La perfecta imperfección de Penélope Cruz

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Si dedicáramos este artículo a enumerar las razones por las que amamos a esta española, quizá la primera de la lista sería que se resiste a recibir halagos. Por el contrario, ella es su crítica más severa, y su hambre por transformarse cada día es lo que la vuelve fascinante. A sus 40 años se da tiempo para cuidar a su familia, verse guapísima, producir y protagonizar una película con Julio Medem, y preparar dos cintas que estrenará en 2015. Lamentamos contradecirla, pero para nosotros no hay
mujer más perfecta que ella.

     Hoy es mi día de suerte: tengo a la mujer más hermosa del mundo al otro lado del teléfono. Cualquiera diría que es razón de sobra para sentir un temblor en las rodillas, pero Penélope Cruz cree que es asunto de risa. Dice que cuando alguien te califica de ese modo lo único que puedes hacer es tomártelo con humor. De lo contrario, algo estaría muy mal contigo.

     La mujer más hermosa del mundo no cree en la perfección. Ella no sólo desconfía de su belleza, sino también de su trabajo. “¿Alguien se ha desmayado en este escenario? Porque yo podría ser la primera”, dijo como un niño a punto de romper en llanto cuando Tilda Swinton le entregó el Óscar a Mejor Actriz de Reparto en 2009. Lo que para unos es un muro de contención, para esta española es queroseno: los nervios —el miedo— detonan su interés por el cine. Ha dicho que el día que deje de sentirse insegura será momento de buscar un nuevo empleo.

    La mujer más hermosa del mundo detesta los halagos. Si un director aplaude su actuación y nunca le pide repetir una toma, se decepciona y no vuelve a trabajar con él. Penélope Cruz anhela más las críticas que los piropos. Dice que las adulaciones son el peor enemigo de un actor y que a ella no le interesa trabajar con gente que la haga sentir como una máquina que nunca se equivoca. La perfección, dice esta diosa madrileña, es aburrida.

LAS OBSESIONES DE PENÉLOPE

     Hay un hombre que siempre pone de nervios a la mujer más hermosa del mundo. Pedro Almodóvar le ha hecho sentir mariposas en el estómago desde que era una adolescente cinéfila que veía películas en la videocasetera familiar, y la pasión que despertó en ella la orilló a convertirse en actriz.

    El flechazo ocurrió en 1990. Penélope tenía 16 años, aún vivía en Alcobendas, Madrid, y ¡Átame! la enloqueció. Cuando vio este melodrama de drogas y amor decidió que nunca tendría un trabajo burocrático y buscó a un representante que cuando la conoció, se burló de ella. Curiosamente es quien la representa hasta el día de hoy.

     Penélope Cruz conquistó a uno de los mejores cineastas de España cuando cumplió 18. Almodóvar vio su interpretación en Jamón, Jamón (Bigas Luna, 1992) —donde conoció a su actual marido, Javier Bardem— y le propuso trabajar juntos. Desde entonces han colaborado en cinco películas: Carne trémula (1997), Todo sobre mi madre (1999), Volver (2006), Los abrazos rotos (2009) y Los amantes pasajeros (2013). Ella dice que le debe todo y que nunca se siente tan nerviosa como cuando actúa en uno de sus filmes porque a nadie como a él le interesa hacer sentir tan satisfecho al final de un rodaje.

     La mujer más hermosa del mundo tiene una obsesión: adueñarse por completo de sus personajes. Cuando Vicky Cristina Barcelona (2008) se estrenó en cines de todo el mundo, el público estallaba en carcajadas siempre que María Elena —el personaje de Penélope— aparecía en pantalla: era la ex esposa psicópata y celosa de un pintor español (Javier Bardem), quien tiene una relación con dos turistas estadounidenses (Scarlett Johansson y Rebecca Hall) mientras éstas vacacionan por España. Lo paradójico de la cinta de Woody Allen es que Cruz no la vivió como una comedia, sino como un drama oscuro: todas las noches, al llegar a casa, la actriz redactaba un diario imaginario para entender a su personaje a fondo. Luego se lo mostraba a Allen y él le daba sus comentarios. Sin embargo, mientras duró la producción, él insistió en que su trabajo era bueno y que hacer eso no era necesario. Penélope, quien hace oídos sordos a los halagos, lo ignoró.

     La mujer que no cree en la perfección resultó ser más perfeccionista que Woody Allen: durante uno de los días de rodaje, la española le pidió repetir una toma en 10 ocasiones. El director le dijo una y otra vez que su actuación era buena, pero ella se negó a creerle. Allen tuvo que huir: cuando la protagonista solicitó la toma número 11, él ya había abandonado el set y a ella no le quedó más que aceptar que su trabajo sí era perfecto. Al menos lo era para el director de Annie Hall (1977).

SU PEOR CRÍTICA

     La mujer más hermosa del mundo es una de las pocas actrices de habla no inglesa que se pasea por Hollywood como por su casa. Sofía Vergara y Monica Bellucci son otras extranjeras esculturales que se suman a la lista, pero sólo Penélope Cruz puede moverse entre el cine independiente y comercial para enloquecer a la crítica exigente tanto como a los fanáticos de las cintas de acción. A ratos es musa de Almodóvar y en otros se divierte y protagoniza cintas ridículas como Bandidas (2006), con Salma Hayek, y dramas cursis como Captain Corelli’s Mandolin (2001), con Nicolas Cage.

     Penélope dice que hoy puede darse el lujo de elegir sus proyectos con cautela para pasar más tiempo en casa, pero que eso le ha costado 23 años de perseverancia. De su vida privada —Javier Bardem y sus dos hijos— no dice una palabra, pero al hablar de trabajo asegura que no hay nada que deteste más que la comodidad y la monotonía. Quizá si se creyera todos los halagos no sería la única actriz española en haber conseguido un Óscar a la fecha, Woody Allen no la habría buscado para hacer una segunda película juntos (To Rome with Love, 2012) ni Julio Medem —otro director muy respetado en España— habría aceptado producir una película a su lado (Ma Ma, 2015).

    Cuando la mujer más hermosa el mundo está en casa con su familia, y transmiten alguna de sus películas en televisión, se levanta del sillón o la cama y se detiene frente a la pantalla con los brazos abiertos para que nadie pueda verla. Dice que verse actuando le avergüenza. Debe ser la única persona en el mundo incapaz de encontrar la perfección que a uno se le viene a la mente cuando escucha el nombre de Penélope Cruz.

ESQUIRE: Has dicho que te convertiste en actriz para agradecerle a Pedro Almodóvar lo que te hizo sentir con sus películas. ¿Cómo fue el día que lo conociste?

PENÉLOPE CRUZ: Antes de conocerlo llegué a verlo en bares y restaurantes, pero nunca hablé con él. Después de que filmé Jamón, Jamón y Belle Époque (ambas de 1992) me llamó por teléfono. Me citó en su casa e hice una prueba para Kika (1993), pero era muy joven para el personaje. Tenía 17 o 18 años, y la protagonista debía tener más de 30. Esa fue la primera vez que estuve frente a él y desde ese primer encuentro hubo mucha conexión.

ESQ:¿Qué sientes ahora que estás del otro lado de la pantalla y que quizás haya gente que quiera dedicarse a la actuación por lo que uno de tus papeles le hizo sentir?

PC: Depende de la situación. Cuando encuentro a una jovencita que me pide un consejo siempre es difícil, pero me recuerda que estuve en circunstancias similares. Me vienen muchos recuerdos de esa etapa. En las mañanas estudiaba, por las noches daba clases de baile y en medio hacía muchísimos castings. Como vivía lejos, pasaba mucho tiempo en el metro y los autobuses, y en esos ratos fantaseaba con lo que quería que fuera mi futuro. Sin embargo, en ese momento sólo era un sueño. A mi alrededor no tenía referencias de gente que pudiera ganarse la vida con un trabajo parecido a éste: era como soñar con ser astronauta. No obstante, hubo gente a mi alrededor que de algún modo me animó a intentarlo. Estudié teatro durante muchos años, y nadie me invalidó ni me dijo que mi sueño era imposible. Quizá me dijeron que era casi imposible, pero nunca imposible [ríe].

ESQ: ¿Qué era, concretamente, lo que soñabas durante esos trayectos en el metro?

PC: Siempre he sido muy organizada y lo que quería tener era un plan a futuro en el que pudiera tener un empleo que me gustara. No me veía con un trabajo de oficina. Quería ganarme la vida con algo que me apasionara. Era mi obsesión. Por eso me preparé durante tantos años. Es verdad que tuve suerte porque en los primeros castings que hice tuve una respuesta positiva. Fue una sorpresa para mí, porque no me lo esperaba. Entonces empecé a encadenar un trabajo con otro y así comencé a ganarme la vida como actriz. Pero creo que siempre es muy sano mantenerse siempre del otro lado. Me preguntabas hace un momento sobre el hecho de que antes veía películas y ahora estoy del otro lado, pero creo que no es así. Pienso que sigo del mismo lado: aún estoy del lado del espectador que quiere crecer, aprender y observar. No quiero sentirme observada, sino observadora. Si no tengo eso, no soy feliz.

ESQ: Es maravilloso que hayas tenido éxito desde el inicio, pero mantenerse en esta carrera siempre requiere determinación, ¿no es así?

PC: Sí, por eso durante muchos años mantuve dos opciones abiertas. Continué preparándome como bailarina —bailé durante 17 años y me planteé muy en serio dedicarme a eso— hasta que cumplí casi 20. Sin embargo, cuando empecé a trabajar como actriz dejé de tener tiempo para seguir dedicándome a las dos cosas. Además, las carreras en baile son muy cortas, y a esa edad ya no me quedaba mas que decidirme por completo si sería bailarina profesional o no. Así que tuve que elegir y confiar.

ESQ: Alguna vez comentaste que cuando terminaste Jamón, Jamón te entristeció pensar que podría ser la última película que harías. ¿Ahora cuáles son tus miedos?

PC: Hombre, algunos están relacionados con el trabajo, pero otros no. El trabajo es importante en mi vida porque necesito trabajar como todo el mundo. Sin embargo, mi prioridad es mi familia. A nivel de inseguridad con el trabajo, creo que el miedo que sientes cuando empiezas una película no cambia. Siempre me siento como si fuera la primera película que hago. Siempre lo digo, pero porque es verdad. Ya he hecho más de 40 películas en mi carrera, pero siempre me siento totalmente nueva, porque cada que enfrentas a un nuevo personaje enfrentas también una sensación de vértigo. Esto es muy enriquecedor porque implica una inyección de creatividad, sea cual sea el resultado. Esa creatividad —que no necesariamente tiene que ver con el trabajo— es algo que necesito tanto como comer, porque es lo que me mantiene joven por dentro y me renueva.

ESQ: Cuándo terminas de filmar una película, ¿te sientes triste o liberada?

PC: Cuando son rodajes muy largos, me cuesta dejar al personaje. Me está pasando ahora con la película que acabo de hacer con Julio Medem. Hasta la fecha se sabe poco de ella porque hemos hecho muy pocas entrevistas, pero ya la vi y estoy muy contenta con el resultado. Es una película muy especial y el progreso de este personaje fue muy intenso. Implicó dos meses de rodaje más el proceso de producción, en el que estuve involucrada porque es la primera película que produzco. Así que mi relación con la cinta fue más intensa a todos niveles y, por supuesto, a nivel emocional. En ella interpreto a una mujer que lucha por aferrarse a la vida y combatir una enfermedad para dejarle algo a su hijo. Sin duda ha sido uno de los personajes más duros a los que me he enfrentado, pero también uno de los más preciosos porque es una heroína que está llena de vida. Es una luchadora por excelencia. La película trata un tema muy duro y realista, pero no deprime, sino que tiene mucha luz. Creo que todo es cuestión de interpretación. Todos los involucrados la hicimos con tanto cariño que, cuando terminábamos de filmar, queríamos salir corriendo a casa para abrazar a nuestra familia y amigos y poder transmitirles todo nuestro amor.

ESQ: ¿Qué más puedes decirnos de tu personaje?

PC: Esta mujer, Magda, es una especie de ángel que a la vez es muy terrenal. Me gusta mucho lo que representa, lo que inspira y lo que transmite. Nuevamente: esta película ha sido muy especial para mí. Estoy muy contenta con ella. Y sé que las películas no están ahí para cambiar nada, y que eso no se puede forzar, pero creo que cuando surge una oportunidad así es un orgullo luego poder hablar de ella, defenderla y viajar por el mundo para promocionarla durante meses. Creo que es una película muy arriesgada y valiente, muy especial. Me encanta el mundo de Julio. Esta cinta tiene las características poéticas y surrealistas que hay siempre en su cine, pero a la vez creo que es la historia más terrenal que ha hecho, y la mezcla entre ambas características funciona muy bien. Nuestro plan es estrenarla en primavera y después ver qué pasa. Espero que la reacción sea la que hemos tenido quienes la hemos visto y leído, porque creo que es muy especial lo que hay ahí.

ESQ: ¿Cómo fue trabajar con Julio desde otra perspectiva, como productora y ya no sólo como actriz?

PC: Fue interesante. Julio y yo habíamos estado a punto de trabajar juntos en tres ocasiones a lo largo de los años. Ambos habíamos tenido muchas ganas, pero por conflictos de agenda no habíamos logrado hacerlo. Esta era nuestra oportunidad y la verdad es que conectamos muchísimo. Juntos hicimos todo: levantar el financiamiento, ir de reunión en reunión con nuestro guión bajo el brazo y luego reunirnos para el casting. Todo lo hicimos juntos y nos entendimos muy bien. Claro que en algún momento tuvimos desacuerdos, pero fue parte del proceso. Casi siempre estuvimos en la misma línea de pensamiento y sobre todo, de sentimiento. Nos mirábamos a los ojos y sabíamos lo que el otro estaba pensando, así que fue muy fácil. Además sabíamos los momentos en los que estábamos hablando como coproductores y en los que estábamos hablando como director y actriz. Fue bonito. La verdad es que los dos nos quedamos con muy buen recuerdo de la preproducción y el rodaje. Ahora estamos en la posproducción, y es otra gran aventura porque implica trabajar en los efectos digitales, la edición, la música —que realizará Alberto Iglesias— y todo lo que queda. Ya después tendremos que viajar para promover la película e intentar transmitirle a la gente lo que hay ahí, lo que a mí tanto me tocó por dentro cuando leí el guión y que ahora está en la pantalla.

ESQ: Para llegar a tener una carrera así de exitosa debiste tomar decisiones difíciles. ¿Recuerdas alguna?

PC: Sí, creo que lo más difícil fue aprender a decir que no. Recuerdo en particular una situación que tuvo que ver con un viaje a Los Ángeles. Estaba rodando en España y llegué a Estados Unidos. Tuve que decidir entre un proyecto que hubiera tenido que hacer allá o regresar a Europa. Fue con gente cuyo nombre por supuesto nunca mencionaré, pero fueron un director y unos productores que no me trataron bien y me dieron un ultimátum del estilo: “Tienes tantas horas para decidirlo”. Ahora lo pienso y quizá esa película hubiera sido muy importante para mi carrera, pero recuerdo que en ese momento saqué la fuerza para decir que no. Me subí al avión y me sentí tan bien conmigo misma, que ahora es un momento que nunca olvidaré. Entonces entendí lo importante que es a veces decir no. Es muy bueno para la relación que uno lleva consigo mismo, porque rinde frutos a largo plazo. Muchas veces, los “no” son más importantes que los “sí”.

ESQ: Has dicho que te convertiste en actriz para explorar las distintas facetas humanas. ¿Eso quiere decir que siempre buscas personajes opuestos a ti?

PC: Sí, intento buscar lo opuesto no sólo a mí, sino a los personajes que he hecho. Pongo como ejemplo mis últimas películas: en Ma ma, Magda es un ángel, pero luego hice una película con Sacha Baron Cohen donde la mujer que interpreto no tiene nada de ángel. Al contrario, es uno de los personajes más manipuladores y retorcidos que he hecho. Es una persona muy poderosa, que utiliza ese poder de un modo bastante peculiar y es un rol muy diferente a los que he hecho. Eso es lo que constantemente busco. Quizá lo próximo que haré será Zoolander 2, y también será totalmente diferente porque no he hecho mucha comedia en Estados Unidos. Y la que he hecho, como Vicky Cristina Barcelona, ha sido con personajes que están al límite y también sufren mucho. Así que Zoolander sería otra cosa, otro color. Ahora mismo estamos negociando, pero me imagino que sí la haré y si todo cuadra, creo que me la pasaré muy bien trabajando con Owen Wilson, Will Ferrell y Ben Stiller —quien además dirige la película—.

ESQ: ¿Cuál ha sido la película más divertida en la que has trabajado hasta ahora?

PC: Han sido muchas. No podría decirte una. Por ejemplo, con Pedro [Almodóvar] he hecho cuatro, y siempre disfruto mucho trabajar con él. Es increíble porque me hace reír incluso cuando no lo intenta. Tiene un sentido del humor genial, al igual que Woody Allen. Son genios. Y también he trabajado con otras personas que he disfrutado mucho y con las que tengo anécdotas que recordar de por vida.

ESQ: Como espectadores marcamos una diferencia entre cine comercial y cine de arte. ¿Tú piensas en eso antes de aceptar un proyecto o sólo te concentras en los papeles?

PC: Lo que más me preocupa es la historia, el personaje y el director. Sin embargo, también hay veces en que tomo eso que dices en cuenta. Lo de Zoolander 2, por ejemplo, me apetece porque últimamente he trabajado mucho en Europa, así que sería bueno trabajar en Estados Unidos y compaginarlo; también hacer una comedia porque últimamente he hecho más drama. Pero tampoco lo calculo mucho, porque nunca sabes con qué proyecto te vas a topar. Así que en general, me voy con lo que más me toca el corazón o más me hace reaccionar por una cosa u otra. Mi decisión no está limitada a un género, porque hay un abanico de historias por explorar.

ESQ: ¿Cómo es el ambiente en un hogar donde hay dos apasionados de la actuación?

PC: Creo que es como en cualquier familia en la que hay dos personas así. No creo que sea nada diferente en nuestro caso.

ESQ: Hay actrices que temen el paso del tiempo pero en tu caso, tanto física como profesionalmente, parece que todo está espectacular. ¿Cómo te sientes en esta etapa de tu vida?

PC: Lo que más me importa es la salud, lo he pensado desde que tengo como 17 años. Sé que siempre que digo esto parezco una abuela, pero siempre he pensado que es lo más importante. Y mientras más tiempo pasa, más claro lo tengo. Cumplir años es algo para celebrar y mientras estés sano, es lo único que importa. La salud es la base de cualquier cosa. La valoro mucho. Quizá sea porque mi mentalidad es más europea que estadounidense, pero celebro mucho todos mis cumpleaños. En Europa —no sólo en mi país, sino también en Francia y en otros lugares de por aquí— hay actrices que tienen 60 años y siguen trabajando a buen ritmo, uno que incluso podría ser parecido al de un hombre. Así que he crecido con eso. En ese sentido no tengo una mentalidad como la de Hollywood, porque no me crié ni vivo ahí. Voy y vengo. Tengo temporadas, pero siempre vuelvo a España para seguir rodando en Europa y vivo aquí gran parte del tiempo.

ESQ: ¿Actualmente dudas más al aceptar un trabajo? Porque eso implica, al final, pasar tiempo fuera de casa.

PC: Hombre, te lo piensas todo muchísimo más. Tomo en cuenta todo: ubicación, tiempo y demás. Sin embargo, lo bueno es que cambié mi ritmo de trabajo antes de convertirme en madre. Pasé mucho tiempo haciendo cuatro películas al año, así que no tuve vida. Fue una etapa en la que me la pasaba concentrada en otros personajes, hasta que llegó un momento en el que me pregunté: “¿Y mi personaje dónde quedó?”. Eso fue hace muchos años, así que tuve la oportunidad de cambiar. Una de las ventajas de esa transformación fue que aprendí a darme más tiempo para preparar a mis personajes. Porque sin darme unos meses para asimilarlos y entender quiénes son, nada funciona. Entonces también cambié por eso. Y luego, cuando me convertí en madre, decidí no rodar más de una o dos películas al año y mi ritmo de vida se hizo más sereno. Creo que eso es un gran privilegio si consideramos que empecé a trabajar desde que tenía 17 años. La intensidad de un rodaje, además, te permite seguir estudiando. Hacer otras cosas es muy importante. Como ya te he dicho antes, para mí la prioridad es mi familia, tener el tiempo para realizar actividades que disfruto, y ya después organizarme con mi trabajo.

ESQ: Esta experiencia de producción en la película de Julio, ¿no te dejó ganas de escribir un guión o dirigir tu propia película?

PC: Bueno, en cuanto a dirección, ya he dirigido dos cortos para promocionar lencería. Mi hermana Mónica y yo diseñamos una marca que se llama L’Agent, para Agent Provocateur. Las prendas son parecidas, pero las nuestras son más asequibles que las de Agent Provocateur y van dirigidas a un público un poco más amplio, incluso a jovencitas de cualquier edad. Y sobre todo, nosotras insistimos mucho en el mensaje de no hacer ropa para modelos, sino de celebrar la belleza de cualquier tipo de mujer. Eso es algo que he querido transmitir con los cortos que he hecho hasta ahora y cada que tenemos la oportunidad de hablar acerca de la línea. Por eso sí me gustó dirigir, aunque sólo haya sido en estas dos ocasiones. Ambos fueron cortos de cinco minutos. Los escribí, filmé, edité y produje y lo disfruté mucho. Sin embargo, no sé si sabes pero cuando el primero de éstos apareció en YouTube estuvo unas 48 horas censurado. El argumento fue que era demasiado sexy. A mí eso me molestó muchísimo, porque hay mucha violencia en internet que nadie veta y esto no era más que una celebración de la belleza femenina. Al final eso nos dio muchísima publicidad tanto para el corto como para la línea, pero claro, tampoco fue por un buen motivo. A mí me sorprende mucho que en esta sociedad moleste algo que además no fue tan provocador. Sí era muy sexy y muy sensual — Irina [Shayk] era la protagonista— pero porque estábamos vendiendo lencería. No sé, me molestó mucho. Sé que eso sucede, pero cuando te pasa a ti con un proyecto, es muy frustrante. Pero bueno, tu pregunta no era esa, sino si me gustaría seguir dirigiendo. Sí, me gustaría seguir haciendo publicidad o algún corto, pero nada más. Aún no sé si algún día me atreveré a dirigir un largometraje. De momento sólo me gustaría seguir con mis cortos y publicidad.

ESQ: Hablando de celebrar la belleza femenina, ¿qué pasó por tu cabeza cuando Esquire te nombró “La mujer más sexy del mundo”?

PC: Cuando me lo dijeron me hizo mucha gracia. No hay nada más que hacer que tomártelo con humor y agradecerlo. Es lo más que puedes hacer. Si no te ríes de algo así, tienes un serio problema.

El sueño dorado de Diego Quemada-Diez

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Después de casi tres décadas de colaborar en filmaciones, Diego Quemada-Diez escribió y dirigió su primera película: La jaula de oro. Ésta narra la travesía de cuatro migrantes en busca del sueño americano y fue la cinta mexicana más premiada de 2013. El director que dejó España para poder trabajar como deseaba, habla de cómo se convenció de que el cine es una herramienta de denuncia social.

     Un avión surca el cielo a contraluz. A través de la lente de la cámara que lo filma se ve tan pequeño como una mosca. La aeronave sigue su camino, se pierde de vista y atrás queda el barrio de Kibera, una inmensa mancha de tristeza en la capital de Kenia.

     Las casas del suburbio más pobre de Nairobi están hechas con lámina y cartón. Por su fragilidad pareciera que podrían derrumbarse de un soplido. El suelo enlodado de las calles está cubierto con las pisadas de hombres y mujeres que visten ropa de colores: faldas floreadas, pañoletas, gorras rojas y azules. Por ahí hay un mercado. Puestos callejeros. Una bandera rota y descolorida que ondea con desgana.

     Omondi —12 años, cabello a rape, flaquísimo— sale como un topo de la madriguera de cartón que construyó sobre una pila de basura. Es difícil imaginar que exista una mirada más afligida y cansada que la suya. Una vez afuera, dirige la vista al cielo. Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. Estira los brazos como un pájaro que abre las alas y pide un deseo: “Quiero ser piloto”.

Una voz para todos

     Diego Quemada-Diez escribió un poema para Omondi durante una noche triste de 2004. Estaba en Kenia para trabajar como operador de cámara en The Constant Gardener, la película de Fernando Meirelles que protagonizó Ralph Fiennes junto a Rachel Weisz. Un vez concluido su trabajo en la producción, Diego decidió que no podía irse del Este de África sin filmar su propia película, así que le pidió a su asistente que lo ayudara a contactar a un grupo de niños de la zona para hacer una cinta sobre ellos. Peter volvió con buenas noticias: los jefes de las cuatro tribus de Kibera estuvieron de acuerdo en que pasara un día conversando con algunos estudiantes de una escuela rural.

     A Diego le bastó una mañana en el aula de ese barrio keniata para transformar su vida. Ahí reunió material para el cortometraje que luego recibiría una decena de premios y definió el método que implementaría como director de cine. Uno a uno llegaron niños y niñas al salón de la Escuela Raila para hablar acerca de sus vidas. La mayoría había perdido a sus padres —hombres y mujeres de veintitantos— a causa del sida. Se sentían solos. Uno de ellos le explicó cómo decantar agua negra: tardaba horas en filtrar el líquido de un vaso a otro, y debía esperar a que se asentaran los sedimentos antes de poder hervirla y después beberla. Otros lloraban. Le pedían comida, zapatos y lápices para la escuela. Diego escuchaba. Lo que más le sorprendió fue el deseo que todos compartían: de los 50 huérfanos que entrevistó, 48 le dijeron que su sueño era pilotear un avión. El cineasta volvió a su hotel. Escribió. Lloró. Un par de horas después terminó los versos de I Want to Be a Pilot.

     Collins Otieno —que encarna a Omondi en el cortometraje— recita el poema de Diego con el dolor de quien está en medio de una guerra. Este personaje —aunque ficticio— no sólo retrata las condiciones de vida de los 50 estudiantes que Diego entrevistó, sino la infancia de toda Kibera. En su voz uno escucha que los niños de ese barrio pueden pasar tres días sin comer. Que cuando sus padres mueren de sida, los guardianes que se quedan a su cargo abusan sexualmente de ellos. Que a su alrededor viven cabras y otros animales que se alimentan de basura. Los niños de Kibera no sueñan con transformarse en pilotos para vestir uniforme y conducir un avión, sino para volar a un sitio donde puedan caminar descalzos por el pasto, beber agua potable y tener compañeros que no se resistan a jugar con ellos por miedo a contagiarse de vih.

El método maestro

     Diego Quemada-Diez es un periodista en la piel de un cineasta. Como un buzo que se sumerge bajo el agua, busca historias silenciosas para darles voz. Su cine es provocador porque sus personajes surgen a partir de investigaciones exhaustivas, casi como los protagonistas de A sangre fría, el libro de Truman Capote que recrea el asesinato de una familia estadounidense y explora las motivaciones humanas que incitan al crimen.

     Es una noche de otoño y Quemada lleva el botón superior de la camisa abierto. Está relajado y sonriente. La jaula de oro, su primer largometraje, acaba de ganar en la categoría de Mejor Película en la primera entrega del Premio Iberoamericano de Cine Fénix. No es algo desconocido para él. Desde su estreno en 2013, la cinta no ha parado de recibir felicitaciones y premios en festivales como Cannes, San Petersburgo, Mumbai, Morelia, Tesalónica y Viña del Mar. En total, a la fecha, suma más de 50.

     A Diego le tomó más de 10 años completar esta película. Como I Want to Be a Pilot, está protagonizada por personajes que amalgaman los testimonios de las personas que entrevistó. Él dice que la primera vez que se sintió atraído por este método de trabajo fue cuando leyó una entrevista que John Ford concedió a un medio en 1939. En aquella conversación, el legendario director de westerns como The Searchers (1956) dijo que los cineastas del futuro visitarían comunidades, escucharían a la gente, averiguarían qué historias valdría la pena contar, escribirían el guión con base en esa investigación, volverían al pueblo para buscar a sus actores y sólo entonces comenzarían a filmar.

     Además de Ford, hubo otro cineasta que influyó en su carrera: el director Ken Loach. Su primera colaboración juntos fue Land and Freedom (1995), y en este filme Diego se interesó por un proceso de trabajo que incluía filmar con cámara en mano, rodar en orden cronológico (en vez de dar saltos con respecto al guión) y contratar a actores que no conocen más que las escenas que filmarán día a día.

     Además, al igual que Loach, Quemada se sintió fascinado por la idea de crear un cine con una clara función política, que no sólo sirva para entretener sino para mostrar a la sociedad los problemas de los sectores olvidados.

Nace un cineasta

     Diego Quemada-Diez trabajó en 27 largometrajes antes de dirigir su propia película. Cuando empezó a involucrarse en el mundo del cine —a finales de los años 80, en Barcelona— fue “el chico de los recados”. Repartió agua y café a miembros de la producción. Limpió maletas de equipo cinematográfico. Nada —ni las horas de trabajo gratis ni la voz de su padre afirmando que “del arte no se vive”— lo desanimó.

     Diego nació hace 45 años en Burgos, en el norte de la península ibérica, y es cinéfilo desde hace 41. La culpa fue de un western: Shane (1953), de George Stevens, lo hizo llorar y sentir algo tan profundo que aunque apenas era un niño lo llevó a pensar que cuando creciera quería hacer algo como aquello. Cuando cumplió 11 o 12 años trató de hacer algunos cortometrajes por su cuenta, pero por falta de presupuesto no logró concluir ninguno. Compensó el tiempo dedicándose a pintar, dibujar, escribir poesía y devorar cine.

     Sus padres estaban separados y con ambos vio películas a morir. A su madre le gustaban los filmes de arte y a su padre los de acción. Con ella memorizó los apellidos de cineastas consagrados como Bergman, Antonioni, Truffaut y Kurosawa. Con él vio cintas de directores de cine comercial como Sergio Leone, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola.

    Diego se acomoda en el sillón de la sala de su casa en Tacubaya (ciudad de México), en la que platicamos, y me cuenta un secreto: “Nunca había hablado acerca de esto… Mi padre era una persona reservada. Hablaba poco. Cuando nos reuníamos veíamos cuatro o cinco películas al día. Creo que la manera más profunda que tuvimos para comunicarnos fue a través del cine”. Él tenía unos 15 años y su padre le daba el periódico para que revisara la cartelera y con ella organizara el día. Diego ponía marcas en el diario, trazaba la ruta e iniciaban juntos la jornada. Una película a las 11, una a las dos, otra a las ocho y la última a las 10. Iban de un cine a otro y sólo se detenían en cafeterías para desayunar, comer y cenar.

     Diego dice que quizá, en el fondo, lo que trata de hacer es un cine que le guste a su padre y a su madre: que sea entretenido y reflexivo a la vez. Ella era maestra de literatura y contagió a su hijo el interés por la poesía. Juntos leían a Federico García Lorca, San Juan de la Cruz y Antonio Machado. Diego dice que su madre tenía una gran conciencia política: era hija de un republicano español y tenía amigos que simpatizaban con la Teología de la Liberación. “Crecí con relatos de sacerdotes y misioneros que luchaban en primera línea contra el abuso del poder y las injusticias.” Hoy son justo esas historias de opresores y oprimidos las que le interesa trasladar al cine.

Nacionalidad tricolor

     Diego Quemada-Diez tiene dos pasaportes: uno español y uno mexicano. Hay un seseo que de pronto asalta su voz ligeramente ronca, pero con frecuencia usa expresiones como “qué padre” y “no manches”, así que por ratos también parece un mexicano cualquiera. Su acento no es madrileño, pero tampoco chilango. Para quien no conozca su biografía, sería casi imposible adivinar dónde nació.

     Diego vive en la ciudad de México desde 2007. Llegó a esta casa ubicada en una vecindad antigua, de paredes amarillas revestidas de árboles y plantas, después de haber trabajado como operador de cámara en películas, videoclips y anuncios publicitarios en Los Ángeles. Casi al mismo tiempo, renunció a la nacionalidad española. Ahora, incluso ante la ley, es tan mexicano como el tequila.

     Diego dice que quizá coqueteó con la idea de mudarse por culpa de su madre. Ella viajaba mucho a México y Guatemala para visitar a sus amigos en las montañas. Eran los años 80 y en Centroamérica se libraban conflictos armados, así que nunca logró acompañarla. “Creo que acabé aquí por todos esos viajes que no pudimos hacer juntos.” Cuando su madre volvía a España, le hablaba de la intervención estadounidense en terrenos indígenas, de las dictaduras latinoamericanas y del abuso del ejército en contra de civiles. “Por eso quiero contar las historias de esa gente: darles voz.”

      Antes de convertir las voces que inspiran sus películas en imágenes en movimiento, Quemada las registra en papel. En el estudio de su casa, donde la madera vieja cruje a cada paso, hay un librero blanco que ocupa casi una pared entera. Allí tiene libros de escritores mexicanos contemporáneos —Álvaro Enrigue y Valeria Luiselli—, poetas —Octavio Paz—, novelistas y estudiosos de la lengua —Italo Calvino— y tres tomos del que quizá fue el periodista más entrañable del siglo xx: el polaco Ryszard Kapuściński. Allí también hay varias filas de libretas que conservan las notas y los testimonios que, como ladrillos, utiliza para construir un guión.

     Diego Quemada-Diez vive del cine, pero también pudo haber hecho una carrera en periodismo. Por un lado está el medio centenar de cuadernos en los que ha registrado sus sueños —es literal: por las mañanas, al despertar toma notas de lo que imaginó mientras dormía—, y por el otro están las 22 Moleskines que guardan los testimonios de los migrantes que entrevistó para esbozar a los protagonistas de La jaula de oro. Su película sólo dura 110 minutos, pero detrás de ella hay páginas y páginas que compilan 10 años de investigación de campo, 600 voces anónimas y suficientes imágenes como para transportar al espectador a un tren que sobre sus vagones carga con los anhelos de quien se juega la vida por hacer realidad el sueño americano.

Un migrante más

     Diego Quemada-Diez no se arrepiente de los 18 años que pasaron entre Land and Freedom —la primera película que filmó con Loach— y La jaula de oro. Ese tiempo le sirvió para aprender: “Cada proyecto en el que trabajé me ayudó a ganar dinero y ahorrar para mis cortos, y a pensar cómo dirigir a un actor o resolver una escena. Durante ese tiempo en que colaboré para alguien más, siempre me pregunté si estaba de acuerdo o no con lo que hacía”. La cinta que lo llevó a Cannes en 2013 fue una combinación de las lecciones que obtuvo de directores como Oliver Stone (en Any Given Sunday, de 1999), Alejandro González Iñárritu (en 21 Grams, de 2003), Tony Scott (en Man on Fire, de 2004) y Spike Lee (en She Hate Me, de 2004).

     Aunque es obvio que sus circunstancias fueron muy distintas a las de los protagonistas de La jaula de oro, Diego también sufrió los estragos de un migrante. A mediados de los años 90 se mudó a Estados Unidos porque en España no podía costearse una escuela de cine y las pocas oportunidades de integrarse al equipo de una película estaban reservadas a los amigos y familiares de los directores y productores que dominaban el mercado. Por eso decidió volar a Los Ángeles y perseguir el sueño de crear buen cine independiente, como el que por entonces hacían los hermanos Coen y Sam Raimi.

     Diego llegó a Hollywood con las manos vacías: no tenía papeles, suficientes ahorros ni contactos. Como era de esperarse, nadie quería ayudarlo. “Era natural, cada mes llegan entre tres y cuatro mil personas a ganarse la vida ahí.” Su situación se complicó aún más: al poco tiempo de haber llegado, su madre murió de un aneurisma. Tenía 54 años. Diego tuvo que volver a Barcelona, vaciar la casa, lidiar con trámites engorrosos y decidirse a no volver jamás. “Tomé la decisión de irme para cambiar de escenario. La quería tanto y éramos tan cercanos que necesité escapar. Tardé más de seis años en volver a España. Uno no sólo migra porque está en busca algo, sino para huir.”

    De vuelta a Los Ángeles, Quemada logró colarse a la “industria cinematográfica”: durante seis meses limpió maletas que contenían equipo de producción. Con el dinero que ahorró le pagó a un abogado para que le consiguiera un permiso de trabajo. Un buen día, un colaborador de la directora Isabel Coixet (Elegy, 2008) le dio una oportunidad. “Fue la única persona que me ayudó y eso nunca lo voy a olvidar. Como vio que trabajaba muy duro, me dio chance. Empezamos a trabajar en un montón de cosas y me fue muy bien, pero después de unos cinco años, dije: ‘Ya, basta, no quiero hacer cine para otros, sino para mí’.” Entonces entró a estudiar cine a The American Film Institute, terminó un cortometraje que llamó A Table Is a Table (2001), recibió sus primeros premios y nunca más limpió maletas.

La jaula de oro

     El Toño es un taxista de Mazatlán. Es moreno, algo regordete y tiene un bigotito negro que enmarca sus labios. Diego lo conoció a la salida de un bar. El director recopilaba entrevistas a travestis y prostitutas para un documental que hasta la fecha no ha concluido. El Toño le ofreció sus servicios. Traía unas copas encima y, aunque Diego titubeó, al final se subió al taxi. A los pocos minutos se hicieron amigos. Pasaron las siguientes cinco horas platicando, hasta que se les hizo de día. “Al final me dijo: vente a mi casa, cabrón, para qué vas a estar pagando un hotel.” Diego aceptó.

     La casa de El Toño y La Chonita —ahora ex esposa del taxista— estaba junto a las vías de un tren. En ese terreno que el papá de ella —un ferrocarrilero con hijos regados por todo el país— le obsequió al matrimonio, nació La jaula de oro. Diariamente, frente a ella, un tren se detenía y de los vagones bajaban migrantes que tocaban la puerta para pedir agua, comida y ropa. Diego y sus amigos les daban lo que podían. “Ahí me di cuenta de que en realidad eran héroes, y nació la idea de la película y mi necesidad por contar la historia.” Quemada dedicó la siguiente década de su vida a investigar más sobre el tema, entrevistó migrantes y visitó albergues de Tijuana. Cuando terminó no sólo tenía las 22 libretas negras que ahora están en su escritorio, sino 200 horas de audio y video, muchas ideas para estructurar la historia y poco presupuesto para producirla.

   Lo siguiente fue cazar dinero. Necesitaba productores porque sus ahorros no bastaban. La película empezó a cobrar forma en 2009. Tras recibir buenas críticas por uno de sus cortometrajes en el Festival Internacional de Cine de Amiens, en Francia, lo invitaron a Cannes a presentar su siguiente proyecto.

     Quemada habló de La jaula de oro y su propuesta enamoró a Georges Goldenstern, director de la fundación que alienta el trabajo de nuevos cineastas en Cannes. Y aunque su guión no fue seleccionado para recibir el apoyo y el financiamiento para llevar a cabo la producción, el interés de Goldenstern por su filme fue una pista de despegue: le recomendó contactos para volver a mostrar el proyecto y Diego tocó puertas hasta que en 2012 inició la filmación.

“Quiero ser director”

    Los protagonistas de La jaula de oro nacieron bajo las mismas condiciones que Omondi, el niño africano de la mirada tristísima que Diego filmó en I Want to Be a Pilot. En la primera escena de la película, una niña de 14 años (Karen Martínez) entra a un baño público. De una bolsa de plástico saca unas tijeras, unas vendas, una playera holgada y un paquete de pastillas anticonceptivas. Se corta el pelo. Se venda el torso para aplastarse los pechos. Se pone una gorra. Ingiere una pastilla y sale del cubículo transformada en niño.

    Al azar, Diego toma una de las libretas que están en su escritorio y en voz alta me comparte un testimonio que nos recuerda justamente esa escena. “¿Será que esta chica es Sara?”, me dice cuando termina de leer. Las declaraciones que reunió en sus Moleskines son anónimas, pero la voz de ésta que acaba de rescatar es evidentemente femenina. Concluimos que quizá lo que suceda es que su protagonista —como Omondi— unifica una realidad aplicable a toda una comunidad: es una de las muchas migrantes que se disfrazan de hombres para reducir el riesgo de ser violadas (y quedar embarazadas) en el camino que inicia en Centroamérica y concluye en la frontera estadounidense.

     La jaula de oro fue traducida al inglés como The Golden Dream. El título es tan atinado en inglés como en español, porque no sólo retrata la lucha de los migrantes que huyen de la miseria de su tierra en busca de una mejor vida, sino las ilusiones de un cineasta que dejó su país para convertirse en director. Diego, como sus personajes, también realizó un viaje, y las huellas del recorrido de casi tres décadas están en los rincones de su casa: el libro de ferrocarriles mexicanos que consultó para elegir las locaciones de su película, un pizarrón verde tapizado de notas que organizan sus ideas, un baúl blanco que despliega los premios que ha ganado hasta ahora y —lo más preciado de todo— un volumen empastado en piel color camello: el guión de la película que hizo su sueño realidad.

     En el escritorio del estudio de esta casa de dos pisos también hay una torre de 13 libretas negras. Ahí Diego Quemada-Diez, el periodista con piel de cineasta, guarda las voces de los personajes que darán vida a su próximo proyecto. Le pregunto qué tema abordará, pero me dice que aún no puede hablar de ello. Que ya me contará después. Que lo hará cuando las palabras abandonen las páginas de esa pila de cuadernos y estén listas para dibujar imágenes en la pantalla de cine.

El César del cine

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Uno de los mejores cineastas de nuestros días —director de filmes como Alien (1979), Thelma & Louise (1991) y Gladiator (2000)— inició su carrera a los 40. El próximo año, tras cumplir 77, estrenará The Martian y ya prepara la secuela de Blade runner (1982). Este mes revivirá la historia de Moisés y los Diez Mandamientos en Exodus: Gods and Kings, protagonizada por Joel Edgerton y Christian Bale.

     Ridley Scott está completamente solo. Llegó antes que nadie a este campo de batalla intacto y silencioso para familiarizarse con el terreno aún virgen. Al finalizar esta etapa de reconocimiento entre él y su nuevo set de filmación le pedirá a su equipo que lo acompañe. A su dominio entrará un séquito de actores seguido de maquillistas apresuradas, camarógrafos en fachas con asistentes que riegan cables por el piso y encargados de utilería que estrellan vasos metálicos cuando se les resbalan de los brazos.

     Aún es temprano. El director británico tiene un café en la mano, pero tendría más sentido que sostuviera una espada. Excalibur sería perfecta: Scott tiene el aspecto de un rey que está a punto de subirse a un caballo blanco para salir a defender su reino. Camina erguido. Ni un signo de calvicie. Algunas canas extraviadas entre el pelo ondulado y la barba le dan un aspecto solemne; las bolsas bajo los ojos parecen las de un estratega que pasó la noche en vela pensando cómo conquistar el mundo.

     Las batallas no se ensayan. Un soldado sale a combatir con la esperanza de que su entrenamiento le permita sobrevivir un día más. Lo mismo ocurre en los sets de filmación de Scott: el primer día de rodaje, sus actores se presentan a trabajar con los nervios del militar en su primera guerra. Aunque conozcan el guión de memoria, nunca antes se han visto al espejo caracterizados como sus personajes ni han intercambiado diálogos con sus coestrellas. El director de Gladiator (2000) detesta los ensayos porque no imagina nada peor que observar a sus actores dando la interpretación de su vida sin una cámara en la mano. Peor aún: dice que si le sucediera algo así, pasaría las siguientes semanas intentando recrear algo que ya no existe, y que eso mermaría el entusiasmo de su equipo.

     Cuando los protagonistas de sus filmes llegan al set, Scott ya ha pasado un tiempo solo, con su taza de café, mientras visualiza las escenas que todavía no ha filmado. Tras saludarlos, les ofrece un desayuno, los deja un par de horas preparándose en el área de peinado y maquillaje, y sólo hasta que están caracterizados les abre la puerta a su mundo. En sus películas siempre se sigue el mismo proceso: Russell Crowe entra a camerino y de él sale un gladiador. Fuera del plató queda el mundo real; dentro aguarda el Coliseo romano.

     Para Scott es primordial que sus actores estén felices. Como nunca han ensayado juntos, la confianza del primer día de rodaje es esencial: cuando los lleva hasta el set, les pide mirar a su alrededor y reconocer el terreno en el que se moverán durante las semanas siguientes. En 2011, cuando filmó Prometheus —la precuela de Alien (1979)— la primera afortunada fue Charlize Theron. El director “la presentó” con su nave espacial y le dijo: “Es tuya, conócela”. Hoy toca el turno a uno de los rostros galeses más conocidos del cine: Christian Bale entra a camerino, sale Moisés. Scott está por darle las armas para liberar al pueblo judío de Egipto, abrir el Mar Rojo y escalar el Monte Sinaí para hablar con Dios.

LA VIDA EMPIEZA A LOS 40

     Ridley Scott está solo en medio de un jardín. Esa vez lleva un dry martini en la mano y nos observa llegar hasta el sitio en el que 20th Century Fox ofrecerá un coctel para prensa tras la presentación de Exodus, su nueva película épica. Acercarse a él es intimidante. Incluso al sonreír, su expresión se mantiene elegante y severa. Cuando uno lo saluda siente que acaba de estrecharle la mano al único hombre capaz de arrebatarle el trono de hierro al elenco completo de Game of Thrones.

    Scott tiene 77 años. Mientras otros hombres de su edad beben té, disfrutan de su retiro y juegan con sus nietos en el jardín de su casa de campo, él le da un sorbo a su martini y levanta una ceja como James Bond. Nada indica que esté harto del trabajo. Al contrario: su apetito es tan voraz que sin importar los días que lleva dedicado a la promoción de su última película, ya trabaja en la filmación de la próxima —The Martian, que protagoniza Jessica Chastain y estrenará en 2015— y en sus ratos libres bosqueja las secuelas de Prometheus (2012) y Blade Runner (1982), dos cintas que tienen a los fanáticos de ciencia ficción mordiéndose las uñas de ansiedad. Quizá quiere comerse el mundo porque su carrera como cineasta inició relativamente tarde: dirigió su primer largometraje a los 40 años, y hoy pareciera que aprovecha cada instante para exprimir hasta la última gota de cine al tiempo que le quede como director.

     Ridley Scott posee una memoria privilegiada. Le basta observar un paisaje una sola vez para plasmarlo en el storyboard (guión gráfico) de una de sus películas y con esa misma claridad recuerda su infancia: dice que cuando tenía tres años se escondía con su familia tras las escaleras de su casa para entonar canciones mientras los alemanes bombardeaban Ealing, el suburbio de Londres en el que nació dos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

     Su padre formaba parte de las fuerzas armadas británicas. Su madre era ama de casa. Scott dividía sus vacaciones entre las películas que veía solo, en el cine local, y los trabajos de albañilería que le dejaban un sueldo con el que apenas podía comprar las entradas. Era el típico adolescente que reprobaba todas las materias de la escuela. En lugar de invitar a una chica a salir, se pasaba la tarde pintando. Por ello, su padre le sugirió estudiar arte. Scott aceptó y, mientras el mundo bailaba rock and roll, él ingresó al London’s Royal College of Art a mediados de los años 50. Aunque desde entonces quería ser director, dice que eligió la carrera correcta porque gracias a ella se volvió experto en detectar la belleza en sitios aparentemente antiestéticos, como un burdo paisaje industrial.

PRIMER BORRADOR

     El cine de Ridley Scott no cobra vida cuando un grupo de actores recita un guión frente a la cámara, sino cuando el director esgrime sus dos armas favoritas: lápiz y papel. Para el creador de Alien, quien atemorizó a las audiencias setenteras con un extraterrestre que persigue a Sigourney Weaver dentro de una nave espacial, dibujar es escribir. Mientras duran sus rodajes, improvisa una oficina en la parte trasera del auto que lo transporta de su hotel a una locación y desde ahí traza las estrategias que filmará durante el día. Como un general que posiciona sobre un mapa a sus barcos frente a la línea enemiga, Scott marca las zonas del set en las que sus protagonistas deberán actuar. Al concluir este proceso —que es como fotografiar su imaginación— le pide a su asistente que saque fotocopias para su equipo: no puede empezar a trabajar sino hasta que todos sus colaboradores visualizan una escena con la misma claridad que él.

     Jon Spaihts, uno de los guionistas de Prometheus, dice que a Scott le fascinan las formas más horribles de parasitismo y las criaturas que viven bajo tierra. En Alien, la cinta que le dio fama internacional, el monstruo que definió el aspecto sobrecogedor que hoy le damos a los extraterrestres se presenta ante el público como si estuviera recién salido del Infierno: tras haberse incubado en el cuerpo de un astronauta, brota como un molusco sangrante y asqueroso de su pecho, emite un chirrido insufrible y se pierde en la nave hasta que reaparece como una criatura de dos metros y fauces hinchadas de dientes puntiagudos y babeantes.

     Scott se volvió experto en traducir sus monstruosas ideas a imágenes en movimiento después de graduarse de la universidad. Cuando entró a trabajar en la bbc se desempeñó como diseñador de producción y debutó como director en uno de los capítulos de una serie policiaca llamada Softly Softly (1966). Hoy es uno de los cineastas mejor pagados de la industria, pero entonces sólo ganaba 1,100 libras esterlinas al año.

     El director de Thelma & Louise dice que su escuela de cine fue hacer publicidad. Tras unos años como empleado de la red de medios más importante del Reino Unido, renunció para crear su propia casa productora y dirigir comerciales. Eso —¡al fin!— le dio la oportunidad de comandar su propio ejército de trabajadores y hacer lo que le viniera en gana: liderar actores, apropiarse de la cámara, diseñar sets y distribuir el presupuesto como quisiera hacerlo.

     Cuando realizaba publicidad televisiva Scott no era bueno en lo que hacía: era el mejor. El comercial de Apple que dirigió en 1984 no sólo parece una versión de Blade Runner en 60 segundos, sino que redefinió los parámetros de “espectacularidad” de los anuncios televisivos. Aunque no rodaba en 35 mm, sí concebía sus producciones como pequeños filmes, y en el proceso aprendió todo lo que hoy le permite negociar y convencer a un estudio como 20th Century Fox de invertir 130 millones de dólares en sus películas épicas.

MASTER AND COMMANDER

      Hay algo que distingue a Ridley Scott de otros directores que conceden entrevistas a la prensa: cuando alguien le formula una pregunta, responde rápido y contundente, sin asomo de duda o miedo a dar una respuesta incorrecta. Platicar con él es una experiencia única porque habla como si en sus respuestas estuviera toda la sabiduría del mundo, y es el tipo de persona que podría llamarte “imbécil” y aun así hacerte sentir que deberías darle las gracias.

     Ridley Scott —como Gandalf antes de encabezar a una tropa de hobbits en una batalla de The Lord of the Rings— siempre se preocupa por transmitir seguridad a su equipo. Dice que los actores huelen el miedo, y que si mostrara vulnerabilidad, nadie estaría dispuesto a confiar en él. A estas alturas de su vida, podría pasarse el rodaje sentado en una silla plegable y gritar instrucciones a sus colaboradores a través de un altavoz, pero entonces no sería uno de los mejores directores de nuestros tiempos ni actores como Javier Bardem, Michael Fassbender y Charlize Theron tendrían fe ciega en sus proyectos.

     Tras colaborar juntos en The Counselor (2013), Penélope Cruz dijo que filmar con él era como trabajar para un hombre con 100 ojos que vigilan cada detalle de la producción. La española tiene razón: si el presupuesto se lo permite, Scott usa hasta ocho cámaras durante un rodaje. Para él, cada instante en el plató es valioso: no emplea un tremendo número de camarógrafos por mero ego, sino porque considera que siempre existe algo rescatable en el trabajo de sus actores. “Es celuloide. Si no sirve, no pasa nada. Incluso los errores son fantásticos”, dijo durante una conferencia que dictó en Los Ángeles en 2008.

     Fassbender dice que Scott está al pendiente de todo, incluso cuando está fuera de un set: tras ver su actuación en Hunger (2008), el director le llamó para decirle “me gustaría trabajar contigo”. El actor alemán —que volverá a colaborar con él en la secuela de Prometheus— dice que no sólo le encanta participar en sus proyectos porque es un hombre que parece saberlo todo, sino por la espectacularidad de su producción: “Sé que no volveré a trabajar en escenarios así, a menos que sea en una película de Ridley. Con tantos efectos especiales, ya nadie se preocupa por crear sets tan reales, a los que puedes entrar sin prácticamente preocuparte por actuar”, dijo durante una entrevista de promoción de The Counselor.

“JUST FUCKING DO IT”

     El director de Exodus es un hombre ilustre. En 2003, la reina Isabel lo nombró “caballero” por sus servicios a la industria cinematográfica del Reino Unido. Sin embargo, hay otra cosa —además del cine— que Sir Ridley sabe hacer mejor que nadie: mandar todo al carajo.

     En el video de la conferencia que dictó en Los Ángeles hace seis años —y que hoy puede verse en YouTube— hay una leyenda que expresa la siguiente precaución: “Esta plática contiene lenguaje para adultos”. Exageraciones aparte, lo cierto es que cuando Scott habla en público, es célebre por emplear derivados de la palabra “fuck”.

    Si recuerda sus inicios como cineasta, dirá algo como: “Me tomó 20 años de trabajo como publicista decir ‘al carajo con la televisión, ahora quiero hacer cine’”. Si alguien le cuestiona por qué la lluvia nunca se detiene en el cielo nocturno de Blade Runner —esa joya de la ciencia ficción en la que Harrison Ford persigue androides—, responderá más o menos esto: “Porque tuve la jodida voluntad de hacerlo”. Y claro, a quien se sume a la crítica que reprobó su penúltima película, The Counselor —que, aceptémoslo, sí fue malísima—, le dedicará dos simples palabras: “Fuck you”.

     Si a Ridley Scott se le perdonan estos alardes de grandeza es porque hoy conoce la industria cinematográfica como Garry Kasparov un tablero de ajedrez. A 23 largometrajes y 2,000 anuncios de televisión de haber elegido su carrera, este caballero inglés sabe mejor que nadie que el cine es un medio muy costoso, y que un director no vive de cumplir sus fantasías o caprichos personales, sino de la venta de boletos en taquilla: su especialidad es el cine comercial porque está consciente de que una propuesta intelectual atrae menos público que una cinta palomera para pasar el domingo.

    Además, Scott es un hombre sumamente práctico. A pesar de su intolerancia evita a toda costa discutir con sus actores y proveedores y, en materia de cinematografía, conoce sus limitaciones: ha dicho que él no puede escribir como un guionista de la talla de Bill Monahan —quien redactó el guión de Kingdom of Heaven para él en 2005—, pero sí puede conseguir que un tipo así de brillante trabaje para él, por lo que no tiene caso que pierda el tiempo en un terreno que no domina.

Lo suyo es la planeación a gran escala: visualizar una historia en su cabeza, editarla y musicalizarla, y después repartir entre sus colaboradores de confianza el presupuesto que le permitirá transformar sus ideas en realidad. Sabe, sobre todo, que quien trabaja en cine debe deshacerse de esos titubeos que él mismo ha suprimido de su vida hasta cuando concede una entrevista. Por eso cuando un estudiante le pide algún consejo para transformarse en un director exitoso, Scott tiene una sola respuesta: “Just fucking do it”.

[Recuadro]

Así respondió Scott a nuestras preguntas sobre su nueva película.

ESQUIRE: ¿Qué enfoque le da Exodus a la historia bíblica?
RIDLEY SCOTT: Quise hacerla accesible. Eso quiere decir que el lenguaje será algo moderno. Steven Zaillian es un gran escritor. Para redactar el guión volvimos al Antiguo Testamento, y retomamos a quien quizá es el personaje más importante de éste. Tratamos de descifrar qué clase de persona fue Moisés. Hicimos lo mismo con Ramsés, aunque en realidad hoy puedes averiguar quién fue gracias al British Museum.

ESQ: ¿Por qué le ofreciste el papel de Moisés a Christian Bale?
RS: Busqué a Christian hace unos seis años. Le dije que algún día querría trabajar con él y cada quien hizo otras cosas hasta que llegó este guión a mis manos. Lo leí un fin de semana y me impresionó todo lo que no sabía de Moisés. Desde ese momento pensé en Christian para el papel. Si leo algo y me impresiona, desde ese instante se forma en mi mente la imagen del actor que podría interpretar al protagonista.

ESQ: ¿Permites la improvisación?
RS: Claro, pero a la vez tengo mucha claridad. Empecé a filmar The Martian hace un mes, pero semanas antes del rodaje ya sabía cómo quería que fuera todo. Cuando eso sucede, por lo regular ya no cambio de parecer, por lo que el rodaje fluye con mayor rapidez.

ESQ: ¿Cómo fue rodar en España?
RS: La mayor parte del tiempo hizo mucho calor. Nos apropiamos de un valle. El set medía un kilómetro. Fue muy complicado, pero tuve trabajadores extraordinarios que llegaron desde varias partes del mundo.

ESQ: ¿Prefieres los sets grandes a los pequeños?
RS: No. El de Matchstick Men (2003), por ejemplo, fue pequeño. Dependiendo de la historia creo el universo que ésta requiera. El set es un personaje tan importante como los actores que protagonizan la película, porque es lo que genera el ambiente. Es decir, es el sitio por el que los actores caminarán, así que si es grandioso, eso se verá reflejado en la actuación. Si una locación no es increíble, la película se viene abajo.

ESQ: ¿Qué tipo de instrucciones específicas le diste a tus actores en el caso de Exodus?
RS: Cambian minuto a minuto, día a día y segundo a segundo. Filmamos, revisamos la pantalla y sólo entonces vemos qué hacemos. No es complicado. Lo mantengo muy simple. Con algunos actores como Anthony Hopkins [con quien trabajó en Hannibal, en 2001] es más simple aún. Con alguien así no llegas y le dices algo como: “Piensa en el significado de la vida”. Me respondería: “¿Es broma?”. No funciona así.

ESQ: ¿Ha evolucionado tu manera de filmar una batalla?
RS: Sí. Black Hawk Down (2001) tiene 16 escenas del estilo. Filmar batallas es muy complicado porque el riesgo de que alguien se lastime es alto. Implica tomar precauciones y trazar cada detalle con anticipación. En esos casos sí coordino ensayos con un experto en stunts. ¿Cómo logré, por ejemplo, que 200 carros romanos cayeran por un acantilado en Exodus? En esta escena, en la que Ramsés persigue a Moisés, no podía darme el lujo de perder 200 coches reales, así que subimos a los actores a un carro, dejamos que los arrastrara un jeep hasta el borde del acantilado y una vez ahí, cargamos al elenco con un cable y replicamos el efecto digitalmente. Fue muy complejo.

El lado cómico de Christoph Waltz

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

Con cuatro décadas de carrera en cine y teatro, el papel de un nazi más maldito que Hitler (en Inglourious Basterds) y dos Óscar —por dos cintas de Quentin Tarantino—, este actor es la mejor herencia que Austria ha legado a Hollywood. Podría repetir la fórmula del éxito en sus siguientes papeles, pero a Waltz le gustan los retos. Y como le aterraba la idea de hacer una comedia, este mes estrena Horrible Bosses 2 para demostrar que con su expresión de canciller de hierro también puede hacernos reír.

     Si Christoph Waltz fuera un personaje de la mitología griega, sería él —y no Medusa— quien petrificaría a todo el que tuviera el infortunio de mirarlo a los ojos. Salir ileso de una conversación con este austriaco es improbable para quien no posee las destrezas de Perseo. Pregúntale por la trama de su última película y estarás muerto. Comete la atrocidad de olvidar que cuando Quentin Tarantino lo invitó a trabajar en Inglourious Basterds (2009) él ya era un actor con 30 años de carrera, y un silencio sepulcral —que en realidad quiere decir “eres un pobre idiota”— te hará sentir como si se abriera una grieta en el suelo para que te trague la tierra.

      Waltz es un hombre pequeño que disfruta vestirse de traje y que habla un inglés tan suave y cadencioso que podría funcionar para recitar un poema de Friedrich Hölderlin o para dar la orden de enviarte a la horca. En esta mañana fría y nublada —de qué otro modo iba a ser en Londres— viste un saco de pana verde olivo y lleva el bigote perfectamente recortado. La ciudad le viene bien. Es un maestro en el ejercicio de la cordialidad inglesa: puede evidenciar el mal gusto, la ignorancia y la incompetencia con la sonrisita torcida de quien observa a un roedor a punto de morder el trozo de queso que ha puesto en una ratonera.

     Su incursión en el cine hollywoodense —en esa cinta de Tarantino— fue triunfal: escoltado por un puñado de uniformados, baja de un automóvil en medio de la campiña francesa y le pide a un granjero que lo invite a entrar a su casa. El pobre diablo le abre la puerta, le presenta a sus tres hijas, le invita un vaso de leche y rompe en llanto a los cinco minutos de un interrogatorio libre de tortura física. Es la mirada del coronel nazi Hans Landa —y no la punta de un fusil— lo que provoca que Monsieur LaPadite confiese que tiene judíos escondidos bajo el suelo de su cabaña.

     Sería sencillo enlistar a los mejores villanos de los últimos cinco años y encontrar el nombre de Christoph Waltz en la selección: el corrupto y convenenciero cardenal Richelieu en The Three Musketeers (2011), un hombre brutal que maltrata a los animales de su circo —y trata a su esposa como si fuera uno de ellos— en Water for Elephants (2001) y un dentista cazarrecompensas —no tan villano, pero sí bandido— en Django Unchained (2012). Lo que uno jamás imaginaría es toparse con Waltz en una cinta de comedia. Él dice que a la fecha no lo había hecho porque el género le aterra, que no es su área ni nació para ello.

     A los 58 años, Christoph Waltz está listo para sentir miedo, y no sólo provocarlo. Vive entre Berlín y Los Ángeles, y acepta esa vida nómada porque no deja de atraerle el reto de buscar la esencia de personajes que lo pongan en jaque: este mes estrena Horrible Bosses 2, en diciembre será el marido de la pintora Margaret Keane en el nuevo filme de Tim Burton (Big Eyes) y en 2015 aparecerá en un drama romántico llamado Tulip Fever, con Zach Galifianakis. Si hace sólo cinco años que Waltz aterrizó en las salas comerciales y ya nos voló la cabeza con su talento y personajes malditos, su hambre de papeles que reten su intelecto y capacidades actorales no podría entusiasmarnos más.

ESQUIRE: Alguna vez mencionaste que aprendes algo de todo lo que haces, ¿qué te ha enseñado la comedia?
CHRISTOPH WALTZ: Lo triste que es el mundo. Aprender lo inadecuada que es nuestra vida deriva en situaciones graciosas. No nos tomamos el tiempo de ver lo que es gracioso porque estamos demasiado ocupados siendo serios, productivos y exitosos. El mundo cada vez se vuelve menos gracioso, así que para distraerte de situaciones como lo que sucede en Ucrania o lo que ha provocado el Estado Islámico, es bueno saber que existe otro mundo que puede ser gracioso.

ESQ: Recientemente te vimos en Saturday Night Live. ¿Estás tratando de encontrar experiencias más divertidas?
CW: Sí, estoy en busca de nuevas oportunidades. Nunca antes había hecho algo como lo de Saturday Night Live ni lo de Prada [fue imagen de la campaña publicitaria de la colección otoño-invierno de la marca italiana en 2013], así que pensé: “Mejor lo hago ahora que puedo”. ¿Y sabes qué otra cosa me gusta hacer? Llamar a la gente que siempre he admirado. Les marco y les pregunto si quieren conocerme. Lo mejor es que hasta la fecha nadie me ha dicho que no.

ESQ: ¿Es en serio?
CW: Sí, hasta ahora he conocido a [los músicos] Stephen Sondheim, David Byrne, Zubin Mehta, y [al actor] Mel Brooks. Son personas que me interesan, que he seguido durante mucho tiempo. Simplemente los llamo y les digo: “Hola, ¿te gustaría que nos viéramos?” [ríe]. Y todos me responden: “¿Por qué no?”. Así que nos vemos y nos la pasamos muy bien juntos.

ESQ: Originalmente rechazaste el papel de Horrible Bosses 2. ¿Titubeaste porque la cinta implicaba hacer algo distinto a lo que estás acostumbrado?
CW: Rechacé el papel porque sentí que no funcionaría en esa constelación. Involucraba estar con comediantes y gente que improvisa, y no sé improvisar ni me gusta hacerlo. Soy bastante malo. Me intimida. No es a lo que me dedico y esta gente sabe cómo ser graciosa. Hay una técnica para ello que no tengo. Sin embargo, al final decidí aceptar aunque me atemorizara. Luego empecé a hablar con la producción y lograron que todo tuviera sentido. No fueron como esperé que fueran. Son bastante directos, claros, profesionales y operan con los más altos estándares: el director, los productores y el diseñador de producción. Fue una experiencia fantástica.

ESQ: Si fueras el jefe de alguien, ¿cómo serías? Y otra cosa: ¿cómo defines al jefe ideal?
CW: Hasta ahora sólo soy un colaborador cooperativo, comprensivo y gentil. Ser jefe o no ser jefe… nunca entendí la etimología de esa palabra. Ni siquiera sé de dónde viene. ¿Tú sí? ¿Alguien? [voltea y pregunta a otras personas que están en la habitación]. Lo que sucede es que el concepto de jefe proviene del inglés. Nosotros [en alemán] no tenemos esa palabra. No tenemos “jefes”, sino “superiores” y “líderes”. Hoy, por ejemplo, la palabra führer ya no se usa en alemán, pero en otras lenguas sí existen analogías. Entonces, aunque otros idiomas no titubean a la hora de usar esa palabra, el concepto inalterable y extremo sólo existe en la ficción, en el cine o la ópera. En la vida real, se trata de una persona que estudia cuidadosamente lo que se debe hacer y luego guía a los demás a hacerlo.

ESQ: ¿Tuviste superiores que fueran horribles contigo?
CW: Claro.

ESQ: ¿Cómo los sobrellevaste?
CW:
Los sufrí y me aguanté. Te callas y te sometes, o simplemente te vas.

ESQ: ¿Crees que un jefe siempre debe ser un idiota?
CW: No, para nada [ríe]. Hay distintas formas de autoridad. Está la que es silenciosa y competente, pero también hay una brutal e inefectiva. Esta última —en términos de comunicación— es una forma de violencia. Ejerce una autoridad que no quieres, sino que tienes que seguir. No obstante, si miras a directores de cine —a los grandiosos— tienen mucho sentido. Eso no quiere decir que estén de acuerdo con todo y que sean amistosos y modestos. Sin embargo, tienen sentido, así que sus equipos de trabajo los siguen de manera incondicional. Yo sigo a un director cuando de verdad sabe lo que hace y de verdad tiene una intención clara. Suelo estar de acuerdo con sus decisiones o termino por estarlo. Después ya no lo cuestiono. No cuestionar es para mi beneficio. Sé lo que yo haría [sonríe con malicia], pero no me contrataron para ello. Puedo seguir la corriente, porque es en mi beneficio, y es mucho más divertido hacerlo así, que decir: “Ts, ts, ts, no, no, no, sería mejor que lo hicieras de este modo”. ¡Claro que podrías! Cualquiera podría pensar que existe una mejor manera de ejecutar algo, pero no es tu decisión.

ESQ: Como actor, ¿aprendes más de una película mala o de una buena?
CW: Una película es algo muy particular porque se termina de crear mucho después de que dejo de trabajar. Sin embargo, me temo que tienes razón. Me temo que esa es la trampa, que aprendes más de una mala experiencia que de una buena. A pesar de esto, llega un punto en el que conoces el funcionamiento de todo y le agarras la medida para lograr concentrarte sólo en ciertos detalles. No todo tiene que ser malo, sino que puedes elegir aquello de lo que quieres aprender. El problema llega cuando ya has acumulado mucha experiencia porque entonces necesitas algo excesivamente malo para seguir creciendo.

ESQ: Cuando apenas iniciabas tu carrera de actor, viviste un tiempo en Nueva York y trabajaste en un restaurante como mesero. ¿Qué aprendiste de esa experiencia?
CW: No sé si aprendí algo que influyera el resto de mi vida, pero me quedó claro que no puedes ser actor si antes no eres mesero [ríe]. Recuerdo que mi jefe era fabuloso. Era un tipo adorable y muy comprensivo. Fui muy buen mesero, así que nos llevamos muy bien. Lo que aprendí es que no tienes que ser servil para servir. Puedes hacerlo con dignidad y ayudando a alguien más, pero eso no implica que debas de rebajarte. En ese sentido, creo que aprendí mucho sobre mi profesión, porque se mueve sobre las mismas líneas: el hecho de que sigas una buena idea no quiere decir que seas sumiso. Como mesero, hay soluciones que debes buscar cuando alguien te dice cosas como: “Disculpe, pero no ordené eso”. Y tú piensas: “Lo siento, pero sí lo hiciste”. O cuando alguien dice: “Disculpe, la cuenta es muy alta. Sólo somos cinco personas y cada una se tomó tres tragos”. Y uno dice: “Exacto” [sonríe y pone cara de “¿eres idiota o qué?”].

ESQ: Hay quien no está de acuerdo en que los Óscar sólo toman en serio las producciones de habla inglesa. Como un actor austriaco que estuvo fuera de Hollywood durante muchos años, ¿qué piensas de esto?
CW: No entiendo a la gente que piensa que los Óscar deberían de ser un evento cultural global. ¿De dónde sacan esa idea? ¿Sabes de dónde vienen los Óscar? En 1928 Louis B. Mayer dijo: “Febrero es una época relativamente muerta, quizá podríamos hacer algo que levante un poco el ánimo y que nosotros mismos podamos celebrar”. Así que, ¿cuál es el problema? Si vas a una carrera de Fórmula Uno, no puedes llegar y decir: “Disculpa, pero creo que esto no se trata tanto de la máquina, sino del espíritu”. Hay una profunda incomprensión de lo que los Óscar son. Si alguien te dice eso, dile que mande su película a Cannes.

ESQ: Has ganado dos Óscar. ¿Qué representan para ti?
CW: Depende. Lo que representa para ti depende de cómo te aproximes a ello. Hay gente para la que es su razón de existir, ¿sabes? De hecho, fuera de broma, la idea de quien quiere “abrir” los Óscar también es un poco lúdica. ¿“Abrirlo” a qué? [sonríe] La de la Academia es una perspectiva estadounidense, incluye películas estadounidenses porque eso tiene que ver con la distribución. Las distribuyen al mismo tiempo, con las mismas estrategias, una y otra vez, sin importar el idioma.

ESQ: Después de 30 años de carrera, ¿qué es lo que más te apasiona de tu trabajo?
CW: ¿Quién dijo que me apasiona?

ESQ: Si fuiste mesero con tal de ser actor, te debe de apasionar.
CW: Bueno, me apasionan ciertas cosas de la actuación. Me apasiona sentarme a pensar si puedo hacerlo o no. Me apasiona la búsqueda de la esencia de un personaje. No estoy diciendo que cuando estoy frente a un nuevo papel siempre lo podré hacer, pero cuestionarme es algo que me interesa y que considero que puedo lograr.

ESQ: ¿Por qué te convertiste en actor?
CW: No tengo idea. Es una decisión que no se hace con base en parámetros clásicos. La razón por la que la gente lo hace siempre es la equivocada. Siempre. Las más sospechosas son las que dicen: “Ah, porque lo amo”. Le hago esa pregunta a la gente joven que se me acerca: “¿Por qué quieres ser actor?” Y me dicen: “Porque lo amo. Amo actuar”. Y les digo: “¿En serio? ¿Qué es lo que amas? ¿Estar un año desempleado? ¿Ser mesero?” [Dice mientras hace el gesto que haría un tonto al que le formulas una pregunta de trigonometría].

ESQ: ¿Pero no es interesante que un actor debe de tener cierta fuerza? Es decir, cualquiera podría ser mesero para siempre. Sería más fácil mantener un salario mensual y listo. Lo realmente complicado es no conformarse y luchar por más…
CW: Sí, seguro. Sin embargo, ya no puedo recordar esos tiempos ni quiero hacerlo. Ahora, para mí, la actuación es una elección informada. Además estoy en una situación increíblemente privilegiada, que sólo un puñado —o dos o cinco o los que sean, pero siempre puñados— de personas pueden tener en la vida.

ESQ: ¿Es difícil lidiar con quien aún te pregunta por el éxito de tu carrera como si lo hubieras conseguido de la noche a la mañana?
CW: Responder a esa pregunta hace cinco años no estuvo mal, pero ahora el éxito ya no viene de la nada. Y en realidad, ese es un buen sentimiento.

ESQ: ¿Consideras que estás en la mejor etapa de tu vida?
CW: Por el momento, sí. Sin embargo, creo que hablar de “el mejor momento” de una vida es algo muy general. No tengo idea. Profesionalmente, sin duda lo es. No obstante, cuando empecé mi carrera también me la pasé muy bien trabajando en teatro. Quizá durante el primer año. Eso fue increíble. Cuando estudié en Nueva York también fue maravilloso, a pesar de que atendía mesas. Creo que hay un par de zapatos para cada etapa de tu vida. Te pongo un ejemplo: en la tienda de un zapatero que conozco en Londres cuelga un óleo que no es muy grande [dibuja un cuadrado similar al de un tablero de ajedrez en el aire], donde hay siete pares de zapatos. Al principio hay un par para bebés, luego unas pequeñas botas para niño, luego un par para caminar. Le siguen unas botas de soldado, un par que se ve muy fino —de piel, con un moño— y al final unas pantuflas para la vejez. Hay un par de zapatos que corresponde a un periodo distinto de tu vida. Así que, en esta etapa, absolutamente nada podría ser mejor. Sin embargo, haciendo la evaluación de lo que he experimentado hasta ahora, nada de esto sería posible sin todo lo que viví antes. Y lo que vendrá después no será posible sin lo que me está pasando ahora.

[recuadro]

Diez cosas que no sabías de Christoph Waltz

  • Estudió un par de años en el Lee Strasberg Theatre and Film Institute (célebre por formar actores “de método”), pero Waltz dice que no sigue una fórmula para preparar a los personajes que interpreta.
  • Cuando actúa, nunca improvisa. Dice que su trabajo no es modificar lo que escribe el guionista, sino memorizar bien sus líneas.
  • Su padre era escenógrafo y su madre diseñadora de vestuario.
  • Uno de sus abuelos fue un psicoanalista muy reconocido en Austria llamado Rudolf von Urban, quien fue discípulo de Sigmund Freud.
  • Le encanta el arte. Estudió pintura en Viena y hoy es aficionado a la ópera.
  • Habla inglés, francés y alemán.
  • Desde que empezó a trabajar con Quentin Tarantino ha ganado más de 13 premios (entre Óscar, bafta, Golden Globes y Cannes) y fue el primer actor de una cinta del director estadounidense en haber obtenido reconocimientos tan importantes.
  • Tarantino no fue el primer cineasta en ofrecerle un papel de nazi, pero Waltz se había negado a aceptar; dice que no estaba preparado para ello.
  • Su película favorita del director que le dio fama en Hollywood es Jackie Brown (1997).
  • Uno de sus sueños es dirigir una cinta propia. Está en busca de un proyecto para lograrlo.

Andy Serkis: el héroe de las mil caras

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Originalmente publicado en Esquire no. 70 (PDF aquí)

            Andy Serkis podría ser la envidia de Brad Pitt. Es actor —como Pitt—, ha trabajado en películas hollywoodenses millonarias —como Pitt— y es un hombre de familia que acaba de cumplir 50 años, también como Pitt. Sin embargo, Serkis puede hacer algo que el marido de Angelina Jolie sólo sueña: salir a la calle sin ser devorado por paparazzi y caminar con sus hijos de la mano.

            Andy dice que es un hombre afortunado y que posee lo mejor de dos mundos, pero moverse entre las cámaras de cine y el anonimato no es algo gratuito. Aunque es uno de los mejores actores de su época, pocos lo identifican por su nombre. Eligió una vida que remite a los orígenes del teatro, en la antigua Grecia, porque sólo así aseguraría que su capacidad interpretativa —y no su imagen o su fama—  fuera lo primordial en su carrera. Él no es un hombre con suerte, sino un actor que optó por un camino que nadie imaginaría para una estrella de filmes que recaudan más de 300 millones de dólares: el de la vida detrás de una máscara.

***

            Es fácil encontrar a Andy Serkis en un set de filmación. Lo más probable es que sea el único vestido con un traje parecido al de un buzo, un casco parecido al de un minero y unos guantes parecidos a los de un guardameta. Cualquiera diría que está disfrazado. Él dice que no, que al contrario, que cuando actúa siempre debe imaginar su disfraz. Y tiene razón. A su alrededor han caminado elfos y han danzado nativos, pero cuando él se mira al espejo durante un rodaje, no observa a Kong ni a Godzilla, sino el reflejo de sí mismo vistiendo lo de siempre: una entallada prenda de látex negro y un casco con el que parece que viajará al centro de la Tierra.

            Para ciertos actores, esperar a que concluya su proceso de caracterización es un acto de paciencia budista. La primera vez que Jennifer Lawrence interpretó a Mystique, en X-Men: First Class (2011), estuvo ocho horas sentada en una bicicleta mientras el departamento de maquillaje coloreaba su piel de azul. Cuando Andy Serkis interpretó al simio de Rise of the Planet of the Apes (2011), pasó semanas en cuclillas, arrastrándose y rugiendo como primate, sin saber cuál sería el aspecto final de su personaje. La piel rugosa, el maxilar protuberante, el pelo y los ojos verdes aparecieron después, cuando el equipo de animación terminó su labor en posproducción.

            Andy siempre se ha sentido fascinado por las metamorfosis. “Nací con la idea de crear personajes y transformarme. Cuando empecé a trabajar en teatro me integré a una compañía en la que tuve que montar 14 obras. Ensayaba de día y actuaba de noche. Me maquillaba y hacía todo solo, así que desarrollé un verdadero amor por el arte de la transformación.”

            Andy aprendió a crear personajes desde su niñez. Nació en Inglaterra, pero por el trabajo de su padre —un médico iraquí radicado en Londres— pasó diez años viajando a Medio Oriente. En esa etapa de su vida comprendió la importancia de apoyar a las minorías y conoció la ira ante la injusticia. Cuenta que su padre siempre trabajó en favor de gente necesitada, que construyó un hospital civil en Irak y que a pesar de haber sido capturado por el dictador Saddam Hussein, continuó defendiendo sus creencias. Mientras tanto, su madre se las arreglaba para trabajar en una escuela de niños discapacitados y cuidar de Andy y sus cuatro hermanos.

           Cuando entró a la universidad, Andy se volvió socialista y estudió Artes Visuales, pero abandonó la pintura y la política para convertirse en actor. Siempre ha pensado que el teatro tiene un potencial transformador porque cuestiona estereotipos, propone discursos, tiene el poder de humanizar a un villano y explorar qué es lo que lo motiva a comportarse como tal. Hoy lleva casi 30 años actuando detrás de una máscara porque no persigue la mirada pública, sino el sueño de que su actuación transforme una vida y no sea mero entretenimiento.

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            Hay una maldición que persigue al protagonista de Dawn of the Planet of the Apes: el riesgo de que el público lo confunda con una caricatura. Sus personajes no se crean como los dibujos animados, pero ¿cómo lograr que eso quede claro? Andy es el mejor en lo que hace porque nadie lo había hecho antes y todo empezó cuando el director de la trilogía de The Lord of the Rings, Peter Jackson, le dijo: vamos a crear un personaje con un sistema de sensores —el traje de buzo y el casco de minero— que registren tus movimientos en una computadora.

            El sistema copia y reproduce la actividad del cuerpo como haría la aguja de un sismógrafo con un temblor. Si Andy sonríe, la curvatura de unos labios aparece en pantalla. Si enloquece, un par de ojos desorbitados y una mueca de agonía se duplican en formato digital. Los animadores a cargo de la caracterización de los personajes que interpreta detallan el color y la textura de la piel, agregan o restan pelo u otros rasgos animales, pero la voz, actitud y emotividad son 100 por ciento de Andy.

            El actor se inició en la técnica de performance capture en la primera cinta de la trilogía, en 2001. En ella interpretó a Gollum, una criatura esquizofrénica y solitaria cuya obsesión por un anillo se transforma en su desgracia. En un principio Andy sólo sería actor de doblaje y participaría en la producción durante tres semanas, pero cuando Jackson lo vio actuar decidió reescribir el guión. El video con el que Andy audicionó deja claro por qué: el británico parece un psicópata. Bajo una chamarra negra de piel, suda y respira con dificultad. Tiene los pelos parados, y descompone su rostro como si lo estuvieran quemando con un hierro al rojo vivo.

            Sin importar el papel que interprete, Andy termina por fundirse con sus personajes. Cuando concluyó el rodaje de Rise of the Planet of the Apes, el editor de sonido dijo que no podía diferenciar los rugidos del actor de los de simios de verdad. El plan nunca fue que Andy copiara los bramidos de un primate de carne y hueso, pero cuando uno de los asistentes le pidió que bajara el volumen de sus vocalizaciones para poder registrar el diálogo del resto de los personajes, el actor respondió: “¡Este es mi diálogo!”. Andy no sólo quería rugir como un simio, sino sentirse como tal.

***

            Antes de iniciar el rodaje de un filme, el actor promedio recibe un guión, memoriza sus diálogos y se familiariza con la historia. Dustin Hoffman, por ejemplo, es célebre por los métodos que emplea para involucrarse con sus personajes: cuando hizo All the President’s Men (1976), se fue a vivir un mes a casa del periodista Carl Bernstein, con el fin de hablar y comportarse como él. Luego, para Marathon Man (1976), llegó al set tras pasar tres noches en vela, pues el libreto decía que su personaje debía lucir como un hombre que había pasado tres noches sin dormir.

            En 2004 Andy Serkis recibió el guión de King Kong y su reto fue convertirse en un gorila de 50 metros que, por supuesto, no hablaba. Andy se puso a trabajar. Observó horas y horas de documentales de National Geographic y Discovery Channel. Pasó semanas en el zoológico de San Diego, en California, y otras tantas frente a la jaula de cuatro gorilas del zoológico de Londres. Viajó a Ruanda a escondidas de Peter Jackson —quien dirigió la cinta y le prohibió salir, preocupado por su seguridad— y estudió a esta especie en las montañas. Tomó apuntes. Hizo dibujos. Se involucró de tal manera que mientras estuvo en Londres creó un lazo con una hembra llamada Zaire y soportó que Bob, el macho alfa de la comunidad de gorilas en cautiverio, le lanzara piedras a su cámara mientras los fotografiaba.

            Andy se obsesiona con sus personajes porque su reto no sólo es aprender sus movimientos para mimetizarlos, sino encontrar su personalidad. Cuando se preparaba para interpretar a Gollum, concluyó que su tarea sería internarse en la mente de un adicto, en una criatura que estaba entre un junkie callejero y un sobreviviente de un campo de concentración. “Antes de interpretar a un personaje, te debes preguntar: ¿qué puedo decir de la condición humana a través de este papel? Cuando empecé a trabajar en Kong entendí que los gorilas tienen personalidades individuales. Para mí, la esencia de Kong es la soledad, y eso era lo que debía transmitir: su aislamiento. Es casi como un psicótico solitario que lo único que hace es tratar de sobrevivir en un ambiente en el que todas las criaturas que lo rodean asesinan para lograrlo.”

            Y así, inmerso en el mundo de los primates, Andy comprendió lo que a nadie le pasa por la cabeza cuando se sienta a ver la historia del gorila: a pesar de que vive en una isla en la que se ofrecen sacrificios en su honor, Kong es un animal que sufre. Es un ermitaño, y por eso la relación que establece con la rubia Ann Darrow lo cambia para siempre.

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***

            Si hay algo que molesta a Andy Serkis es que confundan a dos de sus personajes más queridos con changos. Él vio documentales, visitó zoológicos y estuvo en África. Sabe que Kong es un gorila y que César es un simio. Además,  conoce la psicología de ambos: la herida de Kong es la soledad; la de César, el deseo de pertenencia.

            La historia del personaje que interpreta en su nueva película se originó hace medio siglo. En 1968, Charlton Heston protagonizó The Planet of the Apes, un filme de ciencia ficción inspirado en la novela homónima de Pierre Boulle. En ella se narra la aventura de un astronauta que cae en un planeta habitado por simios inteligentes y luego descubre que en realidad viajó al futuro, donde los primates tienen el control del mundo y los humanos son esclavos. Si bien la trama es descabellada, la película fue un éxito, y en los siguientes años se produjeron cinco secuelas, dos series de televisión y un remake a cargo del célebre Tim Burton.

            En 2009 terminaron el guión de una precuela. Rise of the Planet of the Apes inicia con la historia de Will (James Franco), un científico en busca de la cura para el Alzheimer cuyo laboratorio experimenta con simios. En un accidente, la madre de una cría muere y así es como Will adopta a César, cuya inteligencia es motivo de orgullo: sabe comer con cubiertos, dibujar y hablar con señas. La pesadilla inicia cuando César ataca a un vecino, lo confinan en un refugio para primates y piensa que Will lo abandonó. En venganza, César huye de la prisión, roba la cura del laboratorio de Will y la disemina: sabe que es tóxica para los humanos pero que multiplica la inteligencia de los simios.

            Dawn of the Planet of the Apes inicia diez años después, cuando pareciera que la vida se ha apagado en San Francisco y la ciudad se ha transformado en una jungla. “En las manos equivocadas, la película podría ser un desastre. Matt [Reeves] fue el director ideal porque se enfocó en expresar un comentario social, en hablar de la humanidad. El trabajo más importante de un director es llegar al corazón de algo”, dice el actor.

        Andy lleva décadas dejándose conmover por César. Dice que si no le entusiasmara, no habría accedido a interpretar a un simio a su edad. Además, claro, está el asunto tecnológico. Andy aceptó integrarse a esta nueva cinta porque la producción de Dawn of the Planet of the Apes hizo algo inédito: es la película que más performance capture ha empleado en la historia del cine  y prácticamente todas las escenas se filmaron al aire libre. Para lograrlo, los diseñadores de producción pasaron más de cinco meses construyendo una aldea animal en un parque de diversiones abandonado en  Nueva Orleans y cientos de animadores trabajaron más de un año en el perfeccionamiento de 1,200 tomas de actores comportándose como simios. En esta película no hay un solo primate artificial: detrás de cada uno de los que aparecen en pantalla hubo un actor en traje de buzo y casco de minero.

***

            Es fácil notar un paralelismo entre César y Andy Serkis. A su manera, ambos encabezaron una revolución: uno en la sociedad, el otro en la actuación. “Es interesante analizar esa relación. Supongo que sí he alcanzado un punto en el que he acumulado mucha experiencia en un área que me apasiona. Sigo creyendo que el perfomance capture será la herramienta de narración de la próxima generación”. Justo por eso, Andy fundó The Imaginarium, una compañía especializada en consultoría y perfeccionamiento de esta técnica de animación para cine, televisión y videojuegos.

            Iniciar una tendencia siempre implica sacrificios. Durante sus primeros años como actor de performance capture, Andy trabajó el doble que sus compañeros. Tan sólo su esfuerzo en la trilogía de The Lord of the Rings merece acreditarlo como superhéroe: hubo casi 500 días de rodaje en 150 locaciones distintas, y aunque Andy no apareció en todas las escenas de la saga, sí realizó una labor titánica. Como la técnica estaba en pañales, tuvo que interpretar sus escenas en locación, con sus compañeros, y luego repetir cada una de sus tomas en un set independiente, frente a una pantalla en blanco, para que cámaras, computadoras y animadores pudieran registrar su actuación.

            ¿Todo eso valió la pena? “Claro. Me encanta este estilo de trabajo porque me ofrece una gran sensación de libertad. Muchos actores morirían por tener la oportunidad de interpretar a estas increíbles criaturas que nos rebasan. No me siento limitado por ningún papel porque sé que puedo interpretar al personaje que quiera en esta etapa de mi carrera. Sólo necesito sumergirme en él.”

            Lo que Andy no admite —quizá por humildad— es que ya no sólo es un actor enmascarado. En 2012, Peter Jackson le confió la segunda unidad de producción de su película The Hobbit: The Desolation of Smaug. Durante los 200 días que duró el rodaje, Andy estuvo a cargo de la dirección de actores, la ejecución de tomas aéreas y la organización de batallas. Además, hoy cuenta con 100 cámaras en The Imaginarium, está dirigiendo su primer largometraje —una adaptación de Animal Farm, la novela de George Orwell— y está filmando Star Wars: Episode VII con J.J. Abrams, quien nos tuvo seis años pegados a la televisión con Lost (2004) y revivió con gran éxito la franquicia cinematográfica de Star Trek (2009).

            El trabajo de Andy es como el del percusionista de una orquesta sinfónica: está alejado del protagonismo porque no lo motiva la fama, sino su pasión por el arte. A pesar de que hace 15 años se popularizó el performance capture, los actores que deciden especializarse en esta técnica reciben pocas recompensas. Celebridades como James Franco se han pronunciado en favor de crear una categoría específica para premiar la genialidad de intérpretes como Andy en los Oscar, pero ésta y otras academias se han negado, alegando que sus personajes son retocados en computadora.

            Nada de esto es relevante para Andy. Sabe que a sus 50 años es un hombre afortunado. Sabe que mientras siga actuando detrás de una máscara podrá salir a la calle con sus hijos y por ello siempre tendrá lo mejor de dos mundos. Sabe que no es necesario que exista una categoría que premie su trabajo porque el performance capture no es un género de actuación. Sabe que ES actuación.

Fotos: cortesia de 20th Century Fox

El nuevo Mark Wahlberg

TRANSFORMERS: AGE OF EXTINCTION

Publicado en la revista Esquire no. 69 (PDF aquí)

Es uno de los actores y productores más exitosos de Hollywood, pero llegar a la cima le costó (y mucho). hablamos con él sobre ese camino cuesta arriba, su papel en Transformers: Age of Extinction y el giro que la paternidad le ha dado a su vida. 

            Una noche de 2011, Mark Wahlberg se deshizo del último de sus vicios. Horas antes, su esposa y su hija paseaban por Thousand Oaks —una ciudad de California— cuando la pequeña preguntó: “Mami, ¿a qué huele?”. Rhea Durham, el ángel de Victoria’s Secret con quien Wahlberg se casó en 2009, respondió que a mariguana. La niña agregó: “Ah, es que papá huele a eso todo el tiempo”. Cuando su mujer le platicó la anécdota, el actor no lo pensó dos veces: fue hasta el inodoro del baño de su casa y mandó toda su reserva de droga por el caño.

            El protagonista de Transformers: Age of Extinction acaba de cumplir 43 años. Tiene cuatro hijos —dos niñas y dos niños— y le cuesta recuperarse de una desvelada. Es la una de la tarde en Beverly Hills y Mark Wahlberg está desparramado en su silla. Se le cierran los ojos porque 24 horas antes estuvo en Las Vegas promocionando la cuarta película del director Michael Bay inspirada en los juguetes de Hasbro. Wahlberg interpreta a Cade Yeager, un padre soltero que vive en Texas con su hija adolescente (Nicola Peltz) y encuentra un viejo tráiler que resulta ser el robot Optimus Prime.

—En tu nuevo filme hay una escena donde le dices al personaje de Nicola que sus shorts son tan cortos que parecen encogerse cada minuto. En la vida real, ¿serás muy estricto con tus hijas cuando crezcan?

—Sí, mucho. Por desgracia hay un doble estándar y los chicos salen ganando más que las chicas. Lo sé porque soy hombre y fui un imbécil durante mucho tiempo. Sin embargo, tengo una hija que me enseñó a respetar a las mujeres como se debe. Ayer estuve en Las Vegas y la llevé conmigo. Como ella acababa de participar en una obra de teatro, me pareció que viajar juntos sería una buena manera de recompensarla, pero luego pensé: “Carajo, acabo de llevar a mi hija a Las Vegas”. Fue la primera vez que estuvo ahí y espero que sea la última.

—¿Sólo cambiaste por tu hija?

—También fue a consecuencia de que empecé a envejecer y a madurar, pero sí, el inicio de todo fue el nacimiento de mi hija. Tampoco fui un imbécil porque sí, sino porque alguien me lastimó cuando era joven. Después de eso decidí no volver a confiar en nadie y, por ende, nadie podía confiar en mí. Pero sí, ser padre te transforma en un hombre mejor. Si eso no pasa es porque algo anda muy mal contigo.

            Antes de convertirse en hombre de familia, Wahlberg no sólo fumaba mariguana y era un imbécil con las mujeres: también fue cantante de rap, le dedicó su autobiografía a su pene y pasó 45 días en la cárcel.

       El que ahora es un padre celoso tuvo una infancia complicada. Creció en Dorchester —un peligroso barrio de Boston— y las finanzas de su familia no eran buenas. Su padre conducía un tráiler y su madre era enfermera. Fue el más chico de nueve hermanos y dormía con cinco de ellos en una habitación. Cuando cumplió 11 años sus padres se divorciaron. Cuando cumplió 13 empezó a robar coches y a inhalar cocaína. Cuando cumplió 16 dejó la escuela y acabó en la cárcel por sacarle un ojo a un vietnamita en un pleito callejero. Wahlberg la pasó tan mal durante aquella etapa de su vida que en múltiples ocasiones ha dicho que lo cambió para siempre. Hace tres años, el periodista Anderson Cooper le preguntó a la madre de Mark qué tan difícil había sido criar a sus hijos. Alma Elaine respondió que en ese entonces no sabía lo que hacía y se soltó a llorar.

UN TRANSFORMER REAL

            Mark Wahlberg ha dedicado casi la mitad de su vida a transformarse en un hombre de respeto. Hoy pareciera que lo peor que podría pasarle es que la gente lo confunda con Matt Damon —o viceversa— y que sus hijas estén enamoradas de un integrante del grupo One Direction. Sin embargo, cuando comenzó su carrera, sus preocupaciones eran otras.

            El chico de Massachusetts incursionó en el espectáculo a través del canto. Se integró a New Kids on the Block, una famosísima boy band encabezada por su hermano Donnie, pero al poco tiempo desertó porque la música no le parecía lo suficientemente ruda. De su inconformidad nació una nueva banda: Marky Mark and the Funky Bunch, con la que Wahlberg fracasó en el canto pero triunfó en el striptease. Su primer disco —Music for the People (1991)— vendió un millón de copias, pero su abdomen de lavadero le valió un contrato con Calvin Klein. Y así —en calzones, con cara de “¿Qué me ves?” y con la cabeza recargada en el pecho desnudo de Kate Moss— el nuevo modelo tocó el cielo por primera vez. Obviamente, dejó la música.

            Wahlberg saltó de los anuncios espectaculares a las pantallas de cine sin alterar su imagen de tipo duro. En The Basketball Diaries (1995) formó parte de una pandilla de adolescentes adictos a la heroína. En Fear (1996) hizo de psicópata y golpeador de mujeres. En Boogie Nights (1997) interpretó a una estrella porno de los años setenta.

         El actor se hizo de aquella máscara de hombre implacable durante su adolescencia porque sentía que proyectar esa actitud le ayudaría a encajar en la sociedad. Incluso ha dicho que inhalar cocaína fue un modo de sanar su autoestima: él era el más joven y pequeño de su barrio y drogarse, robar coches y cometer crímenes era un modo de probar que no le tenía miedo a nada. Fue su manera de impresionar a quienes eran mayores que él.

            Wahlberg lo logró. Tenía veintitantos y nadie dudaba de su pinta de bastardo. Su nuevo reto fue probar que también era buen actor, que fruncir el ceño y quitarse la camisa no era lo único que sabía hacer. En Hollywood los grandes intérpretes no se miden con base en su estatura o complexión física, sino de acuerdo a su capacidad para camuflarse. Fue hasta el inicio de este milenio que Mark comprendió que quienes debían tomarlo en serio no eran los chicos de su barrio, sino el público y los directores de cine.

            Tim Burton fue el primer cineasta que apostó todo al potencial de transformación de Mark Wahlberg. En el año 2000 lanzó un remake de Planet of the Apes y le pagó diez millones de dólares por el protagónico. Burton dijo que le ofreció el papel porque vio en él una cualidad masculina que le remitía a otra época. Wahlberg tuvo que enfrentar un reto complicado: llenar los zapatos de Charlton Heston, quien en 1961 protagonizó la versión original del filme de ciencia ficción.

            Su segundo desafío llegó en 2002, cuando tuvo que interpretar el papel de uno de los actores más encantadores y cotizados del Hollywod de los años cincuenta. The Truth About Charlie fue un remake de Charade (1963), y Mark obtuvo el rol de Cary Grant, el galán que estelarizó la comedia con Audrey Hepburn. La cinta entró y salió de las salas de cine sin pena ni gloria, pero Wahlberg consiguió lo que quería: mostrar que había cambiado, que ya era un actor —un hombre— maduro, y que estaba listo para codearse con los grandes de la industria.

MR. WAHLBERG

            Mark Wahlberg tenía 17 años al salir de la cárcel. Dice que cuando volvió a ser libre, pensó: “Si pudiera tronar los dedos y tener 50 años, lo haría”. En ese momento le costaba creer que lograría envejecer. Un amigo suyo acababa de morir al estrellarse contra un árbol tras haber robado una patrulla. Otro acababa de apuñalar a su hermano mayor. Los más afortunados gozaban de libertad condicional.

            Wahlberg no ha llegado a los 50, pero está a siete años de conseguirlo y a la fecha puede presumir que ha sido productor de Entourage (2004) y Boardwalk Empire (2010) —dos de las series más exitosas de HBO—, nominado al Óscar como Mejor Actor de Reparto por su interpretación en The Departed —de Martin Scorsese, en 2006— y que cobró casi 20 millones de dólares por su protagónico en la nueva entrega de Transformers.

—Has luchado mucho para transformar tu vida personal. ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar para lograrlo como actor?

—Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa que un papel requiera. Me gusta enfocarme en algo y convertirme en alguien más, aunque también disfruto llegar al final del rodaje y tener mi vida de vuelta. Pero sí hay que transformarse. Mi pérdida de peso más drástica, por ejemplo, fue para una película que acabo de hacer: The Gambler [se estrenará en 2015]. Para ese papel tuve que llegar a los 62 kilos. Creo que no pesaba eso desde que estaba en la secundaria. Eso implicó levantarme todos los días a la 1:15 de la mañana, hacer dos horas de ejercicio y una dieta líquida durante 30 días. El director de Transformers, Michael Bay, se preocupó cuando me vio: quería hacer videos promocionales y yo lucía fatal, así que empecé a comer y a entrenar. Ya recuperé 15 kilos.

—Cuando Bay te pidió involucrarte en la nueva película de Transformers era claro que la historia daría un giro total.

—No sabía lo que Michael tenía en mente. Hicimos una película en Miami y cuando regresamos a Los Ángeles me llamó para enseñarme la versión final. Fuimos a Paramount y cuando caminábamos hacia el estacionamiento me preguntó: “¿Quieres hacer otra película conmigo?”. Le dije que sí y me preguntó: “¿Quieres hacer Transformers?”. Y le dije: “Sí, si quieres”. Empezó a decirme de qué trataría la historia y comprendí que debía interpretar a un hombre maduro: al padre de una chica que en The Wolf of Wall Street [cinta en la que Leonardo DiCaprio es un mujeriego que sale con veinteañeras] hubiera sido mi novia.

            Mark Wahlberg dice todo esto con la seriedad de un cura en misa, pero quienes estamos a su alrededor soltamos una carcajada. Lleva veinte minutos hablando de su vida, y rara vez gesticula. Tras haber trabajado a su lado en Planet of the Apes, Tim Burton dijo que posee una simplicidad fascinante: puede decir poco, pero expresar mucho. Burton tiene razón. El actor sigue recostado en la silla como un muñeco de trapo. No parece el protagonista de una película de acción, sino un papá cansado. Responde a todas las preguntas con amabilidad, pero es fácil adivinar lo que está pensando: quiere que las entrevistas del día terminen para poder ir a casa con su familia.

PEQUEÑAS COSAS

            En 2009 Wahlberg protagonizó The Lovely Bones, de Peter Jackson, donde interpretó a un padre que debe lidiar con el asesinato de su hija de 14 años. Cuando concluyó el rodaje, Jackson aseguró que Mark era inteligente, ágil y que jamás sentía miedo ante un reto. Que tendría una carrera muy larga.

—Desde que empezaste a trabajar te hemos visto como modelo, actor y productor. ¿Qué has disfrutado más?

—Aprecio lo que tengo y las oportunidades que se me han dado. Protejo todo eso con mucho cariño, porque he trabajado muy duro para mantener mis negocios y crecer como actor, pero mientras continúe haciendo lo correcto con mi religión y trabajo diario para ser una mejor persona, creo que todo lo demás se acomodará. Y si las cosas no funcionan, también está bien. Espero envejecer un poco más y pasar tiempo con mis hijos para verlos hacer pequeñas cosas, como jugar basketball.

—Has lidiado con muchos obstáculos en tu vida. ¿Hoy qué consideras un reto?

—Tengo un reto todos los días: trato de hacer que mis hijos sigan en el buen camino y ser un ejemplo para ellos. Me aseguro de criarlos bien. Quiero ser exitoso como esposo y padre.

            Del rapero de Marky Mark and the Funky Bunch ya no queda nada. Si acaso, los bíceps bajo la t-shirt negra y el encanto que sigue atrayendo a las mujeres. Hace tiempo el director David O. Russell, con quien Wahlberg trabajó en The Fighter (2010), contó que hubo una noche en que ambos salieron a un bar acompañados de Spike Jonze, el genio detrás de Her (2013). Mark vestía un traje Armani —recordaba Russell— y cada vez que se levantaba por un trago, mujeres guapísimas intentaban tocarlo. Pero Mark ya había dejado de ser un imbécil con las mujeres, así que nada de eso le importaba. Para entonces ya se había casado con Rhea Durham y se había convertido en el tipo de esposo que todos los jueves le propone dejar a los niños en casa para invitarla a cenar.

            Hoy pareciera que Mark Wahlberg lo tiene todo, pero quien conozca su historia sabe que ha sufrido para conseguirlo. Hace un par de años decidió que era momento de deshacerse de sus tatuajes. El tratamiento duró más de tres años, y tuvo que someterse a una técnica que —según dijo— era como sentir tocino hirviendo sobre brazos, pecho, espalda y pies. Wahlberg aspiró el olor de su propia piel quemada durante más de 30 sesiones de tortura, y en algunas de éstas le pidió a sus hijos que lo acompañaran. Y así, como su reserva de mariguana, sus tatuajes se fueron por el caño.

            Mark Wahlberg no ha dejado de ser un tipo rudo. Sólo decidió pelear por cosas distintas.

Foto: cortesía Paramount Pictures

Valeria Luiselli: una voz entre la multitud

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Artículo publicado en la revista Esquire no. 68 (PDF aquí)

Su primera novela se ha traducido a siete idiomas y la crítica se ha rendido a sus pies. Aunque apenas tiene 30 años, con la publicación de La historia de mis dientes Valeria Luiselli confirmó que su estilo y versatilidad son únicos, y que es una de las escritoras más prometedoras de México.

     Valeria Luiselli dice que la única crisis de identidad nacional que ha sufrido fue culpa de una palmera. Todo inició cuando su padre decidió realizar un curioso homenaje: darle a un trío de árboles los nombres de sus hijas. Un domingo de verano, el exembajador de México en Sudáfrica convenció a Valeria y a sus hermanas de visitar los cocoteros que —a modo de donación— consiguió para adornar una plazoleta rodeada de autos en la frontera de las avenidas Altavista y Periférico, en el sur de la ciudad de México. La anécdota hubiera concluido como un gesto enternecedor, si no hubiera sido porque sobre el triángulo de pasto que Valeria tenía ante sus ojos no había tres, sino dos palmeras. La suya ya no estaba y eso, pensó ella, sólo podía significar una cosa: que compartiría el destino de su pequeño árbol y tampoco lograría echar raíces en México.

     Valeria se equivocó. No creció en el DF y su estancia ha sido intermitente, pero en los tres libros que ha publicado está la esencia del país que extravió a su palmera. La historia de mis dientes —su segunda novela— es una especie de México descompuesto en elementos dentro de una gran vitrina. Hay un cuaderno Scribe de raya ancha. Están José Vasconcelos y Salvador Novo. El Hospital General La Raza. El metro Balderas. La colonia Portales. Un boleto ciudad de México-Acapulco a bordo de un camión Estrella de Oro. Un párroco que promete recompensas espirituales a quien salve a su iglesia de la catástrofe económica. Las calles de Ecatepec.

     La escritora nació en 1983, pero un año después dejó el país con su familia. En menos de dos décadas vivió en Estados Unidos, Costa Rica, Corea del Sur y Sudáfrica. Sin embargo, nunca se olvidó de México. En Papeles falsos —su primer libro, una antología de ensayos— dice que desde niña aceptó su mexicanidad “como muchos aceptan el cristianismo, el islam o la papilla”. Quizá por eso a los seis años, cuando residía en Centroamérica, quiso regresar cavando un túnel desde el jardín de su casa. Y luego a los doce, durante un concierto que Luciano Pavarotti ofreció en Pretoria, se plantó frente a Nelson Mandela para preguntarle si se acordaba de ella, la mexicana que unos meses antes había estado en su casa, y también si ya había leído Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. Madiba la miró con esos ojos grises “que se parecían un poco a los de los recién nacidos” y le respondió que no, que todavía no.

 *

    Antes de sentarse a escribir su nueva obra, La historia de mis dientes, Valeria empezó a redactar una novela que bautizó con el nombre de la ciudad donde su padre trabajó como embajador y donde un chofer llamado Sam Bomba le enseñó a entonar el himno nacional sudafricano. Sin embargo, al cabo de un tiempo abandonó el proyecto. Algo faltaba en los primeros borradores de Pretoria. Lo descubrió cuando una traductora trasladó una primera versión del texto al inglés: la novela se sentía ajena al mundo que retrataba —su infancia en el sur de África— porque la había escrito en español.

     La mexicana recibió su primera educación en colegios militares donde se hablaba inglés. Durante la etapa más temprana de su vida, el castellano fue un asunto privado: sólo lo hablaba en casa, con sus padres y sus dos hermanas. Ni siquiera con su primer novio —un afrikáner llamado Clarence Coetzee— se comunicaba en español. Cuando volvió a México, a los 14, Valeria comenzó a sentirse atormentada por su voz. En aquella época se volvió consciente del acento que permea su español —“un poco raro y extraterritorial”— y se sintió incapaz de lidiar con los albures con que sus compañeros la torturaban en el patio de la escuela. “Empecé a hablar español en mi vida intelectual y pública cuando me fui a vivir a India, a los 16, y conocí a un grupo de estudiantes latinoamericanos. Comencé a utilizarlo para pensar, para hablar de libros y temas políticos, de cosas que iban más allá de las sobremesas de mi familia”. En ese país Valeria no sólo se reconcilió con la oralidad, sino con la palabra escrita. Ahí leyó a Juan Rulfo, a Julio Cortázar y a Gabriel García Márquez, y volvió a preocuparle su relación con México, a donde regresó para estudiar Filosofía en la UNAM. Hoy dice que es muy Puma y muy chilanga gracias a esos años, aunque decidió reescribir Pretoria en inglés sudafricano, la lengua de los recuerdos de su niñez.

*

    En la voz de Valeria Luiselli no existe la prisa. Cuando uno está frente a su delgadísima figura, se siente como si ella le estuviera confesando un secreto. Su conversación está al borde del susurro y resulta casi imposible imaginarla gritar. Al platicar, desvía la mirada —ojerosa, sin una gota de maquillaje— como buscando anécdotas en su memoria. Mueve las manos como si quisiera dibujar en el aire. Sonríe como si acabara de recordar una travesura.

      La voz de Valeria se filtra en sus publicaciones: leerla es como escucharla hablar porque en sus textos siempre hay lugar para las pausas y los silencios. En cada oración se advierte la musicalidad tan peculiar de su habla y se adivina su obsesión por la perfección. Hasta el momento, la mexicana ha escrito un libro de ensayos (Papeles falsos, 2010), dos novelas (Los ingrávidos, 2011, y La historia de mis dientes, 2013), críticas literarias para revistas como Letras Libres y un perfil donde cuenta que las aficiones que no comparte con su marido, el escritor mexicano Álvaro Enrigue, son la ópera y el béisbol.

     Valeria dice que la autocrítica siempre aplasta su autoestima: ella es su más severa juez. Sus primeros escritos fueron “poemitas adolescentes que por suerte se han perdido para siempre”. Hoy detesta dar entrevistas y hablar en público porque en ambos casos se clausura la posibilidad de autoeditarse, de pulir y reformular sus frases. Cuando escribe su manía es “apretar cada tuerca, llenar todos los vacíos”. Por eso sus libros no pasan de 200 páginas, nunca ha tenido un blog y rara vez tuitea. También por eso escribir su última novela le resultó aterrador: por primera vez en su vida tuvo que mostrar un libro a medio terminar.

     Valeria ríe mientras platica que los primeros lectores de La historia de mis dientes pensaron que era hombre. Durante cinco meses, los trabajadores de una fábrica de jugos del Estado de México revisaron los manuscritos de su libro, donde un tal Carretera se identificaba como subastador, dueño de la dentadura de Marilyn Monroe y padre de un niño llamado Ratzinger.

      Esto ocurrió cuando la Fundación Jumex le pidió que redactara el texto central de un catálogo cuyo fin sería conectar tres elementos: la colección de arte de la institución, la fábrica de jugos y la esencia de Ecatepec. Sin embargo, el encargo se transformó en una novela por entregas: una noche a la semana, los obreros leían las ocurrencias de Carretera en voz alta. Al final intercambiaban comentarios y todo quedaba registrado en una pista de audio que viajaba hasta el estudio de una casa en Harlem, Nueva York, donde Valeria vive y pasó meses incorporando correcciones. Cuando la mexicana terminó de escribir, casi un año después, envió un último paquete a la fábrica: un mp3 que grabó para agradecer la paciencia de quienes leyeron sus primeros borradores.

“¡No mames!”, gritaron algunos.

     Era inconcebible que la voz que emanaba de la grabadora —y que escuchaban por primera vez— no fuera la de un hombre, sino la de una escritora de 29 años.

*

     En el mundo de las letras, encontrar una fórmula narrativa es como hacerse de la espada en la piedra: un estilo de escritura legible y fácilmente identificable se traduce en best sellers. Sin embargo, Valeria abomina la idea de repetirse. Aunque Margo Glantz —novelista, cuentista y crítica mordaz desde los sesenta— dijo que su primer libro era casi perfecto, Luiselli se prohibió reproducir la receta en sus siguientes publicaciones. Su voz está en todo lo que escribe, pero la estructura —los pequeños ladrillos que como un juego de Lego construyen una figura— varía en cada caso: “Cada libro exige un mecanismo, un ritmo y un procedimiento muy distintos”.

      Valeria Luiselli tiene algo de Georges Perec, el escritor que con su complejísima obra maestra orientó la mirada internacional hacia la literatura francesa contemporánea. Como el autor de La vida, instrucciones de uso (1978), la mexicana es docta en la manufactura de rompecabezas. Sus libros no pueden valorarse como ideas o párrafos aislados, sino como un todo. Cuando se sienta a escribir en el estudio que —“menos por amor que por falta de espacio”— comparte con su marido, descompone sus ideas. Se vuelca en su librero de nueve de la noche a tres de la mañana para buscar información que sostenga el andamiaje de sus historias. Toma prestados los recursos narrativos de los autores que admira para resolver un problema. Leerla es también un acto de espera: sólo hasta que se llega al punto final de sus libros, se acomoda la última pieza del puzzle.

     Papeles falsos, el tomo que Margo Glantz elogió, parece un ornitorrinco. Tiene un poco de ensayo —su género predilecto— y un poco de crónica, porque nos presta sus ojos para recorrer con ella un panteón de Venecia y la Mapoteca de la ciudad de México. Si se lee de corrido, también tiene un poco de novela: es la travesía de Valeria por cementerios, ciudades y mapas en lo que inicia como una indagación en la vida del poeta ruso Joseph Brodsky (otra de sus obsesiones), y termina como la denuncia de todo lo que está a la vista y no vemos: buscar una tumba es como querer hallar un rostro conocido entre la multitud; la bicicleta es el único medio de transporte que, a diferencia de un coche o un avión, puede reproducir el ritmo del andar humano; un libro sobre el buró es un amante de paso, pero uno sobre el sillón es una almohada para la siesta.

     Desde su aparición, su primera novela también fue insólita: Los ingrávidos se presentó en la Feria del Libro de Frankfurt —una de las más importantes del mundo— cuando apenas era un manuscrito y en pocas horas varias editoriales la adquirieron para traducirla al inglés, portugués, alemán, francés, italiano, holandés y hebreo. Eduardo Rabasa, editor de Sexto Piso —firma que ha publicado su obra en español— cuenta que nunca había visto un fenómeno parecido. Una vez que la novela llegó a México, la voz narrativa de Valeria volvió a intrigar a sus lectores: dado que inicia con los relatos de una escritora que vive en Nueva York, tiene un “niño mediano”, una bebé y un marido que cree que ya perdió la vitalidad para crear poemas, algunos pensaron que se trataba de una obra autobiográfica. Sin embargo, Valeria aclaró una y otra vez que no, que se le ocurrió un día que se subió al Metro y observó dos trenes que aparecían al mismo tiempo, pero transitaban por diferentes vías. Esta obra, como su libro de ensayos, es un mosaico de escenas que entrelaza la narración de la mamá del “niño mediano” con las narraciones del otro protagonista, el poeta sinaloense Gilberto Owen. Además, parece una cebolla: hay que quitar una y otra capa para comprender por qué las voces de ambos se funden a pesar de que pertenecen a épocas y ciudades distintas.

*

     Valeria asegura que Papeles falsos le debe mucho a El arte de la fuga, de Sergio Pitol, pero La historia de mis dientes está en deuda con el anecdotario familiar: todos los días, a las ocho de la mañana, su hija de cuatro años le pide que ponga “Highwayman”, interpretada por Johnny Cash, para ponerse a bailar. Por eso el protagonista de su segunda novela se llama Carretera.

      La mexicana vive en una casa de libros. Su marido es el escritor que ganó el Premio Herralde de Novela en 2013 por Muerte súbita. Su hijastro de 17 años pasa sus días tirado en el piso devorando lecturas de sol a sol. Su hija, Maia, no se va a dormir a menos que ella o Álvaro le lean una historia.

      Valeria dedica la mañana al cumplimiento de compromisos editoriales y académicos, pero consagra sus noches a la literatura en el espacio que comparte con su esposo: un desván que la pareja utiliza como estudio, cuarto de huéspedes y rincón de lectura para sus hijos. Ella cuenta que no le molesta trabajar en el mismo lugar que él. “Somos muy respetuosos del espacio y el silencio del otro. Cuando Álvaro no está, siento que falta algo. Es como si faltara música. El estudio es un espacio de soledad que compartimos.” Álvaro cierra los ojos y sonríe cuando habla de Valeria. Dice que le angustia estar casado con una mente tan brillante, que se siente una persona poco sofisticada porque ella, además de ser filósofa, escribe novelas.

      En esa casa de libros, los escritorios de Valeria Luiselli y Álvaro Enrigue están en extremos opuestos. Él piensa que su estudio se parece a una cancha de tenis. Ella tiene un escritorio impecable; él, un caos. Ella le muestra borradores de sus textos conforme evolucionan. Él no la deja leer lo que escribe sino hasta que teclea el punto final. Ella le confía sus borradores leyendo en voz alta. Él le entrega manuscritos en papel. Ella escribe de noche; él, de día. A las ocho de la mañana, él ya está bañado, rasurado y leyendo el periódico y sus correos electrónicos. A las ocho de la noche, ella acuesta a Maia y empieza a trabajar. Cuando no están en la cancha de tenis, Valeria y Álvaro comparten pequeñas pasiones: un cigarro antes de subirse a un avión, recorrer Nueva York en bicicleta, quedarse en casa cuando el invierno golpea con furia. Es una vida inmejorable, dice él.

     Hace años que Valeria vive lejos de la ciudad que no vio crecer a su palmera, pero con su voz —sus libros— logró enraizarse en México. En el perfil que escribió de su marido dice que hoy siente la ciudad más familiar, más suya, por el palimpsesto de historias que Álvaro le cuenta cuando vienen de visita y manejan juntos por el Distrito Federal. Quien lee a Valeria Luiselli experimenta un efecto similar: se zambulle en un mundo de ficción que no le es propio, pero que es posible visualizar y comprender cuando su voz calla y se acomoda la última pieza del rompecabezas.

La magia de Adrien Brody

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Originalmente publicado en el Big Black Book, de Esquire (PDF aquí)

   Hay tres cosas que uno piensa al observar a Adrien Brody: siempre está despeinado, tiene una nariz tan grande como el Monte Everest y, por su mirada entrecerrada, pareciera que no ha dormido en días. Sin embargo, con todo y esa cara que es imposible confundir, se mueve por las pantallas, las pasarelas y los reflectores como un camaleón. En traje de luces, con el pelo echado hacia atrás bajo la montera, fue un gran Manolete (A Matador’s Mistress, 2008). Con un bigotito alineado en diagonal y acento español logró una interpretación soberbia de Salvador Dalí (Midnight in Paris, 2011). Vestido a la usanza de los años treinta encarnó al detective que investigó la controversial muerte de George Reeves —el primer Superman— en Hollywoodland (2006).

     Cuando Brody cumplió 29 se convirtió en el actor más joven en ganar un Oscar. En la película que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2002 dio vida a un judío polaco que logra escapar de la muerte, pero no de los desastres de la guerra. The Pianist fue la prueba irrefutable de su talento: con su figura alargada y escurrida —como pintura de El Greco— caminó por calles muertas y se sentó frente a un piano viejo para conseguir la gloria que un puñado de actores logra a los cuarenta o cincuenta años.

     Hace poco volvió al cine con The Grand Budapest Hotel, del director con el que antes trabajó en The Darjeeling Limited (2007) y Fantastic Mr. Fox (2009). Su participación en la nueva cinta de Wes Anderson fue breve pero memorable: un villano (despeinado, claro) con bigotes de loco que desconfía de la veracidad de la última voluntad de su recién fallecida madre. Brody dice que lo que más disfrutó de la cinta —además de los vodkas polacos que pudo beber en las noches de descanso del rodaje— fue interpretar a un tipo en busca de venganza: “Un villano implica libertad, porque te permite hacer todo lo que en la vida real no harías”. El cine, como la magia, se nutre del ilusionismo.

     Brody no empezó su carrera como actor, sino como un mago que se hacía llamar The Amazing Adrien. Hoy cuenta que esa faceta de su vida fue el puente entre la niñez y la adolescencia, pero también lo motivó a dedicarse a la actuación. Actuar es hacer magia, es perfeccionar la habilidad de transformar un truco genérico —cuyas bases se leen en un manual o un guión— y apropiarse de él. En unos meses, el neoyorquino volverá a vestirse de mago: aparecerá en televisión para encarnar a Harry Houdini, una de las figuras que más admira en el arte del ilusionismo y quien lo inspiró a llegar hasta donde está hoy.

ESQUIRE: Has trabajado en películas icónicas, pero tus interpretaciones no se han estereotipado. ¿Cómo te renuevas en cada papel?

ADRIEN BRODY: La belleza de ser actor es que puedes jugar y experimentar muchas vidas distintas. Lo que trato de hacer es encontrar personajes que sean muy diferentes entre sí, que puedan hablarme en distintos niveles. He hecho una elección consciente de no repetir aquello que me hace sentir cómodo: la emoción proviene del descubrimiento. Eso es lo que más amo de mi trabajo.

ESQ: ¿Qué tan difícil es conectarte con un personaje antes de filmar y qué tan complejo es dejarlo ir cuando termina el rodaje?

AB: Depende del personaje y de lo que éste requiera de mí. Hay papeles que son relativamente fáciles de habitar y comprender. Por lo mismo, es fácil desecharlos. Sin embargo, hay otros que no. Quizá sea por algunas de sus cualidades, pero se vuelve complicado interiorizarlos y, aunque no sean tan deseables como quisieras, tienes que hacerlos parte de ti durante un tiempo. Es un proceso muy complicado. Tienes que fundirte con el personaje tanto como puedas. A mí me ayuda evitar que pase mucho tiempo entre una película y otra. Es decir, hacer dos filmes relativamente pronto me obliga a salir de un papel y meterme a otro. Pero por ejemplo, cuando terminé The Pianist, pasé casi un año atormentado por esa experiencia. Me sentía triste a un nivel muy profundo, aun cuando en la película hay elementos de esperanza y el personaje triunfa. El entendimiento y la conciencia que tuve de ese sufrimiento se quedó conmigo muy adentro. Fue casi imposible deshacerme de él.

ESQ: Te hemos visto en pantalla por más de dos décadas. ¿Tu pasión por la actuación se ha transformado con el tiempo?

AB: Nada se mantiene igual, ¿sabes? La vida es cambio y, con suerte, crecimiento. Decir que algo permanece no es realista; cambiamos constantemente. Yo empecé a actuar casi cuando acababa de convertirme en un adolescente y ahora soy un hombre. Mi entendimiento del mundo es muy diferente al que tenía entonces. Sin embargo, el arte de la actuación me sigue apasionando. Aún espero encontrar algo que me llame de un modo especial y, a pesar de tanta exploración de personajes ficticios, he ganado mucho conocimiento no sólo de mí mismo, sino de otras personas. He conseguido mayor empatía con aquello que jamás hubiera logrado comprender si mi trabajo no fuera ponerme en los zapatos de otras personas.

ESQ: En Midnight in Paris fuiste Salvador Dalí. Si pudieras viajar al pasado, ¿adónde sería?

AB: Desafortunadamente aún no podemos hacer eso [ríe] y lo que la película nos enseña es que, por mucho que glorifiquemos una época, nada es lo que imaginamos. Hay todo tipo de problemas con los que tendríamos que lidiar y, si fuéramos de ese periodo, quizás querríamos ser de otro. Independientemente de esto, el fin de los años sesenta me resulta fascinante, especialmente en Estados Unidos. Primero porque no había ninguna enfermedad aparente, así que la gente era mucho más libre. Además amo los coches y los más increíbles que se han producido en la historia de ese país fueron de finales de esta década y principios de los setenta. La cinematografía de aquella época también era de alto nivel. Estaba Marlon Brando y después aparecieron Robert De Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman y otros grandes actores y directores, como Martin Scorsese.

ESQ: Has trabajado varias veces con Wes Anderson. ¿Es cierto que cuando filmaron The Darjeeling Limited te estrellaste con una vaca en la India?

AB: [Suelta una carcajada] Sí. Cuando filmamos The Grand Budapest Hotel también la pasamos muy bien. Lo más grandioso de Wes es que tiene un sentido de comunidad y es un ser humano fascinante, que se rodea de personas muy creativas. Fue maravilloso. Todas las noches cenamos juntos. La mayor parte de las experiencias durante un rodaje no son así. Estuvimos en la frontera de Alemania y Polonia, así que podíamos cruzar un puente caminando para beber un vaso de vodka polaco y luego regresar. Estaba nevando y todo parecía el País de las Maravillas. Y bueno, The Darjeeling Limited fue increíble.
Viví cosas extraordinarias en India… además de haberme estampado con la vaca [ríe]. No me lastimé, pero me resulta muy cómico porque fue algo muy peligroso y potencialmente mortal. Sin embargo, mientras estaba sucediendo —yo iba manejando una moto— me pregunté: “¿Así va a terminar todo? ¿En serio?”. ¡Lo pensé en ese momento! Por eso aprecio tanto esa experiencia.

ESQ: Hablando un poco de moda, ¿cuál es tu definición de estilo?

AB: El estilo es una extensión de uno mismo. No toda la gente siente que puede relacionarse con él, pero sólo es una manera de expresar las influencias que tenemos en ciertos periodos de nuestra vida. Sirve para reflejar cómo nos sentimos y es único para cada individuo. El estilo es muy diferente a la moda, que creo que tiene que ver con la ambición.

ESQ: ¿Qué tanto te importa la moda en la vida cotidiana, cuando no estás en una alfombra roja o un evento de prensa?

AB: Depende, tengo varias etapas. Aprecio mucho la ropa que me hace sentir bien. Hay algo maravilloso en vestirse bien y ser elegante, pero además me gusta ser casual. Creo que cuando no estoy trabajando ni necesito ir a un evento donde tenga cierta responsabilidad, me gusta ser muy natural y relajarme. Eso no quiere decir que no me puedo arreglar y decidir usar un buen traje para salir a cenar, pero regularmente uso jeans, una sudadera y una gorra que me haga sentir cómodo. El estilo es algo personal.

ESQ: ¿Te gustan los relojes? ¿Alguna marca en particular?

AB: Sí, me gustan mucho. Tengo un aprecio particular por mi Bulgari Octo. Tengo una amistad con la marca y realmente aprecio mucho la estética de ese reloj por su simplicidad. Es una pieza muy bella, que es muy masculina pero sin ser presuntuosa.

ESQ: Pronto te veremos en Houdini y sé que fuiste mago antes de convertirte en actor. ¿Podrías hablar más de esa época?

AB: Houdini será una miniserie que estará al aire durante dos noches del fin de semana de Laboy Day [septiembre, en Estados Unidos]. Es el retrato más profundo y detallado que se ha hecho de la vida del escapista y mago Harry Houdini. Fue un ser humano extraordinario y la persona más determinada que te puedas imaginar. Era implacable, apasionado y nunca se daba por vencido. Superó obstáculos tremendos y escapó a la pobreza, al hecho de ser inmigrante en Estados Unidos y se convirtió en el artista más grande y emblemático en los escenarios del cambio de siglo (entre el xix y el xx). Hizo todo eso por mera voluntad, inteligencia y determinación. Me parece que todas sus acciones son admirables, aun en nuestros días. Además fue una gran influencia en mi vida: cuando era niño me gustaba la magia y, obviamente, estaba muy impresionado con él y todos los misterios que lo rodeaban. Luego supe quién era y me enteré de todo lo que tuvo que pasar para convertirse en Houdini. La magia básicamente fue mi entrada a la actuación: desde la adolescencia sentí que algo me faltaba, sabía que quería hacer algo que me afectara a un nivel más personal y profundo. Hacer magia es crear una interpretación, convertir un truco en algo tuyo. Un mago hace lo mismo que un actor: se adueña de un papel. Puedes aprender un truco de una caja, pero tienes que aprender a contar la historia de un modo único, como nadie más podría.

Foto: Markus Ziegler, para Esquire

El legado de Nacho

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Originalmente publicado en Esquire no. 67 (PDF aquí)

     A los 19 años, Ignacio Padilla abordó un avión de dos motores —como Don Quijote sobre el lomo de su caballo, Rocinante— para volar hacia Mbabane, la capital de un reino donde las familias entregaban a sus hijos a hechiceros para realizar rituales y los soldados del rey no conocían la guerra. Eran mediados de los años 80 y el joven escritor dejó México para estudiar el último año de preparatoria en Suazilandia, un país del sur de África que ni las monografías de National Geographic describían con precisión. Para sus padres —como para el consulado que tramitó su visa— no quedaba claro por qué quería viajar a la nación más pequeña del África continental.

     Ésa parece ser una constante: donde algunos ven una excentricidad (y otros no ven nada), él advierte un misterio y se obsesiona como un naturalista con el eslabón perdido. En La vida íntima de los encendedores (2009), dedicó casi 200 páginas a reflexionar sobre el simbolismo de un objeto cuya función no pareciera ser más que la de encender un vil cigarro. Falso. “Mudan constantemente de formato, fallan cuando menos lo esperamos, se reproducen con un entusiasmo digno de mejores causas. Diríase incluso que se desplazan: apenas ayer yacían impasibles sobre el buró y hoy se encuentran en un abrigo que no recordamos haber usado desde que Napoleón era artillero”, escribe tras detenerse a mirar la cotidianidad con lupa. El legado de los monstruos, su libro más reciente, es un tratado sobre el miedo. Padilla empezó a escribirlo tras reflexionar sobre las similitudes entre los monstruos del imaginario humano. En todas las culturas hay un temor a la madre secuestradora —de ahí La Llorona y sus equivalentes— y a la posibilidad de ser devorados por hombres lobo o zombies. ¿Cómo explicar, entonces, que las adolescentes de hoy se vuelvan locas con los vampiros de Twilight (2008)? “Todo miedo es un deseo”, dice el autor, y por eso nuestros miedos son el motor de la historia. De las páginas de Drácula (1897) a las secuencias de acción de World War Z (2013), queda demostrado que —al menos en la ficción— disfrutamos confrontarnos con los rostros de la muerte.

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     Nacho se inició en la transgresión desde la infancia. Al igual que el ingenioso hidalgo de La Mancha, encontró la semilla de sus inquietudes en la lectura. Sus padres le contaban cuentos antes de dormir y él escuchaba con asombro. Todo niño posee un súperpoder que se pierde en la vida adulta: creer que un personaje no es la invención de un autor, sino un individuo autónomo. Cuando Padilla descubrió que detrás de El Conde de Montecristo estaba la pluma de Alejandro Dumas, decidió convertirse en escritor. A partir de entonces, trabajaría para despertar en otros los horrores y pasiones que los textos que sus padres le leían por las noches produjeron en él.

     Sus primeros escritos fueron fábulas sui géneris: como no le gustaban los finales tradicionales —“porque son lo que los adultos quieren, no lo que un niño espera”—, los reinterpretaba. Luego incursionó en el oficio de copista: “Uno empieza imitando. Como el estudiante de pintura que lleva su caballete al Museo del Prado para copiar Las Meninas, de Velázquez, un escritor debe copiar a los autores entrañables. Es la única manera de entenderlos plenamente”. Las primeras novelas de Nacho fueron volúmenes de tres o cuatro capítulos inspirados en Julio Verne, el autor de La vuelta al mundo en ochenta días. A casi cuatro décadas de haber redactado esos textos, Padilla imparte talleres de lo que llama “plagio y confección de estilo”. En ellos invita a sus alumnos a escribir a la manera de Juan Rulfo o Jorge Luis Borges, para después enseñarlos a detectar dónde están sus vicios y a leer mejor a esos autores.

     Tras su retorno de Suazilandia, a Nacho siguieron inquietándole los extremos. Estudió Comunicación en la Ibero (no Letras en la UNAM), aceptó ser director editorial de Playboy México (porque no considera que el periodismo se oponga a la literatura) y con cinco de sus cómplices —Jorge Volpi entre ellos— publicó el Manifiesto del Crack, que provocó molestia en ciertos ámbitos literarios mexicanos de los noventa. “Surgió a partir de las inquietudes de un grupo de amigos cuyas novelas no respondían a lo que el mercado pedía. No hacíamos Realismo Mágico. Fueron obras influidas por Víctor Hugo y James Joyce en un mundo en el que se vendían libros del tipo de Como agua para chocolate”, recuerda. El manifiesto fue cuestionado en México, pero cuando en otros países lo aplaudieron, a sus críticos no les quedó más que aceptar que Laura Esquivel no era el modelo literario por excelencia ni todas las obras debían situarse en Comala o Macondo.

     Las obsesiones de Padilla han sobrevivido al paso del tiempo: se convirtió en cervantista poco después de abrir El Quijote por primera vez, hace casi dos décadas, y hoy ríe al confesar que seguro lo ha leído cien veces. Las huellas de sus pasiones cuelgan en las paredes de los espacios donde trabaja. En su oficina de la Ibero, donde da clases, hay rastros del maestro de Sancho Panza y se manifiesta uno de sus mayores miedos: el Infierno. Ahí, junto a su Enciclopedia cervantina, ballets, teleseries y tesis inspiradas en El Quijote, se despliega uno de los cantos que Dante Alighieri redactó en el siglo XIII. A nadie le gusta pensar en la muerte, en los demonios o en el castigo eterno, pero Nacho dice que siempre ha escrito sobre sus miedos. Los observa, aunque le despierten inconformidad o asombro, y reflexiona sobre ellos. Como el caballero andante que tanto le apasiona, se ha convertido en un experto en explorar territorios que —como Suazilandia— no todos se detienen a mirar.

Fotos: EFE/Paco Campos/Cortesía

Originalmente publicado en Esquite LationaBasLetrasNachoPadillamérica.

La seducción tiene voz

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Originalmente publicado en Esquire no. 64 (PDF aquí)

La voz de Uma Thurman es equivalente a la mirada de Marilyn Monroe. En los años sesenta, la primera playmate de la historia puso al mundo de rodillas con sus sleepy bedroom eyes. La estrella de Kill Bill (2003) no entrecierra los ojos frente a las cámaras, pero habla como si acabara de despertar. En su boca, mi nombre se propaga en tres sílabas a través de la vibración que surge de sus cuerdas vocales.

Ma-ri-a, good-af-ter-noon.

Lengua, paladar y dientes -sus blanquísimos dientes- en perfecta armonía.

Tener a Uma Thurman al otro lado del teléfono es imaginar el movimiento de los labios que despertaron las perversiones de John Malkovich en Dangerous Liaisons (1988). Es contar con un cuarto de hora para dudar si esta mujer de dicción adormilada realmente sostuvo una catana para derramar sangre a borbotones en dos películas de Quentin Tarantino.

La belleza de Uma no es convencional. Está a 20 centímetros de los dos metros de altura. Sus pies son enormes -es talla nueve, un número más grande que Sylvester Stallone-. Su nariz es prominente y durante años quiso hacerse una rinoplastia, pero desistió. Tras superar sus inseguridades inició una carrera como modelo y, en 1987, se convirtió en actriz.

Durante un cuarto de siglo, la voz de cama de Uma Thurman ha resonado en las gargantas de las 42 mujeres que ha interpretado en cine. Fue la esposa del escritor Henry Miller en Henry & June (1990), objeto de deseo del príncipe de los ladrones en Robin Hood (1991) y modelo de comerciales en Even Cowgirls Get the Blues (1994). Con pies descalzos se contoneó frente a John Travolta en Pulp Fiction (1994) y, con una frialdad elegantísima, se convirtió en el símbolo de la perfección genéticamente modificada en Gattaca (1997). En enero de 2014 aparecerá enNymphomaniac, obra del director danés que hace dos años fue declarado persona non grata en el Festival de Cannes por un comentario sobre Hitler. En ella, Thurman interpreta a una mujer recién abandonada por su marido. De la cinta puede esperarse controversia, sexo explícito y la voz -siempre sexy- de Uma. (Gracias por esta vez, Lars von Trier).

Hoy la ex pareja y madre de los hijos de Ethan Hawke tiene 43 años. Trabaja para la industria que atesora la juventud como si fuera el Santo Grial, pero goza cada instante de su madurez. Sigue siendo bellísima. Lo sabe y lo disfruta. Los creativos de Campari también lo saben y por eso le pidieron que posara para su nuevo calendario, pretexto que Esquire aprovechó para colarse hasta su línea telefónica y dejarse hipnotizar por su voz.

ESQUIRE: Tu carrera implica tantas satisfacciones como sacrificios. ¿Cuál es la enseñanza más valiosa que has aprendido hasta ahora?

UMA THURMAN: Esta pregunta requiere de una respuesta muy amplia. Creo que nunca podría contestarla por completo. En 25 años de carrera aprendes muchas cosas. Sin embargo, pienso que lo que ayuda mucho es tener valor. Es lo que más necesitas y lo que hace la diferencia entre el fracaso de la voluntad y la posibilidad de seguir adelante.

ESQ: Hasta ahora te hemos visto en más de 40 películas, ¿cómo logras seguir imponiéndote retos y encontrando papeles que te interesen?

UT: Es muy difícil. Debes mantener la fe de que encontrarás algo que te conmueva y, justo cuando pierdes la esperanza, aparece algo. Inevitablemente sucede así: es una cuestión de tiempo, disciplina, paciencia y valor. Algunas veces me frustro y estoy tentada a aceptar un papel porque siento que debo ejercitarme como actriz, pero en otras ocasiones pienso que debo de tomarme más tiempo para encontrar algo que realmente sea significativo, que sea un reto además de un ejercicio de trabajo. Aunque, ¿sabes?, tras tantos años he concluido que ya he probado casi todas las aproximaciones.

ESQ: ¿Hay algún papel específico que quisieras interpretar, o un director con el que quisieras trabajar?

UT: Bueno, hay muchos, muchísimos. Siempre he tenido la fantasía de colaborar con Pedro Almodóvar, pero no sé si él trabajaría en inglés y, para mi vergüenza, no sé hablar español.

ESQ: Muchas mujeres temen el paso de la edad, pero tú te has mantenido hermosa y exitosa. ¿Cómo lo has logrado?

UT: Yo no me siento tan hermosa [ríe]. He envejecido, pero creo que el cambio ha sido positivo y que la vida se hace más compleja y bella conforme envejeces. Como actriz, conforme ganas más edad, propicias que la gente piense que tu apariencia sufre, pero en realidad adquieres una belleza distinta. Todos esperamos que las audiencias se interesen en mujeres maduras.

ESQ: Queda claro lo que tus fans adoran de ti pero, ¿tú que amas de ti misma?

UT: Mi sentido del humor es mi característica preferida.

ESQ: ¿Cómo eres en casa y qué tan difícil ha sido asumir tus responsabilidades como actriz y mamá?

UT: Creo que no le he dado suficiente atención a mi carrera. Cuando me convertí en mamá decidí involucrarme más en mi vida personal. En esta etapa de mi vida me siento muy emocionada por trabajar y tener tres hijos maravillosos que adoro, con los cuales me siento muy cercana. Paso mucho tiempo con ellos. No me arrepiento de nada.

ESQ: ¿Qué te seduce en un hombre?

UT: Que pueda hacerme reír, que sea inteligente y perspicaz. Para mí, esas serían las características que resultarían atractivas a largo plazo.

ESQ: Háblanos del calendario de Campari, ¿cómo fue trabajar con el fotógrafo Koto Bolofo?

UT: Increíble. Ésta fue la primera vez que trabajamos juntos. Fue una sorpresa y un verdadero placer. Espero que volvamos a colaborar nuevamente. La gente de Campari es lo máximo, son muy gentiles y eso es clave al estar en una situación como ésta. Todos son mis amigos y a varios los conozco desde hace mucho tiempo. Este tipo de sesiones de fotos no se hacen a menudo así que fue todo un deleite. 

ESQ: Próximamente te veremos en Nymphomaniac. ¿Qué podemos esperar de esta película de Lars von Trier?

UT: Para ser honesta, ¡no tengo la menor idea de lo que debo decirte! [ríe] Siento que la gente quedará bastante impactada. Tengo un papel increíble de una mujer cuyo esposo ha decidido dejarla. Mi personaje es muy divertido de interpretar. Me encantó filmar con el estilo y la creatividad de Lars von Trier. Fue impresionante. Sin embargo, en el guión hay explicaciones salvajes e intenso contenido sexual, así que no tengo idea de cómo reaccionará la gente ante la película. De hecho, no he visto ningún adelanto de la versión editada. No sé cómo terminará todo. Sé que Lars von Trier lleva las cosas al límite y es muy provocativo, así que estoy convencida de que no estará feliz sino hasta que todo el mundo esté en shock [ríe]. De cualquier modo, creo que es brillante, salvaje y un artista muy especial, con una voz única. Por eso creo que vale la pena ver el contenido impactante aún cuando pudiera no gustarnos.