Este soy yo: Irvine Welsh

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Originalmente publicado en Esquire no. 76 (PDF aquí)

ESCRITOR, 56 AÑOS, EDIMBURGO, ESCOCIA

> Hay ocasiones en las que ni siquiera mi mujer entiende lo que digo [su acento es escocés y su esposa es estadounidense]. Sin embargo, no creas que hablo así a propósito, ni para hacerlos pasar un mal rato. Simplemente digo algo y, como nadie me entiende, todo el mundo pregunta: “¿Qué? ¿Qué? ¿Qué carajos dijiste?” [ríe].

> Amo escribir. Me hace sentir como un niño que ya sabe valerse por sí mismo y que se aísla para poder pintar, dibujar y escribir. Es casi una justificación. Sólo tengo que decir: “Soy escritor. Esto es lo que hago”. Escribir es lo que me permite ser una criatura antisocial.

> En los años 90 estuve en una posición única porque me transformé en una estrella inusual. Se suponía que era escritor, pero a la vez era un músico fracasado. Creo que fracasé como músico porque lo que siempre quise fue permanecer en un sitio donde pudiera ser anónimo. Y eso fue lo más difícil de enfrentar cuando tuve éxito [tras la publicación de Trainspotting, en 1993]: la pérdida de ese anonimato.

> Conocer actores me ha ayudado mucho. Su mentalidad no es parecida a la de los escritores, pero como llevan a cabo una interpretación en un escenario, te enseñan cómo lidiar con la mirada pública sin morir de miedo. Lo que sucede con los escritores es que no queremos ser conocidos porque lo que importa es nuestra obra. No quiero que me conozcan personalmente, sino que conozcan mis libros.

> Es difícil hablar con la gente acerca de tus libros, porque alguien puede llegar a decirte cosas como: “¿Entonces esto se trata de cómo la década pasada se transformó por completo en el marco del neoliberalismo y la globalización?”. Y yo sólo digo: “Carajo… sí, ok, tienes razón, pero pensaba que [la historia] sólo se trataba acerca de un tipo en busca de heroína”.

> Mi nuevo libro [Skagboys] abarca un espacio intermedio entre el arte y los deportes. Ambas disciplinas me enloquecen, pero creo que la sociedad jode a la gente cuando la somete a una elección entre lo artístico y lo deportivo. Deberíamos de poder sentirnos apasionados por ambos. Cualquier niño debería tener la libertad de ser un aficionado al futbol y al boxeo, y de pronto desaparecer para irse a su cuarto a pintar sin que sus padres piensen: “¿Qué carajos le ocurre?”.

> He pasado dos meses pensando en ese panorama jodido. A la sociedad sólo le preocupa la gente que obtiene buenas calificaciones y ese tipo de cosas. Si eres disruptivo, te llevan al límite, y como soy justo así, escribir me permite volver a estar en contacto con quien realmente soy: básicamente, un maldito insensato e idiota [ríe].

> Disfruto mi trabajo. No sufro ni pertenezco al estereotipo del “escritor torturado”. Hay un millón de libros que me gustaría escribir. Algunos surgen con facilidad y otros no. Una de las cosas que odio como escritor es cuando alguien se me acerca y me dice: “Tengo esta historia para ti, deberías escribirla”. Mi problema no es la falta de ideas, sino que me cuesta trabajo sentarme a escribirlas.

> Constantemente me reencuentro con mis personajes para hablar con mis lectores y con la prensa. Es extraño porque cuando terminas de escribir un libro imaginas que ese será el final de todo. Sin embargo, te pongo un ejemplo: mi siguiente libro se publicará en febrero en Estados Unidos y en abril en el Reino Unido, pero terminé de escribirlo hace un año. En México aún no sé cuándo, porque todavía estoy buscando alguna editorial para hacer la traducción. Y la cosa es que en Francia, Italia y Alemania todavía estoy haciendo giras para promocionar el anterior. El problema de todo esto es que, como ya estoy trabajando en el libro nuevo, los viejos se me olvidan, y es muy difícil volver a ellos una y otra vez.

> A veces me gusta involucrarme en el proceso de traducción de mis libros, porque funciona como un ejercicio de memoria. Sin embargo, también hay algunas ocasiones en las que no puedes evitar decir: “Este tipo es un pobre idiota, no tiene idea de lo que habla”.

> Escribir un guión es muy distinto a escribir una novela. El proceso del primero es social, porque implica que debes lidiar con directores y productores. Es un trabajo colaborativo. O incluso si sólo eres el autor de un libro que se adaptará al cine, te obsesionas por completo con el proceso.

> Cuando me obsesiono con algo es muy difícil que lo deje ir. Primero pienso que podré seguir adelante, recuperar mi
vida normal y entrar a la siguiente etapa, pero en realidad no logro “divorciarme” de las cosas por completo. ¿Entiendes lo que digo?

> Tengo muchos amigos escritores que encajan con el estereotipo clásico del escritor. Algunas veces les escribo un e-mail para felicitarlos por los libros tan jodidamente buenos que publicaron con sus editoriales.

> Si eres un novelista debes dejar que tu inconsciente intervenga, que haga el trabajo pesado, para que no todos tus textos traten acerca de ti.

La otra cara de Michael Peña

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Si hacerse camino en Hollywood es complicado, lidiar con el estigma de tener ascendencia latina requiere aún más talento y convicción. Por eso el mérito de Michael Peña es grande: ha logrado hacerse de un nombre reconocido en la industria y compartir créditos con las mentes más brillantes del cine. Este mes lo veremos en Fury, un drama de la Segunda Guerra Mundial donde también actúan Brad Pitt y
Shia LaBoeuf.

    Hay algo que siempre hace sufrir a Michael Peña: hablar en español. Él no es mexicano, ni migrante, ni extranjero. Sus padres sí son latinos pero él nació, creció y vivió en Chicago como un estadounidense más. Cuando uno platica con él, escucha las mismas muletillas y modismos que usaría Brad Pitt. Sin embargo, el precio que paga el hijo de un matrimonio de migrantes para trabajar en Hollywood es fingir un acento latino en casi todos sus papeles. “El único acento que tengo es el de Chicago”, le dijo a Jimmy Kimmel cuando presentó la película Cesar Chavez (2014), antes de que el público estallara en risas.

     Para que le abrieran la puerta al mundo del cine hollywoodense, Peña no sólo tuvo que aprender a hablar como latino, sino a actuar como algunas personas creen que un latino debe actuar. Sus primeros papeles fueron “pandillero número cuatro” y “pandillero número cinco”. Dice que esa situación se volvió tan común que repetidamente le prometía a su madre que ya llegaría el día en que no sería un rufián cualquiera, sino el líder de una banda de mafiosos. Con el tiempo lo logró: fue un papel “sin nombre”, en el que su diálogo no tenía más de cuatro líneas, pero para él fue más que suficiente.

     El personaje que lo lanzó al estrellato se llamaba Daniel Ruíz. Era un cerrajero de Los Ángeles en Crash —ganadora al Óscar en la categoría de Mejor Película en 2006— y Peña dice que cuando el director Paul Haggis le ofreció el papel, lo primero que le preguntó fue: “¿Mi personaje tiene nombre?”. Hasta ese momento, casi todos los personajes a los que había interpretado eran anónimos, y obtener papeles clave en las películas en las que trabajaba le tomó tiempo y paciencia. A pesar de ello, dice que nunca se desilusionó y que su trabajo aún le emociona: “Cuando consigo un papel nuevo me pongo tan nervioso que casi se me olvida cómo actuar. Para mí, cada personaje es totalmente nuevo, así que siento que siempre empiezo de cero”.

     El protagonista de Crash puede presumir que ya enterró a sus pandilleros. Tras la cinta de Paul Haggis trabajó en Million Dollar Baby (2004) con Hilary Swank y Clint Eastwood; en Babel (2006) con Gael García Bernal y Adriana Barraza; en Shooter (2006) con Mark Wahlberg; en Lions for Lambs (2007) con Robert Redford, y en 26 películas más.

*

    Fury, película que retrata a cinco soldados a cargo de un tanque Sherman en la Segunda Guerra Mundial, cumplió uno de los sueños de Peña: convertirse en militar. “Mientras estudiaba la preparatoria formé parte de la Junior Reserve Officers’ Training Corps y el ambiente me encantó. De hecho, por alguna razón, siempre me han gustado las películas de guerra.” En aquel entonces tenía 17 años y de un día para otro decidió enlistarse en la Marina. Sin embargo, la madre de un amigo lo convenció de que aquel no era el camino a seguir: como era muy bueno para imitar gente le sugirió que, en lugar de entrenarse como soldado, probara suerte en la actuación. Peña accedió a regañadientes, pero en su primera audición consiguió el papel. “En un inicio lo vi como un trabajo temporal porque acababa de salir de la escuela, pero mientras más lo hacía, más pensaba: ‘Esto es genial’.”

     Por más pequeños que fueran sus papeles, Peña se desvivía por ellos. Buscó estrategias para relatar con fidelidad la historia que correspondía a cada personaje y experimentó con varios métodos de actuación. Inventarse un acento latino fue parte del proceso de una lucha que entabló contra una industria que discrimina tanto como el país que la auspicia. “Me costó mucho obtener un rol que no fuera el de un delincuente. Pero bueno, creo que todo se trata de abrirse camino.” Peña piensa que las mentalidades han cambiado y que hoy los latinos pueden tener oportunidades geniales. Para probarlo no sólo menciona a directores como Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu, sino a Oscar Isaac, el actor guatemalteco que dio una de las mejores interpretaciones de 2013 como un cantante de folk en Inside Llewyn Davis.

     A pesar de todo, interpretar latinos también le ha dejado satisfacciones. Dice que gracias a su caracterización en Crash —ropa holgada, cadenas sobre el pecho y cabeza a rape— mucha gente lo felicitó, pues con ello modificó el estereotipo del migrante en Estados Unidos. Cuenta que, cuando se estrenó la cinta, algunas personas lo detenían en la calle para agradecerle que sus personajes dejaban claro que ni su aspecto ni su forma de vestir eran sinónimo de vandalismo. “Me dijeron que estaban orgullosos de que representara a su comunidad en el cine. Eso es algo que aun ahora asumo como una gran responsabilidad y me encanta.”

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     Michael Peña es muy distinto a los personajes que interpreta, pero hay mucho de su historia familiar en los filmes que protagoniza. Su madre nació en San Luis Potosí y su padre en Jalisco, México, y ambos dejaron su hogar en los años 70 para mudarse a Estados Unidos. “Se conocieron en Chicago, nos tuvieron y tiempo después los deportaron. A mi hermano y a mí las autoridades no nos dejaron ir con ellos, así que vivimos en un hogar adoptivo durante varios meses.”

     Con la deportación, la situación de su familia se volvió crítica: sus padres tardaron casi un año en reunir dinero para volver a cruzar la frontera y poder reunirse con Michael y a su hermano. Peña habla de sus padres como un niño que presume al superhéroe que más admira: “Mi madre cursó hasta sexto de primaria, pero era muy emprendedora. Cuando llegó aquí aprendió a hablar inglés y entró a trabajar a una fábrica. Pero después continuó estudiando y cuando llegó a la preparatoria fue verdaderamente emocionante para ella. Mi padre tampoco terminó la primaria, pero tenía dos trabajos; todo para que pudiéramos tener una vida mejor”.

     Cuando decidió convertirse en actor, su familia nunca dudó de él. Al contrario: “Da lo mejor de ti”, le aconsejó su mamá. Ella le dejó claro que al principio sería duro —ganaría poco dinero y tendría que aceptar papeles fatales—, pero que no le quedaría de otra si quería ser exitoso y al final todo valdría la pena. Peña la escuchó; aceptó cuanto personaje le ofrecieron para darse a conocer en el medio y ahora ya puede trabajar con los mejores directores y memorizar los mejores guiones, incluso en películas que no sean un éxito comercial. “A mucha gente no le gusta luchar. Muchos prefieren pasar toda su vida en un trabajo que no les gusta. Creo que no podría hacer algo así. Me sentiría miserable todo el tiempo”, dice el actor.

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     Hay otra cosa fundamental que los padres de Michael Peña le enseñaron a sus hijos: el valor de una buena historia. “Sé que no suena como algo genial, pero cuando mi hermano y yo éramos pequeños, mi familia tenía poco dinero y por las noches mi madre nos contaba historias mientras bebíamos una taza de chocolate con leche. A veces le ponía avena y sabía muy rico… No lo había pensado sino hasta ahora, pero es justo lo que hago con mi hijo: le leo todas las noches cuando estoy en la ciudad y a él le gusta mucho.”

     Peña podría inspirar las historias que le cuenta a su hijo en varios de los guiones de las películas que ha interpretado y sería conmovedor. En Crash es memorable porque su personaje le regala a su hija pequeña una capa invisible que en apariencia la salva de un musulmán fúrico que le dispara a causa de un malentendido. En World Trade Center (2006) es un oficial de policía que se queda atrapado bajo los escombros de una de las Torres Gemelas —durante los atentados del 9/11— mientras rescata heridos. En Cesar Chavez (2014) es el líder campesino que en la década de 1960 luchó a favor de los derechos de los trabajadores del campo migrantes en Estados Unidos.

     El actor de Fury ha trabajado con algunos de los mejores directores de la industria —Oliver Stone y Clint Eastwood, por mencionar un par— y dice que siempre disfruta el proceso porque es como tener un entrenador durante una pelea. La dificultad de su último papel no fue sólo aprender a manejar un tanque de guerra, sino hablar como los pachucos y chicanos de la época. Para conseguirlo, dice Peña, el director David Ayer fue fundamental. “Como no hablo así, no sé arrastrar las palabras, así que me tomó un buen tiempo imitarlos. Sin embargo, David habla muy buen español, y me habló en ese idioma mientras duró el rodaje para ayudarme. Fue grandioso.”

     Michael Peña sabe cómo engañarnos. Finge cambiar de nacionalidad cuando sale de casa rumbo al trabajo para contar la historia de quienes no pueden hablar más que a través del disfraz de su voz. Tan sólo en Fury, su personaje es una representación de los 350 mil mexicanoestadounidenses que pelearon contra la Alemania nazi en 1945. “De alguna manera es un reconocimiento para ellos. No recuerdo haber visto tantos latinos en ninguna película de la Segunda Guerra Mundial. Quizá David fue uno de los primeros directores en hacerlo y quizá también yo he sido uno de los pocos en aparecer en una película del estilo.” Peña no es un chicano que triunfó en Hollywood, sino un estadounidense que nos permite escuchar a Latinoamérica en medio del ruido del cine comercial.

Domhnall Gleeson no es otro típico actor hollywoodense

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Originalmente publicado en Esquire no. 76 (PDF aquí)

Si te estás preguntando quién diablos es ese tal Domhnall, la respuesta es fácil: en enero de 2015 estrena Unbroken, escrita por los hermanos Ethan y Joel Coen, y dirigida por Angelina Jolie; en diciembre lo verás en Star Wars: Episode VII, y mientras lees esto trabaja en The Revenant, el nuevo proyecto del mexicano Alejandro González Iñárritu. Este actor irlandés está listo para dejar los papeles secundarios.

    Cuando Domhnall Gleeson se arrepiente de algo que acaba de decir, se lleva las manos al pelo y esconde la cabeza como un niño a quien su madre ha sorprendido haciendo una travesura. No aparenta ser perfecto ni tendría por qué hacerlo. Sufre de la misma inseguridad que le afloja las piernas a quien está cerca de la chica que le gusta y parece el clásico chico que derramaría el bronceador si una rubia en bikini, tumbada bajo el sol, le dijera: “¿Me ayudas a ponerme en la espalda, por favor?”.

     Domhnall Gleeson no tomaría a Kate Winslet de la cintura mientras la voz de Celine Dion derrite icebergs y el Titanic se desliza por el Atlántico. No es el legítimo dueño de un martillo volador ni tiene los pectorales que convencerían a Natalie Portman de mudarse con él al reino de Asgard. Lejos de ser un galán de blockbusters y un héroe de cómics, es un tipo larguirucho de pelo anaranjado, con la pinta inocente de quien podría pasar una tarde viendo caricaturas.

     A sus 31 años, este actor irlandés no busca la fama. Incluso durante un tiempo se resistió a trabajar con su papá, el también actor Brendan Gleeson, para poder hacerse de un nombre propio. A la larga aparecieron juntos en filmes como Harry Potter and the Deathly Hallows (2010) y Calvary (2014), pero nunca con el fin de que el padre fuera la pista de despegue del hijo, sino porque ambos comparten el gusto por las buenas historias.

    A Domhnall Gleeson no le importa aceptar un papel secundario siempre que el proyecto lo vuelva loco. Cuando se enteró de que los hermanos Coen preparaban True Grit (2010), un western protagonizado por Jeff Bridges y Matt Damon, no descansó hasta conseguir una participación en la cinta. Años después, cuando decidió que algún día trabajaría con Terrence Malick, le hizo un interrogatorio a Rachel McAdams —su coestrella en About Time (2013)— acerca de cómo fue trabajar con él en To the Wonder (2012). Este mes aparecerá en Unbroken por el mero hecho de trabajar con tres de las mentes más cotizadas del cine: los hermanos Coen y Angelina Jolie.

     En la cinta que dirige la esposa de Brad Pitt, Gleeson interpreta a Phil, un piloto que tras un bombardeo acaba flotando en la misma balsa que el atleta Louis Zamperini (Jack O’Connell) antes de ser capturados por militares japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. La película está basada en Unbroken: A World War II Story of Survival, Resilience and Redemption (2010), libro de Laura Hillenbrand que desde su publicación escaló a los primeros lugares de las listas de popularidad de Publishers Weekly y la revista Time.

    El currículum de Gleeson es breve, pero ningún título debería generarle algún arrepentimiento. Cuando cumplió 19 se debatía entre la escritura y el teatro, y dice que desde que eligió lo segundo —su carrera despegó en los escenarios de West End y Broadway— es tan feliz como el personaje que interpreta en About Time: un hombre que no necesita viajar en el tiempo para revivir lo mejor de su pasado, porque ama y disfruta su presente.

    Aunque Unbroken fue una de las cintas favoritas de la crítica en 2014 —en Europa y Estados Unidos se estrenó en diciembre pasado—, Gleeson sigue siendo un chico tímido que se pone nervioso antes de una audición y se sonroja cuando un fan o un periodista elogia su trabajo. Dice que todavía no puede hablar de que la fama le haya cambiado la vida, pero durante una entrevista que concedió el año pasado junto a Michael Fassbender por el estreno de la cinta animada Frank (2014), el también irlandés le aseguró frente a la cámara: “Ya te cambiará. Pronto tendrás tu propia figura de acción de Star Wars”.

     Y Fassbender tiene razón.

ESQUIRE: ¿Unbroken es el sueño hecho realidad de cualquier actor?
DOMHNALL GLEESON: Claro, aunque creo que el verdadero sueño es trabajar con el mejor equipo posible. Es lo que te hace crecer, aprender más y trabajar mejor. Cuando leí el guión que me mandó mi agente me emocioné mucho. Luego supe que Angelina dirigía y después me enteré de que Roger Deakins (A Beautiful Mind, 2001) sería el director de fotografía. Él es un héroe para mí. Creo que hace el trabajo más hermoso del mundo. Como verás, con cada cosa que me decían, el proyecto pintaba mejor y mejor.

ESQ: ¿Qué tanta investigación hiciste para interpretar a Phil, tu personaje?
D
G: Mucha. Angelina me mandó varias cosas. Además me puse en contacto con Laura [Hillenbrand, la autora del libro], y ella me mandó una caja llena de información sobre él: recortes de periódicos con noticias acerca de su vida y las cartas de amor que le escribió a su prometida. Como mi personaje era el piloto de un avión, leí acerca de la estructura en el ejército para comprender qué tan importante era su trabajo y cómo hubiera lidiado con otros hombres. Por último, logré hablar con Karen, su hija. Tuvimos dos conversaciones telefónicas extensas y así supe que era un hombre muy callado y reservado, amigable pero discreto.

ESQ: ¿Qué puedes decirme de Angelina?
DG: Es todo lo que esperarías y más. Es una persona muy segura de sí misma, muy fuerte y artística. Gracias a esta experiencia me di cuenta de que es grandiosa para confiar en las personas y escoger al equipo correcto. Tuvo conversaciones profundas con todos para darnos confianza una vez que estábamos en el set y obtener lo mejor de nosotros.

ESQ: Cuéntame una anécdota de algo que haya sido especial para ti durante el rodaje de Unbroken.
DG:
Pasé mucho tiempo con Jack [O’Connell] y Finn [Wittrock] antes de empezar a filmar, porque los tres estuvimos a dieta al mismo tiempo, así que eso nos unió mucho. Hablábamos mucho sobre comida y sobre todo de lo que nos comeríamos una vez que termináramos el rodaje [ríe]. Angelina nos escuchaba y le parecía muy gracioso. Todo el tiempo se reía de nosotros. Recuerdo un día en que fue cumpleaños de Finn: le llevaron un pastel enorme y recuerdo que eso me pareció malévolo, porque no podría comerlo. Pero cuando le pidieron que partiera una rebanada, nos dimos cuenta de que en realidad era un globo cubierto de crema y explotó. Nunca había visto una muestra de humor tan cruel, porque los tres salivábamos viendo el pastel y al final lo vimos volar en pedazos. A lo que voy con esto es que se creó una atmósfera grandiosa en el set. Y después, cuando ya no teníamos que estar a dieta, fue increíble porque podíamos salir juntos a comer y tomar unos tragos.

ESQ: ¿Qué tan distinto es interpretar a un personaje ficticio de uno inspirado en la vida real?
DG: El verdadero reto es encontrar el lado humano del personaje y una estrategia para retratarlo. Siempre tratas de buscar el potencial dramático de tu papel. En este caso siento que tengo una gran responsabilidad porque mi personaje fue un héroe que nunca habló con la prensa porque no le interesaba la fama: lo único que quería era una vida discreta. De hecho, la primera conversación que tuve con Angelina cuando leí el guión fue sobre eso: como mi personaje no habla mucho, me preocupaba comprender bien su personalidad. Ahora lo que espero es que quien vea la película tenga claro que estamos ante la fuerza de un hombre maravilloso.

ESQ: ¿Qué buscas en un papel?
DG: Me encanta el cine, me encanta ver películas y me encanta filmar, así que lo que quiero es ser parte de una gran historia. No suelo sentarme a esperar a que aparezca un protagónico; simplemente quiero formar parte de algo que valga la pena contar.

ESQ: ¿Lo que hoy te apasiona de la actuación es lo mismo que te gustaba cuando apenas iniciaba tu carrera?
DG: Mmm, es muy interesante. Nunca me lo había preguntado. Déjame pensar… Creo que sí. Creo que esencialmente todo se reduce a lo mismo. Ahora preparo mis personajes de un modo distinto y quizá trabajo con mucho más esmero en todo lo que ocurre antes de que empecemos a filmar, pero creo que sí: esencialmente, lo que más me emociona es lo que sigue después de que el director grita: “¡Acción!”. Es decir, cuando estás a punto de filmar una gran escena, porque si tienes un guión francamente bueno sabes que será un momento muy interesante, que está por surgir una chispa que te dará la posibilidad de hacer algo que funcione de verdad. La adrenalina que eso supone es adictiva. Creo que lo que amo es lo mismo que descubrí cuando tenía 19 años y trabajé en mi primera obra de teatro [The Lieutenant of Inishmore]. Esos momentos no ocurren todo el tiempo ni en todos los sets, pero tienes que esforzarte a diario para conseguirlos. Siempre hay que tener la disposición para que surjan cualquier día durante un rodaje.

ESQ: ¿Cómo ha sido trabajar con tu papá? [el actor Brendan Gleeson]
DG: ¡Grandioso! No diré que es uno de mis actores favoritos porque sea mi papá, sino porque estar con él en un set es un privilegio. Por suerte, he podido hacerlo varias veces: en Harry Potter and the Deathly Hallows (2010), en Studs (2006), en un corto llamado Six Shooter (2004) y en una obra de teatro que protagonizamos en diciembre. Esta última me emocionó mucho porque en ella también participó mi hermano [Brian], y noche tras noche estuvimos juntos en el escenario interpretando a una familia con uno de los guiones más locos que he leído [The Walworth Farce, de Enda Walsh]. Así que creo que soy una persona muy afortunada. Por cierto, te recomiendo muchísimo una película que se llama Calvary (2014). No sé si ya se haya estrenado en México, pero creo que es la mejor actuación que mi papá ha dado hasta ahora. Es absolutamente maravillosa. Tuve la fortuna de hacer una escena con él y fue uno de los mejores días de mi vida. Fue algo eléctrico y me encanta trabajar con él.

ESQ: ¿Cómo cambia tu experiencia al actuar en teatro y en cine?
DG: Lo que sucede es que en el cine todo gira en torno a construir tu personaje hasta llegar al momento de la filmación. Es decir, frente a una toma, debe producirse la chispa de la que te hablaba. Entonces, si algo sale bien a la primera, ya no tienes que repetir la toma desde diferentes ángulos, pero si te equivocas sabes que no pasa nada. El teatro es muy diferente. Hay veces en las que sigues un guión que no se modifica y las cosas salen bien y ya. Sin embargo, hay otros momentos en los que puedes superar eso y se queda un sentimiento en el aire, entre la audiencia, de algo que va más allá. La obra que interpreté cuando tenía 19 años estuvo cinco meses en escena en West End, Londres, y luego ocho meses en Broadway, Nueva York. Nunca me aburrió. Estaba tan excepcionalmente bien escrita que era graciosa, violenta e interesante a la vez. Era un gran trabajo que siempre me entusiasmó. Eso es lo que busco en el teatro, y por eso Martin [McDonagh] es uno de mis dramaturgos favoritos.

ESQ: ¿Hay algo que me puedas decir sobre la nueva película de Star Wars?
DG: Te puedo decir que es la séptima película y que J.J. Abrams ala dirige [ríe, porque hasta ahora los detalles de la producción son secretos]. Además de eso te puedo decir que ya hicimos una primera lectura y formar parte de ella fue un éxtasis. Me encanta que todos los sets son reales. Es decir, no usaron pantallas verdes para que todo fuera animado. No te puedo decir qué tan importante será mi papel, pero ya se irá divulgando esa información. Hasta ahora me la he pasado de maravilla en el proyecto y creo que J.J. es fantástico y nadie más puede hacer lo que él hace. Mucha gente intenta ser como él y hacer películas como las suyas, pero la energía y el compromiso que él entrega y la manera en que cuenta una historia son brillantes.

ESQ: El personaje que interpretaste en About Time aprende que hay que vivir feliz con el presente. ¿Tienes algo en común con él?
DG: Claro, creo que para disfrutar lo cotidiano el trabajo ayuda mucho. He tenido oportunidades que nunca imaginé que tendría, pero más allá de eso lo importante es confiar en películas que puedan ser grandiosas. ¿Me explico? La posibilidad es lo que debe bastar, porque no existen las garantías. Además, mi familia y mis amigos me hacen muy feliz. Creo que te di una respuesta aburrida, pero en verdad creo que todo se trata de pensar como el personaje de About Time: estar con la gente que amas y hacer lo que te hace feliz. Por cierto, me da mucho gusto que te haya gustado. Me emociona mucho que la gente me diga que disfrutó esa película en particular.

Foto: Universal Pictures

Este soy yo: Alberto Salcedo Ramos

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

PERIODISTA, 49 AÑOS, BARRANQUILLA, COLOMBIA

> Hay que generar memoria. No tengo autoridad para emitir juicios sobre la cobertura que los colegas mexicanos han dado al caso de Ayotzinapa, pero me parece que son periodistas valientes y que muchos de ellos han corrido riesgos con tal de hacer visible esta situación.

> Siempre he dicho que en Colombia hay mejores periodistas que medios, y esto es válido para toda América Latina. Siempre ha habido alguien que levante la voz para denunciar y ser capaz de contar algo que le genera asombro.

> Me sorprende visitar México y escuchar lo que me cuentan los periodistas, porque siento que no estoy descubriendo historias sino redescubriéndolas, que me están platicando algo que ya viví en mi país. La guerra del narcotráfico es una calca del conflicto que hubo y que sigue habiendo en Colombia.

> Hoy los narcos han aprendido a bajar el perfil, pero el problema continúa por una razón muy sencilla: mientras haya alguien que explaye las fosas nasales en demanda de droga, habrá alguien que la proveerá.

> Lo único que provoca una guerra represiva contra el narcotráfico es más narcotráfico, con el agravante de que además se produce barbarie y terror. Los países productores ponen la droga y la sangre, mientras que los países consumidores ponen las fosas nasales y el dinero.

> Ciertos fenómenos sociales necesitan perspectiva histórica. Cuando ésta no existe, simplemente se hace periodismo “en caliente”, de corto plazo, donde el periodista no contribuye a que la gente entienda lo que está pasando. No basta con informar: hay que ayudar a entender un problema. Ese es el tipo de periodismo que hay que hacer.

> Hay una frase de mi abuelo que me encanta y que uso como mandamiento de vida: “El que quiere besar, busca la boca”. Hay que hacer la gestión y comprometerse: si eres periodista y quieres contar historias, no puedes esperar a que un medio diga que quiere apoyarte. Si te pones a esperar eso, te vas a morir sin poder contar nada.

> El periodismo es un compromiso individual. He conocido a montones de colegas que me dicen que quieren contar algo, pero cuando les pregunto dónde está la historia me responden que no la tienen. Dicen que están esperando a alguien que les diga: “Aquí están las páginas, escribe”. Pero eso nunca va a pasar. Eso sería como ponerse debajo de un árbol con la boca abierta y esperar a que un mango se desplome. Eso sólo pasa en los cuentos de hadas.

> Siempre me han interesado las mismas historias: aquellas en las que se ven los conflictos del ser humano. La tragedia que golpea a mi comunidad y que también es mi tragedia. Además me gustan las historias relacionadas con la cultura popular, la comida, la música y la vida de un contador de cuentos callejero, un payaso o un mimo. Me interesan mucho los personajes que podría encontrarme en la tienda de mi barrio si fuera a comprarme un chicle. Me gusta el tipo de individuo que parece heroico por lo ignorado que es.

> Hay una definición de periodismo que me encanta, de Gilbert Chesterton: “El periodismo consiste en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. Pienso que el trabajo de un periodista consiste en contarle a la gente quién es Lord Jones antes de que Lord Jones se muera.

> Hoy me gusta más releer que leer. Estoy en un momento en el que suelo deshacerme de libros en lugar de atesorarlos. Descubrí que los libros tienen vida propia y crecen de manera perniciosa. En este oficio viajo mucho, y al volver tengo una desazón, porque la maleta pesa más que el avión en el que voy a viajar. He comprendido con tristeza que no puedo leer todos los libros que la gente quisiera, y por eso tengo que escoger. Creo en la posibilidad de que un lector se encuentre con un libro espontáneamente, lo reconozca y lo haga parte de su vida.

> Busco un periodismo que cuente lo que ocurre, en el que todo sea verificable. [Gabriel] García Márquez decía: “Una gota de ficción contamina un océano de realidad”. Entonces, hay que evitar esa gota de ficción. En el periodismo narrativo estamos cerca de la ficción en la forma, no en el fondo, porque la realidad es la que nos provee los hechos que contamos. Por eso digo que una crónica es un cuento con datos reales.

> No hay nada peor que un perro viejo, porque se vuelve descarado, cínico y ya no se quiere levantar para ladrar y morder. Siempre les digo a mis amigos editores que me ayuden a no convertirme en ese perro viejo, que me tiren piedras y me espanten cuando vean en mí una actitud que les parezca similar.

> El cumplido más lindo que me han hecho fue de una persona que no había leído mi trabajo. Me lo dijo la hija de un gran amigo mío, periodista, que se llama Gustavo Arango. Cuando ella tenía 12 años su padre me invitó a comer a su casa. Mientras yo hablaba, la niña me escuchó. Entonces se acercó y me dijo: “Oye, Salcedo Ramos, ¿tú por qué eres tan divertido?”. Eso me encantó, porque la niña no necesitó leerme. Le dije a su papá: “Quiero creer ese piropo de tu hija. Quiero creerlo”.

18 minutos con Andrés Neuman

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Cuando publicó su primera novela, a los 22 años, fue finalista del Premio Herralde y el escritor chileno Roberto Bolaño elogió su prosa como una de las mejores del siglo XXI. En sólo 15 años este argentino ha publicado más de 20 libros —novela, cuento, poesía y ensayo— y ahora presenta su más reciente antología poética: Vendaval de bolsillo, bajo el sello de Almadía. Este es un extracto de los minutos que pasamos con él.

> 00:43         

No quería que Vendaval de bolsillo fuera una antología tradicional en la que los poemas están organizados en orden cronológico, porque eso puede ser aburrido y disperso. Las antologías contienen tantos tonos y épocas de la vida de un autor que pueden transmitir una impresión difusa de él. Por eso decidimos estructurar este libro con una lógica interna y una narración subterránea.

> 03:35         

Uno tiende a ver la realidad en blanco y negro. La gente te pregunta: “¿Eres feliz?” como si hubiera una respuesta para ello, como si pudieras decir sí o no. Sin embargo, cuando uno está en contacto con el arte y la ficción —o en este caso, con la poesía— se crea una conciencia de lo agridulce, del contraste, del gris. Y entonces se percibe que hay una extraña belleza en lo oscuro y lo doloroso, que hay algo misteriosamente cómico en la tragedia y que hay algo terriblemente aterrador en la serenidad.

> 06:16         

Siempre que se reedita un libro mío, lo reescribo. No por arrepentimiento, sino porque un texto es un organismo vivo. ¿Quién soy yo para decir que se ha terminado? El que se terminará soy yo, porque me moriré, pero el texto no se termina nunca. Y no porque yo lo vaya a reescribir, sino porque cada vez que alguien lo lea se va a modificar.

> 06:40         

La publicación es un accidente. Uno publica para desembarazarse del texto y poder hacer algo nuevo. De otro modo, uno no saldría nunca de un texto.

> 08:15         

Cuando recibo una caja de libros míos recién publicados la tomo con precaución, con una mezcla de cariño y temor. Hojeo uno de los libros para ver si los pliegos están en desorden, pero luego lo vuelvo a cerrar y lo contemplo con un amor cauteloso, como pensando: “No me voy a acercar mucho, porque me va a morder”.

> 09:27         

Soy argentino, pero también soy español. Además de tener las dos nacionalidades, tengo raíces en ambos lugares. Como suelo decir con cierta tristeza: mi madre nació en Argentina y murió en España, y nadie razonable podría elegir entre la cuna y la tumba de su madre. Esto tiene repercusiones idiomáticas. No siento que tenga un dialecto real y uno falso, sino que tengo dos. El argentino y el ibérico me resultan igualmente naturales.

> 10:37         

Desde niño he sentido que vivo en un cuento de Cortázar, donde hay una puerta que conduce a otro lado. De puertas para adentro, vivía en Argentina —en el microclima familiar— y en cuanto se abría la puerta salía a jugar a España. Es decir, la frontera entre los dos países era solamente una puerta. Ahora siento que escribo con esa sensación, y cada vez me interesa más quedarme debajo del marco, como en los terremotos.

> 12:56         

Las estrategias que he seguido proceden de la perplejidad ante mi lengua materna. Es como si mi oreja derecha estuviera en un lugar, la izquierda en otro y mi boca tratara de unificar los intereses de ambas. Eso me costaba trabajo al principio, pero al cabo de unos años de escolaridad en España, empezó a convertirse en un mecanismo automático. Ahora ya no puedo pensar en castellano sin sospechar de mi léxico, sin someter todo lo que digo a una observación. Es decir: lo que antes era un mecanismo de supervivencia se ha convertido en una demencia inevitable.

> 14:04         

Los elogios —al menos si eres una persona con un mínimo de autocrítica y lucidez— no hacen más que asustar. Lejos de infatuarme o darme seguridad, a mí me hacen sentir miedo. Cada vez soy más inseguro y ahora tengo más miedo de publicar que cuando empecé a trabajar. En aquel entonces no tenía nada que perder. Creía que sabía escribir y estaba seguro de mí mismo porque tenía 20 años. Sin embargo, ahora me aterra defraudar a la gente.

> 15:27         

Sigo escribiendo por la misma razón por la que lo hacía a los nueve años: porque si no escribo, me quiero morir.

> 16:06         

Siempre he tratado de hacer detonar mis puentes. Es decir, trato de que mis libros no sólo no se parezcan sino que, formalmente hablando, prácticamente se opongan. La coherencia es involuntaria e inconsciente: viene de nuestros fantasmas y nuestras obsesiones. Es recurrente en nosotros, queramos o no. Es como cuando uno se enamora y dice: “No voy a cometer los errores del pasado”, y luego cae en ellos aún cuando tiene la honesta voluntad de no recaer. Con esto quiero decir que aunque los libros sean muy distintos, tus obsesiones van a abrocharlos y a tender un hilo conductor entre ellos.

> 17:54         

He tenido muchos trabajos absurdos, pero no los pongo en la solapa de mi libro porque nunca he entendido qué tiene que ver eso con mi obra literaria. Uno de esos empleos fue en una empresa de montaje de cortinas. Ahí los empleados se hacían cada vez más rápidos y eficientes por movimientos de repetición. Al principio yo ponía equis número de argollas por minuto y al cabo de seis meses ponía el doble. Sin embargo, la poesía no funciona así. La idea es que cada argolla es una idea radicalmente distinta a la anterior y, en consecuencia, tienes que averiguar para qué sirve cada una. Trato de no perder esa sensación y quizá cambiar de género literario —pasar de un poema breve a una novela— o tratar que los libros sean distintos, porque eso me ayuda a recordar que el estilo es lo contrario de la fórmula y que a veces confundimos una cosa con otra.

La perfecta imperfección de Penélope Cruz

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Si dedicáramos este artículo a enumerar las razones por las que amamos a esta española, quizá la primera de la lista sería que se resiste a recibir halagos. Por el contrario, ella es su crítica más severa, y su hambre por transformarse cada día es lo que la vuelve fascinante. A sus 40 años se da tiempo para cuidar a su familia, verse guapísima, producir y protagonizar una película con Julio Medem, y preparar dos cintas que estrenará en 2015. Lamentamos contradecirla, pero para nosotros no hay
mujer más perfecta que ella.

     Hoy es mi día de suerte: tengo a la mujer más hermosa del mundo al otro lado del teléfono. Cualquiera diría que es razón de sobra para sentir un temblor en las rodillas, pero Penélope Cruz cree que es asunto de risa. Dice que cuando alguien te califica de ese modo lo único que puedes hacer es tomártelo con humor. De lo contrario, algo estaría muy mal contigo.

     La mujer más hermosa del mundo no cree en la perfección. Ella no sólo desconfía de su belleza, sino también de su trabajo. “¿Alguien se ha desmayado en este escenario? Porque yo podría ser la primera”, dijo como un niño a punto de romper en llanto cuando Tilda Swinton le entregó el Óscar a Mejor Actriz de Reparto en 2009. Lo que para unos es un muro de contención, para esta española es queroseno: los nervios —el miedo— detonan su interés por el cine. Ha dicho que el día que deje de sentirse insegura será momento de buscar un nuevo empleo.

    La mujer más hermosa del mundo detesta los halagos. Si un director aplaude su actuación y nunca le pide repetir una toma, se decepciona y no vuelve a trabajar con él. Penélope Cruz anhela más las críticas que los piropos. Dice que las adulaciones son el peor enemigo de un actor y que a ella no le interesa trabajar con gente que la haga sentir como una máquina que nunca se equivoca. La perfección, dice esta diosa madrileña, es aburrida.

LAS OBSESIONES DE PENÉLOPE

     Hay un hombre que siempre pone de nervios a la mujer más hermosa del mundo. Pedro Almodóvar le ha hecho sentir mariposas en el estómago desde que era una adolescente cinéfila que veía películas en la videocasetera familiar, y la pasión que despertó en ella la orilló a convertirse en actriz.

    El flechazo ocurrió en 1990. Penélope tenía 16 años, aún vivía en Alcobendas, Madrid, y ¡Átame! la enloqueció. Cuando vio este melodrama de drogas y amor decidió que nunca tendría un trabajo burocrático y buscó a un representante que cuando la conoció, se burló de ella. Curiosamente es quien la representa hasta el día de hoy.

     Penélope Cruz conquistó a uno de los mejores cineastas de España cuando cumplió 18. Almodóvar vio su interpretación en Jamón, Jamón (Bigas Luna, 1992) —donde conoció a su actual marido, Javier Bardem— y le propuso trabajar juntos. Desde entonces han colaborado en cinco películas: Carne trémula (1997), Todo sobre mi madre (1999), Volver (2006), Los abrazos rotos (2009) y Los amantes pasajeros (2013). Ella dice que le debe todo y que nunca se siente tan nerviosa como cuando actúa en uno de sus filmes porque a nadie como a él le interesa hacer sentir tan satisfecho al final de un rodaje.

     La mujer más hermosa del mundo tiene una obsesión: adueñarse por completo de sus personajes. Cuando Vicky Cristina Barcelona (2008) se estrenó en cines de todo el mundo, el público estallaba en carcajadas siempre que María Elena —el personaje de Penélope— aparecía en pantalla: era la ex esposa psicópata y celosa de un pintor español (Javier Bardem), quien tiene una relación con dos turistas estadounidenses (Scarlett Johansson y Rebecca Hall) mientras éstas vacacionan por España. Lo paradójico de la cinta de Woody Allen es que Cruz no la vivió como una comedia, sino como un drama oscuro: todas las noches, al llegar a casa, la actriz redactaba un diario imaginario para entender a su personaje a fondo. Luego se lo mostraba a Allen y él le daba sus comentarios. Sin embargo, mientras duró la producción, él insistió en que su trabajo era bueno y que hacer eso no era necesario. Penélope, quien hace oídos sordos a los halagos, lo ignoró.

     La mujer que no cree en la perfección resultó ser más perfeccionista que Woody Allen: durante uno de los días de rodaje, la española le pidió repetir una toma en 10 ocasiones. El director le dijo una y otra vez que su actuación era buena, pero ella se negó a creerle. Allen tuvo que huir: cuando la protagonista solicitó la toma número 11, él ya había abandonado el set y a ella no le quedó más que aceptar que su trabajo sí era perfecto. Al menos lo era para el director de Annie Hall (1977).

SU PEOR CRÍTICA

     La mujer más hermosa del mundo es una de las pocas actrices de habla no inglesa que se pasea por Hollywood como por su casa. Sofía Vergara y Monica Bellucci son otras extranjeras esculturales que se suman a la lista, pero sólo Penélope Cruz puede moverse entre el cine independiente y comercial para enloquecer a la crítica exigente tanto como a los fanáticos de las cintas de acción. A ratos es musa de Almodóvar y en otros se divierte y protagoniza cintas ridículas como Bandidas (2006), con Salma Hayek, y dramas cursis como Captain Corelli’s Mandolin (2001), con Nicolas Cage.

     Penélope dice que hoy puede darse el lujo de elegir sus proyectos con cautela para pasar más tiempo en casa, pero que eso le ha costado 23 años de perseverancia. De su vida privada —Javier Bardem y sus dos hijos— no dice una palabra, pero al hablar de trabajo asegura que no hay nada que deteste más que la comodidad y la monotonía. Quizá si se creyera todos los halagos no sería la única actriz española en haber conseguido un Óscar a la fecha, Woody Allen no la habría buscado para hacer una segunda película juntos (To Rome with Love, 2012) ni Julio Medem —otro director muy respetado en España— habría aceptado producir una película a su lado (Ma Ma, 2015).

    Cuando la mujer más hermosa el mundo está en casa con su familia, y transmiten alguna de sus películas en televisión, se levanta del sillón o la cama y se detiene frente a la pantalla con los brazos abiertos para que nadie pueda verla. Dice que verse actuando le avergüenza. Debe ser la única persona en el mundo incapaz de encontrar la perfección que a uno se le viene a la mente cuando escucha el nombre de Penélope Cruz.

ESQUIRE: Has dicho que te convertiste en actriz para agradecerle a Pedro Almodóvar lo que te hizo sentir con sus películas. ¿Cómo fue el día que lo conociste?

PENÉLOPE CRUZ: Antes de conocerlo llegué a verlo en bares y restaurantes, pero nunca hablé con él. Después de que filmé Jamón, Jamón y Belle Époque (ambas de 1992) me llamó por teléfono. Me citó en su casa e hice una prueba para Kika (1993), pero era muy joven para el personaje. Tenía 17 o 18 años, y la protagonista debía tener más de 30. Esa fue la primera vez que estuve frente a él y desde ese primer encuentro hubo mucha conexión.

ESQ:¿Qué sientes ahora que estás del otro lado de la pantalla y que quizás haya gente que quiera dedicarse a la actuación por lo que uno de tus papeles le hizo sentir?

PC: Depende de la situación. Cuando encuentro a una jovencita que me pide un consejo siempre es difícil, pero me recuerda que estuve en circunstancias similares. Me vienen muchos recuerdos de esa etapa. En las mañanas estudiaba, por las noches daba clases de baile y en medio hacía muchísimos castings. Como vivía lejos, pasaba mucho tiempo en el metro y los autobuses, y en esos ratos fantaseaba con lo que quería que fuera mi futuro. Sin embargo, en ese momento sólo era un sueño. A mi alrededor no tenía referencias de gente que pudiera ganarse la vida con un trabajo parecido a éste: era como soñar con ser astronauta. No obstante, hubo gente a mi alrededor que de algún modo me animó a intentarlo. Estudié teatro durante muchos años, y nadie me invalidó ni me dijo que mi sueño era imposible. Quizá me dijeron que era casi imposible, pero nunca imposible [ríe].

ESQ: ¿Qué era, concretamente, lo que soñabas durante esos trayectos en el metro?

PC: Siempre he sido muy organizada y lo que quería tener era un plan a futuro en el que pudiera tener un empleo que me gustara. No me veía con un trabajo de oficina. Quería ganarme la vida con algo que me apasionara. Era mi obsesión. Por eso me preparé durante tantos años. Es verdad que tuve suerte porque en los primeros castings que hice tuve una respuesta positiva. Fue una sorpresa para mí, porque no me lo esperaba. Entonces empecé a encadenar un trabajo con otro y así comencé a ganarme la vida como actriz. Pero creo que siempre es muy sano mantenerse siempre del otro lado. Me preguntabas hace un momento sobre el hecho de que antes veía películas y ahora estoy del otro lado, pero creo que no es así. Pienso que sigo del mismo lado: aún estoy del lado del espectador que quiere crecer, aprender y observar. No quiero sentirme observada, sino observadora. Si no tengo eso, no soy feliz.

ESQ: Es maravilloso que hayas tenido éxito desde el inicio, pero mantenerse en esta carrera siempre requiere determinación, ¿no es así?

PC: Sí, por eso durante muchos años mantuve dos opciones abiertas. Continué preparándome como bailarina —bailé durante 17 años y me planteé muy en serio dedicarme a eso— hasta que cumplí casi 20. Sin embargo, cuando empecé a trabajar como actriz dejé de tener tiempo para seguir dedicándome a las dos cosas. Además, las carreras en baile son muy cortas, y a esa edad ya no me quedaba mas que decidirme por completo si sería bailarina profesional o no. Así que tuve que elegir y confiar.

ESQ: Alguna vez comentaste que cuando terminaste Jamón, Jamón te entristeció pensar que podría ser la última película que harías. ¿Ahora cuáles son tus miedos?

PC: Hombre, algunos están relacionados con el trabajo, pero otros no. El trabajo es importante en mi vida porque necesito trabajar como todo el mundo. Sin embargo, mi prioridad es mi familia. A nivel de inseguridad con el trabajo, creo que el miedo que sientes cuando empiezas una película no cambia. Siempre me siento como si fuera la primera película que hago. Siempre lo digo, pero porque es verdad. Ya he hecho más de 40 películas en mi carrera, pero siempre me siento totalmente nueva, porque cada que enfrentas a un nuevo personaje enfrentas también una sensación de vértigo. Esto es muy enriquecedor porque implica una inyección de creatividad, sea cual sea el resultado. Esa creatividad —que no necesariamente tiene que ver con el trabajo— es algo que necesito tanto como comer, porque es lo que me mantiene joven por dentro y me renueva.

ESQ: Cuándo terminas de filmar una película, ¿te sientes triste o liberada?

PC: Cuando son rodajes muy largos, me cuesta dejar al personaje. Me está pasando ahora con la película que acabo de hacer con Julio Medem. Hasta la fecha se sabe poco de ella porque hemos hecho muy pocas entrevistas, pero ya la vi y estoy muy contenta con el resultado. Es una película muy especial y el progreso de este personaje fue muy intenso. Implicó dos meses de rodaje más el proceso de producción, en el que estuve involucrada porque es la primera película que produzco. Así que mi relación con la cinta fue más intensa a todos niveles y, por supuesto, a nivel emocional. En ella interpreto a una mujer que lucha por aferrarse a la vida y combatir una enfermedad para dejarle algo a su hijo. Sin duda ha sido uno de los personajes más duros a los que me he enfrentado, pero también uno de los más preciosos porque es una heroína que está llena de vida. Es una luchadora por excelencia. La película trata un tema muy duro y realista, pero no deprime, sino que tiene mucha luz. Creo que todo es cuestión de interpretación. Todos los involucrados la hicimos con tanto cariño que, cuando terminábamos de filmar, queríamos salir corriendo a casa para abrazar a nuestra familia y amigos y poder transmitirles todo nuestro amor.

ESQ: ¿Qué más puedes decirnos de tu personaje?

PC: Esta mujer, Magda, es una especie de ángel que a la vez es muy terrenal. Me gusta mucho lo que representa, lo que inspira y lo que transmite. Nuevamente: esta película ha sido muy especial para mí. Estoy muy contenta con ella. Y sé que las películas no están ahí para cambiar nada, y que eso no se puede forzar, pero creo que cuando surge una oportunidad así es un orgullo luego poder hablar de ella, defenderla y viajar por el mundo para promocionarla durante meses. Creo que es una película muy arriesgada y valiente, muy especial. Me encanta el mundo de Julio. Esta cinta tiene las características poéticas y surrealistas que hay siempre en su cine, pero a la vez creo que es la historia más terrenal que ha hecho, y la mezcla entre ambas características funciona muy bien. Nuestro plan es estrenarla en primavera y después ver qué pasa. Espero que la reacción sea la que hemos tenido quienes la hemos visto y leído, porque creo que es muy especial lo que hay ahí.

ESQ: ¿Cómo fue trabajar con Julio desde otra perspectiva, como productora y ya no sólo como actriz?

PC: Fue interesante. Julio y yo habíamos estado a punto de trabajar juntos en tres ocasiones a lo largo de los años. Ambos habíamos tenido muchas ganas, pero por conflictos de agenda no habíamos logrado hacerlo. Esta era nuestra oportunidad y la verdad es que conectamos muchísimo. Juntos hicimos todo: levantar el financiamiento, ir de reunión en reunión con nuestro guión bajo el brazo y luego reunirnos para el casting. Todo lo hicimos juntos y nos entendimos muy bien. Claro que en algún momento tuvimos desacuerdos, pero fue parte del proceso. Casi siempre estuvimos en la misma línea de pensamiento y sobre todo, de sentimiento. Nos mirábamos a los ojos y sabíamos lo que el otro estaba pensando, así que fue muy fácil. Además sabíamos los momentos en los que estábamos hablando como coproductores y en los que estábamos hablando como director y actriz. Fue bonito. La verdad es que los dos nos quedamos con muy buen recuerdo de la preproducción y el rodaje. Ahora estamos en la posproducción, y es otra gran aventura porque implica trabajar en los efectos digitales, la edición, la música —que realizará Alberto Iglesias— y todo lo que queda. Ya después tendremos que viajar para promover la película e intentar transmitirle a la gente lo que hay ahí, lo que a mí tanto me tocó por dentro cuando leí el guión y que ahora está en la pantalla.

ESQ: Para llegar a tener una carrera así de exitosa debiste tomar decisiones difíciles. ¿Recuerdas alguna?

PC: Sí, creo que lo más difícil fue aprender a decir que no. Recuerdo en particular una situación que tuvo que ver con un viaje a Los Ángeles. Estaba rodando en España y llegué a Estados Unidos. Tuve que decidir entre un proyecto que hubiera tenido que hacer allá o regresar a Europa. Fue con gente cuyo nombre por supuesto nunca mencionaré, pero fueron un director y unos productores que no me trataron bien y me dieron un ultimátum del estilo: “Tienes tantas horas para decidirlo”. Ahora lo pienso y quizá esa película hubiera sido muy importante para mi carrera, pero recuerdo que en ese momento saqué la fuerza para decir que no. Me subí al avión y me sentí tan bien conmigo misma, que ahora es un momento que nunca olvidaré. Entonces entendí lo importante que es a veces decir no. Es muy bueno para la relación que uno lleva consigo mismo, porque rinde frutos a largo plazo. Muchas veces, los “no” son más importantes que los “sí”.

ESQ: Has dicho que te convertiste en actriz para explorar las distintas facetas humanas. ¿Eso quiere decir que siempre buscas personajes opuestos a ti?

PC: Sí, intento buscar lo opuesto no sólo a mí, sino a los personajes que he hecho. Pongo como ejemplo mis últimas películas: en Ma ma, Magda es un ángel, pero luego hice una película con Sacha Baron Cohen donde la mujer que interpreto no tiene nada de ángel. Al contrario, es uno de los personajes más manipuladores y retorcidos que he hecho. Es una persona muy poderosa, que utiliza ese poder de un modo bastante peculiar y es un rol muy diferente a los que he hecho. Eso es lo que constantemente busco. Quizá lo próximo que haré será Zoolander 2, y también será totalmente diferente porque no he hecho mucha comedia en Estados Unidos. Y la que he hecho, como Vicky Cristina Barcelona, ha sido con personajes que están al límite y también sufren mucho. Así que Zoolander sería otra cosa, otro color. Ahora mismo estamos negociando, pero me imagino que sí la haré y si todo cuadra, creo que me la pasaré muy bien trabajando con Owen Wilson, Will Ferrell y Ben Stiller —quien además dirige la película—.

ESQ: ¿Cuál ha sido la película más divertida en la que has trabajado hasta ahora?

PC: Han sido muchas. No podría decirte una. Por ejemplo, con Pedro [Almodóvar] he hecho cuatro, y siempre disfruto mucho trabajar con él. Es increíble porque me hace reír incluso cuando no lo intenta. Tiene un sentido del humor genial, al igual que Woody Allen. Son genios. Y también he trabajado con otras personas que he disfrutado mucho y con las que tengo anécdotas que recordar de por vida.

ESQ: Como espectadores marcamos una diferencia entre cine comercial y cine de arte. ¿Tú piensas en eso antes de aceptar un proyecto o sólo te concentras en los papeles?

PC: Lo que más me preocupa es la historia, el personaje y el director. Sin embargo, también hay veces en que tomo eso que dices en cuenta. Lo de Zoolander 2, por ejemplo, me apetece porque últimamente he trabajado mucho en Europa, así que sería bueno trabajar en Estados Unidos y compaginarlo; también hacer una comedia porque últimamente he hecho más drama. Pero tampoco lo calculo mucho, porque nunca sabes con qué proyecto te vas a topar. Así que en general, me voy con lo que más me toca el corazón o más me hace reaccionar por una cosa u otra. Mi decisión no está limitada a un género, porque hay un abanico de historias por explorar.

ESQ: ¿Cómo es el ambiente en un hogar donde hay dos apasionados de la actuación?

PC: Creo que es como en cualquier familia en la que hay dos personas así. No creo que sea nada diferente en nuestro caso.

ESQ: Hay actrices que temen el paso del tiempo pero en tu caso, tanto física como profesionalmente, parece que todo está espectacular. ¿Cómo te sientes en esta etapa de tu vida?

PC: Lo que más me importa es la salud, lo he pensado desde que tengo como 17 años. Sé que siempre que digo esto parezco una abuela, pero siempre he pensado que es lo más importante. Y mientras más tiempo pasa, más claro lo tengo. Cumplir años es algo para celebrar y mientras estés sano, es lo único que importa. La salud es la base de cualquier cosa. La valoro mucho. Quizá sea porque mi mentalidad es más europea que estadounidense, pero celebro mucho todos mis cumpleaños. En Europa —no sólo en mi país, sino también en Francia y en otros lugares de por aquí— hay actrices que tienen 60 años y siguen trabajando a buen ritmo, uno que incluso podría ser parecido al de un hombre. Así que he crecido con eso. En ese sentido no tengo una mentalidad como la de Hollywood, porque no me crié ni vivo ahí. Voy y vengo. Tengo temporadas, pero siempre vuelvo a España para seguir rodando en Europa y vivo aquí gran parte del tiempo.

ESQ: ¿Actualmente dudas más al aceptar un trabajo? Porque eso implica, al final, pasar tiempo fuera de casa.

PC: Hombre, te lo piensas todo muchísimo más. Tomo en cuenta todo: ubicación, tiempo y demás. Sin embargo, lo bueno es que cambié mi ritmo de trabajo antes de convertirme en madre. Pasé mucho tiempo haciendo cuatro películas al año, así que no tuve vida. Fue una etapa en la que me la pasaba concentrada en otros personajes, hasta que llegó un momento en el que me pregunté: “¿Y mi personaje dónde quedó?”. Eso fue hace muchos años, así que tuve la oportunidad de cambiar. Una de las ventajas de esa transformación fue que aprendí a darme más tiempo para preparar a mis personajes. Porque sin darme unos meses para asimilarlos y entender quiénes son, nada funciona. Entonces también cambié por eso. Y luego, cuando me convertí en madre, decidí no rodar más de una o dos películas al año y mi ritmo de vida se hizo más sereno. Creo que eso es un gran privilegio si consideramos que empecé a trabajar desde que tenía 17 años. La intensidad de un rodaje, además, te permite seguir estudiando. Hacer otras cosas es muy importante. Como ya te he dicho antes, para mí la prioridad es mi familia, tener el tiempo para realizar actividades que disfruto, y ya después organizarme con mi trabajo.

ESQ: Esta experiencia de producción en la película de Julio, ¿no te dejó ganas de escribir un guión o dirigir tu propia película?

PC: Bueno, en cuanto a dirección, ya he dirigido dos cortos para promocionar lencería. Mi hermana Mónica y yo diseñamos una marca que se llama L’Agent, para Agent Provocateur. Las prendas son parecidas, pero las nuestras son más asequibles que las de Agent Provocateur y van dirigidas a un público un poco más amplio, incluso a jovencitas de cualquier edad. Y sobre todo, nosotras insistimos mucho en el mensaje de no hacer ropa para modelos, sino de celebrar la belleza de cualquier tipo de mujer. Eso es algo que he querido transmitir con los cortos que he hecho hasta ahora y cada que tenemos la oportunidad de hablar acerca de la línea. Por eso sí me gustó dirigir, aunque sólo haya sido en estas dos ocasiones. Ambos fueron cortos de cinco minutos. Los escribí, filmé, edité y produje y lo disfruté mucho. Sin embargo, no sé si sabes pero cuando el primero de éstos apareció en YouTube estuvo unas 48 horas censurado. El argumento fue que era demasiado sexy. A mí eso me molestó muchísimo, porque hay mucha violencia en internet que nadie veta y esto no era más que una celebración de la belleza femenina. Al final eso nos dio muchísima publicidad tanto para el corto como para la línea, pero claro, tampoco fue por un buen motivo. A mí me sorprende mucho que en esta sociedad moleste algo que además no fue tan provocador. Sí era muy sexy y muy sensual — Irina [Shayk] era la protagonista— pero porque estábamos vendiendo lencería. No sé, me molestó mucho. Sé que eso sucede, pero cuando te pasa a ti con un proyecto, es muy frustrante. Pero bueno, tu pregunta no era esa, sino si me gustaría seguir dirigiendo. Sí, me gustaría seguir haciendo publicidad o algún corto, pero nada más. Aún no sé si algún día me atreveré a dirigir un largometraje. De momento sólo me gustaría seguir con mis cortos y publicidad.

ESQ: Hablando de celebrar la belleza femenina, ¿qué pasó por tu cabeza cuando Esquire te nombró “La mujer más sexy del mundo”?

PC: Cuando me lo dijeron me hizo mucha gracia. No hay nada más que hacer que tomártelo con humor y agradecerlo. Es lo más que puedes hacer. Si no te ríes de algo así, tienes un serio problema.

Genio en proceso

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The Theory of Everything retrata los obstáculos que Stephen Hawking, uno de los grandes científicos de nuestra era, ha tenido que superar a causa de su enfermedad degenerativa. Hablamos con el británico Eddie Redmayne, quien lo interpreta en esta cinta y cuyo trabajo le valió el Globo de Oro en la categoría de Mejor Actor. 

Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

A los 20 años, Stephen Hawking entró a estudiar el doctorado en Cosmología en la Universidad de Cambridge y se volvió defensor de la teoría del todo, que busca explicar la totalidad de los fenómenos físicos y responder las preguntas fundamentales del universo. En aquel entonces, el científico británico aún no dependía de una silla de ruedas ni de una voz computarizada para hablar.

Cuando cumplió 21 años dejó de jugar ajedrez. Como un niño pequeño, se volvió incapaz de subir escaleras y sostener un lápiz para escribir. Se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad que atrofiaría su cuerpo y —según los médicos— lo mataría dos años después.

Hawking no murió, sino que siguió su carrera y se casó con una estudiante de arte llamada Jane Wilde. Tuvieron tres hijos. Hawking escribió libros. Ganó premios. Se divorció y se casó por segunda ocasión. Se convirtió en uno de los personajes más respetados y emblemáticos de nuestra época. Han pasado 51 años desde su diagnóstico y desde entonces ha publicado A Brief History of Time (1988), el actor inglés de moda Benedict Cumberbatch lo retrató en Hawking (2004) y apareció junto a Sheldon Cooper en un episodio de The Big Bang Theory.

The Theory of Everything retrata este medio siglo de vida del físico británico. La cinta de James Marsh —director que en 2008 ganó el Óscar en la categoría de Mejor Documental por Man on Wire— es protagonizada por Felicity Jones, como la esposa de Hawking, y Eddie Redmayne, cuyo talento quedó más que claro en Les Misérables (2012) y My Week with Marilyn (2011). Desde Londres hablamos con Redmayne sobre su nuevo y desafiante papel.

ESQUIRE: Debe ser un gran reto interpretar a Stephen Hawking. ¿Audicionaste o te ofrecieron el papel?

EDDIE REDMAYNE: Recibí una llamada de James [Marsh, el director]. Hablamos de la película y nos encontramos en un pub semanas después. Por fortuna me ofreció el papel sin audicionar. Sin embargo, unas semanas después tuve que participar en la audición del papel que obtuvo Felicity [Jones quien interpreta a la esposa de Hawking], y aunque James me decía que no tenía de qué preocuparme porque ya había obtenido el papel, yo no paraba de repetirme que si hacía las cosas mal, quizá podrían despedirme.

ESQ:¿Fue difícil interpretar a una persona cuya movilidad es muy limitada?

ER: Sí, pero a la vez fue muy gratificante. Pasé alrededor de seis meses preparándome. Vi documentales y leí todo lo que pude acerca de Stephen. No sólo traté de comprender su condición física, sino también temas de cosmología. De hecho, hay una clínica en el Este de Londres que atiende la enfermedad que él sufre, y fui para hablar con doctores, pacientes y familias, e intentar familiarizarme con este padecimiento. Justo antes de empezar a filmar, Felicity y yo pudimos conocer al profesor Hawking y fue extraordinario.

ESQ: Increíble. ¿Y cómo es?

ER: Es una de las personas más graciosas que he conocido en mi vida. Tiene una energía extraordinaria a pesar de que no se puede mover.

ESQ: Acabo de ver una foto donde tú y Felicity están con él. ¿Fueron a la universidad o dónde se conocieron?

ER: ¡Fuimos a su casa! Gracias a esa experiencia no sólo conocimos el lugar donde vive, sino todo el sistema de cuidado que requiere, y eso fue increíble. Volviendo un poco a su buen humor, te voy a poner un ejemplo: cuando lo visitamos, una de sus enfermeras nos dijo que cuando fue a la entrevista de trabajo con Stephen, iba preparada para desglosar toda la experiencia laboral que había escrito en su currículum, pero lo único que él le preguntó fue si sabía jugar ajedrez [ríe]. Y cuando ella le dijo que sí, la contrató.

ESQ: Esta película es una lección de constancia y determinación. ¿Qué es lo más difícil que has tenido que hacer para mantener tu carrera como actor?

ER: Supongo que se trata de hacer siempre mi mayor esfuerzo. Intento encontrarme en un ambiente que me rete, ¿me explico? En un lugar donde puedas ser suficientemente valiente como para cometer errores, porque estos a veces pueden ser terribles, aunque ocurran una vez cada 20 años. Así que los directores con los que me gusta trabajar son aquellos que promueven este entorno y que me permiten ser valiente. Creo que eso es lo que hago: continuar retándome, porque cuando a alguien sólo le importa mantener un trabajo, entonces no se confronta consigo mismo.

ESQ: ¿Qué nos puedes decir de Felicity Jones? Es impresionante cómo evoluciona su personaje: de ser una mujer dulce y tierna, termina con un temperamento muy fuerte.

ER: Exacto, Felicity es formidable y no me habría imaginado a nadie mejor para que fuera mi compañera en esta historia. Su personaje era muy complicado. Tienes razón: Jane es una mezcla de fuerza y vulnerabilidad, de humor y furia. Por eso creo que Felicity es una de las mejores actrices de nuestra generación.

ESQ: Hay algunos críticos que ya vieron la película e insisten en que deberías recibir una nominación al Óscar. ¿Qué piensas de esto?

ER: Ay, Dios. ¿Sabes qué? Es difícil, porque esta cinta implicó una gran responsabilidad. Nuestro trabajo era retratar a Stephen y Jane, y él es una figura muy emblemática, a la cual la gente respeta mucho. Creo que esto implicó varias cosas: desde conocer a personas afectadas por la misma enfermedad hasta el reto de hacer una película que fuera disfrutable. Eso me aterrorizó. Sin embargo, el hecho de que muy poca gente la haya visto, pero que haya motivado críticas favorables y positivas, es un mensaje muy inspirador para mí y supone una satisfacción enorme. Cualquier otra cosa me parecería secundaria.

El sueño dorado de Diego Quemada-Diez

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Después de casi tres décadas de colaborar en filmaciones, Diego Quemada-Diez escribió y dirigió su primera película: La jaula de oro. Ésta narra la travesía de cuatro migrantes en busca del sueño americano y fue la cinta mexicana más premiada de 2013. El director que dejó España para poder trabajar como deseaba, habla de cómo se convenció de que el cine es una herramienta de denuncia social.

     Un avión surca el cielo a contraluz. A través de la lente de la cámara que lo filma se ve tan pequeño como una mosca. La aeronave sigue su camino, se pierde de vista y atrás queda el barrio de Kibera, una inmensa mancha de tristeza en la capital de Kenia.

     Las casas del suburbio más pobre de Nairobi están hechas con lámina y cartón. Por su fragilidad pareciera que podrían derrumbarse de un soplido. El suelo enlodado de las calles está cubierto con las pisadas de hombres y mujeres que visten ropa de colores: faldas floreadas, pañoletas, gorras rojas y azules. Por ahí hay un mercado. Puestos callejeros. Una bandera rota y descolorida que ondea con desgana.

     Omondi —12 años, cabello a rape, flaquísimo— sale como un topo de la madriguera de cartón que construyó sobre una pila de basura. Es difícil imaginar que exista una mirada más afligida y cansada que la suya. Una vez afuera, dirige la vista al cielo. Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. Estira los brazos como un pájaro que abre las alas y pide un deseo: “Quiero ser piloto”.

Una voz para todos

     Diego Quemada-Diez escribió un poema para Omondi durante una noche triste de 2004. Estaba en Kenia para trabajar como operador de cámara en The Constant Gardener, la película de Fernando Meirelles que protagonizó Ralph Fiennes junto a Rachel Weisz. Un vez concluido su trabajo en la producción, Diego decidió que no podía irse del Este de África sin filmar su propia película, así que le pidió a su asistente que lo ayudara a contactar a un grupo de niños de la zona para hacer una cinta sobre ellos. Peter volvió con buenas noticias: los jefes de las cuatro tribus de Kibera estuvieron de acuerdo en que pasara un día conversando con algunos estudiantes de una escuela rural.

     A Diego le bastó una mañana en el aula de ese barrio keniata para transformar su vida. Ahí reunió material para el cortometraje que luego recibiría una decena de premios y definió el método que implementaría como director de cine. Uno a uno llegaron niños y niñas al salón de la Escuela Raila para hablar acerca de sus vidas. La mayoría había perdido a sus padres —hombres y mujeres de veintitantos— a causa del sida. Se sentían solos. Uno de ellos le explicó cómo decantar agua negra: tardaba horas en filtrar el líquido de un vaso a otro, y debía esperar a que se asentaran los sedimentos antes de poder hervirla y después beberla. Otros lloraban. Le pedían comida, zapatos y lápices para la escuela. Diego escuchaba. Lo que más le sorprendió fue el deseo que todos compartían: de los 50 huérfanos que entrevistó, 48 le dijeron que su sueño era pilotear un avión. El cineasta volvió a su hotel. Escribió. Lloró. Un par de horas después terminó los versos de I Want to Be a Pilot.

     Collins Otieno —que encarna a Omondi en el cortometraje— recita el poema de Diego con el dolor de quien está en medio de una guerra. Este personaje —aunque ficticio— no sólo retrata las condiciones de vida de los 50 estudiantes que Diego entrevistó, sino la infancia de toda Kibera. En su voz uno escucha que los niños de ese barrio pueden pasar tres días sin comer. Que cuando sus padres mueren de sida, los guardianes que se quedan a su cargo abusan sexualmente de ellos. Que a su alrededor viven cabras y otros animales que se alimentan de basura. Los niños de Kibera no sueñan con transformarse en pilotos para vestir uniforme y conducir un avión, sino para volar a un sitio donde puedan caminar descalzos por el pasto, beber agua potable y tener compañeros que no se resistan a jugar con ellos por miedo a contagiarse de vih.

El método maestro

     Diego Quemada-Diez es un periodista en la piel de un cineasta. Como un buzo que se sumerge bajo el agua, busca historias silenciosas para darles voz. Su cine es provocador porque sus personajes surgen a partir de investigaciones exhaustivas, casi como los protagonistas de A sangre fría, el libro de Truman Capote que recrea el asesinato de una familia estadounidense y explora las motivaciones humanas que incitan al crimen.

     Es una noche de otoño y Quemada lleva el botón superior de la camisa abierto. Está relajado y sonriente. La jaula de oro, su primer largometraje, acaba de ganar en la categoría de Mejor Película en la primera entrega del Premio Iberoamericano de Cine Fénix. No es algo desconocido para él. Desde su estreno en 2013, la cinta no ha parado de recibir felicitaciones y premios en festivales como Cannes, San Petersburgo, Mumbai, Morelia, Tesalónica y Viña del Mar. En total, a la fecha, suma más de 50.

     A Diego le tomó más de 10 años completar esta película. Como I Want to Be a Pilot, está protagonizada por personajes que amalgaman los testimonios de las personas que entrevistó. Él dice que la primera vez que se sintió atraído por este método de trabajo fue cuando leyó una entrevista que John Ford concedió a un medio en 1939. En aquella conversación, el legendario director de westerns como The Searchers (1956) dijo que los cineastas del futuro visitarían comunidades, escucharían a la gente, averiguarían qué historias valdría la pena contar, escribirían el guión con base en esa investigación, volverían al pueblo para buscar a sus actores y sólo entonces comenzarían a filmar.

     Además de Ford, hubo otro cineasta que influyó en su carrera: el director Ken Loach. Su primera colaboración juntos fue Land and Freedom (1995), y en este filme Diego se interesó por un proceso de trabajo que incluía filmar con cámara en mano, rodar en orden cronológico (en vez de dar saltos con respecto al guión) y contratar a actores que no conocen más que las escenas que filmarán día a día.

     Además, al igual que Loach, Quemada se sintió fascinado por la idea de crear un cine con una clara función política, que no sólo sirva para entretener sino para mostrar a la sociedad los problemas de los sectores olvidados.

Nace un cineasta

     Diego Quemada-Diez trabajó en 27 largometrajes antes de dirigir su propia película. Cuando empezó a involucrarse en el mundo del cine —a finales de los años 80, en Barcelona— fue “el chico de los recados”. Repartió agua y café a miembros de la producción. Limpió maletas de equipo cinematográfico. Nada —ni las horas de trabajo gratis ni la voz de su padre afirmando que “del arte no se vive”— lo desanimó.

     Diego nació hace 45 años en Burgos, en el norte de la península ibérica, y es cinéfilo desde hace 41. La culpa fue de un western: Shane (1953), de George Stevens, lo hizo llorar y sentir algo tan profundo que aunque apenas era un niño lo llevó a pensar que cuando creciera quería hacer algo como aquello. Cuando cumplió 11 o 12 años trató de hacer algunos cortometrajes por su cuenta, pero por falta de presupuesto no logró concluir ninguno. Compensó el tiempo dedicándose a pintar, dibujar, escribir poesía y devorar cine.

     Sus padres estaban separados y con ambos vio películas a morir. A su madre le gustaban los filmes de arte y a su padre los de acción. Con ella memorizó los apellidos de cineastas consagrados como Bergman, Antonioni, Truffaut y Kurosawa. Con él vio cintas de directores de cine comercial como Sergio Leone, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola.

    Diego se acomoda en el sillón de la sala de su casa en Tacubaya (ciudad de México), en la que platicamos, y me cuenta un secreto: “Nunca había hablado acerca de esto… Mi padre era una persona reservada. Hablaba poco. Cuando nos reuníamos veíamos cuatro o cinco películas al día. Creo que la manera más profunda que tuvimos para comunicarnos fue a través del cine”. Él tenía unos 15 años y su padre le daba el periódico para que revisara la cartelera y con ella organizara el día. Diego ponía marcas en el diario, trazaba la ruta e iniciaban juntos la jornada. Una película a las 11, una a las dos, otra a las ocho y la última a las 10. Iban de un cine a otro y sólo se detenían en cafeterías para desayunar, comer y cenar.

     Diego dice que quizá, en el fondo, lo que trata de hacer es un cine que le guste a su padre y a su madre: que sea entretenido y reflexivo a la vez. Ella era maestra de literatura y contagió a su hijo el interés por la poesía. Juntos leían a Federico García Lorca, San Juan de la Cruz y Antonio Machado. Diego dice que su madre tenía una gran conciencia política: era hija de un republicano español y tenía amigos que simpatizaban con la Teología de la Liberación. “Crecí con relatos de sacerdotes y misioneros que luchaban en primera línea contra el abuso del poder y las injusticias.” Hoy son justo esas historias de opresores y oprimidos las que le interesa trasladar al cine.

Nacionalidad tricolor

     Diego Quemada-Diez tiene dos pasaportes: uno español y uno mexicano. Hay un seseo que de pronto asalta su voz ligeramente ronca, pero con frecuencia usa expresiones como “qué padre” y “no manches”, así que por ratos también parece un mexicano cualquiera. Su acento no es madrileño, pero tampoco chilango. Para quien no conozca su biografía, sería casi imposible adivinar dónde nació.

     Diego vive en la ciudad de México desde 2007. Llegó a esta casa ubicada en una vecindad antigua, de paredes amarillas revestidas de árboles y plantas, después de haber trabajado como operador de cámara en películas, videoclips y anuncios publicitarios en Los Ángeles. Casi al mismo tiempo, renunció a la nacionalidad española. Ahora, incluso ante la ley, es tan mexicano como el tequila.

     Diego dice que quizá coqueteó con la idea de mudarse por culpa de su madre. Ella viajaba mucho a México y Guatemala para visitar a sus amigos en las montañas. Eran los años 80 y en Centroamérica se libraban conflictos armados, así que nunca logró acompañarla. “Creo que acabé aquí por todos esos viajes que no pudimos hacer juntos.” Cuando su madre volvía a España, le hablaba de la intervención estadounidense en terrenos indígenas, de las dictaduras latinoamericanas y del abuso del ejército en contra de civiles. “Por eso quiero contar las historias de esa gente: darles voz.”

      Antes de convertir las voces que inspiran sus películas en imágenes en movimiento, Quemada las registra en papel. En el estudio de su casa, donde la madera vieja cruje a cada paso, hay un librero blanco que ocupa casi una pared entera. Allí tiene libros de escritores mexicanos contemporáneos —Álvaro Enrigue y Valeria Luiselli—, poetas —Octavio Paz—, novelistas y estudiosos de la lengua —Italo Calvino— y tres tomos del que quizá fue el periodista más entrañable del siglo xx: el polaco Ryszard Kapuściński. Allí también hay varias filas de libretas que conservan las notas y los testimonios que, como ladrillos, utiliza para construir un guión.

     Diego Quemada-Diez vive del cine, pero también pudo haber hecho una carrera en periodismo. Por un lado está el medio centenar de cuadernos en los que ha registrado sus sueños —es literal: por las mañanas, al despertar toma notas de lo que imaginó mientras dormía—, y por el otro están las 22 Moleskines que guardan los testimonios de los migrantes que entrevistó para esbozar a los protagonistas de La jaula de oro. Su película sólo dura 110 minutos, pero detrás de ella hay páginas y páginas que compilan 10 años de investigación de campo, 600 voces anónimas y suficientes imágenes como para transportar al espectador a un tren que sobre sus vagones carga con los anhelos de quien se juega la vida por hacer realidad el sueño americano.

Un migrante más

     Diego Quemada-Diez no se arrepiente de los 18 años que pasaron entre Land and Freedom —la primera película que filmó con Loach— y La jaula de oro. Ese tiempo le sirvió para aprender: “Cada proyecto en el que trabajé me ayudó a ganar dinero y ahorrar para mis cortos, y a pensar cómo dirigir a un actor o resolver una escena. Durante ese tiempo en que colaboré para alguien más, siempre me pregunté si estaba de acuerdo o no con lo que hacía”. La cinta que lo llevó a Cannes en 2013 fue una combinación de las lecciones que obtuvo de directores como Oliver Stone (en Any Given Sunday, de 1999), Alejandro González Iñárritu (en 21 Grams, de 2003), Tony Scott (en Man on Fire, de 2004) y Spike Lee (en She Hate Me, de 2004).

     Aunque es obvio que sus circunstancias fueron muy distintas a las de los protagonistas de La jaula de oro, Diego también sufrió los estragos de un migrante. A mediados de los años 90 se mudó a Estados Unidos porque en España no podía costearse una escuela de cine y las pocas oportunidades de integrarse al equipo de una película estaban reservadas a los amigos y familiares de los directores y productores que dominaban el mercado. Por eso decidió volar a Los Ángeles y perseguir el sueño de crear buen cine independiente, como el que por entonces hacían los hermanos Coen y Sam Raimi.

     Diego llegó a Hollywood con las manos vacías: no tenía papeles, suficientes ahorros ni contactos. Como era de esperarse, nadie quería ayudarlo. “Era natural, cada mes llegan entre tres y cuatro mil personas a ganarse la vida ahí.” Su situación se complicó aún más: al poco tiempo de haber llegado, su madre murió de un aneurisma. Tenía 54 años. Diego tuvo que volver a Barcelona, vaciar la casa, lidiar con trámites engorrosos y decidirse a no volver jamás. “Tomé la decisión de irme para cambiar de escenario. La quería tanto y éramos tan cercanos que necesité escapar. Tardé más de seis años en volver a España. Uno no sólo migra porque está en busca algo, sino para huir.”

    De vuelta a Los Ángeles, Quemada logró colarse a la “industria cinematográfica”: durante seis meses limpió maletas que contenían equipo de producción. Con el dinero que ahorró le pagó a un abogado para que le consiguiera un permiso de trabajo. Un buen día, un colaborador de la directora Isabel Coixet (Elegy, 2008) le dio una oportunidad. “Fue la única persona que me ayudó y eso nunca lo voy a olvidar. Como vio que trabajaba muy duro, me dio chance. Empezamos a trabajar en un montón de cosas y me fue muy bien, pero después de unos cinco años, dije: ‘Ya, basta, no quiero hacer cine para otros, sino para mí’.” Entonces entró a estudiar cine a The American Film Institute, terminó un cortometraje que llamó A Table Is a Table (2001), recibió sus primeros premios y nunca más limpió maletas.

La jaula de oro

     El Toño es un taxista de Mazatlán. Es moreno, algo regordete y tiene un bigotito negro que enmarca sus labios. Diego lo conoció a la salida de un bar. El director recopilaba entrevistas a travestis y prostitutas para un documental que hasta la fecha no ha concluido. El Toño le ofreció sus servicios. Traía unas copas encima y, aunque Diego titubeó, al final se subió al taxi. A los pocos minutos se hicieron amigos. Pasaron las siguientes cinco horas platicando, hasta que se les hizo de día. “Al final me dijo: vente a mi casa, cabrón, para qué vas a estar pagando un hotel.” Diego aceptó.

     La casa de El Toño y La Chonita —ahora ex esposa del taxista— estaba junto a las vías de un tren. En ese terreno que el papá de ella —un ferrocarrilero con hijos regados por todo el país— le obsequió al matrimonio, nació La jaula de oro. Diariamente, frente a ella, un tren se detenía y de los vagones bajaban migrantes que tocaban la puerta para pedir agua, comida y ropa. Diego y sus amigos les daban lo que podían. “Ahí me di cuenta de que en realidad eran héroes, y nació la idea de la película y mi necesidad por contar la historia.” Quemada dedicó la siguiente década de su vida a investigar más sobre el tema, entrevistó migrantes y visitó albergues de Tijuana. Cuando terminó no sólo tenía las 22 libretas negras que ahora están en su escritorio, sino 200 horas de audio y video, muchas ideas para estructurar la historia y poco presupuesto para producirla.

   Lo siguiente fue cazar dinero. Necesitaba productores porque sus ahorros no bastaban. La película empezó a cobrar forma en 2009. Tras recibir buenas críticas por uno de sus cortometrajes en el Festival Internacional de Cine de Amiens, en Francia, lo invitaron a Cannes a presentar su siguiente proyecto.

     Quemada habló de La jaula de oro y su propuesta enamoró a Georges Goldenstern, director de la fundación que alienta el trabajo de nuevos cineastas en Cannes. Y aunque su guión no fue seleccionado para recibir el apoyo y el financiamiento para llevar a cabo la producción, el interés de Goldenstern por su filme fue una pista de despegue: le recomendó contactos para volver a mostrar el proyecto y Diego tocó puertas hasta que en 2012 inició la filmación.

“Quiero ser director”

    Los protagonistas de La jaula de oro nacieron bajo las mismas condiciones que Omondi, el niño africano de la mirada tristísima que Diego filmó en I Want to Be a Pilot. En la primera escena de la película, una niña de 14 años (Karen Martínez) entra a un baño público. De una bolsa de plástico saca unas tijeras, unas vendas, una playera holgada y un paquete de pastillas anticonceptivas. Se corta el pelo. Se venda el torso para aplastarse los pechos. Se pone una gorra. Ingiere una pastilla y sale del cubículo transformada en niño.

    Al azar, Diego toma una de las libretas que están en su escritorio y en voz alta me comparte un testimonio que nos recuerda justamente esa escena. “¿Será que esta chica es Sara?”, me dice cuando termina de leer. Las declaraciones que reunió en sus Moleskines son anónimas, pero la voz de ésta que acaba de rescatar es evidentemente femenina. Concluimos que quizá lo que suceda es que su protagonista —como Omondi— unifica una realidad aplicable a toda una comunidad: es una de las muchas migrantes que se disfrazan de hombres para reducir el riesgo de ser violadas (y quedar embarazadas) en el camino que inicia en Centroamérica y concluye en la frontera estadounidense.

     La jaula de oro fue traducida al inglés como The Golden Dream. El título es tan atinado en inglés como en español, porque no sólo retrata la lucha de los migrantes que huyen de la miseria de su tierra en busca de una mejor vida, sino las ilusiones de un cineasta que dejó su país para convertirse en director. Diego, como sus personajes, también realizó un viaje, y las huellas del recorrido de casi tres décadas están en los rincones de su casa: el libro de ferrocarriles mexicanos que consultó para elegir las locaciones de su película, un pizarrón verde tapizado de notas que organizan sus ideas, un baúl blanco que despliega los premios que ha ganado hasta ahora y —lo más preciado de todo— un volumen empastado en piel color camello: el guión de la película que hizo su sueño realidad.

     En el escritorio del estudio de esta casa de dos pisos también hay una torre de 13 libretas negras. Ahí Diego Quemada-Diez, el periodista con piel de cineasta, guarda las voces de los personajes que darán vida a su próximo proyecto. Le pregunto qué tema abordará, pero me dice que aún no puede hablar de ello. Que ya me contará después. Que lo hará cuando las palabras abandonen las páginas de esa pila de cuadernos y estén listas para dibujar imágenes en la pantalla de cine.

Daniel Radcliffe no es un idiota

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

Hace tres años que el británico dejó la saga de Harry Potter, pero librarse del estigma del mago y demostrar que es buen actor aún parece complicado. Con el oscuro personaje que interpreta en su nueva cinta, Horns, tal vez lo logre.

     El chico de la cicatriz de rayo asesta el golpe mortal a Voldemort, un Ralph Fiennes calvo y desnarizado. Fin de la historia. ¿Y ahora qué? Daniel Radcliffe no es Emma Watson. Sin esa cara perfecta que desarmaría a un caballero de la mesa redonda, al ex Harry Potter sólo le queda quemar el disfraz y probar que sí es bueno ante las cámaras.

    Radcliffe es el típico actor que la prensa ama: espera de pie como un caballero, saluda de mano, pregunta nombre y procedencia. Sonríe. Jamás mira a un reportero con la mirada desaprobatoria de celebridades narcisistas como Anthony Hopkins o Julia Roberts, sino como si fuera un privilegio que alguien dedique unos momentos de su vida a escucharlo.

     Quiso mandar las historias infantiles al diablo en 2007, cuando protagonizó Equus en teatros de Londres y Nueva York. En esta obra no sólo apareció desnudo, también interpretó a un personaje trastornado: un adolescente que por las noches monta caballos hasta llegar al orgasmo.

     Su siguiente apuesta fue The Woman in Black (2012), donde es un joven viudo que, como notario, debe vender una casa embrujada. Entre la música siniestra y la ambientación escalofriante de la mansión abandonada de la época eduardiana —primeros años del siglo xx en Inglaterra— uno pega uno que otro brinco, pero la cinta no da para más. La actuación de Radcliffe no es mala, pero una película en la que las puertas crujen y se cierran solas tampoco fue un antídoto eficaz para la maldición Potter.

Sin arrepentimientos

     “Tratar de ser cool es una estupidez. Eso lleva a la infelicidad. Cuando tenía 17 o 18 años traté de ser enigmático, pero ya acepté que no soy ese tipo de persona”, dijo Radcliffe a Esquire durante una entrevista en 2013. Y tiene razón: es todo menos enigmático y cool. Tiene la piel pálida de un muerto y los ojos cristalinos de un vampiro, pero también la sonrisa del niño de la escuela al que puedes contarle todos tus problemas porque sabes que al final te hará reír.

    Dice Radcliffe que su mayor miedo es tomar una decisión incorrecta. Si consideramos que no puede salir a la calle sin ser acosado por fans y paparazzi, es natural preguntarle en esta nueva entrevista: “¿Te arrepientes de Potter?”. Radcliffe ni parpadea: NO. “La fama no es algo que se vuelva normal en tu vida ni jamás te haga pensar: ‘Ah, increíble, todo este alboroto es por mí’. Pero aprecio lo que Harry hizo por mí y por la gente que vio las películas”. El actor dice que esa historia lo hizo sentir en casa, y que la sensación se volvió contagiosa. Entre el correo que sus fans le han mandado está la carta de un papá que pasó años en la cárcel. “Estuvo mucho tiempo alejado de su familia. Cuando me escribió, fue para decirme que lo único que sus hijos querían hacer con él era ver Harry Potter. Este tipo de comentarios hacen que todo valga la pena.”

     Radcliffe visitó México hace un par de meses para el estreno de What If?, su primera comedia romántica. El género le interesaba, pero dice que hasta antes de esta cinta que protagonizó con Zoe Kazan —actriz que amamos en Ruby Sparks (2012)— no había encontrado un guión que realmente le gustara. En la cinta, su personaje es el clásico mejor amigo que la chica linda ignora hasta el final de la película. El estreno puso al D.F. de cabeza: aunque se planeó una alfombra roja para que Radcliffe conviviera con sus fans, las autoridades de Protección Civil ordenaron cancelar el evento. Radcliffe le pidió a su agente que verificara si no había manera de que el plan siguiera en pie, pero la respuesta siguió siendo negativa. “Cuando un país es tan cálido contigo como lo es México, es muy difícil no poder darles algo a cambio. Me dieron ganas de disculparme con toda la gente que viajó para estar ahí.”

Un disfraz de Halloween

     A Daniel Radcliffe le importa poco que lo vean desnudo en una película o en una obra de teatro. El papel más difícil de su vida —por retratar los excesos de un poeta beatnik y no por las escenas de sexo— fue Allen Ginsberg en Kill Your Darlings (2013). El segundo fue Ig Perrish en Horns —cinta que se estrena este mes en México— porque aunque su personaje parece caricaturesco, en el fondo explora lo terrible que puede ser la naturaleza humana. En esta cinta —que protagoniza con Juno Temple y Heather Graham— su personaje es inculpado por el asesinato de su novia, sufre el acoso de la prensa y su propia madre le dice que desearía que desapareciera.

    En pantalla, Radcliffe se interesa por personajes extremos y perturbados, que lo metan en problemas y lo pongan nervioso. Pero en la vida real sólo quiere ser un tipo común y corriente que pudiera llegar a un bar, saludarte y decir: “Hola, me llamo Daniel”.

—Si tuvieras una varita mágica y pudieras ser un tipo cualquiera durante un día entero, ¿qué harías?.

—No necesito una varita, sino un disfraz de Spider Man [ríe].

    Durante la Convención Internacional de Cómics de San Diego (Comic-Con) de este año, Radcliffe se disfrazó como el héroe de las telarañas y salió a la calle a tomarse fotos con desconocidos. “¿Sabes lo que más me gustó de eso? Que pude conocer a gente como cualquiera. Es decir, siempre que alguien me reconoce es muy amable conmigo y eso es increíble, pero fue maravilloso conocer a alguien sin ser yo.” Dice que de ahora en adelante su día favorito del año será Halloween, porque podrá salir a la calle con una máscara y hacer nuevos amigos.

Foto: cortesía de Diamond Films.

El César del cine

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Uno de los mejores cineastas de nuestros días —director de filmes como Alien (1979), Thelma & Louise (1991) y Gladiator (2000)— inició su carrera a los 40. El próximo año, tras cumplir 77, estrenará The Martian y ya prepara la secuela de Blade runner (1982). Este mes revivirá la historia de Moisés y los Diez Mandamientos en Exodus: Gods and Kings, protagonizada por Joel Edgerton y Christian Bale.

     Ridley Scott está completamente solo. Llegó antes que nadie a este campo de batalla intacto y silencioso para familiarizarse con el terreno aún virgen. Al finalizar esta etapa de reconocimiento entre él y su nuevo set de filmación le pedirá a su equipo que lo acompañe. A su dominio entrará un séquito de actores seguido de maquillistas apresuradas, camarógrafos en fachas con asistentes que riegan cables por el piso y encargados de utilería que estrellan vasos metálicos cuando se les resbalan de los brazos.

     Aún es temprano. El director británico tiene un café en la mano, pero tendría más sentido que sostuviera una espada. Excalibur sería perfecta: Scott tiene el aspecto de un rey que está a punto de subirse a un caballo blanco para salir a defender su reino. Camina erguido. Ni un signo de calvicie. Algunas canas extraviadas entre el pelo ondulado y la barba le dan un aspecto solemne; las bolsas bajo los ojos parecen las de un estratega que pasó la noche en vela pensando cómo conquistar el mundo.

     Las batallas no se ensayan. Un soldado sale a combatir con la esperanza de que su entrenamiento le permita sobrevivir un día más. Lo mismo ocurre en los sets de filmación de Scott: el primer día de rodaje, sus actores se presentan a trabajar con los nervios del militar en su primera guerra. Aunque conozcan el guión de memoria, nunca antes se han visto al espejo caracterizados como sus personajes ni han intercambiado diálogos con sus coestrellas. El director de Gladiator (2000) detesta los ensayos porque no imagina nada peor que observar a sus actores dando la interpretación de su vida sin una cámara en la mano. Peor aún: dice que si le sucediera algo así, pasaría las siguientes semanas intentando recrear algo que ya no existe, y que eso mermaría el entusiasmo de su equipo.

     Cuando los protagonistas de sus filmes llegan al set, Scott ya ha pasado un tiempo solo, con su taza de café, mientras visualiza las escenas que todavía no ha filmado. Tras saludarlos, les ofrece un desayuno, los deja un par de horas preparándose en el área de peinado y maquillaje, y sólo hasta que están caracterizados les abre la puerta a su mundo. En sus películas siempre se sigue el mismo proceso: Russell Crowe entra a camerino y de él sale un gladiador. Fuera del plató queda el mundo real; dentro aguarda el Coliseo romano.

     Para Scott es primordial que sus actores estén felices. Como nunca han ensayado juntos, la confianza del primer día de rodaje es esencial: cuando los lleva hasta el set, les pide mirar a su alrededor y reconocer el terreno en el que se moverán durante las semanas siguientes. En 2011, cuando filmó Prometheus —la precuela de Alien (1979)— la primera afortunada fue Charlize Theron. El director “la presentó” con su nave espacial y le dijo: “Es tuya, conócela”. Hoy toca el turno a uno de los rostros galeses más conocidos del cine: Christian Bale entra a camerino, sale Moisés. Scott está por darle las armas para liberar al pueblo judío de Egipto, abrir el Mar Rojo y escalar el Monte Sinaí para hablar con Dios.

LA VIDA EMPIEZA A LOS 40

     Ridley Scott está solo en medio de un jardín. Esa vez lleva un dry martini en la mano y nos observa llegar hasta el sitio en el que 20th Century Fox ofrecerá un coctel para prensa tras la presentación de Exodus, su nueva película épica. Acercarse a él es intimidante. Incluso al sonreír, su expresión se mantiene elegante y severa. Cuando uno lo saluda siente que acaba de estrecharle la mano al único hombre capaz de arrebatarle el trono de hierro al elenco completo de Game of Thrones.

    Scott tiene 77 años. Mientras otros hombres de su edad beben té, disfrutan de su retiro y juegan con sus nietos en el jardín de su casa de campo, él le da un sorbo a su martini y levanta una ceja como James Bond. Nada indica que esté harto del trabajo. Al contrario: su apetito es tan voraz que sin importar los días que lleva dedicado a la promoción de su última película, ya trabaja en la filmación de la próxima —The Martian, que protagoniza Jessica Chastain y estrenará en 2015— y en sus ratos libres bosqueja las secuelas de Prometheus (2012) y Blade Runner (1982), dos cintas que tienen a los fanáticos de ciencia ficción mordiéndose las uñas de ansiedad. Quizá quiere comerse el mundo porque su carrera como cineasta inició relativamente tarde: dirigió su primer largometraje a los 40 años, y hoy pareciera que aprovecha cada instante para exprimir hasta la última gota de cine al tiempo que le quede como director.

     Ridley Scott posee una memoria privilegiada. Le basta observar un paisaje una sola vez para plasmarlo en el storyboard (guión gráfico) de una de sus películas y con esa misma claridad recuerda su infancia: dice que cuando tenía tres años se escondía con su familia tras las escaleras de su casa para entonar canciones mientras los alemanes bombardeaban Ealing, el suburbio de Londres en el que nació dos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

     Su padre formaba parte de las fuerzas armadas británicas. Su madre era ama de casa. Scott dividía sus vacaciones entre las películas que veía solo, en el cine local, y los trabajos de albañilería que le dejaban un sueldo con el que apenas podía comprar las entradas. Era el típico adolescente que reprobaba todas las materias de la escuela. En lugar de invitar a una chica a salir, se pasaba la tarde pintando. Por ello, su padre le sugirió estudiar arte. Scott aceptó y, mientras el mundo bailaba rock and roll, él ingresó al London’s Royal College of Art a mediados de los años 50. Aunque desde entonces quería ser director, dice que eligió la carrera correcta porque gracias a ella se volvió experto en detectar la belleza en sitios aparentemente antiestéticos, como un burdo paisaje industrial.

PRIMER BORRADOR

     El cine de Ridley Scott no cobra vida cuando un grupo de actores recita un guión frente a la cámara, sino cuando el director esgrime sus dos armas favoritas: lápiz y papel. Para el creador de Alien, quien atemorizó a las audiencias setenteras con un extraterrestre que persigue a Sigourney Weaver dentro de una nave espacial, dibujar es escribir. Mientras duran sus rodajes, improvisa una oficina en la parte trasera del auto que lo transporta de su hotel a una locación y desde ahí traza las estrategias que filmará durante el día. Como un general que posiciona sobre un mapa a sus barcos frente a la línea enemiga, Scott marca las zonas del set en las que sus protagonistas deberán actuar. Al concluir este proceso —que es como fotografiar su imaginación— le pide a su asistente que saque fotocopias para su equipo: no puede empezar a trabajar sino hasta que todos sus colaboradores visualizan una escena con la misma claridad que él.

     Jon Spaihts, uno de los guionistas de Prometheus, dice que a Scott le fascinan las formas más horribles de parasitismo y las criaturas que viven bajo tierra. En Alien, la cinta que le dio fama internacional, el monstruo que definió el aspecto sobrecogedor que hoy le damos a los extraterrestres se presenta ante el público como si estuviera recién salido del Infierno: tras haberse incubado en el cuerpo de un astronauta, brota como un molusco sangrante y asqueroso de su pecho, emite un chirrido insufrible y se pierde en la nave hasta que reaparece como una criatura de dos metros y fauces hinchadas de dientes puntiagudos y babeantes.

     Scott se volvió experto en traducir sus monstruosas ideas a imágenes en movimiento después de graduarse de la universidad. Cuando entró a trabajar en la bbc se desempeñó como diseñador de producción y debutó como director en uno de los capítulos de una serie policiaca llamada Softly Softly (1966). Hoy es uno de los cineastas mejor pagados de la industria, pero entonces sólo ganaba 1,100 libras esterlinas al año.

     El director de Thelma & Louise dice que su escuela de cine fue hacer publicidad. Tras unos años como empleado de la red de medios más importante del Reino Unido, renunció para crear su propia casa productora y dirigir comerciales. Eso —¡al fin!— le dio la oportunidad de comandar su propio ejército de trabajadores y hacer lo que le viniera en gana: liderar actores, apropiarse de la cámara, diseñar sets y distribuir el presupuesto como quisiera hacerlo.

     Cuando realizaba publicidad televisiva Scott no era bueno en lo que hacía: era el mejor. El comercial de Apple que dirigió en 1984 no sólo parece una versión de Blade Runner en 60 segundos, sino que redefinió los parámetros de “espectacularidad” de los anuncios televisivos. Aunque no rodaba en 35 mm, sí concebía sus producciones como pequeños filmes, y en el proceso aprendió todo lo que hoy le permite negociar y convencer a un estudio como 20th Century Fox de invertir 130 millones de dólares en sus películas épicas.

MASTER AND COMMANDER

      Hay algo que distingue a Ridley Scott de otros directores que conceden entrevistas a la prensa: cuando alguien le formula una pregunta, responde rápido y contundente, sin asomo de duda o miedo a dar una respuesta incorrecta. Platicar con él es una experiencia única porque habla como si en sus respuestas estuviera toda la sabiduría del mundo, y es el tipo de persona que podría llamarte “imbécil” y aun así hacerte sentir que deberías darle las gracias.

     Ridley Scott —como Gandalf antes de encabezar a una tropa de hobbits en una batalla de The Lord of the Rings— siempre se preocupa por transmitir seguridad a su equipo. Dice que los actores huelen el miedo, y que si mostrara vulnerabilidad, nadie estaría dispuesto a confiar en él. A estas alturas de su vida, podría pasarse el rodaje sentado en una silla plegable y gritar instrucciones a sus colaboradores a través de un altavoz, pero entonces no sería uno de los mejores directores de nuestros tiempos ni actores como Javier Bardem, Michael Fassbender y Charlize Theron tendrían fe ciega en sus proyectos.

     Tras colaborar juntos en The Counselor (2013), Penélope Cruz dijo que filmar con él era como trabajar para un hombre con 100 ojos que vigilan cada detalle de la producción. La española tiene razón: si el presupuesto se lo permite, Scott usa hasta ocho cámaras durante un rodaje. Para él, cada instante en el plató es valioso: no emplea un tremendo número de camarógrafos por mero ego, sino porque considera que siempre existe algo rescatable en el trabajo de sus actores. “Es celuloide. Si no sirve, no pasa nada. Incluso los errores son fantásticos”, dijo durante una conferencia que dictó en Los Ángeles en 2008.

     Fassbender dice que Scott está al pendiente de todo, incluso cuando está fuera de un set: tras ver su actuación en Hunger (2008), el director le llamó para decirle “me gustaría trabajar contigo”. El actor alemán —que volverá a colaborar con él en la secuela de Prometheus— dice que no sólo le encanta participar en sus proyectos porque es un hombre que parece saberlo todo, sino por la espectacularidad de su producción: “Sé que no volveré a trabajar en escenarios así, a menos que sea en una película de Ridley. Con tantos efectos especiales, ya nadie se preocupa por crear sets tan reales, a los que puedes entrar sin prácticamente preocuparte por actuar”, dijo durante una entrevista de promoción de The Counselor.

“JUST FUCKING DO IT”

     El director de Exodus es un hombre ilustre. En 2003, la reina Isabel lo nombró “caballero” por sus servicios a la industria cinematográfica del Reino Unido. Sin embargo, hay otra cosa —además del cine— que Sir Ridley sabe hacer mejor que nadie: mandar todo al carajo.

     En el video de la conferencia que dictó en Los Ángeles hace seis años —y que hoy puede verse en YouTube— hay una leyenda que expresa la siguiente precaución: “Esta plática contiene lenguaje para adultos”. Exageraciones aparte, lo cierto es que cuando Scott habla en público, es célebre por emplear derivados de la palabra “fuck”.

    Si recuerda sus inicios como cineasta, dirá algo como: “Me tomó 20 años de trabajo como publicista decir ‘al carajo con la televisión, ahora quiero hacer cine’”. Si alguien le cuestiona por qué la lluvia nunca se detiene en el cielo nocturno de Blade Runner —esa joya de la ciencia ficción en la que Harrison Ford persigue androides—, responderá más o menos esto: “Porque tuve la jodida voluntad de hacerlo”. Y claro, a quien se sume a la crítica que reprobó su penúltima película, The Counselor —que, aceptémoslo, sí fue malísima—, le dedicará dos simples palabras: “Fuck you”.

     Si a Ridley Scott se le perdonan estos alardes de grandeza es porque hoy conoce la industria cinematográfica como Garry Kasparov un tablero de ajedrez. A 23 largometrajes y 2,000 anuncios de televisión de haber elegido su carrera, este caballero inglés sabe mejor que nadie que el cine es un medio muy costoso, y que un director no vive de cumplir sus fantasías o caprichos personales, sino de la venta de boletos en taquilla: su especialidad es el cine comercial porque está consciente de que una propuesta intelectual atrae menos público que una cinta palomera para pasar el domingo.

    Además, Scott es un hombre sumamente práctico. A pesar de su intolerancia evita a toda costa discutir con sus actores y proveedores y, en materia de cinematografía, conoce sus limitaciones: ha dicho que él no puede escribir como un guionista de la talla de Bill Monahan —quien redactó el guión de Kingdom of Heaven para él en 2005—, pero sí puede conseguir que un tipo así de brillante trabaje para él, por lo que no tiene caso que pierda el tiempo en un terreno que no domina.

Lo suyo es la planeación a gran escala: visualizar una historia en su cabeza, editarla y musicalizarla, y después repartir entre sus colaboradores de confianza el presupuesto que le permitirá transformar sus ideas en realidad. Sabe, sobre todo, que quien trabaja en cine debe deshacerse de esos titubeos que él mismo ha suprimido de su vida hasta cuando concede una entrevista. Por eso cuando un estudiante le pide algún consejo para transformarse en un director exitoso, Scott tiene una sola respuesta: “Just fucking do it”.

[Recuadro]

Así respondió Scott a nuestras preguntas sobre su nueva película.

ESQUIRE: ¿Qué enfoque le da Exodus a la historia bíblica?
RIDLEY SCOTT: Quise hacerla accesible. Eso quiere decir que el lenguaje será algo moderno. Steven Zaillian es un gran escritor. Para redactar el guión volvimos al Antiguo Testamento, y retomamos a quien quizá es el personaje más importante de éste. Tratamos de descifrar qué clase de persona fue Moisés. Hicimos lo mismo con Ramsés, aunque en realidad hoy puedes averiguar quién fue gracias al British Museum.

ESQ: ¿Por qué le ofreciste el papel de Moisés a Christian Bale?
RS: Busqué a Christian hace unos seis años. Le dije que algún día querría trabajar con él y cada quien hizo otras cosas hasta que llegó este guión a mis manos. Lo leí un fin de semana y me impresionó todo lo que no sabía de Moisés. Desde ese momento pensé en Christian para el papel. Si leo algo y me impresiona, desde ese instante se forma en mi mente la imagen del actor que podría interpretar al protagonista.

ESQ: ¿Permites la improvisación?
RS: Claro, pero a la vez tengo mucha claridad. Empecé a filmar The Martian hace un mes, pero semanas antes del rodaje ya sabía cómo quería que fuera todo. Cuando eso sucede, por lo regular ya no cambio de parecer, por lo que el rodaje fluye con mayor rapidez.

ESQ: ¿Cómo fue rodar en España?
RS: La mayor parte del tiempo hizo mucho calor. Nos apropiamos de un valle. El set medía un kilómetro. Fue muy complicado, pero tuve trabajadores extraordinarios que llegaron desde varias partes del mundo.

ESQ: ¿Prefieres los sets grandes a los pequeños?
RS: No. El de Matchstick Men (2003), por ejemplo, fue pequeño. Dependiendo de la historia creo el universo que ésta requiera. El set es un personaje tan importante como los actores que protagonizan la película, porque es lo que genera el ambiente. Es decir, es el sitio por el que los actores caminarán, así que si es grandioso, eso se verá reflejado en la actuación. Si una locación no es increíble, la película se viene abajo.

ESQ: ¿Qué tipo de instrucciones específicas le diste a tus actores en el caso de Exodus?
RS: Cambian minuto a minuto, día a día y segundo a segundo. Filmamos, revisamos la pantalla y sólo entonces vemos qué hacemos. No es complicado. Lo mantengo muy simple. Con algunos actores como Anthony Hopkins [con quien trabajó en Hannibal, en 2001] es más simple aún. Con alguien así no llegas y le dices algo como: “Piensa en el significado de la vida”. Me respondería: “¿Es broma?”. No funciona así.

ESQ: ¿Ha evolucionado tu manera de filmar una batalla?
RS: Sí. Black Hawk Down (2001) tiene 16 escenas del estilo. Filmar batallas es muy complicado porque el riesgo de que alguien se lastime es alto. Implica tomar precauciones y trazar cada detalle con anticipación. En esos casos sí coordino ensayos con un experto en stunts. ¿Cómo logré, por ejemplo, que 200 carros romanos cayeran por un acantilado en Exodus? En esta escena, en la que Ramsés persigue a Moisés, no podía darme el lujo de perder 200 coches reales, así que subimos a los actores a un carro, dejamos que los arrastrara un jeep hasta el borde del acantilado y una vez ahí, cargamos al elenco con un cable y replicamos el efecto digitalmente. Fue muy complejo.