Crónica de una nación delgada

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Originalmente publicado en Esquire no. 80 (PDF aquí)

Hace 40 años, Vietnam venció a Estados Unidos en la última guerra que peleó. ¿Qué ha sido de este país, en apariencia frágil, desde entonces?

            Tras el manubrio de la moto se asoma un leopardo. Sus orejitas abrazan el viento, alertas a la furia del tráfico. El cachorro apoya las zarpas sobre el tablero para no estorbar a su madre. Ella lo rodea por los costados. Le cuida la espalda. De pronto, una estampida. Nubarrones de polvo color trigo. Acelerones. Más felinos. Un tigrillo Schumacher avanza a toda velocidad. Mete presión en una curva. Rebasa. En el carril de extrema derecha, un padre león gira el puño del acelerador. La bestia de metal y caucho ruge. Ahí va Ayrton Senna.

            En nuestra cabeza, Vietnam todavía es una selva repleta de salvajes, como en Apocalypse Now. O las niñas huérfanas y prostitutas de Miss Saigon. O Bubba con el pecho baleado, como en Forrest Gump. Pero Vietnam es otra cosa. Es, por ejemplo, un niño de cinco años disfrazado de leopardo. Es la madre del niño disfrazado de leopardo esquivando motos en la ciudad con más motos del mundo. Es una segunda moto en la que viaja un niño —otro niño— con antifaz de tigre. Es un tercer niño con la cabeza escondida en las fauces de fieltro de un león.

            Es la postal de una fila india: motos, niños, padres y trajecitos de animales salvajes que serpentean las calles para llegar a un festival escolar.

***

            —¿Estás loca? ¿Por qué quieres ir a Vietnam?

            No sólo me iba a Vietnam. Me iba sola. Sin mi marido. En Navidad.

            —¿Qué no siguen en guerra?

            Ésa fue una amiga de la escuela. Días después, en un restaurante ruidoso, la amiga de otra amiga me miró como si le hubiera dicho que mi destino final era Neptuno. Me preguntó qué había en Vietnam. Ella no sabía ni de la guerra.

            Cuando mi madre escuchó mis planes, hizo su propio interrogatorio. Que si había considerado vacunarme. Que si llevaba un arsenal de medicinas. Que si ya le había anotado a mi marido los teléfonos de todos —todos— los hoteles en los que me hospedaría.

            Nueve horas antes de abordar el avión, uno de mis editores dijo —en broma— que me imaginaba a la mitad de la selva —paliacate en la frente y cuchillo en mano— como si fuera Rambo. Me reí de nervios.

***

            En un mapa del Sudeste Asiático, Laos y Camboya parecen una inmensa barriga que empuja a Vietnam hacia el mar. El país más flaco del continente soporta el peso con la espalda y carga en hombros a China. Guarda el equilibrio para no irse de bruces al agua.

            A vista de pájaro, Vietnam es un fideo de arroz. Su cuerpo es una «S» gigante. O no tan gigante. De punta a punta mide menos de dos mil kilómetros, sólo un poco más que la Península de Baja California, en México.

            En su parte más estrecha, el fideo es un suelo escuálido de 50 kilómetros de ancho. Un maratonista promedio podría correr de la barriga laosiana a las faldas de la playa en cinco horas con quince minutos.

            En un atlas no se advierte, pero el fideo está hecho de acero. Casi desde que imprimió su nombre en el mundo, Vietnam ha sido abrasado por la furia de la guerra, pero no ha habido lluvia de metralla ni de fuego ni de odio que borre su rastro del mar.

***

            Nació Cristo, y cien años después los vietnamitas comenzaron a jalonearse el pelo, la ropa y la vida con sus vecinos del norte. En Occidente llamamos “Guerra de Vietnam” a los 20 años de peleas con Estados Unidos a partir de los 50, pero esa no fue la primera ni la peor lucha en la historia de Vietnam: antes estuvieron los chinos; luego, los franceses.

            Los vietnamitas abrevian la historia de sus peleas con China en un chiste: “Somos como el gato y el ratón. Ellos nos persiguen y nosotros nos defendemos”. El felino tardó más de mil años en dejar la ratonera en paz. Ésta tenía un cuerpo tan largo y las garras chinas eran tan torpes, que Vietnam lograba independencias fugaces y fragmentadas: a veces en el norte y a veces en el sur. Por casi 1,500 años los vietnamitas nacieron y murieron en guerra. Escupían a las dinastías chinas lejos de sus ciudades y selvas, y éstas siempre volvían. En esa tierra flaca, donde la libertad ha sido tan escasa como la comida y el dinero, nadie fue libre por más de dos siglos al hilo.

            El ratón se habituó al gato. Se convirtió al budismo. Adaptó su alfabeto al suyo. Las fotocopias de las casas, templos y el arte de China hoy siguen vivas en las calles de Vietnam.

***

            Luna Hang está envuelta en un suéter de cuello alto y una chamarra negra rechoncha. Lleva el pelo negro y lacio recogido en una trenza. Con la bufanda roja que hace juego con sus guantes y le cubre la boca, parece un tamal al interior de una olla que guarda calor.

            Mi guía extiende la mano, me da la bienvenida al aeropuerto de Hanoi y un acordeón en su rostro atezado es la primera sonrisa que encuentro en Vietnam.

           —¿Traes abrigo? Tápate antes de salir al bus. Aquí en el norte, en esta época, los días son muy fríos.

            En una pantalla leo que estamos a 19 grados. Por eso no tengo frío, pero sigo el consejo de Luna, me siento en una banca para rascar el fondo de mi maleta y saco la chamarra que guardé antes de salir de París. En esto estoy cuando veo a la mujer que duerme encogida en la banca de enfrente temblar como gelatina. Su cuerpo es fino, como una vara de incienso, y su piel es del color de la leche. Cruza los brazos, los descruza, tirita. Pega las rodillas al pecho y se abraza las piernas como un clavadista. Sólo lleva un suéter viejo y gris.

            Pequeños, ágiles y escurridizos, los vietnamitas han sobrevivido a más de mil años de guerra y hambrunas. Hablan del inicio de la temporada de tormentas y tifones con la tranquilidad de quien dice «ésta será una tarde soleada». Administran sus cosechas de arroz como ardillas que la naturaleza entrenó para sobrevivir al invierno.

            Pareciera que la única flaqueza que vulnera a un vietnamita es pasajera. Aparece sólo una vez por año, en diciembre, cuando los habitantes del norte engordan sus cuerpos delgados —de cristal— con capas y capas de ropa, y salen a la calles con la corpulencia artificial de un luchador de sumo.

***

            Cualquiera puede contar en vietnamita. Mop. Hai. Ba. Bung. Nam. Sao. Bay. Tam. Chin. Moui. Fácil. Del uno al cinco y del cinco al diez.

         En Vietnam, la delgadez no exime a la lingüística. Aquí las listas de los diccionarios son tan flacas como la geografía, los cuerpos frágiles que tiemblan a 19 grados en invierno y las callecitas por las que fluyen motos como kayaks en un río de rápidos.

            Las palabras vietnamitas son monosílabas. Todas. El río más largo del norte: Cau. El plato tradicional para desayunar: Pho. El título del himno nacional: Tien Quan Ca. El héroe de la independencia: Ho Chi Minh. El nombre vietnamita de la capital que llamamos Hanoi (una palabra, dos sílabas): Hà Nội (dos palabras, dos sílabas).

            Dos días después de llegar a Vietnam —Viet Nam— descubrí que el verdadero nombre de mi guía —Luna, Lu-na— es Nguyệt.

***

            Sola. Sin marido. En Vietnam. En Navidad.

            Lo digo y mis compañeros de viaje —españoles, colombianos, mexicanos— me miran como si me hubieran salido tres cuernos en la frente. Luna es la única que nunca desliza una frase cortés que en realidad quiere decir: «¿Qué clase de mujer casada hace eso y por qué?».

            Ella dice que Vietnam debe cambiar, y es una orgullosa activista de su causa.

            —Aquí hay mucho machismo, pero yo he educado a mi marido. Antes, cuando nos acabábamos de casar, él llegaba a casa, se sentaba frente a la mesa y esperaba que yo sirviera la cena y lavara los trastes. Pero como yo también trabajo y pago las cuentas, le dije: «Si yo cocino, tú lavas».

            Beneficiaria de la rebeldía de la mujer de su único hijo, la suegra de mi guía —según mi guía— es su secuaz número uno.

            —Aquí aún hay hombres que piensan que todo debe ser para el marido, como el rey que tenía 700 esposas y 300 concubinas. Por eso hay que educarlos.

            Dice Luna que su suegro era la encarnación del Rey Salomón. Sin embargo, la vida del pobre iluso cambió por culpa de esta vietnamita que podría ser la hija pródiga de Simone de Beauvoir. Desde que su mujer «se dejó adoctrinar» por su nuera, a él no le quedó más que aceptar ir al mercado, cocinar, sacudir muebles y fregar el piso. Dice Luna que aún no se acostumbra, pero que ya lo hará.

***

            En el país de los fideos, las viviendas son fideos. Sus habitantes las llaman «casas de tubo». Son alargadas y se alinean una seguida de otra, como estudiantes de alturas dispares pegados hombro con hombro. De lejos, parecen columnas de números vietnamitas. Tres o cuatro metros de fachada, dos a cinco pisos de alto. Una puerta en la planta baja abre los brazos para tragarse en su pecho hasta 21 metros de profundidad. Con un poco de suerte, un balcón o una ventana miniatura en los niveles superiores.

            Luna vive con su marido, sus dos hijos, su suegra y el ex Rey Salomón en una casa de tubo de tres plantas.

            —En Vietnam, todo el mundo vive con sus padres. Rentar es carísimo. Un cuarto de 10 m2 cuesta cien dólares al mes. Lo peor es que el gobierno no nos da créditos hipotecarios, así que quien quiere comprar una casa tiene que ahorrar y pagarla de contado. Pero a nadie le alcanza el dinero para eso. Uno sólo tiene casa propia cuando sus padres se la heredan.

            —Pero no entiendo. ¿Tus padres te heredarán su casa aunque tú vivas con tus suegros?

            —No, la casa de mis padres será para mis hermanos; para los hombres.

            —¿Y a ti no te dejarán nada?

            —No, porque yo estoy casada.

            —¿Y si no estuvieras casada?

            —Hmm, de cualquier modo sería para los hombres. Por eso, si eres mujer, tienes que casarte. —ríe Luna, y traiciona la memoria de Beauvoir.

            —¿Entonces la herencia de tus suegros sólo será para tu marido?

            —Sí.

            —¿Entonces aquí las mujeres no tienen derecho a nada?

            —A nada.

***

            Oxímoron del Sudeste Asiático: obesidad vietnamita.

            En Vietnam nada es gordo. ¿La chamarra rechoncha de Luna? Extranjera. ¿Los coches que se mueven como mamuts en un país de motos? Extranjeros. ¿Las casas que tienen más de tres metros de fachada? Extranjeras. ¿Los gordos? Turistas, inmigrantes, extranjeros.

            La palabra más larga de Vietnam tiene sólo siete letras. Nghiêng significa «inclinado», y este inofensivo acto de traducción es grasa abdominal en un idioma que nunca ha visto un vocablo de nueve letras y cuatro sílabas.

            ¿La gramática ancha? Extranjera.

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