La ley de Ian McEwan

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Originalmente publicado en Gatopardo (link aquí)

     La ley del menor es casi como un filme que envuelve desde su primera escena. Con cada descripción de sitios, objetos y personajes, la vida se escapa de sus páginas para materializarse. Hace frío en Londres, la lluvia golpea las ventanas y la jueza Fiona Maye, de 59 años, aprieta en la mano un vaso de whiskey: su marido acaba de preguntarle si le permitiría acostarse con otra mujer.

     Ian McEwan, autor de Ámsterdam (1998), Expiación (2001) y Sábado (2005), ha destacado por saber cómo situar a sus personajes en la más absoluta incomodidad. Sabe retratar la culpa, la crueldad y la violencia; sabe cómo angustiar al lector párrafo tras párrafo hasta llegar al punto final. Su estilo ha variado con los años. Al inicio, coincide la crítica, se nutría de psicópatas, asesinatos y sangre. Ahora su pluma es quizá más mordaz. Recurre a la sutileza y la elegancia que podría esbozar un personaje de películas de James Ivory o de Downton Abbey para mostrar que la ley, la culpa y la razón también pueden despedazar.

     En 1993, el académico Christopher Williams, de la Universidad de Bari, le dedicó todo un texto a su primera novela, The Cement Garden, publicada en 1978. Entonces comparó el estilo de un debutante McEwan con el de Kafka y Beckett. McEwan, escribió Williams, tiene la capacidad de crear relatos atemporales y misteriosos. Con un estilo simple, sin expresar juicios u opiniones, logra construir un entramado que —como el bloque de acción de un guion cinematográfico— hable por sí mismo y logre conmover.

     En su más reciente novela editada al español por Anagrama, McEwan construye la historia de Fiona, una mujer que desde hace décadas sale de casa para presidir un tribunal. Una mujer que escucha argumentos, acusaciones, verdades a medias; sopesa los hechos; piensa en la ley. Pero esta tarde, quien la mira y cuestiona es el hombre que la ha esperado cada noche, desde casa, por más de 35 años.

     Afuera, en el Tribunal, Fiona sabe formular sentencias, pero ahora su experiencia en materia de valores, justicia y leyes sirve de poco o nada. Se debate en un conflicto en el que el choque entre sus ideas y sus emociones le dificultan respirar. Aquí no hay crimen que torture a su protagonista. Fiona camina sobre hielo delgado —quebradizo— porque está a punto de cumplir 60, no tiene hijos y su marido la invita a racionalizar sus ganas por acostarse con una chica que le permita vivir un último “arranque de pasión”. Hasta cierto punto, McEwan se ha vuelto siniestro. En su nueva novela, el peligro está en lo cotidiano.

    Como ha sucedido en otras novelas escritas por él, sus protagonistas ponen a prueba su temple ético. Aquí, Fiona debe lidiar con dos dilemas a la vez. Por un lado, su marido; por el otro, un caso que le quita el sueño: a sus manos ha llegado el expediente de un chico de 18 años que está a punto de morir. Aquejado por leucemia, necesita una transfusión, pero su religión (Testigos de Jehová) no le permite aceptar la sangre de un donador. Si Fiona emite un fallo a favor del hospital que podría salvarlo, iría en contra de los deseos del chico.

     “No fui nunca un revolucionario, es verdad. Sé que a veces, las normas son estúpidas y merecen que rompamos con ellas, pero también creo que el hombre tiende a ser cruel, violento y egoísta y que para convivir necesitamos leyes e instituciones lo más precisas posibles”, dijo McEwan en una entrevista al periódico El Mundo el año pasado. En su nueva novela, el autor pone esas leyes e instituciones sobre la mesa y las enfrenta a una protagonista que juega con fuego cuando se cuestiona si debe romperlas o no. Como un cineasta extraordinario, que una vez fuera de la sala nos deja pensando si habríamos actuado del mismo modo que el héroe de la película, McEwan pone en jaque nuestra razón.

Reinventar el tiempo

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Originalmente publicado en El Universal (PDF aquí)

El nuevo Drive de Cartier conjuga historia, estilo y tecnología relojera del más alto nivel

     Hay que tomarse un segundo para detenerse a mirar: ahí, en esa superficie diminuta y plana que es la cabeza de un tornillo, está el sello de Cartier. No es un logo, un emblema o una firma. No es un diamante o un rubí. Es un pulido perfecto —liso, uniforme, con terminado de espejo— que muestra el nivel de exigencia de la maison.

   Entre coleccionistas de Alta Relojería no existe lo insignificante. Ninguna pieza, por microscópica que sea, puede darse el lujo de fallar. Funcionalidad. Tamaño. Belleza. Todo se ensambla en una caja de acero, oro o platino que con el pulso de un cirujano se dispone de modo que el resultado final esté más cerca del arte que de un objeto que se ciñe a nuestra muñeca por mera funcionalidad.

     El “movimiento” de un reloj es el mecanismo que mide el tiempo y ajusta las manecillas acorde a ello con absoluta precisión. El número de componentes (piezas) dentro de éste varía de acuerdo a cada guardatiempos, pero entre resortes, barriletes, engranes y tornillos nunca hay menos de cien. Algunos—la mayoría— son tan pequeños y delicados que deben tratarse con instrumentos tan finos como la punta de un alfiler.

   En menos de diez años, Cartier ha creado 48 movimientos; esto es: casi 50 modos distintos de medir el paso de horas, minutos y segundos. Esto, además, implica el montaje de más de diez mil elementos que brillan y se abrazan con absoluta perfección. Cada uno implica un balance entre ingeniería y estética, y aunque para muchos la firma francesa suele distinguirse por su joyería, sus innovaciones en Alta Relojería la han posicionado entre conocedores y coleccionistas a nivel internacional.

     En enero de este año, una nueva pieza brilló por primera vez desde Ginebra. En el marco del Salón Internacional de Alta Relojería (SIHH, por sus siglas en francés), la marca presentó Drive, un modelo que se integra a las siete colecciones de relojes de Cartier.

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     El inicio debiera estar en Suiza—claro— porque es el país que a uno se le viene a la mente cuando piensa en manecillas, precisión y cucús. Sin embargo, la cuna de Cartier está en Paris. Ahí, en 1847, se estableció la maison que poco tardaría en atravesar el Atlántico para hacerse de un lugar entre viajeros y empresarios de Londres y Nueva York.

    Seducir a esas capitales que ya desde entonces eran clave en el mercado requirió estrategias precisas. No bastan las piedras preciosas para que un cliente despegue los ojos del aparador y entre a la tienda a comprar. Los hermanos Louis, Jacques y Pierre Cartier lo lograron gracias a su meticulosidad: no hay en la firma una pieza que no tenga una historia que contar o sufra por componentes defectuosos o de dudosa calidad. Los joyeros de la casa revisan diamante por diamante antes de montarlo en un anillo de compromiso; los relojeros viven con un lente de aumento pegado al ojo para enlazar piezas en una placa que no alcanza más de cinco milímetros de grosor.

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      Antes de que la guerra enardeciera a Europa, el tiempo se guardaba en el bolsillo. El siglo XX era un recién nacido y en París la Belle Époque se contoneaba y deslumbraba con sus óleos garigoleados, los sombreros de plumas de sus mujeres y los sombreros de copa de sus caballeros. Ya desde entonces, el tiempo era portátil; cabía en la palma de la mano y perseguía más que un fin utilitario: una carcasa de oro no es un indicador de hora, sino de estatus.

     De pronto, en un parpadeo, el estatus se elevó. En 1904, un aviador brasileño llamado Alberto Santos Dumont se acercó a Louis Cartier para hacerle una petición: “Necesito un reloj para volar”. No era un pedido cualquiera. Aunque algunos años antes ya se habían incorporado mecanismos de relojería a joyas que algunas mujeres llevaban en la muñeca, lo que Santos Dumont pedía era un reloj de pulsera 100% funcional: una pieza que le permitiera consultar la hora con sólo voltear la cabeza hacia un lado, sin necesidad de soltar el manubrio de su avión. Y así, Cartier dio un giro en la historia: creó un mecanismo fácil de leer a pesar del movimiento y le añadió una correa para nunca despegarse de él.

     Desde aquel primer modelo Santos, el tiempo nunca se ha detenido para Cartier. La historia de la relojería es también la historia del hombre, y si a principios del viejo milenio el hombre quería conquistar el viento, pasó muy poco antes de que se dejara devorar por la ira y el combate militar. Tank, el segundo ícono de la maison, apareció en 1917 —tres años después del inicio de la Primera Guerra Mundial— y su forma se inspira en la de un tanque: caja rectangular y eslabones metálicos similares a las cadenas oruga, que le permiten al vehículo avanzar.

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     “Alta relojería” no es equivalente a “diamantes, oro y ostentación”. El encanto —salvo contadas ocasiones— está en ese esqueleto que se oculta entre el anverso y el reverso del reloj. En este mundo que obsesiona por su meticulosidad y perfección, todo gira en torno a las complicaciones, es decir, mecanismos precisos e innovadores que los maestros relojeros crean para permitir otra lectura del tiempo: fechador para día, hora, mes y año; cronógrafo para horas, minutos y segundos; sonería para para escuchar la evolución del día a través de un gong.

    Todo reloj mecánico debe acatar normas muy estrictas antes de considerarse Alta Relojería, pero todo se resume a un ajuste que permita obtener absoluta precisión. Quien hoy compra una pieza que una manufactura tardó años en materializar no busca saber la hora, sino un objeto cercano al arte, que es bello, funcional y complejo desde el más diminuto rubí hasta el cristal de zafiro que cuida su cara del exterior.

     La riqueza de Cartier radica en abarcar ambos universos: el de las piezas con pequeñas complicaciones, que se distinguen ante todo por su estética, y el de las grandes complicaciones, que les han valido el reconocimiento de las máximas autoridades suizas y el asombro de coleccionistas exigentes del mercado global.

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     Este año, la familia de Cartier creció. A las colecciones masculinas que ya conocemos—Santos, Tank, Calibre, Ballon Bleu, Rotonde y Clé— se suma Drive, que brilló por primera vez el pasado enero desde el evento de Alta Relojería más importante del mundo: el SIHH. Pensado para un cliente independiente y elegante, privilegia la naturalidad. El hombre Drive—el hombre Cartier— aprecia los objetos que posee por la pasión y el placer que despiertan en él.

    La belleza del Drive está en sus detalles, que innovan con sutileza y elegancia: esfera guilloché, cristal abombado, corona con perfil de perno. Y, como siempre, el sello de la maison: números romanos para indicar las horas, vías de ferrocarril para los minutos y sus particulares manecillas en azul.

     En cuanto a funcionalidad, hay tres movimientos detrás de Drive: 1904-PS MC y 1904-FU MC para pequeña complicación y 9452 MC para gran complicación. Todos—por supuesto— creados en la Manufactura Cartier. El primero fue producido hace seis años y aún presume de una estabilidad cronométrica óptima, que logra precisión a pesar del movimiento. El segundo nació hace dos años y ofrece un segundo huso horario, indicación día/noche, gran fecha y pequeño segundero, cada una de las cuales puede controlarse a través de la corona. Por último, la pieza clave de la colección: el Drive Tourbillon Volante está equipado con movimiento mecánico de cuerda manual que presume el más prestigiado certificado de la industria: el «Poinçon de Genève”. 

      Como si cada segundo contara, Cartier no deja de innovar, y por piezas como ésta casi es imposible esperar para conocer cuál será el siguiente modelo que la maison creará para reinventar el tiempo.

 

Vivir entre costuras

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Originalmente publicado en El Universal (PDF aquí)

Sandra Weil volvió a triunfar en el Mercedes-Benz Fashion Week México.
¿Qué se necesita para convertirse en una de las diseñadoras más prometedoras del país?

     Claro que lo recuerda: era un vestido verde menta —hecho en chifón de seda—que al volar sobre la pista hacía bailar los encajes que bordó a mano en color marfil y limón. Sandra Weil habla del primer vestido que cosió en su vida y por un instante parece que deja de estar en su boutique de Polanco, en esta mañana ajetreada como cualquier otra en la Ciudad de México, para visitar otro tiempo: es Perú, es de noche, y es —sobre todo—la primera vez que Sandra observa cómo un conjunto de tela, hilos y aplicaciones se amoldan a un cuerpo de carne y hueso. “Recuerdo que lo hice para una niña de 12 años y que la vi cuando atravesó el jardín para venir a saludarme, porque sabía que yo le había hecho el vestido. Causar ese impacto tan increíble y tan positivo —que ella me agradeciera— me hizo darme cuenta del poder que puedes tener al vestir a alguien.” Y así fue como esa Sandra Weil adolescente, que aprendió de hilvanes y patrones en casa con su abuela, se tomó el diseño de modas más en serio y decidió mudarse a Barcelona para aprender a coser.

     El amor por la costura inicia con el tacto: se tocan telas, se tocan encajes, se tocan botones y luego todo eso cobra forma en una prenda que alguien elegirá para vestir. Por eso Sandra Weil hubiera fracasado como experta en Diseño Gráfico, carrera que casi termina en la Universidad de Lima —en Perú, donde nació— y en su lugar prefirió dedicarse a la moda. “Estaba a punto de terminar la lincenciatura cuando me di cuenta de que me gustaban las artes y la creatividad, pero que el mundo digital no era lo mío.” Y entonces ocurrió lo del vestido, y se fue a España, y se especializó en Alta Costura, y conoció a un mexicano (con el que luego se casó), y se vino a vivir a la Ciudad de México y ahora está aquí sentada —en su propia boutique—diciéndome entre risas que si pudiera no estaría aquí sentada, sino encerrada —tocando telas, encajes y botones— frente a su máquina de coser.

***

    Claro que le gusta vivir aquí. “Siempre pensé que México era un mercado muy interesante, porque es casi un punto intermedio en Latinoamérica.” Y además es casi como estar en casa. “Siento que no me he mudado, y que además tengo una puerta con acceso al mundo”. La pequeña tienda en la que ahora estamos se ubica en Emilio Castelar, en el centro de Polanco, y es ante todo un espacio elegante, cubierto por tablones de madera color miel y con pocas prendas en los ganchos, para dar una sensación de exclusividad. Sin embargo, el lujo no está sólo en la experiencia de compra, sino en las prendas en sí. Sandra crea todos los diseños que luego salen a la venta y se toma su tiempo para confeccionar cada colección: lanza una cada seis meses y supervisa cada parte del proceso en su taller.

     Sandrá está acostumbrada a la intimidad, lejos de las grandes tiendas, las grandes colecciones y las grandes producciones en masa. “Cuando apenas empezaba mi carrera cosía en mi casa, en un cuarto donde sólo había dos maquinitas, y de pronto alguien más me ayudaba. Fue un crecimiento muy orgánico, y poco a poco la gente comenzó a apostar por mí.” Ahora no hace más de 35 prendas por temporada, su equipo consta de diez personas y se concentra en elegir los materiales y las formas precisas para cuidar cada detalle de la ropa que está a punto de crear. “Trabajo mucho con seda. Me encanta porque es una fibra natural y elegante por excelencia, que tiene un margen natural para que el cuerpo pueda respirar. También me gustan mucho los encajes, los bordados y las aplicaciones.” Y con ellos mezcla texturas para divertirse, reinventar prendas que puedan volverse atemporales y lograr que sus clientes se interesen por cada colección.

     Ahora Sandra ya no se especializa en Alta Costura, pero encontró un nuevo reto en la confección de prendas ready-to-wear. “Me mudé a México en 2008 y en 2012 me asocié con Maru [quien se encarga de la parte administrativa del proyecto] para establecer la marca y llevarla al siguiente nivel. Sin embargo, una vez que empezamos a exportar nos dimos cuenta de todo el trabajo que aún nos queda por hacer.” Y aunque ahora la ropa que ofrece nació pensada para usarse en la vida diaria, su formación en Alta Costura no ha dejado de traducirse en calidad: vive para perfeccionar cada pieza como si aún fuera esa adolescente que crea un vestido único para una niña en una noche especial.

Desaprender la moda

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Originalmente publicado en El Universal

El efecto transformador de la moda es uno de los intereses de Carla Fernández, la diseñadora mexicana que hace unos días inauguró una exposición en el Museo Jumex.

      Viste de negro, pero no es un negro glamuroso y hermético que la vuelva inalcanzable, como si estuviera a punto de pisar una alfombra roja o pasear por Champs Elysées. Su vestido parece de lino. Es ligero, elegante, detallado, y hace un juego perfecto con sus labios rojos, su cuerpo menudo y su manera pausada de hablar. “La ropa es una manifestación del lenguaje, ¿no lo crees?”, me dice Carla Fernández unos minutos después de saludarnos en el Museo Júmex, y si algo queda claro cuando uno la conoce es que la creatividad en la moda puede derivar en mucho más que prendas tan alejadas de nuestra realidad como el diseñador que las concibió.

      Solemos pensar que para conocer lo último en tendencias hay que girar la cabeza hacia Milán o París, pero no siempre es así. El camino que Carla recorre para inspirarse no es el de una pasarela, sino el de las tierras indígenas de nuestro país. Su ojo no está en busca del lujo, sino que su mirada es antropológica: “Me gusta mucho la indumentaria folclórica de todo el mundo. Es una fuente de inspiración inagotable en el sentido en el que los pueblos indígenas son muy arriesgados. Por ejemplo, si vas a Chiapas o a Guatemala y ves las combinaciones de los colores no lo puedes creer, pero luego entiendes que usan los tonos de la tierra, del reflejo del sol, y entonces tu panorama cambia”. Por eso la exposición de moda y arte que inauguró hace unos días en el Museo Jumex lleva por nombre La Diseñadora Descalza: Un Taller para Desaprender. Es una experiencia interactiva en la que la exhibición de sus prendas se combina con la participación de un grupo de bailarines y talleres que permitan comprender mejor el signi􀂠cado que la hechura de nuestra vestimenta —como artesanía— puede tener en nuestras vidas.

Hecho en México
Carla nunca ha dejado su país. Ni para estudiar en el extranjero y agregar nombres de universidades británicas o neoyorquinas a su currículum, ni para inspirarse, ni para comprar materia prima para confeccionar sus prendas, ni para nada. Cursó la licenciatura de Historia del Arte en la Universidad Iberoamericana y en la Iberomexicana de Diseño se entrenó como modista. Su padre es museógrafo y su madre historiadora; en su formación siempre fue clave la diversidad cultural. “Creo que quedarme en México fue un golpe de suerte. No hubiera investigado lo mismo ni estaría donde estoy si me hubiera ido a Saint Martins”.

      La moda, como el arte, implica una ruptura. Los diseños de Carla Fernández lo han expresado desde siempre. “Me acuerdo que cuando estaba en la universidad le hacía muchas alteraciones a mi ropa; me gustaba reconstruirla. Por ejemplo, la cortaba y le ponía aplicaciones. Eso estaba muy de moda en los 90. Era como una deconstrucción fashionista que me parecía muy divertida”. Y —de algún modo— así trabaja hasta el día de hoy: a través de la fusión de sus conocimientos sobre moda y distribución, apoya el trabajo de nuestras comunidades y asigna pedidos que se adapten a las capacidades y talentos de cada artesano para luego darles difusión. Sus clientes son mexicanos y extranjeros, gente que comprende que la exclusividad también radica en el proceso de confección de una prenda, y no en el aparador que la haga brillar.

       La exhibición de la diseñadora estará abierta el público hasta mediados de mayo, y entre los talleres ofrecidos a los asistentes recomendamos “Bordado en chaquira otomí de Puebla” y “Telar de cintura con artesanas chiapanecas”. Los detalles pueden consultarse en la página de Fundación Jumex.

In the Heart of the Sea: la historia detrás de Moby Dick

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Originalmente publicado en Letras Libres (link aquí)

     Aún es de día y por la cubierta del barco se pasea el primer oficial: un tipo joven y guapo que más que un arponero remite a un héroe de acción. Que tiemblen ya esas ballenas que el ambicioso Owen Chase (Chris Hemsworth) tenga en la mira, porque su nado elegante y cadencioso se transformará en barriles de grasa y aceite para comerciar. In the Heart of the Seadescribe la historia detrás de Moby Dick (1851), pero no está basada en la novela de Herman Melville. Por el contrario, el guión es una adaptación de una obra que el estadounidense Nathaniel Philbrick publicó en el año 2000 para dar a conocer los hechos que derivaron en un capitán obsesionado con asesinar a una ballena blanca: a principios del siglo XIX, un barco ballenero zarpó de Nantucket, Massachusetts, y fue atacado por un inmenso cachalote algunos meses después.

     Ésta podría ser la cinta perfecta, de no ser porque lo más deseable de un filme que retrata a Moby Dick —un personaje tan manoseado como Romeo y Julieta o Los tres mosqueteros es que sea todo menos eso: prototipos, cautela, confort. El nuevo largometraje de Ron Howard —un experimentado director de dramas que culminan en suspiros y lágrimas como Cocoon(1985), Apollo 13 (1995) y Cinderella Man (2005)— deja con ganas de más. In the Heart of the Sea inicia con un recurso muy desgastado: un viejo (Brendan Gleeson) narra su historia de supervivencia a un joven escritor —en este caso Herman Melville, encarnado por Ben Whishaw— para ayudarlo a escribir su segunda novela. Acto seguido, viajamos al pasado para navegar a través de tormentas, compartir la incertidumbre de la tripulación y avistar cetáceos en medio del Pacífico Sur.

     La falta de creatividad narrativa no desacredita —de ningún modo— las virtudes del filme: la música de Roque Baños, un español (hasta ahora poco conocido) produce un buen balance entre las secuencias de acción en mar abierto y la vulnerabilidad del héroe de la cinta; la fotografía de Anthony Dod Mantle, el británico ganador del Óscar que también trabajó con Howard en Rush (2013), destaca por su iluminación; y los efectos visuales que con desbordadas dosis de CGI reviven al Nantucket de 1821, nos llevan a perseguir cachalotes bajo la lluvia y hunden barcos balleneros en medio del mar.

     In the Heart of the Sea no defrauda por su calidad cinematográfica, sino por su guión: es plano y predecible. Y es que las adaptaciones se mueven por terrenos peligrosos: deben capturar la esencia de la obra literaria o visual en la cual se inspiran, pero también deben buscar el modo de sorprender. Si bien la cinta nos mantiene en suspenso mientras esperamos el primer salto de la ballena, no ahonda suficiente en la psicología de sus personajes: ¿por qué si nuestro héroe tiene una familia que le espera en casa prefiere perseguir a esta bestia que lo puede matar?

     Sobran modos para desarrollar un argumento, pero los filmes de Howard suelen ser ecuaciones que apuestan por lo seguro: Splash (1984), una sirena que encuentra el amor; Willow(1988), un duende que salva a una princesa de una bruja; y A Beautiful Mind, filme biográfico del matemático John Nash que arrasó con los Óscares en el año 2000. Tiende a abusar del sentimentalismo y sus personajes siempre salen bien librados de los conflictos que enfrentan. Y, claro, no es que una historia que provoque mariposas en el estómago deba calificarse como “mal cine”, sino que una nueva representación de las aventuras de Moby Dick merece más creatividad narrativa en vez de alimentar el cliché del héroe guapo, que nunca se despeina o sangra.

      El héroe de In the Heart of the Sea es fuerte y tenaz —un acierto de la dirección de Howard y la interpretación de Chris Hemsworth— pero no alcanza a capturar el espíritu implacable del capitán Ahab, protagonista de Moby Dick, o la esencia de la historia que nos obsesiona tanto como para releer la novela y estar al pendiente de todas las adaptaciones cinematográficas de ésta. Al final, Moby Dick es un monstruo creado por el hombre: sobre su lomo hay cicatrices y arpones a medio clavar; es feroz porque persigue a quien le ha cazado y ha dado caza a otras bestias de su especie. Es la naturaleza resistiéndose a la avaricia humana y a los engreídos que quieren ser Dios.

     En 1956, John Huston dirigió una adaptación de Moby Dick y dejó el guión en manos de Ray Bradbury, el autor de Fahrenheit 451(1953). Y si bien el ritmo de la trama es lento en comparación con un filme contemporáneo, la relación entre Ahab (Gregory Peck) y la ballena es estremecedora: ambos prefieren morir a dejarse vencer. A pesar de los efectos especiales que sí recrean a un cetáceo majestuoso, esta obsesión escapa a los 121 minutos de In the Heart of the Sea: Moby Dick no es sólo una ballena colosal, sino una bestia hipnótica que nos arrastra hacia lo desconocido y, como a Ahab, nos hace sentir que vale la pena seguirla hasta ser devorados por el mar.

La otra vida de Jaipur

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Originalmente publicado en Esquire no. 87 (PDF aquí)

Aún hay viajeros que se resisten a visitar la India. Los pretextos sobran: si no es la pobreza extrema es el idioma, los condimentos o la higiene. El Taj Mahal no es la única belleza de este inmenso país de Asia. También está su gente, su historia, su sabor. En esta tierra colmada de autos, cláxones y vacas, también hay paz y serenidad. Esos son los contrastes que seducen, y que sólo se descubren al deshacernos de los prejuicios y la resistencia ante una cultura distinta a la nuestra.

     El agua se ha estancado. Llovió toda la tarde y ahora Jaipur parece una piscina de lodo y barro. Sólo los extranjeros parecen notarlo. Los indios van por la calle como si el suelo estuviera seco y el sol brillara a media primavera. En las faldas de un semáforo, una mujer enfundada en un sari esmeralda atiende su puesto de fruta: escala un banquito metálico y observa llegar a otras mujeres para tocar y embolsar plátanos, sandías y mangos. A su alrededor, los hombres se descalzan. Al caminar elevan las rodillas como ranas en dos patas y cargan sus sandalias en las manos. Los autos pitan como siempre. Las vacas ahuyentan moscas con la cola. Los indios que trabajan en turismo llevan a sus clientes al Fuerte de Amber, la mayor atracción de la ciudad. Entonces pregunto a mi guía:
      —Vipul, ¿por qué a nadie le importa que todo se haya inundado? En México llueve y la ciudad se vuelve un caos.
        —¿Por qué habría de importarnos? El agua es vida.

§

     Se llama Vipul Bharghav y me recuerda a un hámster: piel tostada, mejillas rechonchas, dientes grandes, cuadrados y blancos. Apenas tiene 27 —dos años menos que yo— y siempre encuentra el modo de hacerme sentir que debería abrir el mundo como un libro que nunca se ha leído, para conocerlo desde cero.
     El día que nos conocemos pasa por mí al hotel de Nueva Delhi —una capital que no me resulta más caótica que el D.F.— e iniciamos un viaje de cuatro horas en carretera para llegar a Jaipur.
     —¿Por qué viene sola a India, señora? —pregunta mi guía mientras vemos un desfile de vacas junto a nosotros.
       —Quizá no debería decírtelo, Vipul, pero nadie quiso acompañarme.
       —¿Por qué?
      —Ya sabes, por prejuicios. Lo mismo pasa con México. Hay gente que no quiere visitar mi país porque piensa que un narcotraficante la va a asesinar.
       —¿Y qué dicen de India?
       —Que la gente es pobre, por ejemplo.
       —No es pobre.
       —¿No es pobre?
      —Mire a esa mujer, señora, la que está aquí junto a nosotros, ¿cuántas vacas lleva?
      —No sé, ¿al menos 30?
      —Ella podría vender cada vaca en 1,500 dólares, pero no lo hace porque son parte de su herencia, de su familia. Ella vive así porque así lo desea. Entonces, ¿es pobre o no es pobre? Aquí no necesitamos lujos para vivir bien.

§

     India tiene la forma de un cono rebosante de helado. En el sur están sus playas más famosas —Goa entre ellas— y al norte se ubican la capital y algunos sitios icónicos, como el Taj Mahal. Ahí también está Rajastán, el estado más grande de la zona, que limita al oeste con Pakistán.
    Rajastán fue una tierra de reyes y su capital es Jaipur. Ahí el tiempo parece haberse congelado: aunque algo deteriorados, los templos y palacios se mantienen en pie. Las piedras preciosas aún adornan sus paredes y techos. En las habitaciones vacías aún se sienten los pasos del imperio mogol.

§

      Hay un vacío de turistas en Jaipur. ¿Mi hotel? Vacío. ¿Los restaurantes con sellos de Trip Advisor en las puertas? Vacíos. ¿Los templos y palacios? Vacíos. Hace calor, mucho calor. Más de 35 grados. La gente evita viajar a India cuando el cielo abrasa calles, gente y sombra, así que tengo todo para mí.
     Nuestra primera parada es Birla Mandir, un templo hinduista con techos en forma de bellotas que se ubica en una zona elevada de Jaipur. En mi backpack llevo un par de calcetines y un paraguas, pero los dejo donde están cuando Vipul me pide quitarme las sandalias y el cielo se nubla para ver la lluvia caer. A mi alrededor no hay ni un extranjero, y a los indios no les importa mojarse ni ensuciarse los pies. Los veo sonreír, rezar, cantar. Se toman selfies frente a la entrada de mármol blanco del lugar. Huele a incienso y suelo odiarlo, pero esta tarde la esencia de jazmín se antoja deliciosa. A los pocos minutos, yo también sonrío y tengo ganas de cantar.

§

      India no se limita por su religión. Un día le pregunto a mi guía por qué las vacas son sagradas y él responde:
—Hay muchas explicaciones, señora, pero le voy a dar la mía: primero porque una vaca es la segunda mamá de un bebé; ambas lo alimentan con su leche. Segundo porque, piénselo bien, gracias a una vaca uno puede tener queso y otros derivados lácteos. Gracias a ella puede comer y beber durante años. En cambio, si uno la mata, ¿qué obtiene? Carne para un día. ¿Vale la pena terminar con una vida por un día?

§

      Son las siete de la mañana de un miércoles y Vipul pasa por mí al hotel. No hace frío ni calor. Hace poco que amaneció y la ciudad rosa —llamada así por el estuco que cubre sus casas— se ve más bien dorada.
     Subimos al coche y en menos de media hora se me aparece una postal: ahí detrás del lago Maota está el Fuerte de Amber y creo que he visto pocas cosas más hermosas en mi vida. Es un edificio titánico de color vainilla y desde sus espaldas veo una parvada volar. Aún a la distancia se ven las ventanas de las habitaciones y las puertas a los vestíbulos del que hace unos siglos fue un palacio; uno imagina a un marajá que se desliza entre pasillos secretos para visitar a una concubina distinta cada noche.
     El fuerte está desierto y ya me espera un elefante. Juntos treparemos por pasadizos zigzagueantes hasta la entrada principal. Descalza me tambaleo sobre su lomo; siento su piel áspera con la suela de los pies. El conductor —un indio de piel oscurísima que lleva un turbante rojo en la cabeza— toma mi cámara y me pide que sonría. ¿Tengo ganas de llorar? Por esta mañana de tiempo detenido valió cada una de las 36 horas que me tomó llegar aquí. Mi elefante continúa su camino, como si bailara muy lento, y yo siento que voy al encuentro con un rey.

§

     Vipul no quiere casarse. Nunca quiso. Aun así, dice que tendrá que casarse el año entrante, porque en India hay reglas muy estrictas que no pueden romperse. Casarse es una de ellas, y es que aquí uno se casa siempre y para siempre: el matrimonio es una promesa vitalicia que desdeña los divorcios. Los problemas maritales, sin importar lo que sean, siempre se resuelven. “Un problema no es motivo para terminar con todo”, dice Vipul.
      Mi guía asegura que me invitará a su boda y que deberé de prepararme, porque la fiesta durará al menos 10 días. Lo bueno es que podré llevar a mi marido, a mi hermana, a mi padre, a mi madre y a quien yo quiera. “Su familia es mi familia, señora”, suele decir Vipul.
      Sólo le falta encontrar novia —porque todavía no tiene— pero ya puedo imaginarlo tomado de su brazo. La futura señora de Bharghav se pintará las manos con henna, ese tinte natural cobrizo que usan los indios y árabes en ocasiones especiales. Caminará junto a él envuelta en un sari muy fino y elegante; quizá de seda roja, que mida al menos seis metros de largo y cueste varios miles de dólares. Estará cubierta en oro y diamantes: pulseras, anillos, collares, todo lo que su marido le pueda comprar.
      —¿Pero qué haremos durante 10 días de pura fiesta, Vipul?
     —Puede quedarse en mi casa, señora. Yo estaré un poco ocupado por los rituales que tendremos que hacer, pero mi madre, mi padre o mi hermano le darán comida y podrán llevarla a pasear.

§

     Uno quisiera casarse con India; crear un lazo atemporal. Lo que seduce es su balance, el equilibrio entre lo bello y lo triste.
      En el libro Yo también me acuerdo, Margo Glantz escribe: “En ocasiones, cuando hablo de la India, parece que estoy hablando de México”. En India también existe el hambre, el tráfico, el dolor y la precariedad. Todo eso inunda sus calles —como la lluvia— pero los indios tienen algo de malabaristas: balancean sus problemas, pasándolos de una mano a otra, y sonríen mientras lo logran.
     Uno quisiera que India no le deje ir, y entonces algo sucede. Dos días antes de irme, cuando estaba por concluir nuestra visita por el lugar más famoso de Agra, empecé a caminar de espaldas.
      —¿Qué le pasa, señora? —dice Vipul con ganas de preguntar si me volví loca.
      —No quiero darle la espalda al Taj Mahal. No me quiero despedir.
   —Señora, pero no va a despedirse. —agrega mi guía y suelta una carcajada.
     —Vipul, tú no entiendes: yo no sé si voy a volver a ver esto en mi vida. No imaginas lo que cuesta venir hasta aquí.
     —A ver, señora, calma. En hindi no existe la expresión “adiós”; se dice “hasta luego” porque en la vida todo es reencuentro, así que usted algún día va a volver.

     Y entonces me animo: cierro los ojos ante el gigante de mármol blanco, doy la vuelta y continúo mi camino hacia adelante.

La rubia que todos quieren

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

Kate Hudson es la nueva imagen de Campari. Hablamos con ella sobre éste
y otros nuevos proyectos.

     El vestido de color vainilla resbala por su piel como cera derretida y deja su espalda al descubierto. Kate Hudson cruza la puerta y te mira como invitándote a pasar la mejor noche de tu vida. Y lo hará: horas más tarde saldrás del restaurante con ella del brazo y sonreirás. ¿Quién no recuerda esa escena en How to Lose a Guy in 10 Days? Ni  Matthew McConaughey —su coestrella en la cinta— debe haberla olvidado.

     Kate Hudson conquista por su naturalidad. Podría ser la niña que se sentaba junto a ti en la escuela o la rubia coqueta que conoces en la fila del banco, pero nunca es un exceso de fama o glamour como otras actrices de su generación. Quizá porque su madre es la celebérrima Goldie Hawn o porque su vida siempre ha transcurrido en Los Ángeles, donde ha trabajado como actriz desde niña. Quizá también porque trabaja en lo que le da la gana —un chick flick, por ejemplo— sin perseguir un cheque gordo o un Óscar.

     En esta mañana, que la tengo en el teléfono, bosteza, ríe, se emociona y juega. Es como es, sin tratar de ser demasiado correcta o demasiado cortés. En 2016 estrenará Deepwater Horizon con Mark Wahlberg —cinta que retrata el accidente que provocó mayor derrame de petróleo en la historia— pero hoy no acordamos hablar sobre ello. Hoy hablaremos sobre Campari, porque no todos los días te elige una de nuestras marcas de aperitivos favorita para ser su imagen y vivir en nuestra mente los 12 meses que dura un año.

ESQUIRE: ¿Cómo fue la experiencia de trabajar para Campari en su nuevo calendario?
KATE HUDSON: Me encantó, todo estuvo muy bien planeado así que el día que comenzamos la sesión fue muy divertido y nos reímos todo el tiempo. Hicimos bien nuestro trabajo mientras teníamos un trago delicioso en la mano. Fue genial.

ESQ: Te conocemos como actriz. Este proyecto, que a fin de cuentas es parte de tu trabajo, ¿lo disfrutaste igual?
KH: Son diferentes, pero a la vez son similares. A lo que me refiero es a que se trata de una interpretación. Estés sobre un escenario o frente a una cámara, se trata de interpretar algo y volcarte de lleno en ello. Y te animas y lo haces.

ESQ: ¿Cómo te sigues retando después de tantos años en la actuación?
KH: Ah, ¿sabes? Me tomé muchos años libres, sin trabajar, así que mantuve un perfil bajo algún tiempo. De pronto sí trabajé mucho e inicié mi propia compañía, pero nada constante durante muchos años. A veces es importante detenerse y pensar hacia dónde estamos yendo. Si esa dirección es la correcta, me siento recargada y muy emocionada por lo que está por venir.

ESQ: ¿Te cuesta despedirte de un proyecto?
KH: Creo que sí se experimenta una ligera depresión cuando te despides de un trabajo en el que trabajaste muy duro y durante mucho tiempo. Lo que sucede es que llegas a casa y te toma un tiempo ajustarte. Por ejemplo, si tienes hijos, es difícil que encuentres un momento para ti mismo, así que tienes que incorporarte de nuevo a la vida cotidiana. Me puedo olvidar de mis personajes mientras filmo y tengo que ir a casa a descansar, pero cuando el proyecto se termina de manera definitiva, sí me cuesta ajustarme a vivir sin él.

Encuentro con el auténtico David Gandy

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

Otra vez una sesión de fotos perfecta. Parece fácil ser David Gandy: vestirse bien, detenerse frente a una cámara —con el gesto serio— y dejar que el lente haga el resto. ¿Qué se necesita para transformarse en el modelo más famoso (y mejor pagado) del mundo? Quizá su nombre sea poco conocido, pero no hay quien no lo haya visto desfilar por las pasarelas que marcan las últimas tendencias de moda masculina o en las revistas con sus fotografías como imagen de Light Blue Pour Homme de Dolce & Gabbana. En exclusiva hablamos con él sobre su vida y carrera.

ESQUIRE: Has trabajado con Dolce & Gabbana por más de una década. ¿Qué ha sido lo que más has disfrutado de ello hasta ahora?

David Gandy: Ha sido fenomenal. No estaría donde estoy sin la ayuda que me ha brindado la marca. Hemos creado algunas de las imágenes más icónicas en lo que a fragancias masculinas se refiere, con Dolce & Gabbana Light Blue Pour Homme. Nunca hubiera imaginado que después de nueve años, aún sería la imagen de la fragancia. Sin embargo, también hemos trabajado en otros proyectos, como un calendario, ropa interior y relojería.

ESQ: ¿Aún recuerdas tu primer sesión? ¿Podrías contarme cómo fue aquel día?

DG: Claro, la recuerdo muy bien. Fue para un lookbook de Paul Smith y siento que me veía como un pequeño conejo frente a los faros de un coche que está a punto de arrollarlo. Recuerdo que aquel día no tenía idea de lo que estaba haciendo. Espero que las cosas hayan cambiado y ahora sea distinto.

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Este soy yo: Shonda Rhimes

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Originalmente publicado en Esquire no. 86 (PDF aquí)

Guionista y productora, 45 años, Chicago, E.U.

> Nunca me verás escribir una serie o película autobiográfica. Nunca. No considero que mi historia sea interesante. Quienes trabajamos en la industria televisiva desarrollamos todo tipo de series. Algunas funcionan y otras no. Así es esto. Si supiera con certeza cómo crear un personaje que atraiga todo tipo de audiencias, ya hubiera escrito un bestseller y sería millonaria.

> Cuando eres el creador de una serie, tu trabajo es asegurarte de que los guiones de todos los capítulos sean buenos, que la producción fluya de manera cotidiana y que siempre exista alguien al pendiente de todo. Al final, estás procurando tu creación.

> Si una serie se cancela, el productor es quien recibe el golpe más fuerte. La responsabilidad como productora es mayor que como guionista, por más que en el segundo caso seas el creador del programa.

> Me han preguntado si me preocupa que mi nombre esté detrás de tres series actuales de televisión. He decidido no preocuparme por cosas sobre las que no tengo ningún control. No tengo nada que ver con marketing ni con programación, así que ni pienso en ello. Mi trabajo en abc es crear series, contar historias y producir.

> ¿Que si siento lo mismo por todos mis personajes ? No sé si podría responder esa pregunta. En el caso de How to Get Away with Murder [que se estrena este mes por Canal Sony], el verdadero creador fue Pete [Nowalk], pero en el caso de Scandal o Grey’s Anatomy, no podría pensar en lo que me gusta o no de ellos. Todos son parte de mí. Sería como confesarte lo que me agrada o no de mí misma a un nivel más personal, y eso sería extraño. Paso tanto tiempo con ellos, trabajando en los guiones, que me resulta casi imposible decidirlo.

> Cuando trabajo sólo pienso en el trabajo, no en ganar premios, ni siquiera para los actores de mis series [Viola Davis se convirtió en la primera mujer afroamericana en obtener un premio Emmy por su papel protagónico en How to Get Away with Murder]. Y bueno, tampoco puedo hablar por ellos [los actores]. Pienso que en la vida diaria cada quien se preocupa sólo por lo que le corresponde: yo escribo, el director dirige y los actores actúan.

> Me resulta muy práctico pensar sólo en el presente, sin preguntarme si mi trabajo podría convertirse en un legado.

> Hace 10 u 11 años no había redes sociales. Tal vez por eso la cadena nunca recibió ningún comentario negativo sobre alguna de mis series. Ahora que éstas se han popularizado y es posible estar en contacto con el público, existe un club muy grande de fans de Grey’s en línea. Tienen un lugar muy especial en mi corazón, por todo el tiempo que dedican a conversar sobre la serie. Para mí se trata de una comunidad increíble que me apoya en todo momento; se emocionan e invierten demasiado tiempo en revisar las líneas argumentales a las que dedico tantas horas. Conozco qué historias les gustan y ahora también he leído comentarios sobre How to Get Away with Murder.

> Cuando escribo hay ocasiones en las que me rijo por las reglas del guionismo, pero también me gusta jugar. Es una combinación de ambas. Todos navegamos por el mundo de ciertos modos. Conforme adquieres más experiencia, aprendes lo que funciona y lo que no. Yo era el tipo de alumna que se sentaba al frente de la clase y vivía con la mano levantada. Así que, en conclusión, suelo guiarme por ciertas reglas.

> Mucha gente me muestra proyectos propios y piden mi opinión. Me encanta descubrir buenos guiones. No todos los diálogos de mis personajes surgen de un impulso femenino. Las palabras provienen de contextos que permiten crear un arco e historia para la serie.

> Cada serie es un animal individual. Me divierte trabajar en distintos títulos. Me permite entrar y salir de mundos completamente diferentes de manera simultánea, y eso es genial.

Me atreví a hacer The Mindy Project [una comedia que francamente nos parece horrenda] porque me hice la ridícula promesa de aceptar proyectos que me asustaran. Entonces cuando Mindy [la protagonista] me invitó a actuar en la serie, tuve que decir que sí. Al final fue divertido pero, ¿volvería a hacerlo? No lo creo.

> Dirigir no es algo que me intrigue ni esté en mi lista de prioridades, quizá porque estoy francamente ocupada. Estoy escribiendo mucho, y además tengo otros compromisos como productora. Dirigir es algo que me interesa mucho pero no es una prioridad en esta etapa de mi vida.

> Me resulta fascinante que hubo otra época en la que también estuve a cargo de tres series: Grey’s Anatomy, Private Practice y Scandal. Y sí, sentí que estuve a punto de caer muerta. Hoy la diferencia es que [además de Scandal y Grey’s Anatomy produce How to Get Away with Murder] Pete es el verdadero encargado del programa. Entonces me consulta, le doy algunos comentarios y listo. Así es cómo puedo continuar con el resto de mi trabajo.

El cerebro de The Big Bang Theory

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Originalmente publicado en Esquire no. 74 (PDF aquí)

The Big Bang Theory cumple siete años de hacernos reír y celebrar la inteligencia en televisión. Visitamos la Universidad de California en Los Ángeles para conocer al genio detrás de Sheldon, Leonard, Raj y Wolowitz. Su nombre es David Saltzberg, y es un profesor de física y astronomía que escribe la terminología científica para los diálogos, presta objetos de su laboratorio para los sets y con sus viajes a la Antártida o al Gran Colisionador de Hadrones inspira algunos capítulos de la serie.

            Una noche de 2007, Sheldon Cooper pervirtió el sueño femenino del hombre perfecto: en el segundo episodio de The Big Bang Theory, el físico teórico más ególatra de California esbozó la sonrisa maliciosa del Grinch para demostrar a Penny —vecina, bimbo y mesera de The Cheesecake Factory— que Superman tiene dos debilidades: la kryptonita y el razonamiento científico.

—¿Sabes? —dice Penny— Me gusta la película en la que Lois Lane cae de un helicóptero y Superman se lanza tras ella como un águila para salvarla.

—¿Sí te das cuenta de que esa escena está plagada de imprecisión científica?

—Sí, sí, ya sé que los hombres no pueden volar.

—No, no, asumamos que pueden: Lois Lane está cayendo, acelerando a una velocidad inicial de 9.76 metros por segundo por segundo. Superman se lanza en picada para atraparla con sus brazos de acero. La señorita Lane, quien ahora está viajando a 193 kilómetros por segundo, se estrella contra ellos y su cuerpo se fractura en tres partes iguales.

            Fin del argumento. Sheldon se regodea como quien acaba de comprobar que la Tierra no es el centro del universo. Penny agacha la mirada cual niño que descubre que el ratón de los dientes no existe. En las gradas de un set de los estudios Warner Bros. en Los Ángeles, el público invitado a la grabación estalla en carcajadas y aplausos. Inadvertido entre esa multitud hay un titiritero sonriente. Se llama David Saltzberg y además de ser profesor de Física y Astronomía en la Universidad de California, es el responsable de que Sheldon Cooper —el nerd más famoso de la televisión— haga reír al auditorio y desmoralice a una chica rubia con un chiste científico que él escribió.

*

            El Sheldon Cooper de The Big Bang Theory es un intelectual con un ego del tamaño del Titanic. Cree que los ingenieros son los Oompa Loompa de la ciencia. Tiene la certeza de que ganará un Premio Nobel de Física. Piensa que todos —a excepción de Stephen Hawking, Leonard Nimoy, Stan Lee y él— son estúpidos. El Sheldon Cooper de la vida real es un catedrático que puede explicar las bases de la teoría de cuerdas con la paciencia de una abuela que le comparte la receta de su pastel de chocolate a un repostero amateur. Cuando David Saltzberg no está en el aula es porque ha volado a Suiza para aplastar átomos en el Gran Colisionador de Hadrones y, para envidia de su alter ego de la televisión, es uno de los pocos hombres que ha viajado a la Antártida en busca de neutrinos, partículas subatómicas invisibles tan diminutas que nadie ha logrado medir su masa.

            David Saltzberg tiene 47 años, poco pelo en la cabeza y esa expresión entrañable del maestro que interpretó Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos. Cuando uno charla con él, siente que podría preguntarle —sin sentirse imbécil— por qué el cielo es azul o cuánto vive una estrella. Saltzberg es un tanto bajo, regordete y bonachón, y —como Williams— posee la mirada pícara de quien apostaría que existe un país llamado Nunca Jamás.

            Saltzberg no invita a sus alumnos a treparse a los pupitres del aula para recitar a Walt Whitman y gritar “Oh Captain! My Captain!”, pero sí premia a sus mejores estudiantes con un programa llamado The Geek of the Week, que incluye una visita semanal al set de Warner Bros. para conocer a los protagonistas de la serie en la que trabaja como “consultor de ciencia” desde hace siete años.

            En el sitio web donde los universitarios despellejan o aplauden a los profesores de su facultad, David no se salva de ser crucificado. “Comete errores y no se da cuenta.” “Plantea preguntas demasiado conceptuales en los exámenes.” Y aunque algunos de sus 300 alumnos se aburren durante las cuatro horas semanales de clase que imparte, a muchos otros les entusiasma que sea parte esencial del detrás de cámaras de una producción que cada semana arrastra a 12 millones de personas frente a sus televisores: “O te acostumbras a su clase o te duermes, pero amo The Big Bang Theory y él es quien escribe el diálogo científico de la serie, lo que lo hace 10,000,000,000 veces más cool”, dejó uno de ellos por escrito.

*

            David Saltzberg es el ojo en la cerradura que los guionistas de The Big Bang Theory necesitaban para infiltrarse en un microcosmos que antes del estreno de la serie era percibido como una incubadora de nerds, esos tipos asociales y excéntricos que podrían formar un culto para alabar a Darth Vader pero jamás invitar a una rubia como Kaley Cuoco a cenar.

            David no recuerda un día en que no le haya interesado la ciencia. Creció en el Estados Unidos que hervía entre las protestas por la Guerra de Vietnam y la carrera espacial, en una casa en Nueva Jersey que aún visita. Ahí vivió con su padre —un ingeniero eléctrico que salía temprano del trabajo para pasar tiempo con su familia—, su madre —un ama de casa que le enseñó a leer— y dos hermanos mayores.

            El primer héroe de su vida fue Isaac Asimov. A Saltzberg le gustaban los libros donde el escritor y bioquímico ruso —autor de las tres leyes de la robótica— explica qué son la electricidad, la luz, el calor y el sonido. Cuando cumplió ocho años se volvió fanático de la televisión y aprendió a esperar, semana a semana, episodios de series como Space: 1999 (1975) y Battlestar Galactica (1978).

            El verdadero Sheldon Cooper dice que la ciencia se le metió en las hormonas cuando montó un laboratorio en el sótano de casa de un amigo mientras cursaban la preparatoria. Sus padres le permitían pasar horas fuera de su hogar bajo la promesa de no volarse un dedo con uno de sus experimentos. Allí ensambló cohetes a escala, mezcló ácidos y bases para producir explosiones, y con azufre quemado fabricó sus propias bombas de mal olor. La ciencia le enseñó que no necesitaba ir a fiestas para emborracharse: desde su laboratorio personal improvisó una pequeña destilería. En ese sótano, además, aprendió a creer en los milagros: asegura que algunos de sus experimentos fueron tan arriesgados que sin un poco de suerte no sólo se habría volado un dedo, como temían sus padres, sino la mano completa.

            Saltzberg, que siempre fue un alumno de 10, dice haber tenido la fortuna de pasar por excelentes clases de química y matemáticas y se sonroja al recordar que hace unos años volvió a Nueva Jersey para asistir a la fiesta de jubilación de su primer maestro de cálculo, y que éste lo reconoció tan pronto lo vio entrar por la puerta. Por enseñanzas como las de su viejo profesor, Saltzberg decidió que la escuela no le bastaba para saciar su curiosidad, sino que pasaría el resto de su vida tratando de explicar los fenómenos que hoy le permiten desprestigiar a Superman en la televisión.

*

            Antes de grabar el primer capítulo de The Big Bang Theory, un grupo de guionistas y diseñadores de producción visitó a Saltzberg en la universidad. Necesitaban conocer a sus estudiantes para esbozar los rasgos físicos y psicológicos de sus nuevos personajes y construir sets inspirados en sus dormitorios. Y así, como buzos de profundidad, los escenógrafos, carpinteros, encargados de vestuario y escritores exploraron la vida cotidiana de los jóvenes científicos que quieren cambiar el mundo. Fotografiaron mobiliario, libros y ropa; tomaron nota de su jerga y sus chistes. La esencia de ese universo de variables, ecuaciones y laboratorios se convirtió en un mundo de imágenes: Sheldon, Leonard, Wolowitz y Raj no son seres ficticios, sino una telaraña que atrapa las particularidades de quienes deciden dedicar su vida a la física.

            Saltzberg, el verdadero Sheldon Cooper, tiene un amigo que se llama Steven Moszkowski, un físico de partículas alto y delgado como un espárrago. Tiene el cabello ensortijado, plateado y camina encorvado mientras apoya una mano en su bastón y la otra en el brazo de su mujer, una anciana vivaracha llamada Esther. Saltzberg se levanta para saludarlos cuando los ve entrar a la sala de lectura universitaria en la que conversamos.

—¡Hola, Steve! ¡Hola, Esther! ¿Cómo están? Yo estoy haciendo una pequeña entrevista para la revista Esquire.

El profesor tímido y bonachón infla el pecho como palomo.

—¿¡En serio!? ¡Wow! Nosotros vamos rumbo a una reunión, pero estaremos de vuelta en casa a las ocho en punto.

—¿A las ocho? ¿Qué pasa hoy a las ocho?

—¡La serie!

—Ah, cierto. Es martes. ¡Es noche de The Big Bang Theory!

Steve y Esther sonríen como quien se sabe amigo de una celebridad. Viéndolos así, tomados del brazo, es imposible dejar de pensar en Wolowitz y Bernadette.

—Steve, ¿qué personaje eres? —pregunta Saltzberg.

—Ay David, no lo sé. Esther dice que soy Sheldon —ella asiente—, pero creo que soy Raj. Mis relaciones con las mujeres fueron muy raras. Tuve algunas citas cuando tenía como 19 años, pero en realidad me dediqué al estudio, así que no tuve novias reales, sino de fantasía. Recuerdo el día exacto en que llegué a una clase de la universidad para estudiar Matemáticas, y vi a una chica muy guapa. Me obsesioné con ella.

            Steve estaba tan enamorado que sus padres buscaron el nombre de la chica en el directorio telefónico y lo obligaron a llamarla para invitarla a salir. Aunque ella lo rechazó, no pudo olvidarla. Su fantasía se esfumó cuando fue reclutado por el ejército —la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin— y su nueva preocupación fue aprender a sobrevivir al entrenamiento de un soldado. Dice que sólo lo logró porque su madre le pidió a un amigo suyo —un químico que estuvo involucrado en el Proyecto Manhattan— que lo ayudara a conseguir una transferencia para trabajar en un laboratorio de Chicago. Ahí conoció por primera vez el mundo de la física y nunca volvió a salir.

            Al igual que su amigo, Saltzberg definió el curso que tomaría su vida —casi por casualidad— durante la universidad. Tenía 22 años, estudiaba Física en Princeton, y cuando realizó uno de los experimentos de su tesis en el ciclotrón de la escuela —dispositivo que carga partículas con energía para acelerarlas y provocar que choquen—, decidió que su especialidad sería el estudio de “colisiones a alta energía” (Lois Lane estrellándose contra los brazos de Superman, por ejemplo). Trabajó 10 años en ello en la Universidad de Chicago, donde obtuvo su doctorado, y ahora es líder de un par de proyectos en el Gran Colisionador de Hadrones, un túnel de tres metros de diámetro y 17 kilómetros de largo que corre bajo los límites de las fronteras de Francia y Suiza, y anualmente convoca a más de dos mil científicos de 21 países para tratar de averiguar de qué rayos se compone el universo. Sigue leyendo