Comí.
Comí bien.
Devoré un deseo
y un vacío
que me importunaba en la mañana
hacia el final del desayuno.
Comí.
Comí muy bien.
Sazoné mis sueños
y zozobras;
los pinché con las yemas de los dedos
y así volaron hasta mis labios
para engullirlos
de un solo bocado.
Me atraganté un capricho.
Comí.
Y no bastó.
Zampé un diccionario
de ciencias forestales
y un libro de historia
que me aburrió de niña.
Merendé un viaje a París.
Comí.
Engañé a mi antojo
con un anzuelo
de pagodas
en el centro del Myanmar.
Lancé una carnada
rebosante de óleos
derretidos
como relojes de Dalí.
Comí.
A manos llenas
mutilé versos
y estrofas
y las letras
pequeñitas
se escaparon como agua
entre las grietas de mis manos.
Comí.
Desesperada
abrí las puertas de la alacena
y entre mordiscos
y tirones
se me fue un aria
y un cello.
Perdí el rastro de Bach.
Lloré.
Caí al piso
desparramada
como ancla vieja
y pesada
hacia el fondo
del mar.
Lloré
y un llanto de siglos
me devolvió el hambre
y volví a la alacena
y comí.