Originalmente publicado en Esquire no. 67 (PDF aquí)
A los 19 años, Ignacio Padilla abordó un avión de dos motores —como Don Quijote sobre el lomo de su caballo, Rocinante— para volar hacia Mbabane, la capital de un reino donde las familias entregaban a sus hijos a hechiceros para realizar rituales y los soldados del rey no conocían la guerra. Eran mediados de los años 80 y el joven escritor dejó México para estudiar el último año de preparatoria en Suazilandia, un país del sur de África que ni las monografías de National Geographic describían con precisión. Para sus padres —como para el consulado que tramitó su visa— no quedaba claro por qué quería viajar a la nación más pequeña del África continental.
Ésa parece ser una constante: donde algunos ven una excentricidad (y otros no ven nada), él advierte un misterio y se obsesiona como un naturalista con el eslabón perdido. En La vida íntima de los encendedores (2009), dedicó casi 200 páginas a reflexionar sobre el simbolismo de un objeto cuya función no pareciera ser más que la de encender un vil cigarro. Falso. “Mudan constantemente de formato, fallan cuando menos lo esperamos, se reproducen con un entusiasmo digno de mejores causas. Diríase incluso que se desplazan: apenas ayer yacían impasibles sobre el buró y hoy se encuentran en un abrigo que no recordamos haber usado desde que Napoleón era artillero”, escribe tras detenerse a mirar la cotidianidad con lupa. El legado de los monstruos, su libro más reciente, es un tratado sobre el miedo. Padilla empezó a escribirlo tras reflexionar sobre las similitudes entre los monstruos del imaginario humano. En todas las culturas hay un temor a la madre secuestradora —de ahí La Llorona y sus equivalentes— y a la posibilidad de ser devorados por hombres lobo o zombies. ¿Cómo explicar, entonces, que las adolescentes de hoy se vuelvan locas con los vampiros de Twilight (2008)? “Todo miedo es un deseo”, dice el autor, y por eso nuestros miedos son el motor de la historia. De las páginas de Drácula (1897) a las secuencias de acción de World War Z (2013), queda demostrado que —al menos en la ficción— disfrutamos confrontarnos con los rostros de la muerte.
Nacho se inició en la transgresión desde la infancia. Al igual que el ingenioso hidalgo de La Mancha, encontró la semilla de sus inquietudes en la lectura. Sus padres le contaban cuentos antes de dormir y él escuchaba con asombro. Todo niño posee un súperpoder que se pierde en la vida adulta: creer que un personaje no es la invención de un autor, sino un individuo autónomo. Cuando Padilla descubrió que detrás de El Conde de Montecristo estaba la pluma de Alejandro Dumas, decidió convertirse en escritor. A partir de entonces, trabajaría para despertar en otros los horrores y pasiones que los textos que sus padres le leían por las noches produjeron en él.
Sus primeros escritos fueron fábulas sui géneris: como no le gustaban los finales tradicionales —“porque son lo que los adultos quieren, no lo que un niño espera”—, los reinterpretaba. Luego incursionó en el oficio de copista: “Uno empieza imitando. Como el estudiante de pintura que lleva su caballete al Museo del Prado para copiar Las Meninas, de Velázquez, un escritor debe copiar a los autores entrañables. Es la única manera de entenderlos plenamente”. Las primeras novelas de Nacho fueron volúmenes de tres o cuatro capítulos inspirados en Julio Verne, el autor de La vuelta al mundo en ochenta días. A casi cuatro décadas de haber redactado esos textos, Padilla imparte talleres de lo que llama “plagio y confección de estilo”. En ellos invita a sus alumnos a escribir a la manera de Juan Rulfo o Jorge Luis Borges, para después enseñarlos a detectar dónde están sus vicios y a leer mejor a esos autores.
Tras su retorno de Suazilandia, a Nacho siguieron inquietándole los extremos. Estudió Comunicación en la Ibero (no Letras en la UNAM), aceptó ser director editorial de Playboy México (porque no considera que el periodismo se oponga a la literatura) y con cinco de sus cómplices —Jorge Volpi entre ellos— publicó el Manifiesto del Crack, que provocó molestia en ciertos ámbitos literarios mexicanos de los noventa. “Surgió a partir de las inquietudes de un grupo de amigos cuyas novelas no respondían a lo que el mercado pedía. No hacíamos Realismo Mágico. Fueron obras influidas por Víctor Hugo y James Joyce en un mundo en el que se vendían libros del tipo de Como agua para chocolate”, recuerda. El manifiesto fue cuestionado en México, pero cuando en otros países lo aplaudieron, a sus críticos no les quedó más que aceptar que Laura Esquivel no era el modelo literario por excelencia ni todas las obras debían situarse en Comala o Macondo.
Las obsesiones de Padilla han sobrevivido al paso del tiempo: se convirtió en cervantista poco después de abrir El Quijote por primera vez, hace casi dos décadas, y hoy ríe al confesar que seguro lo ha leído cien veces. Las huellas de sus pasiones cuelgan en las paredes de los espacios donde trabaja. En su oficina de la Ibero, donde da clases, hay rastros del maestro de Sancho Panza y se manifiesta uno de sus mayores miedos: el Infierno. Ahí, junto a su Enciclopedia cervantina, ballets, teleseries y tesis inspiradas en El Quijote, se despliega uno de los cantos que Dante Alighieri redactó en el siglo XIII. A nadie le gusta pensar en la muerte, en los demonios o en el castigo eterno, pero Nacho dice que siempre ha escrito sobre sus miedos. Los observa, aunque le despierten inconformidad o asombro, y reflexiona sobre ellos. Como el caballero andante que tanto le apasiona, se ha convertido en un experto en explorar territorios que —como Suazilandia— no todos se detienen a mirar.
Fotos: EFE/Paco Campos/Cortesía
Originalmente publicado en Esquite LationaBasLetrasNachoPadillamérica.