La tribu: retratos de la Cuba cotidiana de un joven cronista

Originalmente publicado en The Associated Press, junio 2017 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Carlos Manuel Álvarez echa sus delgadísimos brazos al frente —como haría un pescador— para explicar la estructura de su segundo libro. Antes de elegir a los personajes que perfila en “La tribu”, dice, se imaginó a sí mismo lanzando un anzuelo al agua para preguntarse qué es lo que cada uno le permitiría iluminar sobre su país.

“Diecisiete textos pueden parecer mucho, pero son 25 años de mi vida en Cuba. Eso es como una bota perdida en medio del mar”, explica el cronista de 27 años en la Ciudad de México, a donde viajó hace unos días para presentar la obra editada y distribuida por Sexto Piso.

A pocos meses de la muerte de Fidel Castro y varios giros en la relación de la isla con Estados Unidos, la Cuba de “La Tribu” no es la que diseccionan los analistas ni las columnas de opinión. “(El libro) es el retrato de una sociedad poco accesible a través de perfiles. (Carlos Manuel) es ese alguien que llegó para contarnos qué pasó con Cuba”, ha dicho el escritor mexicano Emiliano Monge.

El lector reconoce dos nombres en “La tribu”: Fidel y Raúl. El resto es la Cuba anónima: Yorgelis, Idalmis, Amaury, Yurién, Ibelys. Por sí solos no dicen mucho, pero Álvarez les da voz.

“La tribu” tiene un subtítulo: “Retratos de Cuba”. Cada historia y cada personaje dan un pulso particular a los latidos de la isla. En la página 29, el texto sobre José Contreras —pitcher y jugador de los Yankees— traza mucho en muy poco: el aterrizaje del avión de Contreras en La Habana sirve a Álvarez para hablar de leyes migratorias, de béisbol y del contraste entre el cubano que deja a los suyos para buscarse otra vida y el que regresa años después.

“El Contreras de los Yankees es un portento íntegro, una pieza de ébano sin figuras, un cuerpo sin articulaciones ni embates visibles… El Contreras de Cuba, en cambio, muestra la definición de sus partes, es como un juguete ensamblado. Fuerte, sí, pero todavía un boceto. Le faltan luces, glamour, pesas. Uno nota los amarres de los hombros con los brazos, de los brazos con los antebrazos, de los dedos con las uñas, el zurcido de las fibras”.

En la página 85, los habitantes de un basurero bailan en la oscuridad. En la 115, un boxeador que sube a una lancha con destino a Florida termina detenido en Bahamas. En la 131, el hambre feroz y el desconcierto tocan el hombro de los viajeros que no llegan a Estados Unidos por mar, sino por tierra, y pasan por Colombia, Panamá y México. En la 229 hay un poeta.

En “La tribu”, Álvarez no alecciona ni especula. No escribe si la Revolución triunfó o fracasó. No sentencia si el líder fue un héroe o un tirano. Su libro no es una explicación: es un mosaico de ambientes —el aeropuerto, una calle, la orilla del mar—y la historia de un país a través de su gente y lo cotidiano. Es el lado del mundo de un periodista cuyo reporteo inicia en sí mismo.

Un verano de agosto, Álvarez —con su cabello negro, lentes de pasta, cuerpo de alfiler— fue hasta el Malecón “para combatir la melaza romanticona que los malos poetas, los cronistas del noticiero y los trovadores deprimidos han vertido sobre este largo muro que ciñe las carnes de la ciudad”. Y entonces él, cubano, que durante cinco años vivió frente a ese Malecón, deja de ser él —o lo intenta— y sale de sí —o lo intenta— para escribir. Camina, se detiene, se sienta en un borde y escucha a locales y extranjeros. Toma notas. Piensa.

Nosotros, los lectores, espiamos por encima de su hombro. Un italiano critica el comunismo. Una mujer cincuentona se pasa seis horas vendiendo caramelos, palomitas y otras cosas para ganarse “cuatro míseros pesos”. Unos tipos juegan dominó y un grupo de veinteañeros se divierte con un videojuego. Un poco más adelante, alguien habla de béisbol. Luego está la zona de travestis.

La crónica del Malecón inicia a la mitad del libro y quizá es el corazón del mismo. En estas páginas el cemento, la piedra picada, el acero y las vigas del terraplén no solo defienden a la ciudad del agua: son aquello que sostiene “las frustraciones, el ocio, las nostalgias y lo que sea que los habaneros vengan a dirimir al borde del mar”.

Nada en “La tribu” puede interpretarse desde un punto de vista único. Álvarez dice que escribió con la nariz, con los ojos, con el tacto y con todos los sentidos. Lo hizo desde una choza putrefacta cerca de Marianao, desde el Teatro Nacional de La Habana y echado bocarriba sobre el Malecón. Y ahora, desde esos vértices, lanza sus crónicas y perfiles al aire para que cada quién decida qué leer, qué sentir, qué mirar.

Migraña en racimos, de Francisco Hinojosa

migraña en racimos

Migraña en racimos es quizá el libro más peculiar de Francisco Hinojosa.
En el texto, el escritor mexicano explora el sufrimiento físico y la angustia de sufrir una enfermedad por casi 30 años.

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          Es difícil imaginar que la sonrisita tímida de Francisco Hinojosa podría transformarse en una mueca de dolor. Pero, claro, así es la migraña: te obliga a cerrar los ojos, llevarte las manos a la sien y convencerte de que la única salida es arrancarte la cabeza.

                A Hinojosa le tomó 27 años librarse del monstruo y escribir sobre él. “Gracias a este libro pude saldar una deuda con la enfermedad”. Todo empezó con un artículo sobre aspirinas. A cien años de su aparición en el mercado, Hinojosa escribió un texto que ya desde entonces era un modo de lidiar con sus jaquecas. “Oliver Sacks decía que no había remedio contra la migraña, que el mejor consuelo que uno podía tener era servirse un té, conseguir una aspirina y meterse a un cuarto oscuro”. Un editor —Mauricio Ortiz— leyó esta frase y lo buscó para proponerle escribir un libro al respecto. “De inmediato dije que sí. No sólo por el tema, sino porque la autoficción es un género que nunca había trabajado”.

                El dolor es algo solitario. Cuando una muela nos taladra la quijada o un retortijón nos dobla el cuerpo, creemos que nadie —más que nosotros— entiende lo que es sufrir. Quien padece Cefalea de Horton —o migraña en racimos— experimenta esta sensación de abandono de manera más aguda, pues hay muy pocos médicos que logren diagnosticarla y tratarla. Dado que es mucho más intensa que la migraña “tradicional”, de algún modo este libro ensaya (y cuestiona) la idea de que la ciencia tiene todas las respuestas y para Hinojosa fue una alternativa para sentirse acompañado. “Antes de escribirlo sentía que a los médicos no les importaba lo que me pasaba. Hubo un solo doctor que se preocupó por buscar diferentes remedios y por eso se lo dediqué”.

                Una migraña en racimos es “esa terrible sensación de que nos clavan un cuchillo al rojo vivo en medio del ojo”. La cita pertenece a una página web a la que los enfermos de Cefalea de Horton acuden para sentirse acompañados. Hay varios sitios como éste: blogs en los que alguien escribe un poema titulado The Monster in my Head o un listado de medicamentos acompañados de sus descripciones, contraindicaciones y efectos secundarios.

                “En el caso de un padecimiento como éste, el enfermo sabe mucho sobre lo que le ocurre”, dice Hinojosa, quien consultaba estos sitios y cualquier texto literario que abordara las jaquecas. En Migraña en racimos, casi cada capítulo contempla una cita al respecto. Ahí están, por ejemplo, Franz Kafka y Oliver Sacks. Y así, al tratar de comprender lo que sucedía en su cabeza cada vez que la bestia aparecía —y la manera en la que otros lo vivían— Hinojosa aprendía a mediar su propio dolor.

                La escritura sana y libera. Unas horas frente al teclado subliman la ira, la pérdida y el pesar. ¿Siempre ha sido así en el caso de Francisco Hinojosa? Uno no lo creería. Antes de Migraña en racimos, el humor ácido permeaba sus libros. Ahí está, por ejemplo, La peor señora del mundo (1992) y sus otros textos para niños. Está también Poesía eres tú (2009) —una novela en verso plagada de ironía— y más recientemente, Emma (2014), una vuelta de tuerca a la historia de Harry Potter en la que una adolescente resulta ser hija de una prestigiosa pareja de actores porno que debe hacerse un nombre propio en la Escuela Bataille de Sexo y Prostitución.

                Por eso cuesta pensar que este autor —que uno imagina muerto de risa mientras redacta— sea el mismo hombre que pasaba meses sumido en el dolor de quien siente un cuchillo al rojo vivo en medio del ojo. “Lo que sucede es que casi todo lo que escribo, sea para adultos o para niños, tiene que ver con la violencia y la muerte. Es decir, lidio con esos temas a través del humor. La violencia, por ejemplo, es algo que me aterra, pero si la enfrento a través de la literatura, se vuelve un tema liberador”.

                Migraña en racimos es también un ejercicio de memoria. Retrata cómo es la vida de un enfermo de Cefalea de Horton a través de la historia de Hinojosa y la de su padre, que también la padeció sin haberlo tenido muy claro. Además, explica cómo es la vida de quién les acompaña: los hijos y las mujeres de los enfermos viven la migraña a su manera. “La memoria y el dolor van muy asociados; es un tema que me parece importante”.

                Hacia el final del libro, Hinojosa dice que volver a este capítulo de su vida fue como abrir un cajón lleno de demonios. ¿Le quedan otros espectros por enfrentar? “Claro, no me quejo de haber vivido, pero poco a poco el tiempo te va cobrando esas facturas. Aún tengo muchos demonios agazapados en el cajón, y uno teme que de pronto puedan salir a atacarte”.

Jimmy Morales, el cómico que se convirtió en presidente de Guatemala y se quedó sin guion

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Originalmente publicado en The New York Times, enero 2017 (link aquí)

     Al escenario del Teatro Nacional de Guatemala suelen subir músicos y actores, pero el 14 de enero de 2016 había casi doscientos políticos de pie, con el cuerpo hacia el público y la mano derecha sobre el corazón.

    El único actor profesional sobre el escenario era también el nuevo presidente de Guatemala. Jimmy Morales subía y bajaba la voz. Modulaba. Levantaba los brazos. Hablaba de honor, sacrificio y esperanza como el narrador de un filme dramático: “Por nuestra patria, que vuelve a nacer, me comprometo a dar lo mejor de mí”.

     Aplausos.

   Minutos después cerró el telón. Morales, su esposa, el vicepresidente y los 158 diputados del congreso desaparecieron tras las cortinas rojas. Lo que inició como una ceremonia oficial parecía un acto de magia: al teatro entró un cómico y salió un presidente.

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    “Durante 22 años les he hecho reír. Si gano las elecciones, prometo que no les voy a hacer llorar”, dijo Jimmy Morales durante su campaña. El comediante y productor de televisión que Guatemala eligió como presidente está punto de cumplir su primer año en el poder pero no parece que su actuación como mandatario haya hecho mucha gracia a los ciudadanos.

    En septiembre del año pasado, Morales asistió a la presentación que su ministro de Finanzas realizó del presupuesto 2017 y se quedó dormido a media sesión. El mismo mes, su hijo y su hermano fueron señalados por su presunta participación en un caso de corrupción. Según el Informe Nacional de Desarrollo Humano 2015/2016 de Guatemala, la mayor parte de los hogares no cuenta con seguro médico o seguridad social. Más del 70 por ciento de la población, dice el informe, carece de ingresos para cubrir la canasta básica familiar.

   “La ausencia de un plan de gobierno, de un equipo de trabajo confiable y su inexperiencia política siguen siendo las principales características del gobierno de Morales”, dijo esta semana Mario Itzep, dirigente del Observatorio Indígena de Guatemala, una nación que tiene más de 40 por ciento de población indígena.

     En el país que cumple 20 años de haber firmado la paz y uno de haber elegido a un candidato antisistema para asumir la presidencia aún queda mucho por hacer. La gente ya no muere o desaparece a media calle por expresar ideas contra el gobierno en medio de una guerra civil, pero la violencia en Guatemala cobra un promedio de 28,3 homicidios por cada 100.000 habitantes.

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     «Ni corrupto ni ladrón».

     Mientras duró su campaña, Jimmy Morales repitió ese eslogan una y otra vez. En la memoria de la Guatemala que lo escuchaba había décadas de gobiernos militares que para reprimir la insurgencia crearon un país inseguro y violento. Solo durante la Guerra Civil (1960-1996) desaparecieron 45.000 y murieron 200.000 ciudadanos.

    Antes de Morales también hubo un militar: en septiembre de 2015, a tres años de haber asumido el poder, el general retirado Otto Pérez Molina renunció a la presidencia para enfrentar acusaciones por delitos de cohecho, asociación ilícita y defraudación aduanera.

    Los guatemaltecos estaban hastiados y enojados; salían a las calles a protestar. “¡Todos los políticos son corruptos!”, se leía en pancartas de manifestantes en la capital del país.

     Guatemala gritaba y Jimmy Morales escuchó.

    El comediante aseguraba en sus mítines que podían señalarlo por su inexperiencia política, pero nunca por robar. Su actuación frente al público surtió efecto y en menos de un año la gente le creyó: el Frente de Convergencia Nacional (FCN) anunció su candidatura en mayo, ganó las elecciones en octubre y en enero aceptó la banda presidencial.

    Después de las elecciones, la prensa local e internacional se preguntaba cómo hizo Jimmy Morales para ganar. Al igual que Donald Trump, era el candidato que nadie se tomaba en serio y al final resultó vencedor.

     También como Trump, Morales era un novato en la política pero no en la persuasión. Durante 18 años, un programa de comedia llamado Moralejas le abrió las puertas de un público que necesitaba menos drama y más humor. Él no sedujo a los guatemaltecos con promesas en un mitin; primero los hizo reír.

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    En su libro Homo Videns, el politólogo Giovanni Sartori escribió que el poder de la imagen está al servicio de las dictaduras, de las elecciones libres y que puede condicionar fuertemente el proceso electoral. Casi dos décadas después, el potencial de la televisión como trampolín político dejó de ser latente y se volvió real: la herencia que ha dejado el desencanto hacia los políticos tradicionales es un nuevo actor —un nuevo candidato— al que podrían bastarle un escenario y un micrófono para seducir a la sociedad.

    No todos nuestros presidentes cuentan chistes ni son estrellas televisivas, pero tampoco todos tienen experiencia política o militar. Algunos cambiaron la oratoria por una cuenta de Twitter y el título en Derecho o en Ciencias Políticas por una empresa rentable.

     En Argentina, Paraguay y Panamá gobiernan empresarios. Haití votó en noviembre por un hombre de negocios. En Ecuador y Chile habrá elecciones en 2017 y entre los favoritos hay un banquero —Guillermo Lasso— y un multimillonario —Sebastián Piñera— que figura en páginas de Forbes.

    La búsqueda de un candidato ajeno al sistema surge tras décadas de desprecio y crítica a la política, dice Christopher Sabatini, catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad de Columbia. “La hemos denigrado y ensuciado tanto en el debate popular que se ha creado la idea de que los políticos, por naturaleza, son corruptos y deben ser remplazados”.

     Hoy, entre algunos votantes, la inexperiencia de un candidato se percibe como algo positivo. Que lleguen poco preparados a los debates, que sus discursos carezcan de argumentos y que propongan políticas poco viables es parte de su encanto. Ahora, explica Sabatini, parece fácil pensar que cualquiera que no sea político podría gobernar.

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     A mediados de 2015, Jimmy Morales empezó a recorrer Guatemala y a recordar su vida pasada en apariciones públicas. En cada mitin alternaba al candidato con el cómico y al cómico con el joven humilde y trabajador que hizo camino al andar.

    Tenía tres años cuando su padre murió. Su madre quedó endeudada con dos hijos y él creció en un pueblo sin asfalto ni drenaje. Luego empezó a trabajar: vendió plátanos y ropa usada; vendió zapatos y gaseosas; vendió y vendió. Luego puso una productora y él triunfó solo.

    Entre sus personajes ninguno fue tan provechoso como el que hizo de sí mismo. El guion de la historia de su vida sedujo al público con una lógica simple: un hombre del pueblo que ya sufrió lo que todos sufrimos sabe cómo alcanzar el éxito. Un hombre con dinero no tendría por qué robar.

    Un empresario exitoso genera expectativas como presidente, dice el politólogo Matías Bianchi, doctor en Ciencias Políticas de la Universidad de Arizona, porque se cree que “sabe cómo funciona el sistema así que él nos va a hacer salir adelante. Sin embargo, me parece que eso es por una debilidad de los partidos políticos: como no logran tener sus propios candidatos, tienen outsiders”.

     La campaña presidencial de Morales no se pagó con la venta de plátanos, zapatos ni shows de televisión. A él lo apoya la derecha radical guatemalteca, que se agrupa en la Asociación de Veteranos Militares (Avemilgua). Ésta nació en 1995 y en 2008 fundó un partido —el FCN— para colarse al Congreso. Sin embargo, antes de Morales no hubo candidato del FCN que lograra diputaciones o alcaldías.

    Transformar a Morales en la cara del partido fue como maquillar la historia: antes de él, los militares de Guatemala inspiraban desconfianza y rechazo; eran un recordatorio de dictadura, violencia y corrupción.

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   El fracaso de la política le abre la puerta al populismo, pero con promesas de campaña no se desmantelan redes de funcionarios corruptos, se reduce la desigualdad o se mejoran los servicios de salud.

    A Morales ya no lo salpica la comedia sino la desconfianza y los escándalos políticos. En sus entrevistas a la prensa nunca aclara con precisión cuál es su relación con el Ejército y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) asegura que las estructuras criminales que están incrustadas en el poder aún están lejos de ser erradicadas.

    Para Itzep, del Observatorio Indígena de Guatemala que esta semana desaprobó el primer año de gestión presidencial, Morales no ha sido capaz de impulsar el desarrollo, ampliar la cobertura educativa y solucionar problemas de racismo y discriminación.

    “Los guerreros del populismo son prácticamente inútiles”, escribió Francis Fukuyama en Foreign Affairs tras la victoria de Trump. “Pueden endurecer el crecimiento, exacerbar los males y empeorar la situación en lugar de mejorarla”.

    Los problemas reales necesitan soluciones reales. Para el infortunio de un presidente mediático, los conflictos políticos, económicos y sociales no se apagan con el interruptor de un televisor.

Foto: Oliver De Ros/Associated Press

Entrevista a Ragnar Conde

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Originalmente publicado en Pro Ópera septiembre-octubre 2016 (link aquí)

         Esa noche de mayo, el público del Palacio de Bellas Artes estallaba en aplausos y Ragnar Conde dejó la penumbra en la que se ocultaba tras el telón para salir al escenario y unirse al festejo y los agradecimientos. El director de 43 años debutaba en la casa de ópera más importante de México con Los puritanos (1835), de Vincenzo Bellini, pero tras unos minutos se detuvo preocupado: el escenario estaba completamente seco, y al caminar a través de él sentía como si tuviera una esponja en la garganta, que absorbía la humedad y a duras penas le permitía hablar. Eso explicaba los problemas que había notado en la interpretación del coro. ¿Cómo fue —entonces— que Javier Camarena, Leticia de Altamirano y el resto de los intérpretes lograron cantar?

           Como todo director de escena con más de 20 años de experiencia, Conde entiende todo lo que entra en juego al montar obras de teatro y óperas en México y a nivel internacional. En el resultado final de una ópera no sólo influye el talento de los cantantes, sino detalles que van desde la acústica del recinto hasta la utilería. Sin embargo, su experiencia en danza, pintura, actuación y diseño gráfico le ha permitido aprender y dominar estrategias para solucionar problemas de logística, iluminación, escenografía y presupuesto. Es un director de escena que lejos de buscar el protagonismo —como pudiera ocurrir en el caso de algunos directores musicales— privilegia el arte y la narrativa por encima de todo. “¿Qué debo hacer para narrar esta historia con éxito y lograr que el público se identifique con ella?”, se pregunta Conde siempre que se le asigna un nuevo proyecto.

          Adaptar una historia de mediados del siglo XIX al México contemporáneo y crear escenografías minimalistas para solucionar la falta de recursos económicos han sido algunos de sus retos, pero al final de cada tropiezo la recompensa es la música, el aplauso para sus actores y la suma de nuevos títulos de compositores como Verdi, Puccini, Donizetti, Offenbach y Rossini a ese extenso currículum que respalda su trayectoria como director.

            A tres meses de su debut en Bellas Artes y a unas semanas del estreno de óperas de Mozart, Verdi y Strauss en Nueva York, Guadalajara y California, Ragnar Conde nos habla de su carrera y de las dificultades implícitas en el trabajo de todo director de escena.

A dos meses de haber debutado con Los Puritanos en Bellas Artes, ¿cuál es tu sentir?
Fue un gran aprendizaje a todos niveles. El hecho de estar en Bellas Artes tiene muchas implicaciones que quizá no existen en otras compañías, tanto en México como fuera de aquí. Son retos que uno tiene que enfrentar y que a veces, por la estructura de la compañía, se complican mucho. Es decir: a pesar de que la gente que trabaja en ella tiene mucho que aportar, la situación puede volverse muy muy complicada. Sin embargo, me dio gusto tener varios antecedentes, tanto del funcionamiento interno de Bellas Artes como de la resolución de una producción. Todo esto me permitió llegar preparado y resolver ciertas cosas con velocidad. No obstante, hubo detalles que escaparon a lo esperado.

¿Cómo cuáles? ¿Qué fue lo que sucedió?
La iluminación, por ejemplo. Tuvimos que grabarla alrededor de seis veces porque al revisar las grabaciones sabíamos que eso no era lo que necesitábamos. La versión oficial era que la consola grababa los cues, pero había momentos en que se borraban los frentes y eso desorientaba a los actores. En otros casos, agregaba elementos que no teníamos contemplados, o movía algunas cosas. Entonces, perdimos mucho tiempo entre lo que grabábamos y lo que teníamos que regrabar. Incluso cuando vi el calendario de ensayos creí que tendría suficiente tiempo para resolver todo lo que se requería, pero sobre la marcha comprendí que en realidad no era lo que necesitaba para lograrlo.

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Música para la vida

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Originalmente publicado en Pro Ópera enero-febrero 2017 (link aquí)

         Entre los manantiales, arroyos y árboles de follaje antiquísimo de San Luis Potosí hay pueblos en los que el sonido de una orquesta sinfónica nunca ha rasgado el silencio. Ni un violín. Ni un arpa. Ni un fagot. “Música Para la Vida” lleva la música clásica a donde nunca ha existido. Un chico de cabello castaño toca la trompeta sobre un tronco viejo rodeado por becerros color chocolate. Otro sostiene el arco de su cello rodeado de montañas sobre unas vías de tren. A muchas de las poblaciones potosinas a las que se cuela “Música Para la Vida” no llegan las carreteras, ni los comercios, ni los videojuegos, pero sí llega la música y cada año hay cien, doscientos o trescientos chicos dispuestos a enamorarse de ella.

         Este programa social se implementó en México en 2013, pero sigue los pasos de su homólogo en Venezuela, «El Sistema», que fomenta las orquestas juveniles. De este modo, traslada profesores, instrumentos y clases a zonas de bajos recursos para invitar a niños y jóvenes a descubrir e impulsar su talento. “Música Para la Vida” recibe estudiantes de 8 a 16 años y nutre sus presupuestos de aportaciones gubernamentales y de iniciativa privada, lo que permite su funcionamiento de manera ininterrumpida.

         El ingeniero Xavier Torres Arpi —fundador de Pro Ópera AC hace 30 años, Secretario de Cultura de San Luis Potosí en la pasada administración e iniciador del coro Pro Música y orquestas juveniles en México— está detrás de éste, su más reciente proyecto, y hablamos con él al respecto.

Fuiste fundador de Pro Ópera, ¿la revista y “Música Para la Vida” comparten el reto de lograr difusión cultural en México?

No es muy parecido, porque aunque la adoro, la ópera es para minorías. En cambio “Música Para la Vida” es todo lo contrario. Nuestro trabajo es social y nuestro objetivo es sacar a un montón de jóvenes de la calle. Vamos a lugares muy vulnerables. Ahí los reclutamos y los llevamos a estudiar música cuatro horas diarias toda la semana. Entonces, cambiamos la vida de los muchachos, de su familia y del medio donde nos desarrollamos.

¿Cómo eligen las zonas de San Luis Potosí a las que llegarán?

Primero, tenemos que ver que haya necesidad. Segundo, buscamos la manera de que [el programa] se mantenga solo, porque si vamos a un lugar en el que no vamos a poder reunir dinero o un profesor de música no podría irse a vivir, estaría muy difícil. Nuestro primer problema es el dinero y encontrar profesores calificados. Buscamos músicos profesionales, pero muy pocos quieren irse a vivir a la Huasteca. Les pagamos, por supuesto, pero no es una cantidad que los haga cambiar de domicilio. Sin embargo, estamos haciendo un esfuerzo por invitar a [músicos] retirados de otros países, que tienen una pensión, y les podríamos pagar lo que a los mexicanos para que puedan hacer una función social aquí. Por parte de la embajada alemana hemos traído maestros que se fueron muy contentos.

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