La magia de Adrien Brody

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Originalmente publicado en el Big Black Book, de Esquire (PDF aquí)

   Hay tres cosas que uno piensa al observar a Adrien Brody: siempre está despeinado, tiene una nariz tan grande como el Monte Everest y, por su mirada entrecerrada, pareciera que no ha dormido en días. Sin embargo, con todo y esa cara que es imposible confundir, se mueve por las pantallas, las pasarelas y los reflectores como un camaleón. En traje de luces, con el pelo echado hacia atrás bajo la montera, fue un gran Manolete (A Matador’s Mistress, 2008). Con un bigotito alineado en diagonal y acento español logró una interpretación soberbia de Salvador Dalí (Midnight in Paris, 2011). Vestido a la usanza de los años treinta encarnó al detective que investigó la controversial muerte de George Reeves —el primer Superman— en Hollywoodland (2006).

     Cuando Brody cumplió 29 se convirtió en el actor más joven en ganar un Oscar. En la película que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2002 dio vida a un judío polaco que logra escapar de la muerte, pero no de los desastres de la guerra. The Pianist fue la prueba irrefutable de su talento: con su figura alargada y escurrida —como pintura de El Greco— caminó por calles muertas y se sentó frente a un piano viejo para conseguir la gloria que un puñado de actores logra a los cuarenta o cincuenta años.

     Hace poco volvió al cine con The Grand Budapest Hotel, del director con el que antes trabajó en The Darjeeling Limited (2007) y Fantastic Mr. Fox (2009). Su participación en la nueva cinta de Wes Anderson fue breve pero memorable: un villano (despeinado, claro) con bigotes de loco que desconfía de la veracidad de la última voluntad de su recién fallecida madre. Brody dice que lo que más disfrutó de la cinta —además de los vodkas polacos que pudo beber en las noches de descanso del rodaje— fue interpretar a un tipo en busca de venganza: “Un villano implica libertad, porque te permite hacer todo lo que en la vida real no harías”. El cine, como la magia, se nutre del ilusionismo.

     Brody no empezó su carrera como actor, sino como un mago que se hacía llamar The Amazing Adrien. Hoy cuenta que esa faceta de su vida fue el puente entre la niñez y la adolescencia, pero también lo motivó a dedicarse a la actuación. Actuar es hacer magia, es perfeccionar la habilidad de transformar un truco genérico —cuyas bases se leen en un manual o un guión— y apropiarse de él. En unos meses, el neoyorquino volverá a vestirse de mago: aparecerá en televisión para encarnar a Harry Houdini, una de las figuras que más admira en el arte del ilusionismo y quien lo inspiró a llegar hasta donde está hoy.

ESQUIRE: Has trabajado en películas icónicas, pero tus interpretaciones no se han estereotipado. ¿Cómo te renuevas en cada papel?

ADRIEN BRODY: La belleza de ser actor es que puedes jugar y experimentar muchas vidas distintas. Lo que trato de hacer es encontrar personajes que sean muy diferentes entre sí, que puedan hablarme en distintos niveles. He hecho una elección consciente de no repetir aquello que me hace sentir cómodo: la emoción proviene del descubrimiento. Eso es lo que más amo de mi trabajo.

ESQ: ¿Qué tan difícil es conectarte con un personaje antes de filmar y qué tan complejo es dejarlo ir cuando termina el rodaje?

AB: Depende del personaje y de lo que éste requiera de mí. Hay papeles que son relativamente fáciles de habitar y comprender. Por lo mismo, es fácil desecharlos. Sin embargo, hay otros que no. Quizá sea por algunas de sus cualidades, pero se vuelve complicado interiorizarlos y, aunque no sean tan deseables como quisieras, tienes que hacerlos parte de ti durante un tiempo. Es un proceso muy complicado. Tienes que fundirte con el personaje tanto como puedas. A mí me ayuda evitar que pase mucho tiempo entre una película y otra. Es decir, hacer dos filmes relativamente pronto me obliga a salir de un papel y meterme a otro. Pero por ejemplo, cuando terminé The Pianist, pasé casi un año atormentado por esa experiencia. Me sentía triste a un nivel muy profundo, aun cuando en la película hay elementos de esperanza y el personaje triunfa. El entendimiento y la conciencia que tuve de ese sufrimiento se quedó conmigo muy adentro. Fue casi imposible deshacerme de él.

ESQ: Te hemos visto en pantalla por más de dos décadas. ¿Tu pasión por la actuación se ha transformado con el tiempo?

AB: Nada se mantiene igual, ¿sabes? La vida es cambio y, con suerte, crecimiento. Decir que algo permanece no es realista; cambiamos constantemente. Yo empecé a actuar casi cuando acababa de convertirme en un adolescente y ahora soy un hombre. Mi entendimiento del mundo es muy diferente al que tenía entonces. Sin embargo, el arte de la actuación me sigue apasionando. Aún espero encontrar algo que me llame de un modo especial y, a pesar de tanta exploración de personajes ficticios, he ganado mucho conocimiento no sólo de mí mismo, sino de otras personas. He conseguido mayor empatía con aquello que jamás hubiera logrado comprender si mi trabajo no fuera ponerme en los zapatos de otras personas.

ESQ: En Midnight in Paris fuiste Salvador Dalí. Si pudieras viajar al pasado, ¿adónde sería?

AB: Desafortunadamente aún no podemos hacer eso [ríe] y lo que la película nos enseña es que, por mucho que glorifiquemos una época, nada es lo que imaginamos. Hay todo tipo de problemas con los que tendríamos que lidiar y, si fuéramos de ese periodo, quizás querríamos ser de otro. Independientemente de esto, el fin de los años sesenta me resulta fascinante, especialmente en Estados Unidos. Primero porque no había ninguna enfermedad aparente, así que la gente era mucho más libre. Además amo los coches y los más increíbles que se han producido en la historia de ese país fueron de finales de esta década y principios de los setenta. La cinematografía de aquella época también era de alto nivel. Estaba Marlon Brando y después aparecieron Robert De Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman y otros grandes actores y directores, como Martin Scorsese.

ESQ: Has trabajado varias veces con Wes Anderson. ¿Es cierto que cuando filmaron The Darjeeling Limited te estrellaste con una vaca en la India?

AB: [Suelta una carcajada] Sí. Cuando filmamos The Grand Budapest Hotel también la pasamos muy bien. Lo más grandioso de Wes es que tiene un sentido de comunidad y es un ser humano fascinante, que se rodea de personas muy creativas. Fue maravilloso. Todas las noches cenamos juntos. La mayor parte de las experiencias durante un rodaje no son así. Estuvimos en la frontera de Alemania y Polonia, así que podíamos cruzar un puente caminando para beber un vaso de vodka polaco y luego regresar. Estaba nevando y todo parecía el País de las Maravillas. Y bueno, The Darjeeling Limited fue increíble.
Viví cosas extraordinarias en India… además de haberme estampado con la vaca [ríe]. No me lastimé, pero me resulta muy cómico porque fue algo muy peligroso y potencialmente mortal. Sin embargo, mientras estaba sucediendo —yo iba manejando una moto— me pregunté: “¿Así va a terminar todo? ¿En serio?”. ¡Lo pensé en ese momento! Por eso aprecio tanto esa experiencia.

ESQ: Hablando un poco de moda, ¿cuál es tu definición de estilo?

AB: El estilo es una extensión de uno mismo. No toda la gente siente que puede relacionarse con él, pero sólo es una manera de expresar las influencias que tenemos en ciertos periodos de nuestra vida. Sirve para reflejar cómo nos sentimos y es único para cada individuo. El estilo es muy diferente a la moda, que creo que tiene que ver con la ambición.

ESQ: ¿Qué tanto te importa la moda en la vida cotidiana, cuando no estás en una alfombra roja o un evento de prensa?

AB: Depende, tengo varias etapas. Aprecio mucho la ropa que me hace sentir bien. Hay algo maravilloso en vestirse bien y ser elegante, pero además me gusta ser casual. Creo que cuando no estoy trabajando ni necesito ir a un evento donde tenga cierta responsabilidad, me gusta ser muy natural y relajarme. Eso no quiere decir que no me puedo arreglar y decidir usar un buen traje para salir a cenar, pero regularmente uso jeans, una sudadera y una gorra que me haga sentir cómodo. El estilo es algo personal.

ESQ: ¿Te gustan los relojes? ¿Alguna marca en particular?

AB: Sí, me gustan mucho. Tengo un aprecio particular por mi Bulgari Octo. Tengo una amistad con la marca y realmente aprecio mucho la estética de ese reloj por su simplicidad. Es una pieza muy bella, que es muy masculina pero sin ser presuntuosa.

ESQ: Pronto te veremos en Houdini y sé que fuiste mago antes de convertirte en actor. ¿Podrías hablar más de esa época?

AB: Houdini será una miniserie que estará al aire durante dos noches del fin de semana de Laboy Day [septiembre, en Estados Unidos]. Es el retrato más profundo y detallado que se ha hecho de la vida del escapista y mago Harry Houdini. Fue un ser humano extraordinario y la persona más determinada que te puedas imaginar. Era implacable, apasionado y nunca se daba por vencido. Superó obstáculos tremendos y escapó a la pobreza, al hecho de ser inmigrante en Estados Unidos y se convirtió en el artista más grande y emblemático en los escenarios del cambio de siglo (entre el xix y el xx). Hizo todo eso por mera voluntad, inteligencia y determinación. Me parece que todas sus acciones son admirables, aun en nuestros días. Además fue una gran influencia en mi vida: cuando era niño me gustaba la magia y, obviamente, estaba muy impresionado con él y todos los misterios que lo rodeaban. Luego supe quién era y me enteré de todo lo que tuvo que pasar para convertirse en Houdini. La magia básicamente fue mi entrada a la actuación: desde la adolescencia sentí que algo me faltaba, sabía que quería hacer algo que me afectara a un nivel más personal y profundo. Hacer magia es crear una interpretación, convertir un truco en algo tuyo. Un mago hace lo mismo que un actor: se adueña de un papel. Puedes aprender un truco de una caja, pero tienes que aprender a contar la historia de un modo único, como nadie más podría.

Foto: Markus Ziegler, para Esquire

El legado de Nacho

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Originalmente publicado en Esquire no. 67 (PDF aquí)

     A los 19 años, Ignacio Padilla abordó un avión de dos motores —como Don Quijote sobre el lomo de su caballo, Rocinante— para volar hacia Mbabane, la capital de un reino donde las familias entregaban a sus hijos a hechiceros para realizar rituales y los soldados del rey no conocían la guerra. Eran mediados de los años 80 y el joven escritor dejó México para estudiar el último año de preparatoria en Suazilandia, un país del sur de África que ni las monografías de National Geographic describían con precisión. Para sus padres —como para el consulado que tramitó su visa— no quedaba claro por qué quería viajar a la nación más pequeña del África continental.

     Ésa parece ser una constante: donde algunos ven una excentricidad (y otros no ven nada), él advierte un misterio y se obsesiona como un naturalista con el eslabón perdido. En La vida íntima de los encendedores (2009), dedicó casi 200 páginas a reflexionar sobre el simbolismo de un objeto cuya función no pareciera ser más que la de encender un vil cigarro. Falso. “Mudan constantemente de formato, fallan cuando menos lo esperamos, se reproducen con un entusiasmo digno de mejores causas. Diríase incluso que se desplazan: apenas ayer yacían impasibles sobre el buró y hoy se encuentran en un abrigo que no recordamos haber usado desde que Napoleón era artillero”, escribe tras detenerse a mirar la cotidianidad con lupa. El legado de los monstruos, su libro más reciente, es un tratado sobre el miedo. Padilla empezó a escribirlo tras reflexionar sobre las similitudes entre los monstruos del imaginario humano. En todas las culturas hay un temor a la madre secuestradora —de ahí La Llorona y sus equivalentes— y a la posibilidad de ser devorados por hombres lobo o zombies. ¿Cómo explicar, entonces, que las adolescentes de hoy se vuelvan locas con los vampiros de Twilight (2008)? “Todo miedo es un deseo”, dice el autor, y por eso nuestros miedos son el motor de la historia. De las páginas de Drácula (1897) a las secuencias de acción de World War Z (2013), queda demostrado que —al menos en la ficción— disfrutamos confrontarnos con los rostros de la muerte.

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     Nacho se inició en la transgresión desde la infancia. Al igual que el ingenioso hidalgo de La Mancha, encontró la semilla de sus inquietudes en la lectura. Sus padres le contaban cuentos antes de dormir y él escuchaba con asombro. Todo niño posee un súperpoder que se pierde en la vida adulta: creer que un personaje no es la invención de un autor, sino un individuo autónomo. Cuando Padilla descubrió que detrás de El Conde de Montecristo estaba la pluma de Alejandro Dumas, decidió convertirse en escritor. A partir de entonces, trabajaría para despertar en otros los horrores y pasiones que los textos que sus padres le leían por las noches produjeron en él.

     Sus primeros escritos fueron fábulas sui géneris: como no le gustaban los finales tradicionales —“porque son lo que los adultos quieren, no lo que un niño espera”—, los reinterpretaba. Luego incursionó en el oficio de copista: “Uno empieza imitando. Como el estudiante de pintura que lleva su caballete al Museo del Prado para copiar Las Meninas, de Velázquez, un escritor debe copiar a los autores entrañables. Es la única manera de entenderlos plenamente”. Las primeras novelas de Nacho fueron volúmenes de tres o cuatro capítulos inspirados en Julio Verne, el autor de La vuelta al mundo en ochenta días. A casi cuatro décadas de haber redactado esos textos, Padilla imparte talleres de lo que llama “plagio y confección de estilo”. En ellos invita a sus alumnos a escribir a la manera de Juan Rulfo o Jorge Luis Borges, para después enseñarlos a detectar dónde están sus vicios y a leer mejor a esos autores.

     Tras su retorno de Suazilandia, a Nacho siguieron inquietándole los extremos. Estudió Comunicación en la Ibero (no Letras en la UNAM), aceptó ser director editorial de Playboy México (porque no considera que el periodismo se oponga a la literatura) y con cinco de sus cómplices —Jorge Volpi entre ellos— publicó el Manifiesto del Crack, que provocó molestia en ciertos ámbitos literarios mexicanos de los noventa. “Surgió a partir de las inquietudes de un grupo de amigos cuyas novelas no respondían a lo que el mercado pedía. No hacíamos Realismo Mágico. Fueron obras influidas por Víctor Hugo y James Joyce en un mundo en el que se vendían libros del tipo de Como agua para chocolate”, recuerda. El manifiesto fue cuestionado en México, pero cuando en otros países lo aplaudieron, a sus críticos no les quedó más que aceptar que Laura Esquivel no era el modelo literario por excelencia ni todas las obras debían situarse en Comala o Macondo.

     Las obsesiones de Padilla han sobrevivido al paso del tiempo: se convirtió en cervantista poco después de abrir El Quijote por primera vez, hace casi dos décadas, y hoy ríe al confesar que seguro lo ha leído cien veces. Las huellas de sus pasiones cuelgan en las paredes de los espacios donde trabaja. En su oficina de la Ibero, donde da clases, hay rastros del maestro de Sancho Panza y se manifiesta uno de sus mayores miedos: el Infierno. Ahí, junto a su Enciclopedia cervantina, ballets, teleseries y tesis inspiradas en El Quijote, se despliega uno de los cantos que Dante Alighieri redactó en el siglo XIII. A nadie le gusta pensar en la muerte, en los demonios o en el castigo eterno, pero Nacho dice que siempre ha escrito sobre sus miedos. Los observa, aunque le despierten inconformidad o asombro, y reflexiona sobre ellos. Como el caballero andante que tanto le apasiona, se ha convertido en un experto en explorar territorios que —como Suazilandia— no todos se detienen a mirar.

Fotos: EFE/Paco Campos/Cortesía

Originalmente publicado en Esquite LationaBasLetrasNachoPadillamérica.

Este soy yo: Hugo Arrevillaga

 ESY HUGO ARREVILLAGA

Originalmente publicado en Esquire no. 66 (PDF aquí)

  • He optado por elegir historias que realmente golpeen la conciencia del espectador, que no sean nada más un discurso para entretener a la gente. El teatro, por lo menos el que yo hago, no tiene la finalidad de que cuando salgas de la obra sólo digas “¿Pizza o tacos?”, sino “¿Quién soy? ¿Por qué estoy haciendo esto? ¿De qué manera he lidiado con la pérdida o el amor?”.
  • Antes te gustaba la lluvia, mi más reciente obra, es muy contundente. Narra la historia de una pareja que pierde a un hijo en un accidente. Por un lado está la madre [Arcelia Ramírez], que durante años ha tenido que enfrentar su dolor, y por el otro está el padre [Juan Manuel Bernal], que sufre profundamente pero a la vez ha logrado desapegarse, quizá por cuestión de género.
  • La pérdida te obliga a revisar tu identidad. Es como si te amputaran una parte del cuerpo y de pronto no pudieras entender quién eres. Así de fuerte es la vida.
  • Mi proceso de selección de una nueva obra es muy intuitivo. Trato de no forzar nada. En el caso de Antes te gustaba la lluvia, tuve la fortuna de que las productoras la pusieran en mis manos. Mientras la leía, sentía un veneno que recorría mi lectura y al final se convirtió en una especie de antídoto que fortalece y da otra perspectiva de la pérdida. Yo, como los personajes, también he sufrido pérdidas de personas muy queridas.
  • La conformación de la identidad de los seres humanos es un enigma para mí, un misterio detrás del cual siempre salgo corriendo como artista.
  • Inicié mi carrera estudiando Comercio Internacional y Economía en el Tecnológico de Monterrey, pero me quedé en séptimo semestre porque siempre había tenido el impulso de ser actor. En la universidad había unos talleres de teatro y desde mi primer contacto con el escenario entendí perfectamente que mi lugar era ése, que todo lo que yo había soñado se concretaba arriba de él.
  • Dejé Monterrey y me vine a estudiar al Centro Universitario de Teatro de la unam, pero antes tuve que negociar con mis padres. Les dije que esa escuela era muy especial, pues audicionaban 300 personas y sólo se quedaban 15. Les pedí que me dieran la oportunidad de hacer el experimento. Lo hice y me quedé. Ellos se sorprendieron mucho y se convencieron de que ése era mi camino.
  • Cuando terminé la carrera trabajé como actor un buen tiempo. Pero desde antes de egresar ya me había dado cuenta de que mi perspectiva artística no sólo se concentraba en un personaje, sino que quería establecer un discurso personal.
  • La primera vez que tuve la necesidad de montar un texto, una dramaturgia, fue Canción para un cumpleaños, obra basada en la vida de la escritora estadounidense Sylvia Plath.
  • Formé una compañía con otros actores y actrices que egresaron por aquella época: Tapioca Inn. Con ellos emprendí toda una trayectoria y juntos trabajamos para completar la tetralogía La sangre de las promesas, de Wajdi Mouawad: Incendios, Litoral, Bosques y Cielos.
  • Siempre he creído que mi formación me ha permitido saber qué es lo que un actor puede hacer —o no— en una escena. En esto he basado el diálogo que he establecido con mis actores. Más allá de darles una orden, trato de ofrecerles un aliento: basta con susurrar una posibilidad al oído para que un actor empiece a desarrollar su personaje. Esto también posee un espíritu lúdico, un espíritu infantil que todos teníamos cuando éramos niños y bastaba para detonar una historia.
  • A pesar de que soy actor, hoy en día me relaciono con las obras desde la perspectiva de la dirección. Cuando actúo es únicamente porque alguien me invita, pero al leer un nuevo texto siempre me pregunto hacia dónde puedo llevarlo y qué es lo que le puedo aportar.
  • Ser director me da la oportunidad de conocer la perspectiva de cada uno de los personajes de una obra. Si trabajo con 50 actores, trato de ver la historia con 50 pares de ojos distintos. Si no estuviera a cargo de la dirección, sólo vería la trama con mis propios ojos, y sé que eso me limitaría.
  • Lo que sucedió con Incendios (2012) fue increíble. Fue muy hermoso ver que la gente tenía tal necesidad de verla que se formaba desde las 7 a.m. en la taquilla, a pesar de que la función iniciaba a las 8 p.m. Los boletos volaban. Eso me conmovía mucho, me hacía sentirme realmente útil en la sociedad.
  • Cuando Enrique iv —la obra que hice con la Compañía Nacional de Teatro— viajó hasta el mítico [teatro] The Globe, en Londres, fue formidable ver cómo el público inglés observaba una obra que Shakespeare escribió para hablar de la conformación de la identidad de un país. Lo raro de la escena es que la estaban representando mexicanos que, aparentemente, no tenían nada que ver con el asunto pero que, a final de cuentas, demostraron tener un punto de vista similar. 

Foto: Alessandro Bo

Ingleses embotellados

Downton Abbey Series 3

[Esquire no. 66]

Hace algunos meses, durante un desayuno ofrecido por la universidad en la que trabaja, mi marido conoció a una académica que decía detestar la televisión. «Ni siquiera tengo tele en mi casa». «¿No ves nada? ¿Ni Breaking Bad?». La profesora no sólo era fanática de Walter White y los Pollos Hermanos, sino que con religiosidad pasaba sus noches observando series en Netflix desde su iPad.

Hoy decir “televisión” ya no es lo mismo que decir “televisor”. Gracias a las plataformas de transmisión que hoy están disponibles a bajo costo, “ver la tele” ya no implica sentarse frente a un armatoste que sólo transmite programación nacional. Hoy las cadenas de todo el mundo ponen a sus creativos a romperse la cabeza para idear un producto comercial tan atractivo como para que la gente pague por verlo. HBO domina el tema con maestría: Game of Thrones es una de las series más caras de la industria y, aunque el costo de una temporada rebasa los 50 millones de dólares, la cadena recupera la inversión a través de las suscripciones de quienes contratan hbo para seguir la serie.

Los británicos también son maestros de la televisión. Hace 50 años, la BBC lanzó un producto que hoy ostenta un récord Guinness: la serie de ciencia ficción de mayor duración en el mundo. Si hoy alguien quisiera ponerse al corriente con los 807 episodios de Dr. Who, tendría que pasar 14 días viendo la tele —o su iPad— sin interrupciones.

En años recientes, la cadena lanzó dos bombas al mercado: Sherlock (2011), que ofrece sólo tres capítulos de hora y media por temporada, y Downton Abbey (2010), que no rebasa los ocho episodios al año. La primera catapultó a Benedict Cumberbatch como uno de los nuevos héroes de Hollywood: su papel como el detective más famoso de la historia lo puso en la mira y, a la fecha, ha trabajado con J.J. Abrams (Star Trek Into Darkness, 2013) y Peter Jackson (The Hobbit: There and Back Again, 2014). La segunda es una máquina del tiempo, un ojo en la cerradura para espiar la vida doméstica de Inglaterra a principios del siglo XX.

Downton Abbey parece una película porque se produce con la meticulosidad del cine. En México suelen grabarse los 45 minutos que dura un capítulo de telenovela en un solo día. En Inglaterra, en cambio, no se graban más de cuatro minutos durante una jornada de 10 horas de trabajo. Por eso, para concluir la producción de los más de 500 minutos de cada temporada, la producción trabaja 24 semanas al año, seis días a la semana.

La historia de Downton Abbey inicia con el hundimiento del Titanic. El 14 de abril de 1912 una familia aristócrata del Reino Unido despierta con la noticia de que en el naufragio murió el prometido de Lady Mary (Michelle Dockery), la hija mayor de los Crawley, dueños de la abadía. Entre los conflictos subsecuentes de la serie —salvar su hogar y sobrevivir a la Primera Guerra Mundial—, lo más destacado es el retrato de la sociedad británica de esa época. La trama se vuelve fascinante porque no sólo gira en torno a la gente rica, sino a la servidumbre: es una historia que integra el punto de vista de quienes antes del boom de esta serie rara vez habían tenido voz en los medios de comunicación.

El mes pasado 10.2 millones de estadounidenses sintonizaron el primer capítulo de la nueva entrega de Downton Abbey. Durante la visita que realizó a México como invitado del IMCINE el productor de la cuarta temporada, Rupert Ryle-Hodges, nos habló de la serie.

ESQUIRE: ¿Cuáles son los retos y las ventajas de producir un drama histórico para televisión?

RUPERT RYLE-HODGES: Para los televidentes es una oportunidad de ver la historia y el pasado, el modo en que la gente pudo haberse comportado. Es interesante ver cómo las series pueden hacer referencia al tiempo presente para pensar si hemos mejorado o si hemos hecho las cosas mal. Asimismo, hacer una serie como Downton Abbey atrae a visitantes al país. Inglaterra ya no es como en la serie, pero de cualquier modo conservamos costumbres que aún consideramos reales y respetamos.

ESQ: ¿Qué tan precisos hay que ser con la historia y cuánto se puede jugar con la ficción?

RRH: Un drama histórico conlleva la responsabilidad de no engañar al público con respecto a lo que ocurre. El nombre que le pongas a tu serie funciona como la etiqueta de cualquier producto. Por ejemplo, si se llama La revolución en México, debes hacer un recuento verdadero de los hechos. Si la llamas de otra manera, y enuncias algo que realmente no existió, entonces es ficción y puedes hacer lo que quieras. Esto es un reto tanto para los escritores como para los actores, pues deben situarse en la mente de los personajes. Incluso si no todos los detalles son verdaderos, hay que moldear a los personajes para que todo sea justo y balanceado.

ESQ: ¿Cuál es el reto para que un drama histórico como Downton Abbey mantenga su éxito?

RRH: No puede funcionar a menos que el elenco se sienta feliz y cómodo, así que la producción se esfuerza mucho para permitir que los actores puedan trabajar en otras cosas. El rodaje de Downton dura 24 semanas, pero eso permite que el cast tenga más de la mitad del año libre para trabajar en lo que quiera. Además es importante que el guión se mantenga fresco. Julian Fellowes, el creador y productor ejecutivo, escribe todo. Es importante que él tenga el tiempo para escribir las historias que la gente quiere ver.

ESQ: En su conferencia del imcine dijo que Downton Abbey es como tener Inglaterra embotellada. ¿Por qué pensó en esta analogía?

RRH: Esto se me ocurrió mientras estaba camino a México, porque cuando uno viaja siempre espera llevarse lo más posible de ese país. Parte del éxito de Downton Abbey es que permite que la gente observe una versión de Inglaterra. Eso es tan interesante como entretenido. Pueden compararlo con su propio país, gente y principios. Lo que estaba tratando de decir es que Downton Abbey está embotellada —en un dvd o bd— y aunque no te puedo decir que sucede lo mismo en toda Inglaterra —porque estamos hablando de una serie creada como entretenimiento—, para un extranjero sí es lo más cercano que estará de conocer el país en los años veinte.  

Un triste olor a muerte

 Zusak

Originalmente publicado en Esquire no. 65 (PDF aquí)

Se escapa la tranquilidad al leer una novela narrada por la muerte. Se escapa la ansiedad de saber que una novela narrada por la muerte sólo puede terminar en muerte. Se escapa la pena de pasar 550 páginas hundiendo las narices en la vida de personajes encantadores pero que, con todo y su encanto, sabemos que podrían morir.

The Book Thief se publicó en 2005 y ha ganado al menos 10 premios importantes, como el Publishers Weekly Best Children’s Book of the Year en 2006. Desde que salió a la venta fue un fenómeno y estuvo 375 semanas en la lista de best sellers de The New York Times. Ha recobrado importancia tras el éxito que tuvo hace unas semanas la cinta del mismo nombre.

Aunque una adaptación para cine sea muy buena y aprehenda la esencia de la novela, es muy complicado que logre reproducir todos los detalles, todas las descripciones. Por eso vale la pena leer The Book Thief aun tras haber visto la película, porque la minuciosidad de la prosa de Markus Zusak permite generar una experiencia distinta a la cinematográfica. Nos sentamos con el australiano para que nos hablara de esta enternecedora novela.

ESQUIRE: Cuando empezaste a escribir, ¿imaginaste que The Book Thief sería tan exitosa?

MARKUS ZUSAK: Al contrario, pensé que sería el menos exitoso de mis libros. Imaginaba que si a alguien le gustaba, lo recomendaría a sus amigos, pero ¿qué les diría?: “Trata de la Alemania nazi, está narrado por la muerte y al final casi todos mueren. Tiene casi 600 páginas, pero te encantará” [ríe]. No puedes imaginar que a alguien le interese leer eso, pero su éxito comprobó que no sé nada de la industria editorial. Sin embargo, creo que el hecho de que pensara que fracasaría fue lo que me liberó y me permitió tomar los riesgos que tomé. Fue como escribir para mí mismo, y creo que la gente lo percibió.

ESQ: Tus padres vivieron la Segunda Guerra Mundial en carne propia. ¿Qué influencia tuvo eso en la novela?

MZ: Crecí en Sídney y jugaba cricket bajo el sol, pero mis padres me hablaban acerca de su origen. Jamás me dijeron “este es el lugar del que provienes”, sino que me contaban historias. Mi madre, por ejemplo, decía que el cielo estaba cubierto de fuego y que tenía que colgar la bandera nazi en su ventana cuando Hitler cumplía años mientras escuchaba a sus padres discutir al respecto. Mi padre debía unirse a las juventudes hitlerianas, pero como no quería, se iba a un río a lanzar piedras al agua y cuando regresaba a casa sus padres le preguntaban “¿cómo te fue?”. Él mentía y decía que bien. Las historias que escuché no son las que observas en cualquier documental de la Alemania nazi. Así nació The Book Thief.

ESQ: ¿Qué tanto te preocupó que la gente que vio la película se fuera con una idea similar a la que buscaste transmitir con el libro?

MZ: Es curioso, pero no pienso mucho en eso. Lo que me llevo de esta experiencia es una película que celebra los libros y la idea de que estamos hechos de muchas cosas, pero sobre todo de historias. Los relatos que leemos, que escribimos y que nos gustan realmente tienen que estar inspirados en nuestras vidas. Lo que más me gustó de la adaptación es que recoge esta idea de manera central.

Una novela para conversar

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Originalmente publicado en Esquire no. 65 (PDF aquí)

En Los gatos pardos se relata tres veces una misma noche de verano, pero se mira con tres pares de ojos distintos, los de Jacinto, María y Ginés. Las vidas de este trío —un guardaespaldas, una quinceañera y un tipo retraído— se entretejen en Murcia, España, y se revelan a través del habla: en la nueva novela de Ginés Sánchez, los personajes conversan sin descanso —entre ellos o con el lector— y empapan la trama de un ambiente vertiginoso y amenazante. Sea durante una fiesta o una escena de seducción a puerta cerrada, se respira tensión. Con esta obra —apenas la segunda de su trayectoria— el murciano obtuvo el 9º premio Tusquets de Novela, que antes fue ganado por escritores como Evelio Rosero, Élmer Mendoza, Sergio Olguín, Rafael Reig y Fernando Aramburu. En la siguiente conversación, Sánchez revela cómo concibió este libro, su técnica de escritura y su opinión sobre el estado actual de la literatura española.

ESQUIRE: En la novela hay tres historias entrelazadas. ¿Nacieron así o las concebiste por separado?

GINÉS SÁNCHEZ: Por separado. Eran tres narraciones independientes que fueron pensadas como una especie de divertimento. Todo inició cuando me puse a pensar en los personajes. Después se fue armando la historia de cada uno, y posteriormente llegó el momento en que decidí escribir una novela para relacionarlos y conectarlos. En general, los personajes siempre estuvieron delimitados, pero cuando me senté a escribirla no sabía dónde iba a terminar.

ESQ: Pareciera que se lee un mosaico de conversaciones, ¿por qué elegiste esta manera de narrar?

GS: Me interesaba que los personajes se explicasen a sí mismos, que yo no tuviera que intervenir para nada, sino sólo ser una especie de cámara que los va siguiendo. Quise usar el recurso de la reflexión lo menos posible. Pienso que hay que hacerlo así porque, de lo contrario, la novela decae.

ESQ: ¿Qué tan difícil es crear diálogos que se sientan naturales sin perder la formalidad literaria?

GS: Es algo con lo que he experimentado desde hace algún tiempo. También entiendo que cuando en la novela se reproducen conversaciones tal cual son, pueden perder sentido y no aportar nada. Sobre todo, se trata de involucrar la acción en el diálogo. Cuando me siento a escribir, después suelo darme cuenta de que hay cosas que no sirven. Entonces hay que condensar todas las frases y así, poco a poco, armar toda la obra.

ESQ: ¿Por qué importa la descripción física de un personaje?

GS: Porque revela algo de su personalidad. Es decir, como escritor eliges darle determinadas cualidades porque ya tienes previsto cómo será su carácter. En el físico hay mucho más que ver. Está, por ejemplo, la manera de mirar, la posición de los ojos y el tono de voz al hablar.

ESQ: Los novelistas cada vez intentan incorporar nuevas técnicas de narración. ¿Cómo describirías el panorama de las letras en general?

GS: Pienso que se están abriendo nuevas puertas. Percibo que hay gente que está empezando a soltarse —sobre todo en España— de esa especie de corsé que te limitaba a hacer las cosas siempre de la misma manera, con una estructura hecha y una manera de escribir oficial. Todo el mundo, al final, estaba formando parte del mismo patrón. Pero últimamente he visto gente que está empezando a hacer cosas distintas y pienso que eso a la novela le viene muy bien. Creo que durante un tiempo ha habido un cierto miedo y comodidad, pero poco a poco eso se va sacudiendo y es una muy buena noticia. 

El nuevo RoboCop

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Originalmente publicado en Esquire no. 65 (PDF aquí)

En 1997, una supercomputadora venció a Garry Kasparov, Gran Maestro de ajedrez. “No jugaba como una máquina, sino como el mejor ajedrecista del mundo”, dijo el ruso cuando Deep Blue dejó de ser un mero dispositivo tecnológico para convertirse en el rival que lo derrotó en público.
El miedo a que nuestras propias creaciones nos aniquilen comenzó en la ficción, pero a más de medio siglo de que el legendario escritor Isaac Asimov enunciara las tres leyes de la robótica para contener el potencial destructivo de un androide, la red arroja más de seis millones de resultados al googlear el concepto “robot apocalypse”.

A fines de los ochenta y principios de los noventa, el cine concibió nuevos escenarios para superar el temor a la rebelión de las máquinas. RoboCop (1987), de Paul Verhoeven, y Terminator 2: Judgment Day (1991), de James Cameron, no sólo garantizaban que la tecnología no nos destruiría, sino que nuestra única esperanza para sobrevivir estaría en manos de un robot. En ambos casos, el cyborg defiende al ser humano de la corporación y es un antihéroe —como Batman— dispuesto a desafiar lo socialmente aceptado para alcanzar un bien mayor. Mientras que la cinta de Cameron retrata a un robot humanoide que viaja al pasado para salvar al hombre capaz de destruir el sistema que amenaza a la civilización, la película de Verhoeven reivindica las virtudes de la robótica.

Cuando RoboCop llegó al cine, más de un académico destacó los argumentos sociales y filosóficos de la trama. En ésta, una mega corporación privatiza la fuerza policiaca de Detroit para imponer un nuevo orden a través de robots que controlen las calles. De este modo nace el Proyecto RoboCop, que se concreta cuando el agente Alex Murphy —un agente asesinado por delincuentes— es resucitado y transformado en una criatura mitad humana y mitad máquina. La sociedad que encara el nuevo policía va decayendo a medida que aumenta la violencia y la corrupción. Aunque Murphy pierde la memoria al transformarse en androide, persigue la justicia al grado de confrontar a sus creadores (como la criatura de Mary Shelley al doctor Frankenstein), quienes de inicio propiciaron la descomposición social.

Este mes, la historia se reescribe con la dirección del brasileño José Padilha —Elite Squad (2007)— y la interpretación de Joel Kinnaman —The Killing (2011)—como RoboCop. El gran Michael Keaton, quien personifica al director de la corporación a cargo del proyecto, da más detalles sobre la película.

ESQUIRE: ¿Qué fue lo que más te atrajo de esta cinta?

MICHAEL KEATON: Aunque escucharás otros comentarios acerca del elenco y el equipo, el principal atractivo para mí fue trabajar con el director José Padilha. ¡Es maravilloso! Creo que me encontraba en mi rancho cuando me llamó para convencerme. Después de hablar con él varias veces pensé que, si era capaz de hacer la mitad de lo que planeaba, resultaría una película inteligente y entretenida.

ESQ: ¿De qué modo decidiste aproximarte al papel de Raymond Sellars, el director de OmniCorp?

MK: No creía que debía ser el típico villano que se frota las manos y desea dominar el mundo. Deseaba evitar ese cliché y José, que considero el director más inteligente con el que he trabajado, se aseguró de que esto no ocurriera. Desde que recibí el guión me pareció que era un personaje muy interesante. No creo que fuera del todo malo ni que el dinero fuera lo más importante para él.

ESQ: Entonces, ¿cuáles dirías que son las motivaciones de tu personaje?

MK: Raymond Sellars es un gran pensador. Está convencido de que el enfoque robótico beneficiaría la aplicación de la ley y el orden. Quizá defendería que hay una razón moral para hacerlo. Creo que busca convertirse en un innovador y tiene curiosidad sobre las cosas que pueden cambiar el mundo. Y, bueno, gran parte de esto también obedece a su ego.

ESQ: ¿Realizaste alguna investigación previa a la interpretación de este papel?

MK: Sí, además de lo que estaba en el guión, hablé con diferentes científicos y expertos en robótica, como Hugh Herr, del Massachusetts Institute of Technology (mit). Me interesó conocer más acerca de lo que sucede hoy en día y las implicaciones morales que esto tiene. Me intriga saber hacia dónde se dirige todo. Tras pasar un tiempo con ellos, me di cuenta de que trabajan en cosas increíbles para ayudar a las personas cuando lo necesitan. Por ejemplo, han creado brazos y piernas artificiales.

ESQ: ¿Concides con los actores que dicen que es más divertido interpretar a un villano?

MK: Sí, lo que sucede es que estos personajes suelen tener más matices. Supongo que esto ya se ha convertido en un cliché.

ESQ: ¿Viste la versión original de RoboCop?

MK: No, pero hace poco leí una entrevista en la que un tipo comentó que vio la película original otra vez y la apreció más debido a que pudo percibir su tono satírico. En pocas palabras, que no se trató en absoluto de una película tonta.

ESQ: Joel Kinnaman interpreta a RoboCop y Gary Oldman al Dr. Dennett Norton. ¿Qué nos puedes decir sobre ellos?

MK: Joel es un actor estupendo y un hombre inteligente. Trabajar con Gary Oldman fue grandioso. A los dos nos emocionó formar parte de esta película, lo cual debo admitir que fue halagador para mí.

ESQ: Tras tantos años de carrera, ¿cómo eliges las películas en las que vas a trabajar?

MK: Hay varios criterios, pero en general busco trabajar con directores realmente buenos —como José—, lo que no es fácil porque hacen pocas películas. Hablando en general, ahora tengo más interés en actuar del que tuve en mucho tiempo.

ESQ: ¿Cómo describirías esta nueva versión de RoboCop? Sobre todo para quien no conoce la historia…
MK: Es una película de acción acerca de un hombre muy reflexivo. Ofrece un enfoque inteligente de los temas que aborda y resultó ser una cinta increíble.

ESQ: Ya experimentaste la presión de vestir un traje como el de Batman, ¿alguna vez quisiste ponerte el de RoboCop?

MK: No, pero creo que no es fácil usar un enorme traje negro con aspecto robótico y, al mismo tiempo, conseguir una interpretación genuina. Con Batman sabíamos que si hacíamos las cosas de forma equivocada, todo podría terminar adquiriendo un aspecto estúpido.

ESQ: ¿Cuál es el debate que la película plantea sobre el uso de la tecnología?

MK: Cuestiona en qué medida usamos la tecnología o si ésta nos usa a nosotros. Yo no soy muy bueno con ella, pero estoy mejorando. Para ser franco, no creo que haya otra opción.

Este soy yo: Luigi Amara

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  • El principal reto del escritor contemporáneo es encontrar un lugar creíble en la sociedad. De algún modo, éste se ha descentrado y ya no tiene un sitio preponderante a menos que coquetee con el mercado y, en cierta medida, se vuelva una figura del espectáculo.
  • El escritor tiene que buscarse una rebanada del día para poder hacer lo que le gusta. Hoy está un poco asediado no sólo por la cuestión laboral, sino también por todo lo que significa ser escritor. Dar entrevistas y demás confunde la importancia que pueda tener el autor –como individuo– con lo que está escribiendo.
  • Vivimos tiempos en los que los escritores están demasiado ocupados y eso redunda negativamente en la escritura. Para evitarlo, organizo mis días de manera que todas las mañanas tenga espacio para escribir. No soy maniaco –porque puedo escribir en medio del ruido– pero sí necesito crear una cápsula de tiempo donde sepa que puedo dedicarme sólo a eso.
  • La explicación es la rebaba de la obra. Si necesitas explicar tu texto, quiere decir que cojea. En muchas ocasiones, los ritos que rodean a la escritura –entrevistas, presentaciones y demás– parecen ser una muleta para la escritura. Sin embargo, pienso que cualquier escritor desearía que su libro se bastara a sí mismo y que no hubiera necesidad de dar mayor explicación.
  • Como escritor no se persigue nada. Se escribe por el efecto que la escritura produce en uno. Hay muchos que negarían sentir placer. Algunos dirían que es una tortura infinita, pero yo no estoy del lado de los masoquistas de la escritura, sino que me estimula, me entusiasma y me atrae.
  • Es difícil saber por qué se escribe. Escribir es algo que no puedes dejar pero, al mismo tiempo, no puedes explicar. Hay quien podría decir que es porque quieres ser celébre, pero escribir no es la mejor manera de llegar a la celebridad. Hay diez mil estrategias anteriores y más efectivas para eso.
  • Lo interesante de la escritura es que la sientas como un desafío. En un proyecto de ensayo largo o de una novela, la continuidad del proyecto hace que no te plantees dudas cada mañana, pero en la poesía –que no escribes de manera contínua, con un horario– sí hay lugar para estas pequeñas vacilaciones.
  • Escribir es difícil en general. Tienes que lidiar con el lenguaje y lograr que éste, que es de todos, se vuelva característicamente tuyo visitando los lugares comunes pero de un modo sencillo y acrítico.
  • Cada proyecto debe implicar una dificultad. Cuando yo empiezo a sentir cierta facilidad y me parece pan comido, empiezo a sospechar de lo que estoy escribiendo, porque quiere decir que estoy bajando la guardia y dejándome llevar por la inercia.
  • Escribir un poema de tres líneas es tan difícil como un ensayo largo porque para llegar a ese poema se requiere todo un proceso de pensamiento, lecturas y sensibilidades.
  • Los disidentes del universo no es una antología de ensayos. Tampoco es una compilación. La idea era hacer un mosaico de personajes que son nuestro reverso porque se comportan de un modo excéntrico, inusitado y a contracorriente de cómo nos movemos. Quería cuestionar dónde está la anormalidad; pensar si está en los actos excéntricos de esas personas o en nosotros, que creemos que son el reverso de lo normal porque hacemos las cosas en manada.
  • En este libro no sólo me interesaba retratar personajes excéntricos, sino crear un ancla en nuestra vida cotidiana, en la manera que tenemos para movernos en la vida común.
  • En esta obra está la narración conjetural, ficticia, de lo que pude reconstruir de los personajes –donde obviamente hay muchas cosas imaginarias– para hacer un perfil más o menos seductor del personaje, pero al mismo tiempo trayéndolo al terreno de reflexión. Me interesaba que después de leer sobre alguien que siente deleite por hacer cola, nos preguntáramos sobre el acto –para nosotros automático– de hacer cola. ¿Qué estamos haciendo de esa práctica sobre la que ya ni siquiera volteamos la mirada?

Foto: Alessandro Bo, para Esquire

Este soy yo: Geoffrey Rush

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[Esquire no. 65]

  • Tengo una muy buena memoria –vívida, casi forense– de mi niñez y de mi adolescencia. Fui un niño muy feliz. Realmente amaba la escuela. A los 13, ya actuaba frente a toda mi clase. Con una raqueta de tenis, pretendía ser uno de los Beatles. Después de eso decidí unirme al club de drama de la escuela, empecé a participar en obras de teatro y dejé los deportes, que eran sumamente importantes para mí. En ese entonces ni remotamente imaginaba que por delante tendría una vida para ser un actor profesional.
  • Descubrí que podría ser buen actor gracias a mis maestras. Tenía una muy buena de actuación y otra de inglés. Ambas eran expertas en drama y nos motivaban a participar en obras de teatro. Sin embargo, cuando dejaron la escuela –ya no recuerdo por qué–, mis compañeros y yo decidimos que nosotros mismos dirigiríamos el club de drama.
  • Entré a la universidad sin tener idea de lo que quería hacer, por lo que me titulé en Arte, Literatura y Drama desde el punto de vista académico. Sin embargo, como estudiante universitario también me involucré mucho con el teatro.Todos los actores solíamos reunirnos para montar obras. Durante ese tiempo, la Queensland Theatre Company fue creada y el director estaba haciendo cosas similares. Así que terminé mi examen final un viernes y el lunes firmé mi primer contrato como actor profesional.
  • ¿Qué es lo que más me apasiona de la actuación? ¡Ser amado! [ríe] No, no es cierto. Realmente no lo sé. Si te diera una definición propia de lo que pienso que es la actuación, diría que es ponerse en un estado de juego imaginario.
  • No soy un actor de método. Me gusta divertirme mucho cuando actúo. Nunca he ido a terapia para curarme de esto así que no sé si hay algún trauma de mi infancia que haya provocado que quisiera ser prominente o contar una historia. No lo sé. Pero sé que amo la actuación y los lazos que creas con las personas que conoces durante los ensayos o en un set de filmación. En particular me gustan estos últimos, porque en ellos además trabajan electricistas y otras personas expertas en utilería, mismas que tienen una sensibilidad histórica con respecto a lo que se debe hacer.
  • De algún modo, la actuación es como un terreno de juego. Así lo expresó Helen Mirren alguna vez y, si ella lo dijo, yo también lo creo. Básicamente implica que incorporamos el juego a nuestra vida adulta.
  • No miro hacia atás preguntándome si he conquistado muchos de mis sueños. Eso sucede, por ejemplo, en los Juegos Olímpicos, donde entrenas porque tienes una meta. Mis estándares quizá sólo se parecen a los de los atletas porque siempre doy lo mejor de mí.
  • Me cuesta pensar en una palabra que defina mi vida. Me gustaría que el término clave fuera felicidad, pero la realidad es que sería más preciso si dijera ‘realización’. Para ser feliz, necesito sentirme realizado.
  • No hay un libro que me haya cambiado la vida, pero sí lo ha hecho la literatura en general. Siempre me han atraído los repertorios clásicos, aunque también he trabajado con material contemporáneo.
  • Aunque he trabajado en filmes tan distintos como The Book Thief o Pirates of the Caribbean, no hago gran diferencia entre los personajes que he interpretado. Quizá eso se deba a mi preparación como actor de teatro y porque a lo largo de mi carrera he logrado participar en varios papeles sin tipificarme. Sin embargo, también es cierto que, de alguna manera, he logrado encontrar un eje, pues suelo interpretar a un hombre que ayuda: ayudé a Jorge II [en The King’s Speech], a Liesel [en The Book Thief] a Frida [en Frida].
  • El último papel que interpreté –Hans, en The Book Thief– me atrajo por el contraste que representaba con el trabajo que estaba realizando en ese entonces. Recientemente había participado en obras de Oscar Wilde y un musical, así que la simplicidad de este hombre tan ordinario se sintió como un reto para mí.
  • Siempre me digo: no seas prejuicioso. Algunas veces puedes sólo leer las cualidades externas de una persona y restringirlas bajo tus propias percepciones, pero luego descubres que puedes conocerla mejor, de un modo mucho más profundo en cuanto a reservas humanas, idiosincracia y contradicciones.

Camino al sueño

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Originalmente publicado en Esquire no. 65 (PDF aquí)

Tres niños guatemaltecos y un tzotzil suben a un tren que promete convertir su sueño en realidad: hacerse de una nueva vida en Estados Unidos. Con esa ilusión, miles de mexicanos y centroamericanos salen de casa sin saber que la peor etapa del viaje no les espera en la frontera, sino al inicio del camino, cuando se agrede a los hombres y se viola a las mujeres. La esencia del dolor de este recorrido permea en La jaula de oro, de Diego Quemada-Díez, un migrante que hace casi dos décadas dejó España para estudiar cine en Estados Unidos. Este largometraje, que en 2013 resultó ser el más premiado de nuestro país en festivales de todo el mundo —como Morelia, Mar del Plata y Cannes, entre otros— se estrenará este mes en México.

ESQUIRE: Hoy hay mucho interés en el tema, pero la migración siempre ha estado ahí. Tú mismo saliste de España para buscar un sueño en otra parte.

DIEGO QUEMADA-DÍEZ: La migración es un fenómeno natural. Cualquier ser humano, sea por un problema económico, de violencia, por una catástrofe natural o cualquier otra razón, siempre va a salir a otro lugar, como un pájaro al que se le acaba el agua en una zona y vuela a otra. Paradójicamente, gracias a la globalización, los capitales y las corporaciones se mueven libremente por el mundo mientras se limita cada vez más el movimiento de las personas. Quería poner sobre la mesa lo absurdo de las fronteras estas creaciones artificiales que hemos hecho para separarnos como seres humanos a partir del conflicto entre un indígena y un mestizo que creen en el sueño americano. 

ESQ: Leí que varias anécdotas justifican el hecho de que hayas trabajado no con actores profesionales, sino con migrantes. ¿Nos compartes alguna?

DQD: Cuando filmamos el asalto al tren estábamos en la estación de Lechería, en el Estado de México, y escogimos a los bandidos entre los migrantes que estaban ahí para empezar a ensayar. Lo interesante es que la mayoría de ellos ya habían visto secuestros y sabían cómo se hacían las cosas. Ellos me decían qué hacer: cómo debíamos retratar el robo de mochilas, de dinero y a qué migrantes debían atacar. Muchos de los secuestradores son centroamericanos, lo que implica que la gente se traiciona entre sí. La anécdota es importante porque ellos mismos fueron quienes me ayudaron a darle mayor realismo a las escenas. 

ESQ: Iniciaste la investigación para la película en Mazatlán. Cuando llegaste a vivir a México, ¿ya tenías la intención de hacer esta película?

DQD: Sí, un amigo taxista me invitó a vivir a su casa, con su familia. Ahí llegaban muchos migrantes y así surgió la idea y la necesidad de contar esto. El proceso duró como diez años, pero al final la perseverancia es la que da resultados. Fue complicado porque, como además tenía que ganarme la vida, combinaba trabajos de cámara y cortometrajes con la investigación. Al principio mucha gente me preguntó para qué quería
hacer una película de migrantes si ya se han hecho un montón, pero sentía que podía aportar algo diferente. Este es un problema contemporáneo muy grande y está bien que lo mostremos desde diferentes puntos de vista y personajes.

 Foto: Ameno Córdoba