra esta aparición—, Ella llevaba un vestido que resplandecía como el sol y las rocas bajo su pisada parecían jades.

Era la Virgen María, la Madre de Dios, y habló en náhuatl. Usó el lenguaje de Juan Diego para demostrarle cuánto lo amaba y le hizo una petición: construir una “casita sagrada” para poner a Dios de manifiesto y ofrecerlo a la gente.

“A Él, que es mi mirada compasiva; a Él, que es mi auxilio; a Él, que es mi salvación”.

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La Basílica de Guadalupe es visible a kilómetros de distancia. Su cuerpo es redondo y sobre su techo hay una estructura que simula el manto de la Virgen. Esto envía un mensaje: Ella cobija a todos, tal y como siente Yamilleth.

Los mexicanos conocen la zona como “La Villa” y a su alrededor el movimiento no cesa. Por sus accesos peatonales fluyen peregrinos locales o extranjeros. Lo mismo llora un bebé desde su carriola que un anciano apoyado en su bastón.

Algunos asisten a misa. Otros se persignan y se van. Muchos prenden cirios afuera del templo.

La fe en la Virgen de Guadalupe no choca con otras creencias. Es usual observar fieles que entran al santuario entonando canciones típicas de sus pueblos o vistiendo ropas autóctonas.

“Nosotros somos de la Comparsa Axolotl Niño Dormidito”, dijo a AP Guadalupe Rodríguez, una mujer sonriente que fotografía a sus compañeros, unos danzantes con quienes caminó desde un barrio ubicado a unos 25 kilómetros de ahí.

Son casi una decena. Visten túnicas de colores, sombreros que parecen tambores y máscaras de hombres barbados. Mientras avanzan interpretan un baile que surgió como una especie de burla hacia los conquistadores.

La Basílica actual es el edificio más nuevo del complejo. Data de 1976 y, según el gobierno de Ciudad de México, el 12 de diciembre pasado recibió a 3,5 millones de fieles que celebraron la aparición de la Virgen hace casi 500 años.

A su alrededor hay otros santuarios: un exconvento, una capilla y la primera parroquia en la que se edificó una ermita para la Guadalupana. Ninguna, sin embargo, tiene un tesoro como el de la nueva Basílica.

Un manto que cuelga al centro del recinto es la prueba del milagro. Desde ahí, como alguna vez miró a su Juan Dieguito, la Virgen de Guadalupe observa al resto de sus hijos. La protege un vidrio que ha resistido atentados y se la puede ver a pocos metros desde una banda móvil que pasa bajo sus pies.

Ahí no se permite tomar fotos pero para sus fieles eso no resta emoción al encuentro. “Ni te puedo describir cómo lloré”, contó Yamilleth.

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En algunas creencias, la iconografía es fundamental. Es lo que ancla la fe y la materializa; lo que le da cuerpo al nombre.

Para los mexicanos, la Virgen de Guadalupe también es la “Morenita” porque su rostro es mestizo. Representa a esa Iglesia nueva que pidió erigir.

En una edición comentada del Nican Mopohua que el canónigo Eduardo Chávez publicó en 2017 se cita un relato que se cuenta sobre la Virgen en Veracruz, un estado en el Golfo de México. “Su rostro no es ni de ellos (españoles) ni de nosotros (indígenas), sino de ambos. Identificarse con su rostro mestizo nos compromete a vivir como hermanos”.

Juan Diego también tiene una carga simbólica. La Aparición implica que Dios habló al hombre a través de su madre y el interlocutor elegido no fue un europeo ni un noble, sino un “indito” o “macehual”. Esto es clave porque supondría que con la manifestación de la Virgen surgió también un rayo de esperanza para los más vulnerables.

Antes de la Aparición, la viruela había matado a casi la mitad de la población indígena. La estructura social, política y económica previa a la conquista había sido destruida. La religión tampoco se salvó. “Fue una tremenda tragedia existencial ver desplazados sus ídolos y templos, aquello por lo que habían dado literalmente su sangre”, escribió Chávez.

A las faldas del cerro que hoy resguarda a la Basílica existió un templo para la diosa Coatlicue Tonantzin y la fecha de la Aparición coincidió con una fiesta indígena anterior a la conquista, pero la Iglesia rechaza que la fe Guadalupana sea un sincretismo. Para ésta es un punto de partida hacia algo nuevo.

“El mundo antiguo se terminó, se colapsó, se destruyó, pero no para desgracia del ser humano. Ese 12 de diciembre de 1531 se verificó este maravilloso encuentro entre el verdaderísimo Dios por medio de su Madre para dar una vida llena de amor y misericordia, para la salvación plena y total”, puntualizó Chávez.

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Una explanada a espaldas de la Basílica parece un estacionamiento de casi cien mototaxis. Junto a los vehículos, sus conductores esperan a un sacerdote que les dará la bendición.

“Cada año venimos a darle gracias a Dios, a la Basílica, a la Virgencita, y para que nos ayude”, explicó a AP Abraham García, dueño de uno de los mototaxis que vive en Nezahualcóyotl, cerca de la capital.

El mexicano de 45 años narra que él y sus compañeros viven en comunidades humildes y siempre tratan de dar un buen servicio. “Este año nos fue bien y nos vamos más bendecidos para tratar de ser mejores personas”.

El fervor hacia su Virgen se observa en cada vehículo. Algunos la llevan estampada en la parte trasera. Otros despliegan su escultura con flores como un altar bajo el retrovisor.

Para la Iglesia Católica, la misma imagen de la Virgen es un milagro. Cuando la “Morenita” le pidió a Juan Diego su casita sagrada, éste acudió al único hombre con el poder de construirla: el obispo. El mensajero se arrodilló en dos ocasiones frente a Fray Juan de Zumárraga, pero él dudó de su palabra y le pidió una prueba de que la petición venía de la Madre de Dios.

Juan Diego volvió ante Ella. Siguiendo sus indicaciones, recogió todas las flores que encontró en el Tepeyac y las guardó en un manto que llevaba frente al pecho. “Con esto le conmoverás el corazón al Gran Sacerdote para que interceda y se erija mi templo”, le dijo al pedirle que llevara las flores al obispo.

Una vez frente a Zumárraga, el macehual soltó su tilma. Con la caída de los pétalos la imagen de la Virgen apareció sobre la tela y ése fue el inicio del culto mariano más importante del país.

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La veneración del manto es uno de los objetos de estudio de la doctora Nayeli Amezcua, académica de la Escuela Nacional de Antropología e Historia.

“Tiene que ver con la importancia de la materialidad en el catolicismo”, refirió a AP. “Es una religión muy sensorial… De muchos objetos a través de los cuales se transmite lo sagrado”.

La experta explica que en el siglo XVI había más de una manifestación de la Virgen María, como la Virgen de los Remedios, pero no todas se insertaron en la sociedad con la misma fuerza. ¿Por qué?

Hay varias hipótesis, refiere Amezcua. Un factor es la potencia de la imagen: la Virgen que se le aparece a Juan Diego está embarazada, con el elemento divino dentro de ella y tiene voluntad propia. La otra se relaciona con los sacerdotes que se hicieron devotos e impulsaron el culto más allá de su área geográfica.

Además, está el milagro. Los santos más importantes de la Iglesia Católica son los más milagrosos, refiere Amezcua, y eso es lo que permite que ésta siga en una suerte de competencia con otras religiones como el pentecostalismo.

“En torno a las imágenes hay narraciones que dan cuenta de milagros, ya sea por un origen milagroso o porque se le reza y concede el milagro”, añadió. “Nosotros podríamos decir que son representaciones, pero para los creyentes las imágenes en sí mismas tienen vida”.

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La Iglesia y los expertos coinciden en que el culto a la Virgen de Guadalupe se fortalece con la oralidad: el devoto le pide algo, Ella lo concede y el milagro se difunde.

Aquella mañana en que Yamilleth visitó la Basílica, llevaba un pañuelo amarillo con la imagen de su Virgen alrededor del cuello. “Yo siempre doy testimonio de que mi vida está muy apegada a la Madrecita”.

En su casa en Sonsonate, al occidente de El Salvador, dice tener más imágenes de Ella.

“Mi vida entera está llena de milagros de Dios y la Santísima Virgen de Guadalupe. Tendrías que sacar un libro por tanto que ella ha hecho en mi vida”, finalizó.

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AP Foto: Eduardo Verdugo

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Música, dulces y flores honran a la Santa Muerte en México

Originalmente publicado en The Associated Press, noviembre de 2022 (link aquí)

Hombres y mujeres de todas las edades caminan con ella entre los brazos, acunándola cerca del pecho como si fuera un recién nacido envuelto en mantas o vestidos de colores. Algunos la llaman “mi niña” o “mi madre”. Para otros simplemente es “La Santa”.  

Como cada primero de noviembre, una calle del barrio de Tepito en la capital de México congrega a decenas de creyentes de la Santa Muerte, una figura representada con un esqueleto cubierto con un habito que la Iglesia rechaza en este país mayoritariamente católico.  

“Es muy milagrosa. Muchos la ven mal, pero ella simplemente se porta bien con la persona indicada”, dice José Luis Candanosa a The Associated Press. 

El mexicano de 33 años cuenta que la vio por primera vez durante un sueño en 2018. En aquella aparición no era una figura en huesos, sino una mujer alta y hermosa. Llevaba un vestido blanco y largo. “Yo no quería creer en ella, pero a partir de ahí ya mis amigos me dijeron ‘quiere estar contigo’”.  

En medio de sus dudas, uno de sus conocidos le regaló una figura de “La Santa” y él le montó un altar en su habitación. Aunque hay fieles que la colocan junto a imágenes de santos de la Iglesia católica, él la tiene sólo a ella y le ofrenda manzanas, dulces, cigarros, vino y semillas, para que la abundancia no falte en su hogar.  

Alrededor de José Luis, docenas de mexicanos caminan con su “Niña” en brazos o la cargan dentro de una mochila que parece un altar móvil, pues conforme avanzan se va llenando de caramelos, rosarios y panes que los creyentes se ofrecen entre sí. Algunos además la rocían con aguardiente y le soplan el humo de un puro para quitarle los males que absorbe cuando la tienen en casa. Así regresa purificada, afirma José Luis.  

La historia de cada seguidor es distinta. Hay quien le pide salud, que un familiar salga pronto de la cárcel o que no le traiga tristeza. En México se le ha vinculado a cárteles del narcotráfico y se cree que sus fieles han crecido en la frontera norte, donde migrantes, pequeños empresarios y gente de la comunidad LGBT se han sumado a su culto.

En las calles de Tepito, lo mismo la veneran mujeres trans que padres de familia. Hay niñas que cargan con figuras diminutas de “La Santa” en sus bolsos de mano, ancianas que la transportan junto a ramos de rosas e incluso una madre que no la lleva a la vista porque va arrodillada con su recién nacido en brazos.  

El profesor de estudios religiosos de la Universidad Virginia Commonwealth, Andrew Chesnut, estima que la “Niña” reúne a unos 12 millones de devotos. “La Santa Muerte es el nuevo movimiento religioso de más rápido crecimiento, no sólo en México, sino en todo Occidente”. 

La adoración a esta figura llama la atención si se considera que México es el segundo país con mayor número de católicos después de Brasil, y el experto lo explica desde la afinidad: “Es mucho más fácil acercarnos porque la Santa Muerte es mexicanísima. Nace en suelo mexicano, no como los santos católicos, que eran europeos». 

También influye que se le puede hacer cualquier tipo de plegaria, sin importar si ésta responde a los intereses del narco o a cualquier criminal. “Eso no se puede pedir a los santos católicos”, añade Chesnut. 

Durante una visita a México en 2016, el papa Francisco aludió a la Santa Muerte y la consideró una “quimera” y un “símbolo macabro” que comercializa la muerte. Sin embargo, desde Tepito algunos fieles explican que la Iglesia no debería repudiarla, pues antes de bajar a la Tierra formaba parte del reino de Dios.  

“Ella era un ángel divino, muy bonito. Dios es el que me da la vida, que me la presta, y ella me la quita”, cuenta Mario Alberto Sánchez, de 25 años. “Está representada así, en una muerte, porque le dolía ver que Dios la había mandado por todos los que habían muerto y le dolía ver el sufrimiento, los lamentos”.

A sus espaldas está su pequeña de año y medio y tanto él como su pareja vienen año con año a reiterar su fervor. Cerca de él hay otras familias. Irvin Altamirano, por ejemplo, es un conductor de un bicitaxi que trajo a su “Santa” desde el sur de Ciudad de México para cumplir la promesa que le hizo cuando le pidió tener una hija.  

“Mi esposa no podía tener bebés. Tratamientos y todo y nada. Le pedimos, le pedimos, le pedimos, y ahorita mi bebé tiene seis meses”, relata el hombre de 33 años.  

Agrega que su devoción creció con el nacimiento de su niña, pero “La Santa” lo encontró desde que tenía unos seis o siete años. Su padre trabajaba todo el día, su madre era alcohólica y, de alguna manera, su fe lo salvó. Desde entonces la ha tenido difícil y pasó un tiempo en la cárcel, pero “La Santa” lo mantiene en pie.  

“Cada mes me la traigo. Tenga dinero o no tenga dinero, yo estoy acá”.  

Los tatuajes de sus brazos son visibles porque lleva una camiseta sin mangas y tocándoselos con ambas manos aclara: “A lo mejor nos vemos un poco malandros (delincuentes), pero nada que ver. La mayoría somos relajados y chambeadores (trabajadores)”.

Explica que más tarde montará a su “Santa” a su bicitaxi para llevarla a otras peregrinaciones y seguir el festejo. Por ahora, le sube a la música que escapa de una bocina portátil que carga consigo mientras las ofrendas siguen cayendo a los pies de su “Niña”, que mide más de un metro de alto y hoy viste de azul.

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Foto: Fernando Llano.

Exconvento mexicano del S.XVII aún tiene secretos por contar

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2022 (link aquí)

PUEBLA, México (AP) — Si uno camina con calma por el exconvento de Santa Rosa y presta mucha atención, las paredes del actual Museo de Arte Popular de Puebla le contarán su historia.

Con más de tres siglos de existencia, el complejo ubicado al centro de México es una especie de palimpsesto. Desde 1698 fue una beatería y en 1745 se instauró como convento de monjas Dominicas. En septiembre pasado, su cocina celebró 96 años de haberse inaugurado como espacio museístico. Además, la construcción actual guarda el recuerdo de sus días en los que pasó de convento a cuartel militar, hospital para hombres con afecciones mentales y finalmente una vecindad, con todo y tendederos de ropa en sus patios, hasta mediados del siglo XX.

“La gente llega directo a la cocina y muchos no se enteran de más sobre el convento”, asegura Jesús Vázquez, historiador de Santa Rosa y entusiasta de la arquitectura de uno de los 11 monasterios que se construyeron en Puebla tras la conquista española en 1521. “No saben que hay un piso superior o algo más de su historia. Tienen pensado destinar unos 15 minutos al museo, pero cuando conocen más, se les olvida el tiempo”, agrega.

La colección de arte que actualmente exhibe el museo incluye artesanías mexicanas como árboles de la vida, ofrendas indígenas y vestimenta tradicional de distintos pueblos originarios del país. Sin embargo, la joya de la corona es el espacio que atestiguó las dotes culinarias de las monjas.

La cocina se ubica en la planta baja. Años después del cierre de los conventos – consecuencia de la promulgación de las leyes que separaron a la Iglesia del Estado en México mediados del siglo XIX – esta se inauguró como Museo de la Cerámica en 1926.

Con sus tres bóvedas, grandes ventanales y una alacena del tamaño de una habitación, la cocina es tan amplia como para albergar a una veintena de chefs trabajando en simultáneo. No obstante, el convento es engañoso: aquí no cocinaban más que dos o tres monjas a la vez. El diseño y las dimensiones del sitio se planearon estratégicamente para que hubiera espacio entre las religiosas y se abstuvieran de hablar.

Las Dominicas fueron monjas de clausura, como se conoce a quienes viven dentro de un convento por el resto de su vida. Para iniciarse en la práctica conventual no sólo hay que despedirse de la familia y del mundo exterior, sino cumplir votos que pongan a prueba la obediencia y la devoción. Para que las mujeres los acaten no sólo acecha el ojo de la Madre Superiora, sino que el convento mismo es un aliado poderoso.

“El espacio te obliga a cumplir el voto de humildad y reverencia”, explica Vázquez. “Sin que digas nada, la arquitectura está haciendo todo el trabajo”.

El historiador no miente. Las únicas ventanas que dan al exterior están prácticamente en el techo. No hay decoraciones que inviten a placeres de la vista. Algunos arcos de las puertas son bajos, para inclinar la cabeza ante Dios al entrar, y la comida sólo se ingería en los refectorios, comedores amplios en los que no se admitía la conversación. “Entre menos mujeres en un edificio más grande, logras ser más estricta, más contemplativa”, refiere Vázquez.

En Santa Rosa, incluso el silencio es intencional. Cuando uno está a las puertas del convento puede escuchar con claridad el sonido de los autos que circulan y los peatones que platican cerca. Sin embargo, una vez dentro del patio, el ruido se apaga. De acuerdo con el experto, esa sección del convento se diseñó para evitar que las monjas sufrieran distracciones. En la celda de la madre superiora, en cambio, la acústica cambia. Aunque ella no pudiera ver a sus protegidas, el convento le permitía escucharlas y cerciorarse de que todo estuviese bajo control.

Ese pacto sigiloso que Santa Rosa mantenía con la obediencia a la doctrina incidía en las religiosas en distintos momentos de su cotidianidad. Una serie de frescos sobre las paredes altas del locutorio -donde bajo circunstancias especiales se recibían visitas- muestran por ejemplo a una monja que se arranca el corazón para ofrecerlo a Cristo. Según Vázquez, aún se desconoce cuántas paredes más podrían tener estas pinturas, pues algunas se cubrieron y otras se derribaron para crear cuartos más amplios que las celdas de las religiosas cuando el convento se convirtió en vecindad. La búsqueda sigue.

Resulta paradójico que unas monjas célebres por sus recetas nunca hayan disfrutado sus creaciones. Dado que debían ayunar, para evitar toda tentación corporal, sólo probaban su comida desde el borde de la cuchara para asegurar su sazón y luego la enviaban a la mesa de alguien más. Uno de ellos fue el virrey Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, quien quedó tan complacido con el mole de Santa Rosa que mandó decorar la cocina que hoy tiene más de 18 mil mosaicos de una cerámica artesanal conocida como talavera.

Una olla y una pala de utilería se ubican al centro de la cocina para que los visitantes del museo se tomen fotos mientras simulan que preparan mole, una salsa densa hecha a base de una veintena de ingredientes, incluyendo chiles, chocolate, canela y ajonjolí, que suele acompañarse de arroz y alguna proteína. Los alrededores son tan bellos y ese platillo se ha vuelto tan emblemático de los momentos familiares de México que es difícil imaginar que surgió en silencio desde la inmensidad de un convento.

Foto: Pablo Spencer

El desafío de ser diferente en La Luz del Mundo

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2022 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — En La Luz del Mundo el rezo de los devotos se propaga a través de los templos como si fuera una misma voz. El llanto colectivo se prende y se apaga casi en automático. El vestir es una etiqueta que dice: pertenezco aquí.

En cada culto, en cada calle y en cada hogar de la comunidad, los fieles corean lo que dicte Naasón Joaquín García, el tercero de una estirpe que se dice elegida por Dios para difundir sus enseñanzas a unos cinco millones de almas bajo el título de apóstol de Jesucristo. Aunque cumple una condena de 16 años de cárcel en Estados Unidos por abuso sexual, aún creen en su palabra porque retarla sería como retar a Dios.

Para algunos ex devotos, la doctrina de esta religión fundada en México en 1926 rehúye al pensamiento crítico, la toma de decisiones al margen de la iglesia y la formación de una identidad propia. Las pautas de La Luz del Mundo dictan cómo nombrar a los bebés, cuándo llorar y cuántas horas ayunar para pedir a Dios por su apóstol encarcelado, pero no hay guía que alumbre el camino de quien decide separarse del rebaño.

Éstos son los recuerdos de tres mujeres que trataron de nadar a contracorriente y quienes pidieron ser identificadas sólo por su primer nombre para evitar posibles agresiones por sus comentarios: Bárbara, Victoria y Vee.

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Aquella tarde, el ministro entró corriendo al templo como un viento enfurecido y dijo: “Hermanos, estamos en una situación de emergencia. El apóstol necesita nuestra oración”. La escena era insólita para una iglesia cuyos protocolos tienen la precisión de un reloj suizo.

“Yo pensaba ‘se murió, le dio un infarto’. Mil cosas pasaron por mi mente, menos lo que sucedió”, cuenta Bárbara.

Y es que lo que sucedió fue la hecatombe: el siervo al que Dios le hablaba al oído estaba en manos de la policía de California por cargos de tráfico humano y violación de menores. “Nos dijeron ‘no vean noticias, no busquen en internet’. Dijeron que era pecado y blasfemia contra el Espíritu Santo ver cualquier cosa que hablara mal de él”.

Su cuerpo temblaba de miedo con cada vibración del teléfono y bloqueó toda notificación que la tentara con novedades. “No te miento: agarrar el celular era un terror de que te iba a tragar la Tierra. Eso sentía, que si veía algo me iba a ir al Infierno”.

Y así siguió hasta que un día vio algo y la Tierra no se abrió.

Aquella noticia recuperaba el testimonio de una víctima que dijo ser sobrina de Naasón. Una pregunta llevó a otra y el muro de certezas que protegía su fe cayó. “Ésa fue la puerta para empezar a abrir los ojos y cuando se declaró culpable dije: ya no”.

Acudir a su esposo no salió como esperaba. “Él se cerró. Llegó un punto en que me dijo: ‘Ya no quiero que me digas nada. No voy a pelear contigo, pero no toques el tema’. Él dice que todo es mentira. Ahí fue cuando nuestro matrimonio empezó a tambalearse”.

Tras la sentencia de Naasón le dijo a su marido que dejar la iglesia era un punto sin retorno. Él titubeó, pero rehuyó la separación y a la fecha sólo él y su suegra conocen su decisión.

Aunque poco a poco ha reparado la relación consigo misma, aún le falta enmendar sus vínculos con Dios. “No he tratado de buscarlo, de hacer esa oración íntima que te lleva a él. Cuando empecé a abrir los ojos recuerdo que lloraba mucho y le pedía: ‘Señor, si este hombre (Naasón) es malo, ábrele los ojos a mi esposo’. Era mi oración constante y verlo todavía pegado a esto, fanatizado, me genera tristeza. ¿Entonces dónde está Dios?”.

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Victoria tenía un truco para salirse con la suya: cuando se cortaba el pelo a los 15 años, entraba al templo con la cabeza echada ligeramente hacia atrás para que los mechones bajaran unos centímetros y pudiera despistar al enemigo.

Su cotidianidad no fue la de una nueva generación que puede asistir a fiestas, maquillarse o ver telenovelas. Ella vivió medio siglo en el mundo del no: “no” al teatro, “no” al baile, “no” a las faldas ajustadas. Para estudiar la universidad se mudó de país y empezó a vivir sola, pero la doctrina la siguió como su sombra. “Siempre tratas de hacer lo correcto. No te desvías porque piensas ‘Dios me va a castigar’”.

Sus primeras rebeldías fueron comprar boletos para el cine y celebrar el fin de su último semestre en una reunión con amigos vistiendo jeans. “Mi actuar era dentro de las reglas que te estipulan. Te dicen que tienes libre albedrío, pero eso es contradictorio. Cuando te unes a la iglesia estás crucificado. Te dicen: ‘crucifica tus deseos carnales porque debes estar crucificado como Cristo’”.

El lenguaje construye realidades y La Luz del Mundo se hace de siervos hasta para atender el teléfono. “La persona ideal es la que está a disposición del ministerio. Cuando llaman, tú debes responder ‘heme aquí’. Siempre ‘heme aquí’, para lo que sea”. Y ella estuvo. Ahí. Para lo que fuera, durante casi 50 años. No fue sino hasta el arresto de Naasón que decidió dejar de estar.

“Este hombre desgració muchísimas vidas. Nos tuvo esclavizados”.

Su nombre no es Victoria, pero pide guardar su identidad porque tras la detención dejó la iglesia y no quiere perjudicar su paz. “En tu reportaje llámame Victoria, porque así se siente haber conseguido la libertad”.

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Hubo un tiempo en que el corazón de Vee latió más por su apóstol que por ella.

El remordimiento que sentía por ser quien era se volvió tan inmenso que aquella noche le hizo una propuesta a Dios. “Me hinqué, lloré y lloré y dije: ‘Señor, llévame a mí en vez de a él. Fue mi culpa. Por mi culpa está enfermo. Dale a él la vida que necesita y llévame a mí’”.

En la doctrina de Samuel, segundo apóstol de La Luz del Mundo y padre de Naasón, no había lugar para Vee. La devoción al siervo era bienvenida, pero el amor de una mujer a otra mujer, jamás.

Minutos antes de haber hecho esa oración, Vee estaba lejos del templo. Intentaba reconstruirse en un mundo en el que su identidad de género no fuera pecado, pero su madre llamó: “Tu apóstol está muy mal”. Y ella volvió.

Vee fue una entre miles que rezaron en vela ante la certeza de que el final estaba cerca. Samuel aseguró por años que con su último respiro los “llevaría con Cristo”, así que con su muerte ellos tendrían que morir. “Amanecí pensando: ‘nos va a llevar, me voy a ir al infierno’”. Pero nada ocurrió.

Vee no se sintió a un paso de las tinieblas por obra del Diablo, sino porque su religión la condenó.

En esa iglesia que tanto quiso y en la que todos se llaman “hermanos” nunca hubo un soplo de aliento para Vee. Tenía 17 años cuando un ministro la interrogó sobre una vida sexual que no sólo debía ser privada, sino que ella desconocía, y le arrebató la única “bendición” que la mantenía a flote. Primero perdió su trabajo en el coro; luego la relación con su familia, el amor por sí misma y su fe.

Ahora un zurcido invisible subyace a sus palabras. Le tomó 13 años reparar lo que su iglesia rompió. Poco a poco volvió a hablar con su madre. Poco a poco sanó.

“No hay nada malo conmigo, nunca hubo nada malo conmigo. No soy vómito. Nunca lo fui. Hablar de mí no me gustaba, pero ahora siento que el universo me preparó para hacerlo. Puedo ser feliz con quien yo quiera, conmigo misma, que es lo más importante. Es muy emocional para mí porque no lo había podido hacer en todos estos años. Siento tanta felicidad de poder decir: ésta soy yo, y eso está bien”.

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Foto: Refugio Ruíz

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La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable del contenido.

La satisfacción de visitar pacientes a domicilio en Uruguay

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2021 (link aquí)

MONTEVIDEO (AP) — Puede que el cubrebocas que oculta la mitad de su rostro evite que sus pacientes sepan que les dedica una sonrisa, pero sus manos no mienten. Ella los toca con cuidado y paciencia para medir su temperatura corporal, registrar su oxigenación, evaluar qué seguimiento amerita su caso y a veces hace algo más: los escucha y consuela en tiempos de COVID.

Carolina Moreira -uruguaya, 31 años, madre de un niño de 3- no teme el contacto físico con un paciente contagiado del nuevo coronavirus. Dice que el miedo se queda afuera cuando se viste con su equipo de protección personal y armada con bata, guantes, gorro, barbijo y careta visita pacientes a domicilio en medio del peor pico de contagios y muertes ocasionados por la pandemia en Uruguay.  

“Me ofrecieron el radio (ser médica a domicilio), decidí probarlo y me encantó. Tengo al paciente ahí, puedo auscultarlo y me encontré con cosas más allá de lo que imaginaba, que era controlar la saturación (de oxígeno) y temperatura. La verdad es que metiéndose en la casa de las personas uno encuentra un montón de problemáticas y le devuelven cosas muy lindas los pacientes”, explicó Moreira a The Associated Press.  

En Uruguay hay dos tipos de servicios de salud: público y privado. Moreira trabaja en este último en el Centro de Asistencia del Sindicato Médico del Uruguay, conocido como CASMU, que funciona a través del mutualismo, es decir, contribuciones que los uruguayos hacen de manera periódica para acceder a los beneficios cuando lo requieran.  

La experiencia de Moreira con personas infectadas con el virus que ha llevado a Uruguay a convertirse en uno de los países con más muertes por millón de habitantes -según Our World in Data- ha variado durante la pandemia. En 2020, como médico general, laboró en la salud pública y atendió a contagiados en el área de emergencias. Desde ahí atestiguó el aumento de los hisopados positivos y colegas infectados. La sobrecarga de trabajo comenzó a volverse agotadora y por momentos tuvo que hacer los pendientes de dos o tres compañeros. 

Ahora, mientras completa un posgrado en fisiatría -especialidad que se ocupa de la rehabilitación de personas con patologías motoras-, sus jornadas se dividen entre contactos telefónicos y visitas domiciliarias.  

El CASMU funciona de 8 de la mañana a 10 de la noche y los médicos se reparten en dos turnos de siete horas. Un grupo atiende las llamadas de unos 20 o 25 pacientes y el resto sale a las consultas. “A veces son pacientes jóvenes y el control es muy simple, toma poquitos minutos, y a veces nos encontramos con situaciones complicadas desde el punto de vista respiratorio o apuntando a la parte psicoemocional, que a veces es muy fuerte para los pacientes y en los contactos que tienen con nosotros lo expresan”, señaló Moreira.  

A ella le gusta rotar entre ambas funciones y disfruta el contacto cara a cara. “Me faltaba un poco el paciente presencial y poder auscultarlo”, relató.  

Cuando a un médico del CASMU se le asigna una visita a domicilio lo acompaña un chofer, las ambulancias sólo se desplazan cuando hay que transferir a enfermos graves. Una vez en ruta, Moreira cuenta con el historial médico de la persona y al llegar a su casa arranca el chequeo de rutina: le pone el termómetro, le explica cómo usar el saturómetro y le pregunta a su paciente cómo se siente. Dependiendo del caso, toma la presión, mide glucosa, pide que un enfermero acuda para obtener una muestra de sangre o solicita un traslado para tomar una placa. A veces se retira y deja indicaciones para continuar el seguimiento vía telefónica. En otras ocasiones, acompaña a sus pacientes y platica con ellos.  

“Me ha pasado que la gente no se quiere trasladar. No quieren ir al hospital porque no quieren estar internados porque piensan que van a morir, entonces ahí entran en juego un montón de sentimientos. Con habilidades comunicacionales hay que explicarles qué es lo mejor para ellos”, dijo.  

A algunos no sólo los ataca el virus, también la soledad. “He atendido a gente muy mayor que hace un año y algo no ve a su familia, gente muy sola, y con el COVID no los va a visitar nadie”, explicó Moreira. “Entonces, aunque nos tengamos que poner todo el EPP, equipo de protección personal, poder entrar y agarrarle la mano a un paciente, preguntarle cómo está y escucharlo… Encontré ahí una parte muy linda de mi carrera”.

Tras haber logrado reducir la movilidad sin imponer cuarentenas y un buen control de la pandemia durante 2020, era difícil anticipar que Uruguay surcaría este año con al menos 298.000 infectados y 4.300 fallecidos, pero Moreira nunca descartó tratar casos complicados y aseguró que no le da miedo contagiarse. 

Al salir de cada visita se despoja de su equipo de protección y el chofer que la acompaña la rocía con alcohol. Al finalizar la jornada vuelve al CASMU a bañarse, se pone ropa limpia y se va a casa sin pensar en el trabajo. “La cuota de miedo y pánico no me lleva a ningún lado y la verdad siento que entrando a las casas con el EPP puesto, el riesgo de contagio es menor que el que vivo a diario yendo al supermercado o en las actividades del día a día”.  

En un mundo con más de 171 millones de casos registrados, miles de unidades de cuidados intensivos desbordadas y decenas de países en cuarentenas obligatorias, Moreira se muestra más sensible ante la posibilidad de ayudar a sanar la salud física y emocional de sus pacientes que ante el riesgo de formar parte de las cifras de fatalidades. “La gente te dice ‘no toco a alguien por más que tengas dos pares de guantes’. Dar la mano, sostener un hombro… son cosas que realmente necesitamos como humanos y al poder hacerlo, me siento en un lugar de privilegio”.  

Foto: Matilde Campodónico

El pingüino Álex, un aleteo de felicidad en acuario mexicano

Originalmente publicado en The Associated Press, enero de 2021 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Él solo, sin la ayuda de quienes le esperaban ansiosos y con todo el ímpetu que le permitió su pequeño pico, Álex rompió su huevo hace poco más de un mes y hoy tiene a México con una sonrisa de oreja a oreja.

Justo en el momento en que los mexicanos necesitaban alguna buena noticia, el primer pingüino gentoo nacido en el país daba pasitos frente a la prensa que el miércoles lo esperaba con sus cámaras en mano al interior del Acuario Inbursa. El resto de los entusiastas que quieran conocerlo tendrán que esperar debido a las restricciones impuestas en la capital tras un incremento de contagios en medio de la pandemia del nuevo coronavirus, pero Álex ya los aguarda dando aleteos alrededor de pelotas multicolor dentro del hábitat que sus cuidadores crearon para él.

Lograr la reproducción de un pingüino como Álex es todo un reto, pero en este caso se logró gracias a un trabajo arduo de años, cuenta a The Associated Press Patricia Velázquez, médico responsable del área de pingüinos del acuario. Desde que los primeros ejemplares de la especie llegaron a finales de 2014, ella y los otros cinco miembros del equipo se preocuparon por crear las condiciones ideales para lograr su reproducción, como la temperatura, la luz y la alimentación.

En Ciudad de México la luz del sol se suele despedir de las ventanas entre seis y siete de la tarde, pero Álex no le dice adiós más que una hora por día, cuando procuran la noche para él. Patricia explica que esto se debe a que ella y su equipo hacen todo lo posible por reproducir el “fotoperiodo” que este pingüino bebé requiere para desarrollarse adecuadamente. Su alimentación tampoco es casual: el paladar de Álex es exigente y él sólo come pescado que le traen de Canadá.

El proceso para el nacimiento de un pingüino arranca con la formación de nidos y parejas, lo que en este caso ocurrió en 2018, según explica Patricia. “En 2019 tuvimos la primera puesta de huevos, pero ninguno fue fértil, y en 2020 fue cuando tuvimos la primera eclosión de un polluelo”, agrega. “Él empezó a picar el huevito, salió completamente solo. Si hubiéramos visto algún problema, hubiéramos intervenido como equipo para auxiliar al equipo”. Ahora Álex es su orgullo y tanto ella como sus compañeros hablan con gusto sobre él.

Una falla en la temperatura del espacio de un pingüino en un acuario podría provocarle enfermedades e incluso la muerte, pero hasta el momento Álex “ha crecido perfectamente”, dice Patricia. Tanto su papá como su mamá, Beto y Mari, lo han recibido bien. “Han hecho un excelente trabajo como padres”, añade la experta. “No hemos tenido que intervenir mucho. Lo cuidan demasiado desde que estaba en el huevo, para incubarlo, y hasta ahorita que tiene un mes y cachito”.

El nacimiento de Álex también representa alegría para los expertos porque su especie está amenazada. Antonio Martínez, biólogo y gerente regional de Acuarística, dijo a la AP que la reproducción de estos pingüinos juega un papel importante en su conservación, que pende de un hilo debido a la amenaza del cambio climático. Para el acuario es importante este tema y “desde hace cinco años tiene un programa de conservación donde nos hemos dedicado a reproducir diez especies de diferentes organismos, que incluye dos de anfibios, peces, reptiles, corales, medusas entre otros”, explica Antonio.

Los planes para Álex en el futuro no se han definido por completo, pero hasta el momento se tiene pensado que el acuario continúe siendo el espacio para él. En vida silvestre estos ejemplares suelen vivir de 15 a 20 años, pero en cuidado humano pueden vivir hasta 40: otra buena noticia para los futuros visitantes de Álex, a quiénes una vez superada la pandemia recibirá con las aletas abiertas.

Foto: Rebecca Blackwell

Francisco Negrín: “En la ópera, el medio de comunicación principal es la música”

Originalmente publicado en Pro Ópera septiembre-octubre 2019 (link aquí)

Como un hilo invisible que recorre una ópera de principio a fin, el trabajo de un director de escena se teje en el canto de sus intérpretes, en el movimiento de cada pieza de utilería y en las notas que emiten los instrumentos de sus músicos hasta alcanzar las palmas del público cuando estallan en aplausos. Para Francisco Negrín, su trabajo está hecho cuando logra conducir a todos –integrantes de la producción y público– hacia una misma dirección. Sea que esté a cargo de una ópera de Verdi o de la inauguración de un evento deportivo que será transmitido en directo a miles de personas de distintas nacionalidades y de manera simultánea, se concentra en analizar la belleza y la estética propia de cada proyecto para que viaje sin contratiempos hasta su receptor final.

Aunque nació en la Ciudad de México en 1963 y desde niño sintió afinidad por la música, dejó el país cuando cumplió nueve años y desde entonces ha transitado por diversos territorios geográficos y artísticos. Mientras que su paso por el sur de Francia le dejó un ligero acento al hablar, su coqueteo con el cine y otras disciplinas audiovisuales se han vuelto clave en su carrera tanto para el montaje de óperas como para producir espectáculos de música contemporánea. Prestando su voz a otros para dar un matiz nuevo a sus discursos, ha pasado por los países y los continentes más diversos y sus producciones se han montado en escenarios de España, Australia, Turkmenistán y, próximamente, Perú, entre muchos otros. ¿Existe algo –entonces– que unifique su trabajo y que trascienda algo que parecería tan distante como un tema de Pharrell Williams o una pieza de Händel, sea en una casa de ópera o en un estadio de futbol?

Desde Barcelona, donde vive actualmente, Pro Ópera conversó con Negrín sobre las posibilidades de la dirección de escena, las ventajas de abarcar áreas tan diversas y del trabajo que prepara tanto en ópera como en la ceremonia de inauguración de los Juegos Panamericanos, que iniciarán a fines de julio en Lima.

¿Qué es lo que define el buen trabajo de un director de escena?

Creo que como en todo: cuando te das cuenta de que algo ha sido realmente pensado desde el principio hasta el final, que todas las ramificaciones han sido planeadas, que todo lo que ves ha sido puesto ahí con una intención precisa que quizá tú como espectador no entiendas cuál es, pero sabes hay una intención. Todo está ahí por una razón, todo lo que ves habla entre sí, todo se conecta. Creo que cuando sientes eso, sin analizarlo, cuando sientes o percibes que algo está bien hecho en ese sentido, es muy satisfactorio. Como director, cuando realmente siento que he hecho bien mi trabajo es porque he estudiado todo lo que tenía que estudiar para entender la estética propia de una ópera. Ya sabes, cada una tiene su propia belleza, que no sigue necesariamente los mismos criterios si es una ópera del siglo XVIII que si es una ópera contemporánea, ni es igual la filosofía de tal o cual compositor. Eso lo descubres estudiando qué es lo que realmente hace que esa ópera sea bella o indispensable y única, y tienes que pensar qué herramientas vas a utilizar, con quién lo vas a hacer, porque no todos los cantantes son iguales, ni los teatros, ni los escenógrafos. Entonces ¿con qué herramientas vas a trabajar y qué es lo que vas a contar? ¿Qué vas a añadir tú para aportarle algo a esa ópera? En resumen, es que has pensado en todo lo que debes pensar y hayas intentado ser íntegro con todas tus decisiones y que todo –de ahí la definición de director– vaya en una misma dirección.

¿Cómo guardas un equilibrio entre tu aportación como director de escena y el respeto que se debe tener a la esencia de una ópera?

Yo siempre intento ser respetuoso de la belleza propia de una obra, lo cual no necesariamente quiere decir que hay que ser completamente fiel a cada indicación escrita por el libretista o el compositor. Finalmente, los compositores muertos o de otras épocas estaban trabajando con tecnología teatral y hábitos teatrales muy distintos de los nuestros, entonces para ser fiel a lo que ellos intentaban comunicar tienes que ser aparentemente un poquito infiel para que en nuestro tiempo, en nuestro entorno, ese mensaje pueda pasar, lo cual no quiere decir que debas modernizar la obra. De hecho, yo nunca lo hago. Sin embargo, eso podría traducirse en que algo tenga que ser mucho más violento de lo que hubiese sido en su momento para que la gente lo entienda o debe tener una belleza estética un poco distinta. Hay un montón de ejemplos que podría dar. Una cosa que hago a menudo es tener a un personaje presente en una escena en la cual no estaba escrito pero su presencia provoca que el público entienda esa escena mejor. Lo que sucede es que antes se tocaban temas que todo el mundo conocía y una referencia era suficiente para que todo el mundo supiera de qué se hablaba, pero nosotros no tenemos por qué tener esa referencia y entonces tienes que ser más didáctico con el público. Cosas así. Sigue leyendo

Vuelve lo siniestro en otra novela de Samanta Schweblin

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Originalmente publicado en The Associated Press, junio 2019 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Parece inverosímil. ¿Sentirse amenazado por un osito panda? El cuerpo de peluche, los ojos bien abiertos, el curioso andar de sus rueditas mientras te sigue a todas partes como la más leal de las mascotas. Sería el muñeco perfecto de no ser porque no es un muñeco, sino un “kentuki”: un robot de moda con cámara y micrófono para que un desconocido espíe tu vida de manera remota desde que decidas abrirle la puerta.

En “Kentukis”, su segunda novela, la escritora argentina Samanta Schweblin desarrolla situaciones perversas en las que algo cercano y familiar se vuelve tan amenazante como para dejar a sus lectores con las rodillas tambaleantes.

La autora dice que para su literatura elige lo que despierta su atención en lo cotidiano. Lo siniestro, explica en entrevista con AP, le atrae “por su ruido, por la arbitrariedad con la que, como sociedad, construimos los límites entre lo que es real y lo que no lo es, lo que es normal y lo que no lo es, lo que es aceptable y lo que no lo es”.

Cada kentuki cuesta 279 dólares y se vende en tiendas de autoservicio como cualquier producto electrónico codiciado. Además de pandas, hay topos, conejos, cuervos y dragones. Su funcionamiento depende de dos individuos: el que lo compra y lo lleva a casa como un animal de compañía y el que elige “ser” kentuki, es decir, una persona que compra una tarjeta de la misma marca para conectarse remotamente a la cámara tras los ojos de la criatura y operarla para observar la vida privada de alguien más. El coctel de abuso y voyeurismo que se desencadena nutre la narrativa y mantiene la lectura entre el desconcierto y el horror.

Schweblin ha dicho que la idea de “Kentukis” surgió mientras le daba vueltas al funcionamiento de los drones, a su modo de revelar una intimidad oculta desde otras perspectivas. El nombre de sus creaciones se le ocurrió casi por azar, mientras pensaba en algo que remitiera a sus lectores a un producto popular, estrafalario, y a una marca simple pero conocida.

Con poco más de doscientas páginas y una decena de protagonistas, “Kentukis” es un libro coral. Robin es una adolescente chantajeada por un oso que le exige dinero a cambio de no publicar imágenes de ella con los pechos al aire. Alina es la pareja de un escritor y desquita sus frustraciones con un cuervo en México. Emilia, desde Perú, es una mujer sola que se encariña con la dueña del conejo que le presta sus ojos en Alemania sin imaginar los riesgos de vulnerarse así.

Por su estructura, un sutil coqueteo entre el cuento y la novela, Schweblin deja algunas historias inconclusas. Sin embargo, sus vacíos no defraudan la lectura sino que crean puntos de tensión que hacen de cada relato algo inquietante y difícil de olvidar. Dice que no podría explicar cómo se logra “esa tensión entre las palabras del que escribe y todo lo que el lector nombra en silencio, para sí mismo”, pero tiene claro que el vínculo entre su pluma y quien da vuelta a la página es lo que mantiene sus textos en movimiento: al escribir ella abre una puerta que se cierra en la cabeza de cada lector.

De inicio podría pensarse que la novela se enfoca en los riesgos de la globalización y la tecnología, pero en una capa más profunda “Kentukis” explora lo humano. En la trama no hay oso que se vuelva invasivo, violento o chantajista por sí mismo, sino por la carne y hueso que hay detrás de cada peluche mirón. Entonces, podría pensarse, no es la tecnología en sí misma, sino el modo de utilizarla y relacionarse con ella lo que la vuelve peligrosa.

Si bien esta es la primera vez que la escritora nacida en Buenos Aires en 1978 explora el terreno de la ciencia ficción, no es la primera vez que presenta una prosa que cimbra con desasosiego. En su antología “Pájaros en la boca” (2009), uno de sus cuentos más memorables se centra en el conflicto de un padre que no acepta la idea de que su hija se alimenta de aves vivas. En “Distancia de rescate” (2014), esa primera novela que la llevó a ser finalista del Premio Man Booker International, la protagonista es una mujer que agoniza en el hospital y a través de una conversación que por instantes parece alucinatoria, la voz de un niño misterioso sirve para recontar su pasado.

Contrario a lo que podría asumirse, lo que Samanta Schweblin aborda en sus libros no la inquieta durante el proceso de escritura, sino que le sirve para confrontar lo que se topa en lo cotidiano.

“Cuando algo me angustia, o me preocupa, o no termino de entenderlo, entonces necesito la ficción para desarmarlo… para probarme a mí misma frente a eso que me inmoviliza o me domina”, dice desde Berlín, donde reside.

Mientras teje sus tramas le abruman otras cosas, como trabajar con ciudades y culturas que no conoce a fondo y dar verosimilitud a sus relatos.

Es casi paradójico que perfeccionar esa credibilidad, esa posibilidad tan viva y tan latente de que este mundo conciba a un panda robótico que pueda chantajearnos con revelar nuestros secretos más ocultos sea lo que logre sosegar sus angustias mientras sus lectores deben hallar algún modo de huir de esas zonas oscuras que los lleva a recorrer.

(AP Foto/Markus Schreiber)

Operación tortilla: un molino que defiende al maíz mexicano

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Originalmente publicado en The Associated Press, mayo 2019 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Aunque afuera duermen las calles de México, en la diminuta cocina de Molino El Pujol un par de manos hábiles ya empieza a darle cuerpo a las primeras tortillas del día.

En éste, el último espacio que el chef más famoso del país abrió en la capital, las mesas y los decorados elegantes no existen. Aquí los clientes hacen fila ante un mostrador para realizar sus pedidos y comen de pie o en bancas metálicas frente a una modesta barra de madera. Desde que la vida de este local arranca a las cinco de la mañana y se extingue pasadas las cinco de la tarde, el único protagonista es el maíz. Las tortillas se preparan diariamente, cuando el pecho ronco del molino transforma varios kilos de granos en masa caliente y una vez que están listas permiten saborear trozos de campo e historia local.

En esta nación que hace 10.000 años dio origen al cereal con el que se producen, las tortillas son parte de la vida cotidiana, pero para algunos chefs y expertos en alimentación su calidad ha mermado debido a procesos de industrialización que han afectado la pureza de sus ingredientes mediante la utilización de conservadores o transgénicos. Además, aseguran, muchos mexicanos desconocen cómo se elaboran las tortillas tradicionales y la variedad de maíces que ofrece esta tierra, por lo que un puñado de organizaciones y expendios privados como Molino El Pujol buscan difundirlo.

Hace un año, Enrique Olvera inauguró su molino en la Condesa, un barrio capitalino de clase media alta y la propuesta despertó curiosidad. Su restaurante Pujol suele tener todas sus mesas ocupadas en una zona lujosa de la ciudad y alcanza el sitio número 13 en la lista de The World’s 50 Best, mientras que Cosme —que abrió en Nueva York hace cuatro años— ha atraído a personalidades como Barack y Michelle Obama, quienes lo visitaron una noche para cenar. ¿Por qué, entonces, la estrella más brillante de la gastronomía mexicana decidió abrir una tortillería?

El chef de 43 años dice que se trató de un paso lógico dado que ya había dedicado tiempo a respaldar a productores nativos y ofrecer sus productos en sus restaurantes, pero para Amado Ramírez —un ingeniero agrónomo que ayuda a Olvera en la selección de granos del estado de Oaxaca, en el sur del país— el nacimiento del molino tuvo que ver con la nostalgia. “Para él la tortillería es recuperar su pasado”, asegura. “Reconocer los tiempos en los que iba por su colonia a recoger tortillas y las llevaba bajo el brazo”.

Para miles de mexicanos, ese recuerdo que ata el corazón del chef a su molino es compartido. Hasta hace unas décadas, antes de que se popularizaran las tortillas empacadas, era común observar en los barrios populares a niños que hacían fila en solitario o tomados de la mano de sus abuelas cerca de amas de casa que también esperaban para comprar. Aquella tradición no ha desaparecido, pero es menos frecuente y hay quien afirma que los ingredientes de las tortillas se han degradado.

“México dio por sentado su maíz”, dice Rafael Mier, director de Fundación Tortilla, que se preocupa por visibilizar los beneficios de producir, vender y consumir tortillas de calidad para la dieta e industria. Según el experto, este alimento tiene una importancia vital porque es el más consumido por la población y al prepararse con masa libre de añadidos es una gran fuente de energía y proteína. “Con una mala tortilla vamos a tener un mal desempeño. La tortilla toca la cultura, la identidad nacional, la producción, la gastronomía”, agrega.

La iniciativa de Molino El Pujol y otros pocos expendios similares podría parecer simbólica dado que su cadena de distribución se limita a clientes capitalinos de clase media o media alta y restaurantes del mismo espectro. Sin embargo, no desisten ante su idea de volver a mirar la tierra propia para contribuir a su desarrollo a pesar de que sus costos son elevados y compiten con gigantes nacionales como Maseca, que distribuye harina empacada para hogares y algunas tortillerías a precios accesibles, o Bimbo, que ofrece tostadas embolsadas en tiendas.

Al entusiasmo de los expendios se suman organizaciones con intereses afines como la que encabeza Rafael Mier y otras como Alianza por Nuestra Tortilla, que propone un decálogo entre cuyos puntos destaca la exigencia de tortillas nixtamalizadas —aquellas que se elaboran únicamente mezclando maíz, cal y agua—, transparencia en el sistema de suministro para clarificar las características y origen de los productos, y el impulso de maíces regionales que al pagarse a un precio justo detonen bienestar campesino y una conexión emocional con el patrimonio cultural.

Sin embargo, hay muchos mexicanos para quienes el costo de tortillas hechas de maíz como el que ofrece el molino de Enrique Olvera resulta demasiado elevado. Concepción Reyes, una mujer de 84 años que compra en un local popular capitalino del barrio San Rafael, dice que jamás pagaría 60 pesos (unos tres dólares) por un kilo, porque las que acostumbra adquirir no rebasan los 13 pesos (poco más de medio dólar). En contraste, hay un puñado de personas que sí se animan a visitar expendios como el del chef sin importar los precios y entre ellos es común observar a extranjeros que se dicen felices de haber probado un producto local.

En Molino El Pujol, donde las mañanas transitan en medio de aire caliente y olor a maíz, los clientes no parecen tardar mucho en dejarse seducir. Algunos giran los ojos hacia el cielo cuando dan el primer sorbo a su atole —una cocción dulce de maíz en agua— y otros dejan escapar un gemido cuando el primer pedazo de tamal —masa rellena de frijol con una hierba local— vuela hasta su boca desde la punta de un tenedor.

De una pared cuelgan ilustraciones de mazorcas —las espigas en las que crecen los granos que luego se muelen con piedra para hacer masa— y el único menú es un pizarrón tras el mostrador que ofrece una decena de platos para desayunar o comer. Aquí el color de los granos puede variar de un día a otro —amarillo, negro, rojo— porque nunca sabe qué ofrecerán los proveedores en los cargamentos de hasta 300 kilos de producto que surten dos veces por semana, pero siempre hay una constante: el entusiasmo de los cinco empleados que atienden el local como si su bandera fuera el maíz.

Aunque apelan a un pequeñísimo sector de la población, muestran un entusiasmo desbordado al pensar que su contribución podría beneficiar al país. Por lo pronto, sólo piden confianza y paciencia para volver al origen, cuando tantos mexicanos como el chef Olvera hacían fila para comprar sus tortillas y tras abrir su envoltura de papel tomaban la primera a la vista para enrollarla en un taquito y devorarla con unas pizcas de sal.

(AP Foto/Rebecca Blackwell)