Historia de un pañuelo: la lucha de las Madres Plaza de Mayo por los desaparecidos argentinos

Originalmente publicado en The Associated Press, marzo de 2024 (link aquí)

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BUENOS AIRES (AP) – Todo en ella es blanco. El pelo, la ropa. El pañuelo sobre la cabeza. Los dedos finos que apoya en su bastón.

“Ahí va una Madre de Plaza de Mayo”, diría todo argentino que aviste su pañuelo.

Jueves tras jueves, desde hace 47 años, Nora Cortiñas se desplaza hasta el corazón de Buenos Aires y recorre la plaza más simbólica de Argentina.

“¡Norita! ¡Norita!”, le gritan jóvenes y viejos que besan su mano y rodearán con ella la Plaza de Mayo.

Jueves tras jueves, sin falta y puntual a las 3:30 de la tarde, la ronda de las Madres mueve un mensaje que trasciende a esta Madre, a todas las Madres, y ya es más bien argentino: acá nos faltan hijos, nietos, padres, hermanos.

Memoria, verdad y justicia piden miles que cada 24 de marzo salen a recordar el golpe de Estado que dio pie a la última dictadura militar (1976-1983). Sus preguntas son las mismas de las Madres: ¿Qué hicieron con nuestros desaparecidos? ¿Dónde están los 30.000?

En abril de 1977, cuando Nora ignoraba que pasaría la mitad de su vida con la foto de su hijo colgada del cuello, el puño en alto y la cabeza cubierta con su pañuelo blanco, era como cualquier ama de casa. Atendía a su marido, había criado a dos hijos de veintipocos y daba clases de costura. Se había casado a los 19 y su vida era eso, su hogar, hasta que Gustavo desapareció. 

El mayor de sus hijos tenía 24, admiraba a Evita y era militante de Montoneros, una de las organizaciones guerrilleras que fueron blanco de las fuerzas estatales en los años 70.

“Desde jovencito Gustavo decidió luchar para que el pueblo tuviera buen trato”, dice Nora. “Junto con muchos compañeros, luchaba para lograr ese mundo ideal”.

Nora no se involucraba en política pero tampoco era ajena a la represión. Escuchaba que hombres vestidos de civiles entraban a casas, colegios, hospitales y fábricas y se llevaban a militantes como Gustavo.

Cuando supo que mataron a varios de sus compañeros y apresaron al hermano de su nuera, Nora y su marido plantearon a su hijo que saliera de Argentina, pero él y su mujer se negaron. ¿Dejar su país por sus ideas? Por favor.

La última vez que vio a Gustavo fue un domingo de Pascua. Nora lo despidió en la parada del autobús y a los pocos días, tras salir de casa rumbo al trabajo, desapareció.

“Cuando se llevaron a mi hijo, el 15 de abril de 1977, salgo a la calle a buscarlo y me voy encontrando con otras madres que también les habían secuestrado a los hijos”, dice la Madre que recién cumplió 94.

“Todavía nos encontramos en la Plaza de Mayo. Caminamos media hora y recibimos denuncias de otras cosas que van pasando, de otros secuestros y otras torturas. Vamos compartiendo con otras madres todo este dolor que sigue en cada casa”.

DE MADRES A MADRES DE PLAZA DE MAYO

Desde el 30 de abril de 1977, la Madres se han reunido en la Plaza de Mayo casi 2.400 veces.

Su primer encuentro no fue un jueves ni concluyó en una ronda. Tampoco eran las Madres, así en mayúscula, sino madres. Mujeres rotas que se sentían igual de atravesadas por la ausencia de sus hijos.

Cada Madre tuvo su historia. A varias la despertó el teléfono y lo escucharon en boca de sus nueras, yernos y otros familiares. Un puñado estaba en casa. Atendieron el timbre o sintieron el crujir de una puerta que caía. Algunas, amordazadas en otro cuarto, percibieron gritos. Otras observaron —los ojos en pasmo o hinchados de llanto— forcejeos, golpes, insultos. Pocas vieron a sus hijos salir de casa sin violencia. No pasa nada, señora, mañana regresa. 

Y, luego, vacío. En la comisaría escuchaban: “aquí no está, señora”. En la iglesia: “rece, señora”. En las oficinas de gobierno: “váyase, señora”.

Ninguno, claro, tendría por qué estar de su lado. Si bien el puño de los militares era el que apretaba con más fuerza, los juicios, comisiones de verdad e investigaciones posteriores al retorno a la democracia comprobaron que sectores políticos, civiles y religiosos ligados a los intereses de la clase dominante fueron cómplices. 

La opacidad era calculada. Los desaparecidos no son muertos y sin muertos no hay crimen. Sin crimen no hay culpables y sin culpables los delincuentes se mueven a sus anchas. Ya está.

Hebe de Bonafini, lideresa casi legendaria de una de las dos organizaciones de Madres que se formaron en los años ochenta, decía que bastaba mirarse los ojos para saber que les faltaban los hijos. 

De a poco entendieron que sería inútil llevar un cepillo de dientes a las comisarías donde creían que estaban. Mientras buscaban sus nombres en los diarios que daban cuenta de los muertos, asumieron que las instituciones les darían la espalda y que la búsqueda dependería de ellas. Se entrenaron para redactar habeas corpus y tomarse del codo para ganar fuerza colectiva.

Tras varios encuentros en una iglesia donde el obispo no les ofreció más que desidia, una de las madres dijo: basta, nos vamos. Aquí solas y sin que nadie nos vea, no lograremos nada. Tenemos que juntar más madres —ser cien, ser mil— y entrar todas de golpe a la casa de gobierno.

La casa de gobierno, claro, es la Casa Rosada, y la Casa Rosada está en la Plaza de Mayo.

Su primera reunión fue un sábado del 77′ y hubo 14 madres en una plaza vacía. Mejor vengamos el viernes, dijo una, porque así nos ve la gente, pero otra dijo no, mujer, el viernes no, que es día de brujas. Mejor el jueves, y el jueves fue. 

Su ronda fue casi un accidente que provocó la policía. Durante un día de reunión en que las madres estaban concentradas en una curva de la plaza, comenzaron los gritos. “¿Qué no saben que no se pueden reunir, señoras? Hay estado de sitio. Circulen, circulen, ¡CIRCULEN!”.

Y las madres circularon. Una mano en el brazo de su compañera y la otra limpiándose las lágrimas, circularon. En silencio, circularon. Sin saber que volverían cada jueves por el resto de sus vidas, las Madres de Plaza de Mayo circularon.

¿A VOS QUIÉN TE FALTA?

Taty Almeida siente que una parte de sí misma desapareció con Alejandro. Que la Taty actual nació cuando su hijo se esfumó.

“Alejandro me parió a mí”, dice la mujer de 93. “Yo estoy feliz de haber parido a mis tres hijos, pero Ale me parió”.

El 17 de junio de 1975, cuando su hijo de 20 años se despidió de ella en la casa en la que aún vive y nunca más volvió, Taty ignoraba muchas cosas. No sabía, por ejemplo, que escribía poesía en paralelo a su carrera de Medicina. Que la mantenía al margen de su militancia para protegerla y que la esfera militar que ella conocía tan bien estaría detrás de su desaparición.

En aquel entonces no había dictadura ni Madres de Plaza de Mayo. Sólo una Taty muy católica, hija de un militar que se movía en un entorno de derecha y detestaba al peronismo.

“Fueron los peronistas, señora”, le dijo un general al que acudió para pedir noticias de Alejandro. “Por supuesto, los peronistas”, respondió la misma Taty que —mirá vos, de no creerse— el día del golpe de Estado pensó: “Por fin vienen mis conocidos y yo voy a recuperar a Alejandro”.

“No podía pensar que mis conocidos eran los culpables”, dice con su voz ronca y profunda.

Las Madres ya llevaban casi dos años de ronda y Taty más de cuatro de no saber nada de Alejandro cuando se acercó a ellas. Sabía que se reunían en la plaza, pero pensaba: “Por mi currículum, van a decir que soy espía”.

A fines de 1979, tocó la puerta de una casa que servía a las Madres de oficina y en una pared vio las fotos de sus hijos desaparecidos. “No soy la única”, pensó.

Cuando la recibió María Adela Garde de Antokoletz —la Madre con mayúscula, cuenta Taty— le preguntó lo único que se preguntaba en esos casos: ¿A vos quién te falta?

Así, sin importar afiliación política, religión, ideología, nada. ¿A vos quién te falta?

“Y ahí yo por fin hice mi catarsis”, dice Taty. “Hablé, lloré, conté. En un momento le dije: ‘Ay, María Adela, qué estúpida que he sido’. Y ella me dijo: ‘No mijita, no digas eso. Cada una se acercó cuando fue su momento y éste es el tuyo’”.

HISTORIA DE UN PAÑUELO

Sobre uno de los antebrazos de Graciela Franco hay una fila de pañuelos. No son blancos, como los de Nora o Taty, porque ella los lleva tatuados y la tinta es oscura.

Graciela no tiene familiares desaparecidos, pero cuando su hija le dijo “mamá, hagámonos un tatuaje”, ella pensó: “Tiene que ser algo que me signifique algo”. Y recordó a las Madres de Plaza de Mayo.

Desde 2017, Graciela y su colega Carolina Umansky cubren Buenos Aires con pañuelos. En su taller de cerámica —Terra Fértil— han confeccionado más de 400 mosaicos como parte del proyecto 30 Mil Pañuelos por la Memoria, que rinde homenaje a los 30.000 desaparecidos durante la dictadura.

Para preservar su fuerza simbólica, los pañuelos que formen parte del proyecto deben producirse en materiales no perecederos —cerámica o vidrio— y colocarse a la vista, digamos, en la entrada de un hogar.

“La idea es que permanentemente generen una pregunta”, dice Carolina. “Que cualquiera que los mire diga: ‘¿Por qué está este pañuelo en esta casa?’”.

La historia del pañuelo más simbólico de Argentina inició 40 años antes de que Graciela y otros argentinos se los tatuaran en el cuerpo. Siempre fueron blancos, pero la prenda original no fue un pañuelo, sino un pañal.

En octubre del 77’, cuando aún no se llamaban Madres de Plaza Mayo, las madres fueron a una peregrinación en la ciudad de Luján. Al ser un evento masivo —pensaron— ganarían visibilidad, pero ¿cómo se reconocerían?

Una propuso llevar un bastón; otra, un trapo. ¿Rojo? ¿Azul? No, mujer, nadie nos va a ver. Blanco, mejor. Entonces un pañal, dijo una. ¿Aún guardan un pañal de gasa de los hijos? Y todas dijeron que sí.

En aquellas peregrinaciones se rezaba por los curas, los obispos y los enfermos. Las Madres, en cambio, rezaron bien fuerte por los desaparecidos.

Así la gente empezó a distinguirlas. Mirá, esas son las señoras del pañuelo blanco que gritan buscando a sus hijos.

LAS LOCAS DE LA PLAZA

Uno camina por Buenos Aires y los pañuelos brotan.

Ondean en murales, baldosas, pines y carteles de protesta. “Sembramos memoria”, se lee sobre un poste en el que los pañuelos tienen tallos. “La Banda del Pañuelo”, reza el nombre de un colectivo cultural de jóvenes que cada jueves acompaña a Nora y otras Madres en la ronda.

“Yo los veo y siento esperanza”, dice Luz Solvez, de 36 y quien recientemente salió a protestar contra el presidente Javier Milei. “Es un símbolo que resume parte de nuestra historia. Toda la crueldad, lo horrible que fue, pero también cómo lo tomaron para el lado de la justicia y no de la venganza”.

La potencia simbólica de las Madres tardó en enraizarse. ¿Su hija no andará de paseo por Europa, señora? Si los detuvieron, por algo habrá sido, señora. Quizá no educó muy bien a su hijo, señora.

En 47 años, las Madres no sólo han enfrentado a la dictadura que desapareció a sus hijos, sino el rechazo e indiferencia de políticos, periodistas y gente de a pie.

Nos miraban como si tuviéramos lepra, contó una Madre un día. La gente trataba de no pasar cerca de nosotras en la plaza, dijo otra. A muchas les llovieron insultos desde los colectivos. Notaron a quien, de sólo mirarlas, abandonaba la fila de la carnicería. 

Esas mujeres no son nada, decían los militares. Son locas. Y las Madres respondían: es cierto, somos locas. De rabia, de angustia, de dolor.

El desdén no terminó con la dictadura ni la democracia les trajo justicia inmediata. Si bien el presidente Raúl Alfonsín (1983-1989) impulsó el primer juicio civil contra juntas militares en el mundo, terminó por ceder ante algunas sublevaciones y promulgó una ley que libraba de castigo a rangos menores argumentando que sólo obedecieron órdenes.

La impunidad empeoró con Carlos Menem (1989-1999), quien repartió indultos para “reconciliar” y “pacificar al país”. No fue sino hasta la llegada de Néstor Kirchner (2003-2007) que arrancaron los juicios contra los responsables por delitos de lesa humanidad y se promulgaron medidas de memoria y reparación.

Las Madres nunca se asociaron a partidos políticos pero muchas se politizaron y tanto su perspectiva social como su sentir con respecto a la desaparición de sus hijos terminó por dividirlas. Madres Plaza de Mayo Línea Fundadora —a la que Nora y Taty pertenecen— aceptó que sus hijos murieron. Asociación Madres Plaza de Mayo reclama a todos los desaparecidos con vida.

Todas, sin embargo, mantuvieron la consigna de su origen: seguir sacando sus pañuelos blancos a las calles para exigir memoria, verdad y justicia.

LA LUCHA NO TERMINA

Hebe de Bonafini contaba que, según testigos que estuvieron con sus hijos —porque a ella no le secuestraron a uno, sino a dos hijos—, ambos dijeron: mi mamá va a dar la vuelta al mundo para encontrarnos.

“Y yo los encontré”, decía Hebe. “En otros que luchan y pelean. Mis hijos son todos”.

De ahí la fuerza, el empuje. El reclamo de una sola madre quizá se habría diluido, pero al juntarse se abrieron paso como un caudal incontenible. Juntas lloraron, se abrazaron y asumieron las causas de sus hijos. Juntas hablaron con presidentes y pontífices. Resistieron que las llamaran locas, terroristas. Pagaron multas y compartieron celdas.

Ninguna pensó sólo en su hijo. Todas buscaron a todos. 

“Las madres sostenemos las luchas de los pueblos”, dice Sara Mrad, a quien la dictadura le desapareció una hermana pero tomó el relevo de su madre cuando ésta falleció. “Y no sólo en Argentina. En todos los países, los sufrimientos de una manera u otra, son los mismos”.

No hay una cifra exacta de cuántas Madres viven, pero entre las que siguen activas como Taty o Nora, sus hijos son oxígeno.

Nora aún se suma a las organizaciones que exigen abrir los archivos que registraron la represión entre 1974 y 1983. Sea con bastón o en silla de ruedas, denuncia a los negacionistas de la dictadura, pide que sigan los juicios para condenar a los responsables e insiste en saber qué fue de Gustavo.

“Es un compromiso que yo tomé desde que desapareció”, dice. “Un compromiso de seguirlo buscando hasta que me quede un hálito de vida”.

Aún guarda el primer pañuelo de su lucha. Se lo bordó su nuera para la peregrinación de Luján y desde entonces ha tenido otros cuatro o cinco que siempre carga en el bolso cuando sale de casa. Como todos los pañuelos de Madres Línea Fundadora, lleva el nombre de su hijo en hilo azul.

Taty guarda el suyo, doblado con el nombre de Alejandro, en una bolsita de plástico transparente. También tiene otro, pequeño y de color plata, que a modo de dije cuelga siempre de su cuello.

Ella tampoco deja de marchar, posicionarse o dar entrevistas. Todo suma, es memoria. Afianza la estafeta que ya toman los jóvenes dispuestos a postergar su lucha.

“Estoy segura de que Alejandro está muy orgulloso de mí”, dice Taty. “A mí me da fuerza eso”.

¿Cómo sería Alejandro ahora?, piensa de tanto en tanto. ¿Sería canoso? ¿Usaría anteojos? ¿Le habría dado nietos?

“Siempre me digo lo mismo, ¿cómo sería? Yo digo siempre que Alejandro está presente, pero no. No está”.

Aun así, dice, mantiene la esperanza. Los antropólogos forenses identifican cada vez más restos de desaparecidos y, si encontraran los de Alejandro, ella podría hacer su duelo, llevarle flores, rezarle.

“Yo no me quiero ir sin antes, por lo menos, poder tocar los huesos de Alejandro”.

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AP Foto: Natacha Pisarenko

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

La guerra contra Hamas aviva el dolor de la comunidad judía argentina a 30 años del ataque a la AMIA

Originalmente publicado en The Associated Press, febrero de 2024 (link aquí)

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BUENOS AIRES (AP) – Aquella mañana de octubre en que combatientes de Hamas irrumpieron en 22 localidades israelíes para asesinar a decenas de judíos, Marina Degtiar volvió al 18 de julio de 1994.

De pronto —de nuevo— tuvo 26 años. Sintió el frío del invierno en Buenos Aires. Pisó los escombros del edificio que una explosión demolió sobre el cuerpo de su hermano.

Han pasado casi tres décadas del peor atentado en la historia de Argentina y la zozobra no merma. Aunque las autoridades señalan a Irán y Hezbollah como responsables de los 85 fallecidos y más de 300 heridos, a la fecha nadie ha sido condenado.

La falta de justicia y las noticias de Medio Oriente no han hecho sino agudizar la pena en la comunidad judía argentina. 

“Me preguntás ‘¿tú cómo estás?’ Y yo me emociono”, dice Marina. “Estoy muy triste porque esto que está pasando en Israel a partir del atentado terrorista del 7 de octubre nos atraviesa como humanidad, nos atraviesa como judíos y a mí me atraviesa en lo personal”.

Ella tenía una vida antes de que aquel coche bomba estallara en la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), donde su hermano de Cristian trabajaba, y otra que comenzó con su ausencia. 

Antes había inocencia, dice. Sentir que quizá nada muy maravilloso o demasiado trágico podría ocurrir a su familia. Que ella y su clan —sus dos hermanos y sus padres— vivían lejos de las bombas que caían en televisión.

“Hace 30 años no era natural, al menos acá en la Argentina, hablar de terrorismo. Las bombas no explotaban en casa como nos explotaron primero en la embajada y en mi caso en particular con el atentado a la AMIA”.

Los familiares de los fallecidos no sabían cómo nombrar lo ocurrido porque no murieron en un accidente. No los mató una enfermedad ni un desastre natural.

“A mi hermano lo mató una bomba terrorista y eso nos implicó aprender a hablar un lenguaje distinto”, dice Marina. “Hablar, entender, sufrir y llorar en un lenguaje distinto”.

El desconsuelo no se ha ido, pero sí se ha transformado. Tras meses de sentir el cuerpo extraviado en la tristeza, concluyó que vivir así, paralizada, sería una falta de respeto a Cristian, así que decidió reconstruirse.

Empezó por compartir su historia en grupos de autoayuda, luego coordinó espacios de duelo en la comunidad y más tarde estudió Psicología. A la fecha conforta a quienes la pérdida también les quebró la vida.

Al conocer a sus pacientes trae al presente su pasado. Yo me dedico a esto, les dice, porque perdí a mi hermano de 21 años y no te hablo desde afuera. Yo te puedo acompañar porque ocupé —ocupo— tu lugar.

“Me armé una vida que justifica que yo hable de Cristian todos los días”, dice. “Yo nombro a mi hermano todos los días de mi vida”.

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Sandra Miasnik no se enteró como el resto.

Aquel 7 de octubre no prendió la televisión y escuchó “hay hombres armados acribillando a civiles israelíes en sus kibutz cerca de Gaza”. El horror reptó hasta su casa en Buenos Aires a través del grupo familiar de WhatsApp: una captura de pantalla donde aparecía su prima Shiri abrazando a sus dos pequeños y debajo un mensaje. “Se los llevaron”.

¿Que se llevaron a quién? ¿Adónde? ¿Por qué?

“Recuerdo muy bien ese momento”, dice. “Dije: No, no es ella. Mirá el mecanismo de defensa psicológico de no ver lo que estás viendo, de no reconocer esa cara, el gesto dentro en esa cara”.

Y, luego, el infierno. Caminar por toda la casa sin saber qué hacer. Esperar la información a cuentagotas. Leer que mataron al tío que migró de Argentina en los 70 para buscar una vida de paz lejos de la dictadura. Que tu prima, su marido y sus hijos están en manos de Hamas. Más de mil muertos y 250 secuestrados. No entender cómo es que tu familia se esconde en esa cifra.

Esta vez las bombas no explotaron en casa, pero para muchos en la comunidad judía más grande de América Latina se sintió como si el terror penetrara el patio trasero.

“¿Qué argentino puede decir que el terrorismo está en Medio Oriente?”, dice Sandra. “No está a miles de kilómetros. Lo tenemos adentro, están acá con nosotros.”

La AMIA contactó rápidamente a los familiares argentinos de las víctimas de Hamas para ofrecer apoyo y contención psicológica, pero ella tardó en aceptar. 

“Yo creía tener estabilidad y de repente aprendí que no, que esta situación nunca antes la había vivido”, recuerda. “¿A quién le pasa que le secuestran un familiar en manos de asesinos violadores?”.

Conoció a Marina Degtiar una tarde reciente, durante el festejo simbólico de su sobrino Kfir Bibas, que cumpliría un año y es el más pequeño de los rehenes de Hamas.

Cuenta que después del acto sintió una sensación nueva. Un acompañamiento. Un abrazo colectivo.

“Yo no tengo nada que ver con la cuestión religiosa del judaísmo pero en este caso conecté nuevamente con mi identidad, con sentirme parte de un pueblo, de una comunidad”, dice. “No es solamente a mi familia a la que le pasó esto. Es a la comunidad, al pueblo, a la identidad”.

Muchos la abrazaron y entre ellos estuvo Marina. “Me dijo que era familiar de una de las víctimas del atentado de AMIA”. Y a los pocos días se sentaron a conversar.

“Te das cuenta de que las maneras de transitar del dolor son tan diversas que te vas a encontrar con personas que les tocó muy de cerca esto”, dice Sandra.

“Un duelo, una pérdida, no necesariamente tiene que ser por una muerte. Hay un duelo por perder la paz, la tranquilidad, por saber que los que vos querés no están bien”.

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Cada 18 de julio, las familias de las víctimas del atentado a la AMIA vuelven a la calle Pasteur. Uno a uno nombran a sus muertos y cuando recuerdan sus vidas no hablan de ellos en pasado, sino en presente.

El edificio que se reconstruyó en el hueco que dejó la explosión no es igual a su predecesor sino más grande. La reconstrucción fue simbólica, explica Amos Linetzky, presidente de la asociación.

“No por un tema religioso, sino porque quisieron destruirnos, pero no lo lograron. Nos reforzaron aún más y seguimos aquí, en este mismo lugar”.

Desde su fundación hace 130 años, la AMIA cobija a la comunidad judía más grande de América Latina y la quinta más importante del mundo. El grupo comenzó a asentarse a finales del S. XIX con la llegada de migrantes europeos y de algunos países árabes. Juntos atendieron una necesidad básica del judaísmo: ¿dónde enterramos a nuestros fallecidos?

La asociación se transformó de a poco y hoy se ocupa de asuntos que engloban la totalidad de la vida judía, explica su presidente. Entre otras cosas, administra 60 hectáreas de cementerios, realiza actividades culturales, agrupa más 40 instituciones educativas y tiene una bolsa de trabajo que en 2023 ofreció empleo a 14.000 personas.

Además construye memoria. Año tras año, lanza campañas que recuerdan el atentado, realiza homenajes y narra el ataque a las nuevas generaciones.

“El paso del tiempo no puede ser motivo de olvido”, dice el presidente. “Tenemos un historial de persecuciones que se transforma en esta fuerza de resiliencia que nos caracteriza”.

Cuando él tenía unos diez años, recuerda, acompañaba a su padre —un psicoanalista— a conversar con sobrevivientes del Holocausto. “Crecimos con este historial de sufrimientos y la importancia de llevar con nosotros la memoria, de no olvidar”.

Un mes después de la irrupción de Hamas en Israel, la AMIA cubrió una de sus paredes con los 1.400 nombres de las víctimas. Los pintó la comunidad, mano a mano, nombre por nombre.

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En los alrededores del edificio de la calle Pasteur hay un árbol en honor de cada víctima del atentado y Patricia Strier visita a su hermana tanto como puede.

“Cuando voy a hacer alguna compra paso por el arbolito. Le doy un beso, lo toco, hablo con Mirta”, dice. “Está hermoso el árbol, está lleno de hojas”.

Todo en ella se aflige cuando habla de Mirta. Los ojos en pena como el canto más triste.

Fue la mayor de tres hermanas y cumplía un rol protector, cuenta Patricia. Siendo niñas no compartieron juegos, pero cuando entró a la universidad comenzó a quedarse a dormir en su casa y charlaban por horas. Antes de casarse, Patricia habló con su pareja para buscar un hogar cerca de su hermana y él aceptó.

Mirta trabajaba muchísimo, dice Patricia. Su vida no siempre fue agobiante pero cuando su marido la abandonó para irse con otra mujer, Mirta tuvo que hacerse cargo de sus hijos adolescentes y entró a trabajar a la AMIA, donde fue secretaria y ejercía otras funciones que apenas le permitían costear sus gastos. 

Aquel 18 de julio Mirta no tendría que haber estado en el edificio de la calle Pasteur, pero su jefa le pidió fotocopiar unos documentos y ahí la sorprendió el coche bomba a las 9:53.

Patricia estaba fuera de Buenos Aires y tardó en enterarse. Sin redes sociales, sin celulares, las noticias escurrían de a poco. Por casualidad entró en casa de una conocida y vio el televisor.

“Sentí que en el mundo se armó un pozo enorme y me chupó”.

Al volver supo que Mirta estaba enlistada como “sobreviviente ilesa”, pero nadie la había visto. Ni una llamada, ni una señal, nada.

Patricia fue de sanatorio en sanatorio. Recorrió morgues. Vio a los muertos de otros. Leyó sobre los cadáveres etiquetas que los marcaban como “NN”. Preguntó a la policía por posibles efectos personales. Pasó más de una semana y, en el séptimo día, la soñó.

“No fue a la edad de ella. La sueño como a los 22 años. Se reía y se reía. Yo le decía: ‘hija de puta, ¿de qué te reís si estamos todos desesperados de que no aparecés?’ ‘Estoy bien’, decía ella”.

Minutos después de despertarse sonó el teléfono. Su marido le dijo “ya sufriste demasiado, yo voy”. Y él reconoció el cuerpo. 

Sobre un pequeño altar en el que viernes a viernes prende su vela del Sabbat, Patricia conserva algunas fotografías de sus padres y su hermana. Mirta nunca reía, recuerda, y su madre dejó de hacerlo cuando el atentado la mató. Por eso, en esas imágenes que atesora, todos sonríen.

“Así los visualizo a todos”, dice. “Viene la luz de arriba, de mis seres queridos, de mis ángeles. Los tengo a todos ubicados, cada uno en su lugar, para no olvidarme de ninguno”.

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AP Foto: Natacha Pisarenko

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Este soy yo: Luis Scafati

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Originalmente publicado en Esquire no. 81 (PDF aquí)

Dibujante e ilustrador, 68 años, Mendoza, Argentina

> Expreso mis ideas siempre que hago una ilustración, sin importar si es una invención mía o si está inspirada en alguna obra literaria. Pero cuando trabajo sobre un texto ajeno, entro en ese mundo y lo acompaño. Cuando expreso una idea mía en respuesta a un hecho político, por ejemplo, de alguna manera trato que esa imagen sea una metáfora y lleve la carga de lo que quiero expresar.

> La palabra “trabajo” me da un poco de vergüenza. En todo lo que hago siento una especie de placer. Siento que soy privilegiado por poder desarrollar este don que me fue otorgado.

> Me estoy poniendo viejo y siento mucho más placer que antes en hacer lo que me gusta. Ahora hay cosas que me cuestan más trabajo, en el sentido de que he desarrollado una percepción que antes no tenía. Es decir, antes dejaba pasar cosas que ahora me pueden molestar. Antes escapaban un montón de cosas a borbotones, pero hoy pasan por un filtro.

> El dibujo y la escritura son canales similares. Hay muchos escritores que dibujan. Ahí está, por ejemplo, el caso de Günter Grass, que murió hace poco y tiene grabados hermosísimos.

> He ilustrado la obra de [Franz] Kafka en varias ocasiones. La primera fue para La metamorfosis, y ahora para El castillo. Siento que el mundo de ese autor es muy cercano a mi trabajo, pues siempre habla de una situación laberíntica y burocrática. Eso es lo que he tratado de plasmar en mis dibujos.

> Recuerdo la primera vez que leí a Kafka. Yo era muy chico, tendría unos 18 años, y a mis manos llegó un libro con una selección de sus cuentos. Me llamó mucho la atención que algunos de sus personajes no tenían nombres, sino letras: A, B, C. Además me intrigraba la situación escueta por la que se movían y las cosas que les sucedían, que por momentos eran muy irracionales pero a la vez representaban algo. Fue una literatura que me impactó, porque entonces yo había leído novelas como Rayuela, de [Julio] Cortázar, y El llano en llamas, de [Juan] Rulfo, pero el de Kafka era un mundo más hermético.

> Cuando leí La metamorfosis sentí que el protagonista era Kafka, que él era Gregorio Samsa y que se sentía un bicho raro, como le pasaría a cualquier artista en su entorno familiar. Es decir, “ser artista” muchas veces no se acepta en la familia, porque iniciarse en el arte genera un gran temor. A todo chico que quiere dedicarse a ello se le pregunta: “¿De qué vas a vivir?”. A mí todavía me lo preguntan [ríe]. Aún no se entiende muy bien que uno pueda vivir del dibujo y todo eso. Sería más fácil decir: “Vendo refrigeradores y de eso vivo”.

> Siempre me interesó la literatura. En algún momento, cuando era muy joven, pensé en convertirme en escritor. Pero luego leí a autores como Kafka y empecé a contemplar la posibilidad de crear imágenes que tuvieran que ver con esos mundos que leía.

> Mi trabajo como ilustrador nació en el periodismo. Eso me dio cierto poder de síntesis para lograr que una imagen expresara algo concreto en un contexto donde hay mucho ruido visual.

> Mis ilustraciones debían destacarse a la mitad de noticias y anuncios publicitarios, así que buscaba ideas que fueran impactantes. En aquel entonces también trabajé en una revista de ciencia ficción de Buenos Aires llamada El Péndulo, donde ilustré cuentos y poemas. Eso me dio un buen entrenamiento.

> Mientras trabajaba en prensa estudié Artes Plásticas. Mis primeras colaboraciones fueron para una revista llama Hortensia. Mi trabajo era hacer chistes, pero siempre con un ambición por el dibujo.

> El arte me permitió descubrir un mundo que prácticamente desconocía: el contexto de los pintores, con esas vidas tan románticas y llenas de historias interesantes. Además así conocí a Goya y a Klimt. Todo eso fue amasándose dentro de mí y pienso que fue el comienzo de lo que soy ahora.

> Creo que el cine y el video son las artes de hoy, pero un ilustrador contemporáneo le debe todo a la tradición del siglo XIX. Pienso en [Gustave] Doré y tantos otros ilustradores. Ellos heredaron eso a los directores de cine como [Federico] Fellini y su Satyricon (1969), que de alguna manera ilustró un libro de otra época.

> Sé que mucha gente puede no estar de acuerdo con las imágenes que yo creo para un texto. Por eso trato de que estas sean complementos que expanden un discurso. Por ejemplo, en el caso de Kafka, cuando inicia El castillo, el texto dice que alguien viene caminando y se detiene en un puente, que todo está nevado y no percibe nada. Pero como yo ya leí la novela, sé qué es lo que mira, que hay una ciudad que él no puede ver. Hay una especie de “gran ojo” y ese es el extra que yo le pongo: es mi mirada sobre el tema.

> Cuando era más joven le preguntaba a mis hijos si entendían mis dibujos. Siempre he necesitado que mi trabajo se entienda. Es una obsesión para mí. Algunas de mis imágenes pueden tener momentos complejos y ser difíciles de interpretar, pero así son los sueños: uno se esmera en encontrar claves para entrar en ellos.

El hotel de lo real

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Originalmente publicado en Esquire no. 79 (PDF aquí)

En su primera novela, El telo de papá, la argentina Florencia Werchowsky aprovecha su ingenio y buen humor para narrar las anécdotas que sólo le ocurren a alguien cuyo padre es dueño de un motel.

     Las anécdotas de Florencia Werchowsky eran el número estelar de sus fiestas. Ella aún trabajaba como periodista en Argentina, y era común que las reuniones a las que asistía terminaran en medio de carcajadas. Todo gracias a las historias que narraba sobre el motel (telo, en Argentina) que su papá tenía en una carretera de la Patagonia, donde nació.

    Florencia escribió El telo de papá por dos motivos: tenía ganas de ser novelista y miedo a que alguno de sus amigos le robara sus historias. Seleccionó las anécdotas que publicaría, le dio vueltas al título (porque, claro, fuera de su país no todo el mundo entiende qué es un telo), decidió que el tono humorístico permearía el libro de principio a fin y superó que su madre le retirara el habla por ventilar lo que ella consideraba sus “turbulencias familiares”.

   El resultado es una prosa divertidísima que retrata cómo fue crecer en los años noventa en Argentina, y hace sentir al lector como si Florencia le confesara las locuras de su vida en medio de un café. En estas páginas presentamos algunos extractos de las mejores escenas de El telo de papá.

ESQUIRE: ¿Cómo balanceaste tus anécdotas personales con la ficción de la novela?
FLORENCIA WERCHOWSKY: Me tomó dos años escribirla. Fue difícil porque sí soy la hija del dueño del telo de un pueblo [ríe]. A partir de ese escenario construí una galería de personajes y situaciones que fuesen apropiadas para reunir las particularidades del lugar en el que crecí. El problema con las historias es que fueron tan extraordinarias que corrían el riesgo de no parecer verosímiles.

ESQ: El tono me encanta, parece que le estás contando tu historia a un amigo.
FW: Traté de concentrarme mucho en lograr eso. Por cierto, hoy me acordé de otra anécdota increíble: una noche alguien llegó a asaltar el hotel, así que una de las mucamas salió armada al bosque. Lanzó un disparo al aire, pero éste pegó con un cable y se fue la luz en todo el lugar.

ESQ: ¿Y por qué no la integraste al libro?
FW: Vos entendés lo improbable de la situación. Si lo contaba en la novela, todo el mundo iba a decir: “Qué exagerada, nunca podría suceder algo así”. Pero eran cosas que pasaban. Además, tuve la suerte de tener un papá muy creativo. Él inflaba las historias al momento de contarlas. Si acaso narro algo que no parezca verosímil, es culpa suya [ríe]. 

ESQ: La complicidad con tu padre es extraordinaria. ¿Siempre ha sido así?
FW: Sí. Tuvo sus vaivenes, pero mi papá es un tipo muy simpático, de gran corazón y está absolutamente loco. Yo soy la única de sus hijas que tolera todos sus malos comportamientos y berrinches. Entonces, como yo lo perdono, él me perdona. En ese territorio, en esa Franja de Gaza con banderita blanca que hemos creado entre nosotros, podemos construir una relación de mucho cariño y de complicidad.

18 minutos con Andrés Neuman

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Originalmente publicado en Esquire no. 75 (PDF aquí)

Cuando publicó su primera novela, a los 22 años, fue finalista del Premio Herralde y el escritor chileno Roberto Bolaño elogió su prosa como una de las mejores del siglo XXI. En sólo 15 años este argentino ha publicado más de 20 libros —novela, cuento, poesía y ensayo— y ahora presenta su más reciente antología poética: Vendaval de bolsillo, bajo el sello de Almadía. Este es un extracto de los minutos que pasamos con él.

> 00:43         

No quería que Vendaval de bolsillo fuera una antología tradicional en la que los poemas están organizados en orden cronológico, porque eso puede ser aburrido y disperso. Las antologías contienen tantos tonos y épocas de la vida de un autor que pueden transmitir una impresión difusa de él. Por eso decidimos estructurar este libro con una lógica interna y una narración subterránea.

> 03:35         

Uno tiende a ver la realidad en blanco y negro. La gente te pregunta: “¿Eres feliz?” como si hubiera una respuesta para ello, como si pudieras decir sí o no. Sin embargo, cuando uno está en contacto con el arte y la ficción —o en este caso, con la poesía— se crea una conciencia de lo agridulce, del contraste, del gris. Y entonces se percibe que hay una extraña belleza en lo oscuro y lo doloroso, que hay algo misteriosamente cómico en la tragedia y que hay algo terriblemente aterrador en la serenidad.

> 06:16         

Siempre que se reedita un libro mío, lo reescribo. No por arrepentimiento, sino porque un texto es un organismo vivo. ¿Quién soy yo para decir que se ha terminado? El que se terminará soy yo, porque me moriré, pero el texto no se termina nunca. Y no porque yo lo vaya a reescribir, sino porque cada vez que alguien lo lea se va a modificar.

> 06:40         

La publicación es un accidente. Uno publica para desembarazarse del texto y poder hacer algo nuevo. De otro modo, uno no saldría nunca de un texto.

> 08:15         

Cuando recibo una caja de libros míos recién publicados la tomo con precaución, con una mezcla de cariño y temor. Hojeo uno de los libros para ver si los pliegos están en desorden, pero luego lo vuelvo a cerrar y lo contemplo con un amor cauteloso, como pensando: “No me voy a acercar mucho, porque me va a morder”.

> 09:27         

Soy argentino, pero también soy español. Además de tener las dos nacionalidades, tengo raíces en ambos lugares. Como suelo decir con cierta tristeza: mi madre nació en Argentina y murió en España, y nadie razonable podría elegir entre la cuna y la tumba de su madre. Esto tiene repercusiones idiomáticas. No siento que tenga un dialecto real y uno falso, sino que tengo dos. El argentino y el ibérico me resultan igualmente naturales.

> 10:37         

Desde niño he sentido que vivo en un cuento de Cortázar, donde hay una puerta que conduce a otro lado. De puertas para adentro, vivía en Argentina —en el microclima familiar— y en cuanto se abría la puerta salía a jugar a España. Es decir, la frontera entre los dos países era solamente una puerta. Ahora siento que escribo con esa sensación, y cada vez me interesa más quedarme debajo del marco, como en los terremotos.

> 12:56         

Las estrategias que he seguido proceden de la perplejidad ante mi lengua materna. Es como si mi oreja derecha estuviera en un lugar, la izquierda en otro y mi boca tratara de unificar los intereses de ambas. Eso me costaba trabajo al principio, pero al cabo de unos años de escolaridad en España, empezó a convertirse en un mecanismo automático. Ahora ya no puedo pensar en castellano sin sospechar de mi léxico, sin someter todo lo que digo a una observación. Es decir: lo que antes era un mecanismo de supervivencia se ha convertido en una demencia inevitable.

> 14:04         

Los elogios —al menos si eres una persona con un mínimo de autocrítica y lucidez— no hacen más que asustar. Lejos de infatuarme o darme seguridad, a mí me hacen sentir miedo. Cada vez soy más inseguro y ahora tengo más miedo de publicar que cuando empecé a trabajar. En aquel entonces no tenía nada que perder. Creía que sabía escribir y estaba seguro de mí mismo porque tenía 20 años. Sin embargo, ahora me aterra defraudar a la gente.

> 15:27         

Sigo escribiendo por la misma razón por la que lo hacía a los nueve años: porque si no escribo, me quiero morir.

> 16:06         

Siempre he tratado de hacer detonar mis puentes. Es decir, trato de que mis libros no sólo no se parezcan sino que, formalmente hablando, prácticamente se opongan. La coherencia es involuntaria e inconsciente: viene de nuestros fantasmas y nuestras obsesiones. Es recurrente en nosotros, queramos o no. Es como cuando uno se enamora y dice: “No voy a cometer los errores del pasado”, y luego cae en ellos aún cuando tiene la honesta voluntad de no recaer. Con esto quiero decir que aunque los libros sean muy distintos, tus obsesiones van a abrocharlos y a tender un hilo conductor entre ellos.

> 17:54         

He tenido muchos trabajos absurdos, pero no los pongo en la solapa de mi libro porque nunca he entendido qué tiene que ver eso con mi obra literaria. Uno de esos empleos fue en una empresa de montaje de cortinas. Ahí los empleados se hacían cada vez más rápidos y eficientes por movimientos de repetición. Al principio yo ponía equis número de argollas por minuto y al cabo de seis meses ponía el doble. Sin embargo, la poesía no funciona así. La idea es que cada argolla es una idea radicalmente distinta a la anterior y, en consecuencia, tienes que averiguar para qué sirve cada una. Trato de no perder esa sensación y quizá cambiar de género literario —pasar de un poema breve a una novela— o tratar que los libros sean distintos, porque eso me ayuda a recordar que el estilo es lo contrario de la fórmula y que a veces confundimos una cosa con otra.