La rubia que todos quieren

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

Kate Hudson es la nueva imagen de Campari. Hablamos con ella sobre éste
y otros nuevos proyectos.

     El vestido de color vainilla resbala por su piel como cera derretida y deja su espalda al descubierto. Kate Hudson cruza la puerta y te mira como invitándote a pasar la mejor noche de tu vida. Y lo hará: horas más tarde saldrás del restaurante con ella del brazo y sonreirás. ¿Quién no recuerda esa escena en How to Lose a Guy in 10 Days? Ni  Matthew McConaughey —su coestrella en la cinta— debe haberla olvidado.

     Kate Hudson conquista por su naturalidad. Podría ser la niña que se sentaba junto a ti en la escuela o la rubia coqueta que conoces en la fila del banco, pero nunca es un exceso de fama o glamour como otras actrices de su generación. Quizá porque su madre es la celebérrima Goldie Hawn o porque su vida siempre ha transcurrido en Los Ángeles, donde ha trabajado como actriz desde niña. Quizá también porque trabaja en lo que le da la gana —un chick flick, por ejemplo— sin perseguir un cheque gordo o un Óscar.

     En esta mañana, que la tengo en el teléfono, bosteza, ríe, se emociona y juega. Es como es, sin tratar de ser demasiado correcta o demasiado cortés. En 2016 estrenará Deepwater Horizon con Mark Wahlberg —cinta que retrata el accidente que provocó mayor derrame de petróleo en la historia— pero hoy no acordamos hablar sobre ello. Hoy hablaremos sobre Campari, porque no todos los días te elige una de nuestras marcas de aperitivos favorita para ser su imagen y vivir en nuestra mente los 12 meses que dura un año.

ESQUIRE: ¿Cómo fue la experiencia de trabajar para Campari en su nuevo calendario?
KATE HUDSON: Me encantó, todo estuvo muy bien planeado así que el día que comenzamos la sesión fue muy divertido y nos reímos todo el tiempo. Hicimos bien nuestro trabajo mientras teníamos un trago delicioso en la mano. Fue genial.

ESQ: Te conocemos como actriz. Este proyecto, que a fin de cuentas es parte de tu trabajo, ¿lo disfrutaste igual?
KH: Son diferentes, pero a la vez son similares. A lo que me refiero es a que se trata de una interpretación. Estés sobre un escenario o frente a una cámara, se trata de interpretar algo y volcarte de lleno en ello. Y te animas y lo haces.

ESQ: ¿Cómo te sigues retando después de tantos años en la actuación?
KH: Ah, ¿sabes? Me tomé muchos años libres, sin trabajar, así que mantuve un perfil bajo algún tiempo. De pronto sí trabajé mucho e inicié mi propia compañía, pero nada constante durante muchos años. A veces es importante detenerse y pensar hacia dónde estamos yendo. Si esa dirección es la correcta, me siento recargada y muy emocionada por lo que está por venir.

ESQ: ¿Te cuesta despedirte de un proyecto?
KH: Creo que sí se experimenta una ligera depresión cuando te despides de un trabajo en el que trabajaste muy duro y durante mucho tiempo. Lo que sucede es que llegas a casa y te toma un tiempo ajustarte. Por ejemplo, si tienes hijos, es difícil que encuentres un momento para ti mismo, así que tienes que incorporarte de nuevo a la vida cotidiana. Me puedo olvidar de mis personajes mientras filmo y tengo que ir a casa a descansar, pero cuando el proyecto se termina de manera definitiva, sí me cuesta ajustarme a vivir sin él.

Encuentro con el auténtico David Gandy

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

Otra vez una sesión de fotos perfecta. Parece fácil ser David Gandy: vestirse bien, detenerse frente a una cámara —con el gesto serio— y dejar que el lente haga el resto. ¿Qué se necesita para transformarse en el modelo más famoso (y mejor pagado) del mundo? Quizá su nombre sea poco conocido, pero no hay quien no lo haya visto desfilar por las pasarelas que marcan las últimas tendencias de moda masculina o en las revistas con sus fotografías como imagen de Light Blue Pour Homme de Dolce & Gabbana. En exclusiva hablamos con él sobre su vida y carrera.

ESQUIRE: Has trabajado con Dolce & Gabbana por más de una década. ¿Qué ha sido lo que más has disfrutado de ello hasta ahora?

David Gandy: Ha sido fenomenal. No estaría donde estoy sin la ayuda que me ha brindado la marca. Hemos creado algunas de las imágenes más icónicas en lo que a fragancias masculinas se refiere, con Dolce & Gabbana Light Blue Pour Homme. Nunca hubiera imaginado que después de nueve años, aún sería la imagen de la fragancia. Sin embargo, también hemos trabajado en otros proyectos, como un calendario, ropa interior y relojería.

ESQ: ¿Aún recuerdas tu primer sesión? ¿Podrías contarme cómo fue aquel día?

DG: Claro, la recuerdo muy bien. Fue para un lookbook de Paul Smith y siento que me veía como un pequeño conejo frente a los faros de un coche que está a punto de arrollarlo. Recuerdo que aquel día no tenía idea de lo que estaba haciendo. Espero que las cosas hayan cambiado y ahora sea distinto.

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Este soy yo: Shonda Rhimes

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

Guionista y productora, 45 años, Chicago, E.U.

> Nunca me verás escribir una serie o película autobiográfica. Nunca. No considero que mi historia sea interesante. Quienes trabajamos en la industria televisiva desarrollamos todo tipo de series. Algunas funcionan y otras no. Así es esto. Si supiera con certeza cómo crear un personaje que atraiga todo tipo de audiencias, ya hubiera escrito un bestseller y sería millonaria.

> Cuando eres el creador de una serie, tu trabajo es asegurarte de que los guiones de todos los capítulos sean buenos, que la producción fluya de manera cotidiana y que siempre exista alguien al pendiente de todo. Al final, estás procurando tu creación.

> Si una serie se cancela, el productor es quien recibe el golpe más fuerte. La responsabilidad como productora es mayor que como guionista, por más que en el segundo caso seas el creador del programa.

> Me han preguntado si me preocupa que mi nombre esté detrás de tres series actuales de televisión. He decidido no preocuparme por cosas sobre las que no tengo ningún control. No tengo nada que ver con marketing ni con programación, así que ni pienso en ello. Mi trabajo en abc es crear series, contar historias y producir.

> ¿Que si siento lo mismo por todos mis personajes ? No sé si podría responder esa pregunta. En el caso de How to Get Away with Murder [que se estrena este mes por Canal Sony], el verdadero creador fue Pete [Nowalk], pero en el caso de Scandal o Grey’s Anatomy, no podría pensar en lo que me gusta o no de ellos. Todos son parte de mí. Sería como confesarte lo que me agrada o no de mí misma a un nivel más personal, y eso sería extraño. Paso tanto tiempo con ellos, trabajando en los guiones, que me resulta casi imposible decidirlo.

> Cuando trabajo sólo pienso en el trabajo, no en ganar premios, ni siquiera para los actores de mis series [Viola Davis se convirtió en la primera mujer afroamericana en obtener un premio Emmy por su papel protagónico en How to Get Away with Murder]. Y bueno, tampoco puedo hablar por ellos [los actores]. Pienso que en la vida diaria cada quien se preocupa sólo por lo que le corresponde: yo escribo, el director dirige y los actores actúan.

> Me resulta muy práctico pensar sólo en el presente, sin preguntarme si mi trabajo podría convertirse en un legado.

> Hace 10 u 11 años no había redes sociales. Tal vez por eso la cadena nunca recibió ningún comentario negativo sobre alguna de mis series. Ahora que éstas se han popularizado y es posible estar en contacto con el público, existe un club muy grande de fans de Grey’s en línea. Tienen un lugar muy especial en mi corazón, por todo el tiempo que dedican a conversar sobre la serie. Para mí se trata de una comunidad increíble que me apoya en todo momento; se emocionan e invierten demasiado tiempo en revisar las líneas argumentales a las que dedico tantas horas. Conozco qué historias les gustan y ahora también he leído comentarios sobre How to Get Away with Murder.

> Cuando escribo hay ocasiones en las que me rijo por las reglas del guionismo, pero también me gusta jugar. Es una combinación de ambas. Todos navegamos por el mundo de ciertos modos. Conforme adquieres más experiencia, aprendes lo que funciona y lo que no. Yo era el tipo de alumna que se sentaba al frente de la clase y vivía con la mano levantada. Así que, en conclusión, suelo guiarme por ciertas reglas.

> Mucha gente me muestra proyectos propios y piden mi opinión. Me encanta descubrir buenos guiones. No todos los diálogos de mis personajes surgen de un impulso femenino. Las palabras provienen de contextos que permiten crear un arco e historia para la serie.

> Cada serie es un animal individual. Me divierte trabajar en distintos títulos. Me permite entrar y salir de mundos completamente diferentes de manera simultánea, y eso es genial.

Me atreví a hacer The Mindy Project [una comedia que francamente nos parece horrenda] porque me hice la ridícula promesa de aceptar proyectos que me asustaran. Entonces cuando Mindy [la protagonista] me invitó a actuar en la serie, tuve que decir que sí. Al final fue divertido pero, ¿volvería a hacerlo? No lo creo.

> Dirigir no es algo que me intrigue ni esté en mi lista de prioridades, quizá porque estoy francamente ocupada. Estoy escribiendo mucho, y además tengo otros compromisos como productora. Dirigir es algo que me interesa mucho pero no es una prioridad en esta etapa de mi vida.

> Me resulta fascinante que hubo otra época en la que también estuve a cargo de tres series: Grey’s Anatomy, Private Practice y Scandal. Y sí, sentí que estuve a punto de caer muerta. Hoy la diferencia es que [además de Scandal y Grey’s Anatomy produce How to Get Away with Murder] Pete es el verdadero encargado del programa. Entonces me consulta, le doy algunos comentarios y listo. Así es cómo puedo continuar con el resto de mi trabajo.

El cerebro de The Big Bang Theory

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

The Big Bang Theory cumple siete años de hacernos reír y celebrar la inteligencia en televisión. Visitamos la Universidad de California en Los Ángeles para conocer al genio detrás de Sheldon, Leonard, Raj y Wolowitz. Su nombre es David Saltzberg, y es un profesor de física y astronomía que escribe la terminología científica para los diálogos, presta objetos de su laboratorio para los sets y con sus viajes a la Antártida o al Gran Colisionador de Hadrones inspira algunos capítulos de la serie.

            Una noche de 2007, Sheldon Cooper pervirtió el sueño femenino del hombre perfecto: en el segundo episodio de The Big Bang Theory, el físico teórico más ególatra de California esbozó la sonrisa maliciosa del Grinch para demostrar a Penny —vecina, bimbo y mesera de The Cheesecake Factory— que Superman tiene dos debilidades: la kryptonita y el razonamiento científico.

—¿Sabes? —dice Penny— Me gusta la película en la que Lois Lane cae de un helicóptero y Superman se lanza tras ella como un águila para salvarla.

—¿Sí te das cuenta de que esa escena está plagada de imprecisión científica?

—Sí, sí, ya sé que los hombres no pueden volar.

—No, no, asumamos que pueden: Lois Lane está cayendo, acelerando a una velocidad inicial de 9.76 metros por segundo por segundo. Superman se lanza en picada para atraparla con sus brazos de acero. La señorita Lane, quien ahora está viajando a 193 kilómetros por segundo, se estrella contra ellos y su cuerpo se fractura en tres partes iguales.

            Fin del argumento. Sheldon se regodea como quien acaba de comprobar que la Tierra no es el centro del universo. Penny agacha la mirada cual niño que descubre que el ratón de los dientes no existe. En las gradas de un set de los estudios Warner Bros. en Los Ángeles, el público invitado a la grabación estalla en carcajadas y aplausos. Inadvertido entre esa multitud hay un titiritero sonriente. Se llama David Saltzberg y además de ser profesor de Física y Astronomía en la Universidad de California, es el responsable de que Sheldon Cooper —el nerd más famoso de la televisión— haga reír al auditorio y desmoralice a una chica rubia con un chiste científico que él escribió.

*

            El Sheldon Cooper de The Big Bang Theory es un intelectual con un ego del tamaño del Titanic. Cree que los ingenieros son los Oompa Loompa de la ciencia. Tiene la certeza de que ganará un Premio Nobel de Física. Piensa que todos —a excepción de Stephen Hawking, Leonard Nimoy, Stan Lee y él— son estúpidos. El Sheldon Cooper de la vida real es un catedrático que puede explicar las bases de la teoría de cuerdas con la paciencia de una abuela que le comparte la receta de su pastel de chocolate a un repostero amateur. Cuando David Saltzberg no está en el aula es porque ha volado a Suiza para aplastar átomos en el Gran Colisionador de Hadrones y, para envidia de su alter ego de la televisión, es uno de los pocos hombres que ha viajado a la Antártida en busca de neutrinos, partículas subatómicas invisibles tan diminutas que nadie ha logrado medir su masa.

            David Saltzberg tiene 47 años, poco pelo en la cabeza y esa expresión entrañable del maestro que interpretó Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos. Cuando uno charla con él, siente que podría preguntarle —sin sentirse imbécil— por qué el cielo es azul o cuánto vive una estrella. Saltzberg es un tanto bajo, regordete y bonachón, y —como Williams— posee la mirada pícara de quien apostaría que existe un país llamado Nunca Jamás.

            Saltzberg no invita a sus alumnos a treparse a los pupitres del aula para recitar a Walt Whitman y gritar “Oh Captain! My Captain!”, pero sí premia a sus mejores estudiantes con un programa llamado The Geek of the Week, que incluye una visita semanal al set de Warner Bros. para conocer a los protagonistas de la serie en la que trabaja como “consultor de ciencia” desde hace siete años.

            En el sitio web donde los universitarios despellejan o aplauden a los profesores de su facultad, David no se salva de ser crucificado. “Comete errores y no se da cuenta.” “Plantea preguntas demasiado conceptuales en los exámenes.” Y aunque algunos de sus 300 alumnos se aburren durante las cuatro horas semanales de clase que imparte, a muchos otros les entusiasma que sea parte esencial del detrás de cámaras de una producción que cada semana arrastra a 12 millones de personas frente a sus televisores: “O te acostumbras a su clase o te duermes, pero amo The Big Bang Theory y él es quien escribe el diálogo científico de la serie, lo que lo hace 10,000,000,000 veces más cool”, dejó uno de ellos por escrito.

*

            David Saltzberg es el ojo en la cerradura que los guionistas de The Big Bang Theory necesitaban para infiltrarse en un microcosmos que antes del estreno de la serie era percibido como una incubadora de nerds, esos tipos asociales y excéntricos que podrían formar un culto para alabar a Darth Vader pero jamás invitar a una rubia como Kaley Cuoco a cenar.

            David no recuerda un día en que no le haya interesado la ciencia. Creció en el Estados Unidos que hervía entre las protestas por la Guerra de Vietnam y la carrera espacial, en una casa en Nueva Jersey que aún visita. Ahí vivió con su padre —un ingeniero eléctrico que salía temprano del trabajo para pasar tiempo con su familia—, su madre —un ama de casa que le enseñó a leer— y dos hermanos mayores.

            El primer héroe de su vida fue Isaac Asimov. A Saltzberg le gustaban los libros donde el escritor y bioquímico ruso —autor de las tres leyes de la robótica— explica qué son la electricidad, la luz, el calor y el sonido. Cuando cumplió ocho años se volvió fanático de la televisión y aprendió a esperar, semana a semana, episodios de series como Space: 1999 (1975) y Battlestar Galactica (1978).

            El verdadero Sheldon Cooper dice que la ciencia se le metió en las hormonas cuando montó un laboratorio en el sótano de casa de un amigo mientras cursaban la preparatoria. Sus padres le permitían pasar horas fuera de su hogar bajo la promesa de no volarse un dedo con uno de sus experimentos. Allí ensambló cohetes a escala, mezcló ácidos y bases para producir explosiones, y con azufre quemado fabricó sus propias bombas de mal olor. La ciencia le enseñó que no necesitaba ir a fiestas para emborracharse: desde su laboratorio personal improvisó una pequeña destilería. En ese sótano, además, aprendió a creer en los milagros: asegura que algunos de sus experimentos fueron tan arriesgados que sin un poco de suerte no sólo se habría volado un dedo, como temían sus padres, sino la mano completa.

            Saltzberg, que siempre fue un alumno de 10, dice haber tenido la fortuna de pasar por excelentes clases de química y matemáticas y se sonroja al recordar que hace unos años volvió a Nueva Jersey para asistir a la fiesta de jubilación de su primer maestro de cálculo, y que éste lo reconoció tan pronto lo vio entrar por la puerta. Por enseñanzas como las de su viejo profesor, Saltzberg decidió que la escuela no le bastaba para saciar su curiosidad, sino que pasaría el resto de su vida tratando de explicar los fenómenos que hoy le permiten desprestigiar a Superman en la televisión.

*

            Antes de grabar el primer capítulo de The Big Bang Theory, un grupo de guionistas y diseñadores de producción visitó a Saltzberg en la universidad. Necesitaban conocer a sus estudiantes para esbozar los rasgos físicos y psicológicos de sus nuevos personajes y construir sets inspirados en sus dormitorios. Y así, como buzos de profundidad, los escenógrafos, carpinteros, encargados de vestuario y escritores exploraron la vida cotidiana de los jóvenes científicos que quieren cambiar el mundo. Fotografiaron mobiliario, libros y ropa; tomaron nota de su jerga y sus chistes. La esencia de ese universo de variables, ecuaciones y laboratorios se convirtió en un mundo de imágenes: Sheldon, Leonard, Wolowitz y Raj no son seres ficticios, sino una telaraña que atrapa las particularidades de quienes deciden dedicar su vida a la física.

            Saltzberg, el verdadero Sheldon Cooper, tiene un amigo que se llama Steven Moszkowski, un físico de partículas alto y delgado como un espárrago. Tiene el cabello ensortijado, plateado y camina encorvado mientras apoya una mano en su bastón y la otra en el brazo de su mujer, una anciana vivaracha llamada Esther. Saltzberg se levanta para saludarlos cuando los ve entrar a la sala de lectura universitaria en la que conversamos.

—¡Hola, Steve! ¡Hola, Esther! ¿Cómo están? Yo estoy haciendo una pequeña entrevista para la revista Esquire.

El profesor tímido y bonachón infla el pecho como palomo.

—¿¡En serio!? ¡Wow! Nosotros vamos rumbo a una reunión, pero estaremos de vuelta en casa a las ocho en punto.

—¿A las ocho? ¿Qué pasa hoy a las ocho?

—¡La serie!

—Ah, cierto. Es martes. ¡Es noche de The Big Bang Theory!

Steve y Esther sonríen como quien se sabe amigo de una celebridad. Viéndolos así, tomados del brazo, es imposible dejar de pensar en Wolowitz y Bernadette.

—Steve, ¿qué personaje eres? —pregunta Saltzberg.

—Ay David, no lo sé. Esther dice que soy Sheldon —ella asiente—, pero creo que soy Raj. Mis relaciones con las mujeres fueron muy raras. Tuve algunas citas cuando tenía como 19 años, pero en realidad me dediqué al estudio, así que no tuve novias reales, sino de fantasía. Recuerdo el día exacto en que llegué a una clase de la universidad para estudiar Matemáticas, y vi a una chica muy guapa. Me obsesioné con ella.

            Steve estaba tan enamorado que sus padres buscaron el nombre de la chica en el directorio telefónico y lo obligaron a llamarla para invitarla a salir. Aunque ella lo rechazó, no pudo olvidarla. Su fantasía se esfumó cuando fue reclutado por el ejército —la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin— y su nueva preocupación fue aprender a sobrevivir al entrenamiento de un soldado. Dice que sólo lo logró porque su madre le pidió a un amigo suyo —un químico que estuvo involucrado en el Proyecto Manhattan— que lo ayudara a conseguir una transferencia para trabajar en un laboratorio de Chicago. Ahí conoció por primera vez el mundo de la física y nunca volvió a salir.

            Al igual que su amigo, Saltzberg definió el curso que tomaría su vida —casi por casualidad— durante la universidad. Tenía 22 años, estudiaba Física en Princeton, y cuando realizó uno de los experimentos de su tesis en el ciclotrón de la escuela —dispositivo que carga partículas con energía para acelerarlas y provocar que choquen—, decidió que su especialidad sería el estudio de “colisiones a alta energía” (Lois Lane estrellándose contra los brazos de Superman, por ejemplo). Trabajó 10 años en ello en la Universidad de Chicago, donde obtuvo su doctorado, y ahora es líder de un par de proyectos en el Gran Colisionador de Hadrones, un túnel de tres metros de diámetro y 17 kilómetros de largo que corre bajo los límites de las fronteras de Francia y Suiza, y anualmente convoca a más de dos mil científicos de 21 países para tratar de averiguar de qué rayos se compone el universo. Sigue leyendo

El origen de un príncipe

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

La nueva adaptación de la obra más conocida de Antoine de Saint-Exupéry estuvo a cargo de un nuevo genio de la animación. Hablamos con el director Mark Osborne sobre su visión de El principito.

     Pensé que Mark Osborne me daría una respuesta cliché —“Leí El principito en la escuela, cuando aún era muy joven para valorarlo”—, pero me equivoqué. El director de Kung Fu Panda (2008) no recibió el libro de manos de un maestro de primaria, sino de su novia. “Estudiaba Arte en Nueva York y ella me regaló su copia antes de mudarme a California para iniciar mi carrera en animación.” Eran principios de los años 90 y especializarse en dibujos animados era una apuesta insensata: Disney era el titán que controlaba todo y había pocas oportunidades para cineastas jóvenes como él. “Ella fue quien me convenció. Me mandaba cartas donde me escribía que no debía darme por vencido y El principito fue un modo de decirme que siempre estaríamos juntos. Aquella chica ahora es mi esposa, tenemos dos hijos y el libro ha sido parte fundamental de nuestras vidas”.

     Para Osborne, su historia con El principito es una pieza clave del anecdotario familiar. En la cinta animada que se estrena este mes, su hijo dobla la voz del protagonista: hace cuatro años, el proceso de producción apenas iniciaba y el director invitó a su familia a la primera lectura del guion. “En ese entonces mi hijo tenía 11 años y le pedí que leyera los diálogos del Principito”, dice el director. Cuando pasó el tiempo y tuvo que contratar a un actor profesional para la grabación oficial del doblaje, su equipo recordó que existían esos audios. Osborne no lo pensó dos veces y decidió conservar esa vieja grabación. “Mi hija también tiene un crédito en la película. En aquella primera lectura ella interpretó la voz de La pequeña niña y eso me ayudó mucho a explorar y definir mejor al personaje. Éste no existe en el libro; lo inventé sólo para ella y eso fue increíble”.

     Mark Osborne tiene suerte. Su trabajo lo acerca a sus hijos. “Ser padre nunca es fácil, pero tengo respeto de su parte porque hago estas cosas divertidas como parte de mi vida. Ellos han visto todo el proceso y los resultados y se sienten orgullosos de formar parte de ello”, dice el director. Su especialidad es la animación para público infantil. A su currículum se suma uno de los filmes de Bob Esponja y Kung Fu Panda, que recaudó casi 220 millones de dólares en taquilla internacional.

     Aunque hoy es la obra más famosa de Antoine de Saint-Exupéry, El principito no recibió buenas críticas cuando se publicó hace 72 años, en 1943. Distaba mucho de obras como Vuelo nocturno (1931) y Tierra de hombres (1939), por mencionar dos ejemplos, y tardó años en posicionarse como la historia que tantas generaciones han leído como referente de simbolismo y literatura infantil.

—¿Por qué El principito es atemporal?

—Creo que aborda algo profundo y básico. Por un lado, habla de cómo nos relacionamos los humanos; por otro, de la importancia de la imaginación y la amistad, de cómo lidiar con la pérdida.

     Desde que su novia le obsequió su copia de El principito, Osborne nunca dejó de interesarse por la historia y siempre tuvo claro que algún día haría su propia versión de ella. Por varios años se dedicó a pensar lo que los personajes —la serpiente, el aviador, el zorro— representan en la cultura y por qué no han dejado de inspirarnos a pesar del paso del tiempo. “Quería retratar el poder del libro, transmitir la magia que ha provocado que tenga millones y millones de lectores”.

    El proceso tomó más de cinco años. En ese tiempo releyó el libro, materializó conceptos e inventó personajes nuevos. “Realmente quería crear algo que rebasara los horizontes del libro. El director de una película de animación se involucra en todos los procesos: guía a los actores y animadores y verifica que todos sigan el mismo camino”.

    Hace 30 años, cuando Osborne no había leído El principito ni era director de cine, pensó que la animación sólo sería un hobby en su vida. “Mi carrera empezó en el arte. Las clases de animación cinematográfica llegaron después, cuando ya estaba convencido de que quería hacer películas. Gracias a la animación me di cuenta de que podría contar historias emocionantes”.

    Su más reciente filme ha emocionado al público de todo el mundo. Hasta ahora, Osborne ha viajado para presentar su película en Brasil, Italia, China y Japón.

—¿Cómo vives el proceso de conocer a los fans alrededor del mundo?

—Es aterrador y estimulante a la vez. La gente ama el libro, así que les preocupa mucho lo que se haga con él. Eso me provoca mucha presión y miedo, pero la gente ha confiado en mí y en el equipo que hizo la película. Hay cientos de personas que trabajaron conmigo en la producción, así que puedo decirles a los fans que lo que verán en pantalla es el resultado del arduo trabajo de artistas que aman el libro tanto como ellos.

     Uno de esos fans resultó ser un miembro de la familia de Saint-Exupéry. A Osborne se le quiebra la voz cuando me dice que durante aquel encuentro recibió el elogio más especial de su carrera hasta el momento. “Me dijo: tengo 50 años, he vivido gran parte de mi vida influido por este libro y nunca imaginé que una película pudiera conmoverme de esta manera. Esta noche me hiciste llorar”.

     Para Osborne, lo más fantástico de El principito es lo que escapa de las 140 páginas del libro más famoso de Saint-Exupéry.

El señor que habla con los arroces

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

No es sólo su ubicación, su ambiente y servicio: a Bar Tomate se regresa una y otra vez porque cada bocado es una delicia cuya tradición incoa en España y termina cuando el último cliente del día se levanta satisfecho de la mesa. 

     El chef se llama Evaristo Triano, pero sus colegas lo llaman “el señor que habla con los arroces”. Así, tal cual: un puñado de cereal le habla; le dice la cantidad exacta de sal, mantequilla y tomate que necesita para derretirse cuando alguien lo balancea en su tenedor y lo lleva hasta la boca.

      El señor que habla con los arroces nació en Barcelona hace 53 años. Un alquimista se obsesiona con el oro; Evaristo Triano, con el arroz. Y es que lo que para México es una guarnición, para España es un tesoro nacional. Cada grano es preciado. Una receta de familia. El plato fuerte de una cena.

    El señor que habla con los arroces empezó a cocinar a los 13 años. Ahora es especialista del arroz al carbón. Desde mediados de los años 90 trabaja para Grupo Tragaluz, que hoy tiene 16 restaurantes en Europa y Latinoamérica. Bar Tomate es uno de ellos. Sus puertas abrieron hace tres años en la ciudad de México.

      Evaristo Triano viaja por el mundo para dar clases de lengua: le gusta enseñar a otros chefs cómo deben comunicarse con el arroz. El secreto para un buen plato —digamos, una buena paella— no es sólo el producto, la técnica del cocinero o los ingredientes. El sabor depende del chef. “Hay que ponerle ganas, prestar atención, escuchar e incluso hablarle al arroz.”

LECCIONES DE COCINA

      César Castañeda es un chef mexicano que sabe conversar con el arroz. Todos los días llega a su cocina en Bar Tomate, se amarra un mandil bicolor sobre la filipina blanca y se pone a trabajar. Los granos que prepara en una sartén negra se cocinan en un horno josper —a base de carbón— lo que resulta casi en un proceso artesanal. En México, el arroz se sirve a cucharadas desde una olla que casi revienta. En España, la porción no sobrepasa los dos dedos de altura. “Además, usamos arroz con denominación de origen español —calasparra— y lo cocinamos con ingredientes que ocupan allá: setas, hongos y espárragos.”

      El arroz de Calasparra es más pequeño y redondo que el arborio, una variedad italiana que absorbe menos humedad y por ende se coce más rápido que su contraparte española. El calasparra tiene menos almidón que otros tipos de arroz, lo que provoca que al cocinarlo se requiera menor cantidad de grasa y se destaquen los sabores de los ingredientes. Para Castañeda, un arroz español al dente es un plato perfecto.

      El mexicano que habla con los arroces me prepara una receta que incluso antes de aterrizar en la mesa me pone a salivar. El reloj marca la una de la tarde y la luz que atraviesa los ventanales hace que Bar Tomate —aún vacío, pues abrió sus puertas temprano sólo para Esquire— se vea más amplio de lo normal.

      Frente a mí hay un plato blanco, redondo, que presenta una amalgama de chícharo, mantequilla y arroz. Es un paisaje de  puré y vino blanco que ofrece una consistencia cremosa. Huele delicioso. Me acerco aún más al plato y vuelvo a salivar. El chef me ofrece algo de beber y junto a su platillo me acomoda un poco de pan, pero no es necesario: esta tarde, yo sólo quiero hablar con el arroz.

De vuelta al quirófano

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

The Knick estrena segunda temporada en Max. Andre Holland habla de cómo ha logrado mantener una carrera exitosa y de la experiencia de trabajar con Steven Soderbergh.

Algernon aprieta los puños. Mantiene ambos brazos a los costados y el rostro impasible. Por dentro, hierve. Sus habilidades con el bisturí podrían salvar al paciente, pero sus colegas lo ignoran. De poco o nada le sirven los años de experiencia. En el Nueva York de principios del siglo xx, un hombre negro no merece usar una bata blanca ni hacerse llamar “doctor”.

Los personajes que suele interpretar André Holland son luchadores: un defensor de los derechos civiles afroamericanos en Selma (2014) o un médico que debe legitimar sus habilidades ante la incredulidad de sus colegas en The Knick, la serie creada por Steven Soderbergh que Holland protagoniza desde 2014 junto a Clive Owen. A grandes rasgos, ésta retrata la vida cotidiana de un grupo de médicos neoyorquinos que realizan cirugías frente a una audiencia en vivo (como se acostumbraba en la época) y lidian con problemas de drogadicción. ¿Por qué a Holland le encanta su personaje y por qué la serie es relevante para el público actual? Él mismo lo responde.

ESQUIRE: Tu personaje debe sacrificarse para ganar credibilidad ante sus colegas. ¿No es algo con lo que cualquier actor al inicio de su carrera podría identificarse?
ANDRÉ HOLLAND: Claro. Hay una similitud porque iniciar una carrera como actor es muy difícil. No sólo te juzgan por tu talento, sino también por las personas a las que conoces. Es algo sobre lo que no tienes tanto control y creo que eso le sucede al personaje: a pesar de que ha trabajado mucho, le resulta difícil hacerse un lugar. Es algo con lo que muchas personas se podrían identificar. Hay mucho en juego y no tiene a nadie de su parte.

ESQ: ¿Recuerdas algún momento en particular difícil que hayas experimentado?
AH: Uf, ¿cuánto tiempo tenemos para esta entrevista? ¡Porque podría hablarte de esto todo el día! [ríe]. Han sido muchas cosas… no sabría por dónde empezar. Conseguir un agente fue muy difícil; luego salir de la escuela y titularme [en Drama]. Puedes tener ambición y talento, pero necesitas a alguien que haga llamadas en tu nombre y te consiga citas. Esa es la primera lucha. Es difícil que tu agente te proponga para los papeles que realmente te interesan. Desde la escuela es complicado conseguir los mejores papeles y mostrar tu talento. He tenido muchos retos. También te puedo decir lo mucho que cuesta encontrar un buen mentor. Algunas personas trabajan tan duro para llegar a la cima que cuando lo logran, son muy protectoras y no ayudan a otros. Por ello, el camino es largo. Incluso ahora que The Knick ya está al aire y mi trabajo pudiera recibir buenas críticas, no consideraría que tengo la vida resuelta porque para la gente de color realmente es difícil encontrar papeles extraordinarios.

ESQ: La historia en The Knick inicia a principios de 1900. ¿Cómo es que los escritores la hacen relevante para nuestros días?
AH: Creo que realmente son muy buenos en ello. Abordan muchas cosas y la migración es una de ellas. En aquellos días mucha gente quería llegar a Nueva York y peleaba por tener un pequeño lugar en la ciudad. A la fecha sigue ocurriendo. La atención básica a la salud también es un problema en nuestro país. Y la serie también toca temas como el aborto, los derechos de la mujer y la discriminación racial, por supuesto.

ESQ: Me gusta la ecuanimidad que tu personaje mantiene a pesar de todo lo que le ocurre. ¿Tal facultad responde a tu interpretación o era parte del guion desde el inicio?
AH: Es algo que entiendo. Los escritores nunca te dicen cómo debes interpretar a tu personaje, ni siquiera Steven [Soderbergh] me lo especificó. Dejaron todo en mis manos. Nací en Alabama y crecí en un lugar pequeño y segregado, en un pueblo algo racista. Así que sé lo que es estar en una situación en la que crees que has hecho todo bien y aún así puedes sentir que la gente te juzga. Sé lo que es desear explotar por dentro, querer golpear a alguien. He sentido esas ganas de gritar pero a veces no puedes más que abrocharte el botón del saco, callarte y esperar el momento adecuado para expresarlo. Como sé lo que significa todo eso, creo que puedo transmitírselo al personaje.

ESQ: ¿Alguna anécdota extraordinaria con Steven?
AH: Hemos tenido muchas. Nos tratamos mucho, incluso cuando no trabajamos. Intercambiamos libros y tenemos conversaciones muy interesantes. Pero quizás uno de los momentos más preciados fue al comienzo de esta temporada: cuando recibí el guion, no estaba 100 por ciento seguro de la dirección que los escritores querían dar a Algernon. Sentía con mucho fervor que debía ir en una dirección y los escritores pensaban otra cosa. Y aunque en la mayoría de los casos tienes que aprender a lidiar con eso y dejar que las cosas fluyan, decidí hablar con Steven y decirle lo que pensaba. Después de escucharme me invitó a platicar en su oficina un sábado, cuando nadie trabajaba. Llamó también a los escritores, nos sentamos y pasamos el día entero hablando de todas y cada una de las escenas. Con eso se aseguró de que tanto los escritores como yo estuviéramos en el mismo canal. Se hicieron muchos cambios para mi personaje. Es fácil decirlo, pero es difícil comprender lo que implica. Me pareció increíble y generoso. En ese momento me di cuenta de lo brillante que es: entiende que todos necesitan jugar un papel clave para que una serie destaque.

ESQ: Tus personajes suelen enfrentar conflictos similares, como la discriminación racial. ¿Es algo que buscas antes de aceptar un papel?
AH: ¿Sabes? No sé por qué me ha pasado eso. No es que busque papeles así. Digo, me gustan las películas de James Bond, por ejemplo, así que me encantaría interpretar a un personaje del estilo. Muchos de los hombres a los que he interpretado tienen que lidiar con la rabia o la injusticia, o con conflictos sociales, pero me siento muy orgulloso de interpretar ese tipo de papeles y espero que mi vida pueda ser un ejemplo para que haya otro tipo de cambios en cuanto a justicia social. No sé si eso funcione o no. En verdad espero que sí.

Encuentro con una generación

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Alberto Chimal reunió a algunos de los mejores cuentistas mexicanos jóvenes en la antología Emergencias. Hablamos con él sobre este libro y el panorama actual de la escritura en el país.

     A paso lento se acerca Alberto Chimal hasta la cafetería en la que decidimos encontrarnos, pero es fácil reconocerle desde lejos. Ropa negra de pies a cabeza y ojeras que, como manchas de tinta, se expanden hasta sus pómulos. A los 45 años, el mexicano tiene una batalla ganada: ha definido una identidad literaria y su estilo es una marca de la casa. Tras casi tres décadas de trabajo literario, uno detecta la voz narrativa de Chimal a media calle, en una antología de cuentos o en el time line de su cuenta de Twitter (@albertochimal).

      Alberto Chimal redactó sus primeros textos en una vieja máquina de escribir. Era uno de esos armatostes grandes y pesados que le atoraban los dedos al teclear. Ya desde entonces escribía minificciones y le interesaban los artículos de revistas. Mientras algunos escritores sueñan con publicar novelas, Chimal se especializó en la brevedad, intrigado por lo que ésta produce en el lector. Y es que, mientras la novela nos mantiene atrapados —olvidados de espacio y tiempo—, un relato corto termina de formarse en la conciencia hasta que se concluye la lectura. Un novelista tiene 100, 200 ó 300 páginas para dosificar un conflicto, pero un cuentista que plantea y resuelve todo en un párrafo tiene un poder adicional: la posibilidad de revelar y sorprender después de haber llegado al punto final.

     Por estos días, Chimal presenta dos antologías. Una, Los atacantes (Páginas de Espuma), de relatos propios; y la otra, Emergencias, (Lectorum), para la que convocó a 25 escritores mexicanos nacidos después de los años 70, cuyos relatos dan cuenta de las transiciones sociales y políticas más importantes del país.

ESQUIRE: En Emergencias dices que no hay un canon para distinguir un buen cuento, pero ¿qué debe reunir para ti?
ALBERTO CHIMAL: De alguna manera, debe lograr atraer al lector. Tiene que contar una historia interesante de un modo llamativo y proponer una idea relevante o inesperada. Un gran cuento debe ser capaz de expresar algo muy pertinente sobre un tema que ya conocemos o revelar algo que no esperábamos escuchar. En el caso del libro, quería dejar claro que no es una selección canónica, porque ha surgido una cantidad de obras muy interesantes en México y no creo que una antología deba decir: “Estos son los cuentos que debes leer”. Al contrario, lo que se necesita es subrayar que, aunque la sociedad atraviese por momentos difíciles, pueden florecer formas artísticas que reaccionan ante un contexto adverso.

ESQ: Mucha gente asiste a las ferias del libro y hay autores con miles de seguidores en Twitter. ¿Los mexicanos leen o no leen?
AC: Hay un serio problema en materia de venta de libros, pero también de acercamiento con el mundo y del modo en el que lo comprendemos a partir de la lectura. Leer no sólo implica consumir un libro, es un hábito mental que permite descifrar el mundo. Ese es el valor práctico de la lectura. Otra cuestión es que ahora la gente no sólo lee en papel sino en otras plataformas: lee Facebook, Twitter, sitios web. Se relaciona con la lectura de nuevas maneras. No lo hemos asimilado, pero es algo que ocurre. Ahora, existe el fenómeno de los “booktubers”, los chavos que reseñan libros en línea. Eso también tiene repercusiones.

ESQ: ¿Crees que hay prejuicios con respecto a la lectura en línea?
AC: Por supuesto. Es inevitable porque las generaciones que ahora tienen el poder cultural son aquellas que crecieron con la prensa en papel y la máquina de escribir. Pero es muy importante resaltar que las plataformas digitales tienen una cualidad que se le ha escapado a la prensa en los últimos años, como la apertura y la escritura horizontal. En un medio impreso es muy complicado abrirse paso, pero en internet no es así. Al menos no por ahora. Quizá todo cambie si implementan las medidas de censura de las que tanto se habla, pero de momento no. Aún es un entorno libre, donde puede haber comunicación entre iguales. Y eso afecta la escritura: por eso se están desarrollando formas de escribir que antes no teníamos, porque no están reglamentadas como lo estarían en una publicación impresa en papel. A mí me parece que el actual es un momento muy interesante para la escritura digital.

ESQ: A medida que adquieres más experiencia, ¿el proceso de escritura se vuelve más fácil o más difícil?
AC: Ciertos retos de la escritura se resuelven con más facilidad; otros, en cambio, no tanto. Es más fácil redactar y estructurar las frases, pero trabajar las partes más interesantes y arriesgadas puede ser más complicado porque soy una persona a la que no le gusta repetirse. Me interesa buscar nuevas maneras de decir las cosas, encontrar nuevos temas para explorar y no quedarme con una fórmula, por muy buena que pudiera ser.

ESQ: ¿Cómo te ha ido con las distintas casas editoriales que han publicado tus libros?
AC: Es un tema complicado. En México ocurre algo particular: por un lado, hay editoriales pequeñas que se inclinan por publicar textos interesantes aunque sean de autores poco conocidos; por el otro, a los grandes consorcios les atrae, sobre todo, la fama del autor. A mí me lo han dicho. En una ocasión quise publicar un libro y me dijeron: “Vuelve cuando seas famoso”. Y ese día decidí que nunca más pondría un pie en esa editorial. Para mí ha sido mejor trabajar con editoriales independientes. Son más abiertas, receptivas y arriesgadas.

ESQ: ¿Has publicado todo lo que has querido o tienes alguna gran historia guardada?
AC: Tengo varios textos inconclusos que algún día quiero terminar. Una vez al año abro la carpeta donde los guardo, los veo y me digo que aún pueden esperar un poco más. Yo diría que en México es bastante fácil publicar textos breves, así que no tengo muchos proyectos inéditos. De algún modo, siempre se les puede dar salida, aunque sea en tirajes pequeños y en ediciones muy oscuras.

Prohibido detenerse

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Originalmente publicado en Esquire no. 85 (PDF aquí)

Tan veloz como su personaje en The Flash, Grant Gustin se convirtió en uno de los superhéroes favoritos de la televisión. En Vancouver hablamos con él sobre el estreno de la segunda temporada de la serie de Warner Channel.

     En esta mañana de miércoles, el hombre más veloz de la Tierra tuvo que despertarse una hora antes de lo normal para llegar a tiempo a nuestra cita. Los superhéroes también necesitan dormir. Apenas son las nueve, y cuando Grant Gustin aparece en el set de los Vancouver Film Studios no viste el disfraz de Flash ni se mueve a la velocidad de un rayo. Hoy salió de casa como cualquier mortal: con un par de ojeras bajo los ojos, un termo de café en la mano y unos Converse grises para soportar una jornada de 12 horas de trabajo.

     Siempre que alguien le pregunta qué distingue a su personaje de otros ídolos de Marvel o DC Comics, Gustin lanza la misma respuesta: es un tipo con el que cualquiera podría identificarse. Barry Allen es un científico larguirucho y con pocos músculos para presumir. Es tímido y se mueve con torpeza. Tarda tantos años en decirle lo que siente a la chica que le gusta que ella sólo lo ve como un amigo. “Lo que le ocurre a Barry podría pasarle a cualquiera. Él no es un dios. Gran parte de lo que le sucede es producto de un accidente”, dice el actor.

     Barry Allen se transforma en Flash a causa de una tormenta eléctrica. La falla de un acelerador de partículas provoca una ola de radiación que afecta a un sinnúmero de personas y Allen es una de ellas. Lo alcanza un rayo durante una noche de trabajo solitario en su laboratorio y el accidente lo deja en coma. Cuando despierta, tiene el abdomen de lavadero de un atleta y puede moverse a una supervelocidad.

     Hasta hace unos años, Grant Gustin también era un tipo normal. Vivía con sus padres y sus dos hermanos en la ciudad estadounidense de Norfolk, Virginia, hasta que comenzó a interesarle el teatro y le cayó en las manos la oportunidad de trabajar en Glee. Era 2011, apenas tenía 21 años y no le pasaba por la mente la idea de que lograría cumplir su más grande fantasía infantil:  tener superpoderes y pasar disfrazado buena parte de su tiempo.

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    Entre un sorbo de café y otro, Gustin cuenta que durante su infancia tuvo una niñera que renunció a causa de su obsesión con Superman. “Le daba mucha vergüenza salir conmigo a la calle” dice antes de reír. Era tan fanático del personaje que en aquel entonces interpretaba Christopher Reeve que usaba su pijama del hombre de acero en la mañana, en la tarde y en la noche. “Me compré unos calzones rojos para usarlos sobre el pantalón de la pijama y tenía unas botas de lluvia del mismo color. Quería vestirme así todos los días.”

—¿Por qué te gustaba tanto Superman?

—Amaba a Chris Reeve. Fue la única franquicia que realmente me interesó. No crecí cerca de tiendas de cómics ni era experto en esos temas. Simplemente me encantaban las películas y él siempre será Superman para mí.

     Grant Gustin no es el primer Flash de la televisión. El personaje del cómic de los años 40 apareció por primera vez en un especial televisivo de 1979 —Legends of the Superheroes— y regresó en los 90 con una serie que duró una temporada. El héroe fue interpretado por John Wesley Shipp y ahora ese actor es el padre de Barry Allen en la serie que protagoniza Gustin.

—¿Estás consciente de que tú siempre serás Flash para toda una nueva generación?

—Claro, pero trato de no pensar mucho en ello. Me divierto porque crecí amando a un superhéroe, pero no me tomo demasiado en serio esto de ser Barry Allen. Sé que después de mí vendrán otras interpretaciones de Flash.

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     Grant Gustin no titubea al admitir lo mucho que disfruta interpretar al único hombre capaz de dejar en ridículo a Usain Bolt. “Me encanta usar el traje, me siento diferente cuando lo llevo puesto y estamos en una locación, porque solemos grabar frente a una multitud. Por alguna razón, cuando estoy disfrazado suelo hacer cosas estúpidas, y la gente grita y aplaude”, dice Gustin entre risas.

    Disfrazarse de Flash no sólo desencadena un mar de fanáticos en busca de una selfie. Cuando Gustin obtuvo el papel en 2003, muchos escépticos se manifestaron para decir que él no estaba a la altura del papel. “Claro que estaba al tanto de eso. Tengo una cuenta de Twitter y me gustan las redes sociales, así que leer esos comentarios fue parte de una lección con la que debí aprender a lidiar”. En la terna para elegir al protagonista de la serie que compartiría conflictos y personajes con Arrow (2012) —otra bomba de DC Comics en la televisión— había un par de actores casi 10 años mayores que Gustin. Ambos decían ser fanáticos de los cómics y tenían el físico de aquellos comprometidos a varias horas diarias de gimnasio. Al final ganó la esencia de Barry Allen, y el actor que elevó los ratings de la primera temporada fue un tipo larguirucho, tímido, que asegura que no siempre ha tenido suerte con las mujeres.

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     El rayo quiebra el techo de cristal del laboratorio y Barry Allen se transforma en Flash. ¿Qué sigue en la historia que casi cuatro millones de personas sintonizaron durante 22 episodios consecutivos? El resto de los afectados por el desastre de radiación —“metahumanos”, como les llama nuestro héroe— meten en líos al protagonista y él debe enviar a todos a una prisión especializada que está a cargo de su mentor, Harrison Wells, interpretado por un genial Tom Cavanagh; la doctora Caitlin Snow, experta en genética a la que da vida Danielle Panabaker, y Cisco Ramon, un genio de la ingeniería mecánica encarnado por el actor colombiano Carlos Valdés.

     En el gremio televisivo se dice que el reto de una serie no es concluir la primera temporada, sino sobrevivir a la segunda. “Así es. No he visto los nuevos episodios tras la posproducción, pero sólo con leer el guion sabemos que tendrá un tono diferente y que Flash se apegará más al personaje del cómic.” Según Gustin, el personaje tendrá más confianza en sí mismo y los metahumanos que enfrentará serán más oscuros.

    El éxito de las adaptaciones de historietas no se detiene, por lo que la cadena ya anunció el estreno de Legends of Tomorrow —serie que combina varios personajes y universos— para 2016. A Grant Gustin no le preocupa interpretar a Flash durante varios años más. “Si tuviera el superpoder de mi personaje lo aprovecharía para pasar más tiempo con mi familia y ver a toda la gente que quiero, pero al final volvería para seguir trabajando. Soy un superhéroe de televisión, así que podría hacer esto durante muchos años más.”

Las ventajas de ser Hugh Jackman

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Originalmente publicado en Esquire no. 85 (PDF aquí)

Un día conduce la entrega de los premios Óscar, otro es un mutante en X-Men y ahora trabaja con uno de los mejores directores de Gran Bretaña en Pan. ¿Hay algo que este tipo no pueda hacer?

     Nada detiene a Hugh Jackman. Desde que apareció en X-Men, en el año 2000, estrena entre dos y cinco películas por año. Si el guión o el director lo atrapan, no le importa cambiar de género de manera drástica: igual acepta un chick-flick como Kate & Leopold (2001), una cinta de acción como Van Helsing (2004) o un musical (Les Misérables, 2012). Ahora se decidió por la fantasía. Bajo la dirección de Joe Wright (ese genio detrás de Atonement, Hanna y Anna Karenina) se disfraza de pirata en Pan, que narra la historia clásica infantil desde una perspectiva distinta a las que se han abordado hasta ahora. ¿Por qué aceptar un proyecto del estilo? Él mismo lo responde.

ESQUIRE: ¿Qué vuelve atractivo un proyecto como Pan en esta etapa de tu carrera?
HUGH JACKMAN: Primero que nada, me encanta la historia de Peter Pan y todo lo que gira en torno a ésta. Con esta película uno recuerda su niñez, pero además amo a Joe Wright. Acepté tan pronto supe que él sería el director. Cuando me reuní con él, sacó su iPad y me enseñó una imagen de mi personaje. Recuerdo que dijo: “Esto es lo que pensaba para Blackbeard”. Lo que yo tenía en mente era a un tipo con la barba incendiaria, y lo que Joe me mostró fue una foto de mi cara con maquillaje, que estaba cuarteada como si fuera una pintura vieja, y parecía una mezcla de la peluca de María Antonieta con la ropa de Luis XIV [ríe].

ESQ: Joe es uno de los mejores directores contemporáneos. ¿Qué lo distingue de otros?
HJ: Con él trabajamos en una especie de taller que dura tres semanas. Yo había hecho eso en proyectos de teatro, pero nunca de cine. Metió a todos los que interpretaríamos a un pirata a un cuarto y pasamos juntos cada día en la creación de nuestros personajes. Así definimos su aspecto físico, su manera de caminar y su contexto; establecimos una dinámica para ellos. Desde ahí nos probamos el vestuario, que el diseñador nos llevó en una caja inmensa. Para que cada uno se metiera en su papel, Joe nos decía: “Ve y vístete [ríe]”. Cada día nos relacionamos más y más con nuestros personajes, hasta nos aprendimos los nombres de todos y quedó claro cuál sería su aspecto físico.

ESQ: Como en otros proyectos, tuviste que sufrir una transformación física. Háblame de eso.
HJ: Bueno, por suerte para mí, desde una etapa muy temprana del proyecto decidimos que tendría que rasurarme la cabeza. En realidad fue una medida práctica, pues tendría que usar muchas pelucas. Sin embargo, más allá de esto, hay una razón por la que mi personaje es calvo. No te lo puedo explicar ahora, porque revelaría algo importante sobre la historia, pero siempre lleva las pelucas a la mitad de la cabeza, lo que le da un aspecto de samurái. Es un tipo muy vanidoso, así que la idea de que use maquillaje blanco, tenga los ojos oscuros y se vea completamente diferente a mí, me resultó fenomenal. Durante seis meses nadie me reconocía. Fue fantástico, aunque tuve que usar mucho bloqueador solar para no quemarme la cabeza [ríe].

ESQ: En la película trabajaste con Rooney Mara, Garrett Hedlund y Adeel Akhtar, que interpretan a Tiger Lily, Hook y Smee. Todos son actores geniales.
HJ:
Rooney y Garret son dos de los actores más trabajadores que he conocido. Ambos son brillantes. Ahora tienen la edad que yo tenía cuando trabajaba en mi primera película de Wolverine, y he de admitir que ahora he llegado a una edad en la que pienso “el stunt podría hacer eso por mí”. Sin embargo, Garret hace justo lo opuesto. Recuerdo que durante el rodaje lo vi filmar una escena de pelea bastante brutal, en la que enfrentaba al nativo de una aldea y recibía un golpe tras otro y al día siguiente se presentó a trabajar como si nada. Es un guerrero, realmente fue grandioso.

ESQ: ¿Y a ti cómo te fue con las escenas de pelea?
HJ: Tuve que hacer varias de éstas con Rooney. Eran peleas con espadas, y déjame decirte que ella es genial para eso. Cuando uno trabaja en un proyecto como éste, donde puede pasar un mes antes de que llegues a una escena del estilo, es muy sencillo emocionarse y esperar “ese gran momento”. Cuando finalmente llegó para ella, mostró mucha confianza y se veía genial frente a la cámara.

ESQ: ¿Los sets en los que filmaron fueron tan geniales como los que veremos en la pantalla del cine? ¿Tuviste algún favorito?
HJ: Bueno, me sentí muy apegado a mi barco. Desde el instante en el que lo vi, pensé: “Es lo más increíble que he visto en mi vida”. Es masivo, de verdad, no creo que hayas visto algo similar. Era hermoso y lo construyeron de principio a fin. Es decir, normalmente, para una filmación, sólo se construyen ciertas partes; por ejemplo, si vas a filmar en un avión sólo se hace la cabina o se recrea el interior. Sin embargo, en este caso se edificó el barco completo. Además estuvo el set de Nunca Jamás. Recuerdo que cuando hice mi primera prueba frente a cámara necesitaba el visto bueno de Joe y no lo encontraba. El set era tan grande que nos perdíamos en él.