Originalmente publicado en Pro Ópera septiembre-octubre 2016 (link aquí)
Esa noche de mayo, el público del Palacio de Bellas Artes estallaba en aplausos y Ragnar Conde dejó la penumbra en la que se ocultaba tras el telón para salir al escenario y unirse al festejo y los agradecimientos. El director de 43 años debutaba en la casa de ópera más importante de México con Los puritanos (1835), de Vincenzo Bellini, pero tras unos minutos se detuvo preocupado: el escenario estaba completamente seco, y al caminar a través de él sentía como si tuviera una esponja en la garganta, que absorbía la humedad y a duras penas le permitía hablar. Eso explicaba los problemas que había notado en la interpretación del coro. ¿Cómo fue —entonces— que Javier Camarena, Leticia de Altamirano y el resto de los intérpretes lograron cantar?
Como todo director de escena con más de 20 años de experiencia, Conde entiende todo lo que entra en juego al montar obras de teatro y óperas en México y a nivel internacional. En el resultado final de una ópera no sólo influye el talento de los cantantes, sino detalles que van desde la acústica del recinto hasta la utilería. Sin embargo, su experiencia en danza, pintura, actuación y diseño gráfico le ha permitido aprender y dominar estrategias para solucionar problemas de logística, iluminación, escenografía y presupuesto. Es un director de escena que lejos de buscar el protagonismo —como pudiera ocurrir en el caso de algunos directores musicales— privilegia el arte y la narrativa por encima de todo. “¿Qué debo hacer para narrar esta historia con éxito y lograr que el público se identifique con ella?”, se pregunta Conde siempre que se le asigna un nuevo proyecto.
Adaptar una historia de mediados del siglo XIX al México contemporáneo y crear escenografías minimalistas para solucionar la falta de recursos económicos han sido algunos de sus retos, pero al final de cada tropiezo la recompensa es la música, el aplauso para sus actores y la suma de nuevos títulos de compositores como Verdi, Puccini, Donizetti, Offenbach y Rossini a ese extenso currículum que respalda su trayectoria como director.
A tres meses de su debut en Bellas Artes y a unas semanas del estreno de óperas de Mozart, Verdi y Strauss en Nueva York, Guadalajara y California, Ragnar Conde nos habla de su carrera y de las dificultades implícitas en el trabajo de todo director de escena.
A dos meses de haber debutado con Los Puritanos en Bellas Artes, ¿cuál es tu sentir?
Fue un gran aprendizaje a todos niveles. El hecho de estar en Bellas Artes tiene muchas implicaciones que quizá no existen en otras compañías, tanto en México como fuera de aquí. Son retos que uno tiene que enfrentar y que a veces, por la estructura de la compañía, se complican mucho. Es decir: a pesar de que la gente que trabaja en ella tiene mucho que aportar, la situación puede volverse muy muy complicada. Sin embargo, me dio gusto tener varios antecedentes, tanto del funcionamiento interno de Bellas Artes como de la resolución de una producción. Todo esto me permitió llegar preparado y resolver ciertas cosas con velocidad. No obstante, hubo detalles que escaparon a lo esperado.
¿Cómo cuáles? ¿Qué fue lo que sucedió?
La iluminación, por ejemplo. Tuvimos que grabarla alrededor de seis veces porque al revisar las grabaciones sabíamos que eso no era lo que necesitábamos. La versión oficial era que la consola grababa los cues, pero había momentos en que se borraban los frentes y eso desorientaba a los actores. En otros casos, agregaba elementos que no teníamos contemplados, o movía algunas cosas. Entonces, perdimos mucho tiempo entre lo que grabábamos y lo que teníamos que regrabar. Incluso cuando vi el calendario de ensayos creí que tendría suficiente tiempo para resolver todo lo que se requería, pero sobre la marcha comprendí que en realidad no era lo que necesitaba para lograrlo.
Antes comentabas que tuviste otros imprevistos, ¿cierto? Como el festejo del Día de las Madres y la dificultad de no siempre poder ensayar con el coro.
Sí, por mencionar un ejemplo. Como te decía, a pesar de la buena disposición del equipo por resolver los problemas, se requiere que todos estén ahí y que la gente tenga ya todo el conocimiento musical para poder anclar la escena. Si la música y si el texto no están ahí, ¿cómo lo logras?
¿Cuáles fueron algunos de los aprendizajes que tuviste?
En muchas ocasiones me ha tocado recibir un presupuesto y decidir cómo se distribuye, pero cuando empiezas a apostar por una producción en la que hay una expectativa tan grande, que contará con una parte visual tan fuerte por la importancia de la historia y la necesidad de hacer algo de época, te topas con una obra que será muy cara. Un proyecto de época es muy costoso y requiere mucha experiencia.
¿Que Los puritanos fuera una obra de época fue una decisión tuya o así te lo pidieron en la compañía?
Fue una decisión mía, pero coincidió con lo que me estaban solicitando. Se me habían ocurrido dos o tres opciones para que no lo hiciéramos de época, pero al final el contexto me pareció muy importante. Por ejemplo, una de mis apuestas era darle mucho peso a la acción del pueblo, que si lo pones en contraposición con lo simple de la historia, en medio de una guerra terrible donde todo el mundo se está muriendo de hambre y hay un problema religioso, político, económico y en medio de todo eso acontece la boda de un personaje famoso, puede implicar el riesgo de que todo parezca una historia improbable. Sin embargo, a la vez puede parecer algo muy similar a lo que vivimos en nuestro país todos los días. Por ello, decidí que ésa sería mi apuesta, pero para lograrlo necesitaría del coro. Y no sólo eso: necesitaría que estuviera preparado para poder desarrollar esa situación, cosa que lamentablemente no sucedió.
¿Eso te llevó a replantear su estrategia?
Sucedieron varias cosas. Yo puedo montarles una escena, pero si no tienen también la música, difícilmente pueden trabajarla como tú la montas. Recuerdo que hubo momentos en el segundo acto en que cantaban y a todos se nos enchinaba la piel, pero al siguiente ensayo se fueron borrando cosas, en el tercero aún más y en el cuarto ya no quedaba nada. Veías al coro ahí parado en medio de un ensayo con la orquesta y aún tenían la partitura en la mano, situación por la cual recibieron algunos regaños.
Esto puede ser problemático sin consideramos que el público no siempre sabe todo lo que ocurre antes de que se monte una obra y puede pensar que el único responsable es el director. Entonces, aunque situaciones como ésta implican un crecimiento profesional para ti, ¿cómo valoras estas experiencias a grosso modo en tu carrera?
Es complicado. Recuerdo que cuando apenas hacía mis primeros trabajos —yo tendría unos 16 ó 17 años—, una persona que estaba cerca del proceso y había hecho en teatro, me dijo: “Si sale bien es gracias a los actores; si sale mal, es culpa del director”. Y me molestó en su momento, pero efectivamente suele ser así, porque tú dependes del trabajo de muchas personas. Por ello, no siempre va a suceder lo que tú tratas de comunicar. A mí me toca escoger al equipo creativo, y hasta cierto punto puedo responder por ciertas decisiones, pero del lado de los intérpretes no siempre puede ser así, porque hay alguien más que me los asigna. Entonces, hay ocasiones en que me ha tocado un cantante con el que hay muy poco que se pueda hacer y cuando el público lo ve difícilmente pensará “es un mal actor”, sino que dirá “ah, seguro que al director no se le ocurrió montarle nada”. Y, claro, hay ocasiones en que lo que sucede es que no es posible montarle algo a una persona.
¿En qué consisten las decisiones del trabajo creativo?
Por ejemplo, se toman decisiones sobre el vestuario de los solistas y algunas otras sobre la gente del coro. Lo complicado es cuando se deben tomar determinaciones intermedias, como en el caso de la utilería. ¿De eso quién se encarga? Por mencionar un caso podemos hablar de las armaduras, que forman parte del vestuario. Un problema común suele ser el presupuesto, y entonces uno tiene que empezar a hacer otras apuestas para resolverlo. Como te decía, es muy complicado montar una obra de época, ya que nunca puedes perder cierto nivel de realismo. Una obra de este tipo requiere un trabajo artesanal y un presupuesto muy elevado, pero el presupuesto de una compañía como Bellas Artes no siempre es el adecuado para completar una obra de esas dimensiones.
Se van haciendo apuestas y pruebas. Tienes que decidir cuál es el vestuario correcto para ciertos actores y los trucos que puedes emplear para no pasarte del presupuesto. Y hay otros temas; por ejemplo, cuando estaba en la ópera de San Francisco, hubo todo un periodo de entrenamiento para aprender a usar ropa de época. Lo que sucede es que este tipo de vestuario es muy pesado. Nosotros teníamos un combate escénico con capas, pero el mero hecho de ponérselas era un reto, porque eran tan pesadas y tan largas, que eso complicaba aún más la situación. Y considera que además de que debes controlar todo el movimiento tienes que cantar. Y, claro, si no se cuenta con una preparación escénica que se reduzca al canto, al intérprete le va a costar mucho trabajo hacer su parte. Uno puede resolverlo con lo que va aprendiendo en su carrera en diferentes casas de ópera, y así también aprender por qué hay ocasiones en que los cantantes no se pueden mover.
¿Cómo decides en qué época situar una historia? Independientemente del presupuesto hay públicos para los que puede resultar muy atractivo adaptar una ópera al contexto contemporáneo, pero en otros casos sí funciona mejor un montaje de época.
Depende de muchas cosas. En una ocasión me tocó hacer un montaje de Las bodas de Figaro en Zacatecas. Y, como sucede en casi toda producción, había muy poco dinero. Entonces, ¿cómo podíamos hacer esa obra que habla de los excesos del imperio? Las decisiones que se toman frente a un problema así son importantes, porque si no lo resuelves adecuadamente podrías provocar que tu ópera parezca una obra de teatro de escuela. Pero bueno, resulta que en Zacatecas había un problema político muy fuerte: los mineros estaban explotando a los trabajadores y alrededor de eso había un conflicto de derechos humanos. Por ello, decidimos que se adaptaría a esa circunstancia y lo que la gente vivía en ese momento con las minas. El conde era un jefe minero, y en vez de mandarlo a la guerra lo mandamos a la mina y conseguimos todo el vestuario directamente con las minas: era la ropa que usaban los trabajadores y como escenografía usamos una especie de separadores de libros que tenían escritos algunos extractos de los derechos humanos. La ópera fue un gran éxito, porque la gente se vio reflejada y ya no era ajena para ellos.
Claro, se sintieron identificados.
Sí, pero no siempre es fácil tomar ese tipo de decisiones. Ahora estamos por montar La flauta mágica, una obra muy críptica que en el fondo tiene un tema muy vigente: la lucha entre el conocimiento y la superficialidad; es decir, entre una verdadera información y la banalidad de la televisión, por decir algo. Para este caso opté por hacer todo en torno a la confrontación de dos editoriales durante los años 30. Y todo será el sueño de un reportero.
¿Es la obra que pronto montarás en Chihuahua?
Así es. En la historia, el reportero está buscando trabajo y tenemos dos editoriales: una de enciclopedias y una de moda, y ambas compiten por un premio llamado “El círculo dorado”. La obra inicia con el secuestro de la hija de la directora de la editorial involucrada en moda, y todo eso es el preámbulo que da inicio a la obra, que a su vez es un sueño de este reportero. Y así es como el periodista se convierte en un príncipe. Entonces, de lo que se trata es de saber cómo conectar algo que parece muy lejano. Todas son decisiones por proyecto.
¿Y en qué otros proyectos estás trabajando?
Estamos por estrenar una versión para Latinoamérica de Un tranvía llamado deseo. Va a ser en inglés y podríamos hacer la adaptación a otro tiempo, pero la obra misma habla de una época y es como Madama Butterfly, que no trata de un amor de una jovencita por un extranjero, sino de un choque de dos culturas en un momento muy específico.
¿Cómo conectas con una obra cuando vuelves a ella? Es decir, has trabajado en óperas como La Traviata en más de una ocasión.
En el caso de La Traviata, empecé a explorar el concepto de la muerte como si fuera una presencia constante, como si fuera un ser enamorado de la Traviata y la estuviera esperando; como si y en realidad fuera la lucha entre dos amantes. Lo que sucede es que se llega a un momento en que Violetta pareciera estar perdida. Recuerdo que la primera vez que incorporé a este personaje —que no existía— se lo asigné a una bailarina y fue un personaje que adquirió tal peso que varias personas del público rápidamente identificó como la muerte. Incluso en las entrevistas me preguntaban cómo se había montado a la muerte en otras adaptaciones, pero en realidad no existe y no había sido interpretado por un actor. Me dio mucho gusto que se sintiera muy integrado, pero la segunda vez que la monté no podía contar con esa bailarina, así que decidí incorporar una variante y le di el personaje a un actor con otras características. Entonces, a partir del juego con diferentes elementos, hay una reinterpretación de un mismo título.
¿Y en el caso de Carmen?
La he hecho ya tres veces y aunque ha sido un mismo concepto siempre he tratado de pulirlo. He usado escenografía, actores y montajes diferentes. Y aunque no he variado el concepto, ha sido un modo de redondear mi modo de hacer Carmen. Los cuentos de Hoffman es otra ópera que me ha tocado hacer dos veces, y aunque es muy difícil me encanta; es una historia muy bien hecha.
Hace un momento mencionaste la complicidad con el director musical. ¿Qué tan frecuente ha sido en tu caso y qué tan importante es esta colaboración?
Mi perspectiva es que tiene que ser un trabajo a la par, porque es una misma historia. A fin de cuentas la música cuenta una historia; no es música abstracta, sino una herramienta que tiene una finalidad narrativa. Entonces, desde mi punto de vista, es fundamental esa colaboración. Ahora, ¿qué tan frecuente ocurre? Uff, es muy poco usual. Las ocasiones en que me ha sucedido, sobre todo en San Francisco pero también en Guadalajara, ha funcionado muy bien. En particular me gusta trabajar con José Luis Moscovich, porque su aproximación obedece a una formación intelectual que no solamente te habla del estilo de la música, sino del periodo en el que fue escrito, del movimiento filosófico de la época y demás, entonces eso permite que lleguemos a acuerdos muy interesantes. Incluso me ha tocado trabajar con directores que sólo dicen: “Estos son mis tiempos”. ¿Por qué? Quién sabe. No les interesa si el cantante lo puede cantar o no, sino que quizá están más preocupados por imprimir su sello en la historia y en consecuencia pueden afectar el trabajo del resto del equipo. Si no hay un acuerdo entre ambos, quien lo sufre es el montaje.
Como director de escena, has trabajado y reinterpretado más de 35 óperas, pero además has utilizado la ópera como el proyecto de MozART, que hiciste a través de tu compañía. Escenia Ensamble. Cuéntanos un poco sobre esto.
Escenia Ensamble surgió justamente a partir de la necesidad de fusionar estos elementos. Cuando empecé a dedicarme a la ópera tuve la fortuna de que mi primer proyecto fuera El niño y los sortilegios, de Ravel, una obra que se presta mucho a la experimentación. Yo había visto ópera en la televisión y no había durado más de cinco minutos interesado por ella, así que realmente no tenía grandes referentes operísticos. Sin embargo, había trabajado en muchos musicales y había ganado experiencia como bailarín. Entonces, mi formación iba mucho hacia el movimiento constante, y afortunadamente los cantantes de ese momento no tenían prejuicios sobre lo que se podía hacer o no. De este modo, a pesar de tener pocos referentes de ópera, la hice como creía que se debía de hacer, y para mi grata sorpresa el resultado fue muy bueno y coincidió con una exploración de la ópera que al mismo tiempo se realizaba en Europa.
¿Qué aprendiste después?
Conforme pasó el tiempo aprendí la cantidad de limitantes que había en lo escénico, como parte de la formación del cantante de ópera. Lo prioritario era lo vocal, en segundo término lo musical —aquí en México— y lo que eso provoca es que los cantantes no manejan estilos. Se preocupan por cantar bien, pero si les indicas que una parte de la ópera no se canta del mismo modo que otra, pareciera que no entienden. Y no me refiero únicamente a los estudiantes. Y sobre la escena, ni se diga; era inexistente. Todo se reducía a cómo me muevo, qué hago con las manos y dónde me detengo. Eso para mí era fundamental porque me interesa mucho la multidisciplina y la ópera es el arte multidisciplinario por excelencia. Sin embargo, era algo que no se veía en escena. Entonces, para solucionarlo, empezamos a trabajar en talleres con cantantes, y descubrimos que había mucho que podíamos hacer. Esa exploración me llevó a crear otros talleres para intérpretes y empecé a preguntarme qué era lo que se necesitaba para poder actuar en medios como cine y teatro y cuáles eran las diferencias con la ópera.
¿Cuáles son esas diferencias?
El cantante de ópera no lleva su timing, que es un elemento fundamental en el teatro. Un actor de teatro sí lleva su ritmo y si no estás listo sabe algo puede salir mal. Sin embargo, en la ópera tienes la música, que te hace la mitad del trabajo. Entonces empecé a darme cuenta de que se requerían elementos similares y otros distintos. Empezamos a lanzar talleres y muchos actores empezaron a volver a y crear continuidad. Yo no quería poner una compañía, sino enfocarme a mi carrera como director y viajar. Pensaba irme a Alemania, pero de pronto descubrí a un grupo de gente que estaba dispuesta a trabajar en toda esta exploración y la posibilidad de lograr esta multidisciplina que lograba en otros montajes. Es decir, cuando montas una obra y tienes suerte te dan tres semanas para trabajar, pero también puedes tener diez días o menos para sacar todo adelante, y si la gente no tiene formación ni talento, no puedes hacer nada y el que acaba perdiendo es el director. Entonces decidí apostarle a este grupo de gente que quería explorar más allá.
Diriges escena, diriges una empresa y todavía te das tiempo de trabajar como escritor de guiones de cine y de organizar proyectos como Androgynous, que pronto vas a presentar en Nueva York. Cuéntanos sobre esta faceta.
Es un proyecto que estoy haciendo con Carla Lopez-Speziale, una mezzosoprano mexicana que vive en Nueva York. Lo haremos en The National Opera Center, y como pensamos hacerlo con Escenia Ensamble, tuvimos que dar la compañía de alta allá. Luego empezamos a armar el proyecto, pero como siempre que ocurre cuando ya tienes definido el repertorio, tienes que decidir de qué se va a tratar y cuál va a ser la historia. La primera pieza es Lascia ch’io pianga, que es para soprano, y ése fue el punto de partida de todo. Le dije a Carla que me interesaba mucho explorar ese asunto, porque muchas mezzo empezaron como sopranos o no son en realidad sopranos, y empezamos a tocar varios puntos y a pensar en lo que diferentes piezas significaban para ella.
Con esto como punto de partida, decidimos que sería la historia de una cantante que es similar a la vida de Carla y cómo es que el rol de la mezzo, que debe hacer personajes diferentes —mujer, hombre, niño, anciano, prostituta, vieja, buena, mala— y toda una variedad que pueden ser una riqueza enorme. La misma Carla puede cantar desde cosas barrocas hasta Verdi, porque tiene un registro muy amplio. Y al final lo que haremos es narrar cómo ha sido la formación de esta mezzo a través de las piezas que canta: sus retos, los problemas del cambio de voz, las luchas con la crítica, cómo al viajar se tienen problemas con los idiomas, cómo es abordar a un personaje que es hombre, cómo modificar a un personaje de drama para volverlo cómico. Y lo que me encanta de trabajar con Carla es que puedo pedirle lo que quiera. Por ejemplo, elegimos una pieza de Carmen en la que tiene que bailar, cantar y acompañar todo con castañuelas. El espectáculo quedará como una combinación entre concierto y stand-up comedy, en el que cada personaje tiene una máscara. Sacamos las impresiones y yo diseñé cada una de las máscaras. Ha sido un proceso muy divertido y aunque una de mis carreras es Pintura, hace casi diez años que no había podido pintar.
Hace un momento mencionaste que en los inicios de tu carrera, la ópera no llamaba mucho tu atención. Ahora trabajas en una disciplina en la que la música es indispensable para la narración. Sin embargo, tú no eres músico. ¿Cómo logras combinar tu formación en dramaturgia con la ópera, a pesar de que la música no formó parte de tu educación formal?
Mi formación musical como tal empezó en la escuela primaria. Nunca me llamó particularmente la atención, aunque llevábamos solfeo y demás. Sin embargo, las estrategias que ahora utilizo las usaba desde los ocho años. En casa yo conocía los discos que tenía mi mamá y además teníamos una grabadora, entonces yo creaba historias y escogía música que complementara la narración. Es muy curioso, porque éste ha sido uno de los ejes en mi dramaturgia. Cuando hice Alma mexicana, hace ya 15 años, era un espectáculo esencialmente musical. No había diálogos y toda la narrativa iba sobre la música. Al llegar a la carrera de actuación volví a llevar música y, para mi sorpresa, resultó que sí había aprendido algo y me di cuenta de que la música siempre había formado parte de mí. Ya había hecho musicales y mi madre escuchaba música clásica. Para mí la música siempre ha sido un estímulo muy fuerte. Y ahora puedo decir que me he pasado los últimos 15 años pegado a partituras. Llevo 16 años trabajando en ópera, y en todo este tiempo mi dirección siempre ha estado ligada a la música, porque ésta es la que lleva el eje narrativo. No puedo ir en contra de eso, o quizá sí, pero hasta para eso tengo que saber qué es lo que ocurre con la música.