Crónica de una nación delgada

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Originalmente publicado en Esquire no. 80 (PDF aquí)

Hace 40 años, Vietnam venció a Estados Unidos en la última guerra que peleó. ¿Qué ha sido de este país, en apariencia frágil, desde entonces?

            Tras el manubrio de la moto se asoma un leopardo. Sus orejitas abrazan el viento, alertas a la furia del tráfico. El cachorro apoya las zarpas sobre el tablero para no estorbar a su madre. Ella lo rodea por los costados. Le cuida la espalda. De pronto, una estampida. Nubarrones de polvo color trigo. Acelerones. Más felinos. Un tigrillo Schumacher avanza a toda velocidad. Mete presión en una curva. Rebasa. En el carril de extrema derecha, un padre león gira el puño del acelerador. La bestia de metal y caucho ruge. Ahí va Ayrton Senna.

            En nuestra cabeza, Vietnam todavía es una selva repleta de salvajes, como en Apocalypse Now. O las niñas huérfanas y prostitutas de Miss Saigon. O Bubba con el pecho baleado, como en Forrest Gump. Pero Vietnam es otra cosa. Es, por ejemplo, un niño de cinco años disfrazado de leopardo. Es la madre del niño disfrazado de leopardo esquivando motos en la ciudad con más motos del mundo. Es una segunda moto en la que viaja un niño —otro niño— con antifaz de tigre. Es un tercer niño con la cabeza escondida en las fauces de fieltro de un león.

            Es la postal de una fila india: motos, niños, padres y trajecitos de animales salvajes que serpentean las calles para llegar a un festival escolar.

***

            —¿Estás loca? ¿Por qué quieres ir a Vietnam?

            No sólo me iba a Vietnam. Me iba sola. Sin mi marido. En Navidad.

            —¿Qué no siguen en guerra?

            Ésa fue una amiga de la escuela. Días después, en un restaurante ruidoso, la amiga de otra amiga me miró como si le hubiera dicho que mi destino final era Neptuno. Me preguntó qué había en Vietnam. Ella no sabía ni de la guerra.

            Cuando mi madre escuchó mis planes, hizo su propio interrogatorio. Que si había considerado vacunarme. Que si llevaba un arsenal de medicinas. Que si ya le había anotado a mi marido los teléfonos de todos —todos— los hoteles en los que me hospedaría.

            Nueve horas antes de abordar el avión, uno de mis editores dijo —en broma— que me imaginaba a la mitad de la selva —paliacate en la frente y cuchillo en mano— como si fuera Rambo. Me reí de nervios.

***

            En un mapa del Sudeste Asiático, Laos y Camboya parecen una inmensa barriga que empuja a Vietnam hacia el mar. El país más flaco del continente soporta el peso con la espalda y carga en hombros a China. Guarda el equilibrio para no irse de bruces al agua.

            A vista de pájaro, Vietnam es un fideo de arroz. Su cuerpo es una «S» gigante. O no tan gigante. De punta a punta mide menos de dos mil kilómetros, sólo un poco más que la Península de Baja California, en México.

            En su parte más estrecha, el fideo es un suelo escuálido de 50 kilómetros de ancho. Un maratonista promedio podría correr de la barriga laosiana a las faldas de la playa en cinco horas con quince minutos.

            En un atlas no se advierte, pero el fideo está hecho de acero. Casi desde que imprimió su nombre en el mundo, Vietnam ha sido abrasado por la furia de la guerra, pero no ha habido lluvia de metralla ni de fuego ni de odio que borre su rastro del mar.

***

            Nació Cristo, y cien años después los vietnamitas comenzaron a jalonearse el pelo, la ropa y la vida con sus vecinos del norte. En Occidente llamamos “Guerra de Vietnam” a los 20 años de peleas con Estados Unidos a partir de los 50, pero esa no fue la primera ni la peor lucha en la historia de Vietnam: antes estuvieron los chinos; luego, los franceses.

            Los vietnamitas abrevian la historia de sus peleas con China en un chiste: “Somos como el gato y el ratón. Ellos nos persiguen y nosotros nos defendemos”. El felino tardó más de mil años en dejar la ratonera en paz. Ésta tenía un cuerpo tan largo y las garras chinas eran tan torpes, que Vietnam lograba independencias fugaces y fragmentadas: a veces en el norte y a veces en el sur. Por casi 1,500 años los vietnamitas nacieron y murieron en guerra. Escupían a las dinastías chinas lejos de sus ciudades y selvas, y éstas siempre volvían. En esa tierra flaca, donde la libertad ha sido tan escasa como la comida y el dinero, nadie fue libre por más de dos siglos al hilo.

            El ratón se habituó al gato. Se convirtió al budismo. Adaptó su alfabeto al suyo. Las fotocopias de las casas, templos y el arte de China hoy siguen vivas en las calles de Vietnam.

***

            Luna Hang está envuelta en un suéter de cuello alto y una chamarra negra rechoncha. Lleva el pelo negro y lacio recogido en una trenza. Con la bufanda roja que hace juego con sus guantes y le cubre la boca, parece un tamal al interior de una olla que guarda calor.

            Mi guía extiende la mano, me da la bienvenida al aeropuerto de Hanoi y un acordeón en su rostro atezado es la primera sonrisa que encuentro en Vietnam.

           —¿Traes abrigo? Tápate antes de salir al bus. Aquí en el norte, en esta época, los días son muy fríos.

            En una pantalla leo que estamos a 19 grados. Por eso no tengo frío, pero sigo el consejo de Luna, me siento en una banca para rascar el fondo de mi maleta y saco la chamarra que guardé antes de salir de París. En esto estoy cuando veo a la mujer que duerme encogida en la banca de enfrente temblar como gelatina. Su cuerpo es fino, como una vara de incienso, y su piel es del color de la leche. Cruza los brazos, los descruza, tirita. Pega las rodillas al pecho y se abraza las piernas como un clavadista. Sólo lleva un suéter viejo y gris.

            Pequeños, ágiles y escurridizos, los vietnamitas han sobrevivido a más de mil años de guerra y hambrunas. Hablan del inicio de la temporada de tormentas y tifones con la tranquilidad de quien dice «ésta será una tarde soleada». Administran sus cosechas de arroz como ardillas que la naturaleza entrenó para sobrevivir al invierno.

            Pareciera que la única flaqueza que vulnera a un vietnamita es pasajera. Aparece sólo una vez por año, en diciembre, cuando los habitantes del norte engordan sus cuerpos delgados —de cristal— con capas y capas de ropa, y salen a la calles con la corpulencia artificial de un luchador de sumo.

***

            Cualquiera puede contar en vietnamita. Mop. Hai. Ba. Bung. Nam. Sao. Bay. Tam. Chin. Moui. Fácil. Del uno al cinco y del cinco al diez.

         En Vietnam, la delgadez no exime a la lingüística. Aquí las listas de los diccionarios son tan flacas como la geografía, los cuerpos frágiles que tiemblan a 19 grados en invierno y las callecitas por las que fluyen motos como kayaks en un río de rápidos.

            Las palabras vietnamitas son monosílabas. Todas. El río más largo del norte: Cau. El plato tradicional para desayunar: Pho. El título del himno nacional: Tien Quan Ca. El héroe de la independencia: Ho Chi Minh. El nombre vietnamita de la capital que llamamos Hanoi (una palabra, dos sílabas): Hà Nội (dos palabras, dos sílabas).

            Dos días después de llegar a Vietnam —Viet Nam— descubrí que el verdadero nombre de mi guía —Luna, Lu-na— es Nguyệt.

***

            Sola. Sin marido. En Vietnam. En Navidad.

            Lo digo y mis compañeros de viaje —españoles, colombianos, mexicanos— me miran como si me hubieran salido tres cuernos en la frente. Luna es la única que nunca desliza una frase cortés que en realidad quiere decir: «¿Qué clase de mujer casada hace eso y por qué?».

            Ella dice que Vietnam debe cambiar, y es una orgullosa activista de su causa.

            —Aquí hay mucho machismo, pero yo he educado a mi marido. Antes, cuando nos acabábamos de casar, él llegaba a casa, se sentaba frente a la mesa y esperaba que yo sirviera la cena y lavara los trastes. Pero como yo también trabajo y pago las cuentas, le dije: «Si yo cocino, tú lavas».

            Beneficiaria de la rebeldía de la mujer de su único hijo, la suegra de mi guía —según mi guía— es su secuaz número uno.

            —Aquí aún hay hombres que piensan que todo debe ser para el marido, como el rey que tenía 700 esposas y 300 concubinas. Por eso hay que educarlos.

            Dice Luna que su suegro era la encarnación del Rey Salomón. Sin embargo, la vida del pobre iluso cambió por culpa de esta vietnamita que podría ser la hija pródiga de Simone de Beauvoir. Desde que su mujer «se dejó adoctrinar» por su nuera, a él no le quedó más que aceptar ir al mercado, cocinar, sacudir muebles y fregar el piso. Dice Luna que aún no se acostumbra, pero que ya lo hará.

***

            En el país de los fideos, las viviendas son fideos. Sus habitantes las llaman «casas de tubo». Son alargadas y se alinean una seguida de otra, como estudiantes de alturas dispares pegados hombro con hombro. De lejos, parecen columnas de números vietnamitas. Tres o cuatro metros de fachada, dos a cinco pisos de alto. Una puerta en la planta baja abre los brazos para tragarse en su pecho hasta 21 metros de profundidad. Con un poco de suerte, un balcón o una ventana miniatura en los niveles superiores.

            Luna vive con su marido, sus dos hijos, su suegra y el ex Rey Salomón en una casa de tubo de tres plantas.

            —En Vietnam, todo el mundo vive con sus padres. Rentar es carísimo. Un cuarto de 10 m2 cuesta cien dólares al mes. Lo peor es que el gobierno no nos da créditos hipotecarios, así que quien quiere comprar una casa tiene que ahorrar y pagarla de contado. Pero a nadie le alcanza el dinero para eso. Uno sólo tiene casa propia cuando sus padres se la heredan.

            —Pero no entiendo. ¿Tus padres te heredarán su casa aunque tú vivas con tus suegros?

            —No, la casa de mis padres será para mis hermanos; para los hombres.

            —¿Y a ti no te dejarán nada?

            —No, porque yo estoy casada.

            —¿Y si no estuvieras casada?

            —Hmm, de cualquier modo sería para los hombres. Por eso, si eres mujer, tienes que casarte. —ríe Luna, y traiciona la memoria de Beauvoir.

            —¿Entonces la herencia de tus suegros sólo será para tu marido?

            —Sí.

            —¿Entonces aquí las mujeres no tienen derecho a nada?

            —A nada.

***

            Oxímoron del Sudeste Asiático: obesidad vietnamita.

            En Vietnam nada es gordo. ¿La chamarra rechoncha de Luna? Extranjera. ¿Los coches que se mueven como mamuts en un país de motos? Extranjeros. ¿Las casas que tienen más de tres metros de fachada? Extranjeras. ¿Los gordos? Turistas, inmigrantes, extranjeros.

            La palabra más larga de Vietnam tiene sólo siete letras. Nghiêng significa «inclinado», y este inofensivo acto de traducción es grasa abdominal en un idioma que nunca ha visto un vocablo de nueve letras y cuatro sílabas.

            ¿La gramática ancha? Extranjera.

***

            Siempre existe una excepción a la regla. En Vietnam esa excepción es un rastro de casas regordetas que los franceses abandonaron cuando huyeron del país en los cincuenta. Su corpulencia se impone entre las esqueléticas viviendas locales. Su pintura blanca o amarilla no se despelleja como una piel quemada por el sol. Sus techos de teja no son desfiladeros de escamas mohosas y rotas.

            En esas casas gordas no duerme Vietnam. Desde el fin de la colonia se utilizan como edificios gubernamentales, de los que la gente entra y sale para trabajar. Algunas son embajadas. En ellas —como en los hoteles— sólo duermen extranjeros como yo.

***

            Francia se infiltró en Vietnam a mediados del siglo XVII para evangelizar. Por entonces, el felino chino había enflaquecido: tras 1,400 años de combate estaba desgastado; le costaba mantenerse en pie.

            Dos siglos después, los franceses asentados en Vietnam derrotaron definitivamente a China y comenzaron a expandirse: estrujaban el norte y al sur dejaban caer tropas para colonizar el país. En menos de 10 años llegaron a Camboya y Laos. En 1887, Vietnam dejó de llamarse Vietnam y el filo de la navaja francesa marcó en su superficie un nombre nuevo: Indochina.

***

            Tras del manubrio se asoma un osito, de felpa. Duerme tranquilo sobre la moto porque tras él está su dueña. Son un buen equipo: él la cuida por las noches; de día ella se aferra a sus talones.

            Tras la niña se asoma un hombre. Casco plateado, brazos sobre su hija. Espalda recta.

            Tras el conductor hay una surfista. No pasa del metro de altura. De pie sobre el único asiento de la moto, estruja la camisa de rayas blancas y azules de papá. Misma hoodie con estampas de flores que su hermana menor.

            Tras la motociclista intrépida, mamá. Casco escarlata. Su mano izquierda peina el cabello que el viento le vuela a su hija. Risas.

            En Vietnam se usan más las motos que las piernas. Y en el país de los fideos, las dos ruedas de una moto sacan a pasear a una familia de cinco.

***

            —Luna, ¿tú tienes moto?

            —Claro, no eres vietnamita si no tienes moto. —y sonríe como si le hubiese preguntado una obviedad.

            —¿Y viajas con tus hijos en moto?

            Mi guía saca una foto de dos niños pequeños. Los hermanos posan desde una cama matrimonial, cubierta por un edredón viejo de parches color rubí. El grande tiene cuatro años; el pequeño, dos. El grande viste pantalones deportivos y una t-shirt azul rey. El pequeño es un marinero que lleva un sombrero —una cubeta— verde aceituna sobre la cabeza. Los dos tienen el pelo lacio y los ojos grandes de su madre.

            —Están lindísimos, Luna.

            Mamá gallina sonríe con orgullo. Luego dirá que es una vietnamita con mucha suerte. No dejará de repetirlo mientras dure el viaje. Un día después, cuando nos explica la anatomía de las casas locales desde el autobús, deja caer una bomba.

            —En Vietnam hay muy pocas camas. A veces porque no caben en las casas de tubo. A veces por seguir una vieja costumbre: cuando estábamos en guerra, la gente se moría de hambre, así que no tenía dinero ni cama ni casa ni nada.

            Me acuerdo de la foto de sus hijos en la cama matrimonial. Muerdo la galleta de arroz que acaba de regalarnos y me cuesta tragar.

***

            Un vietnamita no tiene paciencia. No se sienta a esperar a que la suerte le sonría. No se queja del gobierno en las reuniones familiares. No se cruza de brazos cuando está en problemas.

            Si las calles de su país son estrechas, viajará en moto en lugar de auto. Si el gobierno le prohíbe comprar terrenos gordos, construirá casas de bocas pequeñas y gargantas profundas. Si la guerra escupe fuego a sus motos y casas, vivirá de la tierra, y si esa tierra se incendia bajo la ira del napalm, sabrá como sanarla hasta que su cosecha no sea más tierra, sino arroz. Si su tierra no escupe más que arroz, vivirá de arroz.

            En el país de los fideos no existe la fragilidad.

***

            Hay frente a mí un coche azul. Tiene la defensa y los faros oxidados. La pintura color cielo está raspada. Tras él hay una fotografía enmarcada y mal iluminada. Blanco y negro. La miro de reojo y me sigo de largo. Luna nos pide volver.

            —Éste es el coche frente al que se incendió un monje en protesta por la guerra con Estados Unidos. Saben cuál es la foto más famosa de esa época, ¿no? La de la niña corriendo en la carretera, porque tiene la espalda quemada por napalm. Bueno, pues ésta es la segunda más famosa.

            Mi guía apunta a la pared. Ahí está. El auto con el cofre abierto y los vidrios abajo. Un semicírculo de vietnamitas vestidos de blanco observan a un hombre que se incendia. Junto a él hay un contenedor de gasolina. Alguien en el grupo pregunta por qué fue tan famoso.

            —Nunca gritó. Ni un sonido. Se quedó sentado en flor de loto mientras se incendiaba y no pidió que lo apagaran. Sabía que si lo hacía, nadie se tomaría su protesta en serio.

            Thích Quang Duc quería que lo miraran. Un día antes de inmolarse, otro monje informó a los corresponsales extranjeros que cubrían la guerra que algo insólito ocurriría frente a la embajada de Camboya en Ho Chi Minh (entonces Saigón). Malcolm Browne, un periodista neoyorquino, ganó el premio Pulitzer por la foto que tomó.

            Más que la guerra, el monje reprochaba la traición: un vietnamita como él —Ngo Dinh Diem— gobernaba en el sur. Desde ahí impulsaba el capitalismo. Era un títere de Estados Unidos, y para Thích eso era más doloroso que la rabia del fuego.

***

            En el Mausoleo de Ho Chi Minh, un edificio con forma de templo griego que recuerda al Monumento a Lincoln, de Washington D.C., está enterrado el máximo héroe de la historia de Vietnam: un poeta, político y comunista que fumaba todo el día y tenía el semblante alargado y enjuto de su país. A los pies de su tumba, mi guía nos habla de la guerra por primera y única vez.

            —Vencimos a los americanos en el 75’ pero no tuvimos paz sino hasta 1980.

            —¿Cómo lo lograron? Ellos tenían pistolas, bombas, todo.

            —El conocimiento es lo más importante. Si no conoces a tu enemigo, no puedes enfrentarlo, y ellos no nos conocían. No estaban preparados para la lluvia, ni la selva, ni el calor.

            —¿Y eso fue todo?

            Luna nos mira sin parpadear.

            —Nosotros somos campesinos, luchamos con el corazón.

***

            Cada año, tres mil vietnamitas trepan a un avión para estudiar lejos de su país. Vuelan hasta llegar a Cuba, otra tierra flaca que parece un lagarto que flota sobre el mar.

            En Vietnam —comunista desde que ganó la guerra contra Estados Unidos— hay un centenar de universidades que anualmente ofrecen trueques amargos: “Una licenciatura —una moto, una casa de tubo, una vida— a cambio de tus sueños”.

            Cuando todavía se llamaba Nguyệt, Luna quería ser abogada. Llegó a La Habana en los noventa pero no estudió Derecho, sino Biología, porque fue el trato que su escuela le ofreció. Cuando volvió a Hanoi, cuatro años más tarde, su dominio en materia de células y protozoarios no le alcanzó para comprar motos ni casas de tubo.

            El desempleo es casi inexistente en Vietnam. Lo que hay es 90 millones de estómagos flacos con ansias por llenar el vacío con un plato de arroz al día. Bióloga o no, Nguyệt necesitaba comer, así que aprendió a coser y en vez de pipetas y cajas de Petri trabajó con hilo y aguja durante los siguientes seis meses de su vida. Un día llegó una amiga a decirle que no debía desperdiciar el español que había aprendido en el fideo caribeño, y la bióloga que nunca trabajó en Biología volvió a la escuela, obtuvo un certificado que la acreditaba como guía de turistas y dejó de llamarse Nguyệt.

            —Escogí “Luna” porque cualquiera puede pronunciarlo. Además es muy fácil que lo escuche si alguien se me pierde en la calle y me grita para que regrese por él.

***

            Un vietnamita nunca está solo. A su lado siempre habrá alguien que lo salve de una bala o lo ayude a sanar si ésta penetra su cuerpo delgado.

            Dice Luna que siempre le ha interesado ayudar a los demás. Le creo porque cuando nos da tiempo libre para deambular o tomar fotos, y cree que no la miramos, reparte billetes a vietnamitas sin brazos o piernas que se asientan en los accesos de los templos. Esos hombres y mujeres que ayuda son las cicatrices de la última guerra de Vietnam: en los 60, cuando a los estadounidenses los ensombrecía el miedo, el cielo dejó de llorar bombas y mezcló su llanto acre con un vaho letal.

            —Estados Unidos comenzó a lanzar dioxinas porque con las armas no lograban matarnos. —dice mi guía en voz muy baja, como si se le hubiera cerrado la garganta.

            —¿Dioxinas?

         —Eran armas químicas para destruir nuestras cosechas. Como muchos vietnamitas se escondían en túneles y vivían de las plantas, lanzaban esas cosas para contaminar la tierra.

            —¿Eso mató a mucha gente?

            —No, lo peor es ahora, porque hay aún hay discapacitados. Tiraron las dioxinas en los ríos de los que la gente bebía. A quien bebió en esos años no le pasó nada, pero ahora sus hijos no están completos. La gente tiene hijos con boca para comer, pero sin pies ni manos para caminar. Si les nace un niño así, luego tienen más, para ver si tienen más suerte.

            —¿Pero eso no es hereditario?

            —Sí, pero no todos lo saben. Aquí la gente es budista; cree en la reencarnación. Por eso, si les pasa algo así, se preguntan: ¿qué hice? Y lo vuelven a intentar.

            —El otro día nos dijiste que casi todos los turistas que vienen a Vietnam son franceses y estadounidenses. ¿La gente no está enojada por cosas como éstas?

            Luna traga saliva.

            —No olvidamos, pero nos lo tenemos que guardar.

***

            Van Cao, el poeta más importante de Vietnam, fue un anciano de barba blanca y escasa. Tenía los ojos pequeños y la cara larga de un chivo. Con su melena gris y despeinada —contraparte vietnamita de Beethoven— escribía versos y canciones.

            Su historia es algo triste: en 1944 compuso el himno nacional y con ese canto los vietnamitas se lanzaron a pelear cuando el mundo desertaba los campos de batalla, a fines de la Segunda Guerra Mundial. Vietnam cantaba y moría; todo de un sólo jalón. El país luchó hasta exprimir la última gota de la sangre gala y para el 54 lo único que quedaba de los franceses eran las casas gordas de Hanói.

            La independencia que se firmó en junio de ese año dividió a la nación en Vietnam del Norte y Vietnam del Sur. Arriba estaba el comunismo, azuzado por el aliento soviético, y abajo el capitalismo, que saltaba desde el trampolín estadounidense.

            Durante los siguientes 20 años, Van Cao fue censurado. Su himno se recitó a escondidas hasta finales de los 70, tras la guerra contra Estados Unidos, cuando Vietnam fue libre y volvió a cantar.

***

            —Yo me llamo Pepe. Pepe Grillo para México, Pepito para Brasil y, para España, simplemente Pepe.

            Habrá sido coincidencia, pero el tipo más simpático que conocí en Vietnam es una versión asiática de la conciencia de Pinocho. Fue mi guía durante la segunda mitad del viaje, y lo vi por primera vez en Da Nang, cuando fue a recogernos al aeropuerto de la ciudad ombligo del país.

            En un país delgado de gente delgada, Pepito es más flaco que un grillo. No rebasa el metro cincuenta de estatura. Su pelo es lluvia negra y su sonrisa una fila asimétrica de dientes manchados por hojas de betel. Dice que le gusta vivir en Da Nang porque ahí puede cruzar la calle con los ojos cerrados.

            Pepito también vivió unos años en Cuba. Ahí aprendió Informática y español. Como a Luna, la licenciatura no le sirvió para nada, pero con su dominio de una lengua nueva hizo una carrera en turismo.

            Mi guía es un maestro del albur. Sus bromas hacen enojar a una abuela colombiana y desternillan de risa a un matrimonio de españoles. Le pregunto dónde aprendió todo eso y dice que los viajeros que conoce siempre le enseñan cosas nuevas. Además es un coqueto. Domina piropos en colombiano, castellano y mexicano.

            —Maite (siempre me llamó así), ¿en México todas las chicas tienen una sonrisa como la tuya?

***

            Estamos en la entrada del mercado de Hoi An, un pueblo costero que se moja los pies en el mar de China. Desde la puerta se ven puestos de mariscos, verduras y guisados en trastes de metal. Pescado frito. Fideos blancos. Arroz. Nada de lácteos ni embutidos. Nada de pan.

            —El queso y el jamón son muy caros, así que no los comemos. El pan sólo lo venden en las carreteras. Lo picoteamos rumbo al trabajo.

            Pepito dice que la gastronomía local es muy buena, pero que nosotros debemos evitarla: un vietnamita no desperdicia comida, así que recalienta los guisos que vende hasta que su cuchara barre el último grano de arroz.

***

            Como casi siempre, adelgazamos la historia; miramos hacia el frente y no hacia los costados.

            En enero del 45’, los soviéticos abrieron las puertas de Auschwitz. Más de un millón de muertos. The horror. Masificar la muerte en campos de concentración era la cima de la crueldad. ¿Cómo fuimos capaces de eso? ¿Por qué lo ignoramos? ¿Por qué tanto tiempo?

            Ese mismo año, una tierra enclenque del Sudeste de Asia —con el grillete francés aún en la garganta— enterró dos millones de cuerpos flacos que murieron de hambre. Pasado el tiempo, Occidente se golpeó el pecho por Europa, y en ese reparto de culpas nadie giró la cabeza hacia Vietnam.

***

            Un miércoles de diciembre llegué a Ho Chi Mihn, una urbe en forma de cabeza de pescado que muerde la cola de la “S” de Vietnam. A ella viajan los vietnamitas para buscar trabajo (“si llegas hoy por la tarde, mañana por la noche ya tienes empleo”), los estudiantes que dejan sus pueblos para entrar a la universidad y los cruceros que antes han atracado en puertos que alardean su desarrollo con rascacielos, como Hong Kong y Singapur. La vieja Saigón es lo que Nueva York a Estados Unidos: no es la capital, sino una ampolleta de adrenalina.

            En esa ciudad, se abrió el ojo verde de un semáforo.

            Lo que en la sabana de Kenia es una manada de ñus, en Ho Chi Mihn es una avalancha de motos. Decenas. Cientos. Miles.

            De vuelta en México, hablo con amigos que también han viajado a Vietnam. Lo que más recuerdan de sus vacaciones es siempre lo mismo: motos.

            Sólo en Ho Chi Mihn hay ocho millones. Y de esos millones basta una porción de fieras bípedas para desbordar el tráfico. Fluyen y borran calles polvo aceras gente. El suelo de Saigón borra a Saigón. Crece una mancha.

            Motos. MOTOS. MOTOS.

            El ojo verde cede el paso y fluyen veloces como Speedy Gonzales. Cuerpos sincrónicos, delgados, precisos. Son un banco de peces.

            Por ahí corre un vietnamita que remolca —en una moto diminuta y contra toda ley física— unos 200 botellones de plástico vacíos. Se desplazan amarrados en un inmenso bloque blanco que a la distancia es cinco o seis veces más grande que el hombre. En otra parte, acelera una mujer en chancletas y ropa color uva. Carga más de 50 canastos de mimbre: tres filas a sus espaldas y dos al frente; todos apilados como caparazones de tortuga. La tercera postal es un asta humana: un hombre apoya una veintena de hula hulas sobre sus muslos; los aros trepan de su cintura hasta las axilas.

            Pausa. Despierta el rojo. El cardumen se detiene hasta que el cíclope verde vuelve a levantar su párpado.

***

            ¿Por qué viajan en grupo? En Vietnam no hay vietnamitas solitarios. Las motos son espejos del país: todos avanzan juntos, de prisa; son agua abriéndose camino entre las piedras.

            “Aprendimos a estar unidos por el arroz. Cultivar no es una labor solitaria; el campo se trabaja en grupo”, dice Pepe desde el autobús mientras pasamos frente a un arrozal.

            Somos campesinos, luchamos con el corazón. En la guerra, el hambre y el silencio, Vietnam nunca ha estado solo: para cuidarle la espalda siempre ha estado Vietnam.

***

            En noviembre de 1955 inició una guerra estúpida; irradió muertes simbólicas. Las fichas negras (el norte del país) eran el comunismo (Rusia); las blancas (el sur), el capitalismo (Estados Unidos). El tablero (el ejército de peones) fue Vietnam.

            Casi a ciegas, el titán que redujo Hiroshima y Nagasaki a sombras y cenizas voló hasta el país que recién se había independizado de Francia. En ese suelo erosionado por dos mil años de sangre, Estados Unidos dejó caer 14 toneladas de bombas, dos veces más que en la Segunda Guerra Mundial. Antes de huir, 20 años después, sembró la muerte en la selva. Hoy se cree que faltan 100 años de trabajo para recuperar las minas que siguen ocultas en Vietnam.

***

            Esto es lo que vi:
A mi guía con la mano bajo un monte de hojas secas para alzar una tapa de concreto. A su pie barriendo hojarasca para mostrar la entrada a un mundo bajo tierra. A un clavadista devorado por una boca de 25 por 30 centímetros que se abría desde el piso. Sus manos saliendo de las entrañas del rectángulo para tapar el hueco. A una selva sin rastros de mi guía.

            Antes de la casas de tubo estuvieron los túneles de Cu Chí, una red de cámaras y pasadizos subterráneos a las afueras de Ho Chi Minh. Durante los últimos ocho años de la guerra con Estados Unidos, fueron las ratoneras que sirvieron de escondite para el Frente Nacional de Liberación de Vietnam, la organización guerrillera que luchaba contra el gobierno del sur.

            Las mujeres empiezan a cavar con el cabello negro y terminan con el cabello blanco, dice una canción tradicional de Vietnam. Los campesinos de Cu Chí empezaron a horadar la tierra en los 40, y para 1967 habían construido cocinas, dormitorios, almacenes de armas, pozos y tiendas. Ese inframundo llegó a tener 200 kilómetros de largo y 18,000 vietnamitas en las tripas.

            —Teníamos que vivir escondidos porque arriba de la tierra caían bombas, agente naranja y hierba del diablo, que secaba los arrozales —dice Pepe junto al hueco del que acaba de salir.

            —Pero ¿por qué no huían al norte, lejos de los gringos?

            —Los vietnamitas nunca dejamos la tierra de nuestros ancestros. Se quedaron porque preferían morir aquí, para ser enterrados con sus familias.

            En silencio, horrorizados, vemos el rectángulo minúsculo que dos minutos antes se tragó a mi guía.

            —¿Por qué hacían las entradas tan pequeñas? ¿Para que sólo ustedes pudieran encontrarlas?

            —No, las hicimos así para que sólo pudieran entrar vietnamitas. Los gringos no cabían. Ellos eran grandes, torpes y gordos. Nosotros estábamos más pequeños y flacos que nunca. Llevábamos mucho tiempo peleando. Estábamos enfermos y no teníamos casi nada para comer.

            En la última guerra que pelearon, los vietnamitas se salvaron gracias a la misma delgadez que estuvo a punto de matarlos.

***

            —Ándale, Teresa, métete. Si no es ahora, ¿cuándo?

            Dejo mi cámara en buenas manos y la mochila en el piso. Doblo los dedos de los pies hacia el frente, para aferrarme a mis sandalias, y sentada al borde del rectángulo, meto las piernas a la entrada del túnel.

            —No voy a caber.

            —Claro que cabes. Métete. Acá te tomamos la foto.

            Cuelgo mi peso en los codos, me dejo caer. Hay un problema del que culpo a mi trasero y mis caderas. Mido 1.57, peso 58 kilos y me siento como un toro de lidia en esa entrada tan diminuta. Sigo intentando. Caigo.

            Adentro no hay luz. La humedad me hace sudar. Frente a mí, el túnel está lleno de maleza. Si pasara la mano enfrente, el techo se derrumbaría. Trato de mecerme hacia delante para ponerme a gatas y avanzar un poco más. Soy demasiado grande. No lo logro.

            —¿Qué ves? ¿Qué hay allá abajo? —me grita alguien del grupo.

            —No hay nada, absolutamente nada.

***

            Hace 40 años terminó una guerra estúpida. En Estados Unidos plantó 50 mil lápidas; en Vietnam, dos millones. ¿Quién ganó? En teoría, Vietnam; en realidad, la estupidez, la necedad.

            A mediados del 75’, se suponía que el triunfo vietnamita implicaría dos cosas: paz y comunismo; menos sangre y menos desigualdad. Pero la realidad fue distinta. Primero por los años de persecución de los vietnamitas sureños, que no lograron volar con el último helicóptero que dejó el techo de la embajada estadounidense cuando terminó la guerra. Muchos fueron encerrados para “convencerlos”, de una vez por todas, de las vilezas del capitalismo. Segundo, porque cuatro décadas no han sido suficientes para que el comunismo le entregue a su gente la tierra prometida.

            Hoy los vietnamitas piensan que Cuba es el paraíso. Miles de ellos han vivido en el Caribe, así que pueden comparar. Dicen que al menos el comunismo cubano no está lleno de «miles de millones de comillas”. Dicen que en Vietnam nadie garantiza nada —vivienda, alimentación o educación— y que no salen a marchar para protestar en contra del gobierno porque dejar de trabajar una tarde implica quedarse sin empleo. Dicen que en su país todos deben de ahorrar durante años para pagar las cuentas de un hospital en caso de enfermarse, porque en Vietnam no existe el seguro social. Cuando un vietnamita que trabajó toda su vida se jubila, recibe nueve dólares de pensión al mes. Si cuando muere no hay dinero para pagar un funeral, será enterrado a escondidas en el campo, cerca de su hogar, sus ancestros y los arrozales que le dieron de comer.

            Hoy Vietnam es lo que ha sido siempre: una nación delgada, de cuerpos delgados, que cuida su propia espalda y en grupo avanza para abrirse camino entre las piedras.

***

            Durante mi última mañana en Vietnam, fui a visitar el Delta del Mekong, un brazo que emana del quinto río más largo de Asia. Ahí, oculta entre el pelo verde y despeinado de la selva, hay una comunidad de vietnamitas que vive del cultivo de arroz, de la cría de peces basa y del procesamiento de algo que parece un fruto alienígena.

            El coco de agua crece en la espalda baja de una hoja de palma. Tiene el tamaño de un balón de futbol y está formado por al menos dos docenas de diminutas esferas rellenas de pulpa. Un maestro del machete quiebra cada cáscara y lanza los globos blancos que obtiene a una olla caliente. La leche resultante se revuelve con malta y azúcar. Florece un chicloso.

            El hombre le pasa el pegote a una mujer que lo estira y crea tiras simétricas, como un cinturón. Corta. Corta. Corta; cuadritos perfectos del ancho de un pulgar.

            La mujer le pasa los cuadritos a otra mujer. Ella los envuelve en papel de arroz. Dedica dos o tres segundos a cada uno. Al borde de la mesa, una tercera máquina humana los embolsa; una cuarta nos ofrece paquetes de 40 dulces por dos dólares. Ojo: si compras tres bolsas, te llevas dos gratis.

***

            Ya lejos del Mekong, mientras el autobús se abre paso entre las motos de Ho Chi Minh, Pepe Grillo le pide a un brasileño su opinión sobre Vietnam.

            —Muy bonito, pero falta mucho desarrollo. —responde como quien se siente superior.

            —Es cierto, pero Ho Chi Mihn ya tiene edificios y todo, ¿no? —insiste el vietnamita esperanzado.

            —Sí, pero no hay industria. Me refiero a lo que vimos hoy, por ejemplo, a la gente que vive junto al río y hace dulces de coco a mano.

            —Bueno, pasa que en Vietnam hemos aprendido a valernos por nosotros mismos. Te explico: las familias de todos los que hacen esos dulces conocen la receta de memoria, y eso nunca se olvida. Entonces pueden irse a vivir lejos del río y estudiar en otros países como yo, pero saben que si algo sale mal, siempre podrán volver y tendrán un trabajo seguro para llevar comida a boca.

            —Entiendo, pero podrían tener máquinas que hagan todo, en lugar de emplear a cinco personas en eso.

            —¿Y si se va la luz o se descomponen? Aquí la gente trabaja porque tiene que comer. Hacemos las cosas sin depender de nada. No podemos confiar en que alguien más las hará por nosotros.

***

            A 30 horas de mi hogar, con el pase de abordar en la mano, pienso en el inicio del viaje y el miedo que me daba estar sola en Vietnam.

            Mi último recuerdo de Hanoi es la mirada de la guía que me recibió en el fideo más grande del mundo.

            —No estés triste, Luna. Ahora tendrás que ir a México, y entonces yo te voy a llevar a pasear.

            Dice que sí. No habla, pero mueve la cabeza como un niño al que le quitas un caramelo bajo un pretexto absurdo. La abrazo y me voy rápido hacia el filtro de seguridad, para que no me vea llorar.

            En marzo, cuando empecé a redactar este texto, le escribí un mail que me respondió dos días después: “Puedes mandarme tus preguntas y decirme todo lo que quieres saber, pero si en serio quieres escribir sobre Vietnam, tendrás que volver. Tengo un cuarto para ti”.

            Ahora sé que tengo un pequeño lugar, en una casa fideo, en un país delgado.

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