Escape de la muerte

TRANSCENDENCE

Publicado en la revista Esquire no. 69 (PDF aquí)

La inteligencia artificial puede ser un arma de doble filo. Rebecca Hall habla de Transcendence, cinta que protagoniza con Johnny Depp.

Morir es opcional. O al menos eso plantea Transcendence, filme en el que Johnny Depp interpreta a Will Caster, un experto en inteligencia artificial que antes de morir accede a que su esposa Evelyn (Rebecca Hall) traslade sus patrones cerebrales a una supercomputadora. Cuando Caster fallece, el conflicto de Evelyn es averiguar si la máquina que replica la voz y conducta de su marido realmente posee una conciencia humana o si el sistema ha trascendido los límites y habilidades de un cerebro convencional en perjuicio de la sociedad. La actriz británica —a quien seguro viste en Vicky Cristina Barcelona (2008)— nos habló de su papel en la cinta que se estrena próximamente.

ESQUIRE: Tu personaje es complejo, está constantemente en un dilema…

Rebecca Hall: Sí, creo que en este tipo de películas existe un área gris donde no hay tipos buenos ni malos, sólo personas que toman una decisión. En Transcendence algunas de estas decisiones tienen ramificaciones bastante extrañas. Fue muy emocionante que me ofrecieran un papel en un sci-fi thriller donde la mujer no es pasiva, sino muy activa y compleja. Eso la hizo sobrecogedora y emocionante al mismo tiempo.

ESQ: La cinta aborda temas como el amor y la inteligencia artificial. ¿Cuál te parece más importante?

RH: La película plantea muchas preguntas filosóficas, entre ellas, qué es lo que significa el ser humano en contraposición con la tecnología. Uno concluye que no hay nada más humano que el amor. Así es como todo funciona en realidad.

ESQ: Algunos dirían que la trama no tiene nada que ver con la realidad, pero no estamos muy lejos de cruzar varias fronteras tecnológicas…

RH: Exacto. Cuando leí el guión no tenía idea de estos temas. Asumí que todo sería fantasía hollywoodense y luego me di cuenta de que hay personas que creen en temas como los transhumanos. Tuvimos muchos consejeros que son investigadores serios, neurocientíficos de Berkeley, MIT o Caltech. Me impresionó la gran cantidad de cosas reales que había en el guión: no hay un sólo argumento científico que no esté basado en un hecho real. Todo está inspirado en la realidad y es importante saber que podríamos estar a 30 años de situaciones similares.

ESQ: ¿Cómo fue trabajar con Depp? Es raro que en muchas escenas hablan a través de una pantalla.

RH: Sí, pero Johnny estuvo presente todo el tiempo. Por fortuna filmamos en secuencias, así que iniciamos con las escenas en las que él estaba en el cuarto físicamente conmigo y luego se rodaron las tomas en las que él está en la computadora. Pero incluso en esos casos, él estaba presente. Fue una maniobra complicada, pero logramos hacerla con Johnny actuando en un cuarto contiguo y luego haciendo un streaming al set. Estuvimos actuando en tiempo real y de manera simultánea. Nos separaba sólo una pantalla, pero ambos teníamos audífonos para comunicarnos todo el tiempo. Filmar así fue una experiencia única y surrealista. No hubo nada en la película que no haya sido una interacción real entre dos personas.

Foto: cortesía

Una lección de vida

A Fault In Our Stars

Publicado en la revista Esquire no. 69 (PDF aquí)

The Fault in our Stars, filme basado en el bestseller del mismo nombre, propone que es posible disfrutar la vida pese a tener una sentencia de muerte. Conversamos con Laura Dern, quien protagoniza la cinta junto a Shailene Woodley y Ansel Elgort.

Hazel (Shailene Woodley) es una chica de 16 años que va a morir de cáncer. Es hija única y, para lidiar con el dolor, su madre (Laura Dern) le sugiere unirse a un grupo de apoyo, donde podría sentirse mejor y conocer a otros adolescentes en la misma situación. Hazel accede y ahí conoce a Gus Waters (Ansel Elgort), un paciente en remisión. Luego sucede lo obvio: se enamoran. Lo inesperado de la trama es que la pareja no sufre a causa de su enfermedad, sino que celebra la vida y realiza un viaje a Ámsterdam en compañía de la mamá de Hazel. A simple vista esto parece el drama de los dramas, pero Dern cuenta que la cinta le maravilló porque no es sentimental, sino un filme con momentos muy cómicos y que celebra las experiencias humanas. Platicamos con la actriz estadounidense —nominada al Óscar por su actuación en Rambling Rose (1991)— sobre la película.

ESQUIRE: ¿Qué fue lo que más te atrajo de la adaptación de The Fault in our Stars?

LAURA DERN: Me encantó la historia. Trata sobre disfrutar cada momento y encontrar la belleza en las cosas más pequeñas. Creo que eso es universal. Cuando recibí la oferta para el papel, leí el libro y me enamoré del estilo de escritura de John Green [el autor de la novela homónima que inspiró la película]. Además me fascinó el personaje de Hazel. La gente se enamorará de ella como lo hizo de Holden Caulfield [de la novela El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger]. The Fault in our Stars es un clásico en el sentido en el que explora la angustia de los adolescentes. Ellos se enamoran del libro porque John trata al personaje de Hazel con mucho respeto. Define un tono sobre cómo los niños, adolescentes y adultos jóvenes se sienten cuando se les escucha.

ESQ: En la película interpretas a Frannie, la mamá de Hazel. ¿Qué tipo de mujer es?

LD: Es un personaje con el que todos los adultos podrán identificarse, porque es fácil comprender lo que está experimentando. El papel de Frannie está muy bien escrito. Solía ser una hippie y ahora es progresiva y liberal. Se parece mucho a mí. Quizá por eso me consideraron para el papel. Es muy abierta: su hija tiene cáncer y trata de lidiar con lo inmanejable. Lo que todos compartimos como padres es que hemos tenido que enfrentarnos a momentos difíciles, no importa si es un corazón roto o una enfermedad terminal. Hay diversas circunstancias que pueden crear el amor o la tristeza, lo que es un hecho es que no podemos escapar de ellas. Cualquiera podrá relacionarse con la historia porque todos hemos estado en una relación donde amamos a alguien más que a nada en el mundo, pero somos incapaces de arreglar un problema por el que atraviesa.

ESQ: Shailene es maravillosa como Hazel. ¿Qué crees que fue lo mejor de su actuación?

LD: Shailene es una actriz increíble. Es auténtica y pura. Pero además de su talento, creo que a la gente le gusta su trabajo porque su inocencia natural incita una respuesta. Shai realmente cree en la bondad de las personas. Por eso creo que puede interpretar a Hazel, quien tiene 16 años en la película, a pesar de que ella es más grande. Esto es poco común en una actriz joven. Es sorprendente que muchas niñas de su generación sólo se preocupen por sus seguidores en Twitter. Las chicas de hoy se enfocan mucho en eso, pero Shai aún tiene una visión positiva del mundo, lo cual es maravilloso. A ella le importa proteger el planeta. No utiliza productos que se hayan probado en animales, por ejemplo, porque no le parece adecuado. No lo hace porque esté tratando de demostrar algo o le interese quedar bien, sino porque es algo en lo que ella cree.

ESQ: Tu padre, Bruce Dern, y tu madre, Diane Ladd, son grandes actores. ¿La actuación fue algo que siempre te interesó o ellos te impulsaron?

LD: Nunca desalentaron mi interés por la actuación, pero sí la posibilidad de que actuara siendo niña. Mi madre me instó a que estudiara actuación durante dos años, y tuve que renunciar a todo lo demás, lo que nunca consideré un sacrificio. Así que nunca fui una chica que tomó clases de equitación, fue a campamentos de verano ni hizo muchas otras cosas. Ella pensaba que si elegía la actuación por encima de cualquier otra cosa, realmente tenía que amarla. Y así fue. Fue grandioso que lo hiciera. Mi madre estaba 100 por ciento segura de que podría lograr cualquier cosa. Por eso siempre me apoyó.

ESQ: Adquiriste fama desde muy joven y trabajaste con directores como David Lynch, en Blue Velvet, y Steven Spielberg, en Jurassic Park. ¿Qué piensas cuando recuerdas los primeros papeles de tu carrera?

LD: Creo que consigues una reputación cuando demuestras no tener miedo, y los directores que tampoco tienen miedo te llaman. Eso es increíble. Desde joven esperas mantener esa fama siempre que tomas una nueva oportunidad. La gente con la que he trabajado exige mucho esfuerzo de tu parte y eso provoca que te sientas muy afortunado. Te inspira e intimida a la vez, lo que también es maravilloso.

ESQ: Has trabajado en cine con tu madre. ¿Te gustaría hacerlo con tu padre, quien este año recibió una nominación al Óscar por su papel en Nebraska?

LD: Sí, mi sueño es actuar con mi papá. Justo ahora, estamos trabajando mucho y estamos cerca de definir un proyecto. Rezo para trabajar con él. Tuve la oportunidad de acompañarlo en el set de Nebraska durante un par de semanas, lo que fue un sueño hecho realidad para mí. También me gustaría volver a trabajar con mi mamá. Me encanta trabajar con ella.

Foto: cortesía de la distribuidora

Sarcasmo cotidiano

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Publicado en la revista Esquire no. 68 (PDF aquí)

Ingenioso, burlón, tuitstar, diseñador, creador del sitio Cinismo ilustrado… hay muchas formas de designar a Eduardo Salles, quien presenta su libro La ciencia de los cínicos (y quien también creó, sólo para Esquire, esta ilustración del Día de las Madres).

ESQUIRE: ¿Qué planteas en La ciencia de los cínicos?

EDUARDO SALLES: Que la vida cotidiana es tan importante que necesita una ciencia que la estudie. El libro es un compendio de teorías ilustradas que explican con cierto humor negro (involuntario) la lógica detrás de las tonterías que cometemos a diario.

ESQ: ¿Por qué a veces nos resistimos a reírnos de nosotros mismos?

ES: El mexicano en particular tiene un sentido del humor bastante atrofiado, aunque presumamos lo contrario. Nuestra incapacidad de reírnos de nosotros mismos y detectar el sarcasmo nos ha vuelto demasiado sensibles con lo que no estamos de acuerdo, e intolerantes con lo que no entendemos.

ESQ: ¿Existe algún límite para el humor y la crítica social?

ES: Cada sociedad tiene sus “cordones de seguridad”, lo políticamente correcto, límites que en teoría ni el humor tiene permitido cruzar. Estos cordones son síntomas de lo que nos incomoda, heridas profundas de conflictos no resueltos. Creo que el humor tiene que cuestionar estos cordones y, en lo posible, ampliar su periferia.

ESQ: ¿Cuándo comenzaste a burlarte de la cotidianidad?

ES: Siempre he sido un científico del oprobio, aunque empecé a ejercer de manera formal cuando abrí mi sitio. En un principio me interesaban los temas clásicamente “polémicos”, como la religión o la política; sin embargo, en los últimos años he descubierto que los temas que generan más tensión son los que se cuestionan poco.

ESQ: Cinismo ilustrado ha sido un éxito no sólo en México, sino en el continente. Cuando iniciaste el sitio, ¿imaginaste la aceptación que tendría?

ES: Lo inicié en mayo de 2009. Como todas las cosas que suelen ir bien al final, no empecé desde el día uno pensando en el alcance que llegaría a tener, ni tuve una estrategia para lograrlo.

ESQ: ¿Qué papel juega internet en tu trabajo?

ES: Sin internet no estaría respondiendo esta entrevista, y mucho menos para Esquire. Internet es el «boca en boca» con esteroides, el laboratorio social más grande del mundo, la vitrina en la que todos podemos anunciarnos.

ESQ: ¿Cómo influye tu trabajo en una agencia de publicidad en tus ilustraciones?

ES: Soy director general creativo de una agencia y mi trabajo “profesional” y personal viven una saludable simbiosis. La publicidad en la que creo no es la que intenta venderte algo con un mensaje “ingenioso”, sino la que aporta algo a la gente para generarle valor a una marca. Si lo ves de esa manera, analizar los problemas de las personas se vuelve parte de mi trabajo.

Ilustración: Eduardo Salles, para Esquire

El rey de los monstruos

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Publicado en la revista Esquire no. 68 (PDF aquí)

     Godzilla es tan célebre como King Kong. Uno puede imaginarlo arrasando Tokio a pesar de no haber visto ninguna de las películas inspiradas en él. Lleva más de seis décadas instalado en el imaginario colectivo como la criatura furiosa que surge del mar para reducir una ciudad a escombros. 

     Cuando fue concebido, este monstruo no era un monstruo sino una metáfora: debutó en una película de 1954 de Ishiro Honda y representaba la destrucción que ocasionaron las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki al final de la Segunda Guerra Mundial. La criatura, como la bomba, nunca se olvidó. Su imagen (muy similar a la de un stegosaurus) y su carácter demoledor fueron retomados en cómics y series animadas. A la fecha, Godzilla ha combatido esperpentos míticos de tres cabezas, robots, aliens y al mismo King Kong en una treintena de filmes. Hoy uno puede googlear “Godzilla games” y la búsqueda arroja tanto juegos de Nintendo como apps para smartphones.

     La imagen que se tiene de él es la de un ente violento y destructivo, pero la realidad es distinta. En primer lugar, su nacimiento fue culpa de los humanos: desde la versión de Honda, la bestia de 50 metros y aliento radioactivo fue producto de experimentos con energía nuclear. Es un recordatorio de que abusar de la ciencia y la tecnología puede llevarnos a nuestra propia aniquilación.

     En segundo lugar, la bestia no es malvada. Como un huracán o un tsunami, no puede controlar su poder. Además, en varias películas no destruye Japón: lo salva. La devastación de calles y rascacielos es un efecto colateral de sus enfrentamientos con otras criaturas que amenazan la ciudad. En Godzilla Raids Again (1955), por ejemplo, combate a un ser llamado Ankylosaur (también producto de la radiación) y destruye Osaka por enfrentarlo; en Godzilla vs. Gigan (1972) pelea con seres del espacio; y en Godzilla 2000 (1999) evita que un platillo volador destruya Tokio.

     Este mes podremos ver la cinta del director Gareth Edwards (Monsters, 2010), quien replantea la historia. Su película —a diferencia de la que el apocalíptico Roland Emmerich dirigió en 1998— no retrata a una lagartija mutante que destruye casas y gente porque sí, sino que retoma la mitología original, lo que hará felices a los fanáticos que han seguido la evolución de Godzilla y, a la vez, impactará a quien simplemente busca divertirse con una buena película de acción. Durante su visita a México, Edwards nos habló del proyecto.

ESQUIRE: ¿Cómo enfrentaste el reto de retomar una metáfora que surgió hace 60 años y transformarla en un fenómeno atractivo para las audiencias de hoy?

GARETH EDWARDS: La película está basada en el accidente nuclear que ocurrió en Fukushima en 2011. Tiene lugar 15 años antes, pero las preguntas que plantea respecto a ese tipo de incidentes son muy relevantes. Tenemos la capacidad de usar la naturaleza en nuestro beneficio, pero con la forma en que usamos la energía y las armas hemos contaminado el mundo. Y de pronto, sabernos dueños de este poder deja de ser tan buena idea y nos tenemos que deshacer de él. En la cinta se toca el tema del desarrollo de la bomba nuclear, pero sobre todo de las consecuencias de abusar de la naturaleza. Godzilla es la representación de una pesadilla: si la naturaleza tuviera una forma física, vendría tras nosotros y nos diría que deberíamos ser más respetuosos con ella.

ESQ: ¿Cómo planteas la naturaleza de Godzilla? ¿Es bueno o malo?

GE: Ésa es la gran pregunta: ¿es un villano o no? Creo que la descripción más atinada es la de un antihéroe. No tiene interés en ser un héroe que potencialmente podría ser un villano, pero que a través de sus acciones nos conquista. En realidad, Godzilla es una fuerza de la naturaleza. ¿Un huracán es bueno o malo? No puede ser ninguna de las dos, simplemente es así.

ESQ: ¿Fue difícil trabajar con un icono que, al menos visualmente, todo el mundo conoce?

GE: Esta es una película que puedes ir a ver incluso si no estás familiarizado con las anteriores. Es para fans —yo soy uno de ellos—, pero también quise despertar interés en quien no conoce a Godzilla o, incluso, a los protagonistas como Bryan Cranston, a quien todo el mundo conoce por la serie Breaking Bad. El truco verdadero fue encontrar una manera de explicar sus orígenes para que cuando la gente salga del cine pueda saber de dónde proviene y cómo llegó hasta aquí. Incorporamos elementos que hacen único el filme, pero tratamos de hacerlo de un modo que permitiera entender el escenario tan extraño en el que se desarrolla. Es difícil hacer este tipo de cosas y que se sientan reales y verdaderas, porque sería muy fácil ir demasiado lejos y que la película se vuelva tonta. Había una línea delgada para llevar de manera correcta la historia y los diálogos, y tratamos de no cruzarla nunca para que no se vieran ridículos.

ESQ: ¿Por qué aunque no hayamos visto las películas anteriores, todos conocemos a Godzilla y nos interesa?

GE: Hay muchas razones. Siempre le hemos tenido cierto temor a los animales e instintivamente reaccionamos a determinadas criaturas. Los dinosaurios siempre capturan la imaginación y Godzilla es como un dinosaurio que todo el mundo identifica. Por ejemplo, si dibujaras un monstruo gigante, lo más probable es que el resultado sería casi una versión de él. Si fuera una criatura poco identificable, quizá no estaríamos teniendo esta conversación. Godzilla tuvo suerte y adquirió un look que se ha perpetuado a través de generaciones. Por eso cuando trabajamos su imagen para la película fue muy difícil encontrar el aspecto ideal, que no fuera gracioso. No podíamos usar un traje de goma. Tratamos de encontrar más realismo pero sin dejar de sentir lo que nos inspiró. Esto nos tomó meses. Hicimos más de cien diseños. Me quedé con uno de esos modelos. Lo tengo en mi oficina para recordarme que todo lo que hago siempre puede ser mejor.

Valeria Luiselli: una voz entre la multitud

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Artículo publicado en la revista Esquire no. 68 (PDF aquí)

Su primera novela se ha traducido a siete idiomas y la crítica se ha rendido a sus pies. Aunque apenas tiene 30 años, con la publicación de La historia de mis dientes Valeria Luiselli confirmó que su estilo y versatilidad son únicos, y que es una de las escritoras más prometedoras de México.

     Valeria Luiselli dice que la única crisis de identidad nacional que ha sufrido fue culpa de una palmera. Todo inició cuando su padre decidió realizar un curioso homenaje: darle a un trío de árboles los nombres de sus hijas. Un domingo de verano, el exembajador de México en Sudáfrica convenció a Valeria y a sus hermanas de visitar los cocoteros que —a modo de donación— consiguió para adornar una plazoleta rodeada de autos en la frontera de las avenidas Altavista y Periférico, en el sur de la ciudad de México. La anécdota hubiera concluido como un gesto enternecedor, si no hubiera sido porque sobre el triángulo de pasto que Valeria tenía ante sus ojos no había tres, sino dos palmeras. La suya ya no estaba y eso, pensó ella, sólo podía significar una cosa: que compartiría el destino de su pequeño árbol y tampoco lograría echar raíces en México.

     Valeria se equivocó. No creció en el DF y su estancia ha sido intermitente, pero en los tres libros que ha publicado está la esencia del país que extravió a su palmera. La historia de mis dientes —su segunda novela— es una especie de México descompuesto en elementos dentro de una gran vitrina. Hay un cuaderno Scribe de raya ancha. Están José Vasconcelos y Salvador Novo. El Hospital General La Raza. El metro Balderas. La colonia Portales. Un boleto ciudad de México-Acapulco a bordo de un camión Estrella de Oro. Un párroco que promete recompensas espirituales a quien salve a su iglesia de la catástrofe económica. Las calles de Ecatepec.

     La escritora nació en 1983, pero un año después dejó el país con su familia. En menos de dos décadas vivió en Estados Unidos, Costa Rica, Corea del Sur y Sudáfrica. Sin embargo, nunca se olvidó de México. En Papeles falsos —su primer libro, una antología de ensayos— dice que desde niña aceptó su mexicanidad “como muchos aceptan el cristianismo, el islam o la papilla”. Quizá por eso a los seis años, cuando residía en Centroamérica, quiso regresar cavando un túnel desde el jardín de su casa. Y luego a los doce, durante un concierto que Luciano Pavarotti ofreció en Pretoria, se plantó frente a Nelson Mandela para preguntarle si se acordaba de ella, la mexicana que unos meses antes había estado en su casa, y también si ya había leído Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. Madiba la miró con esos ojos grises “que se parecían un poco a los de los recién nacidos” y le respondió que no, que todavía no.

 *

    Antes de sentarse a escribir su nueva obra, La historia de mis dientes, Valeria empezó a redactar una novela que bautizó con el nombre de la ciudad donde su padre trabajó como embajador y donde un chofer llamado Sam Bomba le enseñó a entonar el himno nacional sudafricano. Sin embargo, al cabo de un tiempo abandonó el proyecto. Algo faltaba en los primeros borradores de Pretoria. Lo descubrió cuando una traductora trasladó una primera versión del texto al inglés: la novela se sentía ajena al mundo que retrataba —su infancia en el sur de África— porque la había escrito en español.

     La mexicana recibió su primera educación en colegios militares donde se hablaba inglés. Durante la etapa más temprana de su vida, el castellano fue un asunto privado: sólo lo hablaba en casa, con sus padres y sus dos hermanas. Ni siquiera con su primer novio —un afrikáner llamado Clarence Coetzee— se comunicaba en español. Cuando volvió a México, a los 14, Valeria comenzó a sentirse atormentada por su voz. En aquella época se volvió consciente del acento que permea su español —“un poco raro y extraterritorial”— y se sintió incapaz de lidiar con los albures con que sus compañeros la torturaban en el patio de la escuela. “Empecé a hablar español en mi vida intelectual y pública cuando me fui a vivir a India, a los 16, y conocí a un grupo de estudiantes latinoamericanos. Comencé a utilizarlo para pensar, para hablar de libros y temas políticos, de cosas que iban más allá de las sobremesas de mi familia”. En ese país Valeria no sólo se reconcilió con la oralidad, sino con la palabra escrita. Ahí leyó a Juan Rulfo, a Julio Cortázar y a Gabriel García Márquez, y volvió a preocuparle su relación con México, a donde regresó para estudiar Filosofía en la UNAM. Hoy dice que es muy Puma y muy chilanga gracias a esos años, aunque decidió reescribir Pretoria en inglés sudafricano, la lengua de los recuerdos de su niñez.

*

    En la voz de Valeria Luiselli no existe la prisa. Cuando uno está frente a su delgadísima figura, se siente como si ella le estuviera confesando un secreto. Su conversación está al borde del susurro y resulta casi imposible imaginarla gritar. Al platicar, desvía la mirada —ojerosa, sin una gota de maquillaje— como buscando anécdotas en su memoria. Mueve las manos como si quisiera dibujar en el aire. Sonríe como si acabara de recordar una travesura.

      La voz de Valeria se filtra en sus publicaciones: leerla es como escucharla hablar porque en sus textos siempre hay lugar para las pausas y los silencios. En cada oración se advierte la musicalidad tan peculiar de su habla y se adivina su obsesión por la perfección. Hasta el momento, la mexicana ha escrito un libro de ensayos (Papeles falsos, 2010), dos novelas (Los ingrávidos, 2011, y La historia de mis dientes, 2013), críticas literarias para revistas como Letras Libres y un perfil donde cuenta que las aficiones que no comparte con su marido, el escritor mexicano Álvaro Enrigue, son la ópera y el béisbol.

     Valeria dice que la autocrítica siempre aplasta su autoestima: ella es su más severa juez. Sus primeros escritos fueron “poemitas adolescentes que por suerte se han perdido para siempre”. Hoy detesta dar entrevistas y hablar en público porque en ambos casos se clausura la posibilidad de autoeditarse, de pulir y reformular sus frases. Cuando escribe su manía es “apretar cada tuerca, llenar todos los vacíos”. Por eso sus libros no pasan de 200 páginas, nunca ha tenido un blog y rara vez tuitea. También por eso escribir su última novela le resultó aterrador: por primera vez en su vida tuvo que mostrar un libro a medio terminar.

     Valeria ríe mientras platica que los primeros lectores de La historia de mis dientes pensaron que era hombre. Durante cinco meses, los trabajadores de una fábrica de jugos del Estado de México revisaron los manuscritos de su libro, donde un tal Carretera se identificaba como subastador, dueño de la dentadura de Marilyn Monroe y padre de un niño llamado Ratzinger.

      Esto ocurrió cuando la Fundación Jumex le pidió que redactara el texto central de un catálogo cuyo fin sería conectar tres elementos: la colección de arte de la institución, la fábrica de jugos y la esencia de Ecatepec. Sin embargo, el encargo se transformó en una novela por entregas: una noche a la semana, los obreros leían las ocurrencias de Carretera en voz alta. Al final intercambiaban comentarios y todo quedaba registrado en una pista de audio que viajaba hasta el estudio de una casa en Harlem, Nueva York, donde Valeria vive y pasó meses incorporando correcciones. Cuando la mexicana terminó de escribir, casi un año después, envió un último paquete a la fábrica: un mp3 que grabó para agradecer la paciencia de quienes leyeron sus primeros borradores.

“¡No mames!”, gritaron algunos.

     Era inconcebible que la voz que emanaba de la grabadora —y que escuchaban por primera vez— no fuera la de un hombre, sino la de una escritora de 29 años.

*

     En el mundo de las letras, encontrar una fórmula narrativa es como hacerse de la espada en la piedra: un estilo de escritura legible y fácilmente identificable se traduce en best sellers. Sin embargo, Valeria abomina la idea de repetirse. Aunque Margo Glantz —novelista, cuentista y crítica mordaz desde los sesenta— dijo que su primer libro era casi perfecto, Luiselli se prohibió reproducir la receta en sus siguientes publicaciones. Su voz está en todo lo que escribe, pero la estructura —los pequeños ladrillos que como un juego de Lego construyen una figura— varía en cada caso: “Cada libro exige un mecanismo, un ritmo y un procedimiento muy distintos”.

      Valeria Luiselli tiene algo de Georges Perec, el escritor que con su complejísima obra maestra orientó la mirada internacional hacia la literatura francesa contemporánea. Como el autor de La vida, instrucciones de uso (1978), la mexicana es docta en la manufactura de rompecabezas. Sus libros no pueden valorarse como ideas o párrafos aislados, sino como un todo. Cuando se sienta a escribir en el estudio que —“menos por amor que por falta de espacio”— comparte con su marido, descompone sus ideas. Se vuelca en su librero de nueve de la noche a tres de la mañana para buscar información que sostenga el andamiaje de sus historias. Toma prestados los recursos narrativos de los autores que admira para resolver un problema. Leerla es también un acto de espera: sólo hasta que se llega al punto final de sus libros, se acomoda la última pieza del puzzle.

     Papeles falsos, el tomo que Margo Glantz elogió, parece un ornitorrinco. Tiene un poco de ensayo —su género predilecto— y un poco de crónica, porque nos presta sus ojos para recorrer con ella un panteón de Venecia y la Mapoteca de la ciudad de México. Si se lee de corrido, también tiene un poco de novela: es la travesía de Valeria por cementerios, ciudades y mapas en lo que inicia como una indagación en la vida del poeta ruso Joseph Brodsky (otra de sus obsesiones), y termina como la denuncia de todo lo que está a la vista y no vemos: buscar una tumba es como querer hallar un rostro conocido entre la multitud; la bicicleta es el único medio de transporte que, a diferencia de un coche o un avión, puede reproducir el ritmo del andar humano; un libro sobre el buró es un amante de paso, pero uno sobre el sillón es una almohada para la siesta.

     Desde su aparición, su primera novela también fue insólita: Los ingrávidos se presentó en la Feria del Libro de Frankfurt —una de las más importantes del mundo— cuando apenas era un manuscrito y en pocas horas varias editoriales la adquirieron para traducirla al inglés, portugués, alemán, francés, italiano, holandés y hebreo. Eduardo Rabasa, editor de Sexto Piso —firma que ha publicado su obra en español— cuenta que nunca había visto un fenómeno parecido. Una vez que la novela llegó a México, la voz narrativa de Valeria volvió a intrigar a sus lectores: dado que inicia con los relatos de una escritora que vive en Nueva York, tiene un “niño mediano”, una bebé y un marido que cree que ya perdió la vitalidad para crear poemas, algunos pensaron que se trataba de una obra autobiográfica. Sin embargo, Valeria aclaró una y otra vez que no, que se le ocurrió un día que se subió al Metro y observó dos trenes que aparecían al mismo tiempo, pero transitaban por diferentes vías. Esta obra, como su libro de ensayos, es un mosaico de escenas que entrelaza la narración de la mamá del “niño mediano” con las narraciones del otro protagonista, el poeta sinaloense Gilberto Owen. Además, parece una cebolla: hay que quitar una y otra capa para comprender por qué las voces de ambos se funden a pesar de que pertenecen a épocas y ciudades distintas.

*

     Valeria asegura que Papeles falsos le debe mucho a El arte de la fuga, de Sergio Pitol, pero La historia de mis dientes está en deuda con el anecdotario familiar: todos los días, a las ocho de la mañana, su hija de cuatro años le pide que ponga “Highwayman”, interpretada por Johnny Cash, para ponerse a bailar. Por eso el protagonista de su segunda novela se llama Carretera.

      La mexicana vive en una casa de libros. Su marido es el escritor que ganó el Premio Herralde de Novela en 2013 por Muerte súbita. Su hijastro de 17 años pasa sus días tirado en el piso devorando lecturas de sol a sol. Su hija, Maia, no se va a dormir a menos que ella o Álvaro le lean una historia.

      Valeria dedica la mañana al cumplimiento de compromisos editoriales y académicos, pero consagra sus noches a la literatura en el espacio que comparte con su esposo: un desván que la pareja utiliza como estudio, cuarto de huéspedes y rincón de lectura para sus hijos. Ella cuenta que no le molesta trabajar en el mismo lugar que él. “Somos muy respetuosos del espacio y el silencio del otro. Cuando Álvaro no está, siento que falta algo. Es como si faltara música. El estudio es un espacio de soledad que compartimos.” Álvaro cierra los ojos y sonríe cuando habla de Valeria. Dice que le angustia estar casado con una mente tan brillante, que se siente una persona poco sofisticada porque ella, además de ser filósofa, escribe novelas.

      En esa casa de libros, los escritorios de Valeria Luiselli y Álvaro Enrigue están en extremos opuestos. Él piensa que su estudio se parece a una cancha de tenis. Ella tiene un escritorio impecable; él, un caos. Ella le muestra borradores de sus textos conforme evolucionan. Él no la deja leer lo que escribe sino hasta que teclea el punto final. Ella le confía sus borradores leyendo en voz alta. Él le entrega manuscritos en papel. Ella escribe de noche; él, de día. A las ocho de la mañana, él ya está bañado, rasurado y leyendo el periódico y sus correos electrónicos. A las ocho de la noche, ella acuesta a Maia y empieza a trabajar. Cuando no están en la cancha de tenis, Valeria y Álvaro comparten pequeñas pasiones: un cigarro antes de subirse a un avión, recorrer Nueva York en bicicleta, quedarse en casa cuando el invierno golpea con furia. Es una vida inmejorable, dice él.

     Hace años que Valeria vive lejos de la ciudad que no vio crecer a su palmera, pero con su voz —sus libros— logró enraizarse en México. En el perfil que escribió de su marido dice que hoy siente la ciudad más familiar, más suya, por el palimpsesto de historias que Álvaro le cuenta cuando vienen de visita y manejan juntos por el Distrito Federal. Quien lee a Valeria Luiselli experimenta un efecto similar: se zambulle en un mundo de ficción que no le es propio, pero que es posible visualizar y comprender cuando su voz calla y se acomoda la última pieza del rompecabezas.

La magia de Adrien Brody

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Originalmente publicado en el Big Black Book, de Esquire (PDF aquí)

   Hay tres cosas que uno piensa al observar a Adrien Brody: siempre está despeinado, tiene una nariz tan grande como el Monte Everest y, por su mirada entrecerrada, pareciera que no ha dormido en días. Sin embargo, con todo y esa cara que es imposible confundir, se mueve por las pantallas, las pasarelas y los reflectores como un camaleón. En traje de luces, con el pelo echado hacia atrás bajo la montera, fue un gran Manolete (A Matador’s Mistress, 2008). Con un bigotito alineado en diagonal y acento español logró una interpretación soberbia de Salvador Dalí (Midnight in Paris, 2011). Vestido a la usanza de los años treinta encarnó al detective que investigó la controversial muerte de George Reeves —el primer Superman— en Hollywoodland (2006).

     Cuando Brody cumplió 29 se convirtió en el actor más joven en ganar un Oscar. En la película que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2002 dio vida a un judío polaco que logra escapar de la muerte, pero no de los desastres de la guerra. The Pianist fue la prueba irrefutable de su talento: con su figura alargada y escurrida —como pintura de El Greco— caminó por calles muertas y se sentó frente a un piano viejo para conseguir la gloria que un puñado de actores logra a los cuarenta o cincuenta años.

     Hace poco volvió al cine con The Grand Budapest Hotel, del director con el que antes trabajó en The Darjeeling Limited (2007) y Fantastic Mr. Fox (2009). Su participación en la nueva cinta de Wes Anderson fue breve pero memorable: un villano (despeinado, claro) con bigotes de loco que desconfía de la veracidad de la última voluntad de su recién fallecida madre. Brody dice que lo que más disfrutó de la cinta —además de los vodkas polacos que pudo beber en las noches de descanso del rodaje— fue interpretar a un tipo en busca de venganza: “Un villano implica libertad, porque te permite hacer todo lo que en la vida real no harías”. El cine, como la magia, se nutre del ilusionismo.

     Brody no empezó su carrera como actor, sino como un mago que se hacía llamar The Amazing Adrien. Hoy cuenta que esa faceta de su vida fue el puente entre la niñez y la adolescencia, pero también lo motivó a dedicarse a la actuación. Actuar es hacer magia, es perfeccionar la habilidad de transformar un truco genérico —cuyas bases se leen en un manual o un guión— y apropiarse de él. En unos meses, el neoyorquino volverá a vestirse de mago: aparecerá en televisión para encarnar a Harry Houdini, una de las figuras que más admira en el arte del ilusionismo y quien lo inspiró a llegar hasta donde está hoy.

ESQUIRE: Has trabajado en películas icónicas, pero tus interpretaciones no se han estereotipado. ¿Cómo te renuevas en cada papel?

ADRIEN BRODY: La belleza de ser actor es que puedes jugar y experimentar muchas vidas distintas. Lo que trato de hacer es encontrar personajes que sean muy diferentes entre sí, que puedan hablarme en distintos niveles. He hecho una elección consciente de no repetir aquello que me hace sentir cómodo: la emoción proviene del descubrimiento. Eso es lo que más amo de mi trabajo.

ESQ: ¿Qué tan difícil es conectarte con un personaje antes de filmar y qué tan complejo es dejarlo ir cuando termina el rodaje?

AB: Depende del personaje y de lo que éste requiera de mí. Hay papeles que son relativamente fáciles de habitar y comprender. Por lo mismo, es fácil desecharlos. Sin embargo, hay otros que no. Quizá sea por algunas de sus cualidades, pero se vuelve complicado interiorizarlos y, aunque no sean tan deseables como quisieras, tienes que hacerlos parte de ti durante un tiempo. Es un proceso muy complicado. Tienes que fundirte con el personaje tanto como puedas. A mí me ayuda evitar que pase mucho tiempo entre una película y otra. Es decir, hacer dos filmes relativamente pronto me obliga a salir de un papel y meterme a otro. Pero por ejemplo, cuando terminé The Pianist, pasé casi un año atormentado por esa experiencia. Me sentía triste a un nivel muy profundo, aun cuando en la película hay elementos de esperanza y el personaje triunfa. El entendimiento y la conciencia que tuve de ese sufrimiento se quedó conmigo muy adentro. Fue casi imposible deshacerme de él.

ESQ: Te hemos visto en pantalla por más de dos décadas. ¿Tu pasión por la actuación se ha transformado con el tiempo?

AB: Nada se mantiene igual, ¿sabes? La vida es cambio y, con suerte, crecimiento. Decir que algo permanece no es realista; cambiamos constantemente. Yo empecé a actuar casi cuando acababa de convertirme en un adolescente y ahora soy un hombre. Mi entendimiento del mundo es muy diferente al que tenía entonces. Sin embargo, el arte de la actuación me sigue apasionando. Aún espero encontrar algo que me llame de un modo especial y, a pesar de tanta exploración de personajes ficticios, he ganado mucho conocimiento no sólo de mí mismo, sino de otras personas. He conseguido mayor empatía con aquello que jamás hubiera logrado comprender si mi trabajo no fuera ponerme en los zapatos de otras personas.

ESQ: En Midnight in Paris fuiste Salvador Dalí. Si pudieras viajar al pasado, ¿adónde sería?

AB: Desafortunadamente aún no podemos hacer eso [ríe] y lo que la película nos enseña es que, por mucho que glorifiquemos una época, nada es lo que imaginamos. Hay todo tipo de problemas con los que tendríamos que lidiar y, si fuéramos de ese periodo, quizás querríamos ser de otro. Independientemente de esto, el fin de los años sesenta me resulta fascinante, especialmente en Estados Unidos. Primero porque no había ninguna enfermedad aparente, así que la gente era mucho más libre. Además amo los coches y los más increíbles que se han producido en la historia de ese país fueron de finales de esta década y principios de los setenta. La cinematografía de aquella época también era de alto nivel. Estaba Marlon Brando y después aparecieron Robert De Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman y otros grandes actores y directores, como Martin Scorsese.

ESQ: Has trabajado varias veces con Wes Anderson. ¿Es cierto que cuando filmaron The Darjeeling Limited te estrellaste con una vaca en la India?

AB: [Suelta una carcajada] Sí. Cuando filmamos The Grand Budapest Hotel también la pasamos muy bien. Lo más grandioso de Wes es que tiene un sentido de comunidad y es un ser humano fascinante, que se rodea de personas muy creativas. Fue maravilloso. Todas las noches cenamos juntos. La mayor parte de las experiencias durante un rodaje no son así. Estuvimos en la frontera de Alemania y Polonia, así que podíamos cruzar un puente caminando para beber un vaso de vodka polaco y luego regresar. Estaba nevando y todo parecía el País de las Maravillas. Y bueno, The Darjeeling Limited fue increíble.
Viví cosas extraordinarias en India… además de haberme estampado con la vaca [ríe]. No me lastimé, pero me resulta muy cómico porque fue algo muy peligroso y potencialmente mortal. Sin embargo, mientras estaba sucediendo —yo iba manejando una moto— me pregunté: “¿Así va a terminar todo? ¿En serio?”. ¡Lo pensé en ese momento! Por eso aprecio tanto esa experiencia.

ESQ: Hablando un poco de moda, ¿cuál es tu definición de estilo?

AB: El estilo es una extensión de uno mismo. No toda la gente siente que puede relacionarse con él, pero sólo es una manera de expresar las influencias que tenemos en ciertos periodos de nuestra vida. Sirve para reflejar cómo nos sentimos y es único para cada individuo. El estilo es muy diferente a la moda, que creo que tiene que ver con la ambición.

ESQ: ¿Qué tanto te importa la moda en la vida cotidiana, cuando no estás en una alfombra roja o un evento de prensa?

AB: Depende, tengo varias etapas. Aprecio mucho la ropa que me hace sentir bien. Hay algo maravilloso en vestirse bien y ser elegante, pero además me gusta ser casual. Creo que cuando no estoy trabajando ni necesito ir a un evento donde tenga cierta responsabilidad, me gusta ser muy natural y relajarme. Eso no quiere decir que no me puedo arreglar y decidir usar un buen traje para salir a cenar, pero regularmente uso jeans, una sudadera y una gorra que me haga sentir cómodo. El estilo es algo personal.

ESQ: ¿Te gustan los relojes? ¿Alguna marca en particular?

AB: Sí, me gustan mucho. Tengo un aprecio particular por mi Bulgari Octo. Tengo una amistad con la marca y realmente aprecio mucho la estética de ese reloj por su simplicidad. Es una pieza muy bella, que es muy masculina pero sin ser presuntuosa.

ESQ: Pronto te veremos en Houdini y sé que fuiste mago antes de convertirte en actor. ¿Podrías hablar más de esa época?

AB: Houdini será una miniserie que estará al aire durante dos noches del fin de semana de Laboy Day [septiembre, en Estados Unidos]. Es el retrato más profundo y detallado que se ha hecho de la vida del escapista y mago Harry Houdini. Fue un ser humano extraordinario y la persona más determinada que te puedas imaginar. Era implacable, apasionado y nunca se daba por vencido. Superó obstáculos tremendos y escapó a la pobreza, al hecho de ser inmigrante en Estados Unidos y se convirtió en el artista más grande y emblemático en los escenarios del cambio de siglo (entre el xix y el xx). Hizo todo eso por mera voluntad, inteligencia y determinación. Me parece que todas sus acciones son admirables, aun en nuestros días. Además fue una gran influencia en mi vida: cuando era niño me gustaba la magia y, obviamente, estaba muy impresionado con él y todos los misterios que lo rodeaban. Luego supe quién era y me enteré de todo lo que tuvo que pasar para convertirse en Houdini. La magia básicamente fue mi entrada a la actuación: desde la adolescencia sentí que algo me faltaba, sabía que quería hacer algo que me afectara a un nivel más personal y profundo. Hacer magia es crear una interpretación, convertir un truco en algo tuyo. Un mago hace lo mismo que un actor: se adueña de un papel. Puedes aprender un truco de una caja, pero tienes que aprender a contar la historia de un modo único, como nadie más podría.

Foto: Markus Ziegler, para Esquire

El legado de Nacho

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Originalmente publicado en Esquire no. 67 (PDF aquí)

     A los 19 años, Ignacio Padilla abordó un avión de dos motores —como Don Quijote sobre el lomo de su caballo, Rocinante— para volar hacia Mbabane, la capital de un reino donde las familias entregaban a sus hijos a hechiceros para realizar rituales y los soldados del rey no conocían la guerra. Eran mediados de los años 80 y el joven escritor dejó México para estudiar el último año de preparatoria en Suazilandia, un país del sur de África que ni las monografías de National Geographic describían con precisión. Para sus padres —como para el consulado que tramitó su visa— no quedaba claro por qué quería viajar a la nación más pequeña del África continental.

     Ésa parece ser una constante: donde algunos ven una excentricidad (y otros no ven nada), él advierte un misterio y se obsesiona como un naturalista con el eslabón perdido. En La vida íntima de los encendedores (2009), dedicó casi 200 páginas a reflexionar sobre el simbolismo de un objeto cuya función no pareciera ser más que la de encender un vil cigarro. Falso. “Mudan constantemente de formato, fallan cuando menos lo esperamos, se reproducen con un entusiasmo digno de mejores causas. Diríase incluso que se desplazan: apenas ayer yacían impasibles sobre el buró y hoy se encuentran en un abrigo que no recordamos haber usado desde que Napoleón era artillero”, escribe tras detenerse a mirar la cotidianidad con lupa. El legado de los monstruos, su libro más reciente, es un tratado sobre el miedo. Padilla empezó a escribirlo tras reflexionar sobre las similitudes entre los monstruos del imaginario humano. En todas las culturas hay un temor a la madre secuestradora —de ahí La Llorona y sus equivalentes— y a la posibilidad de ser devorados por hombres lobo o zombies. ¿Cómo explicar, entonces, que las adolescentes de hoy se vuelvan locas con los vampiros de Twilight (2008)? “Todo miedo es un deseo”, dice el autor, y por eso nuestros miedos son el motor de la historia. De las páginas de Drácula (1897) a las secuencias de acción de World War Z (2013), queda demostrado que —al menos en la ficción— disfrutamos confrontarnos con los rostros de la muerte.

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     Nacho se inició en la transgresión desde la infancia. Al igual que el ingenioso hidalgo de La Mancha, encontró la semilla de sus inquietudes en la lectura. Sus padres le contaban cuentos antes de dormir y él escuchaba con asombro. Todo niño posee un súperpoder que se pierde en la vida adulta: creer que un personaje no es la invención de un autor, sino un individuo autónomo. Cuando Padilla descubrió que detrás de El Conde de Montecristo estaba la pluma de Alejandro Dumas, decidió convertirse en escritor. A partir de entonces, trabajaría para despertar en otros los horrores y pasiones que los textos que sus padres le leían por las noches produjeron en él.

     Sus primeros escritos fueron fábulas sui géneris: como no le gustaban los finales tradicionales —“porque son lo que los adultos quieren, no lo que un niño espera”—, los reinterpretaba. Luego incursionó en el oficio de copista: “Uno empieza imitando. Como el estudiante de pintura que lleva su caballete al Museo del Prado para copiar Las Meninas, de Velázquez, un escritor debe copiar a los autores entrañables. Es la única manera de entenderlos plenamente”. Las primeras novelas de Nacho fueron volúmenes de tres o cuatro capítulos inspirados en Julio Verne, el autor de La vuelta al mundo en ochenta días. A casi cuatro décadas de haber redactado esos textos, Padilla imparte talleres de lo que llama “plagio y confección de estilo”. En ellos invita a sus alumnos a escribir a la manera de Juan Rulfo o Jorge Luis Borges, para después enseñarlos a detectar dónde están sus vicios y a leer mejor a esos autores.

     Tras su retorno de Suazilandia, a Nacho siguieron inquietándole los extremos. Estudió Comunicación en la Ibero (no Letras en la UNAM), aceptó ser director editorial de Playboy México (porque no considera que el periodismo se oponga a la literatura) y con cinco de sus cómplices —Jorge Volpi entre ellos— publicó el Manifiesto del Crack, que provocó molestia en ciertos ámbitos literarios mexicanos de los noventa. “Surgió a partir de las inquietudes de un grupo de amigos cuyas novelas no respondían a lo que el mercado pedía. No hacíamos Realismo Mágico. Fueron obras influidas por Víctor Hugo y James Joyce en un mundo en el que se vendían libros del tipo de Como agua para chocolate”, recuerda. El manifiesto fue cuestionado en México, pero cuando en otros países lo aplaudieron, a sus críticos no les quedó más que aceptar que Laura Esquivel no era el modelo literario por excelencia ni todas las obras debían situarse en Comala o Macondo.

     Las obsesiones de Padilla han sobrevivido al paso del tiempo: se convirtió en cervantista poco después de abrir El Quijote por primera vez, hace casi dos décadas, y hoy ríe al confesar que seguro lo ha leído cien veces. Las huellas de sus pasiones cuelgan en las paredes de los espacios donde trabaja. En su oficina de la Ibero, donde da clases, hay rastros del maestro de Sancho Panza y se manifiesta uno de sus mayores miedos: el Infierno. Ahí, junto a su Enciclopedia cervantina, ballets, teleseries y tesis inspiradas en El Quijote, se despliega uno de los cantos que Dante Alighieri redactó en el siglo XIII. A nadie le gusta pensar en la muerte, en los demonios o en el castigo eterno, pero Nacho dice que siempre ha escrito sobre sus miedos. Los observa, aunque le despierten inconformidad o asombro, y reflexiona sobre ellos. Como el caballero andante que tanto le apasiona, se ha convertido en un experto en explorar territorios que —como Suazilandia— no todos se detienen a mirar.

Fotos: EFE/Paco Campos/Cortesía

Originalmente publicado en Esquite LationaBasLetrasNachoPadillamérica.

Este soy yo: Hugo Arrevillaga

 ESY HUGO ARREVILLAGA

Originalmente publicado en Esquire no. 66 (PDF aquí)

  • He optado por elegir historias que realmente golpeen la conciencia del espectador, que no sean nada más un discurso para entretener a la gente. El teatro, por lo menos el que yo hago, no tiene la finalidad de que cuando salgas de la obra sólo digas “¿Pizza o tacos?”, sino “¿Quién soy? ¿Por qué estoy haciendo esto? ¿De qué manera he lidiado con la pérdida o el amor?”.
  • Antes te gustaba la lluvia, mi más reciente obra, es muy contundente. Narra la historia de una pareja que pierde a un hijo en un accidente. Por un lado está la madre [Arcelia Ramírez], que durante años ha tenido que enfrentar su dolor, y por el otro está el padre [Juan Manuel Bernal], que sufre profundamente pero a la vez ha logrado desapegarse, quizá por cuestión de género.
  • La pérdida te obliga a revisar tu identidad. Es como si te amputaran una parte del cuerpo y de pronto no pudieras entender quién eres. Así de fuerte es la vida.
  • Mi proceso de selección de una nueva obra es muy intuitivo. Trato de no forzar nada. En el caso de Antes te gustaba la lluvia, tuve la fortuna de que las productoras la pusieran en mis manos. Mientras la leía, sentía un veneno que recorría mi lectura y al final se convirtió en una especie de antídoto que fortalece y da otra perspectiva de la pérdida. Yo, como los personajes, también he sufrido pérdidas de personas muy queridas.
  • La conformación de la identidad de los seres humanos es un enigma para mí, un misterio detrás del cual siempre salgo corriendo como artista.
  • Inicié mi carrera estudiando Comercio Internacional y Economía en el Tecnológico de Monterrey, pero me quedé en séptimo semestre porque siempre había tenido el impulso de ser actor. En la universidad había unos talleres de teatro y desde mi primer contacto con el escenario entendí perfectamente que mi lugar era ése, que todo lo que yo había soñado se concretaba arriba de él.
  • Dejé Monterrey y me vine a estudiar al Centro Universitario de Teatro de la unam, pero antes tuve que negociar con mis padres. Les dije que esa escuela era muy especial, pues audicionaban 300 personas y sólo se quedaban 15. Les pedí que me dieran la oportunidad de hacer el experimento. Lo hice y me quedé. Ellos se sorprendieron mucho y se convencieron de que ése era mi camino.
  • Cuando terminé la carrera trabajé como actor un buen tiempo. Pero desde antes de egresar ya me había dado cuenta de que mi perspectiva artística no sólo se concentraba en un personaje, sino que quería establecer un discurso personal.
  • La primera vez que tuve la necesidad de montar un texto, una dramaturgia, fue Canción para un cumpleaños, obra basada en la vida de la escritora estadounidense Sylvia Plath.
  • Formé una compañía con otros actores y actrices que egresaron por aquella época: Tapioca Inn. Con ellos emprendí toda una trayectoria y juntos trabajamos para completar la tetralogía La sangre de las promesas, de Wajdi Mouawad: Incendios, Litoral, Bosques y Cielos.
  • Siempre he creído que mi formación me ha permitido saber qué es lo que un actor puede hacer —o no— en una escena. En esto he basado el diálogo que he establecido con mis actores. Más allá de darles una orden, trato de ofrecerles un aliento: basta con susurrar una posibilidad al oído para que un actor empiece a desarrollar su personaje. Esto también posee un espíritu lúdico, un espíritu infantil que todos teníamos cuando éramos niños y bastaba para detonar una historia.
  • A pesar de que soy actor, hoy en día me relaciono con las obras desde la perspectiva de la dirección. Cuando actúo es únicamente porque alguien me invita, pero al leer un nuevo texto siempre me pregunto hacia dónde puedo llevarlo y qué es lo que le puedo aportar.
  • Ser director me da la oportunidad de conocer la perspectiva de cada uno de los personajes de una obra. Si trabajo con 50 actores, trato de ver la historia con 50 pares de ojos distintos. Si no estuviera a cargo de la dirección, sólo vería la trama con mis propios ojos, y sé que eso me limitaría.
  • Lo que sucedió con Incendios (2012) fue increíble. Fue muy hermoso ver que la gente tenía tal necesidad de verla que se formaba desde las 7 a.m. en la taquilla, a pesar de que la función iniciaba a las 8 p.m. Los boletos volaban. Eso me conmovía mucho, me hacía sentirme realmente útil en la sociedad.
  • Cuando Enrique iv —la obra que hice con la Compañía Nacional de Teatro— viajó hasta el mítico [teatro] The Globe, en Londres, fue formidable ver cómo el público inglés observaba una obra que Shakespeare escribió para hablar de la conformación de la identidad de un país. Lo raro de la escena es que la estaban representando mexicanos que, aparentemente, no tenían nada que ver con el asunto pero que, a final de cuentas, demostraron tener un punto de vista similar. 

Foto: Alessandro Bo

Ingleses embotellados

Downton Abbey Series 3

[Esquire no. 66]

Hace algunos meses, durante un desayuno ofrecido por la universidad en la que trabaja, mi marido conoció a una académica que decía detestar la televisión. «Ni siquiera tengo tele en mi casa». «¿No ves nada? ¿Ni Breaking Bad?». La profesora no sólo era fanática de Walter White y los Pollos Hermanos, sino que con religiosidad pasaba sus noches observando series en Netflix desde su iPad.

Hoy decir “televisión” ya no es lo mismo que decir “televisor”. Gracias a las plataformas de transmisión que hoy están disponibles a bajo costo, “ver la tele” ya no implica sentarse frente a un armatoste que sólo transmite programación nacional. Hoy las cadenas de todo el mundo ponen a sus creativos a romperse la cabeza para idear un producto comercial tan atractivo como para que la gente pague por verlo. HBO domina el tema con maestría: Game of Thrones es una de las series más caras de la industria y, aunque el costo de una temporada rebasa los 50 millones de dólares, la cadena recupera la inversión a través de las suscripciones de quienes contratan hbo para seguir la serie.

Los británicos también son maestros de la televisión. Hace 50 años, la BBC lanzó un producto que hoy ostenta un récord Guinness: la serie de ciencia ficción de mayor duración en el mundo. Si hoy alguien quisiera ponerse al corriente con los 807 episodios de Dr. Who, tendría que pasar 14 días viendo la tele —o su iPad— sin interrupciones.

En años recientes, la cadena lanzó dos bombas al mercado: Sherlock (2011), que ofrece sólo tres capítulos de hora y media por temporada, y Downton Abbey (2010), que no rebasa los ocho episodios al año. La primera catapultó a Benedict Cumberbatch como uno de los nuevos héroes de Hollywood: su papel como el detective más famoso de la historia lo puso en la mira y, a la fecha, ha trabajado con J.J. Abrams (Star Trek Into Darkness, 2013) y Peter Jackson (The Hobbit: There and Back Again, 2014). La segunda es una máquina del tiempo, un ojo en la cerradura para espiar la vida doméstica de Inglaterra a principios del siglo XX.

Downton Abbey parece una película porque se produce con la meticulosidad del cine. En México suelen grabarse los 45 minutos que dura un capítulo de telenovela en un solo día. En Inglaterra, en cambio, no se graban más de cuatro minutos durante una jornada de 10 horas de trabajo. Por eso, para concluir la producción de los más de 500 minutos de cada temporada, la producción trabaja 24 semanas al año, seis días a la semana.

La historia de Downton Abbey inicia con el hundimiento del Titanic. El 14 de abril de 1912 una familia aristócrata del Reino Unido despierta con la noticia de que en el naufragio murió el prometido de Lady Mary (Michelle Dockery), la hija mayor de los Crawley, dueños de la abadía. Entre los conflictos subsecuentes de la serie —salvar su hogar y sobrevivir a la Primera Guerra Mundial—, lo más destacado es el retrato de la sociedad británica de esa época. La trama se vuelve fascinante porque no sólo gira en torno a la gente rica, sino a la servidumbre: es una historia que integra el punto de vista de quienes antes del boom de esta serie rara vez habían tenido voz en los medios de comunicación.

El mes pasado 10.2 millones de estadounidenses sintonizaron el primer capítulo de la nueva entrega de Downton Abbey. Durante la visita que realizó a México como invitado del IMCINE el productor de la cuarta temporada, Rupert Ryle-Hodges, nos habló de la serie.

ESQUIRE: ¿Cuáles son los retos y las ventajas de producir un drama histórico para televisión?

RUPERT RYLE-HODGES: Para los televidentes es una oportunidad de ver la historia y el pasado, el modo en que la gente pudo haberse comportado. Es interesante ver cómo las series pueden hacer referencia al tiempo presente para pensar si hemos mejorado o si hemos hecho las cosas mal. Asimismo, hacer una serie como Downton Abbey atrae a visitantes al país. Inglaterra ya no es como en la serie, pero de cualquier modo conservamos costumbres que aún consideramos reales y respetamos.

ESQ: ¿Qué tan precisos hay que ser con la historia y cuánto se puede jugar con la ficción?

RRH: Un drama histórico conlleva la responsabilidad de no engañar al público con respecto a lo que ocurre. El nombre que le pongas a tu serie funciona como la etiqueta de cualquier producto. Por ejemplo, si se llama La revolución en México, debes hacer un recuento verdadero de los hechos. Si la llamas de otra manera, y enuncias algo que realmente no existió, entonces es ficción y puedes hacer lo que quieras. Esto es un reto tanto para los escritores como para los actores, pues deben situarse en la mente de los personajes. Incluso si no todos los detalles son verdaderos, hay que moldear a los personajes para que todo sea justo y balanceado.

ESQ: ¿Cuál es el reto para que un drama histórico como Downton Abbey mantenga su éxito?

RRH: No puede funcionar a menos que el elenco se sienta feliz y cómodo, así que la producción se esfuerza mucho para permitir que los actores puedan trabajar en otras cosas. El rodaje de Downton dura 24 semanas, pero eso permite que el cast tenga más de la mitad del año libre para trabajar en lo que quiera. Además es importante que el guión se mantenga fresco. Julian Fellowes, el creador y productor ejecutivo, escribe todo. Es importante que él tenga el tiempo para escribir las historias que la gente quiere ver.

ESQ: En su conferencia del imcine dijo que Downton Abbey es como tener Inglaterra embotellada. ¿Por qué pensó en esta analogía?

RRH: Esto se me ocurrió mientras estaba camino a México, porque cuando uno viaja siempre espera llevarse lo más posible de ese país. Parte del éxito de Downton Abbey es que permite que la gente observe una versión de Inglaterra. Eso es tan interesante como entretenido. Pueden compararlo con su propio país, gente y principios. Lo que estaba tratando de decir es que Downton Abbey está embotellada —en un dvd o bd— y aunque no te puedo decir que sucede lo mismo en toda Inglaterra —porque estamos hablando de una serie creada como entretenimiento—, para un extranjero sí es lo más cercano que estará de conocer el país en los años veinte.  

Sólo Sanborns

       Entre las travesuras que mi madre recuerda de mis primeros años, están ‘el experimento biológico’ y ‘la gran fuga’. La primera ocurrió en mi casa, cuando me metí un frijol en la nariz, y la segunda en el restaurante de Sanborns, cuando me escurrí de la silla para bebés con el sigilo de un espía y establecí un campo de juegos bajo la mesa.

       No fui traviesa desde la cuna, pero sí perfeccioné una que otra diablura cuando empecé a gatear. Riéndose, mi madre cuenta que detectó el frijol por el enrojecimiento de una de mis diminutas fosas nasales. La anécdota de la mesa de Sanborns, en cambio, la recuerda con un poco de vergüenza: durante una mañana de domingo en que desayunaba con mi padre –el doctor que le prestó las pinzas para realizar la minuciosa operación de extraer el frijol de mi nariz–, el vecino de mesa –»un señor ya grande», dice mi mamá– se acercó y dijo: «Señora, disculpe que la interrumpa, pero su bebé está en el suelo».

       A 26 años del incidente, pareciera que lo único que ha cambiado en Sanborns es el modelo de sus periqueras para bebé. No es que las tiendas y restaurantes luzcan viejos, sino que siempre se han visto igual.

      Los Sanborns de México suelen ser memorables por tres características: los búhos del logotipo, la siempre bien equipada sección de revistas y el restaurante. Sin importar el rincón del país al que uno vaya, los molletes y el café están garantizados. No es que el sabor sea espléndido, sino que un bocado de enchilada suiza sabe exactamente igual de cremoso en Hermosillo, Acapulco, Pachuca o en cualquiera de las casi 500 tiendas que hoy posee Carlos Slim, dueño del grupo desde 1985.

           «Buenas tardes, mi nombre es Mari y hoy voy a tener el gusto de atenderle».

       Hay otra constante en Sanborns: las meseras. Mari dice que hoy tengo suerte porque las piñas coladas están al dos por uno. Al principio me resisto a sorber un coctel playero sin estar en la playa, pero el poder de persuasión de Mari es más poderoso que el de Joseph Goebbels.

       Acepto la oferta sin ron –porque estoy ‘trabajando’– pero la señora bajita, gordita, de chongo –como todas las meseras de Sanborns– me guiña el ojo, vuelve a hacerla de maestro de la propaganda, y yo termino por aceptar las virtudes de la hora feliz.

       En El Mundo de Sofía, el escritor Jostein Gaarder explica el mundo de las ideas de Platón con utensilios de cocina: menciona que cada idea es como un molde y sus representaciones son galletas. En México, todas las galletas –los restaurantes de Sanborns– parten de un molde que incluye mesas de madera para cuatro personas, una vajilla de cerámica blanca y garigoleos azules, un florerito con un clavel blanco y uno rojo, una servilleta blanca acomodada en forma de tienda de campaña, una azucarera llena (nunca vacía ni a medias) y una botella nuevecita de salsa picante marca Cholula.

       La vida interna de Sanborns también parece extraída de una receta. El gerente es el hombre de más edad y seriedad. El chico espigado que limpia las mesas camina de un lado a otro con un carrito gris lleno de manteletas blancas y cubiertos. El payasito sólo confecciona french poodles de globo para los niños en fines de semana. Por debajo de los uniformes de las meseras –tan coloridos como una piñata– asoman unos zapatitos blancos que se desplazan a toda velocidad.

       Entre enchiladas suizas, cafés descafeinados y machaca con huevo, Mari me dice que ella es casi nueva en la compañía: tiene apenas ocho años trabajando ahí. Eso no es nada si se considera que el gerente lleva 40, dice Mari. Él empezó como lavaplatos. Luego se fue a la parrilla, al piso, a la caja y finalmente alcanzó la gerencia. El director de la tienda, agrega, ya llegó al medio siglo como empleado de la única tienda que, a las ocho de la mañana o a las 10 de la noche tiene igualmente disponible un disco de Juan Gabriel, un perfume o un oso de peluche de dos metros para regalar en un arranque de cursilería. Mari concluye su idea asegurando que pasar muchos años en Sanborns es cuestión de suerte, y emprende nuevamente su carrera dando pasitos cortos de un extremo a otro del lugar.

      A dos metros de mis piñas coladas hay una joven de cabello negro que está de espaldas y finge que leer para no ser molestada, pero no ha cambiado la página de su libro en diez minutos. En otra mesa está una madre inventándole a su hija que los vegetales saben delicioso. Más allá hay un matrimonio de ancianos y un hombre solitario que –éste sí– lee frente a una taza de café.

      Sanborns es México en una botella. Al Pujol –restaurante del chef más célebre de México– va la gente que posaría para una revista de sociales. Al puestito afuera del metro van los antojadizos sin miedo a romper la dieta o los oficinistas apresurados. A Sanborns va a parar cualquiera: Porfirio Díaz para pedir un banana split, Pancho Villa por el pan y María Félix por las enchiladas.

      Cuando mi marido trabajaba como gerente de mercadotecnia de Disney, su jefa vino de visita desde Argentina. Antes de dejar el país, le pidió que la llevara a conocer un Sanborns. En 2010, cuando el primogénito de Carlos Slim contrajo nupcias ante más de 1,500 personas –entre ellos un presidente y un Nobel de Literatura, dice Diego Enrique Osorno en el perfil que escribió del empresario– la comida que se sirvió después del banquete fue de Sanborns.

       Sanborns puede salvarnos de la catástrofe. Se dice que, en una ocasión, alguien preguntó a Carlos Monsiváis: «¿Qué se llevaría a una isla desierta?». El mexicano dio la única respuesta posible: un Sanborns.

       Mi vecina –una mujer viuda y sin hijos que cuidar– ha ido a cenar al restaurante para no quedarse sola en Año Nuevo. A la panadería ha ido mi madre a las 11 de la noche porque mi hermana se olvidó de pedir con anticipación la rosca de reyes que debía llevar a la escuela. A la dulcería iba mi abuela a comprar tortugas de chocolate a escondidas de mi abuelo. A un costado de la sección de revistas compré mis primeras tarjetas del Día de San Valentín. Si un papá despistado no tomara suficientes precauciones para Navidad, podría correr a la juguetería y salvarle el pellejo a Santa Claus.

       Podría seguir escribiendo, pero tengo que imprimir y se me acabó la tinta. Son las 11 de la noche y Office Depot ya cerró. Voy a Sanborns.