Calcetines

Cortarle la etiqueta a un par de calcetines nuevos. Diecinueve parejas esperando autorización para adherirse a dos extremidades friolentas. Casi teinta y ocho evasores de ampollas, de gérmenes, y sólo a regañadientes se dejan empolvar con talco por el bien de las narices ajenas.
Cortarle la etiqueta a un par de calcetines nuevos. Tomar cuidadosamente las tijeras y dejarlos en libertad. Sentir pena por ellos. Nunca habrán de codearse con una lujosa dupla de tacones, nunca habrán de conocer el mar. Su destino será perderse en un basurero sin haberse besado con la arena, sin humedecerse en la nieve y sin dejarse envolver por sandalias que recorran empedrados para tropezarse con un chicle o los agonizantes restos de una nieve de limón.
Cortarle la etiqueta a un par de calcetines nuevos. Buscar la estrategia ideal para combinarlos. Confeccionar un croquis mental de ganchos, estantes, cajones y cajas de zapatos deportivos para encontrar a la pareja ideal de cada funda de pie. Y es que –claro está– los calcetines son ermitaños por excelencia. Viven solos y se reencuentran –como los andróginos– con su ‘otra mitad’ hasta el final de su existencia, hasta que alguno de ellos es sorprendido con una abertura más o menos redondeada o su resorte pierde la fuerza para evitar que la tela resbale desde el talón y hasta el tobillo. Entonces, y sólo entonces, las parejas vuelven a encontrarse y parten juntas hacia un lugar mejor.

El guerrero de Brasil

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[Esquire no. 58]

Hace más de una década, antes de personificar a un cruel tirano persa y saltar a la fama mundial, Rodrigo Santoro era un veinteañero que imaginaba pasar el resto de su vida en Brasil. La primera vez que pisó Estados Unidos, para promocionar una película de su compatriota –el director Walter Salles– ni siquiera hablaba inglés. El idioma lo aprendió después, junto con su pasión por viajar y las dificultades de posicionarse con éxito en una industria no siempre dispuesta a apoyar al talento latino.

Años antes de que su prestigio rebasara los límites geográficos de Brasil, el actor había protagonizado tres cintas que le valieron cierto reconocimiento en su país: Brainstorm (2001), de Laís Bodanzky; Behind the Sun (2001), de Salles y Carandiru (2003), de Hector Babenco. En aquel entonces, a los latinos que pretendían iniciar un carrera en Hollywood, no les quedaba más que aceptar papeles de narcotraficantes. Hoy la situación es distinta y Santoro puede presumir de haber estado bajo la dirección de personalidades como Steven Soderbergh, Roland Joffé y, por supuesto, Zack Snyder, quien lo inmortalizó dando muerte a Leónidas (Gerard Butler) en 300 (2006).

Rodrigo Santoro es una celebridad que no pretende haber olvidado su nacionalidad –como Paulina Rubio, que de vez en cuando se hace pasar por española– ni se jacta de llevar una vida de glamour en Europa. Su residencia sigue estando en Río de Janeiro y disfruta mantenerse cerca de su cultura. “Aquí no sólo está mi familia, sino también mis amigos. Me gusta viajar, pero prefiero mantenerme conectado con quien realmente soy. Y no digo esto para ser un patriota, sino porque se trata de valores fundamentales”, me dice al teléfono desde su casa, a la que me permitió llamar (a pesar del desacuerdo de su agente) sin sentir su privacidad amenazada.

Además de ser un brasileño fiel a sus raíces, Santoro es un hombre de gustos simples. Le basta empacar algunas t-shirts blancas antes de viajar y, para divertirse, no necesita más que un balón de fútbol. Este deporte, que practica donde quiera que esté, no sólo es parte de su identidad nacional, sino que también le brinda una oportunidad de convivir con sus amigos en cualquier parte del mundo. De hecho, si tuviera que permanecer en una isla desierta como Paolo, el personaje que interpretó hace ocho años en Lost, la serie de J.J. Abrams, lo único que pediría para sobrevivir sería una tabla de surf, una compañera de vida y una pelota de fut.

A Santoro le gusta la historia. En 2006, inspirado por Steven Soderbergh, se lanzó a la revolución. Para interpretar a Raúl Castro en Che, el brasileño (que no hablaba español) tuvo que viajar Cuba, estudiar un idioma nuevo e investigar a su personaje. Después llegó a Puerto Rico e inició el rodaje. “Se creó un verdadero ambiente de guerrilla. Todo era improvisado y dependía del clima. Fue muy interesante porque estábamos en constante estado de alerta”. Gracias a su trabajo en esta cinta, Santoro mejoró su carta de presentación como políglota y se atesoró la oportunidad de trabajar con uno de los directores más respetables del medio.

Tras interpretar al hermano de Fidel Castro, Santoro se transformó en Gran Rey del Imperio Aqueménida. En 300, de Zack Snyder (el director que resucitó a Superman en la reciente Man of Steel), personificó a Xerxes, quien derrotó al líder de Esparta en la Batalla de las Termópilas. “La segunda parte [a cargo de Noam Murro, que se estrena en marzo de 2014] será grandiosa porque no se trata de una secuela, sino de una historia que inicia en la misma época que la anterior y muestra la realidad desde un punto de vista distinto. Sin embargo, será tan atractiva y bella como la primera”, asegura el actor, que reacciona ante los retos de interpretar a un personaje histórico con el entusiasmo del estudiante que enfrenta la investigación de un nuevo concepto y la pasión de un artista que posee libertad para crear nuevas formas de expresión.

Para expresarse, Rodrigo Santoro también cuenta con las prendas que selecciona al vestir. “Mi diálogo con la moda es interesante. Me gusta, pero no dicta lo que debo hacer o usar. La veo como una forma de arte porque sé que detrás de ella está el trabajo de personas muy talentosas” Para involucrarse en este mundo, y aprovechar su gusto por viajar, asiste al New York Fashion Week. En este evento, y otros que tienen lugar en su país, más que tomar nota de las prendas más nuevas del mercado, se interesa en los conceptos presentados por los diseñadores.

El estilo casual es el que más le atrae Por el calor que siempre hay en Río de Janeiro, lo que más disfruta cuando está en casa es usar jeans, camiseta y flip flops. Sin embargo, su guardarropa se modifica de acuerdo a los destinos que visita y los compromisos sociales que tiene. Si ahora disfruta vestir con trajes y colores oscuros, no sólo es porque ha crecido la lista de invitaciones que recibe para asistir a festivales de cine y alfombras rojas en todo el planeta, sino porque en cada travesía profesional o personal que emprende, reconoce un mundo pletórico de posibilidades de creación y renovación.

¡Torera!

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[Revista Conozca Más. Abril de 2012]

Hay en su sonrisa una tranquilidad que no parece la de una mujer que está a punto de salir a jugarse la vida en la arena de una plaza de toros. Después de viajar en carretera y superar la incertidumbre de saber si el maestro Germinal Ureña tendría listo su traje de luces para la corrida del domingo, Hilda Tenorio me recibe con la camisa blanca, las medias rosas y la taleguilla puestas para permitirme presenciar la liturgia. Y es que, para un torero, ataviarse con aquella indumentaria de seda y cobertura metálica no es ponerse un uniforme: la magia de la ceremonia radica en la manera de vestirse, en el sentimiento, en el ritual.

Permanecer en la habitación donde un torero se viste permite presenciar el inicio de una celebración que culminará en una danza que inmortalice diversas reflexiones y preocupaciones humanas. Lo dijo Cristina Sánchez en su libro Matadora: “Torear no es solamente estar en la plaza. La concentración es anterior al ruedo”. Por eso hay que guardar silencio, pedir permiso para tomar algunas fotografías y acatar las indicaciones de Hilda: “Fotos sí, pero no me pidan que pose”. En el cuarto también está su mamá. Ella le cose el corbatín a la camisa, le acerca las zapatillas, la acompaña hasta el espejo para que se acomode los tirantes y le ayuda a ponerse el chaleco y la chaquetilla. Por lo que platica la michoacana de 25 años, la mirada de doña Hilda ha cambiado con el tiempo. Cuando su hija le dijo que deseaba ser torera se quedó callada, pero la vio con escepticismo y le dedicó uno de esos gestos que en realidad quieren decir: “Esperaré a que se te pase el berrinche y quieras jugar con muñecas otra vez”. La cosa es que a Hilda no se le pasó. A los 12 años, le bastó encontrar un video de Alfonso Ramírez ‘El Calesero’ para tomar la decisión de incursionar en el mundo del toro.

Fernando Tenorio –su papá– dice que, desde el principio, doña Hilda se convirtió en la acompañante de la futura matadora. Ella la llevaba a entrenar al Palacio del Arte –la plaza de toros de Morelia– con el maestro Rutilo Morales y fue testigo de su preparación. Hoy no hay en su mirada rastro alguno de incredulidad. Sus ojos reflejan lo orgullosa que está de su hija y, quizá, un poco de temor. Y es que desde el instante en que empieza la ceremonia del vestido, se sabe que también se inicia un juego entre la vida y la muerte. El matador se arropa con la escrupulosidad de la primera vez y con la solemnidad de asumir que también podría ser la última. Así lo escribió José Bergamín en La música callada del toreo: “la muerte se esconde en la tenebrosa embestida del toro y la lleva siempre en sus astas amenazadoras”. Hacia el final del ritual, doña Hilda amarra unos listones rosas en el cabello de su hija y espera a que ésta se detenga frente a las imágenes religiosas y la veladora que están sobre una mesita de madera. Luego le entrega la montera y el capote de paseo y salimos rumbo al coso taurino más grande del mundo.

*

Hilda enfrentó a su primer toro antes de cumplir 15 años. En vez de fiesta o viaje –como las quinceañeras tradicionales– le pidió a su papá un becerro para torear. Para ese entonces ya llevaba un año entrenando y sabía pararse en un burladero, sostener un capote y ejecutar una verónica. Según cuenta don Rutilo, la primera vez que la vio accedió a instruirla por la emoción que brillaba en sus ojos: “Cuando le pregunté ‘¿empezamos mañana?’, ella me respondió ‘¿no podemos iniciar hoy mismo?’”. Y así, entusiasmada, esta géminis que pasaría a la historia como la primera mujer en tomar la alternativa en la Monumental Plaza de Toros México, aprendió a dominar el arte de las chicuelinas, gaoneras, crinolinas y zapopinas con tal destreza que permitió que su apoderado, Eduardo San Martín, le consiguiera novilladas para torear en diferentes plazas. Hoy hay unos 3,000 espectadores esperando escuchar el pasodoble desde las gradas del coso ubicado en la Colonia del Valle. Hilda viste de rosa y oro y no sabe que su faena será la mejor de la tarde y saldrá como triunfadora a dar la vuelta al ruedo.

Cristina Sánchez dice que las cornadas son como medallas: condecoraciones que un torero secretamente espera por curiosidad –o porque sabe que otros le admirarán– pero también son laureles fastidiosos porque un premio se celebra con fiesta y una cornada lleva a la cama. Hilda lleva la huella de un laurel sobre el rostro. El día del accidente estaba en León. El toro brincó y le alcanzó la cara. La formación de la cicatriz que ahora le recuerda las dos trayectorias –de 24 y 30 centímetros– estuvo acompañada de una fractura en la mano, un esguince cervical y tres meses de recuperación. “¿No sientes temor después de algo así?”, le pregunto mientras me mira tranquilamente. Ahora pienso que quizá hay que estar en el tendido para comprender su respuesta: uno de los méritos de los matadores es su capacidad de superar el miedo y de exigirse mejorar aunque se jueguen la vida en el intento. Hilda recibe a su primer astado con un farol de rodillas y comprueba que sólo un verdadero torero sabe enfrentar el desasosiego: sólo así puede esperar el ataque, mantenerse firme y no permitirse la graciosa huida.

La tarde está nublada. Hilda está plantada en el ruedo y cuando uno la mira no piensa en su cuerpo menudo o en las dificultades que pudiera tener con la espada. Por el contrario, sobresale el valor, su forma de acariciar al toro y la manera de ejecutar los quites que le valen la ovación general. “Lo más importante en la lidia […] es el acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo. El estilo es también el torero. Se torea como se es”, dice Bergamín en su libro y así es como uno entiende por qué Hilda se lleva las palmas: la emoción traspasa sus faenas. Se le observa sonriente y en plenitud cuando danza pausadamente con su oponente y sus movimientos –junto con la embestida del animal– se transforman en una comunión. De ahí que uno grité “¡Olé!” y, al término de la lidia, aplauda. Al respecto, el cronista Francisco Baruqui escribió que la moreliana es un torero en el cuerpo de una chavalilla, que “se trata de una mujer con todo el sentimiento y la formalidad taurina, pletórica de valor y de entrega, que desborda en su menudo cuerpo después de haber brindado un toreo de ayudados con la diestra y sendos naturales con la izquierda”. Él dice que lo de Hilda es vocación, un caudal de torería con sabor y aroma que demuestra que en ella hay un torero de la montera a las zapatillas.

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Aunque tras enfrentar a los dos toros de la ganadería de San Judas Tadeo Hilda se va sin apéndices, los críticos coinciden en que su actuación fue la más destacada en la décimo novena corrida de la Temporada Grande 2011-2012 en la Plaza México. Para un torero puede haber días memorables aunque se salga sin orejas o un rabo. Según cuenta Hilda, la tarde que más recuerda es aquella en la que la gente le gritó: “¡Torera! ¡Torera!” a pesar de que no logró matar al toro. Eso sin mencionar que cada lidia es un recordatorio de su éxito como profesionista en una disciplina que la tradición ha reservado –casi exclusivamente– a los hombres. Para llegar hasta este momento, no sólo enfrentó (y superó) los mismos obstáculos que todo caballero que hace carrera en este oficio, sino además el rechazo de los matadores que ‘no querían torear con ella’.

Cuando se trata de piedras, las hay por todos lados. Son justo lo que la fiesta brava enfrenta en México y en otras naciones que persiguen la prohibición de la muerte como espectáculo y el maltrato animal. Mientras que algunos exigen el respeto a la vida, los aficionados, ganaderos y otros involucrados en la tauromaquia afirman que el toro de lidia existe con el único fin de morir en la arena. Cuando Hilda profundiza en el tema, explica que esta idea está respaldada por diversos argumentos. Primero: estos seres solo se pueden torear una vez porque generan un ‘sentido de peligro’ que los haría huir –en vez de embestir– y por ende imposibilitaría la faena. Segundo: no sólo son animales que desarrollan poca musculatura –como para obtener carne– sino que además es complicado que, por su bravura, se dejen ordeñar para conseguir leche. Tercero: existen los indultos, es decir, la oportunidad de que el ganado sea curado y liberado para procrear durante el resto de su vida. Y todo esto sin hablar de la tradición cultural tan extensa que hay detrás del toreo.

El toreo es, ante todo, un arte efímero. La emoción que genera no deja obra material o palpable a la que se pueda recurrir después de que ocurre. Dado que no posee una huella o trazo que señale una ruta para repetirse, es –diría Bergamín– un arte puramente analfabeta: nace de la improvisación creada por un hombre o mujer que enmascara su mortalidad dominando a una bestia de ojos profundamente negros. Para los amantes del toro y su gallardo adversario, el encuentro genera una emoción mágica que va más allá del cuerpo. Según Cristina Sánchez, pertenece al alma, al espíritu. La única constante en una arena es la presencia invisible de la muerte, que es ritualizada, estetizada, embellecida. Para los apasionados de los tres tiempos que dura el arte, el toreo no es un deporte ni un juego, sino creación y poesía. Toro y torero se mitifican; uno a través de su imponente galope y otro mediante su traje de luces. De ahí lo inusitado del mundo taurino.

Hay en su sonrisa una tranquilidad que no parece la de una mujer que tomó una decisión insólita: la de convertirse en torera. Como otras jóvenes que le precedieron, enfrentó un problema histórico porque buscó incursionar en un terreno acaparado por hombres. Por eso es toda una experiencia conocer a una matadora que ha sabido ganarse un lugar en este gremio de tradición masculina. Aún le queda el sueño de torear en Las Ventas, en Madrid, y convertirse en una figura internacional. Mientras eso sucede, bastará con mencionar que en México ya existe una torera que posee un lugar especial entre espectadores y críticos y su nombre es Hilda Tenorio.

La lógica de un genio

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Originalmente publicado en Esquire no. 61 (PDF aquí)

A los 12 años, Alfonso Cuarón se hizo cineasta. Tenía una cámara carente de cinta para filmar, pero su imaginación era suficiente para crear una historia. El niño que creció en la colonia Roma, en la Ciudad de México, definió el sueño que perseguiría el resto de su vida cuando tuvo en las manos su primera Super 8. Mientras sus amigos jugaban futbol y hacían tarea, él recorría las calles con su cámara casera para capturar tomas imaginarias de lo que no podía filmar. Aunque treinta años después sería el director de Harry Potter and the Prisoner of Azkaban –cinta con 130 millones de dólares de presupuesto–, en 1973 no tenía dinero para comprar rollos de película. El cine, para el pequeño Alfonso, no duraba más de tres minutos y sólo se materializaba cuando un tío le regalaba un cartucho para trabajar. Así fue como Cuarón, el cineasta de la cámara vacía, aprendió que para filmar y editar una película primero hay que saber soñar.

El germen del cine está en las obsesiones de sus creadores. Alfred Hitchcock era incapaz de iniciar una producción sin esbozar sus escenas en papel. Al inicio de su carrera, Quentin Tarantino sólo podía redactar guiones de madrugada. Alfonso Cuarón, a casi cuarenta años de haberse hecho cineasta, es un obseso de los sueños. Sólo cuando una idea le seduce por completo, escribe. Al final se preocupa por las adversidades tecnológicas y financieras de la producción. Gravity, su más reciente filme, es la conjugación de una fantasía que comparte con su hijo, Jonás Cuarón. En los años sesenta, cuando Alfonso vio al hombre pisar la Luna, deseó convertirse en astronauta. Veinte años después, cuando Jonás observó la Estación Espacial Internacional en una pantalla IMAX, concibió la misma fantasía que su padre: viajar a un ambiente sin gravedad.

Los Cuarón empezaron a trabajar juntos la década pasada. Sin embargo, el intercambio de ideas entre padre e hijo se remonta a los años ochenta. En aquel entonces, Jonás tenía cinco años y Alfonso –“más joven e irresponsable que ahora”– atesoraba el placer de viajar de mochilazo con su hijo. En camino a sitios arqueológicos como Tikal, en Guatemala, el cineasta hablaba de sus tramas y personajes con su joven copiloto. Éste le observaba desde el asiento contiguo: con sus comentarios y preguntas, clarificaba las ideas de su papá. Treinta años más tarde se invirtieron los papeles. Una noche, Jonás fue a casa de su padre para contarle una de sus historias. Al mes siguiente, a cuatro manos, concluyeron el guión de Gravity.

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Alfonso sonríe: Gravity es la manifestación del aprendizaje que un padre recibió de su hijo. Jonás es el soñador detrás del guión de la cinta. Gracias a él simplificó sus historias y enfocó su creatividad en provocar experiencias sensoriales para transmitir ideas. Los astronautas de Gravity no combaten extraterrestres ni tienen encuentros cercanos del tercer tipo. No son testigos históricos de la carrera espacial ni protagonizan un documental. Tampoco deben impedir el Armagedón. No son héroes de ciencia ficción porque no provienen del futuro. Su historia podría iniciar un día cualquiera. Su conflicto es el mismo que padece quien jamás ha salido del planeta: enfrentar el miedo a morir solo. Gravity se diferencia de otras cintas de su clase porque transmite ese temor de principio a fin.

La historia de la película protagonizada por Sandra Bullock y George Clooney es tan simple que se resume en la lucha que emprende una pareja de astronautas para regresar a la Tierra. Sin embargo, el filme no cala hasta los huesos por su trama, sino porque materializa la angustia humana en 90 minutos de fotogramas. En Gravity, una amalgama de sonido y tiempo abrasa a un espectador que ya no está en la butaca del cine, sino en el espacio. Desde ahí observa el vaho formándose en el casco de un explorador que respira con atropello. Desde ahí se vuelve consciente del silencio. Desde ahí teme alejarse de la luz que proyecta la Tierra, pues a lo lejos sólo hay oscuridad. Flotando, mira su propio cuerpo desplazarse con lentitud; le desespera la torpeza de sus movimientos. Atestigua el llanto de una mujer, igual de vulnerable que él, y un nudo se agolpa en su garganta. ¿Cómo sería morir así?

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Si Gravity encarna lo que Alfonso Cuarón experimenta en torno a las dificultades y los obstáculos, Jonás tiene razón en reconocer, en su padre, a un luchador. Producir el guión de esta película no sólo requirió creatividad, sino determinación. Antes de iniciar el rodaje, Alfonso compartió el planteamiento de la cinta con dos colegas de Hollywood. Cuando habló de producir angustia en lugar de aliens, destrucción terrestre y ciencia ficción, uno le aseguró que no le alcanzaría el dinero. El otro, que la tecnología que requería aún no existía. Alfonso, como el niño de 12 años, volvió a saberse propietario de un sueño y una cámara, pero sin material para filmar.

Para que Gravity no se esfumara como las películas imaginarias de su infancia, el cineasta mexicano se sentó a romperse la cabeza con Emmanuel Lubezki. El fotógrafo, con el que ha compartido anhelos y angustias desde que rodó su primera película (Sólo con tu pareja, 1991), es el genio detrás de la iluminación naturalista de filmes de artistas visuales como Terrence Malick y Tim Burton. En 2009, director y fotógrafo –un tipo con bolsas en los ojos, barba de días y cabello rubio ensortijado– improvisaron una técnica para evitar elevar costos sin sacrificar calidad visual: robots que desplazaran cámaras e iluminación en perfecta sincronía con el movimiento de los actores.

Mientras duró el rodaje, todo el equipo aprendió a sobrellevar las mismas presiones que Cuarón. En un inicio, Bullock y Clooney aceptaron actuar colgados de cabeza. Sin embargo, como si fueran astronautas en trajes sin presurizar, la sangre se les agolpó en la cara y sus rostros enrojecidos dejaron de ser atractivos para la pantalla grande. Entonces cambiaron de técnica: primero actuaron dentro de un cubo iluminado de tres por tres; luego los animadores recrearon sus cuerpos digitalmente. Al finalizar el rodaje, Gravity no solo materializó el sueño de un padre y su hijo, sino el de más de 700 personas que a lo largo de cuatro años y medio se incorporaron a la producción.

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Hoy el calor abrasa la ciudad de Los Ángeles. Alfonso viste de negro, como siempre, pero luce una barba más blanca que hace cinco años, cuando posó para Esquire con motivo del estreno de Rudo y Cursi, filme dirigido por su hermano Carlos. Ahora, a los 51 años, usa anteojos para ver de cerca. Es abuelo y cómplice de los hijos de su hijo. Sonríe y un compendio de arrugas –como sábanas estrujadas– surca la orilla de sus ojos. No logró convertirse en astronauta, pero James Cameron ha dicho que fue capaz de hacer el mejor filme de astronautas que Hollywood ha visto.

Alfonso Cuarón aún conserva algo del niño que imaginaba historias en Super 8 aunque carecía de rollo para filmar. Al concluir la plática sobre Gravity, le pregunto cómo se ve en diez años. Sonríe (las arrugas vuelven a dibujar un acordeón) y responde: “En diez años tendré el pelo todavía más blanco, pero seguiré haciendo películas. Quiero hacer al menos una que provoque que ese niño de 12 años diga: “esa sí te quedó bien”.

ESTE SOY YO: Entrevista con Alfonso Cuarón

  • Todo lo que uno hace es reflejo y expresión de las experiencias propias. El punto de partida de Gravity, mi nueva película, fue que conozco muy bien las adversidades que vive la protagonista. Hace unos años comencé a preparar un filme que no pude concretar. Ya tenía locaciones y actores, pero inició la crisis económica y perdí el financiamiento. La experiencia me paralizó; fue tan dolorosa que me llené de miedos e inseguridades. En ese proyecto también estaba trabajando Jonás Cuarón, mi hijo. Recuerdo perfectamente que estaba con él y no me quedó más que decir: “Hay que mirar hacia adelante, pensar qué vamos a hacer ahora”. Decidimos hacer una cinta que retratara esas adversidades. Así fue como empezamos a escribir Gravity.
  • Gravity nació de un sueño con mi hijo. Cuando escribimos el guión, todo tenía sentido y parecía muy fácil: queríamos hacer una cinta de astronautas. El problema surgió cuando empezamos a llevar todo al terreno práctico y nos dimos cuenta de que era una película imposible. Gente como David Fincher nos dijo que la tecnología estaba en pañales y, para hacer la película, era necesario esperar al menos siete años. James Cameron, en cambio, apoyó mucho el proyecto, pero dijo que necesitaba 400 millones de dólares para concretarlo. Yo no estaba en condiciones de esperar siete años ni de juntar esa cantidad de dinero.
  • El asunto del dinero es circunstancial, pero también aprendes que no siempre lograrás hacer tu película. Es muy doloroso soñar, preparar una cinta y que de pronto todo se derrumbe. Sin embargo, también de eso se aprende. Curiosamente, hay ocasiones en que las oportunidades regresan, pero tú ya no quieres retomar un proyecto porque estás explorando un mundo nuevo.
  • La temática de Gravity es el renacimiento como resultado de las adversidades. En la cinta, todo es metafórico. Los deshechos del espacio representan los obstáculos que enfrentamos todos los días. Si eres afortunado, saldrás adelante con un mayor entendimiento. Eso es renacer.
  • En un momento u otro, todo el mundo atraviesa por una situación tan adversa como la que retrata mi película. Para ello, no es necesario estar en el espacio.
  • Gravity no es una película de ciencia ficción per se. La historia es muy sencilla y ocurre en el espacio en el día de hoy. Lo importante para mí era que el espectador sintiera que él es el astronauta perdido en el espacio.
  • Toda la película discurre en un ambiente de cero gravedad. Eso quiere decir que los personajes están flotando. No hay arriba y no hay abajo. No hay resistencia. Ese efecto es imposible de reproducir en la Tierra.
  • Las animaciones que realizamos en posproducción implicaron un poceso casi artesanal. Decenas de animadores enfrentaron un nuevo reto: trabajar sin gravedad. Para ayudarlos, contratamos a científicos que impartieran cátedras al respecto. El set de animación fue el más angustiado durante la filmación. El mero proceso de aprendizaje les tomó casi dos meses.
  • Las tecnologías deben estar al servicio de la creatividad. No son más que herramientas. Vivimos en una época en la que se permite tener sueños que pueden aterrizarse gracias a la tecnología. Espero que haya gente que la utilice para generar soluciones reales. Yo sólo soy un payaso de circo que la usa para hacer películas.
  • Como cineasta, no me preocupa filmar un blockbuster, sino concluir la película que tengo en mente. En el caso de Gravity tuve la suerte de contar con recursos, pero en realidad abordé la idea de la película de la misma pasión, desenfado y necedad que Y tu mamá también.
  • Vivir el proceso de selección que conlleva el cine es un placer. Todo inicia con la escritura del guión, con la posibilidad de soñar la idea y pensar cómo deberás aterrizarla. Es totalmente placentero porque no hay límites. Después llega el momento donde inicia la producción y te das cuenta de los retos que tienes que enfrentar. En el caso de Gravity fueron tecnológicos, pero otras veces pueden ser financieros y creativos. Por eso el cine también es un proceso de descubrimiento.
  • Sin importar si se trata de una adaptación o de un guión original, siempre haces tuyos los proyectos. Aunque quizá sea el peor cineasta para analizarlo –porque una vez que termino una cinta no la vuelvo a ver– estoy seguro de que si me sentara a observar todas mis películas encontraría un lazo que las une entre sí.
  • La narrativa es el veneno del cine. Las historias de nuestros días pueden comprenderse con los ojos cerrados: vas a ver una comedia romántica, compras palomitas, te sientas en la sala, cierras los ojos, termina la película y no te perdiste de nada. Entendiste todo porque fue como una radionovela. Para mí el cine es otra cosa, es un lenguaje propio que tiene más que ver con la música, el teatro y la literatura que con la pintura. Tiene que ver con el tiempo, ritmo y relaciones emocionales que tenemos.
  • Siempre intento retratar una verdad emocional que no sea sentimental. Desconfío del sentimentalismo. Lo rechazo por completo. Creo que lo importante es encontrar una verdad y tratar de despojarla de elementos que distraigan e impidan encontrarla. En algún momento de mi carrera pequé de ornamentar y fue cuando tomé la decisión consciente de cambiar por completo.
  • La inspiración es la vida. De pronto lo tuve muy claro: la vida es la que está poca madre. El cine y la tecnología son sólo partes de ésta. No hay que confundir su importancia con las prioridades creativas.
  • Hay que alejarse de los miedos y las preconcepciones para hacer lo que uno crea que es más honesto; no por seguir una estrategia o tratar de quedar bien con alguien. Si tú tienes una idea honesta, debes defenderla hasta el final.
  • Si logro conciliar la continuidad de mi vida con las situaciones de aislamiento en las que suelen estar mis personajes es porque a través del cine uno trata de entender conceptos y preocupaciones. Yo puedo tener una vida afortunada con mi familia, pero eso no quiere decir que no me inquiete comprender ciertas cosas. Esta película aborda la adversidad y la posibilidad de renacer porque es una preocupación constante en mi vida.
  • Mi infancia fue más parecida a la de mis abuelos y tatarabuelos que a la de mis hijos; se relacionó más con la generación del siglo XVII que con la de los jóvenes de hoy. Todos estos chicos han nacido con un nuevo set de herramientas tecnológicas. Éstas tienen que ver con la revolución digital, que provoca que el mundo sea completamente distinto. Para estos jóvenes, el mundo está en sus manos: en una pantalla.
  • De niño soñaba ser astronauta y cineasta. Ahora sigo soñando con viajar al espacio. No quiero volver a hacer una película al respecto, pero astronauta sí quiero ser.
  • De chavo solía escaparme al cine. Decía que iría a jugar con mis amigos, pero en realidad iba al cine y no hacía tarea. Veía dos o tres películas al día. Cerca de mi casa estaban dos cines maravillosos: el Estadio y el Gloria, que tenían programas dobles y triples. Eran a todo dar.
  • Me acuerdo perfecto del día en que recibí mi primera cámara. Yo la compré. No pasé semanas ni meses viéndola y sin soltarla, sino años.
  • El niño que filmaba con Super 8 era más sabio que yo. Quería hacer mejores películas. A veces pienso que si ese chavo me conociera, diría: “Ah, bueno, estaré haciendo cosas increíbles. Qué chido”. Pero por otro lado creo que sus ambiciones eran mayores. Y no lo digo con frustración, sino porque espero que todavía me queden muchos años para tratar de cubrir sus expectativas.
  • Es muy importante que la nueva generación de jóvenes no pierda sus sueños. El punto de partida no debe ser la tecnología, la producción o el dinero, sino un sueño que desees convertir en realidad. A veces puede implicar una gran producción, pero hay ciertos sueños que tienen que ver con universos ligados a la realidad sociopolítica, como fue el caso de Y tu mamá también, o con una metáfora de la realidad, como sucedió con Niños del hombre. La creatividad es lo primero.
  • Mi generación critica que los jóvenes ya no ponen atención. Sin embargo, no creo que sea eso, sino que tienen prioridades distintas. El otro día hablaba con Guillermo de Toro y decíamos que el cine que nosotros hacemos algún día será el equivalente a las operetas y zarzuelas. Muy pronto llegará gente de una nueva generación a decirme: “A mi papá le gustaba mucho eso que hacías en cine”. Los jóvenes tienen otro ritmo, un lenguaje mucho más directo, breve e inmediato. Eso es lo que trajo Jonás a Gravity.
  • Trabajar con Jonás fue un aprendizaje que tiene que ver con las herramientras tecnológicas y estéticas de las nuevas generaciones. Él me decía que podía abordar los temas que me gustan sin mostrarlos de una manera densa. Me sugirió ser mucho más experimental, sin ser tan intelectual, y eso fue una gran liberación para mí. Me enseñó un nuevo camino, de una mayor simplicidad, donde las cosas pueden ser ligeras y entretenidas sin que por ello pierdan profundidad.
  • De Jonás no sólo admiro su talento, sino también su sabiduría. Sabe tomar todo con calma y diferenciar una adversidad de aquello que puede resolverse. Siempre mantiene cierta ecuanimidad con respecto a sus logros y fracasos. Tiene muy claro cuáles son las prioridades en su vida.
  • Hay miles de experiencias que atesoro como papá. Ser padre es ‘la’ experiencia, es lo único que me haría ver el cine como algo irrelevante. Es genial.
  • Además del cine, amo viajar con mis hijos. Lo hacía con Jonás desde que era chiquito. Era un papá backpackero que salía con un chavito para meterse a lugares a los que no debió haberse metido. Recientemente tuve la suerte de pasar dos semanas en Perú con mis hijos pequeños. Realmente disfruto salir con ellos. De hecho, lo que más me emocionaba de que Gravity abriera el Festival de Venecia era que iba a compartir ese momento con Jonás, que escribió la película; con mis otros dos hijos y con mis dos nietos. La experiencia fue uno de los regalos más bellos que me ha dado la vida.
  • Ser abuelo es a todo dar porque a los hijos hay que cuidarlos, pero a los nietos sólo hay que echarlos a perder.
  • Ya estoy trabajando en un nuevo proyecto con Jonás, estamos a todo vapor en la preparación de Desierto (2014).

El arca de Noah

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[Esquire no. 57]

El destino de la última producción televisiva que Steven Spielberg auspició para reafirmar su liderazgo en materia de ciencia ficción, dependió de la decisión de un niño de seis años. Meses después de haber interpretado al doctor John Carter en 254 de los 331 episodios de ER, Noah Wyle llegó a casa y llamó a su hijo Owen para plantearle la siguiente pregunta: “¿En qué papel preferirías ver a papá la próxima vez que aparezca en televisión: policía, abogado o cazador de aliens?”. Como haría todo afortunado en condición de transformar a su padre en el héroe de sus sueños, Owen tomó la única decisión plausible y Wyle se convirtió en el protagonista de Falling Skies, serie posapocalíptica que este mes estrena su tercera temporada.

Antes de aceptar este papel, Wyle dedicó más de una década de su vida a coprotagonizar un drama televisivo que retrataba las hazañas y peripecias de un grupo de médicos de una sala de urgencias de Chicago. En 2009, ER pasó a la historia como la única serie de su clase en haberse transmitido durante 15 años ininterrumpidos en Estados Unidos y haber recibido más de 124 nominaciones a los Emmy Awards. Gracias a esta producción, Wyle obtuvo el papel más prolífico de su carrera y la tentación de decirle a su madre (una enfermera que temía por su futuro como actor): “Mi hospital paga mejor que el tuyo”.

La nueva temporada de Falling Skies –que se estrena el 19 de junio a las 10 pm por TNT– augura nuevos aliens y enigmas. Es una producción que presume del ingenio del productor que llevó a ER al estrellato. Según Wyle, la presencia de Steven Spielberg es evidente tanto en la calidad de los guiones, como en el proceso de posproducción y creación de efectos especiales de la serie. “Es el mejor narrador de historias de mi generación y es un honor trabajar para él”, agrega el actor antes de homologar la reputación de su jefe a la de cualquier marca respetable que, con la sola mención de su nombre, añade prestigio a la producción que la respalda.

En Falling Skies, Noah interpreta a Tom Mason, un experto en historia militar que, para rescatar a su hijo de los aliens que han invadido y neutralizado la Tierra, se convierte en el único líder capaz de salvar a la humanidad. En la vida real, el actor comparte el nombre del personaje bíblico que Dios eligió para construir el arca que resguardaría el porvenir humano del Diluvio Universal y ha asumido esta curiosa coincidencia para manifestar al héroe que todos llevamos dentro: “Si la Tierra se viera amenazada y yo pudiera preservar algo de nuestra civilización, salvaría gente, algunos animales y tantos libros como fuera posible. Y, si contara con la cooperación de los gobiernos del mundo, recorrería museos para reunir tantos tesoros como pudiera”.

Wyle –tal como su personaje en Falling Skies– se ha transformado con el tiempo. Hace 14 años, una llamada irrumpió en su tranquilidad. La voz al otro lado del teléfono le provocó taquicardia: “¿Noah? Habla Steve Jobs”. El genio que desbancó al fruto prohibido de Eva como la manzana más popular del mundo, le llamaba para comentarle que Pirates of Silicon Valley –película que Wyle había protagonizado para retratar al magnate de Apple– le había parecido pésima, pero que su interpretación le había encantado. Wyle, sonrojado hasta el borde de un colapso emocional, se congratuló en silencio. Era una época en la que su principal motivación profesional era obtener reconocimiento público. Hoy las cosas han cambiado.

En 1998, cuando su felicidad podía calcularse de manera directamente proporcional a los 35 millones de dólares que llegó a obtener por salvar vidas en la sala de urgencias más famosa de la televisión, Wyle estaba enfocado en obtener roles exitosos y lucrativos. Ahora, con 42 años recién cumplidos y un hijo le acompaña al set para observarlo acrbillar aliens con metralletas, todo se ha vuelto un asunto doméstico. “Antes perseguía papeles que implicaran un reto o situación interesante para explorar. Actualmente, la mayor parte de mis elecciones tiene que ver con lo que quiero que mis hijos vean y me piden que haga”. Hoy Noah Wyle es el cazador de aliens predilecto de Steven Spielberg, pero también es el padre de familia que sabe que lo más importante en su vida no es posicionarse como un ídolo de la ciencia ficción, sino como el héroe que sus hijos esperan cada noche cuando vuelve a casa.

Imaginación a la deriva

lifeof pi

[Esquire no. 51]

India es sólo un punto de tierra lejana y distante que la familia de Piscine Militor Patel ha dejado atrás para rehacer su vida en América. A bordo del barco que se dirije a Canadá, también viajan los animales del zoológico en el que Pi se crió. Una noche inquieta, un naufragio, un joven que es arrojado a una lancha en la se esconde un tigre de bengala llamado Richard Parker y la piel erizada del espectador ante el lazo que Pi busca en la mirada del animal que le acompaña por los más de 200 días que se mantiene a la deriva. La nueva cinta del director Ang Lee formula más preguntas que respuestas y el viaje que emprende el protagonista es también un deleite visual: Life of Pi está repleta de imágenes que invitan a involucrarse en el mundo de los personajes y, a través del 3D, aproximarse al esplendor de la naturaleza que retrata la cinta. Desde Los Ángeles, California, platicamos con Claudio Miranda, director de fotografía del filme, y nos habló de su trabajo junto al director taiwanés.

ESQUIRE: ¿Qué define un buen trabajo de fotografía en cine?

CLAUDIO MIRANDA: Una buena fotografía es aquella que se siente real. Es decir, que involucra al espectador en la historia. Se debe leer el guión y comprender las palabras. Se puede jugar con la luz para ofrecer algo que nadie más puede lograr y eso transmite vida. Es casi como lo que hace un pintor con una brocha: añade trucos de luz y crea movimiento. Una buena película necesita de todos aquellos que están detrás de cámaras. Life of Pi, por ejemplo, tiene unos efectos visuales increíbles que rodean a la audiencia y el diseñador de producción es formidable. Estos fueron algunos de los elementos que me atrajeron para formar parte del proyecto.

ESQ: ¿Cómo fue la experiencia de trabajar con Ang Lee?

CM: Ang Lee es muy diferente a otros directores con los que he trabajado. Su historia parte de un punto emocional muy importante y me hizo sentir algo grandioso al trabajar en determinadas escenas. Constantemente me daba referencias visuales y me decía qué apariencia quería que se le diera a uno u otro día. Es decir, si quería luz, sombra, lluvia o cualquier otro ambiente y, dependiendo de eso, se creó la iluminación.

ESQ: De las escenas que tuviste a cargo ¿cuál fue tu favorita?

CM: Hay una que filmamos en el agua, durante una celebración nocturna. Fue hermosa porque colocamos 50,000 velas y amé la iluminación que obtuvimos. La filmamos en una alberca inmensa y, mientras estábamos ahí, nos decíamos: ¡wow! ¡mira lo que logramos! Todo lo que hicimos en India fue increíble. Fue el mejor lugar para para filmar y que una pequeña parte de la historia tuviera lugar.

ESQ: ¿Hay alguna circunstancia específica en la que disfrutes trabajar?

CM: Amo iluminar con velas. Realmente me gusta cuando la luz parece ser invisible. Es decir, cuando se siente natural y los actores se pueden mover sin problemas a través de un set.

ESQ: De las cintas en las que has trabajado ¿cuál te enorgullece más?

CM: Todas son diferentes. Ninguna de mis películas se parece pero me gustan todas por una u otra razón. Por ejemplo, The Curious Case of Benjamin Button fue muy especial, muestra muchas situaciones paralelas por las que atraviesa un hombre que vive a la inversa. Tron: Legacy, en cambio, parece electrónica y sintética porque transcurre en un mundo que no conocemos. Pero, si tuviera que elegir, diría que Benjamin y Life of Pi son las más especiales para mí.

A quien corresponda

La última vez que Virginia Woolf le dedicó unas palabras a su esposo, con quien estuvo casada durante 29 años, fue a través de una carta que escribió antes de suicidarse en el río Ouse. Si hoy esa misiva es atesorada junto con otras 3,800 epístolas que la pensadora británica redactó a lo largo de su vida, no sólo es porque el texto preserva su personalidad y revela esbozos de su filosofía, sino porque pertenece a una época en la que la redacción de una carta era un acto solemne.

La historia se escribe, dicta la sabiduría popular. Durante siglos –junto con registros contables y documentos del gobierno– la historia se escribió a través de cartas. De ser un instrumento de comunicación privada –siempre de gente educada, claro– se puso al servicio de la religión y el arte. En el Nuevo Testamento están las epístolas a los romanos, a los corintios, a los gálatas, a los efesos, a tantos más. En Frankenstein, Mary Shelley le da vida a un monstruo de piel putrefacta a través del relato de un capitán que mantiene correspondencia con su hermana para describir la rivalidad entre criatura y creador.

Hoy las cartas han perdido su encanto, incluso en Internet. Si se googlea (verbo nacido de la era sin cartas) la palabra “correo”, el primer resultado que arroja el buscador es el de un servicio electrónico de Microsoft. El cuarto resultado enlistado –el enciclopédico– no define el servicio que conlleva el transporte de cartas o documentos de un lugar al otro, sino el “electrónico”. No es sino hasta la parte inferior del navegador que el servicio postal mexicano enlaza a una página que, de primera instancia, muestra una postal en color sepia para referir al viejo edificio de correos que se inauguró, en la Ciudad de México, en 1907. La imagen gastada, con sus anotaciones en letra cursiva, se traduce en nostalgia.

Juan Villoro escribió que pertenecemos a la primera generación que vio desaparecer las cartas. En tiempos de emoticons, TQM’s y 4EVERFRIEND’s, la redacción de una carta escrita a mano es casi una artesanía. Hoy ya nadie tiene pluma y papel a la mano –para escribir está el iPad o, mejor aún, el iPhone– y, mucho menos, paciencia. Antes el sistema de correo alimentaba la dulce espera entre dos amantes, avivaba la inquietud de una mujer que esperaba noticias de un marido en la guerra. Hoy ya nadie espera y, mucho menos, cuida su prosa: la comunicación electrónica transformó la palabra en obsolescencia, aceleró su caducidad.

La mutación del sistema de correo también transformó al intermediario que solía participar en este proceso de comunicación. Los griegos empleaban atletas que corrían de un lado a otro para entregar una carta. Los mosqueteros se valían de hombres a caballo para transportar una misiva. Los árabes confiaban en los servicios de las palomas mensajeras. Hoy sólo en el universo de fantasía de Harry Potter podría concebirse que una lechuza estuviera a cargo de la entrega de un mensaje que podría enviarse, en segundos, por email.

Hoy no hay esclavo de la cultura de masas que conciba su vida sin correo electrónico. Cuando la extinción de las cartas escritas a mano –y la extraviada sensación de espera– se agradece, olvidamos que, sin cartas, Jonathan Harker no habría descrito al vampiro más famoso de la historia –en Drácula– ni el joven Werther habría narrado las desventuras de su amor en una de las novelas mas icónicas que Goethe entregó al romanticismo. Kafka jamás habría expresado su rencor al padre. No habría cartas a ningún joven poeta. Jaimito, el cartero, no existiría.

Julio Cortázar expresó que odiaba las cartas literarias, cuidadosamente preparadas, porque él prefería dejar correr libremente el río de pensamientos y afectos. En estos días en que lo único que recibimos del servicio postal es un montón de cuentas por pagar, la correspondencia del creador de los cronopios y de famas es un tesoro en los estantes y librerías de una sociedad que se ha olvidado de cartear.

El vampiro no es como lo pintan

Bela Lugosi In 'Dracula'

[Esquire no. 57]

John William Polidori, autor de una de las primeras obras de vampiros de habla inglesa, cobró 30 libras esterlinas por la publicación de The Vampyre, que apareció en The New Monthly Magazine hace casi 200 años. En 2009, Stephenie Meyer –creadora de la Twilight Saga– se convirtió en la primera escritora de la historia en vender 1.3 millones de libros en menos de 24 horas. Actualmente, con una fortuna estimada de 14 millones de dólares, está posicionada como una de las 15 mentes literarias más ricas del planeta.

Lo que el caso de Meyer demuestra no es que convertirse en multimillonario requiera de toda una vida de trabajo (la primera novela de Twilight se publicó cuando ella era un ama de casa de 32 años de edad) ni que los sueños sean reveladores (según ella, los personajes y el conflicto de sus novelas surgieron, literalmente, de la noche a la mañana), sino que un mito es capaz de permear a través de toda época y sociedad. Es decir, lo que Meyer se sentó a escribir después de haber soñado con el romance entre un vampiro y una mortal no fue una historia de amor entre dos adolescentes excéntricos, sino un mito reinventado que, por su relevancia para la sociedad contemporánea, le depararía un futuro de adaptaciones cinematográficas, alfombras rojas y reflectores.

El mito del vampiro –como un muerto viviente que necesita beber sangre para sobrevivir– no nació en los pasillos lúgubres de un castillo en Transilvania. Surgió en una caverna a partir del temor y la incertidumbre de quienes vivieron en espacios propensos a la generación de enfermedades. Se manifestó a partir de la contemplación del deterioro corporal y mental de aquellos que contraían rabia a causa de la mordida de un murciélago que generaba contagios y un ciclo de agresividad y muerte casi imposible de explicar. Y así, la pequeña y desagradable criatura que dormía patas arriba en la oscuridad, se transformó en una construcción imaginaria del mal.

*

El mal, como era de esperarse, se materializó en un cuerpo. Dejó sus alas y su mortalidad en los relatos que durante siglos se transmitieron oralmente de generación en generación y, a través de la literatura, cobró vida. Cuando Bram Stoker publicó Drácula –en el esplendor del romanticismo, casi 100 años después de que Goethe personificara, en Fausto, la inquietud humana por alcanzar la vida eterna– el escritor irlandés concibió a la criatura inmortal más famosa de la Tierra: el Conde Drácula –inspirado en Vlad Tepes, un prícipe rumano que se volvió célebre por empalar a sus enemigos durante la guerra– ha sido el segundo personaje más representado y reinterpretado del cine y la televisión (sólo después de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle).

Cuando Max Schreck personificó a la primera figura draculesca de la historia en Nosferatu (1922), el cine solidificó el estereotipo más valioso de la industria mediática de nuestros días. En esta obra maestra del expresionismo alemán, el legendario F.W. Murnau definió el imaginario colectivo con una figura alargada y gótica, de orejas y manos puntiagudas, que vestía una indumentaria negra y exhibía un par de ojos cristalinos que reafirmaban su personalidad hipnótica. Precisó el universo simbólico –con espejo, colmillos y ataúd incluído– que la experiencia humana modificaría y actualizaría en los años por venir.

En el libro El mito del vampiro, Maria Josefa Erreguerena escribió que el discurso cinematográfico cumple la función de actualizar la construcción imaginaria de estos muertos vivientes cuyo aspecto ha variado de una década a otra. Lo mismo sucede con la televisión. Ésta, como el cine, crea patrones que cada persona asimila e interpreta de acuerdo al momento histórico en el que se encuentra. Por eso el primer Drácula negro de la historia apareció nueve años después de que Martin Luther King pronunciara su discurso de I Have a Dream y The Munsters (1964) demostró que el gusto por parodiar el vampirismo es efímero: dos años después de su estreno, la serie televisiva fue cancelada porque la presentación de Batman aniquiló sus ratings y el dueño del Batimóvil resultó ser más atractivo que Grandpa Munster, un vampiro anciano de adorable sonrisa y espíritu de laboratorista cuya transformación en murciélago era más cómica que épica.

*

La línea que antes separaba al vampiro del ángel se ha desdibujado. El Nosferatu de Murnau era aterrador por su carácter ominoso: aunque se le tuviera frente a frente y exhibiera un aspecto físico similar al de los humanos, no tenía sombra ni se reflejaba en el espejo. Era una criatura que ostentaba la amenaza de condenar a su víctima al infierno de soportar la vida eterna a costa del asesinato. Por el contrario, el vampiro que Stephenie Meyer ideó para Twilight es objeto de deseo de las adolescentes contemporáneas. El poder de Edward Cullen no surge del miedo, sino de lo anhelable que resulta su mordida. Para él, la luz de sol no representa su aniquilación, sino la posibilidad de exhibir la textura de diamante que esconde bajo su piel. Es un héroe que apareció como herencia de la literatura creada por la mujer que lo cambió todo: Anne Rice.

El vampiro contemporáneo nació del ateísmo. Durante años, Rice declaró que no creía en Dios y a su escepticismo debemos la invención de un ser que, aunque hematófago, manifestaba una personalidad humana. Interview with the Vampire (1976) narra la historia de Louis, un ser débil y afectivo que se lamenta por la inmortalidad con la que fue condenado y confiesa su historia a un reportero que termina por rogarle que lo muerda para transformarse en uno de su clase. Como es evidente, la novela de Rice asesinó al vampiro como antihéroe y, con la presencia de Brad Pitt y Tom Cruise al frente de la adaptación cinematográfica de los años noventa, se estableció que los vampiros debían ser guapos, cursis y mártires que –si bien serían una vergüenza para los ambientalistas– estarían dispuestos a convertirse en ‘vegetarianos’.

Los muertos vivientes de nuestros días no encarnan una maldición, sino la virtud de escapar de lo ordinario. Son hombres y mujeres que, por sus habilidades corporales y mentales, evidencian el poder que tienen sobre otros y se elevan por encima del resto de la masa que, aunque no asesine para sobrevivir, tampoco conoce de telepatía, supervelocidad o predicción del futuro. En una cultura Occidental hambrienta de engimas y héroes a seguir, el vampiro es el agente que nos gratifica exhibiendo las ventajas de lidiar con una vida alternativa.

Hoy exoneramos al vampiro del ridículo. Le permitimos materializarse en féminas tan curvilíneas como Salma Hayek (en From Dusk Till Dawn, el churro noventero de Robert Rodríguez), enseñar a matemáticas a los niños (recordemos al Conde Contar, de Plaza Sésamo) y hasta tener sexo. Antes el vampiro era un muerto que, como la lógica básica indicaría, sólo aprovechaba la sangre que robaba de otros para alimentarse. Ahora, según Stephenie Meyer, los vampiros incluso pueden procrear. Hoy, como espectadores de películas y series de vampiros, no sólo perdonamos el artificio, sino que lo pedimos a gritos.

El vampiro sintetiza las obsesiones del hombre porque personifica un coqueteo entre lo ventajoso y lo maldito de la inmortalidad. En el libro The Blood is the Life, Leonard G. Heldreth y Mary Pharr afirman que todo vampiro es una especie de oxímoron: una contradicción que denuncia a un ser tan admirable como subversivo. Por ello, incluso el hematófago contemporáneo despierta, de manera simultánea, terror y fascinación. Si bien es prácticamente imposible apreciar la maldad demoniaca del Drácula de Bran Stoker en Edward Cullen o Bill Compton, el protagoista de True Blood, el vampiro sigue siendo una figura siniestra que puede permanecer oculta durante siglos y renacer cuando el imaginario social lo requiera. Si algo es un hecho, y así lo ha comprado la historia, es que, como seres humanos, siempre viviremos a la sombra del vampiro.

Las poseídas, de Betina González

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[Esquire no. 60]

Más vale conservar el estigma de la puta que el de la virgen, piensa la narradora de Las poseídas. En la tercera novela de Betina González, María comparte la rabia de su creadora, quien a través de su voz ironiza el cosmos –caldo de cultivo del estereotipo de la mujer abnegada– de las niñas bien. María coquetea con la diferencia (o rebeldía, acusaría la institución religiosa), desde el principio de la historia, pero no sucumbe por completo a la subversión. Para eso, define la pluma de la autora, está Felisa.

En el colegio de las Hijas de la Inmaculada Concepción, Felisa es la diferencia. Es ‘la nueva’, la que llegó de Londres, la que hipnotiza con su melódica lectura de un poema de Shelley, la que en voz alta dice que se matará sin temer pasar la eternidad al fondo del Infierno dantesco. Felisa no teme la diferencia. No baja la cabeza cuando transgrede las normas. No es indisciplinada por pura presunción. Es, simplemente, Felisa.

Su llegada al instituto –y la consecuente ruptura que ocasiona– detona la historia. Sin embargo, aparece de manera intermitente. María revela los detalles que fascinan de su personalidad a cuentagotas. De este modo, Felisa se mantiene como una figura enigmática y la narradora da cuenta de una diversidad de anécdotas que abordan, casi de manera cómica, los presupuestos en torno a la femineidad, las arbitrariedades del mundo adulto y la tipificación de la familia como sinónimo de perfección. Detrás de Las poseídas, está la lectura que Betina González realizó de Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy, autora suiza que si bien no inspiró la escritura de la novela, sí convenció a González de la urgencia de reflexionar sobre el tema. Durante su última visita a México, con un café de por medio, la escritora argentina nos habló de su obra y pasión por la literatura.

ESQUIRE: ¿Qué impacto esperas que tenga Las poseídas en países latinoamericanos, que suelen tener mayor interés en las instituciones religiosas?

BETINA GONZÁLEZ: Espero que permita pensar mucho en aquello que damos por sentado. La iglesia católica preescribe ciertos roles para la mujer y el hombre. Sin embargo, éstos van más allá de la religión. Es decir, aunque uno no sea católico, se crió permeado por esas ideas. Eso discurre frontalmente en la novela; desmonta y desarma esos roles de género. Por ejemplo, la adolescente es un personaje tan trivializado y cliché, que es muy difícil trabajarlo en la literatura. Sin embargo, valió la pena romper esos parámetros y burlarme de las miradas de ese mundo, que son masculinas.

ESQ: ¿Cómo escapa Felisa al estereotipo?

BG: Es el único personaje de la novela que se mantiene estable. Ella resulta indefinible para todas. Eso le fascina a la narradora. Es abismal porque no es igual a nadie. Mantener su singularidad hasta el final fue un esfuerzo narrativo. La adolescencia es un momento supremo de originalidad. El adolescente se siente único y capaz de todo. Después perdemos eso. Cuando ingresamos al mundo adulto, tenemos que domesticarnos y ser uno más. La novela no claudica en ese personaje. Ese fue el desafío.

ESQ: ¿Cuál es el reto de escribir una novela cuando tantos lectores están acostumbrados a leer textos breves en formato digital?

BG: No pienso mucho en eso cuando escribo, pero creo que hay que relativizar. El libro y la ficción siempre van a tener lectores, aunque cambien de formato. Y esta situación también puede ser una ganancia. Entregarnos esas lecturas –yo también leo textos en línea– es un entrenamiento que puedes aprovechar en tu favor: la brevedad y lo conciso. La novela corta me fascina. Antes sólo eras escritor profesional si creabas una gran novela, pero eso también hay que relativizarlo. Basta mirar a [Juan] Rulfo, que era bastante breve.

ESQ: ¿Cuáles son las ventajas de la novela corta?

BG: Es un género que privilegio. Tiene las ventajas del cuento y de la novela, pero posee un equilibrio difícil de lograr. No digo que no hay que leer las novelas de 500 o 600 páginas pero, en muchos casos, representan un acto de narcisismo del autor. A mí me interesa más el desafío de escribir una novela corta –para entender su arquitectura, que es casi perfecta– que el hecho de tener un libro de 500 páginas donde puede tener cabida cualquier digresión.

ESQ: ¿Cómo cambia tu experiencia cuando escribes cuentos y cuando trabajas en novela?

BG: Me considero más novelista que cuentista porque las historias que se me ocurren necesitan espacio para desarrollarse. Para mí, la novela surge de una secuencia, de una escena que en sí misma tiene el germen de una narración más extensa. Se me ocurren a partir de imágenes. Por ejemplo, Arte Menor [su primera novela] es la historia de un artista que le regalaba la misma estatua a todas sus amantes. Es posible resumir esaa idea en un cuento, pero en una novela gana complejidad y, por tanto, interés. Por eso coincido con [Julio] Cortázar, que lo comparaba con la poesía, y [Ricardo] Piglia, que decían que el cuento tiene la inmediatez del poema y su momento de revelación.

ESQ: ¿Qué tanto se transforman tus novelas desde que las concibes y hasta que las ves impresas?

BG: ¡Fatal! Una de las primeras cosas que uno debe aprender como escritor, es que la frase real nunca será como la que tenías en la cabeza. Ese paso es abismal. En tus mejores momentos, achicas esa brecha, pero siempre es muy grande. Hay muchos jóvenes que quieren escribir, vienen a mis talleres, se paralizan y frustran por eso. Pero es parte del oficio. Escribir, como decía [Juan Carlos] Onetti, siempre es insobornable.

ESQ: ¿Cómo vives la experiencia de terminar de escribir una novela?

BG: El final de un libro siempre es un momento de luto. Hay una pequeña tristeza porque vas a dejar de entrar al mundo en el que estabas. Y, cuando lo hagas, releerás un mundo estático, que para ti ya no está vivo. A mí no me cuesta empezar los libros, me cuesta terminarlos. Hasta ahora, no he vivido el síndrome de la página en blanco, de no saber qué escribir. Escribes un libro y pasas todos los días con él, pero no sabes cómo terminarlo.

ESQ: Tardaste años en dedicarte por completo a la literatura. ¿Qué es lo que más disfrutas ahora?

BG: La escritura como tal. Nunca he comprendido la idea del escritor torturado. Eso es un cliché que nació en el siglo XIX. Escribir es un momento de suprema felicidad que es inaccesible para cualquier otro. En ese instante, tú eres Dios. Por eso [Friedrich] Nietzsche decía que la creación era el gozo absurdo, porque el ser humano es el único que crea desde la nada. Eso que la gente llama don o talento, es casi la última conexión que tenemos con lo divino en esta época en que nadie cree en nada.

Blancanieves: el cuento reinventado.

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[esquirelat.com]

Silente y en escala de grises se estrena Blancanieves. En tiempos de cinéfilos cautivos de Transformers y bandas sonoras 100% electrónicas, Pablo Berger dirige un filme mudo que reinterpreta el cuento clásico de los hermanos Grimm en 90 minutos de imágenes en blanco y negro. La producción española aparece en escena ante el auge que ha creado el resurgimiento de las princesas, brujas malvadas y bosques encantados.

En 1937, la casa productora que catapultó a Mickey Mouse como emblema infantil y corporativo anunció el lanzamiento de su primera película: dos millones de ilustraciones compiladas bajo el nombre de Snow White and the Seven Dwarfs. El filme animado, como todas las creaciones del sello de Walt Disney, era un producto para niños. Casi 70 años después renació el interés por la fantasía. Guionistas de cine y televisión desempolvaron sus libros viejos para probar que la magia ya no era asunto de niños, sino de negocios. Blancanieves dejó de ser el tierno dibujo animado de una niña que ecualizaba su voz con el canto de pajarillos para ser suplantada por la insipidez de Kirsten Stewart; la bruja mala perdió sus verrugas y se transformó en Charlize Theron.

Si la ciencia ficción fue la materia prima del éxito del cine comercial de los ochenta, en la literatura fantástica está el gérmen de la gloria del cine de nuestros días. Si bien los cuentos clásicos no han generado el mismo impacto que los héroes nacidos de los cómics de Marvel, sí han demostrado que hay un mercado hambriento de la reinterpretación de las narraciones infantiles. A la tendencia obedeció el lanzamiento de Once Upon a Time (2011), serie que sitúa a Blancanieves, Rumpelstiltskin y el Capitán Garfio en un pueblo mágico cerca de Massachussetts; Mirror, Mirror (2012), cinta en la que no importó Lily Collins, sino la ridícula participación de Julia Roberts como la bruja mala y Snow White and the Huntsman (2012), donde Kirsten Stewart se olvidó de los vampiros y Chris Hemsworth cambió el martillo del dios del rayo por el hacha del leñador.

Blancanieves, de Pablo Berger, es una apuesta distinta al resto de las adaptaciones de la historia de la princesa que, junto con Eva y Steve Jobs, inmortalizó a la manzana como el fruto más famoso del cine. Aunque la heroína (Macarena García) se mantiene como un personaje socialmente maltratado y la bruja (Maribel Verdú) sigue siendo tan seductora como infame, la esencia de la cinta es única de principio a fin.

El relato no inicia en una tierra lejana, sino en la España de los años veinte. Desde la compilación de imágenes estáticas que introducen a la trama hasta la delicada lágrima que finaliza la narración, es una cinta que privilegia la ceremonia. El filme rescata la teatralidad del cine mudo de principios del siglo XX y reimagina el contexto de la protagonista para ambientar su vida y los conflictos que le ocasionará su madrastra en medio de una de las más profundas y arraigadas tradiciones del mundo: el toreo.

La Blancanieves de Berger en realidad se llama Carmen –su nombre y belleza remiten a la estrella de la ópera de Bizet– y tiene un padre torero (Daniel Giménez Cacho) que además de la mirada, le hereda su fascinación por los astados de piel de noche. Carmen –Blancanieves– no seduce acariciando avecillas desde su ventana, sino a través de la solemnidad que transmite mientras se detiene frente al toro. En esta cinta, la protagonista no canta, pero sí conquista con la danza que inicia mientras torea a la belleza salvaje que enfrenta en el ruedo. Ahí surge la gloria que fácilmente permite imaginar el sonido de los aplausos que el público no escucha. Ahí también aparece la manzana envenenada que pondrá al espectador a temblar. Como siempre, en la plaza se crea una perfecta armonía entre el arte y la tragedia.

Hay una fascinación que invariablemente surge del galanteo entre la vida y la muerte. Pablo Berger lo aprehende en blanco y negro con una extraordinaria guitarra española como único elemento sonoro y la sobresaliente actuación de los intérpretes que no tienen más que su cuerpo para hablar. Blancanieves es una cinta imperdible y se estrena en México este 23 de agosto.