Mr. Owen

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Originalmente publicado en Esquire no. 62 (PDF aquí)

Británico. Reservado. Sabe vestir un buen traje y apreciar una pieza de alta relojería. Es imposible que el nombre de Clive Owen no se traduzca en elegancia. Sólo él pudo haber combatido a los sajones del siglo XVI (King Arthur, 2004), salvar al mundo de quedarse sin población (Children of Men, 2006) y retratar el desenfreno de Ernest Hemingway (Hemingway & Gellhorn, 2012). A más de 20 años de haberle visto por primera vez en televisión, sigue fascinando bajo los reflectores que captan su mirada aceitunada cuando aparece en escena.

Aunque su sonrisa suele ser discreta y en un sinnúmero de fotografías posa con seriedad, Clive Owen disfruta la vida al máximo. Puede asistir a un partido del Liverpool, pasear por las calles de Londres o comprar uno de los objetos que más aprecia: un reloj. A petición de Jaeger-LeCoultre, el actor ha formado una alianza que conjuga la sofisticación de esa casa suiza con su pasión por los guardatiempos y la estética. Con motivo de la celebración del 180 aniversario de la firma, Clive Owen nos habló de las tres películas que tiene en puerta y de aquello que más aprecia de la vida a sus 49 años.

ESQUIRE: Han pasado cinco años desde que apareciste en una de nuestras portadas. ¿Qué lecciones de vida has aprendido desde entonces?
CLIVE OWEN: Creo que lo más importante es estar cerca de tus hijos tanto como puedas porque crecen muy rápido.

ESQ: Te hemos visto como rey y salvador de la Tierra. Cualquiera diría que estás a un paso de convertirte en superhéroe. ¿Te gustaría trabajar en este tipo de películas?
CO: Amo toda película que esté bien hecha y cuente con buenas actuaciones, pero tiendo a gravitar hacia la interpretación de personajes imperfectos, no hacia los heroicos. Usualmente son más interesantes.

ESQ: ¿Qué es lo que más te atrae de un guión?
CO: El diálogo es muy importante para mí. Un guión bien escrito es la herramienta con la que un actor puede trabajar. No tiene caso protagonizar una buena historia con personajes que no hablan bien. Un mal diálogo te hace lucir como un mal actor.

ESQ: No hay mujer del mundo que no se enamoraría de ti. ¿Cómo has logrado mantener un matrimonio de 20 años con tu esposa?
CO: Soy muy afortunado y tuve la bendición de casarme con una mujer muy especial que además es una gran mamá.

ESQ: ¿Cuáles son los retos de proteger tu vida privada a pesar de ser una figura famosa?
CO: Trato de mantener la cabeza abajo, alejarme de los reflectores y no ir a sitios que están de moda.

ESQ: Has dicho que jamás dejarías Londres. ¿Qué es lo que más amas de esta ciudad?
CO: Es mi hogar. Londres es una ciudad increíble llena de restaurantes e increíbles lugares para comprar. Dos de mis restaurantes favoritos son Cigala y Murano.

ESQ: Próximamente te veremos en tres películas: Blood Ties, Words and Pictures y The Last Knights. ¿Qué podrías decirnos acerca de estos filmes?
CO: Son tres cintas muy diferentes. La primera, Blood Ties, se sitúa en Nueva York en los años setenta. En esta película interpreto a un criminal que acaba de ser liberado de prisión y tiene una relación complicada con su hermano, que es policía. En Words and Pictures personifico a un profesor inglés que está apasionado por las palabras y aparece la brillante Juliette Binoche. Por último, en The Last Knights interpreto a un guerrero que debe vengar la muerte de su amo.

ESQ: ¿Cómo fue trabajar con el director Guillaume Canet y hermosas actrices como Mila Kunis y Marion Cotillard en Blood Ties?
CO: ¡Guillaume fue increíble! Me volví su fan cuando vi Tell No One, el thriller que estrenó en 2006, y Little White Lies, el drama de 2010. Y, en cuanto a las actrices, tuve la suerte de que no sólo son talentosas, sino que es increíble trabajar con ellas.

ESQ: Tu carrera empezó en televisión. ¿Te interesaría volver al medio?
CO: Estoy grabando una serie de 10 capítulos en Nueva York. El director es Steven Soderbergh, se llama The Knick y saldrá al aire en 2014. Está situada alrededor del Hospital Knickerbocker, en el downtown neoyorquino en 1900.

ESQ: Ernest Hemingway es uno de los grandes personajes que has interpretado. ¿Cuáles son los retos de trabajar en un papel así?
CO: Tuve la gran fortuna de inspirarme en un guión muy bien escrito y estructurado. Leí todo lo que Hemingway publicó e investigué tanto como pude. Después sólo trabajé con el equipo de filmación.

ESQ: Has actuado durante más de dos décadas. ¿Qué es lo que más atesoras de tu carrera?
CO: Me siento extremadamente afortunado de haber tenido las oportunidades que se me presentaron. Eso es lo que atesoro, que aún me siento inspirado y emocionado por la extraordinaria gente con la que trabajo.

ESQ: Ya llevas tiempo trabajando con Jaeger-LeCoultre. ¿Qué te atrajo de la marca como para aceptar colaborar con ella?
CO: Era y soy un gran fan de la colección Amvox. Eventualmente Jaeger-LeCoultre se acercó a mí ofreciendo la posibilidad de que me hiciera amigo de la marca. La aproximación fue muy orgánica.

ESQ: ¿Tu percepción con respecto a la manufactura de relojes ha cambiado desde que te involucraste con Jaeger-LeCoultre?
CO: Cuando visité la fábrica pude entender lo que implica el proceso de ensamblar una pieza de alta relojería. Estoy impresionado con la habilidad, paciencia y cuidado que se pone a cada pieza que hacen.

ESQ: ¿Qué es lo que más te gusta y lo que más valoras de la alta relojería?
CO: Usar un reloj es como caminar con una pieza de arte en tu muñeca.

ESQ: ¿Tienes algún Jaeger-LeCoultre favorito?
CO: Sí, por el momento es el Jaeger-LeCoultre Gyrotourbillon. Es una increíble pieza de ingeniería, de manufactura exquisita y que luce hermosa.

El señor minimalista

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[Esquire no. 62]

Al otro lado del teléfono, Michael Nyman dice que me envidia. Está en Londres, pero ansía volver a México. Aunque el compositor viajó a su ciudad natal para trabajar, vive en la colonia Roma desde 2008. A unos meses de cumplir 70 años, pasa sus días filmando cortometrajes y labrando el monumental proyecto que se impuso hace un año y planea concluir en marzo de 2014: componer 19 sinfonías (diez más que Beethoven). Nyman habla con calma. Su voz es tan delicada como las notas más sutiles de The Piano (1993), banda sonora que le otorgó el éxito internacional que merecía desde que trabajó para Peter Greenaway en los años ochenta. Con el director galés concibió la música de cintas como The Cook, the Thief, His Wife and Her Lover(1989), A Zed and Two Noughts (1986) y Drowning by Numbers (1988). La dupla de artistas formó la mancuerna perfecta: Greenaway como el genio visual cuyos fotogramas eran en sí mismos una obra de arte, y Nyman como el compositor minimalista que rompía los parámetros establecidos por Hollywood. A casi 40 años de haber iniciado su carrera de compositor, Nyman comparte con Esquire sus ideas sobre la música y planes a largo plazo.

ESQUIRE: Después de tantos años de ser compositor, ¿la inspiración llega con mayor facilidad?

MICHAEL NYMAN: «Inspiración» es una palabra muy extraña, pero entiendo a lo que te refieres. En realidad no me cuesta trabajo generar, recrear o reciclar ideas musicales. Estoy en proceso de escribir 19 sinfonías que la Navidad pasada decidí regalarme para mi cumpleaños, que será en marzo del próximo año. Algunas piezas serán completamente nuevas; otras, una reconstrucción de ideas que he tenido en las últimas dos o tres décadas.

ESQ: ¿Y cómo ha avanzado ese proceso de composición?

MN: Hasta el momento he completado tres. Las he presentado en vivo y se han grabado. Soy muy feliz trabajando con una orquesta sinfónica en lugar de un solo piano o la Michael Nyman Band. Estoy cambiando mi actitud. Ahora nada parece apaciguarme, lo que me emociona mucho.

ESQ: ¿Cómo definiría el minimalismo para quien no conoce el concepto en materia de música?

MN: En octubre de 1968 fui la primera persona en fusionar los conceptos de música y minimalismo. Desde 1967 me familiaricé con esta idea en las artes y, aunque era una referencia nueva, fui el primero en encontrar un equivalente en el terreno musical. El minimalismo es un estado mental que se relaciona a una actitud particular con respecto a las ideas musicales en torno al progreso, la estructura y la pérdida de atención de la audiencia. Detecté todo esto en una pieza de un compositor danés que no mucha gente conoce y se llama Henning Christiansen. En resumen, es un tipo de música que puede captar tu atención sin muchas desviaciones.

ESQ: La mayor parte de sus bandas sonoras fueron compuestas para filmes de Peter Greenaway. ¿A qué obedece la continuidad del estilo que hay en éstas?

MN: Cuando empecé a trabajar con Peter Greenaway, en 1976, yo tenía 32 años y estaba descubriendo mi propio lenguaje musical. Los diez años anteriores me dediqué a la crítica y a familiarizarme con el trabajo de compositores como John Cage. Cuando me senté y empecé a escribir música desde cero, encontré mi propia voz casi de manera instantánea. En ese entonces, como hoy, era muy riesgoso convertirse en compositor sin saber que el rock y el pop son importantes en nuestra cultura. Desde aquellos años reconocía la importancia de estos géneros a pesar de ser Michael Nyman, una voz individual.

ESQ: ¿Qué es lo que más disfrutó de la relación profesional con Greenaway?

MN: Que logré establecer un lengua je musical con cierta influencia del pop inglés del siglo xx. Esta música es la que a Greenaway le interesó incorporar a sus películas. Él me alentaba a escribir y no intentaba modificar lo que hacía. No le interesaba el lenguaje musical tradicional de las bandas sonoras. Me permitió ser un artista que creaba música para otro artista. No fue sino hasta dos años después de que dejamos de trabajar juntos, que empecé a trabajar en la música de The Piano.

ESQ: ¿Qué representó The Piano en su carrera?

MN: Cuando la escribí me parecía importante conformar un lenguaje musical más aceptable para la manera de pensar de Hollywood. Sin embargo, la música hollywoodense no me gusta. Por eso mi trabajo en The Piano fue menos radical que lo que compuse para las cintas de Greenaway, pero sigue teniendo una voz fresca a 20 años de haberla concluido.

ESQ: ¿A qué atribuye esta frescura?

MN: A que parece provenir de un compositor, no de un sistema de bandas sonoras. Sigo estando muy orgulloso de esa música porque es muy individual. No se parece a ninguna otra más que cuando alguien intenta imitarla. He escuchado muchas copias pero dado que posee muchos elementos personales, es imposible de imitar. Hay composiciones que se le parecen o hasta podrían parecer genéricas, pero para mí eso no tiene mucha individualidad.

ESQ: ¿Cómo ha logrado mantener esa individualidad que caracteriza su estilo?

MN: Soy un compositor que escribe música conceptual, óperas y además ha tenido el privilegio de componer música de películas pero que realmente no ha cambiado su voz para adaptarse a los medios. Cuando me piden una banda sonora obviamente hay otra persona que toma decisiones y condiciona lo que escribo, pero la manera en la que esa música cobra forma y la presento en términos de orquestación, estructura y melodía es muy consistente.

ESQ: ¿Qué es lo que más ha disfrutado del proceso de alimentar su identidad musical?

MN: Una de las grandes alegrías que tuve en el pasado al escribir música de películas, es que esa consistencia que acabo de mencionar fue destacada por peticiones particulares del director. En The Draughtsman`s Contract, por ejemplo, puede identificarse una banda sonora de Michael Nyman, pero gran parte de ésta no habría existido si Peter Greenaway no hubiera hecho la cinta o me hubiera exigido ciertos requerimientos. Lo mismo sucedió con mi último trabajo: Miradas múltiples, el documental sobre Gabriel Figueroa, de Emilio Maillé. Esa música respondió a las necesidades particulares del director. Es decir, todo parte de un proceso que va de atrás hacia adelante hasta adaptarse a las referencias y El compositor británico está en proceso de escribir 19 sinfonías que concluirá en marzo de 2014. formas de expresión que necesita la película en cuestión.

ESQ: ¿La música es una herramienta para la narración de historias o puede crear relatos por sí sola?

MN: Ambas. La música que escribo tiene su propia narrativa y, algunas veces, la narrativa musical puede distanciarse del proceso de filmación. En otras ocasiones, es disonante al proceso que tiene lugar en la cinta. Con frecuencia pienso que incluso Greenaway, que sabía de estructura y repetición, parecía más convencional al momento de presentar la narrativa de la historia. Pero lo que logra la música, y la vuelve muy funcional, es que también puede narrar. Además, sin importar cómo sea su estructura, posee un contenido emocional que puede ser tan fuerte -especialmente en combinación con lo que se proyecta en la pantalla- que permite que te olvides de la estructura. En conclusión, puedo crear un estilo muy severo y repetitivo que pueda explicarse más en términos de matemáticas que de narrativa.

ESQ: A casi medio siglo de haberse iniciado en la música, ¿qué es lo que más atesora de su carrera?

MN: Atesoro el hecho de que tengo casi 70 años y todo lo que quiero hacer es sentarme frente a un piano, en Londres o en un cuarto de hotel en la colonia Roma, a escribir. Atesoro seguir fascinado por el proceso de escribir música no por mera expresión personal o el afán de inspirarme para construir una pieza musical. Soy como un arquitecto que diseña sus edificios: cuando creo una nueva pieza musical, también defino lo que ocurre momento a momento. Tengo la buena suerte de ser audiencia para mi audiencia y apreciar lo que ellos aprecian de mis presentaciones. La música tiene estos elementos diversos y, ahora que soy un compositor que además es cineasta, combino mis imágenes sonoras con las visuales. Tengo la suerte de ser un observador y poder capturar imágenes como creador y testigo del proceso de construcción de cada elemento musical que concibo.

El guerrero de Brasil

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[Esquire no. 58]

Hace más de una década, antes de personificar a un cruel tirano persa y saltar a la fama mundial, Rodrigo Santoro era un veinteañero que imaginaba pasar el resto de su vida en Brasil. La primera vez que pisó Estados Unidos, para promocionar una película de su compatriota –el director Walter Salles– ni siquiera hablaba inglés. El idioma lo aprendió después, junto con su pasión por viajar y las dificultades de posicionarse con éxito en una industria no siempre dispuesta a apoyar al talento latino.

Años antes de que su prestigio rebasara los límites geográficos de Brasil, el actor había protagonizado tres cintas que le valieron cierto reconocimiento en su país: Brainstorm (2001), de Laís Bodanzky; Behind the Sun (2001), de Salles y Carandiru (2003), de Hector Babenco. En aquel entonces, a los latinos que pretendían iniciar un carrera en Hollywood, no les quedaba más que aceptar papeles de narcotraficantes. Hoy la situación es distinta y Santoro puede presumir de haber estado bajo la dirección de personalidades como Steven Soderbergh, Roland Joffé y, por supuesto, Zack Snyder, quien lo inmortalizó dando muerte a Leónidas (Gerard Butler) en 300 (2006).

Rodrigo Santoro es una celebridad que no pretende haber olvidado su nacionalidad –como Paulina Rubio, que de vez en cuando se hace pasar por española– ni se jacta de llevar una vida de glamour en Europa. Su residencia sigue estando en Río de Janeiro y disfruta mantenerse cerca de su cultura. “Aquí no sólo está mi familia, sino también mis amigos. Me gusta viajar, pero prefiero mantenerme conectado con quien realmente soy. Y no digo esto para ser un patriota, sino porque se trata de valores fundamentales”, me dice al teléfono desde su casa, a la que me permitió llamar (a pesar del desacuerdo de su agente) sin sentir su privacidad amenazada.

Además de ser un brasileño fiel a sus raíces, Santoro es un hombre de gustos simples. Le basta empacar algunas t-shirts blancas antes de viajar y, para divertirse, no necesita más que un balón de fútbol. Este deporte, que practica donde quiera que esté, no sólo es parte de su identidad nacional, sino que también le brinda una oportunidad de convivir con sus amigos en cualquier parte del mundo. De hecho, si tuviera que permanecer en una isla desierta como Paolo, el personaje que interpretó hace ocho años en Lost, la serie de J.J. Abrams, lo único que pediría para sobrevivir sería una tabla de surf, una compañera de vida y una pelota de fut.

A Santoro le gusta la historia. En 2006, inspirado por Steven Soderbergh, se lanzó a la revolución. Para interpretar a Raúl Castro en Che, el brasileño (que no hablaba español) tuvo que viajar Cuba, estudiar un idioma nuevo e investigar a su personaje. Después llegó a Puerto Rico e inició el rodaje. “Se creó un verdadero ambiente de guerrilla. Todo era improvisado y dependía del clima. Fue muy interesante porque estábamos en constante estado de alerta”. Gracias a su trabajo en esta cinta, Santoro mejoró su carta de presentación como políglota y se atesoró la oportunidad de trabajar con uno de los directores más respetables del medio.

Tras interpretar al hermano de Fidel Castro, Santoro se transformó en Gran Rey del Imperio Aqueménida. En 300, de Zack Snyder (el director que resucitó a Superman en la reciente Man of Steel), personificó a Xerxes, quien derrotó al líder de Esparta en la Batalla de las Termópilas. “La segunda parte [a cargo de Noam Murro, que se estrena en marzo de 2014] será grandiosa porque no se trata de una secuela, sino de una historia que inicia en la misma época que la anterior y muestra la realidad desde un punto de vista distinto. Sin embargo, será tan atractiva y bella como la primera”, asegura el actor, que reacciona ante los retos de interpretar a un personaje histórico con el entusiasmo del estudiante que enfrenta la investigación de un nuevo concepto y la pasión de un artista que posee libertad para crear nuevas formas de expresión.

Para expresarse, Rodrigo Santoro también cuenta con las prendas que selecciona al vestir. “Mi diálogo con la moda es interesante. Me gusta, pero no dicta lo que debo hacer o usar. La veo como una forma de arte porque sé que detrás de ella está el trabajo de personas muy talentosas” Para involucrarse en este mundo, y aprovechar su gusto por viajar, asiste al New York Fashion Week. En este evento, y otros que tienen lugar en su país, más que tomar nota de las prendas más nuevas del mercado, se interesa en los conceptos presentados por los diseñadores.

El estilo casual es el que más le atrae Por el calor que siempre hay en Río de Janeiro, lo que más disfruta cuando está en casa es usar jeans, camiseta y flip flops. Sin embargo, su guardarropa se modifica de acuerdo a los destinos que visita y los compromisos sociales que tiene. Si ahora disfruta vestir con trajes y colores oscuros, no sólo es porque ha crecido la lista de invitaciones que recibe para asistir a festivales de cine y alfombras rojas en todo el planeta, sino porque en cada travesía profesional o personal que emprende, reconoce un mundo pletórico de posibilidades de creación y renovación.

El arca de Noah

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[Esquire no. 57]

El destino de la última producción televisiva que Steven Spielberg auspició para reafirmar su liderazgo en materia de ciencia ficción, dependió de la decisión de un niño de seis años. Meses después de haber interpretado al doctor John Carter en 254 de los 331 episodios de ER, Noah Wyle llegó a casa y llamó a su hijo Owen para plantearle la siguiente pregunta: “¿En qué papel preferirías ver a papá la próxima vez que aparezca en televisión: policía, abogado o cazador de aliens?”. Como haría todo afortunado en condición de transformar a su padre en el héroe de sus sueños, Owen tomó la única decisión plausible y Wyle se convirtió en el protagonista de Falling Skies, serie posapocalíptica que este mes estrena su tercera temporada.

Antes de aceptar este papel, Wyle dedicó más de una década de su vida a coprotagonizar un drama televisivo que retrataba las hazañas y peripecias de un grupo de médicos de una sala de urgencias de Chicago. En 2009, ER pasó a la historia como la única serie de su clase en haberse transmitido durante 15 años ininterrumpidos en Estados Unidos y haber recibido más de 124 nominaciones a los Emmy Awards. Gracias a esta producción, Wyle obtuvo el papel más prolífico de su carrera y la tentación de decirle a su madre (una enfermera que temía por su futuro como actor): “Mi hospital paga mejor que el tuyo”.

La nueva temporada de Falling Skies –que se estrena el 19 de junio a las 10 pm por TNT– augura nuevos aliens y enigmas. Es una producción que presume del ingenio del productor que llevó a ER al estrellato. Según Wyle, la presencia de Steven Spielberg es evidente tanto en la calidad de los guiones, como en el proceso de posproducción y creación de efectos especiales de la serie. “Es el mejor narrador de historias de mi generación y es un honor trabajar para él”, agrega el actor antes de homologar la reputación de su jefe a la de cualquier marca respetable que, con la sola mención de su nombre, añade prestigio a la producción que la respalda.

En Falling Skies, Noah interpreta a Tom Mason, un experto en historia militar que, para rescatar a su hijo de los aliens que han invadido y neutralizado la Tierra, se convierte en el único líder capaz de salvar a la humanidad. En la vida real, el actor comparte el nombre del personaje bíblico que Dios eligió para construir el arca que resguardaría el porvenir humano del Diluvio Universal y ha asumido esta curiosa coincidencia para manifestar al héroe que todos llevamos dentro: “Si la Tierra se viera amenazada y yo pudiera preservar algo de nuestra civilización, salvaría gente, algunos animales y tantos libros como fuera posible. Y, si contara con la cooperación de los gobiernos del mundo, recorrería museos para reunir tantos tesoros como pudiera”.

Wyle –tal como su personaje en Falling Skies– se ha transformado con el tiempo. Hace 14 años, una llamada irrumpió en su tranquilidad. La voz al otro lado del teléfono le provocó taquicardia: “¿Noah? Habla Steve Jobs”. El genio que desbancó al fruto prohibido de Eva como la manzana más popular del mundo, le llamaba para comentarle que Pirates of Silicon Valley –película que Wyle había protagonizado para retratar al magnate de Apple– le había parecido pésima, pero que su interpretación le había encantado. Wyle, sonrojado hasta el borde de un colapso emocional, se congratuló en silencio. Era una época en la que su principal motivación profesional era obtener reconocimiento público. Hoy las cosas han cambiado.

En 1998, cuando su felicidad podía calcularse de manera directamente proporcional a los 35 millones de dólares que llegó a obtener por salvar vidas en la sala de urgencias más famosa de la televisión, Wyle estaba enfocado en obtener roles exitosos y lucrativos. Ahora, con 42 años recién cumplidos y un hijo le acompaña al set para observarlo acrbillar aliens con metralletas, todo se ha vuelto un asunto doméstico. “Antes perseguía papeles que implicaran un reto o situación interesante para explorar. Actualmente, la mayor parte de mis elecciones tiene que ver con lo que quiero que mis hijos vean y me piden que haga”. Hoy Noah Wyle es el cazador de aliens predilecto de Steven Spielberg, pero también es el padre de familia que sabe que lo más importante en su vida no es posicionarse como un ídolo de la ciencia ficción, sino como el héroe que sus hijos esperan cada noche cuando vuelve a casa.

A quien corresponda

La última vez que Virginia Woolf le dedicó unas palabras a su esposo, con quien estuvo casada durante 29 años, fue a través de una carta que escribió antes de suicidarse en el río Ouse. Si hoy esa misiva es atesorada junto con otras 3,800 epístolas que la pensadora británica redactó a lo largo de su vida, no sólo es porque el texto preserva su personalidad y revela esbozos de su filosofía, sino porque pertenece a una época en la que la redacción de una carta era un acto solemne.

La historia se escribe, dicta la sabiduría popular. Durante siglos –junto con registros contables y documentos del gobierno– la historia se escribió a través de cartas. De ser un instrumento de comunicación privada –siempre de gente educada, claro– se puso al servicio de la religión y el arte. En el Nuevo Testamento están las epístolas a los romanos, a los corintios, a los gálatas, a los efesos, a tantos más. En Frankenstein, Mary Shelley le da vida a un monstruo de piel putrefacta a través del relato de un capitán que mantiene correspondencia con su hermana para describir la rivalidad entre criatura y creador.

Hoy las cartas han perdido su encanto, incluso en Internet. Si se googlea (verbo nacido de la era sin cartas) la palabra “correo”, el primer resultado que arroja el buscador es el de un servicio electrónico de Microsoft. El cuarto resultado enlistado –el enciclopédico– no define el servicio que conlleva el transporte de cartas o documentos de un lugar al otro, sino el “electrónico”. No es sino hasta la parte inferior del navegador que el servicio postal mexicano enlaza a una página que, de primera instancia, muestra una postal en color sepia para referir al viejo edificio de correos que se inauguró, en la Ciudad de México, en 1907. La imagen gastada, con sus anotaciones en letra cursiva, se traduce en nostalgia.

Juan Villoro escribió que pertenecemos a la primera generación que vio desaparecer las cartas. En tiempos de emoticons, TQM’s y 4EVERFRIEND’s, la redacción de una carta escrita a mano es casi una artesanía. Hoy ya nadie tiene pluma y papel a la mano –para escribir está el iPad o, mejor aún, el iPhone– y, mucho menos, paciencia. Antes el sistema de correo alimentaba la dulce espera entre dos amantes, avivaba la inquietud de una mujer que esperaba noticias de un marido en la guerra. Hoy ya nadie espera y, mucho menos, cuida su prosa: la comunicación electrónica transformó la palabra en obsolescencia, aceleró su caducidad.

La mutación del sistema de correo también transformó al intermediario que solía participar en este proceso de comunicación. Los griegos empleaban atletas que corrían de un lado a otro para entregar una carta. Los mosqueteros se valían de hombres a caballo para transportar una misiva. Los árabes confiaban en los servicios de las palomas mensajeras. Hoy sólo en el universo de fantasía de Harry Potter podría concebirse que una lechuza estuviera a cargo de la entrega de un mensaje que podría enviarse, en segundos, por email.

Hoy no hay esclavo de la cultura de masas que conciba su vida sin correo electrónico. Cuando la extinción de las cartas escritas a mano –y la extraviada sensación de espera– se agradece, olvidamos que, sin cartas, Jonathan Harker no habría descrito al vampiro más famoso de la historia –en Drácula– ni el joven Werther habría narrado las desventuras de su amor en una de las novelas mas icónicas que Goethe entregó al romanticismo. Kafka jamás habría expresado su rencor al padre. No habría cartas a ningún joven poeta. Jaimito, el cartero, no existiría.

Julio Cortázar expresó que odiaba las cartas literarias, cuidadosamente preparadas, porque él prefería dejar correr libremente el río de pensamientos y afectos. En estos días en que lo único que recibimos del servicio postal es un montón de cuentas por pagar, la correspondencia del creador de los cronopios y de famas es un tesoro en los estantes y librerías de una sociedad que se ha olvidado de cartear.

El vampiro no es como lo pintan

Bela Lugosi In 'Dracula'

[Esquire no. 57]

John William Polidori, autor de una de las primeras obras de vampiros de habla inglesa, cobró 30 libras esterlinas por la publicación de The Vampyre, que apareció en The New Monthly Magazine hace casi 200 años. En 2009, Stephenie Meyer –creadora de la Twilight Saga– se convirtió en la primera escritora de la historia en vender 1.3 millones de libros en menos de 24 horas. Actualmente, con una fortuna estimada de 14 millones de dólares, está posicionada como una de las 15 mentes literarias más ricas del planeta.

Lo que el caso de Meyer demuestra no es que convertirse en multimillonario requiera de toda una vida de trabajo (la primera novela de Twilight se publicó cuando ella era un ama de casa de 32 años de edad) ni que los sueños sean reveladores (según ella, los personajes y el conflicto de sus novelas surgieron, literalmente, de la noche a la mañana), sino que un mito es capaz de permear a través de toda época y sociedad. Es decir, lo que Meyer se sentó a escribir después de haber soñado con el romance entre un vampiro y una mortal no fue una historia de amor entre dos adolescentes excéntricos, sino un mito reinventado que, por su relevancia para la sociedad contemporánea, le depararía un futuro de adaptaciones cinematográficas, alfombras rojas y reflectores.

El mito del vampiro –como un muerto viviente que necesita beber sangre para sobrevivir– no nació en los pasillos lúgubres de un castillo en Transilvania. Surgió en una caverna a partir del temor y la incertidumbre de quienes vivieron en espacios propensos a la generación de enfermedades. Se manifestó a partir de la contemplación del deterioro corporal y mental de aquellos que contraían rabia a causa de la mordida de un murciélago que generaba contagios y un ciclo de agresividad y muerte casi imposible de explicar. Y así, la pequeña y desagradable criatura que dormía patas arriba en la oscuridad, se transformó en una construcción imaginaria del mal.

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El mal, como era de esperarse, se materializó en un cuerpo. Dejó sus alas y su mortalidad en los relatos que durante siglos se transmitieron oralmente de generación en generación y, a través de la literatura, cobró vida. Cuando Bram Stoker publicó Drácula –en el esplendor del romanticismo, casi 100 años después de que Goethe personificara, en Fausto, la inquietud humana por alcanzar la vida eterna– el escritor irlandés concibió a la criatura inmortal más famosa de la Tierra: el Conde Drácula –inspirado en Vlad Tepes, un prícipe rumano que se volvió célebre por empalar a sus enemigos durante la guerra– ha sido el segundo personaje más representado y reinterpretado del cine y la televisión (sólo después de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle).

Cuando Max Schreck personificó a la primera figura draculesca de la historia en Nosferatu (1922), el cine solidificó el estereotipo más valioso de la industria mediática de nuestros días. En esta obra maestra del expresionismo alemán, el legendario F.W. Murnau definió el imaginario colectivo con una figura alargada y gótica, de orejas y manos puntiagudas, que vestía una indumentaria negra y exhibía un par de ojos cristalinos que reafirmaban su personalidad hipnótica. Precisó el universo simbólico –con espejo, colmillos y ataúd incluído– que la experiencia humana modificaría y actualizaría en los años por venir.

En el libro El mito del vampiro, Maria Josefa Erreguerena escribió que el discurso cinematográfico cumple la función de actualizar la construcción imaginaria de estos muertos vivientes cuyo aspecto ha variado de una década a otra. Lo mismo sucede con la televisión. Ésta, como el cine, crea patrones que cada persona asimila e interpreta de acuerdo al momento histórico en el que se encuentra. Por eso el primer Drácula negro de la historia apareció nueve años después de que Martin Luther King pronunciara su discurso de I Have a Dream y The Munsters (1964) demostró que el gusto por parodiar el vampirismo es efímero: dos años después de su estreno, la serie televisiva fue cancelada porque la presentación de Batman aniquiló sus ratings y el dueño del Batimóvil resultó ser más atractivo que Grandpa Munster, un vampiro anciano de adorable sonrisa y espíritu de laboratorista cuya transformación en murciélago era más cómica que épica.

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La línea que antes separaba al vampiro del ángel se ha desdibujado. El Nosferatu de Murnau era aterrador por su carácter ominoso: aunque se le tuviera frente a frente y exhibiera un aspecto físico similar al de los humanos, no tenía sombra ni se reflejaba en el espejo. Era una criatura que ostentaba la amenaza de condenar a su víctima al infierno de soportar la vida eterna a costa del asesinato. Por el contrario, el vampiro que Stephenie Meyer ideó para Twilight es objeto de deseo de las adolescentes contemporáneas. El poder de Edward Cullen no surge del miedo, sino de lo anhelable que resulta su mordida. Para él, la luz de sol no representa su aniquilación, sino la posibilidad de exhibir la textura de diamante que esconde bajo su piel. Es un héroe que apareció como herencia de la literatura creada por la mujer que lo cambió todo: Anne Rice.

El vampiro contemporáneo nació del ateísmo. Durante años, Rice declaró que no creía en Dios y a su escepticismo debemos la invención de un ser que, aunque hematófago, manifestaba una personalidad humana. Interview with the Vampire (1976) narra la historia de Louis, un ser débil y afectivo que se lamenta por la inmortalidad con la que fue condenado y confiesa su historia a un reportero que termina por rogarle que lo muerda para transformarse en uno de su clase. Como es evidente, la novela de Rice asesinó al vampiro como antihéroe y, con la presencia de Brad Pitt y Tom Cruise al frente de la adaptación cinematográfica de los años noventa, se estableció que los vampiros debían ser guapos, cursis y mártires que –si bien serían una vergüenza para los ambientalistas– estarían dispuestos a convertirse en ‘vegetarianos’.

Los muertos vivientes de nuestros días no encarnan una maldición, sino la virtud de escapar de lo ordinario. Son hombres y mujeres que, por sus habilidades corporales y mentales, evidencian el poder que tienen sobre otros y se elevan por encima del resto de la masa que, aunque no asesine para sobrevivir, tampoco conoce de telepatía, supervelocidad o predicción del futuro. En una cultura Occidental hambrienta de engimas y héroes a seguir, el vampiro es el agente que nos gratifica exhibiendo las ventajas de lidiar con una vida alternativa.

Hoy exoneramos al vampiro del ridículo. Le permitimos materializarse en féminas tan curvilíneas como Salma Hayek (en From Dusk Till Dawn, el churro noventero de Robert Rodríguez), enseñar a matemáticas a los niños (recordemos al Conde Contar, de Plaza Sésamo) y hasta tener sexo. Antes el vampiro era un muerto que, como la lógica básica indicaría, sólo aprovechaba la sangre que robaba de otros para alimentarse. Ahora, según Stephenie Meyer, los vampiros incluso pueden procrear. Hoy, como espectadores de películas y series de vampiros, no sólo perdonamos el artificio, sino que lo pedimos a gritos.

El vampiro sintetiza las obsesiones del hombre porque personifica un coqueteo entre lo ventajoso y lo maldito de la inmortalidad. En el libro The Blood is the Life, Leonard G. Heldreth y Mary Pharr afirman que todo vampiro es una especie de oxímoron: una contradicción que denuncia a un ser tan admirable como subversivo. Por ello, incluso el hematófago contemporáneo despierta, de manera simultánea, terror y fascinación. Si bien es prácticamente imposible apreciar la maldad demoniaca del Drácula de Bran Stoker en Edward Cullen o Bill Compton, el protagoista de True Blood, el vampiro sigue siendo una figura siniestra que puede permanecer oculta durante siglos y renacer cuando el imaginario social lo requiera. Si algo es un hecho, y así lo ha comprado la historia, es que, como seres humanos, siempre viviremos a la sombra del vampiro.

Las poseídas, de Betina González

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[Esquire no. 60]

Más vale conservar el estigma de la puta que el de la virgen, piensa la narradora de Las poseídas. En la tercera novela de Betina González, María comparte la rabia de su creadora, quien a través de su voz ironiza el cosmos –caldo de cultivo del estereotipo de la mujer abnegada– de las niñas bien. María coquetea con la diferencia (o rebeldía, acusaría la institución religiosa), desde el principio de la historia, pero no sucumbe por completo a la subversión. Para eso, define la pluma de la autora, está Felisa.

En el colegio de las Hijas de la Inmaculada Concepción, Felisa es la diferencia. Es ‘la nueva’, la que llegó de Londres, la que hipnotiza con su melódica lectura de un poema de Shelley, la que en voz alta dice que se matará sin temer pasar la eternidad al fondo del Infierno dantesco. Felisa no teme la diferencia. No baja la cabeza cuando transgrede las normas. No es indisciplinada por pura presunción. Es, simplemente, Felisa.

Su llegada al instituto –y la consecuente ruptura que ocasiona– detona la historia. Sin embargo, aparece de manera intermitente. María revela los detalles que fascinan de su personalidad a cuentagotas. De este modo, Felisa se mantiene como una figura enigmática y la narradora da cuenta de una diversidad de anécdotas que abordan, casi de manera cómica, los presupuestos en torno a la femineidad, las arbitrariedades del mundo adulto y la tipificación de la familia como sinónimo de perfección. Detrás de Las poseídas, está la lectura que Betina González realizó de Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy, autora suiza que si bien no inspiró la escritura de la novela, sí convenció a González de la urgencia de reflexionar sobre el tema. Durante su última visita a México, con un café de por medio, la escritora argentina nos habló de su obra y pasión por la literatura.

ESQUIRE: ¿Qué impacto esperas que tenga Las poseídas en países latinoamericanos, que suelen tener mayor interés en las instituciones religiosas?

BETINA GONZÁLEZ: Espero que permita pensar mucho en aquello que damos por sentado. La iglesia católica preescribe ciertos roles para la mujer y el hombre. Sin embargo, éstos van más allá de la religión. Es decir, aunque uno no sea católico, se crió permeado por esas ideas. Eso discurre frontalmente en la novela; desmonta y desarma esos roles de género. Por ejemplo, la adolescente es un personaje tan trivializado y cliché, que es muy difícil trabajarlo en la literatura. Sin embargo, valió la pena romper esos parámetros y burlarme de las miradas de ese mundo, que son masculinas.

ESQ: ¿Cómo escapa Felisa al estereotipo?

BG: Es el único personaje de la novela que se mantiene estable. Ella resulta indefinible para todas. Eso le fascina a la narradora. Es abismal porque no es igual a nadie. Mantener su singularidad hasta el final fue un esfuerzo narrativo. La adolescencia es un momento supremo de originalidad. El adolescente se siente único y capaz de todo. Después perdemos eso. Cuando ingresamos al mundo adulto, tenemos que domesticarnos y ser uno más. La novela no claudica en ese personaje. Ese fue el desafío.

ESQ: ¿Cuál es el reto de escribir una novela cuando tantos lectores están acostumbrados a leer textos breves en formato digital?

BG: No pienso mucho en eso cuando escribo, pero creo que hay que relativizar. El libro y la ficción siempre van a tener lectores, aunque cambien de formato. Y esta situación también puede ser una ganancia. Entregarnos esas lecturas –yo también leo textos en línea– es un entrenamiento que puedes aprovechar en tu favor: la brevedad y lo conciso. La novela corta me fascina. Antes sólo eras escritor profesional si creabas una gran novela, pero eso también hay que relativizarlo. Basta mirar a [Juan] Rulfo, que era bastante breve.

ESQ: ¿Cuáles son las ventajas de la novela corta?

BG: Es un género que privilegio. Tiene las ventajas del cuento y de la novela, pero posee un equilibrio difícil de lograr. No digo que no hay que leer las novelas de 500 o 600 páginas pero, en muchos casos, representan un acto de narcisismo del autor. A mí me interesa más el desafío de escribir una novela corta –para entender su arquitectura, que es casi perfecta– que el hecho de tener un libro de 500 páginas donde puede tener cabida cualquier digresión.

ESQ: ¿Cómo cambia tu experiencia cuando escribes cuentos y cuando trabajas en novela?

BG: Me considero más novelista que cuentista porque las historias que se me ocurren necesitan espacio para desarrollarse. Para mí, la novela surge de una secuencia, de una escena que en sí misma tiene el germen de una narración más extensa. Se me ocurren a partir de imágenes. Por ejemplo, Arte Menor [su primera novela] es la historia de un artista que le regalaba la misma estatua a todas sus amantes. Es posible resumir esaa idea en un cuento, pero en una novela gana complejidad y, por tanto, interés. Por eso coincido con [Julio] Cortázar, que lo comparaba con la poesía, y [Ricardo] Piglia, que decían que el cuento tiene la inmediatez del poema y su momento de revelación.

ESQ: ¿Qué tanto se transforman tus novelas desde que las concibes y hasta que las ves impresas?

BG: ¡Fatal! Una de las primeras cosas que uno debe aprender como escritor, es que la frase real nunca será como la que tenías en la cabeza. Ese paso es abismal. En tus mejores momentos, achicas esa brecha, pero siempre es muy grande. Hay muchos jóvenes que quieren escribir, vienen a mis talleres, se paralizan y frustran por eso. Pero es parte del oficio. Escribir, como decía [Juan Carlos] Onetti, siempre es insobornable.

ESQ: ¿Cómo vives la experiencia de terminar de escribir una novela?

BG: El final de un libro siempre es un momento de luto. Hay una pequeña tristeza porque vas a dejar de entrar al mundo en el que estabas. Y, cuando lo hagas, releerás un mundo estático, que para ti ya no está vivo. A mí no me cuesta empezar los libros, me cuesta terminarlos. Hasta ahora, no he vivido el síndrome de la página en blanco, de no saber qué escribir. Escribes un libro y pasas todos los días con él, pero no sabes cómo terminarlo.

ESQ: Tardaste años en dedicarte por completo a la literatura. ¿Qué es lo que más disfrutas ahora?

BG: La escritura como tal. Nunca he comprendido la idea del escritor torturado. Eso es un cliché que nació en el siglo XIX. Escribir es un momento de suprema felicidad que es inaccesible para cualquier otro. En ese instante, tú eres Dios. Por eso [Friedrich] Nietzsche decía que la creación era el gozo absurdo, porque el ser humano es el único que crea desde la nada. Eso que la gente llama don o talento, es casi la última conexión que tenemos con lo divino en esta época en que nadie cree en nada.

Blancanieves: el cuento reinventado.

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[esquirelat.com]

Silente y en escala de grises se estrena Blancanieves. En tiempos de cinéfilos cautivos de Transformers y bandas sonoras 100% electrónicas, Pablo Berger dirige un filme mudo que reinterpreta el cuento clásico de los hermanos Grimm en 90 minutos de imágenes en blanco y negro. La producción española aparece en escena ante el auge que ha creado el resurgimiento de las princesas, brujas malvadas y bosques encantados.

En 1937, la casa productora que catapultó a Mickey Mouse como emblema infantil y corporativo anunció el lanzamiento de su primera película: dos millones de ilustraciones compiladas bajo el nombre de Snow White and the Seven Dwarfs. El filme animado, como todas las creaciones del sello de Walt Disney, era un producto para niños. Casi 70 años después renació el interés por la fantasía. Guionistas de cine y televisión desempolvaron sus libros viejos para probar que la magia ya no era asunto de niños, sino de negocios. Blancanieves dejó de ser el tierno dibujo animado de una niña que ecualizaba su voz con el canto de pajarillos para ser suplantada por la insipidez de Kirsten Stewart; la bruja mala perdió sus verrugas y se transformó en Charlize Theron.

Si la ciencia ficción fue la materia prima del éxito del cine comercial de los ochenta, en la literatura fantástica está el gérmen de la gloria del cine de nuestros días. Si bien los cuentos clásicos no han generado el mismo impacto que los héroes nacidos de los cómics de Marvel, sí han demostrado que hay un mercado hambriento de la reinterpretación de las narraciones infantiles. A la tendencia obedeció el lanzamiento de Once Upon a Time (2011), serie que sitúa a Blancanieves, Rumpelstiltskin y el Capitán Garfio en un pueblo mágico cerca de Massachussetts; Mirror, Mirror (2012), cinta en la que no importó Lily Collins, sino la ridícula participación de Julia Roberts como la bruja mala y Snow White and the Huntsman (2012), donde Kirsten Stewart se olvidó de los vampiros y Chris Hemsworth cambió el martillo del dios del rayo por el hacha del leñador.

Blancanieves, de Pablo Berger, es una apuesta distinta al resto de las adaptaciones de la historia de la princesa que, junto con Eva y Steve Jobs, inmortalizó a la manzana como el fruto más famoso del cine. Aunque la heroína (Macarena García) se mantiene como un personaje socialmente maltratado y la bruja (Maribel Verdú) sigue siendo tan seductora como infame, la esencia de la cinta es única de principio a fin.

El relato no inicia en una tierra lejana, sino en la España de los años veinte. Desde la compilación de imágenes estáticas que introducen a la trama hasta la delicada lágrima que finaliza la narración, es una cinta que privilegia la ceremonia. El filme rescata la teatralidad del cine mudo de principios del siglo XX y reimagina el contexto de la protagonista para ambientar su vida y los conflictos que le ocasionará su madrastra en medio de una de las más profundas y arraigadas tradiciones del mundo: el toreo.

La Blancanieves de Berger en realidad se llama Carmen –su nombre y belleza remiten a la estrella de la ópera de Bizet– y tiene un padre torero (Daniel Giménez Cacho) que además de la mirada, le hereda su fascinación por los astados de piel de noche. Carmen –Blancanieves– no seduce acariciando avecillas desde su ventana, sino a través de la solemnidad que transmite mientras se detiene frente al toro. En esta cinta, la protagonista no canta, pero sí conquista con la danza que inicia mientras torea a la belleza salvaje que enfrenta en el ruedo. Ahí surge la gloria que fácilmente permite imaginar el sonido de los aplausos que el público no escucha. Ahí también aparece la manzana envenenada que pondrá al espectador a temblar. Como siempre, en la plaza se crea una perfecta armonía entre el arte y la tragedia.

Hay una fascinación que invariablemente surge del galanteo entre la vida y la muerte. Pablo Berger lo aprehende en blanco y negro con una extraordinaria guitarra española como único elemento sonoro y la sobresaliente actuación de los intérpretes que no tienen más que su cuerpo para hablar. Blancanieves es una cinta imperdible y se estrena en México este 23 de agosto.

El hombre de adamantio

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[Esquire no. 58]

Una mañana de los años noventa, Coco el Payaso salió de casa para amenizar la fiesta de un niño que cumplía seis años. Sin embargo, durante aquella jornada laboral, el histrión se las vió negras. Tras implementar uno de sus mejores actos, escuchó que el festejado acudió a su madre para formular una devastadora acusación: “El payaso que contrataste es terrible”. Coco, apenado hasta el alma, improvisó unos cuantos malabares e hizo hasta lo imposible para que los presentes ignoraran su torpeza.“¿A quién le importan tus trucos?”, cuestionó el inquisidor. Habiendo fallado en el malabarismo, y negándose a aceptar la derrota ante su público, Coco apeló al ridículo y comenzó a darse coscorrones hasta que su trabajo fue aprobado con una ovación.

A pesar de haber sacado su actuación adelante, Coco salió de la fiesta convencido de su fracaso como payaso. Al poco tiempo, dejó los escenarios. Bajo el maquillaje, la nariz roja y los zapatotes, quedó Hugh Jackman. En aquel entonces, el australiano cobraba 50 dólares por show e ignoraba que una década más tarde volvería a disfrazarse. En el año 2000, aceptó interpretar a Wolverine en X-Men y, a través del mutante de esqueleto de adamantio, hizo historia: además de protagonizar la cinta que transformó al cómic en el mayor objeto de deseo de la industria cinematográfica contemporánea, logró inmortalizarse como un superhéroe que, en vez de despertar desaprobación y burla, se convertiría en el ídolo de millones de seguidores en el mundo.

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Hugh Jackman es implacable. Es un hombre que trabajará como payaso, modificará su apariencia física y sobrellevará la presión de escuchar críticas inclementes si eso es lo que requiere para alcanzar sus metas. Y, lo que es más, asimilará y admitirá públicamente sus tropiezos personales y profesionales hasta demostrar que su espíritu de lucha posee la misma capacidad de recuperación que el cuerpo del personaje que interpretará por quinta ocasión en The Wolverine, filme de James Mangold que se estrena este mes.

El temple de acero de Jackman no se forjó en los escenarios, sino en el hogar. En un país en el que lo socialmente aceptado es que los hombres beban cerveza y las mujeres se dediquen a la danza, el hijo de una pareja de ingleses radicados en Austalia soñaba con ser bailarín. A los 12 años, después de que un profesor reconociera su talento en la pista y le sugiriera tomar clases profesionales, corrió a casa para darle la buena noticia a su familia. Sin embargo, su hermano lo llamó “maldito marica” y Jackman terminó con el ánimo por los suelos y la firme decisión de olvidarse de bailar.

Durante sus primeros años, el australiano no sólo compartió el destino de Billy Elliot (bailarín estrella de la comedia musical) porque tuvo que aprender a lidiar con las connotaciones negativas en torno al baile y la masculinidad, sino porque, al igual que Billy, sufrió la ausencia de su madre. Cuando tenía ocho años, la observó partir de Sídney y dejar a su padre a cargo de su cuidado y el de de sus cuatro hermanos mayores. Desde entonces, Jackman aprendió una lección que le acompañaría hasta el momento de formar su propio hogar: en la vida no hay nada más importante que mantener a la familia unida.

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Todo ídolo posee un héroe personal. Mientras que miles de personas admiran a Wolverine, el hombre detrás de esta criatura inmortal adora al sujeto de carne y hueso que le ha legado mucho más que su apellido. “Mi padre es una roca, es mi roca”, reveló el actor a Scott Pelley, con los ojos llorosos, durante una entrevista para CBS News. Al igual que su hijo, Christopher Jackman posee una tenacidad inagotable. A pesar de haber sufrido el abandono de su esposa, y un intento fallido por reconciliarse con ella, se las arregló para sacar a su familia adelante. Si hoy Hugh Jackman sabe que puede lograrlo todo, es porque así se lo enseñó su papá.

Su segundo modelo a seguir es su personaje más célebre. “Aunque tiene sus fallas y hasta mi hijo ha dicho que es muy rudo, Wolverine encarna todas las cualidades que me gustaría poseer: verdadera fuerza, lealtad y la capacidad de enfrentar a sus rivales”, reveló el actor a Esquire desde un set de filmación en Australia. En Logan –como también se conoce al superhéroe de X-Men– el intérprete reconoce una mezcla de carácter que le resulta fascinante. “Si hay alquien a quien quieres en tu equipo, ése es Wolverine. Y, si hay alguien a quien no quieres molestar, también es él”.

Para algunos fanáticos de los Hombres X, Hugh Jackman es un héroe. Sin embargo, como Wolverine, es imperfecto y se ha hecho de una posición privilegiada en el imaginario social gracias a su carácter y determinación. En los cómics de Marvel, las garras metálicas de Wolverine no son equiparables a la telepatía del Professor X o el poder metamórfico de la siempre escultural Mystique. Por ello, si Wolverine es temido y adorado a la vez, no es porque ostente superpoderes que surgieron a partir de una mutación genética, sino porque es un individuo que, como el sujeto que le da vida en el cine, no se rendirá jamás.

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Una mañana de 2012, Hugh Jackman se presentó a trabajar en el set de Les Misérables tras haberse sometido a 36 horas de deshidratación. El intérprete exhibía un rostro demacrado, las ojeras de quien no domina el oficio de velador y la esperanza de capturar la expresión cadavérica de un reo que ha pasado 19 años de su vida en la cárcel. Tras sorber un líquido endulzado que le permitió recuperar la energía, se sumergió en agua helada y comenzó a personificar a uno de los héroes predilectos del romanticismo francés.

Para Hugh Jackman, obtener el papel de Jean Valjean fue como haber encontrado el Santo Grial. Era el personaje principal de una obra en la que siempre había querido actuar. Incluso cuando audicionó para el rol de Gastón –diez años atrás, en The Beauty and the Beast–cometió la osadía de cantar un tema de Javert, antagonista de Les Misérables. Quien lo escuchó entonces, no sólo reprobó el atrevimiento, sino que le aconsejó dejar de fantasear. Según él, Jackman jamás lograría interpretar a Javert. El crítico tuvo razón: cuando el actor se enteró de que Tom Hooper llevaría el musical de Cameron Mackintosh al cine, no persiguió al director para fungir como actor secundario en la película, sino para obtener el papel principal y conseguir su primera nominación al Óscar.

Aunque hace cinco años que la revista People lo calificó como el hombre más guapo del mundo, para Jackman lo más importante no es su apariencia física, sino su profesionalismo. Dado que no hay límites que le impidan lograr una caracterización digna de lo que sus directores le soliciten, hubo una ocasión en la que se orinó en los pantalones. Estaba en pleno escenario de The Beauty and the Beast y, antes de aquella función, creía estar deshidratado (ese día no era intencional). En consecuencia, bebió dos litros de agua antes de entrar en escena y, sin suficiente tiempo para ir al baño, una crisis de ansiedad se apoderó de él. “Intentaba cantar y bailar. La última nota requería que relajara ciertos músculos para alcanzarla. Pensé: mierda, si canto esta nota, mojaré mis pantalones. Si no lo hago, terminaré humillado. El actor en mí salió a flote”.

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El actor más atractivo de la Tierra lleva casi 20 años enamorado de la misma mujer. Hugh Jackman conoció a Deborra Lee Furness en 1995, durante el rodaje de una serie australiana llamada Corelli. En ese entonces, el actor acababa de obtener su primer trabajo en televisión y Deborra era una estrella que Mick Jagger invitaba a sus fiestas cuando estaba en la ciudad. Poco después de su primera cita –en la que la actriz aceptó ir a cenar con él en lugar de salir a divertirse con el vocalista de The Rolling Stones– confesaron sentirse atraídos. Al año siguiente, se casaron.“Cuando conocí a Deb no tuve ninguna duda. Fue lo más claro de mi vida”, reveló a Jeff Probst cuando el conductor estadounidense lo invitó a su programa de televisión.

En tiempos de escándalos por infidelidades, diferencias irreconciliables y divorcios exprés, el protagonista de The Wolverine asegura estar con la mujer de su vida. Con ella acordó la regla que les impide aceptar que el trabajo los separe por más de dos semanas y superó la imposibilidad de tener hijos biológicos. Tras numerosas visitas al doctor, procedimientos de fertilización in vitro, dos abortos y meses de dolor, Jackman convenció a su esposa de iniciar un proceso de adopción. Al poco tiempo, la pareja recibió en casa a dos niños (Oscar y Ava) y, una vez más, el superhéroe del cine demostró que la perseverancia humana es un superpoder en la vida real: si se le aprehende con suficiente convicción, incluso puede vencer los retos impuestos por la naturaleza.

Deborra Lee Furness sabe que está casada con un superhombre. En una ocasión, decidió sorprender a su esposo durante un rodaje. Para su mala suerte, apareció en el set justo cuando su marido filmaba una escena de sexo oral con una actriz que se hallaba oculta bajo un escritorio. Cuando la coestrella de tan comprometedora escena notó la presencia de la visitante, se sonrojó y pidió una disculpa, a lo que la señora Jackman contestó: “Oh, relájate. Te están pagando por darle un blow job a mi marido. Disfrútalo”. Años después, tras el estreno de Australia (2008), Nicole Kidman aseguró que Hugh Jackman es el tipo de sujeto por el que todas las mujeres dejarían caer su quijada con sólo verlo entrar en la habitación. Sin embargo, desde hace casi dos décadas, él sólo tiene ojos para Deb.

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Cuando Hugh Jackman aceptó interpretar a Wolverine, no era fanático de los cómics de Stan Lee. Tampoco imaginaba que formaría parte de una franquicia que generaría ganacias equivalentes a lo que Barack Obama –el hombre más poderoso del mundo, según Forbes– cobraría de salario tras 2,300 años de trabajo. Una noche después del estreno de X-Men, el actor salió de su trailer para iniciar un día de filmación de Kate&Leopold (2001). Tras haber sido cegado por las cámaras de unos 20 paparazzis que esperaban afuera de su vehículo, el australiano comenzó a mirar detrás de sí para buscar a la celebridad que –según él– pretendían fotografiar. Tras unos segundos, comprendió que las cámaras estaban ahí por él.

A pesar de que su fama se ha detonado, Hugh Jackman sigue siendo un tipo humilde. A diferencia de otros famosos que defienden su privacidad a sangre y fuego, el mutante más famoso de Oceanía permite que le tomen fotografías cuando está con su familia y atiende con amabilidad a los reporteros que le hacen las mismas preguntas una y otra vez. Si alguien se lo pide, el actor hablará, una vez más, del día en que su madre abandonó su hogar, del momento en el que un niño de seis años avergonzó a Coco el Payaso y de la función de teatro en la que prefirió mojar sus pantalones a dejar de cantar. No le importará evocar estos momento porque, como aprendió de su padre, no hay nada que no pueda superar.

La tenacidad de Hugh Jackman es tan sólida como el esqueleto de adamantio de Wolverine. Si Coco dejó los escenarios hace más de dos décadas, no fue por la fragilidad de quien se escondía bajo el disfraz del animador de fiestas infantiles, sino porque un soñador perpetuo no se permite fracasar. En 2014, el actor reaparecerá como uno de los mutantes más célebres del universo de Marvel en X-Men: Days of Future Past. En la cinta de Bryan Singer, Jackman llevará, una vez más, la piel del individuo con el que comparte una característica vital: una historia de fracasos y éxitos que contribuyó a fojar el temple de acero que sólo poseen los hombres dispuestos a triunfar.