Letras para una crisis: una novela para pensar en Venezuela

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Originalmente publicado en The Associated Press, febrero 2019 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — El hogar que Alberto Barrera Tyszka deja tras de sí al cerrar la puerta, subir a un avión y despedirse de su tierra nunca es el mismo que lo recibe al volver.

Cuando el escritor venezolano pasa algunos meses fuera de Caracas, en el otro hogar que ha formado en Ciudad de México, sabe que su país cambiará día tras día y que él no estará ahí para mirarlo. A su regreso, el bolívar empeorará bajo la asfixia de la inflación, las tensiones políticas serán mayores y la tristeza habrá crecido como una mancha en el rostro de los suyos.

“Cada que voy encuentro un país distinto, sobre todo en términos de la economía. Antes teníamos una crisis económica que iba a una velocidad inmensa con una crisis política que estaba estancada. Ahora las dos van a gran velocidad”, explica Barrera Tyszka en entrevista a The Associated Press.

Aun así, la distancia física nunca lo aleja demasiado de Venezuela. En ocasiones entra y sale de su patria a través de la escritura. Su nueva novela, “Mujeres que matan”, acaba de publicarse bajo el sello de Penguin Random House y explora el alcance que el malestar en las instituciones del Estado puede adquirir hasta permear calles, ánimos y vidas.

Todo arranca con el suicidio de una mujer. “Estaba desnuda, boca arriba. Tenía los ojos abiertos. Sin brillo. Como dos piedras en un vaso de agua”. ¿Por qué se mató? La imagen del cadáver sumergido en una bañera detona la historia y las indagaciones de un hijo por comprender qué ocurrió con su madre rasgan la primera de varias capas que comprenden el libro de 200 páginas.

Una de éstas es el universo de lo femenino, en el que el escritor nos sumerge para indagar en algo que le resulta enigmático, y en las esferas subsecuentes nos lleva a reflexionar sobre el poder, las maneras de encarar el dolor y aquella turbación que despierta en nosotros cuando la justicia es inexistente y se abre la riesgosa posibilidad de ejercerla por propia mano.

Alberto Barrera Tyszka nunca nombra a su país ni al líder socialista que encabeza el gobierno, pero alude a ellos al situar su trama en una metrópoli anónima en la que la prensa ha sido silenciada y las calles alojan familias que buscan comida en la basura. En ese paisaje, un Alto Mando que controla todo afirma que no hay hambre, que ésta es una manipulación mediática, que solo es un invento de los enemigos.

Desde hace varios años, las crecientes confrontaciones entre el gobierno y la oposición de Venezuela han sumido al país sudamericano en la peor crisis de su historia. Hoy el salario mínimo vale casi lo mismo que un kilo de verdura en el mercado, cientos han muerto en protestas callejeras y Naciones Unidas calcula que al menos tres millones de venezolanos han migrado para buscarse una vida mejor.

Al leer “Mujeres que matan” podría pensarse que el autor aspiraba a crear una narrativa que no se viera restringida por su geografía o contexto, pero hay algo más. “No quería que hubiera tantas referencias concretas. No quería hablar de (Nicolás) Maduro, por ejemplo, ni nombrar a ningún político… Siento que esta historia se cuenta sin ese liderazgo y con una corporación que no tiene nombre, que es más siniestra y enigmática”.

Los rostros predominantes de la novela no son los que afligen a la sociedad, sino aquellos que tantean en la oscuridad para intentar sobrevivir a ella. En esa ciudad que el escritor de 58 años decidió no bautizar, cuatro mujeres desoladas por diversos motivos buscan refugio en la burbuja de los libros. Los clubes de lectura en tiempos de crisis pueden ser paliativos y el mismo Barrera Tyszka ha asistido a algunos como invitado desde 2014. Sin embargo, en este caso la literatura cumple una función adicional: transformar a los personajes. De mujeres a lectoras. De lectoras a cómplices. De cómplices a criminales.

“A medida que iba escribiendo me fui dando cuenta de que había un debate moral que tenía yo mismo, que tenían mis personajes y que se iba a traspasar a los lectores”, señala. “Todo gira alrededor del dilema ético de matar: ¿cómo nos enfrentamos a ese verbo?”.

Él, como sus mujeres imaginarias, tampoco sale ileso de un encuentro con las letras. Dice que escribir le sirve para ordenar el caos, para entenderlo: “La escritura sí tiene una función y es terapéutica. Organiza no solo la curiosidad, sino también el dolor”.

De este modo, su novela le abrió la posibilidad de meditar sobre lo que ocurre en las sociedades impunes, cuando quedan pocas opciones para las víctimas que tienen heridas por sanar.

A pesar de que expresa sus ideas en voz alta con claridad, este venezolano que llegó por primera vez a México en 1995 –y además de novelas y textos de opinión redacta guiones de telenovelas– dice que hablar le cuesta mucho. Solía ser tímido, asegura, y siempre ha sentido que solo al escribir puede relacionarse con una realidad que de otro modo podría parecerle desordenada.

“Creo que las cosas que digo es porque en algún momento las escribí o porque algo escribí sobre ellas”, confiesa. “Eso me ayuda a formalizarlas”.

Curiosamente, la Venezuela que uno imagina cuando lo escucha hablar es tan nítida y estremecedora como la que dibujan sus palabras en papel. Quizá por eso la tristeza que transmite cuando describe a gente flaca que camina por las calles de Caracas se despeja cuando su mirada cambia y con una sonrisa delicada afirma que la posibilidad de lograr un cambio a mediano plazo le emociona mucho.

Aunque dice que su país ha vivido al límite por mucho tiempo, piensa que hoy hay dos elementos distintos: un líder opositor no convencional y el apoyo de la comunidad internacional. “Hasta ahora nunca había habido un momento como éste”, señala.

“Mujeres que matan” abre una ventana distinta a la crisis venezolana y muestra que aún quedan varias narrativas por abordar en el país. Aunque el autor piensa que éstas tardarán en convertirse en literatura, confía en que los discursos han cambiado y habrá que esperar. Es y será difícil, asegura, pero su país ha pasado ya muchos años en este proceso y aunque la presión aumente hay ilusiones que no ceden.

La esperanza en Venezuela, dice, ha aprendido a habituarse a los desafíos.

(AP Foto/Marco Ugarte)

“Tiembla”, 35 miradas al sismo que sacudió a México en 2017

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Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre 2018 (link aquí)     

Hay una voz que de tanto en tanto estremece las calles de la Ciudad de México y al propagarse nos recuerda que el peor de nuestros miedos se oculta paciente en el seno de la Tierra.

Hace un año, el 19 de septiembre de 2017, la alerta sísmica se activó en las bocinas de la capital mexicana a la 1:14 de la tarde. La voz masculina que anunciaba el terremoto de 7,1 grados se ahogó en los gritos de quienes corrían despavoridos y a los pocos minutos esos gritos se convirtieron en silencio.

Enmudecer no es inusual después de un trauma. Aquel martes en que los mexicanos recordaban otro sismo de 8,1 grados que destruyó la ciudad exactamente 32 años atrás, en 1985, miles pedían al mismo tiempo que el movimiento cesara, pero la estabilidad del suelo no nos devolvió la calma.

Diez días después, el escritor y editor argentino Diego Fonseca visitó la Ciudad de México y recuerda haberla encontrado en una pausa, “como si el terremoto hubiera acabado con la voz de su multitud bochinchera y encogido los ánimos hasta convertir al Monstruo en un animalito tímido”. La cena que organizó con amigos en el barrio Roma —uno de los más afectados por el desastre que dejó más de 200 muertos— se transformó en catarsis. Al expresar nuestros pesares la tristeza se matiza. La turbación revive, pero uno se siente menos solo al escuchar que el horror fue compartido. Narrar no repara el daño, mas sí ayuda a sanar.

Aquella cena fue el preámbulo de un libro que se publicó en marzo y se relanzó este mes por el aniversario del sismo. El origen de “Tiembla” estuvo en la necesidad de confrontar el vacío que tras la sacudida dejaron los muertos, las fallas del gobierno y el arrebato de la naturaleza. Después de aquel viaje a esta ciudad rota pero ansiosa de volver a levantarse, Fonseca pidió a 35 autores mexicanos y extranjeros que escribieran qué ocurrió. El resultado no es sólo una antología de publicaciones breves que abarcan crónica, ensayo, reportaje, poesía y fotografía, sino una mirilla a la que cualquier lector podría asomarse para tratar de comprender la intimidad de una catástrofe.

El libro atrapa aquello que rebasa titulares de periódicos y estadísticas gubernamentales. Al inicio del volumen, después de que Fonseca describe ese silencio lastimoso que halló en México durante su viaje, el escritor Luigi Amara se sirve de un juego tipográfico en el que las letras se desordenan para representar el desconcierto que abruma al tratar de comunicarse luego de un terremoto. Sin embargo, la experiencia no es exclusiva de aquel que sobrevive a un sismo: la dificultad de hablar después de un evento traumático que paraliza es tan común y humana como respirar.

Los textos de “Tiembla” se mueven entre lo general y lo particular. Daniela Rea es una madre con dos hijas que tiene a la más pequeña en una carriola cuando la violencia del vaivén inicia y debe recorrer una ciudad destruida con ella en brazos para buscar a la mayor en el kínder. Carlos Bravo Regidor es un académico que se pregunta cómo una calamidad es digerida por los medios, la política y la opinión pública hasta articular un relato propio a posteriori. Yaiza Santos es una española que vino a “echar raíces en arenas movedizas” y transmite cómo el sentido de pertenencia no se limita a una nacionalidad o certificado de residencia, sino a las alegrías, angustias y memorias que construyes en el sitio que llamas hogar.

“Tiembla” también recoge nuestros símbolos. Ante unas autoridades que demoran en dar respuesta a la desgracia, la sociedad transforma en heroína a una golden retriever rescatista aunque en los días posteriores al sismo no logró salvar a nadie. Bajo el mismo escenario, las teorías de conspiración afloran: según las entrevistas que recoge una periodista en otro de los relatos, alguien tendría que estar detrás del sufrimiento, saber soluciones que ignoramos, dificultarnos la recuperación de los cuerpos.

La antología no es únicamente el testimonio de los habitantes de una zona sísmica, sino de quienes han sentido miedo y se han unido a otros para compartirlo y encararlo. Es el registro de la frustración que puede despertar un gobierno y del orgullo nacional de quienes son capaces de rescatarse a sí mismos. Es la voz de quien tuvo la suerte de no haber perdido nada y de quien lo perdió todo.

En uno de los textos centrales, Laura García Arroyo escribe que el terremoto casi destruyó su apartamento y las autoridades le dieron 20 minutos para sacar sus pertenencias antes de demoler el edificio. A leer, uno se sume con tristeza en sus zapatos. ¿Veinte minutos? ¿Cómo elegir lo que conservarás para volver a empezar y lo que perderás para siempre? ¿Cuánta vida cabe en bolsas de plástico negro?

Tampoco hay páginas suficientes para acomodar las cicatrices de una ciudad que carga con el recuerdo de dos terremotos en una misma fecha, pero “Tiembla” —cuyas ganancias por las ventas serán donadas a víctimas del sismo— no es sólo registro sino recordatorio: en México tiembla y volverá a temblar, pero siempre quedará una voz que pueda romper el silencio después de la tragedia.

Alejandro Magallanes revive tomos obsoletos con sus «Libros fósiles»

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Originalmente publicado en The Associated Press, marzo 2018 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Como un cirujano que salva una vida, Alejandro Magallanes se cubrió las manos con guantes y tomó cien libros de economía con la punta de los dedos para sumergirlos uno a uno en una pecera rebosante de pintura blanca. Los tomos se publicaron entre 1953 y 1971 pero nunca habían sido abiertos. Aunque su diseño y materiales eran casi artesanales, nadie se había interesado por sus temas. Eran libros olvidados, libros sin lectores.

Magallanes inició este proyecto en 2015 para completar una serie que exhibió en la exposición “La delgada línea que divide el lado derecho del izquierdo” en la galería Myl Arte Contemporáneo en Ciudad de México. Tras aplicar la pintura que los transformó en lienzos, el artista usó acrílico, tinta china, lápiz y pluma para dibujar sobre ellos. La modificación a sus portadas, lomos y contraportadas transformó su razón de ser. Ahora el registro fotográfico del resultado se publica en “Libros fósiles”, que la editorial Almadía acaba de lanzar en México.

El volumen de Almadía también es blanco y su carátula invita al lector ser Magallanes por un día. “Dibuje usted la portada de este libro. Gracias”, dice una leyenda en la parte inferior.

El mensaje resulta intimidante porque deposita en nuestras manos un poder inesperado: interpretar el trabajo de alguien más, sintetizarlo en una imagen propia, ofrecer su atractivo a quien no sabe lo que oculta en su interior.

Esa responsabilidad podría parecer abrumadora para un aspirante a dibujante, pero para Magallanes es algo cotidiano. Hace más de una década que trabaja para la editorial que ahora publica “Libros Fósiles” diseñando interiores y exteriores y justamente lo que crea —esa amalgama de tonos, trazos y tipografías, y no los manuscritos de los escritores— es lo que adquiere el potencial de atrapar nuestra mirada o volverse invisible al toparse nuestros ojos en una librería.

“Una portada es una interpretación subjetiva del texto de alguien más. Siempre digo esto pero es cierto: los textos que recibo son como partituras y soy un violista”, asegura con una voz suave. “Yo me lo planteo así: ¿cómo me gustaría encontrar un libro en un estante?”.

Aunque Magallanes sabe de sobra que el atractivo de un libro reside en el conjunto que teje su forma y contenido, él suele sentirse seducido únicamente por su portada y dice que podría comprar un libro en ruso aunque no entienda el idioma si su imagen lo seduce. El diseño, piensa, también comunica. Es discurso en sí mismo.

“Libros fósiles” traduce estas ideas en una obra tangible. Al clausurar la primera vida de los tomos que intervino —y que fueron vendidos a coleccionistas tras ser exhibidos— impide que alguien pueda leer lo que hay entre sus páginas, pero les permite resurgir como un libro-objeto: piezas que hablan por sí solas y también generan lecturas.

Para articular este mensaje, Magallanes se aseguró de reutilizar libros condenados a ser destruidos u olvidados para siempre. Le pidió a Selva Hernández —diseñadora, editora y bibliófila con quien tiene una librería de viejo en Ciudad de México— que los tomos fueran de economía porque le interesaba reflexionar sobre la obsolescencia de ese tema y que a pesar de sus materiales, impresiones y papel no despertaran interés.

“Eran libros que ni por cinco pesos la gente quería. Ni aunque prácticamente estuvieran regalados. Quería pensar en el destino de un libro que no tiene quien lo lea”, explica, y por eso decidió jugar con los elementos fundamentales de los ejemplares hasta reducirlos al mínimo y crear algo desde cero. Un libro fósil es el cascarón de un libro, algo que parece un libro pero no lo es.

“Un fósil es una sustancia que fue alguna vez orgánica, y que ya muerta, permanece en el interior de un material solidificado. Ya no es la sustancia viva, sino su huella la que queda dentro del sedimento”, escribe Selva Hernández en un texto breve que cierra el volumen. “Su huella es una crítica al libro. En un momento en el que el espacio y la economía son precarios, ante la pregunta de qué vale la pena convertir en una obra publicada y qué se deja en otros formatos menos perecederos que el libro impreso en desuso, mejor convertirlo en otra cosa, en arte contemporáneo”.

Cada pieza de esta serie que tardó unos tres meses en completarse es presente y pasado. Lo que vemos y lo que oculta nos interpela y lanza una pregunta: ¿qué es lo que hace que un libro sea un libro?

En los 25 años que Magallanes ha trabajado entre enunciados, páginas e ilustraciones ajenas y propias, la pregunta ha sido constante. Los libros han acompañado a los hombres desde la invención de la escritura y a él todos le encantan. Los compra, los colecciona, los reinventa y entiende que su trabajo se completa con la mirada de alguien más.

Al preguntarle si no le entristece que los libros fósiles ya no le pertenezcan y que lo único que le quedará de ellos son estas fotografías, sonríe y dice que no.

“Me gusta que existan en otro lugar. Incluso cuando trabajo en algo como un cartel, me gusta que dure lo que sea necesario aunque sea breve. A lo que aspiro es a que una imagen sea tan poderosa para que incluso en su brevedad pueda permanecer en la memoria de alguien más”.

En la pieza número veinte de “Libros fósiles”, la parte trasera del cuerpo de un hombre aparece dibujada en la parte inferior de la contraportada. Aunque las proporciones de sus piernas, brazos y tronco son normales, el cuello del hombre se estira y se estira y se estira hasta que sale de la página por la parte superior, luego baja por el lomo y se curva hasta reaparecer en la portada como el cuerpo de una boa que se desdobla. A su lado hay una sola palabra: “PERSPECTIVA”.

Sería maravilloso saber cuál fue el libro de economía que Magallanes sumergió en pintura blanca para ocultar una historia con otra y reescribir su biografía.

(Foto: Abraham Bonilla)

 

El último testigo de la peor inundación de México

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Originalmente publicado en The Associated Press, marzo 2018 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Donde hoy se pasean hombres y automóviles, alguna vez flotaron canoas.

El 21 de septiembre de 1629 empezó a llover y la tormenta no paró durante 36 horas. El agua barrió animales y sepultó carretas. En menos de dos días, se tragó las calles de la capital de México.

Algunas crónicas novohispanas y posteriores conservan esbozos de la tragedia, pero quizá el único sobreviviente es un mascarón en la esquina de un edificio en las calles de Motolinia y Madero. Aunque se ha deteriorado, la figura de piedra aún define la cabeza de un león. Su cara felina se alza más de dos metros porque según el escritor y periodista mexicano, Héctor de Mauleón, marca el nivel que alcanzó la inundación.

Hoy no hay nada que cuente esta historia a quienes pasan por ahí, pero pronto lo habrá. Junto con su amigo y colega, Rafael Pérez Gay, De Mauleón encabeza un proyecto apoyado por el gobierno local para colocar 200 placas artesanales que recuperan la memoria de algunas calles de la ciudad.

La geografía de esta metrópoli es su condena. Hace seis meses un terremoto dejó más de 200 muertos y 32 años atrás otra sacudida de la Tierra robó miles de vidas. La ciencia lo ha confirmado: la ciudad que nos trazaron recubre el lecho de un lago y sobre él se asentaron las construcciones. Por eso aquí una catástrofe aumenta su fuerza destructiva y el golpe de la naturaleza es más letal.

A De Mauleón le entusiasma su proyecto porque a veces nos falla la memoria. Los citadinos solemos creer que en nuestra historia no ha habido nada peor que los sismos, pero la tromba de 1629 -asegura el escritor- ha sido la tragedia más grande que ha vivido la ciudad.

El paso del agua —cuya ferocidad creció debido al desborde de los lagos circundantes—mató a 30.000 y provocó el abandono de la ciudad durante cinco años, según los recuentos de la época. Aunque casi todos los habitantes se fueron o murieron, unos 400 se quedaron y aprendieron a vivir como personajes de un filme apocalíptico.

Como no había drenaje ni alcantarillas, la gente se transportaba en balsas, habitaba los segundos pisos de sus casas —a los que accedía por los balcones— y escuchaba misas desde las azoteas donde los sacerdotes ofrecían consuelo. Sin embargo, a veces el alivio era insuficiente y los sobrevivientes saciaban su sed en las mismas aguas que sacaban a flote cadáveres de bestias y personas. Cuando las epidemias llegaron, la cifra de víctimas aumentó.

Se dice que en 1633 no hubo más lluvia y el agua se evaporó. La gente volvió para darse cuenta de que la mayor parte de los edificios estaban arruinados y debían reconstruirse. Por ello casi no hay ejemplos de arquitectura anterior al siglo XVII y lo que vemos pertenece a una época posterior.

“Todo lo previo desapareció y lo único que queda de ese mundo es este mascarón”, dice De Mauleón.

¿Por qué sobrevivió? Nadie lo sabe; es uno de los enigmas de la ciudad. “Lleva ahí muchos siglos y nadie se explica. Estuvo en una casa que fue derrumbada pero después alguien lo encontró y lo volvió a colocar”.

Hoy la casa es una óptica. Frente a ella un hombre limpia zapatos y un McDonalds despacha hamburguesas. Miles pasan a diario sin saber que existe, pero el león pareciera observarlo todo como un fantasma de la ciudad.

(AP Foto/Bernardino Hernández)

Ciudad de México recupera su historia a través de sus calles

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Originalmente publicado en The Associated Press, marzo 2018 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Lo que podría decir una calle. Lo que han visto sus banquetas. Lo que ha sentido su asfalto. Podría contarnos una historia y quizá elegiría la de un abuelo y su nieto, un par de cómplices nostálgicos que salían a perderse por los rincones de México para dibujar en el aire un tiempo que se ha ido y deseaban revivir.

“Le gustaba mucho salir a caminar y acordarse de cosas que había. Yo lo acompañaba y era como realizar dos viajes: el que hacíamos en ese momento y el de la referencia de algo que ya no estaba, que había ocurrido. Me parecía fascinante”, recuerda el escritor mexicano Héctor de Mauleón, quien ahora dedica su pluma, su andar y su entusiasmo a describir para otros los espacios de los que se enamoró gracias al padre de su padre. Su más reciente proyecto —que ya está en marcha y fue ideado del brazo de su amigo y colega, Rafael Pérez Gay— justamente consiste en rescatar la memoria de la ciudad.

En medio de un evento público con el alcalde capitalino Miguel Ángel Mancera hace unos tres años, De Mauleón tomó el micrófono para denunciar la “destrucción” de la urbe y sugirió encabezar un proyecto para preservar su pasado. Sería fácil y barato, dijo entonces, confeccionar placas pequeñas y rectangulares que narraran la historia de algunas calles icónicas y al colocarlas sobre sus fachadas dejaran a la vista por qué son sitios especiales cuya arquitectura merece cuidado y preservación. Miembros del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) verificarían los relatos y expertos en restauración supervisarían la colocación para evitar dañar las estructuras.

La respuesta fue “sí”. Se acordó iniciar con 200 —que serían elaboradas en un tipo de cerámica llamada talavera— y para decidir su ubicación él y Pérez Gay hicieron una división imaginaria del Centro Histórico en cuatro partes. De este modo comenzaron a planear la distribución de las placas según cada cuadrante, acordaron que cada uno investigaría y redactaría los textos para cien fichas y De Mauleón volvió a las aceras para escuchar los relatos que aún tenía por contarle su ciudad.

Intelectuales y periodistas locales coinciden: pocos conocen la capital de México como él. De Mauleón se sabe de memoria los secretos de un relieve que ante unos ojos inexpertos parecería un defecto, la vida oculta de una esquina que hace siglos se colmó de invasores estadounidenses y el año en el que las narices mexicanas cayeron rendidas ante el primer pan que se horneó. En cada caminata que hace por su tierra —desde que su abuelo le enseñó a explorarla— la ciudad le habla y él responde. La conoce y la reconoce. La escribe.

Primero estuvieron las crónicas y esas crónicas llenaron libros. En “La ciudad que nos inventa” (2015), por ejemplo, describe la casa más antigua del país, el cuento de espantos más viejo y la carta que inauguró el servicio postal. Ahora, además, están las placas.

Hoy es viernes y me ha llevado hasta una esquina antiquísima. Aquí México palpita: la gente se mueve de un lado a otro en grupos grandes como cardúmenes y nosotros paramos al inicio de una franja de portales que albergan negocios joyeros y rodean cual brazos abiertos la plaza principal. Frente a nosotros, el Palacio Nacional y la Catedral parecen dos titanes tumbados al sol.

Antes la historia de México no se escribía en las enciclopedias, sino en los nombres de sus callejones y avenidas. “Cada calle recibía su nombre por tres cosas”, explica De Mauleón. “Porque ahí había un edificio que le daba nombre, como un convento o iglesia; porque vivía un vecino ilustre que había hecho algo destacado o porque había ocurrido algo que merecía ser recordado, como una leyenda”.

La ciudad, entonces, se narraba a sí misma. Era cómplice, hogar y recuerdo.

“En esos tiempos caminabas y de inmediato te dabas cuenta de que la ciudad te estaba hablando, que te estaba diciendo su pasado”, dice con cierta nostalgia el escritor.

Las cosas cambiaron a principios del siglo pasado, cuando se celebraba el centenario de la Independencia y al festejo acudieron representantes de países latinoamericanos. Como un gesto de agradecimiento por reconocer a su gobierno en un ambiente cimbrado por conflictos políticos y sociales, el entonces presidente Álvaro Obregón pidió cambiar los nombres de calles que tenían más de tres siglos de antigüedad y las renombró como algunos de los países asistentes. De este modo, entre otras, nacieron República de Cuba, de Argentina y de El Salvador.

“Cuando hicieron eso cercenaron la memoria”, dice De Mauleón.

“República de Brasil, por ejemplo, se llamaba Los Sepulcros de Santo Domingo. Era un nombre bellísimo”. Y entonces, para intentar contener la situación, un grupo de intelectuales se acercó al gobierno en 1928 y pidió disponer una primera serie de placas —algunas de las cuales aún permanecen exhibidas— para rememorar lo que ahí ocurrió.

Aunque aquel esfuerzo valió la pena, se puso en marcha hace noventa años y desde entonces el proceso de renombramiento y olvido ha persistido. “La gente se separó de la memoria de la ciudad para empezar a construir una nueva”, agrega De Mauleón. “Por eso hicimos el proyecto, para volver a rescatar lugares antiguos de valor histórico y que las personas pudieran verlos al pasar”.

Nuestra esquina nos invita a reanudar el paso rumbo a una recta con mucho que decir. “Francisco I. Madero” hace honor al presidente que detonó la Revolución y a pocos metros encontramos una tienda de autoservicio que solía ser el Bar de Peter Gay, un sitio concurrido a finales del siglo XIX por mexicanos tan ilustres como curiosos. Ahí, cuenta De Mauleón, estuvo el hombre que intentó asesinar al presidente Porfirio Díaz en 1897 y antes de lanzar la puñalada recorrió los mismos pasos que nosotros.

Sus anécdotas son hipnóticas. Varias personas lo reconocen mientras caminamos y se detienen a saludarlo, pedirle autógrafos y selfies. Muchos le dan las gracias por contar su historia y lo invitan a comer, a charlar, a volver. Él me explica luego que a veces recorre estas calles con cámara y micrófono en mano y así la ciudad le habla a sus mexicanos por televisión.

De Mauleón dice que ésta era la calle más importante de su época. Estaba llena de palacios y después se hizo un decreto para establecer gremios. “La nuestra era una ciudad gremial. Zapateros, mecateros, tlapaleros y todos tenían un sitio propio. Por eso aquí hay tantas joyerías: originalmente había plateros. Estás ante la reminiscencia de una ciudad de hace tres siglos”.

Seguimos, seguimos, seguimos. De pronto mi guía señala una tienda de ropa de mujer que fue el primer hotel de México, luego apunta a otra que vio pasar al primer automóvil la madrugada de un sábado y se detiene unos segundos ante un restaurante que en 1896 albergó la droguería donde un empleado de los hermanos Lumière presentó el cinematógrafo por primera vez.

Algunas ventanas, paredes y puertas de la calle parecieran intactas al paso del tiempo gracias a una legislación que desde 1933 impide intervenir o remodelar edificios de la zona, pero eso no salva su pasado del olvido.

“Esta ciudad va a cumplir 500 años y prácticamente en cada esquina hay algo”, dice De Mauleón.

La colocación de placas apenas inicia. No existe fecha para finalizar el proceso, pero sí hay planes y un deseo en la voz a veces melancólica de este escritor: imprimir otras 200 y luego otras 200 o mil más; salir del centro y llegar a más colonias —Roma, Tacubaya, Santa María la Ribera, Coyoacán, todas icónicas para los capitalinos— para darle resonancia a lo que tengan que contar.

Aquella historia de un abuelo y su nieto continúa escribiéndose, pero ahora es la de un cronista que necesita la voz de su ciudad tanto como ella la de él.

(AP Foto/Bernardino Hernández)

Fridas

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Semanas después del terremoto del 19 de septiembre de 2017, Diego Fonseca contactó a 35 autores para escribir un texto que nos permitiera pensar el sismo desde distintos puntos de vista. El resultado fue «Tiembla», que publica editorial Almadía y donará las ganancias por las ventas del libro a la campaña Tejamos Oaxaca, para ayudar a víctimas de los sismos recientes.

¿Qué hay en un nombre? En México, «Frida» remite a nuestros vacíos y a nuestra manera de llenarlos: una perrita rescatista que se volvió heroína nacional aunque no rescató a nadie, una niña inexistente que nos inventamos con el deseo de encontrar vida bajo los escombros y, en el pasado, una pintora surrealista que era bella y exitosa aunque por dentro estuviera rota. Las «Fridas» no cuentan su propia historia, sino la nuestra. Éste es un primer apartado del texto. El libro puede comprarse en Almadía

Vi a Frida una sola vez.

Habían pasado nueve días del terremoto y los fotógrafos trataban de enfocarla mientras ella daba saltitos despreocupados sobre el pasto sin detenerse a mirarnos. Era la estrella de la tarde, la nota del momento. Aquella golden retriever tenía un magnetismo irresistible. Bajo las manos morenas de su amo fingía obediencia, pero sin previo aviso podía estrellar su nariz contra la mía o sacudirse hasta que sus orejas volaran como pañuelos. Era la mascota de película que de niña soñaba recibir como sorpresa de cumpleaños.

Frida nació a los ocho años de edad. Ya tenía una carrera y pesaba treinta kilos. Ya se uniformaba con chaleco, botitas de neopreno y goggles para perderse entre pilas de escombros en busca de cadáveres y sobrevivientes. Ya presumía viajes como rescatista del Ejército en Ecuador y Haití. Se llamaba Frida pero no era Frida. Sólo un sabueso con un nombre familiar.

De pronto, un tuit. “Ella es Frida”. El soplo de vida del demiurgo no fue un soplo sino Palabra. Once caracteres y un video con su imagen presentaban al mundo a la heroína de México, una especie de rescatista inmaculada que se mostraba desinteresada y amorosa.

En segundos, la adoración. El mensaje de la Secretaría de Marina salpicó miel por todas partes y nosotros paladeamos el jarabe agradecidos. A minutos de su primer ladrido en Twitter, una mujer sugería vender perros de peluche con la imagen de Frida y otra pedía a Dios que la cuidara en su labor. Dos horas después, alguien recurrió a las mayúsculas:

“ELLA ES PERFECTA”.

Frida nació del sismo, de los mexicanos renacidos por el cisma de la Tierra. La concebimos con paciencia, la nombramos. Hebra por hebra tejimos el mito, la fantasía. La esculpimos a la medida y fue nuestro regalo. Fuimos Pigmalión.

El mito es un habla, escribía Roland Barthes. Es el andamiaje de un discurso, una manera de significar. Hablamos y desplazamos objetos, conceptos, ideas. Así, un perro es un perro, pero un perro narrado por un país que llora a sus muertos bajo edificios caídos deja de ser estrictamente un perro. Se ha reinventado, satisface una carencia.

En el abrazo convulso de la Tierra no sólo se agrietaron edificios. Al centro de México se abrió una cavidad; se fracturó la vida y sumidos en ese hueco hubo que nombrar todo de nuevo.

Al juntar todos los trozos nos armamos otro mundo y lo llamamos Frida.

En su nuevo libro, Andrés Neuman enseña a “Vivir de oído”

vivir de oido

Originalmente publicado en The Associated Press, noviembre 2017 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Siempre que Andrés Neuman sostiene una taza vacía bajo el dispensador de una máquina de café, la observa llenarse de espuma y sabe que dará el primer sorbo al borde de las lágrimas. Con la voz apagada dice que se ha bebido miles de espressos y cada uno le ha hecho pensar en su madre: lo que ella más disfrutaba, además de tocar el violín, era un café espumoso, como orilla de mar.

Es casi paradójico. En los 35 poemas que integran “Vivir de oído”, el escritor argentino teje retratos cotidianos de lo que hay en su vida, pero lo hace a través de ausencias, silencios e hipótesis. “Inventos a los que llegamos tarde”, por ejemplo, es un modo de decirle a su difunta madre que la extraña y que le hubiera encantado prepararle un café con espuma en una de esas máquinas que no aparecieron a tiempo en su cocina.

“Vivir de oído” es un coqueteo entre lo que existe, lo que falta y lo que podría ser. En el noveno poema de ésta, la segunda antología que el autor publica con la editorial mexicana Almadía, Neuman le habla a Neuman. “Conversación en tres tiempos” dedica su primera estrofa al niño que fue, la segunda al joven que casi deja y la tercera al viejo que será. Unas páginas después, un texto se concentra en el cómo olvidamos la voz de la gente que amamos y otro en las sutilezas entre el desierto y lo desierto.

“La poesía tiene algo de recuperación de voces perdidas”, explicó el escritor de 40 años hace unos días durante la presentación de su libro en la Ciudad de México. “Muchas veces esa recuperación es imaginaria. Son voces que nunca hubo y ese acto de recuperarlas también es un acto de reinvención: el oído es el órgano central de nuestra sensibilidad”.

Por lo anterior, la estructura del libro es casi intuitiva, una consecuencia involuntaria de haber escrito motivado por atender lo que apenas se escucha bajo el ruido de la cotidianidad.

Donde algunos solo encuentran vacío, Neuman descubre materia prima. Para él lo vacuo es un punto de partida que le permite crear y crearse, y por eso “Vivir de oído” es una obra autobiográfica que se divide en tres apartados: familia, amor y metapoesía, es decir, una sección dedicada a la relación entre escritura y autor.

Su manera de trabajar se transforma de género en género —sigue procesos distintos en cuento, novela y poesía— pero dice que su obra más reciente surgió después de cinco años de redacción intermitente y dispersa. Cuando empezó a seleccionar los textos para la antología, que estará a la venta en México a partir de esta semana, tenía entre manos más de 80 poemas, pero al final conservó menos de la mitad. Todos son brevísimos y parecen dialogar entre sí.

Según Neuman, la estructura de “Vivir de oído” obedece a que hay dos momentos por los que atraviesa un poeta: el primero es inconsciente —se escribe casi sin pensar— y el segundo permite visualizar un orden que llena los huecos de todo aquello que falta. “Los poemas van suscitándose unos a otros y ese pequeño milagro de ordenamiento sucede muy al final del proceso. Nuestro inconsciente tiene un plan y uno trabaja durante años para descubrirlo”, dice.

Al autor, en ocasiones, su inconsciente le pide borrar. Como el mago que accede a revelar su mejor truco, confiesa que sus poemas rara vez superan media cuartilla al publicarse, pero cuando nacieron todos fueron extensos. Dominar la brevedad, asegura, es algo que le fascina: los libros breves implican una reducción de cinismos hasta que el recorte permite llegar a lo que realmente debe decirse. “Todo poema va construyendo ruido a su alrededor pero en el núcleo hay una nota y hay que tratar de despejarla”.

Por eso Neuman corta, corta y corta. A veces, incluso, difumina el final. “En ocasiones el primer borrador de un poema sale demasiado redondo y lo que uno hace es desdibujar un poquito el contorno, la silueta, hasta que no queda tan nítido”. Y, después, con su mirada, el lector salda la deuda que él dejó abierta al escribir.

“Le regalé una lupa a mi maestro” es de los últimos poemas en “Vivir de oído”. En él, Neuman recuerda a un hombre que admiraba y ya no está pero antes de morir dejó sobre su escritorio una lupa que en sus últimos años le permitió leer. Cuando él la descubre, observa la lupa “dormida”, pero luego se da cuenta de que ese lente sobre la mesa aumenta el silencio de una hoja en blanco.

La escena es triste y melancólica, pero logra lo que Roberto Juarroz, uno de sus poetas favoritos, solía decir: la poesía sirve para detener el relámpago, para impedir que algunas cosas se nos escapen para siempre de manera fulgurante, como cuando el silencio extingue una voz.

Y entonces Neuman lo logra. Deja que sus ausencias hablen por él.

¿A quién salvó Frida, la heroína de los perros rescatistas?

Mexico Quake Rescue Dog

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre 2017 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Podría ser un miércoles cualquiera para la treintena de periodistas que esperan fotografiar a una celebridad bajo el cielo nublado, pero la estrella del momento no se dedica al cine sino a meter sus narices húmedas bajo edificios derrumbados y ladrar cuando su instinto le dicta que está cerca de un cuerpo que aún respira.

Frida se pasea ante las cámaras con gracia y ligereza. Hoy es su día libre y está de vuelta en casa para descansar y continuar con sus entrenamientos, pero la semana pasada tuvo tiempo de sobra para ganar miles de admiradores en redes sociales y apoyar a cuerpos de rescate especializados en estructuras colapsadas.

La coqueta labradora retriever es, junto con dos pastores belga malinois, parte de la unidad canina de la Secretaría de Marina de México y desde el 19 de septiembre los tres han buscado sobrevivientes del terremoto de 7,1 grados que sacudió el centro del país y dejó más de 340 fallecidos.

En su carrera de más de seis años ha ayudado a encontrar 53 personas en medio de construcciones derruidas dentro y fuera de México, 12 de ellas con vida. Y aunque no halló ningún cuerpo tras el reciente sismo, eso es lo de menos.

En medio de una de las peores tragedias en la historia reciente de México, Frida —ocho años, treinta kilos, “trending topic” mundial— pasó de ser sólo un perro rescatista de las fuerzas armadas mexicanas a un símbolo de esperanza nacional.

“En términos sociales, esta perrita funcionó como un objeto transicional”, dijo a The Associated Press Fátima Laborda, psicoanalista y directora de Casa Grana, una clínica privada de atención psicológica en la capital mexicana. “Quizá no nos ayudó en nada real o concreto —es decir, no rescató a nadie— pero nos dio la posibilidad de sentir que había esperanza y que había cosas en las que nos podía ayudar”.

Las miradas dentro y fuera del país se posaron en la labradora casi al mismo tiempo que los mexicanos veían cómo se derrumbaba otro símbolo de ilusión, con el mismo nombre, pero que nunca existió: dos días después de que las autoridades dijeran que buscaban bajo los escombros de una escuela a una niña, “Frida Sofía”, la Secretaría de Marina anunció que no había ninguna menor ahí.

Según Laborda, ante situaciones extremas como un terremoto o una guerra, los afectados suelen buscar refugio y contención en algo real o simbólico para tratar de recuperar la confianza y seguridad.

“Yo me puedo sentir contenida por un rescatista que efectivamente está quitando piedras y por ende me va a ayudar a resolver mi problema de manera real”, dijo. “Pero también me puedo sentir apoyada por el mero hecho de ver gente en la calle, porque así siento la solidaridad de los demás y eso es simbólico, así que también me puede proveer alivio psicológico”.

Frida no necesita mucho para seducir. Posa ante las cámaras de iPhone, te pasa la lengua por la cara si tienes la suerte de acercarte a ella y zigzaguea entre pilas de escombros como si fuera la heroica mascota de Indiana Jones.

Frida ha participado en operaciones de rescate tras desastres naturales como los terremotos de Haití en 2010 y Ecuador en 2016, pero su fama se disparó dos días después del 19 de septiembre, cuando la Marina publicó un video en su cuenta de Twitter y que a la fecha tiene más de mil comentarios, 35.000 retuits y 67.000 likes.

“Mírale sus zapatitos” y “Quiero una #Frida en mi vida”, se lee en algunas reacciones.

Poco después, Los Simpson la homenajearon con un dibujo animado, estrellas hollywoodenses como Chris Evans —Capitán América— posteaban “¿Qué hicimos para merecer a los perros?” y grupos de mujeres tejedoras en Facebook se ofrecieron a crear diseños inspirados en ella para apoyar con las ganancias a los afectados por el sismo.

“Pareciera que (Frida) nos llevó a todos a un mismo camino, porque representa una figura de bondad absoluta, de cuidado del otro y un lugar de dónde asirnos para pensar que podemos salir de esta situación”, explicó Laborda acerca del fenómeno mediático que esta labradora desató.

Nadie se resiste al encanto de Frida. Sus dos manejadores, como la Marina se refiere a los encargados de su entrenamiento y cuidado, sonríen cuando la miran y premian las respuestas a sus indicaciones con caricias.

Emmanuel Hernández, cabo de infantería que ha trabajado con ella desde hace más de dos años, dijo que desde pequeña fue elegida como rescatista por sus cualidades. Como todo can dedicado a la búsqueda bajo derrumbes, debe ser dócil, tener instinto de rastreo y olfatear todo.

A su lado, Frida —ahora uniformada— se deja acariciar y fotografiar por la prensa. Luce botitas de neopreno para evitar resbalarse y sortear escombros sin cortarse las patas, un arnés para sujetarse en caso de que entre a un espacio confinado y gogles que protegen sus ojos de agentes químicos e infecciones.

Algunos periodistas y redes sociales han publicado que la pequeña rescatista podría retirarse el año entrante, pero su manejador desmiente el rumor: aunque Frida es un perro maduro, aún es hábil y puede trabajar. Si acaso, modificará sus actividades y en vez de encabezar las búsquedas se convertirá en “perro de confirmación”, es decir, una especie de mentora de los más recientes integrantes del equipo: Eco y Evil, dos pastores belgas de año y medio que ya trabajaron con ella en Juchitán, Oaxaca, tras el sismo de 8,1 grados del 7 de septiembre.

¿Y después? “Cuando cumplen su tiempo de trabajo, los perros se dan en adopción a personal de la armada”, dice Hernández. “Y si alguien me preguntara si quisiera llevarme a Frida diría que sí, pero tendremos Frida para mucho tiempo todavía”.

(AP Foto/Rebecca Blackwell)

La arquitectura no es inocente: la Casa O’Gorman en México

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Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre 2017 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Decían que el diablo habitaba esta casa, a solo unos pasos del estudio de Diego Rivera y Frida Kahlo en la Ciudad de México.

Exenta de ornamentos y materiales de construcción utilizados a principios del siglo XX, sus dos pisos de vidrio, metal y concreto provocaban desprecio entre los vecinos. Frente a la valla de cactáceas que aún la rodean no parecía una casa, sino el esqueleto de un cubo: al dejar sus columnas y tuberías expuestas a la vista de cualquiera era como si Juan O’Gorman, el arquitecto mexicano que la construyó entre 1929 y 1931, la hubiera concebido desnuda para manifestar que la belleza de sus partes residía en su sencillez.

La casa está a espaldas del Museo Casa Estudio de Rivera y Kahlo, otra obra de O’Gorman con frecuencia visitada por turistas y locales. Sin embargo, por años fue propiedad de un particular, estaba deteriorada y tenía poca visibilidad. No fue sino hasta el 2012, tras ser adquirida y restaurada por el gobierno, que abrió sus puertas al público para permitir su análisis y reinterpretación.

Ahora, por primera vez, tres arquitectos mexicanos explican las ideas detrás de su estructura con una exposición inaugurada recientemente que estará abierta hasta finales de octubre.

“Casa Manifiesto”, la exhibición de Lucía Villers, Juan José Kochen y Alberto Odériz, nació de una investigación cuya finalidad era indagar en los orígenes del movimiento moderno en México y los argumentos que fundamentaron los proyectos arquitectónicos de aquella corriente.

“Nuestro eslogan es ‘La arquitectura no es inocente’ porque aquí nada es fortuito; hay un contenido ideológico detrás de cada forma”, dice Villers sobre la muestra.

La casa se visita con un mapa en la mano. El documento repara en ventanas, muros, macetas y focos. Todos los objetos tienen una etiqueta que profundiza en su significado y corresponde a una de las ocho categorías que —según Villers, Koche y Odériz— identifican a la arquitectura moderna. Para crear este catálogo revisaron archivos y definieron los factores que transformaron el modo de entender algo tan simple como el marco de una puerta o un jardín.

“Esta arquitectura buscaba hacer una sociedad; era la búsqueda de lograr un cambio total”, explica Villers.

La casa se ubica en San Ángel, un barrio sureño de la capital mexicana donde proliferan mansiones con bardas de piedra, herrería artesanal y otros elementos de estilo neoclásico. La obra de O’Gorman, en cambio, parece un edificio en carne viva: tres columnas delgadísimas emergen del suelo —obra del demonio, pensaba la gente que caminaba por ahí— y para revestirla no hay columnas dóricas, aplanados rugosos ni escaleras con barandales.

Mientras otros arquitectos daban por sentada la decoración, para O’Gorman era un disfraz innecesario. “La vivienda para el mínimo nivel de vida”, reflexionaba el arquitecto, y por eso no cimentó una casa sino una ideología.

La casa no es una casa: es un manifiesto.

¿Qué reclama una vivienda? ¿Qué la define como un espacio eficiente y útil? Según el funcionalismo, si las necesidades cambian los métodos constructivos también deben hacerlo. Las primeras chozas y cabañas cumplían la finalidad de proteger al hombre de la naturaleza o sus enemigos, pero nuestra manera de vivir ha cambiado: hoy nadie ocuparía una muralla de roca afuera de su hogar para protegerse de una invasión.

La casa que O’Gorman construyó cuando apenas tenía 24 años materializa las ideas de Le Corbusier, el teórico moderno y arquitecto francosuizo cuya obra es considerada patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Según estableció, la revolución industrial reclamaba la muerte de la artesanía para dar paso a lo racional. Las viviendas, en consecuencia, debían transformarse en objetos meramente útiles cuyas piezas pudieran prefabricarse para facilitar su construcción.

Las casas, decía Le Corbusier, debían ser “máquinas para habitar”.

Para aterrizar estos conceptos y edificar la que se considera la primera muestra de arquitectura funcionalista en México, O’Gorman usó su casa como un laboratorio para experimentar. Aunque no era la costumbre en aquellos años, se atrevió a ignorar el bronce, mármol y los cristales biselados para inclinarse por la losa sin labrar, trabes y apagadores que exhiben su cableado. Trazó habitaciones de uno por dos, porque para dormir solo se necesita una cama. Montó clósets empotrados, porque los muebles son caros, estorban y requieren limpieza. Y para el estudio diseñó ventanales que se abren y cierran como un biombo para crear un vínculo entre el interior y el exterior.

Su audacia no fue bien recibida. Algunos dicen que O’Gorman le ofreció la casa a su padre, pero alegando su similitud con una vivienda obrera, éste la rechazó. Luego, cuando trató de rentarla, los inquilinos potenciales la encontraron siniestra y desagradable, por lo que pasaron años antes de que alguien aceptara ocuparla. Más tarde, un vecino mandó tallar unas nalgas de piedra en su fachada, con vista a la construcción, para expresar abiertamente su desdén.

La vivienda como discurso, no obstante, sí sedujo a Diego Rivera, quien transmitía pronunciamientos sociales a través de sus murales. Solo después de ver la casa de O’Gorman aceptó que el hogar que compartiría con Frida Kahlo fuera construido bajo los mismos principios.

La empatía surgió porque Rivera era comunista y la obra de O’Gorman apelaba a una arquitectura internacional: el concreto sin pintar, las ventanas metálicas y los muros de tabique no son lujos ni elementos excluyentes, sino materiales funcionales al servicio de cualquiera.

Paradójicamente, la historia de la casa era poco conocida —casi un secreto entre arquitectos—, y por eso los tres mexicanos detrás de “Casa Manifiesto” decidieron contarla a través de su exposición.

A 90 años de haber sido edificada, la Casa O’Gorman sigue en pie —un cubo solitario rodeado por cactus en una esquina de San Ángel— y mantiene vigente la pregunta que hacía reflexionar a su creador: ¿No es acaso la arquitectura un problema de todos los hombres?

(AP Foto/Marco Ugarte)

Maestra japonesa de danza butoh se inspira en García Márquez

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Originalmente publicado en The Associated Press, julio 2017 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Cuando el cuerpo está inmóvil, encogido sobre el escenario, parece un pájaro herido: las extremidades son finas, la piel casi traslúcida, la cara oculta bajo una máscara de malla. Podría estar congelado en el tiempo y el espacio, pero entonces la maestra Yumiko Yoshioka levanta el torso, se lleva las manos a la cabeza y el cuerpo crece frente a su sombra, se hincha de músculos y estalla junto con la música que simula lluvia.

La última nota se apaga y el ruido de la lluvia real se filtra hasta el auditorio donde Yoshioka presenta ante periodistas su nueva pieza de danza butoh, una puesta en escena inspirada en “Cien años de soledad”, la obra magna de Gabriel García Márquez que recientemente cumplió medio siglo de publicada.

El butoh y “Cien años luz de soledad”, la coreografía que Yoshioka estrena el martes en el Teatro de la Danza en la Ciudad de México, tienen un origen común: la representación de un cuerpo nuevo.

El butoh nació de la guerra. A fines de los años 50, los japoneses Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata crearon una serie de coreografías inspiradas en el dolor de su país. A través del baile, pensaban, quizá sería posible recuperar un poco de esos cuerpos que las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki redujeron a cenizas.

El fin de la violencia no es el fin de la memoria. Para 1959, cuando el butoh de Ohno y Hijikata cobró vida bajo sus primeros reflectores, habían pasado casi 15 años desde los bombardeos, pero Japón seguía fracturado. El butoh, en consecuencia, es una danza que conduce a bailarines y espectadores a través de las tinieblas.

“No es una terapia, pero sí puede rescatarnos”, dice la maestra Yoshioka, quien actualmente vive en Alemania pero con frecuencia viaja por otros países de Europa y América Latina para presentar coreografías y ofrecer clases magistrales. “Puede levantarnos o permitirnos descender hacia la oscuridad. Para mí es como atravesar un túnel muy largo y oscuro hasta que logro ver una luz”.

La belleza del butoh no es tradicional. Los artistas suelen salir a escena con la cabeza rasurada, garras en lugar de manos y un vestuario que emula un cuerpo deforme o lacerado. Con frecuencia sus ojos están desorbitados y la boca descompuesta en muecas. La experiencia puede ser grotesca y cruda. Como todo lo monstruoso, oscila entre lo desconcertante y lo conmovedor.

La nueva coreografía de Yumiko Yoshioka nos cuestiona. ¿Podemos vivir solos? ¿Cómo sabemos que estamos vivos si no hay nadie que sea testigo de nuestra existencia?

Tomando “Cien años de soledad” como punto de partida, la artista originaria de Tokio concibió a una criatura solitaria. Su pieza no reinterpreta la trama de la novela que entreteje fantasía y realidad en las historias de la familia Buendía, en el pueblo ficticio de Macondo, sino el impacto que generaron en ella aquellos personajes “extraños”, capaces de desarrollar sus propias vidas y singularidad. “En ese mundo tan peculiar que describe García Márquez, todos son aceptados tal y como son”, dice.

Aunque sus piezas no tienen un mensaje político —a diferencia de las puestas en escena de otros bailarines de butoh en naciones como Chile o Argentina, según refiere—, sí alumbran malestares y tristezas: nuestro mundo es frágil, violento y con frecuencia olvidamos que se nutre de las diferencias entre individuos. “Para unirnos es importante sentirnos solos y encontrar lo que nos hace únicos. Es una especie de juego. La soledad nos unifica y desde ese lugar podemos aceptar la unicidad de los demás incluso viviendo en sociedad”, explica.

Yoshioka habla muy bajo y sin prisa. De pronto calla y su mirada cae al piso como una luz que se suaviza; el espacio sin su voz surte el mismo efecto que su cuerpo inmóvil bajo el marco del telón. “El silencio también es música; la falta de movimiento es movimiento. Cuando la gente lo nota”, dice, “siente algo ante esa carencia”.

A Yoshioka le cuesta definir el butoh y el modo en que esta danza ha transformado su vida. Sin embargo, tiene claro que la seduce por su capacidad de tocar algo dentro de nosotros: “Es algo hermoso para mí. No solo se trata de la belleza del movimiento, sino de que pueda mover algo en nuestro corazón”.

El butoh sigue vigente porque renace en cada cuerpo que danza y articula una coreografía. Es metamorfosis, cambio, movimiento. “Es una danza de la transformación”, señala la maestra. “No solo transforma lo físico, sino también nuestro punto de vista y nuestra manera de pensar”.

Para Yumiko Yoshioka también es un misterio. “Hay presentaciones memorables en las que dejo de pensar y no necesito saber cuál es el siguiente paso”. Y entonces, dice, el butoh vuelve a ser ese viaje que nunca termina y su cuerpo es libre de moverse bajo la guía de algo que no logra comprender.