Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)
The Big Bang Theory cumple siete años de hacernos reír y celebrar la inteligencia en televisión. Visitamos la Universidad de California en Los Ángeles para conocer al genio detrás de Sheldon, Leonard, Raj y Wolowitz. Su nombre es David Saltzberg, y es un profesor de física y astronomía que escribe la terminología científica para los diálogos, presta objetos de su laboratorio para los sets y con sus viajes a la Antártida o al Gran Colisionador de Hadrones inspira algunos capítulos de la serie.
Una noche de 2007, Sheldon Cooper pervirtió el sueño femenino del hombre perfecto: en el segundo episodio de The Big Bang Theory, el físico teórico más ególatra de California esbozó la sonrisa maliciosa del Grinch para demostrar a Penny —vecina, bimbo y mesera de The Cheesecake Factory— que Superman tiene dos debilidades: la kryptonita y el razonamiento científico.
—¿Sabes? —dice Penny— Me gusta la película en la que Lois Lane cae de un helicóptero y Superman se lanza tras ella como un águila para salvarla.
—¿Sí te das cuenta de que esa escena está plagada de imprecisión científica?
—Sí, sí, ya sé que los hombres no pueden volar.
—No, no, asumamos que pueden: Lois Lane está cayendo, acelerando a una velocidad inicial de 9.76 metros por segundo por segundo. Superman se lanza en picada para atraparla con sus brazos de acero. La señorita Lane, quien ahora está viajando a 193 kilómetros por segundo, se estrella contra ellos y su cuerpo se fractura en tres partes iguales.
Fin del argumento. Sheldon se regodea como quien acaba de comprobar que la Tierra no es el centro del universo. Penny agacha la mirada cual niño que descubre que el ratón de los dientes no existe. En las gradas de un set de los estudios Warner Bros. en Los Ángeles, el público invitado a la grabación estalla en carcajadas y aplausos. Inadvertido entre esa multitud hay un titiritero sonriente. Se llama David Saltzberg y además de ser profesor de Física y Astronomía en la Universidad de California, es el responsable de que Sheldon Cooper —el nerd más famoso de la televisión— haga reír al auditorio y desmoralice a una chica rubia con un chiste científico que él escribió.
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El Sheldon Cooper de The Big Bang Theory es un intelectual con un ego del tamaño del Titanic. Cree que los ingenieros son los Oompa Loompa de la ciencia. Tiene la certeza de que ganará un Premio Nobel de Física. Piensa que todos —a excepción de Stephen Hawking, Leonard Nimoy, Stan Lee y él— son estúpidos. El Sheldon Cooper de la vida real es un catedrático que puede explicar las bases de la teoría de cuerdas con la paciencia de una abuela que le comparte la receta de su pastel de chocolate a un repostero amateur. Cuando David Saltzberg no está en el aula es porque ha volado a Suiza para aplastar átomos en el Gran Colisionador de Hadrones y, para envidia de su alter ego de la televisión, es uno de los pocos hombres que ha viajado a la Antártida en busca de neutrinos, partículas subatómicas invisibles tan diminutas que nadie ha logrado medir su masa.
David Saltzberg tiene 47 años, poco pelo en la cabeza y esa expresión entrañable del maestro que interpretó Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos. Cuando uno charla con él, siente que podría preguntarle —sin sentirse imbécil— por qué el cielo es azul o cuánto vive una estrella. Saltzberg es un tanto bajo, regordete y bonachón, y —como Williams— posee la mirada pícara de quien apostaría que existe un país llamado Nunca Jamás.
Saltzberg no invita a sus alumnos a treparse a los pupitres del aula para recitar a Walt Whitman y gritar “Oh Captain! My Captain!”, pero sí premia a sus mejores estudiantes con un programa llamado The Geek of the Week, que incluye una visita semanal al set de Warner Bros. para conocer a los protagonistas de la serie en la que trabaja como “consultor de ciencia” desde hace siete años.
En el sitio web donde los universitarios despellejan o aplauden a los profesores de su facultad, David no se salva de ser crucificado. “Comete errores y no se da cuenta.” “Plantea preguntas demasiado conceptuales en los exámenes.” Y aunque algunos de sus 300 alumnos se aburren durante las cuatro horas semanales de clase que imparte, a muchos otros les entusiasma que sea parte esencial del detrás de cámaras de una producción que cada semana arrastra a 12 millones de personas frente a sus televisores: “O te acostumbras a su clase o te duermes, pero amo The Big Bang Theory y él es quien escribe el diálogo científico de la serie, lo que lo hace 10,000,000,000 veces más cool”, dejó uno de ellos por escrito.
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David Saltzberg es el ojo en la cerradura que los guionistas de The Big Bang Theory necesitaban para infiltrarse en un microcosmos que antes del estreno de la serie era percibido como una incubadora de nerds, esos tipos asociales y excéntricos que podrían formar un culto para alabar a Darth Vader pero jamás invitar a una rubia como Kaley Cuoco a cenar.
David no recuerda un día en que no le haya interesado la ciencia. Creció en el Estados Unidos que hervía entre las protestas por la Guerra de Vietnam y la carrera espacial, en una casa en Nueva Jersey que aún visita. Ahí vivió con su padre —un ingeniero eléctrico que salía temprano del trabajo para pasar tiempo con su familia—, su madre —un ama de casa que le enseñó a leer— y dos hermanos mayores.
El primer héroe de su vida fue Isaac Asimov. A Saltzberg le gustaban los libros donde el escritor y bioquímico ruso —autor de las tres leyes de la robótica— explica qué son la electricidad, la luz, el calor y el sonido. Cuando cumplió ocho años se volvió fanático de la televisión y aprendió a esperar, semana a semana, episodios de series como Space: 1999 (1975) y Battlestar Galactica (1978).
El verdadero Sheldon Cooper dice que la ciencia se le metió en las hormonas cuando montó un laboratorio en el sótano de casa de un amigo mientras cursaban la preparatoria. Sus padres le permitían pasar horas fuera de su hogar bajo la promesa de no volarse un dedo con uno de sus experimentos. Allí ensambló cohetes a escala, mezcló ácidos y bases para producir explosiones, y con azufre quemado fabricó sus propias bombas de mal olor. La ciencia le enseñó que no necesitaba ir a fiestas para emborracharse: desde su laboratorio personal improvisó una pequeña destilería. En ese sótano, además, aprendió a creer en los milagros: asegura que algunos de sus experimentos fueron tan arriesgados que sin un poco de suerte no sólo se habría volado un dedo, como temían sus padres, sino la mano completa.
Saltzberg, que siempre fue un alumno de 10, dice haber tenido la fortuna de pasar por excelentes clases de química y matemáticas y se sonroja al recordar que hace unos años volvió a Nueva Jersey para asistir a la fiesta de jubilación de su primer maestro de cálculo, y que éste lo reconoció tan pronto lo vio entrar por la puerta. Por enseñanzas como las de su viejo profesor, Saltzberg decidió que la escuela no le bastaba para saciar su curiosidad, sino que pasaría el resto de su vida tratando de explicar los fenómenos que hoy le permiten desprestigiar a Superman en la televisión.
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Antes de grabar el primer capítulo de The Big Bang Theory, un grupo de guionistas y diseñadores de producción visitó a Saltzberg en la universidad. Necesitaban conocer a sus estudiantes para esbozar los rasgos físicos y psicológicos de sus nuevos personajes y construir sets inspirados en sus dormitorios. Y así, como buzos de profundidad, los escenógrafos, carpinteros, encargados de vestuario y escritores exploraron la vida cotidiana de los jóvenes científicos que quieren cambiar el mundo. Fotografiaron mobiliario, libros y ropa; tomaron nota de su jerga y sus chistes. La esencia de ese universo de variables, ecuaciones y laboratorios se convirtió en un mundo de imágenes: Sheldon, Leonard, Wolowitz y Raj no son seres ficticios, sino una telaraña que atrapa las particularidades de quienes deciden dedicar su vida a la física.
Saltzberg, el verdadero Sheldon Cooper, tiene un amigo que se llama Steven Moszkowski, un físico de partículas alto y delgado como un espárrago. Tiene el cabello ensortijado, plateado y camina encorvado mientras apoya una mano en su bastón y la otra en el brazo de su mujer, una anciana vivaracha llamada Esther. Saltzberg se levanta para saludarlos cuando los ve entrar a la sala de lectura universitaria en la que conversamos.
—¡Hola, Steve! ¡Hola, Esther! ¿Cómo están? Yo estoy haciendo una pequeña entrevista para la revista Esquire.
El profesor tímido y bonachón infla el pecho como palomo.
—¿¡En serio!? ¡Wow! Nosotros vamos rumbo a una reunión, pero estaremos de vuelta en casa a las ocho en punto.
—¿A las ocho? ¿Qué pasa hoy a las ocho?
—¡La serie!
—Ah, cierto. Es martes. ¡Es noche de The Big Bang Theory!
Steve y Esther sonríen como quien se sabe amigo de una celebridad. Viéndolos así, tomados del brazo, es imposible dejar de pensar en Wolowitz y Bernadette.
—Steve, ¿qué personaje eres? —pregunta Saltzberg.
—Ay David, no lo sé. Esther dice que soy Sheldon —ella asiente—, pero creo que soy Raj. Mis relaciones con las mujeres fueron muy raras. Tuve algunas citas cuando tenía como 19 años, pero en realidad me dediqué al estudio, así que no tuve novias reales, sino de fantasía. Recuerdo el día exacto en que llegué a una clase de la universidad para estudiar Matemáticas, y vi a una chica muy guapa. Me obsesioné con ella.
Steve estaba tan enamorado que sus padres buscaron el nombre de la chica en el directorio telefónico y lo obligaron a llamarla para invitarla a salir. Aunque ella lo rechazó, no pudo olvidarla. Su fantasía se esfumó cuando fue reclutado por el ejército —la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin— y su nueva preocupación fue aprender a sobrevivir al entrenamiento de un soldado. Dice que sólo lo logró porque su madre le pidió a un amigo suyo —un químico que estuvo involucrado en el Proyecto Manhattan— que lo ayudara a conseguir una transferencia para trabajar en un laboratorio de Chicago. Ahí conoció por primera vez el mundo de la física y nunca volvió a salir.
Al igual que su amigo, Saltzberg definió el curso que tomaría su vida —casi por casualidad— durante la universidad. Tenía 22 años, estudiaba Física en Princeton, y cuando realizó uno de los experimentos de su tesis en el ciclotrón de la escuela —dispositivo que carga partículas con energía para acelerarlas y provocar que choquen—, decidió que su especialidad sería el estudio de “colisiones a alta energía” (Lois Lane estrellándose contra los brazos de Superman, por ejemplo). Trabajó 10 años en ello en la Universidad de Chicago, donde obtuvo su doctorado, y ahora es líder de un par de proyectos en el Gran Colisionador de Hadrones, un túnel de tres metros de diámetro y 17 kilómetros de largo que corre bajo los límites de las fronteras de Francia y Suiza, y anualmente convoca a más de dos mil científicos de 21 países para tratar de averiguar de qué rayos se compone el universo.
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Es una madrugada de verano y Sheldon Cooper toca la puerta de su roomie para darle una noticia.
—Leonard [toc, toc, toc].
—Leonard [toc, toc, toc].
—Leonard [toc, toc, toc].
El físico experimental abre molesto y el ególatra interpretado por Jim Parsons dice que el director de la universidad en la que trabaja lo invitó al Polo Norte. Su misión será comprobar la existencia de “monopolos magnéticos”, partículas hipotéticas que nadie ha descubierto —pues todas las conocidas hasta ahora cuentan con un polo negativo y uno positivo— y que por ende le asegurarían el Nobel de Física que tanto desea.
—La gente escribiría libros sobre mí. Estudiantes de tercer año de primaria crearían diagramas con pasta de codito cruda retratando episodios de mi vida.
Sheldon está “en los cuernos de un dilema”. Le preocupa el frío: es tan sensible a él que si está en el cine y bebe su Icee demasiado rápido, puede sufrir dolor de cabeza y verse obligado a abandonar la sala. Sin embargo, el ego vence. Invita a sus tres amigos al viaje y ellos aceptan. Luego le piden a Penny que los deje entrar al congelador de The Cheesecake Factory para “aclimatarse”, y después del ridículo los cuatro parten rumbo a las tierras de Santa Claus.
El Sheldon Cooper de la vida real viajó al Polo Sur en 2008, el mismo año que el personaje de televisión fue al extremo opuesto de la Tierra. Desde el punto más austral del globo, David Saltzberg envió fotos de su expedición a los guionistas de la serie para que escribieran el capítulo que titularon “The Monopolar Expedition”. Las chamarras rojas de Sheldon, Leonard, Wolowitz y Raj son idénticas a las que Saltzberg y los 40 miembros de su equipo llevaron al viaje. Hoy la foto del recuerdo cuelga de una de las paredes de su oficina por encima de otro retrato, una captura de pantalla que congela la única escena en la que el físico y “consultor de ciencia” apareció en la serie: un tanto sonrojado, vestido con un chaleco de rombos, está sentado en la cafetería de la universidad mientras conversa con un estudiante y Wolowitz camina abrazado a Bernadette detrás de él. Saltzberg no tiene esposa ni hijos, pero el tercer retrato que cuelga de la pared de su despacho es, podría decirse, familiar: Sheldon y Penny platican frente a uno de los pizarrones con ecuaciones que él mismo trazó para la serie. Dice que durante los tres meses que pasó en la Antártida extrañó mucho a “los muchachos”.
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David Saltzberg está obsesionado con los neutrinos, unas partículas invisibles y traviesas que sólo se manifiestan durante una milmillonésima de segundo, cuando son estimuladas con ondas de radio. Salir en busca de neutrinos es, ante todo, un acto de paciencia y fe. Un neutrino es un neutrón pequeño —más pequeño que un átomo— del que a la fecha nadie conoce su forma exacta. No tiene carga y es imposible saber qué compone su estructura. Hace sólo medio siglo que la ciencia los estudia y la nueva información que se genera sobre ellos escurre tan lenta y caprichosa como el agua de un grifo cerrado que gotea de tanto en tanto. Para Saltzberg no es frustrante dedicar su vida al análisis de algo que no puede ver. Dice que entre la invención de los primeros telescopios y la primera fotografía del cielo nocturno pasaron 400 años, así que quizá su trabajo servirá para que los hombres del futuro logren ver los neutrinos como hoy vemos las estrellas: a simple vista.
El verdadero Sheldon Cooper es, de hecho, un neutrino. Pasa desapercibido entre el público que aplaude las irreverencias que él sugiere a los guionistas para escucharse en la voz de un actor que ha ganado un premio Emmy, un Golden Globe y un millón de dólares por episodio al aire. Todos los martes, día en que se graba la serie, David Saltzberg deja su despacho en la universidad y llega unos minutos antes al estudio de Warner Bros. para dibujar ecuaciones en los pizarrones que “los muchachos” tienen en su casa y oficina. A veces contribuye en materia de utilería: entre los objetos que ha prestado —y hoy están en la sala del departamento de Sheldon— hay una pelota multicolor de playa, que en realidad es un mapa del universo; un contador Geiger, dispositivo para medir radioactividad, y libros de física escritos por sus amigos y colegas.
Saltzberg se integró al equipo de The Big Bang Theory cuando “un amigo de un amigo” le comentó que los creadores de la serie estaban buscando a un asesor de física para revisar los guiones. Bill Prady —productor ejecutivo— lo llamó y le preguntó si alguno de sus estudiantes querría colaborar con ellos. Saltzberg le preguntó si tendría inconveniente en que él mismo lo hiciera. Desde entonces, el físico de partículas tiene dos tareas: verificar el guión de un capítulo completo o sacar a los guionistas de un problema cuando están escribiendo. En el primer caso, tiene una semana para pensar; en el segundo, sólo 12 horas.
En alguna ocasión, Bill Prady dijo que durante el proceso de escritura de los primeros episodios, él y Chuck Lorre —el otro productor ejecutivo de la serie— se quedaban mirando el monitor cuando llegaban a un diálogo sobre ciencia, como si un hada madrina fuera a susurrarles una buena idea para rellenar el espacio en blanco. “Podemos quedarnos aquí todo el tiempo que quieras, Chuck. No nos vamos a transformar en físicos y nunca podremos escribir como tales.” Ahí entra Saltzberg. En el episodio 13 de la segunda temporada, recibió una línea que decía lo siguiente: “Escuché algo acerca de tu último experimento [ciencia pendiente]: 20,000 pruebas y ningún resultado”. Esa “[ciencia pendiente]” es la carta abierta que Saltzberg tiene para proponer conceptos científicos reales y evitar enfurecer a los físicos que ven la serie y podrían notar un error. Dice que cuando vio ese enunciado no sólo propuso un experimento real, sino que cambió un término —porque los físicos de verdad no usan la palabra “prueba” en un contexto así— y al final el diálogo quedó de la siguiente manera: “Escuché algo acerca de tu último experimento de desintegración de protones: 20,000 secuencias de datos y ningún resultado significativo”.
Como los neutrinos, los guiños de Saltzberg en The Big Bang Theory sólo pueden ser detectados por científicos. Son como mensajes encriptados, expuestos a simple vista, que para millones de espectadores no son más que garabatos sobre un pizarrón donde Jim Parsons simula saber de ciencia. “Confiamos tanto en él que podría estar timándonos y no nos daríamos cuenta”, ha dicho Chuck Lorre.
Saltzberg aprovecha este trabajo sui géneris para divertirse. Una vez escribió las respuestas de un examen que recién había aplicado a sus alumnos (y esa noche asistieron a la grabación del programa por haber sido seleccionados como The Geeks of the Week). “Les tomó varios minutos darse cuenta”, dice Saltzberg con la sonrisa de un niño travieso. Otro día escribió fórmulas relacionadas con los agujeros negros porque un físico que dedicó su vida a estudiarlos acababa de morir. Incluso hubo una ocasión en que invitó a George Smoot —Premio Nobel de Física en 2006— a la grabación del programa y en su honor dibujó el diagrama que el equipo del físico usó en el satélite COBE cuando estudió la radiación de fondo de microondas (campo electromagnético que llena todo el universo). Dice Saltzberg que Smoot se emocionó con el gesto.
Desde que trabaja en la serie, Saltzberg ha recibido mails de alumnos y fans dispuestos a discutir las ecuaciones que dibuja en algunos episodios. Una vez, uno de ellos lo contactó para decirle que había cometido un error y aunque Saltzberg estuvo a punto de sufrir un colapso, al final resultó que todo fue culpa de la mala resolución de la televisión del chico. Saltzberg, como si fuera Sheldon Cooper en cuerpo y alma, dice que en siete años de trabajo sólo se ha equivocado una vez. Confundió los elementos de una ecuación que eran parte del trabajo de investigación de un amigo suyo, y cuando éste lo vio en televisión, le escribió para comentárselo. El profesor bonachón baja la cabeza y se hunde en su silla cuando recuerda el desliz. Era el tipo de detalle que ningún espectador promedio de la serie notaría, pero que Saltzberg y sus colegas detectan como si fueran Sherlock Holmes resolviendo un crimen.
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El verdadero Sheldon Cooper y el ficticio son tan opuestos como un protón y un electrón. Uno usa camisas de vestir; el otro, t-shirts estampadas de Flash y Batman. Uno es físico de partículas; recrea la explosión del Big Bang para estudiar los fenómenos que ocurrieron tras la formación del universo. El otro es físico teórico; sus preocupaciones son similares a las de Albert Einstein. Uno admite que cuando entró a estudiar Física a la Universidad de Princeton, su clase de mecánica hamiltoniana lo hizo sentirse tan vulnerable como Harry Potter ante la búsqueda de la piedra filosofal. El otro es la reencarnación de Narciso.
Saltzberg dice que no se identifica con un personaje específico de la serie porque todos se crearon para explicar conflictos humanos generales, pero hay algo en él —el verdadero Sheldon Cooper— que paradójicamente recuerda a Leonard, el polo opuesto del Cooper ficticio. Saltzberg —como el físico experimental interpretado por Johnny Galecki— es tímido y dulce. Se sonroja con facilidad. Durante nuestra plática le pregunta a todo el que entra al salón de lectura en el que conversamos si quieren que bajemos la voz. Saluda con euforia a los alumnos que nos encontramos en pasillos y laboratorios, y me presenta a todos con el orgullo de un papá que presume a sus hijos. Como Leonard, es un caballero: me pide un café, me abre la puerta de edificios y salones, me lleva hasta el taxi y al despedirnos con algo tan inocente como un beso en la mejilla, tiembla como el Cooper ficticio ante la idea del amor.
En The Big Bang Theory no hay superhéroes, pero en estos siete años la serie ha logrado lo impensable: reivindicar al geek en la sociedad. Entre los correos que Saltzberg ha recibido recuerda uno que un colega le envió para reclamar que los actores retrataban a los científicos como nerds. Ante ello, Saltzberg responde contundente: “¿Qué hay de malo en eso? Hay muchos nerds en el mundo. ¿Por qué no merecen estar en la televisión? Son personas interesantes y se lo dije a uno de los escritores: son el grupo más diverso que podrías imaginar. Todos son únicos y hacen lo que quieren, aunque eso implique nadar a contracorriente. Ser nerd es grandioso”.