Genio en proceso

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The Theory of Everything retrata los obstáculos que Stephen Hawking, uno de los grandes científicos de nuestra era, ha tenido que superar a causa de su enfermedad degenerativa. Hablamos con el británico Eddie Redmayne, quien lo interpreta en esta cinta y cuyo trabajo le valió el Globo de Oro en la categoría de Mejor Actor. 

Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

A los 20 años, Stephen Hawking entró a estudiar el doctorado en Cosmología en la Universidad de Cambridge y se volvió defensor de la teoría del todo, que busca explicar la totalidad de los fenómenos físicos y responder las preguntas fundamentales del universo. En aquel entonces, el científico británico aún no dependía de una silla de ruedas ni de una voz computarizada para hablar.

Cuando cumplió 21 años dejó de jugar ajedrez. Como un niño pequeño, se volvió incapaz de subir escaleras y sostener un lápiz para escribir. Se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad que atrofiaría su cuerpo y —según los médicos— lo mataría dos años después.

Hawking no murió, sino que siguió su carrera y se casó con una estudiante de arte llamada Jane Wilde. Tuvieron tres hijos. Hawking escribió libros. Ganó premios. Se divorció y se casó por segunda ocasión. Se convirtió en uno de los personajes más respetados y emblemáticos de nuestra época. Han pasado 51 años desde su diagnóstico y desde entonces ha publicado A Brief History of Time (1988), el actor inglés de moda Benedict Cumberbatch lo retrató en Hawking (2004) y apareció junto a Sheldon Cooper en un episodio de The Big Bang Theory.

The Theory of Everything retrata este medio siglo de vida del físico británico. La cinta de James Marsh —director que en 2008 ganó el Óscar en la categoría de Mejor Documental por Man on Wire— es protagonizada por Felicity Jones, como la esposa de Hawking, y Eddie Redmayne, cuyo talento quedó más que claro en Les Misérables (2012) y My Week with Marilyn (2011). Desde Londres hablamos con Redmayne sobre su nuevo y desafiante papel.

ESQUIRE: Debe ser un gran reto interpretar a Stephen Hawking. ¿Audicionaste o te ofrecieron el papel?

EDDIE REDMAYNE: Recibí una llamada de James [Marsh, el director]. Hablamos de la película y nos encontramos en un pub semanas después. Por fortuna me ofreció el papel sin audicionar. Sin embargo, unas semanas después tuve que participar en la audición del papel que obtuvo Felicity [Jones quien interpreta a la esposa de Hawking], y aunque James me decía que no tenía de qué preocuparme porque ya había obtenido el papel, yo no paraba de repetirme que si hacía las cosas mal, quizá podrían despedirme.

ESQ:¿Fue difícil interpretar a una persona cuya movilidad es muy limitada?

ER: Sí, pero a la vez fue muy gratificante. Pasé alrededor de seis meses preparándome. Vi documentales y leí todo lo que pude acerca de Stephen. No sólo traté de comprender su condición física, sino también temas de cosmología. De hecho, hay una clínica en el Este de Londres que atiende la enfermedad que él sufre, y fui para hablar con doctores, pacientes y familias, e intentar familiarizarme con este padecimiento. Justo antes de empezar a filmar, Felicity y yo pudimos conocer al profesor Hawking y fue extraordinario.

ESQ: Increíble. ¿Y cómo es?

ER: Es una de las personas más graciosas que he conocido en mi vida. Tiene una energía extraordinaria a pesar de que no se puede mover.

ESQ: Acabo de ver una foto donde tú y Felicity están con él. ¿Fueron a la universidad o dónde se conocieron?

ER: ¡Fuimos a su casa! Gracias a esa experiencia no sólo conocimos el lugar donde vive, sino todo el sistema de cuidado que requiere, y eso fue increíble. Volviendo un poco a su buen humor, te voy a poner un ejemplo: cuando lo visitamos, una de sus enfermeras nos dijo que cuando fue a la entrevista de trabajo con Stephen, iba preparada para desglosar toda la experiencia laboral que había escrito en su currículum, pero lo único que él le preguntó fue si sabía jugar ajedrez [ríe]. Y cuando ella le dijo que sí, la contrató.

ESQ: Esta película es una lección de constancia y determinación. ¿Qué es lo más difícil que has tenido que hacer para mantener tu carrera como actor?

ER: Supongo que se trata de hacer siempre mi mayor esfuerzo. Intento encontrarme en un ambiente que me rete, ¿me explico? En un lugar donde puedas ser suficientemente valiente como para cometer errores, porque estos a veces pueden ser terribles, aunque ocurran una vez cada 20 años. Así que los directores con los que me gusta trabajar son aquellos que promueven este entorno y que me permiten ser valiente. Creo que eso es lo que hago: continuar retándome, porque cuando a alguien sólo le importa mantener un trabajo, entonces no se confronta consigo mismo.

ESQ: ¿Qué nos puedes decir de Felicity Jones? Es impresionante cómo evoluciona su personaje: de ser una mujer dulce y tierna, termina con un temperamento muy fuerte.

ER: Exacto, Felicity es formidable y no me habría imaginado a nadie mejor para que fuera mi compañera en esta historia. Su personaje era muy complicado. Tienes razón: Jane es una mezcla de fuerza y vulnerabilidad, de humor y furia. Por eso creo que Felicity es una de las mejores actrices de nuestra generación.

ESQ: Hay algunos críticos que ya vieron la película e insisten en que deberías recibir una nominación al Óscar. ¿Qué piensas de esto?

ER: Ay, Dios. ¿Sabes qué? Es difícil, porque esta cinta implicó una gran responsabilidad. Nuestro trabajo era retratar a Stephen y Jane, y él es una figura muy emblemática, a la cual la gente respeta mucho. Creo que esto implicó varias cosas: desde conocer a personas afectadas por la misma enfermedad hasta el reto de hacer una película que fuera disfrutable. Eso me aterrorizó. Sin embargo, el hecho de que muy poca gente la haya visto, pero que haya motivado críticas favorables y positivas, es un mensaje muy inspirador para mí y supone una satisfacción enorme. Cualquier otra cosa me parecería secundaria.

Instrucciones para recorrer París

     Con los dedos índice y pulgar, abra el seguro dorado que mantiene un par de alas pegadas a sus hombros. Dóblelas con cuidado e intente no maltratar las plumas. Guárdelas en su mochila. Aventúrese hacia los adoquines. Descienda del arco que duerme en un extremo de los Champs-Élysées hasta sentir ambos pies sobre la Avenue de la Grande Armée. Abra nuevamente su equipaje y extraiga el triciclo que guardó antes de salir de casa.

    París exige que al menos una vez en la vida se le recorra en solitario. Usted lo sabe bien. Coloque sus extremidades inferiores sobre los pedales y avance sin prisa hasta perderse en las calles estrechas de la capital francesa. No pida ayuda. No hable con las hormigas. Atrévase, si usted quiere, a tararear al ritmo de Sidney Bechet. Tómese un descanso. Cuéntele una historia a un pétalo de rosa agonizante o levante una moneda abandonada y permítale reinventarse cuando escape a través del orificio que se esconde en el bolsillo derecho de su pantalón.

    Serpentee, a párpado caído, por el Boulevard Saint Germain. Ingrese al Café de Flore. Confeccione una pintura imaginaria de una plática trascendental entre Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Póngase un antifaz. Entreviste a un cronopio. Invite a una fama a merendar un buen plato de raclette.

  Continúe pedaleando hasta Saint Michel. Salude a las gárgolas. Plante una flor en honor a Víctor Hugo. Aumente la velocidad, utilice el Pont Neuf como pista de despegue y no saque el tren de aterrizaje sino hasta que vuele por encima de L’Avenue de l’Opera. Envíe un aplauso a Escamillo y una muestra de solidaridad a Don José.

   Déjese caer con el trío de rueditas en perfecto balance sobre Sacré Coeur. Pida prestado un paracaídas. Hágale un agujero. Experimente una caída libre hasta que el suelo lo detenga en Montmartre. Róbele las luces a los faroles de Pigalle.

   Baje al subterráneo, hasta tocar con la palma de la mano la vida secreta de París. Saque un hilo de oro de su mochila y amárrese al último vagón de un metro con dirección a Charles de Gaulle–Étoile.

   Arrástrese por las escaleras, dirección arriba, y escuche el golpeteo de su andar sobre la superficie de cada escalón. Avance, montado en su pequeño vehículo, por los pocos metros que le quedan antes de la despedida. Dedique unos segundos a memorizar la sombra de la mujer que no se atrevió a besar, del perfume de croissants recién horneados, del sonido de árboles que pierden sus hojas y de la visión de los foquitos que parpadean para decirle adiós.

   Tome su morral con ambas manos, doble su triciclo en cuatro y, con los dedos índice y pulgar, cierre cuidadosamente el seguro dorado que mantendrá ambas alas pegadas a sus hombros. Eche una última ojeada y permita que un pájaro le recite un poema de Rimbaud. Séquese las lágrimas con el pañuelo que luego soltará para que vuele hasta Les Tuileries. Guarde en su memoria esa fotografía de noche indeciblemente penetrante y planee el recorrido que hará en su próxima visita. París no se acaba nunca. Es infinita y ya regresará para correr a gritos por el Jardin du Palais Royal y decirle a un desconocido que le extrañaba. Ahora debe partir, dejarle latir libremente mientras vuelve. Allá, al fondo a la derecha, está el mundo. Y le espera, así que márchese ya.

El sueño dorado de Diego Quemada-Diez

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Después de casi tres décadas de colaborar en filmaciones, Diego Quemada-Diez escribió y dirigió su primera película: La jaula de oro. Ésta narra la travesía de cuatro migrantes en busca del sueño americano y fue la cinta mexicana más premiada de 2013. El director que dejó España para poder trabajar como deseaba, habla de cómo se convenció de que el cine es una herramienta de denuncia social.

     Un avión surca el cielo a contraluz. A través de la lente de la cámara que lo filma se ve tan pequeño como una mosca. La aeronave sigue su camino, se pierde de vista y atrás queda el barrio de Kibera, una inmensa mancha de tristeza en la capital de Kenia.

     Las casas del suburbio más pobre de Nairobi están hechas con lámina y cartón. Por su fragilidad pareciera que podrían derrumbarse de un soplido. El suelo enlodado de las calles está cubierto con las pisadas de hombres y mujeres que visten ropa de colores: faldas floreadas, pañoletas, gorras rojas y azules. Por ahí hay un mercado. Puestos callejeros. Una bandera rota y descolorida que ondea con desgana.

     Omondi —12 años, cabello a rape, flaquísimo— sale como un topo de la madriguera de cartón que construyó sobre una pila de basura. Es difícil imaginar que exista una mirada más afligida y cansada que la suya. Una vez afuera, dirige la vista al cielo. Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. Estira los brazos como un pájaro que abre las alas y pide un deseo: “Quiero ser piloto”.

Una voz para todos

     Diego Quemada-Diez escribió un poema para Omondi durante una noche triste de 2004. Estaba en Kenia para trabajar como operador de cámara en The Constant Gardener, la película de Fernando Meirelles que protagonizó Ralph Fiennes junto a Rachel Weisz. Un vez concluido su trabajo en la producción, Diego decidió que no podía irse del Este de África sin filmar su propia película, así que le pidió a su asistente que lo ayudara a contactar a un grupo de niños de la zona para hacer una cinta sobre ellos. Peter volvió con buenas noticias: los jefes de las cuatro tribus de Kibera estuvieron de acuerdo en que pasara un día conversando con algunos estudiantes de una escuela rural.

     A Diego le bastó una mañana en el aula de ese barrio keniata para transformar su vida. Ahí reunió material para el cortometraje que luego recibiría una decena de premios y definió el método que implementaría como director de cine. Uno a uno llegaron niños y niñas al salón de la Escuela Raila para hablar acerca de sus vidas. La mayoría había perdido a sus padres —hombres y mujeres de veintitantos— a causa del sida. Se sentían solos. Uno de ellos le explicó cómo decantar agua negra: tardaba horas en filtrar el líquido de un vaso a otro, y debía esperar a que se asentaran los sedimentos antes de poder hervirla y después beberla. Otros lloraban. Le pedían comida, zapatos y lápices para la escuela. Diego escuchaba. Lo que más le sorprendió fue el deseo que todos compartían: de los 50 huérfanos que entrevistó, 48 le dijeron que su sueño era pilotear un avión. El cineasta volvió a su hotel. Escribió. Lloró. Un par de horas después terminó los versos de I Want to Be a Pilot.

     Collins Otieno —que encarna a Omondi en el cortometraje— recita el poema de Diego con el dolor de quien está en medio de una guerra. Este personaje —aunque ficticio— no sólo retrata las condiciones de vida de los 50 estudiantes que Diego entrevistó, sino la infancia de toda Kibera. En su voz uno escucha que los niños de ese barrio pueden pasar tres días sin comer. Que cuando sus padres mueren de sida, los guardianes que se quedan a su cargo abusan sexualmente de ellos. Que a su alrededor viven cabras y otros animales que se alimentan de basura. Los niños de Kibera no sueñan con transformarse en pilotos para vestir uniforme y conducir un avión, sino para volar a un sitio donde puedan caminar descalzos por el pasto, beber agua potable y tener compañeros que no se resistan a jugar con ellos por miedo a contagiarse de vih.

El método maestro

     Diego Quemada-Diez es un periodista en la piel de un cineasta. Como un buzo que se sumerge bajo el agua, busca historias silenciosas para darles voz. Su cine es provocador porque sus personajes surgen a partir de investigaciones exhaustivas, casi como los protagonistas de A sangre fría, el libro de Truman Capote que recrea el asesinato de una familia estadounidense y explora las motivaciones humanas que incitan al crimen.

     Es una noche de otoño y Quemada lleva el botón superior de la camisa abierto. Está relajado y sonriente. La jaula de oro, su primer largometraje, acaba de ganar en la categoría de Mejor Película en la primera entrega del Premio Iberoamericano de Cine Fénix. No es algo desconocido para él. Desde su estreno en 2013, la cinta no ha parado de recibir felicitaciones y premios en festivales como Cannes, San Petersburgo, Mumbai, Morelia, Tesalónica y Viña del Mar. En total, a la fecha, suma más de 50.

     A Diego le tomó más de 10 años completar esta película. Como I Want to Be a Pilot, está protagonizada por personajes que amalgaman los testimonios de las personas que entrevistó. Él dice que la primera vez que se sintió atraído por este método de trabajo fue cuando leyó una entrevista que John Ford concedió a un medio en 1939. En aquella conversación, el legendario director de westerns como The Searchers (1956) dijo que los cineastas del futuro visitarían comunidades, escucharían a la gente, averiguarían qué historias valdría la pena contar, escribirían el guión con base en esa investigación, volverían al pueblo para buscar a sus actores y sólo entonces comenzarían a filmar.

     Además de Ford, hubo otro cineasta que influyó en su carrera: el director Ken Loach. Su primera colaboración juntos fue Land and Freedom (1995), y en este filme Diego se interesó por un proceso de trabajo que incluía filmar con cámara en mano, rodar en orden cronológico (en vez de dar saltos con respecto al guión) y contratar a actores que no conocen más que las escenas que filmarán día a día.

     Además, al igual que Loach, Quemada se sintió fascinado por la idea de crear un cine con una clara función política, que no sólo sirva para entretener sino para mostrar a la sociedad los problemas de los sectores olvidados.

Nace un cineasta

     Diego Quemada-Diez trabajó en 27 largometrajes antes de dirigir su propia película. Cuando empezó a involucrarse en el mundo del cine —a finales de los años 80, en Barcelona— fue “el chico de los recados”. Repartió agua y café a miembros de la producción. Limpió maletas de equipo cinematográfico. Nada —ni las horas de trabajo gratis ni la voz de su padre afirmando que “del arte no se vive”— lo desanimó.

     Diego nació hace 45 años en Burgos, en el norte de la península ibérica, y es cinéfilo desde hace 41. La culpa fue de un western: Shane (1953), de George Stevens, lo hizo llorar y sentir algo tan profundo que aunque apenas era un niño lo llevó a pensar que cuando creciera quería hacer algo como aquello. Cuando cumplió 11 o 12 años trató de hacer algunos cortometrajes por su cuenta, pero por falta de presupuesto no logró concluir ninguno. Compensó el tiempo dedicándose a pintar, dibujar, escribir poesía y devorar cine.

     Sus padres estaban separados y con ambos vio películas a morir. A su madre le gustaban los filmes de arte y a su padre los de acción. Con ella memorizó los apellidos de cineastas consagrados como Bergman, Antonioni, Truffaut y Kurosawa. Con él vio cintas de directores de cine comercial como Sergio Leone, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola.

    Diego se acomoda en el sillón de la sala de su casa en Tacubaya (ciudad de México), en la que platicamos, y me cuenta un secreto: “Nunca había hablado acerca de esto… Mi padre era una persona reservada. Hablaba poco. Cuando nos reuníamos veíamos cuatro o cinco películas al día. Creo que la manera más profunda que tuvimos para comunicarnos fue a través del cine”. Él tenía unos 15 años y su padre le daba el periódico para que revisara la cartelera y con ella organizara el día. Diego ponía marcas en el diario, trazaba la ruta e iniciaban juntos la jornada. Una película a las 11, una a las dos, otra a las ocho y la última a las 10. Iban de un cine a otro y sólo se detenían en cafeterías para desayunar, comer y cenar.

     Diego dice que quizá, en el fondo, lo que trata de hacer es un cine que le guste a su padre y a su madre: que sea entretenido y reflexivo a la vez. Ella era maestra de literatura y contagió a su hijo el interés por la poesía. Juntos leían a Federico García Lorca, San Juan de la Cruz y Antonio Machado. Diego dice que su madre tenía una gran conciencia política: era hija de un republicano español y tenía amigos que simpatizaban con la Teología de la Liberación. “Crecí con relatos de sacerdotes y misioneros que luchaban en primera línea contra el abuso del poder y las injusticias.” Hoy son justo esas historias de opresores y oprimidos las que le interesa trasladar al cine.

Nacionalidad tricolor

     Diego Quemada-Diez tiene dos pasaportes: uno español y uno mexicano. Hay un seseo que de pronto asalta su voz ligeramente ronca, pero con frecuencia usa expresiones como “qué padre” y “no manches”, así que por ratos también parece un mexicano cualquiera. Su acento no es madrileño, pero tampoco chilango. Para quien no conozca su biografía, sería casi imposible adivinar dónde nació.

     Diego vive en la ciudad de México desde 2007. Llegó a esta casa ubicada en una vecindad antigua, de paredes amarillas revestidas de árboles y plantas, después de haber trabajado como operador de cámara en películas, videoclips y anuncios publicitarios en Los Ángeles. Casi al mismo tiempo, renunció a la nacionalidad española. Ahora, incluso ante la ley, es tan mexicano como el tequila.

     Diego dice que quizá coqueteó con la idea de mudarse por culpa de su madre. Ella viajaba mucho a México y Guatemala para visitar a sus amigos en las montañas. Eran los años 80 y en Centroamérica se libraban conflictos armados, así que nunca logró acompañarla. “Creo que acabé aquí por todos esos viajes que no pudimos hacer juntos.” Cuando su madre volvía a España, le hablaba de la intervención estadounidense en terrenos indígenas, de las dictaduras latinoamericanas y del abuso del ejército en contra de civiles. “Por eso quiero contar las historias de esa gente: darles voz.”

      Antes de convertir las voces que inspiran sus películas en imágenes en movimiento, Quemada las registra en papel. En el estudio de su casa, donde la madera vieja cruje a cada paso, hay un librero blanco que ocupa casi una pared entera. Allí tiene libros de escritores mexicanos contemporáneos —Álvaro Enrigue y Valeria Luiselli—, poetas —Octavio Paz—, novelistas y estudiosos de la lengua —Italo Calvino— y tres tomos del que quizá fue el periodista más entrañable del siglo xx: el polaco Ryszard Kapuściński. Allí también hay varias filas de libretas que conservan las notas y los testimonios que, como ladrillos, utiliza para construir un guión.

     Diego Quemada-Diez vive del cine, pero también pudo haber hecho una carrera en periodismo. Por un lado está el medio centenar de cuadernos en los que ha registrado sus sueños —es literal: por las mañanas, al despertar toma notas de lo que imaginó mientras dormía—, y por el otro están las 22 Moleskines que guardan los testimonios de los migrantes que entrevistó para esbozar a los protagonistas de La jaula de oro. Su película sólo dura 110 minutos, pero detrás de ella hay páginas y páginas que compilan 10 años de investigación de campo, 600 voces anónimas y suficientes imágenes como para transportar al espectador a un tren que sobre sus vagones carga con los anhelos de quien se juega la vida por hacer realidad el sueño americano.

Un migrante más

     Diego Quemada-Diez no se arrepiente de los 18 años que pasaron entre Land and Freedom —la primera película que filmó con Loach— y La jaula de oro. Ese tiempo le sirvió para aprender: “Cada proyecto en el que trabajé me ayudó a ganar dinero y ahorrar para mis cortos, y a pensar cómo dirigir a un actor o resolver una escena. Durante ese tiempo en que colaboré para alguien más, siempre me pregunté si estaba de acuerdo o no con lo que hacía”. La cinta que lo llevó a Cannes en 2013 fue una combinación de las lecciones que obtuvo de directores como Oliver Stone (en Any Given Sunday, de 1999), Alejandro González Iñárritu (en 21 Grams, de 2003), Tony Scott (en Man on Fire, de 2004) y Spike Lee (en She Hate Me, de 2004).

     Aunque es obvio que sus circunstancias fueron muy distintas a las de los protagonistas de La jaula de oro, Diego también sufrió los estragos de un migrante. A mediados de los años 90 se mudó a Estados Unidos porque en España no podía costearse una escuela de cine y las pocas oportunidades de integrarse al equipo de una película estaban reservadas a los amigos y familiares de los directores y productores que dominaban el mercado. Por eso decidió volar a Los Ángeles y perseguir el sueño de crear buen cine independiente, como el que por entonces hacían los hermanos Coen y Sam Raimi.

     Diego llegó a Hollywood con las manos vacías: no tenía papeles, suficientes ahorros ni contactos. Como era de esperarse, nadie quería ayudarlo. “Era natural, cada mes llegan entre tres y cuatro mil personas a ganarse la vida ahí.” Su situación se complicó aún más: al poco tiempo de haber llegado, su madre murió de un aneurisma. Tenía 54 años. Diego tuvo que volver a Barcelona, vaciar la casa, lidiar con trámites engorrosos y decidirse a no volver jamás. “Tomé la decisión de irme para cambiar de escenario. La quería tanto y éramos tan cercanos que necesité escapar. Tardé más de seis años en volver a España. Uno no sólo migra porque está en busca algo, sino para huir.”

    De vuelta a Los Ángeles, Quemada logró colarse a la “industria cinematográfica”: durante seis meses limpió maletas que contenían equipo de producción. Con el dinero que ahorró le pagó a un abogado para que le consiguiera un permiso de trabajo. Un buen día, un colaborador de la directora Isabel Coixet (Elegy, 2008) le dio una oportunidad. “Fue la única persona que me ayudó y eso nunca lo voy a olvidar. Como vio que trabajaba muy duro, me dio chance. Empezamos a trabajar en un montón de cosas y me fue muy bien, pero después de unos cinco años, dije: ‘Ya, basta, no quiero hacer cine para otros, sino para mí’.” Entonces entró a estudiar cine a The American Film Institute, terminó un cortometraje que llamó A Table Is a Table (2001), recibió sus primeros premios y nunca más limpió maletas.

La jaula de oro

     El Toño es un taxista de Mazatlán. Es moreno, algo regordete y tiene un bigotito negro que enmarca sus labios. Diego lo conoció a la salida de un bar. El director recopilaba entrevistas a travestis y prostitutas para un documental que hasta la fecha no ha concluido. El Toño le ofreció sus servicios. Traía unas copas encima y, aunque Diego titubeó, al final se subió al taxi. A los pocos minutos se hicieron amigos. Pasaron las siguientes cinco horas platicando, hasta que se les hizo de día. “Al final me dijo: vente a mi casa, cabrón, para qué vas a estar pagando un hotel.” Diego aceptó.

     La casa de El Toño y La Chonita —ahora ex esposa del taxista— estaba junto a las vías de un tren. En ese terreno que el papá de ella —un ferrocarrilero con hijos regados por todo el país— le obsequió al matrimonio, nació La jaula de oro. Diariamente, frente a ella, un tren se detenía y de los vagones bajaban migrantes que tocaban la puerta para pedir agua, comida y ropa. Diego y sus amigos les daban lo que podían. “Ahí me di cuenta de que en realidad eran héroes, y nació la idea de la película y mi necesidad por contar la historia.” Quemada dedicó la siguiente década de su vida a investigar más sobre el tema, entrevistó migrantes y visitó albergues de Tijuana. Cuando terminó no sólo tenía las 22 libretas negras que ahora están en su escritorio, sino 200 horas de audio y video, muchas ideas para estructurar la historia y poco presupuesto para producirla.

   Lo siguiente fue cazar dinero. Necesitaba productores porque sus ahorros no bastaban. La película empezó a cobrar forma en 2009. Tras recibir buenas críticas por uno de sus cortometrajes en el Festival Internacional de Cine de Amiens, en Francia, lo invitaron a Cannes a presentar su siguiente proyecto.

     Quemada habló de La jaula de oro y su propuesta enamoró a Georges Goldenstern, director de la fundación que alienta el trabajo de nuevos cineastas en Cannes. Y aunque su guión no fue seleccionado para recibir el apoyo y el financiamiento para llevar a cabo la producción, el interés de Goldenstern por su filme fue una pista de despegue: le recomendó contactos para volver a mostrar el proyecto y Diego tocó puertas hasta que en 2012 inició la filmación.

“Quiero ser director”

    Los protagonistas de La jaula de oro nacieron bajo las mismas condiciones que Omondi, el niño africano de la mirada tristísima que Diego filmó en I Want to Be a Pilot. En la primera escena de la película, una niña de 14 años (Karen Martínez) entra a un baño público. De una bolsa de plástico saca unas tijeras, unas vendas, una playera holgada y un paquete de pastillas anticonceptivas. Se corta el pelo. Se venda el torso para aplastarse los pechos. Se pone una gorra. Ingiere una pastilla y sale del cubículo transformada en niño.

    Al azar, Diego toma una de las libretas que están en su escritorio y en voz alta me comparte un testimonio que nos recuerda justamente esa escena. “¿Será que esta chica es Sara?”, me dice cuando termina de leer. Las declaraciones que reunió en sus Moleskines son anónimas, pero la voz de ésta que acaba de rescatar es evidentemente femenina. Concluimos que quizá lo que suceda es que su protagonista —como Omondi— unifica una realidad aplicable a toda una comunidad: es una de las muchas migrantes que se disfrazan de hombres para reducir el riesgo de ser violadas (y quedar embarazadas) en el camino que inicia en Centroamérica y concluye en la frontera estadounidense.

     La jaula de oro fue traducida al inglés como The Golden Dream. El título es tan atinado en inglés como en español, porque no sólo retrata la lucha de los migrantes que huyen de la miseria de su tierra en busca de una mejor vida, sino las ilusiones de un cineasta que dejó su país para convertirse en director. Diego, como sus personajes, también realizó un viaje, y las huellas del recorrido de casi tres décadas están en los rincones de su casa: el libro de ferrocarriles mexicanos que consultó para elegir las locaciones de su película, un pizarrón verde tapizado de notas que organizan sus ideas, un baúl blanco que despliega los premios que ha ganado hasta ahora y —lo más preciado de todo— un volumen empastado en piel color camello: el guión de la película que hizo su sueño realidad.

     En el escritorio del estudio de esta casa de dos pisos también hay una torre de 13 libretas negras. Ahí Diego Quemada-Diez, el periodista con piel de cineasta, guarda las voces de los personajes que darán vida a su próximo proyecto. Le pregunto qué tema abordará, pero me dice que aún no puede hablar de ello. Que ya me contará después. Que lo hará cuando las palabras abandonen las páginas de esa pila de cuadernos y estén listas para dibujar imágenes en la pantalla de cine.

Daniel Radcliffe no es un idiota

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

Hace tres años que el británico dejó la saga de Harry Potter, pero librarse del estigma del mago y demostrar que es buen actor aún parece complicado. Con el oscuro personaje que interpreta en su nueva cinta, Horns, tal vez lo logre.

     El chico de la cicatriz de rayo asesta el golpe mortal a Voldemort, un Ralph Fiennes calvo y desnarizado. Fin de la historia. ¿Y ahora qué? Daniel Radcliffe no es Emma Watson. Sin esa cara perfecta que desarmaría a un caballero de la mesa redonda, al ex Harry Potter sólo le queda quemar el disfraz y probar que sí es bueno ante las cámaras.

    Radcliffe es el típico actor que la prensa ama: espera de pie como un caballero, saluda de mano, pregunta nombre y procedencia. Sonríe. Jamás mira a un reportero con la mirada desaprobatoria de celebridades narcisistas como Anthony Hopkins o Julia Roberts, sino como si fuera un privilegio que alguien dedique unos momentos de su vida a escucharlo.

     Quiso mandar las historias infantiles al diablo en 2007, cuando protagonizó Equus en teatros de Londres y Nueva York. En esta obra no sólo apareció desnudo, también interpretó a un personaje trastornado: un adolescente que por las noches monta caballos hasta llegar al orgasmo.

     Su siguiente apuesta fue The Woman in Black (2012), donde es un joven viudo que, como notario, debe vender una casa embrujada. Entre la música siniestra y la ambientación escalofriante de la mansión abandonada de la época eduardiana —primeros años del siglo xx en Inglaterra— uno pega uno que otro brinco, pero la cinta no da para más. La actuación de Radcliffe no es mala, pero una película en la que las puertas crujen y se cierran solas tampoco fue un antídoto eficaz para la maldición Potter.

Sin arrepentimientos

     “Tratar de ser cool es una estupidez. Eso lleva a la infelicidad. Cuando tenía 17 o 18 años traté de ser enigmático, pero ya acepté que no soy ese tipo de persona”, dijo Radcliffe a Esquire durante una entrevista en 2013. Y tiene razón: es todo menos enigmático y cool. Tiene la piel pálida de un muerto y los ojos cristalinos de un vampiro, pero también la sonrisa del niño de la escuela al que puedes contarle todos tus problemas porque sabes que al final te hará reír.

    Dice Radcliffe que su mayor miedo es tomar una decisión incorrecta. Si consideramos que no puede salir a la calle sin ser acosado por fans y paparazzi, es natural preguntarle en esta nueva entrevista: “¿Te arrepientes de Potter?”. Radcliffe ni parpadea: NO. “La fama no es algo que se vuelva normal en tu vida ni jamás te haga pensar: ‘Ah, increíble, todo este alboroto es por mí’. Pero aprecio lo que Harry hizo por mí y por la gente que vio las películas”. El actor dice que esa historia lo hizo sentir en casa, y que la sensación se volvió contagiosa. Entre el correo que sus fans le han mandado está la carta de un papá que pasó años en la cárcel. “Estuvo mucho tiempo alejado de su familia. Cuando me escribió, fue para decirme que lo único que sus hijos querían hacer con él era ver Harry Potter. Este tipo de comentarios hacen que todo valga la pena.”

     Radcliffe visitó México hace un par de meses para el estreno de What If?, su primera comedia romántica. El género le interesaba, pero dice que hasta antes de esta cinta que protagonizó con Zoe Kazan —actriz que amamos en Ruby Sparks (2012)— no había encontrado un guión que realmente le gustara. En la cinta, su personaje es el clásico mejor amigo que la chica linda ignora hasta el final de la película. El estreno puso al D.F. de cabeza: aunque se planeó una alfombra roja para que Radcliffe conviviera con sus fans, las autoridades de Protección Civil ordenaron cancelar el evento. Radcliffe le pidió a su agente que verificara si no había manera de que el plan siguiera en pie, pero la respuesta siguió siendo negativa. “Cuando un país es tan cálido contigo como lo es México, es muy difícil no poder darles algo a cambio. Me dieron ganas de disculparme con toda la gente que viajó para estar ahí.”

Un disfraz de Halloween

     A Daniel Radcliffe le importa poco que lo vean desnudo en una película o en una obra de teatro. El papel más difícil de su vida —por retratar los excesos de un poeta beatnik y no por las escenas de sexo— fue Allen Ginsberg en Kill Your Darlings (2013). El segundo fue Ig Perrish en Horns —cinta que se estrena este mes en México— porque aunque su personaje parece caricaturesco, en el fondo explora lo terrible que puede ser la naturaleza humana. En esta cinta —que protagoniza con Juno Temple y Heather Graham— su personaje es inculpado por el asesinato de su novia, sufre el acoso de la prensa y su propia madre le dice que desearía que desapareciera.

    En pantalla, Radcliffe se interesa por personajes extremos y perturbados, que lo metan en problemas y lo pongan nervioso. Pero en la vida real sólo quiere ser un tipo común y corriente que pudiera llegar a un bar, saludarte y decir: “Hola, me llamo Daniel”.

—Si tuvieras una varita mágica y pudieras ser un tipo cualquiera durante un día entero, ¿qué harías?.

—No necesito una varita, sino un disfraz de Spider Man [ríe].

    Durante la Convención Internacional de Cómics de San Diego (Comic-Con) de este año, Radcliffe se disfrazó como el héroe de las telarañas y salió a la calle a tomarse fotos con desconocidos. “¿Sabes lo que más me gustó de eso? Que pude conocer a gente como cualquiera. Es decir, siempre que alguien me reconoce es muy amable conmigo y eso es increíble, pero fue maravilloso conocer a alguien sin ser yo.” Dice que de ahora en adelante su día favorito del año será Halloween, porque podrá salir a la calle con una máscara y hacer nuevos amigos.

Foto: cortesía de Diamond Films.

Kamikazes

      No hay que ser filósofo para comprender la verdadera naturaleza de un puñado de chocolates. Dirá la Real Academia Española que no son sino pastas hechas con cacao y azúcar molidos, pero la realidad es que emergieron de las manos de un repostero regordete y comilón para especializarse en el oficio de la muerte.

     Un chocolate es un intrépido suicida que llega a la mesa enmascarado bajo el disfraz del tercer tiempo de un menú de degustación; un kamikaze cuyo único propósito existencial es tropezar con un conjunto de papilas gustativas en espera de embriagar al cuerpo de la más absoluta satisfacción. Sentir la humedad de una lengua antes de perecer. Ser valiente y resistir. Aceptar el destino que le impone un deceso por derretimiento.

     Todo chocolate posee una pista de despegue propia: la porcelana de un plato que le hace lucir apetecible desde el centro de la superficie blanca o la caja que le ha reservado un compartimento individual para cumplir con su deber. Todo chocolate es el artífice de un engaño. Hace creer a quien está a punto de engullirlo que es él, y no el chocolate, quien le ha elegido para cumplir con un propósito: el de convertirse en postre. Todo chocolate es un malhechor innato. Posee un disfraz que le hace parecer víctima en lugar de victimario. No es necesario que acepte una rendición incondicional porque todo ser humano le desea. Por eso se inmola, en el más dulce trayecto aéreo, a bordo de un par de apéndices articulados y con rumbo a unos labios que le aprisionarán. Y así —siempre así— un chocolate se transforma en mártir.

     Allá, muy lejos, un pequeño chocolate se prepara para morir. Toma vuelo y da un salto diminuto hasta los dedos de una niña que, de un solo bocado, eternizará la gloria de un pequeño y anónimo héroe.

El César del cine

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Uno de los mejores cineastas de nuestros días —director de filmes como Alien (1979), Thelma & Louise (1991) y Gladiator (2000)— inició su carrera a los 40. El próximo año, tras cumplir 77, estrenará The Martian y ya prepara la secuela de Blade runner (1982). Este mes revivirá la historia de Moisés y los Diez Mandamientos en Exodus: Gods and Kings, protagonizada por Joel Edgerton y Christian Bale.

     Ridley Scott está completamente solo. Llegó antes que nadie a este campo de batalla intacto y silencioso para familiarizarse con el terreno aún virgen. Al finalizar esta etapa de reconocimiento entre él y su nuevo set de filmación le pedirá a su equipo que lo acompañe. A su dominio entrará un séquito de actores seguido de maquillistas apresuradas, camarógrafos en fachas con asistentes que riegan cables por el piso y encargados de utilería que estrellan vasos metálicos cuando se les resbalan de los brazos.

     Aún es temprano. El director británico tiene un café en la mano, pero tendría más sentido que sostuviera una espada. Excalibur sería perfecta: Scott tiene el aspecto de un rey que está a punto de subirse a un caballo blanco para salir a defender su reino. Camina erguido. Ni un signo de calvicie. Algunas canas extraviadas entre el pelo ondulado y la barba le dan un aspecto solemne; las bolsas bajo los ojos parecen las de un estratega que pasó la noche en vela pensando cómo conquistar el mundo.

     Las batallas no se ensayan. Un soldado sale a combatir con la esperanza de que su entrenamiento le permita sobrevivir un día más. Lo mismo ocurre en los sets de filmación de Scott: el primer día de rodaje, sus actores se presentan a trabajar con los nervios del militar en su primera guerra. Aunque conozcan el guión de memoria, nunca antes se han visto al espejo caracterizados como sus personajes ni han intercambiado diálogos con sus coestrellas. El director de Gladiator (2000) detesta los ensayos porque no imagina nada peor que observar a sus actores dando la interpretación de su vida sin una cámara en la mano. Peor aún: dice que si le sucediera algo así, pasaría las siguientes semanas intentando recrear algo que ya no existe, y que eso mermaría el entusiasmo de su equipo.

     Cuando los protagonistas de sus filmes llegan al set, Scott ya ha pasado un tiempo solo, con su taza de café, mientras visualiza las escenas que todavía no ha filmado. Tras saludarlos, les ofrece un desayuno, los deja un par de horas preparándose en el área de peinado y maquillaje, y sólo hasta que están caracterizados les abre la puerta a su mundo. En sus películas siempre se sigue el mismo proceso: Russell Crowe entra a camerino y de él sale un gladiador. Fuera del plató queda el mundo real; dentro aguarda el Coliseo romano.

     Para Scott es primordial que sus actores estén felices. Como nunca han ensayado juntos, la confianza del primer día de rodaje es esencial: cuando los lleva hasta el set, les pide mirar a su alrededor y reconocer el terreno en el que se moverán durante las semanas siguientes. En 2011, cuando filmó Prometheus —la precuela de Alien (1979)— la primera afortunada fue Charlize Theron. El director “la presentó” con su nave espacial y le dijo: “Es tuya, conócela”. Hoy toca el turno a uno de los rostros galeses más conocidos del cine: Christian Bale entra a camerino, sale Moisés. Scott está por darle las armas para liberar al pueblo judío de Egipto, abrir el Mar Rojo y escalar el Monte Sinaí para hablar con Dios.

LA VIDA EMPIEZA A LOS 40

     Ridley Scott está solo en medio de un jardín. Esa vez lleva un dry martini en la mano y nos observa llegar hasta el sitio en el que 20th Century Fox ofrecerá un coctel para prensa tras la presentación de Exodus, su nueva película épica. Acercarse a él es intimidante. Incluso al sonreír, su expresión se mantiene elegante y severa. Cuando uno lo saluda siente que acaba de estrecharle la mano al único hombre capaz de arrebatarle el trono de hierro al elenco completo de Game of Thrones.

    Scott tiene 77 años. Mientras otros hombres de su edad beben té, disfrutan de su retiro y juegan con sus nietos en el jardín de su casa de campo, él le da un sorbo a su martini y levanta una ceja como James Bond. Nada indica que esté harto del trabajo. Al contrario: su apetito es tan voraz que sin importar los días que lleva dedicado a la promoción de su última película, ya trabaja en la filmación de la próxima —The Martian, que protagoniza Jessica Chastain y estrenará en 2015— y en sus ratos libres bosqueja las secuelas de Prometheus (2012) y Blade Runner (1982), dos cintas que tienen a los fanáticos de ciencia ficción mordiéndose las uñas de ansiedad. Quizá quiere comerse el mundo porque su carrera como cineasta inició relativamente tarde: dirigió su primer largometraje a los 40 años, y hoy pareciera que aprovecha cada instante para exprimir hasta la última gota de cine al tiempo que le quede como director.

     Ridley Scott posee una memoria privilegiada. Le basta observar un paisaje una sola vez para plasmarlo en el storyboard (guión gráfico) de una de sus películas y con esa misma claridad recuerda su infancia: dice que cuando tenía tres años se escondía con su familia tras las escaleras de su casa para entonar canciones mientras los alemanes bombardeaban Ealing, el suburbio de Londres en el que nació dos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

     Su padre formaba parte de las fuerzas armadas británicas. Su madre era ama de casa. Scott dividía sus vacaciones entre las películas que veía solo, en el cine local, y los trabajos de albañilería que le dejaban un sueldo con el que apenas podía comprar las entradas. Era el típico adolescente que reprobaba todas las materias de la escuela. En lugar de invitar a una chica a salir, se pasaba la tarde pintando. Por ello, su padre le sugirió estudiar arte. Scott aceptó y, mientras el mundo bailaba rock and roll, él ingresó al London’s Royal College of Art a mediados de los años 50. Aunque desde entonces quería ser director, dice que eligió la carrera correcta porque gracias a ella se volvió experto en detectar la belleza en sitios aparentemente antiestéticos, como un burdo paisaje industrial.

PRIMER BORRADOR

     El cine de Ridley Scott no cobra vida cuando un grupo de actores recita un guión frente a la cámara, sino cuando el director esgrime sus dos armas favoritas: lápiz y papel. Para el creador de Alien, quien atemorizó a las audiencias setenteras con un extraterrestre que persigue a Sigourney Weaver dentro de una nave espacial, dibujar es escribir. Mientras duran sus rodajes, improvisa una oficina en la parte trasera del auto que lo transporta de su hotel a una locación y desde ahí traza las estrategias que filmará durante el día. Como un general que posiciona sobre un mapa a sus barcos frente a la línea enemiga, Scott marca las zonas del set en las que sus protagonistas deberán actuar. Al concluir este proceso —que es como fotografiar su imaginación— le pide a su asistente que saque fotocopias para su equipo: no puede empezar a trabajar sino hasta que todos sus colaboradores visualizan una escena con la misma claridad que él.

     Jon Spaihts, uno de los guionistas de Prometheus, dice que a Scott le fascinan las formas más horribles de parasitismo y las criaturas que viven bajo tierra. En Alien, la cinta que le dio fama internacional, el monstruo que definió el aspecto sobrecogedor que hoy le damos a los extraterrestres se presenta ante el público como si estuviera recién salido del Infierno: tras haberse incubado en el cuerpo de un astronauta, brota como un molusco sangrante y asqueroso de su pecho, emite un chirrido insufrible y se pierde en la nave hasta que reaparece como una criatura de dos metros y fauces hinchadas de dientes puntiagudos y babeantes.

     Scott se volvió experto en traducir sus monstruosas ideas a imágenes en movimiento después de graduarse de la universidad. Cuando entró a trabajar en la bbc se desempeñó como diseñador de producción y debutó como director en uno de los capítulos de una serie policiaca llamada Softly Softly (1966). Hoy es uno de los cineastas mejor pagados de la industria, pero entonces sólo ganaba 1,100 libras esterlinas al año.

     El director de Thelma & Louise dice que su escuela de cine fue hacer publicidad. Tras unos años como empleado de la red de medios más importante del Reino Unido, renunció para crear su propia casa productora y dirigir comerciales. Eso —¡al fin!— le dio la oportunidad de comandar su propio ejército de trabajadores y hacer lo que le viniera en gana: liderar actores, apropiarse de la cámara, diseñar sets y distribuir el presupuesto como quisiera hacerlo.

     Cuando realizaba publicidad televisiva Scott no era bueno en lo que hacía: era el mejor. El comercial de Apple que dirigió en 1984 no sólo parece una versión de Blade Runner en 60 segundos, sino que redefinió los parámetros de “espectacularidad” de los anuncios televisivos. Aunque no rodaba en 35 mm, sí concebía sus producciones como pequeños filmes, y en el proceso aprendió todo lo que hoy le permite negociar y convencer a un estudio como 20th Century Fox de invertir 130 millones de dólares en sus películas épicas.

MASTER AND COMMANDER

      Hay algo que distingue a Ridley Scott de otros directores que conceden entrevistas a la prensa: cuando alguien le formula una pregunta, responde rápido y contundente, sin asomo de duda o miedo a dar una respuesta incorrecta. Platicar con él es una experiencia única porque habla como si en sus respuestas estuviera toda la sabiduría del mundo, y es el tipo de persona que podría llamarte “imbécil” y aun así hacerte sentir que deberías darle las gracias.

     Ridley Scott —como Gandalf antes de encabezar a una tropa de hobbits en una batalla de The Lord of the Rings— siempre se preocupa por transmitir seguridad a su equipo. Dice que los actores huelen el miedo, y que si mostrara vulnerabilidad, nadie estaría dispuesto a confiar en él. A estas alturas de su vida, podría pasarse el rodaje sentado en una silla plegable y gritar instrucciones a sus colaboradores a través de un altavoz, pero entonces no sería uno de los mejores directores de nuestros tiempos ni actores como Javier Bardem, Michael Fassbender y Charlize Theron tendrían fe ciega en sus proyectos.

     Tras colaborar juntos en The Counselor (2013), Penélope Cruz dijo que filmar con él era como trabajar para un hombre con 100 ojos que vigilan cada detalle de la producción. La española tiene razón: si el presupuesto se lo permite, Scott usa hasta ocho cámaras durante un rodaje. Para él, cada instante en el plató es valioso: no emplea un tremendo número de camarógrafos por mero ego, sino porque considera que siempre existe algo rescatable en el trabajo de sus actores. “Es celuloide. Si no sirve, no pasa nada. Incluso los errores son fantásticos”, dijo durante una conferencia que dictó en Los Ángeles en 2008.

     Fassbender dice que Scott está al pendiente de todo, incluso cuando está fuera de un set: tras ver su actuación en Hunger (2008), el director le llamó para decirle “me gustaría trabajar contigo”. El actor alemán —que volverá a colaborar con él en la secuela de Prometheus— dice que no sólo le encanta participar en sus proyectos porque es un hombre que parece saberlo todo, sino por la espectacularidad de su producción: “Sé que no volveré a trabajar en escenarios así, a menos que sea en una película de Ridley. Con tantos efectos especiales, ya nadie se preocupa por crear sets tan reales, a los que puedes entrar sin prácticamente preocuparte por actuar”, dijo durante una entrevista de promoción de The Counselor.

“JUST FUCKING DO IT”

     El director de Exodus es un hombre ilustre. En 2003, la reina Isabel lo nombró “caballero” por sus servicios a la industria cinematográfica del Reino Unido. Sin embargo, hay otra cosa —además del cine— que Sir Ridley sabe hacer mejor que nadie: mandar todo al carajo.

     En el video de la conferencia que dictó en Los Ángeles hace seis años —y que hoy puede verse en YouTube— hay una leyenda que expresa la siguiente precaución: “Esta plática contiene lenguaje para adultos”. Exageraciones aparte, lo cierto es que cuando Scott habla en público, es célebre por emplear derivados de la palabra “fuck”.

    Si recuerda sus inicios como cineasta, dirá algo como: “Me tomó 20 años de trabajo como publicista decir ‘al carajo con la televisión, ahora quiero hacer cine’”. Si alguien le cuestiona por qué la lluvia nunca se detiene en el cielo nocturno de Blade Runner —esa joya de la ciencia ficción en la que Harrison Ford persigue androides—, responderá más o menos esto: “Porque tuve la jodida voluntad de hacerlo”. Y claro, a quien se sume a la crítica que reprobó su penúltima película, The Counselor —que, aceptémoslo, sí fue malísima—, le dedicará dos simples palabras: “Fuck you”.

     Si a Ridley Scott se le perdonan estos alardes de grandeza es porque hoy conoce la industria cinematográfica como Garry Kasparov un tablero de ajedrez. A 23 largometrajes y 2,000 anuncios de televisión de haber elegido su carrera, este caballero inglés sabe mejor que nadie que el cine es un medio muy costoso, y que un director no vive de cumplir sus fantasías o caprichos personales, sino de la venta de boletos en taquilla: su especialidad es el cine comercial porque está consciente de que una propuesta intelectual atrae menos público que una cinta palomera para pasar el domingo.

    Además, Scott es un hombre sumamente práctico. A pesar de su intolerancia evita a toda costa discutir con sus actores y proveedores y, en materia de cinematografía, conoce sus limitaciones: ha dicho que él no puede escribir como un guionista de la talla de Bill Monahan —quien redactó el guión de Kingdom of Heaven para él en 2005—, pero sí puede conseguir que un tipo así de brillante trabaje para él, por lo que no tiene caso que pierda el tiempo en un terreno que no domina.

Lo suyo es la planeación a gran escala: visualizar una historia en su cabeza, editarla y musicalizarla, y después repartir entre sus colaboradores de confianza el presupuesto que le permitirá transformar sus ideas en realidad. Sabe, sobre todo, que quien trabaja en cine debe deshacerse de esos titubeos que él mismo ha suprimido de su vida hasta cuando concede una entrevista. Por eso cuando un estudiante le pide algún consejo para transformarse en un director exitoso, Scott tiene una sola respuesta: “Just fucking do it”.

[Recuadro]

Así respondió Scott a nuestras preguntas sobre su nueva película.

ESQUIRE: ¿Qué enfoque le da Exodus a la historia bíblica?
RIDLEY SCOTT: Quise hacerla accesible. Eso quiere decir que el lenguaje será algo moderno. Steven Zaillian es un gran escritor. Para redactar el guión volvimos al Antiguo Testamento, y retomamos a quien quizá es el personaje más importante de éste. Tratamos de descifrar qué clase de persona fue Moisés. Hicimos lo mismo con Ramsés, aunque en realidad hoy puedes averiguar quién fue gracias al British Museum.

ESQ: ¿Por qué le ofreciste el papel de Moisés a Christian Bale?
RS: Busqué a Christian hace unos seis años. Le dije que algún día querría trabajar con él y cada quien hizo otras cosas hasta que llegó este guión a mis manos. Lo leí un fin de semana y me impresionó todo lo que no sabía de Moisés. Desde ese momento pensé en Christian para el papel. Si leo algo y me impresiona, desde ese instante se forma en mi mente la imagen del actor que podría interpretar al protagonista.

ESQ: ¿Permites la improvisación?
RS: Claro, pero a la vez tengo mucha claridad. Empecé a filmar The Martian hace un mes, pero semanas antes del rodaje ya sabía cómo quería que fuera todo. Cuando eso sucede, por lo regular ya no cambio de parecer, por lo que el rodaje fluye con mayor rapidez.

ESQ: ¿Cómo fue rodar en España?
RS: La mayor parte del tiempo hizo mucho calor. Nos apropiamos de un valle. El set medía un kilómetro. Fue muy complicado, pero tuve trabajadores extraordinarios que llegaron desde varias partes del mundo.

ESQ: ¿Prefieres los sets grandes a los pequeños?
RS: No. El de Matchstick Men (2003), por ejemplo, fue pequeño. Dependiendo de la historia creo el universo que ésta requiera. El set es un personaje tan importante como los actores que protagonizan la película, porque es lo que genera el ambiente. Es decir, es el sitio por el que los actores caminarán, así que si es grandioso, eso se verá reflejado en la actuación. Si una locación no es increíble, la película se viene abajo.

ESQ: ¿Qué tipo de instrucciones específicas le diste a tus actores en el caso de Exodus?
RS: Cambian minuto a minuto, día a día y segundo a segundo. Filmamos, revisamos la pantalla y sólo entonces vemos qué hacemos. No es complicado. Lo mantengo muy simple. Con algunos actores como Anthony Hopkins [con quien trabajó en Hannibal, en 2001] es más simple aún. Con alguien así no llegas y le dices algo como: “Piensa en el significado de la vida”. Me respondería: “¿Es broma?”. No funciona así.

ESQ: ¿Ha evolucionado tu manera de filmar una batalla?
RS: Sí. Black Hawk Down (2001) tiene 16 escenas del estilo. Filmar batallas es muy complicado porque el riesgo de que alguien se lastime es alto. Implica tomar precauciones y trazar cada detalle con anticipación. En esos casos sí coordino ensayos con un experto en stunts. ¿Cómo logré, por ejemplo, que 200 carros romanos cayeran por un acantilado en Exodus? En esta escena, en la que Ramsés persigue a Moisés, no podía darme el lujo de perder 200 coches reales, así que subimos a los actores a un carro, dejamos que los arrastrara un jeep hasta el borde del acantilado y una vez ahí, cargamos al elenco con un cable y replicamos el efecto digitalmente. Fue muy complejo.

Este Soy Yo: Noah Wyle

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

Actor, 43 años, Los Ángeles, California

> Los papeles que interpreto han mejorado con el paso de los años. En ER sólo fui un doctor que se tropezaba con todo.
> Cuando tenía veintitantos, dejé de tener vida privada. O más bien mi trabajo se convirtió en mi vida privada. Durante años fui una de esas personas que tuvo un programa tan exitoso que prácticamente dejó de hablar con su familia: por ER trabajé 80 horas a la semana durante 11 años de mi vida.
> Ya no podría regresar a ese ritmo de vida. Dejé ER cuando me convertí en papá. Mi hijo nació un martes y la producción me dio permiso de faltar dos días para poder estar con él. Recuerdo que el jueves, cuando fui a trabajar, salí de casa a las siete de la mañana y volví a las 10 de la noche. Él ya estaba dormido. El viernes pasó lo mismo, y el sábado igual. El lunes siguiente fue el primer día de mi vida en que llegué al set y me la pasé mirando el reloj. Me di cuenta de que era la primera vez en mi vida en que prefería estar en otro lugar. Así que renuncié.
> Sigo en contacto con mis compañeros de ER. Invité a Eriq [La Salle] a mi boda, pero no pudo ir porque estaba grabando un episodio de Under the Dome en Carolina del Norte. Después vi a Alex Kingston, cuando mi esposa y yo viajamos a Nueva York y ella interpretaba Lady Macbeth en la obra dirigida por Kenneth Branagh. Por último, el señor [George] Clooney me mandó un mensaje de texto para felicitarme por mi boda.
> Es impresionante que aún cuando he trabajado en series como ER y Falling Skies, lo que más me pregunta la gente es cuándo haré otra película de The Librarian. Creo que el éxito de esa franquicia se debe a que el atractivo de la historia que narra es universal.
> Aunque han pasado siete años desde la última vez que participé en una película de The Librarian, tan pronto me puse el disfraz de Flynn me sentí como si nunca me lo hubiera quitado. Después de media década de interpretar a Tom Mason en Falling Skies —y de pasar todo ese tiempo pensando en el Apocalipsis—, Flynn es como medicina para el alma.
> Falling Skies ha sido una catarsis emocional y psicológica. Al analizar la situación de mi personaje empecé a a pensar en mis hijos y en lo que haría para evitar que sufrieran. Eso implica una carga emocional inimaginable. [La nueva serie de televisión] The Librarians es completamente diferente. Ahora puedo salir a trabajar sabiendo que interpretaré un papel que me permitirá satisfacer las ambiciones que tenía cuando era más joven y tenía claro lo que un actor debía ser.
> Flynn es una versión mejorada de mí, es el hombre que desearía ser. Posee un verdadero joie de vivre, no se toma nada demasiado en serio y me encanta su gran sentido del humor. Además no se deja intimidar por nada. Es competente y posee gran inteligencia. Es mi ideal.
> Me casé el 7 de junio y fuimos de luna de miel a París. Una noche tuvimos insomnio debido al del jet lag y no logramos dormir. Por casualidad revisé mi correo y en mi bandeja de entrada había una primera versión del tercer episodio de The Librarians. Como era el primero en el que yo no aparecería [Noah sólo actúa al principio y al final de la temporada], le puse play y lo vimos [se ríe]. Cuando terminamos, le dije a mi esposa: “¡Ehhhh! ¡Funciona! ¡Tenemos una serie!”. Era un capítulo sin Flynn y funcionaba perfecto.
> La televisión ha sido un medio muy productivo para mí. Lo único que me ha tentado a alejarme de ella es que ahora soy papá. Las producciones ya no siempre se llevan a cabo en Los Ángeles y eso implica que debo pasar mucho tiempo alejado de mis hijos. Una serie que tiene sólo 10 ó 12 capítulos por temporada puede funcionar, pero para ser honesto no sé cuánto tiempo podré aguantar trabajando en Falling Skies y The Librarians de manera simultánea.
> Cuando tienes un hijo de 11 años y una niña de ocho, sabes que te sentarás en el sillón y dirás: “¿Qué vamos a ver?”. Ella responderá : “Mi pequeño Pony”, y él: “Los Simpson”. Y tú pensarás: “¡Ah! No hay un punto intermedio, nada que los tres podamos ver juntos y logremos disfrutar”.
> Mientras más crecen, más trabajo me cuesta viajar con ellos. Cada vez tienen más partidos de futbol, fiestas de cumpleaños y actividades en la escuela. Por eso trato de no estar lejos de ellos más de dos semanas.
> Mi hijo es el mejor regalo que pude haber recibido. Se me hace un nudo en la garganta con sólo decirlo. Por eso me siento tan culpable cuando lo dejo por viajes de trabajo. Recuerdo que una noche lo llamé y le dije: “Sé que esto es difícil para ambos”. Él me respondió: “Sí, también te extraño papá, pero a la vez estoy muy contento de que estés trabajando en Falling Skies. De verdad me gusta esa serie, y si por ella debes estar lejos, no importa. Estoy feliz”. Gracias a esa conversación pude quitarme media tonelada de presión de la espalda, fue como si mi hijo me diera permiso de estar fuera y eso cambió por completo la experiencia para mí.

[recuadro]

Noah estrenará la quinta temporada de Falling Skies en 2015, pero cierra el año con The Librarians, una adaptación de las películas de ciencia ficción que se estrenaron en televisión en 2007. La primera temporada arranca en diciembre, y el actor compartirá créditos con John Larroquette, John Kim y Rebecca Romijn.

Una novela arquitectónica

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

Además de ser crítico literario y editor de la revista La Tempestad, Nicolás Cabral acaba de publicar su primera novela: Catálogo de formas, la historia de un arquitecto a través de miradas múltiples.

     Nicolás Cabral estuvo a punto de construir edificios en lugar de textos. Antes de convertirse en editor fue arquitecto, e incluso completó el proyecto de una casa en Celaya. El escritor David Miklos —con quien Cabral colaboró en 2006 en Cuaderno Salmón, revista de creación y crítica literaria— dice que Catálogo de formas es un ajuste de cuentas que su amigo y colega hace con la arquitectura.

     Es un placer toparse con una novela como ésta, que el autor terminó en 2010 y apenas se publica. Nada le sobra, y no lo digo porque sólo tiene 96 páginas y se lee de una sentada, sino por la precisión del lenguaje, despojado de los vicios a veces característicos del género.

     Todo en Catálogo de formas remite a la arquitectura. Cabral comenzó a escribirla cuando llegó a su mente la imagen de un anciano suicida. ¿Por qué un hombre querría matarse a los 80 años? Entonces recordó a Juan O’Gorman, el pintor y arquitecto mexicano que se suicidó a los 77 creyendo que se habían arruinado sus obras (la más importante es quizás el conjunto de murales que cubren la Biblioteca Central de la UNAM). Y así, pensando en él, empezó a trabajar su novela.

     Más allá de la influencia que la figura histórica tuvo en su texto, Cabral construye a su personaje principal —el Arquitecto— a través de distintas voces narrativas: su mujer, su hijo, su hermano, un tipo que toca la pianola, un estudiante universitario que conoce su obra en una de sus clases y su amante. El Arquitecto cubre un edificio con piedras pequeñas y Cabral edifica su novela con ladrillos que definen la imagen que el lector se lleva de su protagonista, un genio, loco y pervertido. Observarlo trabajar es hipnótico porque esa sensación transmiten las voces que lo retratan. La novela remite a una pintura cubista: rompe la estructura convencional para ampliar la perspectiva. La obra de Cabral, como un lienzo de Picasso, representa distintas vistas de un objeto en un mismo plano.

     El escritor y poeta parisino Philippe Ollé-Laprune —actual director de Casa Refugio Citlaltépetl— piensa que la arquitectura es el arte autoritario por excelencia. Se planta ahí frente a uno. Es imponente, y en consecuencia se pregunta si lo que Cabral hace con su novela no es también una analogía entre este arte y la escritura. Dice que las voces que describen al Arquitecto —que lo rodean— no son meros personajes, sino arquetipos.

     El suicidio del Arquitecto permea todas las voces de la novela. A la vista —desde sus ojos— está el precipicio. A la vista de los otros —quienes lo miran— está él con el vacío frente a sí. Cabral erige y derrumba a su personaje como un maestro constructor y uno lo sigue con la fascinación de quien admira a su arquitecto acomodando piedra por piedra en un mural.

El lado cómico de Christoph Waltz

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

Con cuatro décadas de carrera en cine y teatro, el papel de un nazi más maldito que Hitler (en Inglourious Basterds) y dos Óscar —por dos cintas de Quentin Tarantino—, este actor es la mejor herencia que Austria ha legado a Hollywood. Podría repetir la fórmula del éxito en sus siguientes papeles, pero a Waltz le gustan los retos. Y como le aterraba la idea de hacer una comedia, este mes estrena Horrible Bosses 2 para demostrar que con su expresión de canciller de hierro también puede hacernos reír.

     Si Christoph Waltz fuera un personaje de la mitología griega, sería él —y no Medusa— quien petrificaría a todo el que tuviera el infortunio de mirarlo a los ojos. Salir ileso de una conversación con este austriaco es improbable para quien no posee las destrezas de Perseo. Pregúntale por la trama de su última película y estarás muerto. Comete la atrocidad de olvidar que cuando Quentin Tarantino lo invitó a trabajar en Inglourious Basterds (2009) él ya era un actor con 30 años de carrera, y un silencio sepulcral —que en realidad quiere decir “eres un pobre idiota”— te hará sentir como si se abriera una grieta en el suelo para que te trague la tierra.

      Waltz es un hombre pequeño que disfruta vestirse de traje y que habla un inglés tan suave y cadencioso que podría funcionar para recitar un poema de Friedrich Hölderlin o para dar la orden de enviarte a la horca. En esta mañana fría y nublada —de qué otro modo iba a ser en Londres— viste un saco de pana verde olivo y lleva el bigote perfectamente recortado. La ciudad le viene bien. Es un maestro en el ejercicio de la cordialidad inglesa: puede evidenciar el mal gusto, la ignorancia y la incompetencia con la sonrisita torcida de quien observa a un roedor a punto de morder el trozo de queso que ha puesto en una ratonera.

     Su incursión en el cine hollywoodense —en esa cinta de Tarantino— fue triunfal: escoltado por un puñado de uniformados, baja de un automóvil en medio de la campiña francesa y le pide a un granjero que lo invite a entrar a su casa. El pobre diablo le abre la puerta, le presenta a sus tres hijas, le invita un vaso de leche y rompe en llanto a los cinco minutos de un interrogatorio libre de tortura física. Es la mirada del coronel nazi Hans Landa —y no la punta de un fusil— lo que provoca que Monsieur LaPadite confiese que tiene judíos escondidos bajo el suelo de su cabaña.

     Sería sencillo enlistar a los mejores villanos de los últimos cinco años y encontrar el nombre de Christoph Waltz en la selección: el corrupto y convenenciero cardenal Richelieu en The Three Musketeers (2011), un hombre brutal que maltrata a los animales de su circo —y trata a su esposa como si fuera uno de ellos— en Water for Elephants (2001) y un dentista cazarrecompensas —no tan villano, pero sí bandido— en Django Unchained (2012). Lo que uno jamás imaginaría es toparse con Waltz en una cinta de comedia. Él dice que a la fecha no lo había hecho porque el género le aterra, que no es su área ni nació para ello.

     A los 58 años, Christoph Waltz está listo para sentir miedo, y no sólo provocarlo. Vive entre Berlín y Los Ángeles, y acepta esa vida nómada porque no deja de atraerle el reto de buscar la esencia de personajes que lo pongan en jaque: este mes estrena Horrible Bosses 2, en diciembre será el marido de la pintora Margaret Keane en el nuevo filme de Tim Burton (Big Eyes) y en 2015 aparecerá en un drama romántico llamado Tulip Fever, con Zach Galifianakis. Si hace sólo cinco años que Waltz aterrizó en las salas comerciales y ya nos voló la cabeza con su talento y personajes malditos, su hambre de papeles que reten su intelecto y capacidades actorales no podría entusiasmarnos más.

ESQUIRE: Alguna vez mencionaste que aprendes algo de todo lo que haces, ¿qué te ha enseñado la comedia?
CHRISTOPH WALTZ: Lo triste que es el mundo. Aprender lo inadecuada que es nuestra vida deriva en situaciones graciosas. No nos tomamos el tiempo de ver lo que es gracioso porque estamos demasiado ocupados siendo serios, productivos y exitosos. El mundo cada vez se vuelve menos gracioso, así que para distraerte de situaciones como lo que sucede en Ucrania o lo que ha provocado el Estado Islámico, es bueno saber que existe otro mundo que puede ser gracioso.

ESQ: Recientemente te vimos en Saturday Night Live. ¿Estás tratando de encontrar experiencias más divertidas?
CW: Sí, estoy en busca de nuevas oportunidades. Nunca antes había hecho algo como lo de Saturday Night Live ni lo de Prada [fue imagen de la campaña publicitaria de la colección otoño-invierno de la marca italiana en 2013], así que pensé: “Mejor lo hago ahora que puedo”. ¿Y sabes qué otra cosa me gusta hacer? Llamar a la gente que siempre he admirado. Les marco y les pregunto si quieren conocerme. Lo mejor es que hasta la fecha nadie me ha dicho que no.

ESQ: ¿Es en serio?
CW: Sí, hasta ahora he conocido a [los músicos] Stephen Sondheim, David Byrne, Zubin Mehta, y [al actor] Mel Brooks. Son personas que me interesan, que he seguido durante mucho tiempo. Simplemente los llamo y les digo: “Hola, ¿te gustaría que nos viéramos?” [ríe]. Y todos me responden: “¿Por qué no?”. Así que nos vemos y nos la pasamos muy bien juntos.

ESQ: Originalmente rechazaste el papel de Horrible Bosses 2. ¿Titubeaste porque la cinta implicaba hacer algo distinto a lo que estás acostumbrado?
CW: Rechacé el papel porque sentí que no funcionaría en esa constelación. Involucraba estar con comediantes y gente que improvisa, y no sé improvisar ni me gusta hacerlo. Soy bastante malo. Me intimida. No es a lo que me dedico y esta gente sabe cómo ser graciosa. Hay una técnica para ello que no tengo. Sin embargo, al final decidí aceptar aunque me atemorizara. Luego empecé a hablar con la producción y lograron que todo tuviera sentido. No fueron como esperé que fueran. Son bastante directos, claros, profesionales y operan con los más altos estándares: el director, los productores y el diseñador de producción. Fue una experiencia fantástica.

ESQ: Si fueras el jefe de alguien, ¿cómo serías? Y otra cosa: ¿cómo defines al jefe ideal?
CW: Hasta ahora sólo soy un colaborador cooperativo, comprensivo y gentil. Ser jefe o no ser jefe… nunca entendí la etimología de esa palabra. Ni siquiera sé de dónde viene. ¿Tú sí? ¿Alguien? [voltea y pregunta a otras personas que están en la habitación]. Lo que sucede es que el concepto de jefe proviene del inglés. Nosotros [en alemán] no tenemos esa palabra. No tenemos “jefes”, sino “superiores” y “líderes”. Hoy, por ejemplo, la palabra führer ya no se usa en alemán, pero en otras lenguas sí existen analogías. Entonces, aunque otros idiomas no titubean a la hora de usar esa palabra, el concepto inalterable y extremo sólo existe en la ficción, en el cine o la ópera. En la vida real, se trata de una persona que estudia cuidadosamente lo que se debe hacer y luego guía a los demás a hacerlo.

ESQ: ¿Tuviste superiores que fueran horribles contigo?
CW: Claro.

ESQ: ¿Cómo los sobrellevaste?
CW:
Los sufrí y me aguanté. Te callas y te sometes, o simplemente te vas.

ESQ: ¿Crees que un jefe siempre debe ser un idiota?
CW: No, para nada [ríe]. Hay distintas formas de autoridad. Está la que es silenciosa y competente, pero también hay una brutal e inefectiva. Esta última —en términos de comunicación— es una forma de violencia. Ejerce una autoridad que no quieres, sino que tienes que seguir. No obstante, si miras a directores de cine —a los grandiosos— tienen mucho sentido. Eso no quiere decir que estén de acuerdo con todo y que sean amistosos y modestos. Sin embargo, tienen sentido, así que sus equipos de trabajo los siguen de manera incondicional. Yo sigo a un director cuando de verdad sabe lo que hace y de verdad tiene una intención clara. Suelo estar de acuerdo con sus decisiones o termino por estarlo. Después ya no lo cuestiono. No cuestionar es para mi beneficio. Sé lo que yo haría [sonríe con malicia], pero no me contrataron para ello. Puedo seguir la corriente, porque es en mi beneficio, y es mucho más divertido hacerlo así, que decir: “Ts, ts, ts, no, no, no, sería mejor que lo hicieras de este modo”. ¡Claro que podrías! Cualquiera podría pensar que existe una mejor manera de ejecutar algo, pero no es tu decisión.

ESQ: Como actor, ¿aprendes más de una película mala o de una buena?
CW: Una película es algo muy particular porque se termina de crear mucho después de que dejo de trabajar. Sin embargo, me temo que tienes razón. Me temo que esa es la trampa, que aprendes más de una mala experiencia que de una buena. A pesar de esto, llega un punto en el que conoces el funcionamiento de todo y le agarras la medida para lograr concentrarte sólo en ciertos detalles. No todo tiene que ser malo, sino que puedes elegir aquello de lo que quieres aprender. El problema llega cuando ya has acumulado mucha experiencia porque entonces necesitas algo excesivamente malo para seguir creciendo.

ESQ: Cuando apenas iniciabas tu carrera de actor, viviste un tiempo en Nueva York y trabajaste en un restaurante como mesero. ¿Qué aprendiste de esa experiencia?
CW: No sé si aprendí algo que influyera el resto de mi vida, pero me quedó claro que no puedes ser actor si antes no eres mesero [ríe]. Recuerdo que mi jefe era fabuloso. Era un tipo adorable y muy comprensivo. Fui muy buen mesero, así que nos llevamos muy bien. Lo que aprendí es que no tienes que ser servil para servir. Puedes hacerlo con dignidad y ayudando a alguien más, pero eso no implica que debas de rebajarte. En ese sentido, creo que aprendí mucho sobre mi profesión, porque se mueve sobre las mismas líneas: el hecho de que sigas una buena idea no quiere decir que seas sumiso. Como mesero, hay soluciones que debes buscar cuando alguien te dice cosas como: “Disculpe, pero no ordené eso”. Y tú piensas: “Lo siento, pero sí lo hiciste”. O cuando alguien dice: “Disculpe, la cuenta es muy alta. Sólo somos cinco personas y cada una se tomó tres tragos”. Y uno dice: “Exacto” [sonríe y pone cara de “¿eres idiota o qué?”].

ESQ: Hay quien no está de acuerdo en que los Óscar sólo toman en serio las producciones de habla inglesa. Como un actor austriaco que estuvo fuera de Hollywood durante muchos años, ¿qué piensas de esto?
CW: No entiendo a la gente que piensa que los Óscar deberían de ser un evento cultural global. ¿De dónde sacan esa idea? ¿Sabes de dónde vienen los Óscar? En 1928 Louis B. Mayer dijo: “Febrero es una época relativamente muerta, quizá podríamos hacer algo que levante un poco el ánimo y que nosotros mismos podamos celebrar”. Así que, ¿cuál es el problema? Si vas a una carrera de Fórmula Uno, no puedes llegar y decir: “Disculpa, pero creo que esto no se trata tanto de la máquina, sino del espíritu”. Hay una profunda incomprensión de lo que los Óscar son. Si alguien te dice eso, dile que mande su película a Cannes.

ESQ: Has ganado dos Óscar. ¿Qué representan para ti?
CW: Depende. Lo que representa para ti depende de cómo te aproximes a ello. Hay gente para la que es su razón de existir, ¿sabes? De hecho, fuera de broma, la idea de quien quiere “abrir” los Óscar también es un poco lúdica. ¿“Abrirlo” a qué? [sonríe] La de la Academia es una perspectiva estadounidense, incluye películas estadounidenses porque eso tiene que ver con la distribución. Las distribuyen al mismo tiempo, con las mismas estrategias, una y otra vez, sin importar el idioma.

ESQ: Después de 30 años de carrera, ¿qué es lo que más te apasiona de tu trabajo?
CW: ¿Quién dijo que me apasiona?

ESQ: Si fuiste mesero con tal de ser actor, te debe de apasionar.
CW: Bueno, me apasionan ciertas cosas de la actuación. Me apasiona sentarme a pensar si puedo hacerlo o no. Me apasiona la búsqueda de la esencia de un personaje. No estoy diciendo que cuando estoy frente a un nuevo papel siempre lo podré hacer, pero cuestionarme es algo que me interesa y que considero que puedo lograr.

ESQ: ¿Por qué te convertiste en actor?
CW: No tengo idea. Es una decisión que no se hace con base en parámetros clásicos. La razón por la que la gente lo hace siempre es la equivocada. Siempre. Las más sospechosas son las que dicen: “Ah, porque lo amo”. Le hago esa pregunta a la gente joven que se me acerca: “¿Por qué quieres ser actor?” Y me dicen: “Porque lo amo. Amo actuar”. Y les digo: “¿En serio? ¿Qué es lo que amas? ¿Estar un año desempleado? ¿Ser mesero?” [Dice mientras hace el gesto que haría un tonto al que le formulas una pregunta de trigonometría].

ESQ: ¿Pero no es interesante que un actor debe de tener cierta fuerza? Es decir, cualquiera podría ser mesero para siempre. Sería más fácil mantener un salario mensual y listo. Lo realmente complicado es no conformarse y luchar por más…
CW: Sí, seguro. Sin embargo, ya no puedo recordar esos tiempos ni quiero hacerlo. Ahora, para mí, la actuación es una elección informada. Además estoy en una situación increíblemente privilegiada, que sólo un puñado —o dos o cinco o los que sean, pero siempre puñados— de personas pueden tener en la vida.

ESQ: ¿Es difícil lidiar con quien aún te pregunta por el éxito de tu carrera como si lo hubieras conseguido de la noche a la mañana?
CW: Responder a esa pregunta hace cinco años no estuvo mal, pero ahora el éxito ya no viene de la nada. Y en realidad, ese es un buen sentimiento.

ESQ: ¿Consideras que estás en la mejor etapa de tu vida?
CW: Por el momento, sí. Sin embargo, creo que hablar de “el mejor momento” de una vida es algo muy general. No tengo idea. Profesionalmente, sin duda lo es. No obstante, cuando empecé mi carrera también me la pasé muy bien trabajando en teatro. Quizá durante el primer año. Eso fue increíble. Cuando estudié en Nueva York también fue maravilloso, a pesar de que atendía mesas. Creo que hay un par de zapatos para cada etapa de tu vida. Te pongo un ejemplo: en la tienda de un zapatero que conozco en Londres cuelga un óleo que no es muy grande [dibuja un cuadrado similar al de un tablero de ajedrez en el aire], donde hay siete pares de zapatos. Al principio hay un par para bebés, luego unas pequeñas botas para niño, luego un par para caminar. Le siguen unas botas de soldado, un par que se ve muy fino —de piel, con un moño— y al final unas pantuflas para la vejez. Hay un par de zapatos que corresponde a un periodo distinto de tu vida. Así que, en esta etapa, absolutamente nada podría ser mejor. Sin embargo, haciendo la evaluación de lo que he experimentado hasta ahora, nada de esto sería posible sin todo lo que viví antes. Y lo que vendrá después no será posible sin lo que me está pasando ahora.

[recuadro]

Diez cosas que no sabías de Christoph Waltz

  • Estudió un par de años en el Lee Strasberg Theatre and Film Institute (célebre por formar actores “de método”), pero Waltz dice que no sigue una fórmula para preparar a los personajes que interpreta.
  • Cuando actúa, nunca improvisa. Dice que su trabajo no es modificar lo que escribe el guionista, sino memorizar bien sus líneas.
  • Su padre era escenógrafo y su madre diseñadora de vestuario.
  • Uno de sus abuelos fue un psicoanalista muy reconocido en Austria llamado Rudolf von Urban, quien fue discípulo de Sigmund Freud.
  • Le encanta el arte. Estudió pintura en Viena y hoy es aficionado a la ópera.
  • Habla inglés, francés y alemán.
  • Desde que empezó a trabajar con Quentin Tarantino ha ganado más de 13 premios (entre Óscar, bafta, Golden Globes y Cannes) y fue el primer actor de una cinta del director estadounidense en haber obtenido reconocimientos tan importantes.
  • Tarantino no fue el primer cineasta en ofrecerle un papel de nazi, pero Waltz se había negado a aceptar; dice que no estaba preparado para ello.
  • Su película favorita del director que le dio fama en Hollywood es Jackie Brown (1997).
  • Uno de sus sueños es dirigir una cinta propia. Está en busca de un proyecto para lograrlo.

Poema a cuatro manos

[Experimento literario en complicidad con Mario Jursich Durán. Oaxaca, 2014]

Entonces, de pronto,
la mariposa aterrizó en la mesa
como si fuera
un ladrón de puntillas a media noche
o un sol
con las alas abiertas
durante un amanecer en África.
La vimos juntos,
por un segundo,
inmóvil como estatua griega.
Para ti era un signo de suerte.
Para mí era
un augurio de tristeza volante.
Nos miró.
Nos dijo adiós.
Desapareció en la noche.
Ahora ese vacío en la mesa
es lo único que aletea
entre nosotros.