Mexicanos de Oaxaca iluminan con velas y altares el camino para reencontrarse con sus muertos

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2023 (link aquí)

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SANTA MARÍA ATZOMPA, MÉXICOA (AP) – Las manos de Ana Martínez se mueven con calma, como si danzaran a través del altar que construye flor a flor, vela por vela, para honrar a sus muertos.

Desde la terraza de su taller de cerámica en Santa María de Atzompa, en el estado de Oaxaca, la mexicana de 41 años continúa una tradición legada por sus antepasados. Cada 31 de octubre inicia su día montando este espacio y continúa por la noche, cuando acude al panteón para poner velas que iluminen el camino de sus difuntos.

Miles de mexicanos esperan la temporada anual de Día de Muertos porque, según sus creencias, los seres queridos que se han ido vuelven unas horas a compartir alimentos y dicha con ellos.

“Atzompa es un pueblo muy ancestral, guardamos la cultura de nuestros ancestros y por eso elaboramos nuestro altar”, dice Ana.

Primero son las flores. La oaxaqueña toma ramitos de cempasúchil que teje alrededor de un arco que se alza sobre los tres pisos de su ofrenda.

“Para nosotros ese arco significa el portal para que ellos (los difuntos) puedan llegar hasta nuestra casa”, explica. “También ponemos un caminito de flores hasta la puerta porque es una señal de que son bienvenidos”.

Después sigue el copal, un incienso compuesto de resinas que al encenderse desprende un aroma que, según se piensa, guía a los muertos hacia su hogar. Luego dispone alimentos como manzanas, maní y dulces de azúcar.

Cerca del pan de yema —un bollo del tamaño de un plato que tiene una figurita humana en el centro—, Ana coloca un cuenco redondo y especial: los chocolates que a su abuela le gustaba comer.

“Ella fue como mi madre, entonces todo lo que voy a ofrecer es esperando que ella pueda acompañarme en el altar”.

Para los oaxaqueños como Ana, en esta fecha no se honra a la muerte sino a los antepasados, explica el secretario de cultura estatal, Víctor Cata. “Es un culto a nuestros seres queridos, con quienes vivimos un tiempo y compartimos un techo, una casa, una comida; que fueron de carne y hueso al igual que nosotros”.

Las tradiciones de Atzompa se aprenden desde la niñez y se transmiten de padres a hijos. En el hogar de Ana, su pequeña de ocho años pregunta emocionada si puede ayudar a acomodar la fruta del altar y su madre le asigna otra tarea importante: cuidar que las velas se mantengan encendidas por la tarde para que sus difuntos no pierdan el camino.

El valor de los cirios es trascendental en esta comunidad en la que el cementerio local se cubre de fuego sobre las tumbas con la partida del sol. Siguiendo esta tradición, localmente conocida como “vela” o “alumbramiento”, decenas de familias pasan la noche junto a sus difuntos.

“Ellos van a venir a nuestras casas con esa luz que les vamos a ir a poner toda la noche”, dice Ana.

Algunos oaxaqueños llegan al panteón desde temprano. María Martínez, de 58 años, empezó a colocar flores de cempasúchil sobre las tumbas de sus suegros y su marido desde el mediodía. “Yo sí siento que hoy regresan pero creo que están con uno diario, no sólo en esta fecha”, dice.

Cuenta que su marido falleció hace tres años y todos los días extraña aquel tiempo en el que estaban juntos. “A él le gusta el mole y el caldo de res. Todo se lo preparo”.

A sólo unos pasos está Juan Manuel Gutiérrez, quien visita la tumba que en 2011 cavó para su papá. Él llegó temprano para colocar algunas flores y velas, pero sus siete hermanos vendrán más tarde hasta cubrir la tierra, dice el oaxaqueño de 49.

Las tradiciones que los distintos pueblos oaxaqueños preservan para recordar a sus muertos varían porque en el estado conviven 16 grupos indígenas y el pueblo afro, pero según el secretario Cata se comparte una noción relacionada con la tierra.

“En octubre y noviembre es la época de sequía, donde la tierra va languideciendo”, explica. “Pero es algo que vuelve a nacer, entonces hay este pensamiento de que los muertos vuelven, que están aquí con nosotros en nuestros altares, donde colocamos todo lo que les gustó”.

Felipe Juárez suelta una carcajada cuando recuerda el rincón del altar que puso en honor a su hermano. A él le gustaba el mezcalito y la cervecita, dice, así que le dejó unas botellas antes de salir al panteón.

“Son ocho tumbas que vengo a visitar. La de mi papá, mi mamá y de mis hermanos. Todos mis hermanos ya se fueron”, dice el oaxaqueño de 67 años.

Él y su familia pasarán la noche en el cementerio, con buen ánimo y platos típicos —mole y tamales— esperando en casa para desayunar cuando vuelvan a las seis de la mañana. No será una vigilia triste, sino feliz, dice Felipe.

“El día que nosotros vayamos a morir, vamos a encontrarnos con ellos, vamos a llegar a ese lugar a donde ellos han llegado a descansar”.

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AP Foto: María Alférez

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

La violencia los obligó a migrar; ahora su fe mantiene viva la esperanza de llegar a EEUU

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2023 (link aquí)

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TIJUANA, México (AP) – Noche tras noche, hincada frente a su casa en el centro de México, Érika Hernández pasó seis semanas hablando con Dios.

“No permitas que mi hijo se vuelva un criminal”, rezó con las palmas unidas frente al pecho. “No quiero que se convierta en asesino”.

Érika temía que su hijo fuera víctima de reclutamiento forzado. La paciencia de la Familia Michoacana, cártel de las drogas que intentó persuadirlo de participar en uno de sus negocios en el Estado de México, se agotó rápidamente. De ahí el secuestro, la venganza y el terror.

“Le pedía mucho a Dios. Lloraba y me metía en ayuno. Mi fe era muy grande”, recuerda la mexicana de 46 años.

Por fortuna, Dios la escuchó. Su hijo escapó a fines de junio y, para evitar que la ira del narco masacrara a su familia, Érika y diez de sus seres más queridos decidieron migrar.

“Nosotros nunca habíamos pensado irnos a Estados Unidos”, asegura. Su familia tenía una buena vida. Eran dueños de terrenos, huertos de aguacate, vehículos y muchos animales. “Pero siempre le digo a mis hijos: vale más la vida de uno que todos los bienes del mundo”.

En su camino hacia Estados Unidos cruzaron cerros y carreteras. Treparon a buses y taxis. Tres meses después de iniciado el trayecto, a finales de septiembre, tocaron la puerta del albergue Movimiento Juventud en Tijuana, en la frontera mexicana con Estados Unidos, y ahora esperan una oportunidad para hacerse de un hogar seguro.

Érika y su familia se suman a los 10.000 migrantes que diariamente llegan hasta los límites de México y su vecino del norte, dijo hace poco el presidente Andrés Manuel López Obrador. Poco antes, la mayor empresa ferroviaria del país anunció la suspensión de las operaciones de sus trenes debido a que las aglomeraciones de migrantes sobre sus vagones provocaron accidentes.

Las poblaciones de los albergues de las ciudades fronterizas mexicanas suelen estar encabezadas por venezolanos, haitianos y centroamericanos, pero en algunos refugios de Tijuana el flujo de mexicanos ha incrementado. La mayoría, como Érika, migra para escapar de la violencia, la extorsión y las amenazas del narco.

Por eso, para muchos, la fe es vital. No la llevan en rosarios, sino en el pecho. En la oración silenciosa de su propia intimidad. 

José Guadalupe Torres acudió a Dios tan pronto dejó su casa en Guanajuato, otro estado del centro de México. Sus motivos fueron similares a los de Érika: un cártel de las drogas amenazó con destrozar a su familia.

“Unos nos fuimos para un lado y otros para el otro”, cuenta el hombre de 62. “Pero Dios está con todos nosotros en donde sea”. 

Ahora, dice como si intentara que sus palabras no se ahogaran en su tristeza, reza para que el gobierno de Estados Unidos le dé una cita que le permita ingresar de manera legal.

El gobierno de Joe Biden estableció este año que todo migrante que desee entrar a Estados Unidos debe iniciar un trámite a través de una aplicación que le ha dado varios dolores de cabeza a los migrantes y a quienes los asesoran. Por lo mismo, miles se arriesgan a cruzar sin autorización.

“Éste es un tiempo preciso para predicarles la palabra de Dios”, dice el pastor evangélico Albert Rivera, quien ofrece un techo y guía espiritual a los casi 400 migrantes que acoge en Ágape, un refugio cercano.

Muchas personas llegan deprimidas, dice el pastor. Vieron morir a un hijo, sufrieron el secuestro de un familiar o perdieron todo para pagar la cuota que pidió algún criminal de su pueblo.

“Hemos tenido mujeres que sus esposos son sicarios y los enemigos de sus esposos les cayeron a balazos a su casa diciendo que van a matarlas a ellas y a sus hijos”, cuenta el pastor.

Por eso, la fe ha cobijado a varios migrantes refugiados en Ágape. Mariana Flores, quien huyó de Guerrero con su marido y su hijo de 3 años luego de que el crimen organizado secuestrara temporalmente a su pareja, cuenta que ya era creyente pero en Ágape renovó su espiritualidad. 

“De repente estamos tristes y no se siente uno bien, pero cuando hay días de culto se nos olvida un poquito y nos ayuda a seguir echándole ganas”, dice la mexicana de 25 años.

Miguel Rayo, un hombre de 47 que migró desde el mismo estado del centro de México, dice que dejó su casa prácticamente con las manos vacías pero guarda una Biblia digital en su teléfono. “La leo cuando estoy resfriado, cuando lo necesito. Queremos regenerarnos, acercarnos a Dios”.

Ágape recibe a migrantes de cualquier fe o ideología, pero se les invita a los servicios de los miércoles, viernes y domingos. También se ora en los dormitorios varios días por semana y los mismos migrantes se encargan de organizar el rezo.

A pocos kilómetros de ahí, Casa del Migrante también ofrece cobijo espiritual. Fundado por la congregación católica de los misioneros scalabrinianos en 1987, es un albergue que provee un techo temporal, asesoría jurídica y mentoría para que los migrantes consigan trabajo y escuelas para sus hijos.

Cada miércoles, durante la misa semanal que ofrece el padre Pat Murphy, los migrantes pueden participar compartiendo sus vivencias y preocupaciones. “Es una misa muy bonita, un tiempo de compartir”, dice Alma Ramírez, quien llegó como voluntaria hace un año y recientemente se integró como trabajadora de tiempo completo.

El albergue solía recibir únicamente a hombres deportados de Estados Unidos, pero desde que incrementó el flujo migratorio en 2019 empezó a acoger a familias enteras y miembros de la comunidad LGBT.

“Tenemos personas desplazadas internas, mexicanos que tienen que salir de estados del sur y del centro por situaciones de violencia, principalmente del narcotráfico”, agrega la trabajadora.

Para muchos de ellos, la imagen que cuelga de una pared del patio principal brinda esperanza: una representación de la Virgen de Guadalupe.

 “Hay personas que llegan a la puerta y, cuando les decimos que sí pueden ingresar, nos dicen: ’Desde que llegué y vi a la Virgen, supe que todo estaría bien’”, cuenta Alma.

Tanto en Casa del Migrante como Ágape, algunos piden al padre Pat y al pastor Albert que los bautice y muchos más solicitan que acompañen sus rezos. Temen por sus familias, por lo que dejaron atrás y por lo que les espera durante el viaje que esperan continuar rumbo a Estados Unidos.

“Ábreme las puertas, Señor, para que pueda cruzar”, es la oración que les sugiere el pastor.

“Imagina la experiencia de fe”, dice el religioso. “Llegas a un lugar sintiéndote quebrantado, pero entonces ruegas a Dios, llenas tu aplicación, te dan cita y llegas a Estados Unidos”.

“Eso nunca lo van a olvidar”.

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AP Foto: Karen Castañeda

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

El acceso al aborto dio un paso más en México, ¿qué sigue para las activistas?

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2023 (link aquí)

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Son las ocho de la noche de un domingo y Crystal P. Lira no atiende los mensajes. Su atención está puesta en la mujer que acudió a su organización pidiendo un espacio seguro para abortar.

Crystal le ofreció las oficinas de su Colectiva Bloodys y Projects en Tijuana, donde un muro traza el límite entre este país de tránsito migrante y Estados Unidos.

Sería fácil pensar que el trabajo de las activistas que apoyan el derecho a decidir consiste en entregar pastillas abortivas, pero ellas no son doctoras ni farmacias, sino acompañantes. ¿Y eso qué significa? 

“Se habla mucho de poner el cuerpo”, dice Crystal. Brindar presencia física o virtual, dedicar su tiempo sin cobrar sueldo alguno y poner las fortalezas propias a disposición de otras mujeres. 

Las acompañantes trabajan más o menos así: vía redes sociales o WhatsApp, reciben las solicitudes de mujeres que quieren abortar. Los motivos varían. Falta de información sobre la posibilidad de interrumpir el embarazo en casa, escasez de recursos, estigmatización en clínicas, temor, soledad. Y ahí el acompañamiento. Cuéntame, te escucho, hagamos tu protocolo de salud, dime a dónde te llevo las pastillas, avísame a qué hora llegas para abortar aquí.

Una resolución de la Suprema Corte de Justicia allanó en septiembre el camino a la despenalización en México, pero el aborto no se volvió accesible de un día para otro. Aunque la decisión implica que el Congreso deberá derogar las normas que lo criminalizan en el Código Penal Federal, no modifica las legislaciones estatales ni elimina el estigma social.

En 11 de 32 entidades donde ya es legal, activistas suelen denunciar que la ley no alcanza para remediar la falta de insumos, capacitación en clínicas ni el hostigamiento a las solicitantes. Por eso el trabajo sigue. Al igual que otras organizaciones, Bloodys traza una hoja de ruta y Crystal apunta a despertar un empoderamiento que trascienda fronteras. 

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El acompañamiento que ofrece Bloodys implica corresponsabilidad, dice Crystal. “Hacemos lo posible dentro de nuestro contexto social, legal, cultural y económico, pero también hacemos énfasis en que las mujeres se apropien de la información”.

Su oficina posee un banco de medicamentos y kits con toallas sanitarias, tés e ibuprofeno, pero lo más valioso son los panfletos que reparten en actos públicos y sintetizan lo que hay que saber antes de abortar.

En 2012, cuatro años antes de que fundara Bloodys, Crystal enfrentó un embarazo no deseado. “No sabía qué hacer, dónde buscar ni qué pensar”, recuerda. “Como varias compañeras, me dije ‘esto no me va a pasar’ y cuando me pasó no lo podía creer”.

Por recomendación de una amiga y su cercanía con la frontera, Crystal acudió a una clínica de Planned Parenthood en San Diego y regresó a Tijuana con un frasco de pastillas que jamás había visto y una deuda de 600 dólares que le permitió costear su aborto.

Con el tiempo se volvió consciente de cuántas mujeres pasan el mismo trago amargo. “Me causaba conflicto y preocupación que unas pudiéramos acceder y otras no”.

En 2015, tras ver un documental sobre aborto promovido por Las Libres –red pionera del acompañamiento en México– Crystal buscó a su fundadora, Verónica Cruz, y en 2016 recibió capacitación junto a otras acompañantes en la cocina de su casa.

“Para tomar conciencia y formar una red de aborto me tuve que cuestionar por qué llegué hasta aquí, por qué lo viví así y cómo lo pude haber vivido distinto”, dice. “Todas las mujeres, así como tenemos derecho a un aborto seguro, tenemos derecho a cuestionarnos cómo puede ser distinto para otras”.

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Lo más fácil de aprender fue el protocolo, dice Crystal. Toma tal pastilla, espera tantas horas, ingiere otra. No olvides esto y aquello. Cuídate así y así.

“Lo más difícil fue el piso político, la perspectiva de abortar desde el derecho y la libertad. No quedarnos calladas, no aportar a la clandestinidad”.

Un país con 32 estados implica que las acompañantes actúan de 32 maneras particulares. Hay lineamientos generales, claro, pero las activistas capitalinas tienen retos distintos al de las oaxaqueñas o chiapanecas, donde las comunidades indígenas abundan, y éstas se diferencian de las guerrerenses o las tamaulipecas, donde el crimen organizado oprime.

¿Qué vuelve único a Tijuana? La frontera. Se calcula que este año habrá más de 500.000 personas movilizadas desde Colombia a través de la selva del Darién para cruzar América Central y México hasta alcanzar este punto que conecta con Estados Unidos.

Venezolanos, salvadoreños, haitianos y mexicanos –que se desplazan por la violencia derivada del narcotráfico– son algunos nacionales que migran en trenes, autobuses y a pie. Miles son víctimas de robo, trata de personas y abuso sexual.

“Estamos viendo a mujeres que sufren muchas violencias en su recorrido para Estados Unidos”, dice Crystal. “Es algo que en otros estados no se ve”.

Algunas migrantes que desean interrumpir su embarazo las contactan directamente y otras son canalizadas a través de albergues o parteras. “Gracias a esa comunicación nos hemos dado cuenta de la necesidad de apoyo hacia esas mujeres porque hay veces que no cruzan solo una frontera, sino varias, y en ese cruce se viven violencias, sobre todo sexuales, y tienen que vivir abortos”, explica Minerva, otra integrante de Bloodys que pidió reservar su apellido por motivos de seguridad.

Es difícil que una migrante acceda a información, medicamentos y un espacio seguro para abortar, dice Crystal. “Están en albergues, en campamentos o casas donde viven con muchas otras personas. Entonces, al no ser el contexto ideal para hacerlo, nos toca acompañarlas aquí”.

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No todos los mexicanos celebran el posicionamiento de la Corte y quienes rechazan el aborto también han tomado acciones. 

Tras la resolución, el actor Eduardo Verástegui se registró como aspirante presidencial para los comicios de 2024 y su campaña repite “sí a la vida, no al aborto”. Sin mencionarlo por nombre, el cardenal Carlos Aguiar Retes llamó a votar por él y cuenta con el respaldo de ciudadanos católicos y otros grupos que han presentado firmas ante congresos locales rechazando la despenalización.

“Lo que está haciendo la Corte es activismo judicial”, dice Rodrigo Iván Cortés, presidente del Frente Nacional por la Familia. “Utilizar las instancias judiciales para decir ideología”. 

En reacción a la resolución, organizaciones afines al Frente encabezaron una protesta en días recientes. “Estamos marchando a favor de la mujer y de la vida porque es una relación consustancial”, agrega.

A todo movimiento progresista sigue un revés de grupos que se organizan en contra, dice Sofia Aguiar, abogada en GIRE, organización que presentó el amparo y motivó la respuesta de la Corte. “Lo vimos en Estados Unidos (con el retroceso de Roe vs Wade) y en movimientos progresistas en Europa y América Latina”. 

Por eso GIRE y otras organizaciones se dicen listas para defender lo ganado y ampliar su alcance en salud reproductiva. No sólo pelear por el aborto, sino para combatir la violencia obstétrica, la muerte materna y la anticoncepción forzada.

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Mientras las leyes avanzan, Crystal y otras activistas de Tijuana se han aliado para promover una idea: “conoce tu cuerpo y decide qué quieres para él”.

Con ello esperan difundir qué opciones hay para quienes pueden abortar en entornos legales –clínicas privadas, hospitales públicos, espacios de acompañamiento o el hogar propio— y los alcances de la autonomía: decidir quién te va a acompañar, cuánto quieres invertir y quién lo va a saber.

“Ni las mismas acompañantes nos tendríamos que enterar”, dice Crystal. “Hemos recibido mensajes de mujeres que nos dicen ‘lo hice con su información, muchas gracias, sigan así’”.

La próxima apuesta de Bloodys es migrar sus estrategias a Estados Unidos en complicidad con una compañera que se mudó a San Diego. El plan incluye replicar protestas, facilitar el medicamento –que allá requiere receta– y comunicar que abortar en casa es posible y seguro.

Otro plan a corto plazo es apoyar a la mujer desde diversas posiciones. En colaboración con el Frente Nacional contra Deudores Alimentarios de Baja California acompañan a madres que reclaman manutención a padres que no se responsabilizan de sus hijos y con Espacio Mujer Lunar ofrecerán talleres sobre salud menstrual en albergues para migrantes.

“Hablar de aborto es importante, pero una forma de que las mujeres se apropien de sus decisiones, su vida y sus cuerpos es apropiarse de esos otros procesos”, dice Crystal. 

Su aliada será Mónica Rosas, fundadora del colectivo que difunde cómo el ciclo menstrual es un signo vital de salud y reconocimiento de fertilidad. “Creamos un espacio de acompañamiento sobre el autoconocimiento en tribu”, cuenta Mónica. 

Su primer acercamiento a migrantes —con las que abordó cómo la violencia, el estrés, la alimentación y la falta de descanso afectan el cuerpo– ocurrió a finales de septiembre por invitación de ACNUR. El segundo será a mediados de octubre en compañía de Bloodys y, por paradójico que parezca, se realizará en un albergue con afiliación religiosa que atiende a unas 1.700 personas.

El programa incluye la alfabetización corporal –-nombrar la anatomía del cuerpo libre de tabúes–, describir las fases del ciclo menstrual, una danza y cantos que aborden otras perspectivas sobre el ser mujer.

“Nos encantaría que estas mujeres que están de paso, esperando una oportunidad para cruzar, ser llevaran esta información”, dice Crystal. “Que nuestras cuerpas (sí, en femenino) son poderosas y si las conocemos nos pueden ayudar a llegar a nuestra propia identidad, a darnos nuestro propio valor”.

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AP Foto: Karen Castañeda

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Sobrevivir a lo impensable: ¿qué ha sido de las víctimas de abuso clerical en Chile?

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2023 (link aquí)

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Cuando el horror llegó hasta sus oídos, la madre de Helmut Kramer tomó unas tijeras y recortó al sacerdote de las fotografías del bautismo de su hijo.

—Después, mi mamá guardó las fotos —dice el chileno de 53 años.

El abuso es así, ¿no es cierto? Ocurre en entornos de poder asimétrico —digamos, cuando un cura se convierte en la autoridad de un niño— y surca una huella. Ocurre y no hay nada —ni el silencio amargo de la culpa, ni las tijeras en las manos desesperadas de una madre— que borre su rastro.

¿Qué pasa, entonces, con las víctimas?

—Lo que tiene esta supervivencia es que la llevas en el cuerpo porque el sitio del delito eres tú mismo —dice Eneas Espinoza, otro sobreviviente de abuso eclesiástico en Chile.

El cuerpo es el que calla por temor a represalias. El que padece la ferocidad del descrédito. El que puede sucumbir ante el dolor.

—En el camino murieron varios —cuenta Eneas, de 50 años. —Por abuso de sustancias, por suicidio, hubo personas que perdimos.

Acompañarse, para algunos, vuelve la pena tolerable; encamina a construir algo nuevo. La Red de Sobrevivientes de Chile nació así.

Cuando Helmut hizo público su caso, Eneas —que entonces no lo conocía— le escribió: Yo también soy sobreviviente de abuso y quiero decirte que no estás solo, que no nos vamos a volver a quedar callados. 

Nunca se han visto en persona y sin embargo son hermanos. Juntos hablan en nombre de la organización que fundaron en 2018 y agrupa a víctimas de abuso institucional en la nación que con mayor contundencia denunció violaciones en el entorno eclesiástico en Latinoamérica.

El escándalo que cambió a Chile estalló en 2010, cuando tres denunciantes de Fernando Karadima provocaron una hecatombe en la comunidad que creía que el sacerdote merecía ser santo. La situación empeoró cuando los señalamientos de abuso incrementaron y el papa Francisco se topó con sillas vacías y voces furiosas durante su visita en 2018.

¿Qué ha sido de los sobrevivientes en estos años? Su presencia mediática ha sido intermitente pero el trabajo no descansa. En el país que recién recuerda los 50 años del inicio de una dictadura que atropelló los derechos humanos, son víctimas que siguen en espera de justicia y reparación.

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JAIME CONCHA, 60 AÑOS

Llegué a los diez años a un colegio de los Hermanos Maristas de Santiago. Yo veía puras cosas bonitas y dije: quiero estudiar acá.

Mis papás me dijeron: pórtate bien, hazles caso. Y yo, como niño, confié.

Terminando el mes ya me estaban abusando. Lo que para mí iba a ser el paraíso se transformó en un infierno hasta el día que salí. Fueron ocho años. Fueron varias personas.

Como niño no fui capaz de procesar esos eventos. Tu cuerpo es lo único que te puede defender.

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JAVIER MOLINA, 35 AÑOS

Conozco al sacerdote que me abusa en un distrito de Santiago. Me cambio de parroquia, manifiesto que quiero ser cura y él dice que va a ser mi guía espiritual. 

Un domingo llega a mi casa y le dice a mi mamá: voy a llevar a Javier a la playa. Mi mamá trabajaba en la parroquia; era su secretaria. Yo no quería ir. Yo tenía 14 años. Él tenía 48. 

No sé cuánto estuve llorando, pero recuerdo que me quedé dormido. Desperté cuando él golpeó la puerta del baño. Tomamos desayuno en silencio. Celebró misa. Me hizo sentir culpable. Dijo que el demonio colocaba formas para tentar la fidelidad de Dios.

Cuando veníamos de vuelta, dijo que si yo decía algo, iba a contar que yo era homosexual. Dijo: Me voy a asegurar de que tu mamá no encuentre trabajo nunca más.

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JOSÉ ANDRÉS MURILLO, 48 AÑOS

Las víctimas no guardan silencio. Las víctimas son silenciadas por el abuso, por el trauma, por el contexto, por la institución, por el abusador, por la culpa, por la vergüenza, por la amnesia traumática, por la desconfianza en la justicia, en las instituciones, por una especie de acomodación a la situación abusiva.

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Cada uno, en su propia soledad, pensó que había sido el único. 

Al descubrirse entre sí, como víctimas, varios se agruparon. Sobrevivientes a los Maristas, a los Jesuitas, a los Salesianos. En 2018, junto a Eneas Espinoza y Helmut Kramer, algunos se entrelazaron en la Red de Sobrevivientes de Chile.

Ese mismo año dieron un último voto de confianza a la Iglesia católica. Cuando el papa Francisco envió dos colaboradores a investigar los crímenes, más de 60 víctimas compartieron sus testimonios con Charles Scicluna y Jordi Bertomeu y luego los vieron subir a un avión con un informe de 2.300 páginas que no volvió a salir del Vaticano.

¿Qué ha pasado desde entonces? Depende a quién se le pregunte.

Para las víctimas cuyos casos cayeron en manos de una justicia que se lavó las manos —tu caso ha prescrito, está viejo—, nada. O poco.

Pasó que un pontífice reconoció por primera vez que en Chile existe una cultura de abuso y encubrimiento. Pasó que los 31 obispos chilenos presentaron su renuncia pero muchos mantuvieron el cargo. Pasó que algunos curas involucrados en casos de alto impacto dejaron de oficiar misas.

Pasó que el único fiscal que citó a declarar a un cardenal y allanó una diócesis fue sacado de la jugada bajo señalamientos de corrupción de los que después fue absuelto.

Y entonces pasó algo. Los sobrevivientes se arremangaron la camisa para dejar de pelear contra la Iglesia y empezaron a exigir reparación al Estado. En 2019 sus esfuerzos lograron que un gobierno de derecha promulgara la ley de imprescriptibilidad de delitos sexuales contra menores de edad.

Lo hicieron por ellos, por otros, por todos.

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JOSÉ ANDRÉS

Con el caso Karadima se abrió un mundo. Tenía la sensación de que estábamos golpeando el techo y de pronto cayó y hubo que hacerse cargo.

Las experiencias traumáticas abren un espacio hacia la destrucción o hacia la búsqueda de una forma de luchar. Yo no quiero que otros vivan lo que yo viví.

A todos nos dejaron ir a la iglesia porque era un lugar sano, protegido, cuidado. ¿Cómo se lucha contra el abuso? Lo más importante es fortalecer los derechos de la niñez.

Fundación para la Confianza nace en 2010, cuando no se hablaba de abuso sexual infantil. Tomamos la decisión de ser una organización de la sociedad civil para prevenir, intervenir y acompañar siempre ligados a violencias hacia las infancias, donde la Iglesia ha tenido un rol importante.

La fundación sigue la misma energía que yo sentía cuando quería ser cura, pero no es religiosa. Es espiritual en el sentido más amplio de la palabra. Espiritual porque creemos en un mundo mejor, en la justicia. Creemos que el dolor puede transformarse en resiliencia.

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JAIME

A propósito de las denuncias contra Karadima, se produjo un proceso misterioso: cada uno, en su propia intimidad, fue rompiendo el silencio.

Yo denuncié en 2017. Salió un reportaje de abuso en mi colegio y fui capaz de poner en palabras lo innombrable.

Romper el silencio alivia, pero empiezas a sentirte responsable del sufrimiento que compartes. Cuando le conté a mi pareja, para ella fue insoportable. Lo primero que pensó fue: entonces eres gay y me lo has ocultado. Yo me sentí abandonado.

A mí no me pasó nada; a mí me lo hicieron. El día que llegué a ese maldito colegio me escogieron, me marcaron y me violaron una y otra vez.

¿Y entonces por qué sigo vivo? Porque a pesar de todo hay un Dios que me ama. Sigo creyendo en Dios, pero no en la Iglesia católica. Sigo creyendo en un Dios que me ha cuidado siempre, que ha permitido que esté al borde y nunca me haya tirado al precipicio.

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JAVIER

Yo me preguntaba: ¿por qué si me dijeron que Dios me iba a proteger, él permite esto? Todos estos curas tienen delirio mesiánico. Forman sus grupos y te dicen: voy a ser tu padre.

Yo no creo en Dios. No creo en nada. Creo en una energía. Ahora te puedo contar lo que viví, pero antes eran horas de llanto. Fue todo un proceso para tener la confianza de conocer a alguien, de poder disfrutar con otra persona. Antes era la desconfianza de que todo el mundo te va a traicionar.

Fue chocante darme cuenta de que personas de mi edad ponían en duda mi relato porque me vieron muy cercano a él. Es tan difícil explicar que no tienes otra opción.

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En estas voces hay puntos en común. Eneas Espinoza también estudió con los Maristas. José Andrés Murillo pensó que su abusador lo guiaría para convertirse en cura. Helmut Kramer asistió a sesiones de supuesto catequismo que enmascararon la violencia.

¿Cómo llegamos a esto? Para el experto en Iglesia Católica y doctor en Historia, Marcial Sánchez, lo primero es el contexto: Chile es un país de 18 millones de habitantes en el fin del mundo y, cuando los lugares son pequeños y el poder no se ejerce adecuadamente, hay abuso.

—Es un problema porque la Iglesia Católica es parte del ADN de ser chileno. Culturalmente está en la forma de pensar, sentir y actuar —explica el historiador.

Esto no es casual: durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) la iglesia defendió a víctimas de violaciones de derechos humanos y muchos consideran que fue el único contrapeso al autoritarismo, pero con el tiempo el cardenal Raúl Silva Henríquez dejó su cargo y una nueva generación de obispos se alejó del pueblo.

—La jerarquía adquiere una espiritualidad más de puertas adentro, de menor protagonismo político, social y un giro conservador importante —precisa la también historiadora María Soledad del Villar. —Se opone a cualquier cambio en términos de moral sexual y de familia.

En otras palabras, mientras el liderazgo de la Iglesia se golpeaba el pecho cuando se hablaba de homosexualidad, aborto o divorcio, había curas que cometían y encubrían abuso sexual infantil.

Al menos 35% de la población chilena actual no se identifica con ninguna religión y sólo la mitad de los creyentes se dicen católicos, cita el reporte más reciente de la encuestadora Latinobarómetro. Algunos poseen cierta espiritualidad pero la mayoría desconfía de la institución.

Es la generación que vio a padres y madres confiar a sus hijos a una Iglesia que, en vez de protegerlos, los destruyó. 

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ENEAS

Como Red de Sobrevivientes decimos que los crímenes de la Iglesia nos crearon, pero empezaron a aparecer sobrevivientes de Sename, niñas y niños violados en su entorno familiar que llegaron a la protección del Estado, a hogares en su mayoría tercerizados. Después apareció un grupo de chicos abusados en un club por el entrenador. Por eso la red cambió a abuso en todo entorno institucional.

El Estado es quien debe dar respuesta a estos crímenes. Pedimos una Comisión de Verdad, Justicia y Reparación, una solución que supere lo que los tribunales no han hecho. Está el compromiso de hacerlo, pero hasta que no ocurra, no podemos festejar.

A pesar de la ausencia en medios, la gente nos sigue escribiendo. No paran los llamados y no son solo casos antiguos, personas de 40-50 años. Escriben personas de 20-21.

Yo quisiera que nadie se olvide de esto. Dentro de las medidas de la Comisión está establecer sitios de memoria y una verdad histórica.

Esto no es una batalla y nosotros no somos soldados. La Iglesia Católica no es nuestra enemiga. Los abusadores no son nuestros enemigos, son personas que cometieron crímenes y hay una institución que avala la impunidad.

Si fuera una lucha, yo querría venganza y yo no quiero venganza. Yo quiero justicia y que se modifique la manera en la que la Iglesia se comporta con impunidad en nuestros países en Latinoamérica.

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Cuando Helmut decidió denunciar, el cura que su madre recortó de las fotos de su bautizo superaba los 90 y un amigo le dijo: si no hablas ahora, él se va a morir y nadie va a saber qué hizo.

A los pocos días apareció en la portada de un diario. Gente desconocida lo abrazó a media calle. Algunos incrédulos lo criticaron por perjudicar el prestigio de su colegio. Nunca dio marcha atrás porque –como Javier, José Andrés, Jaime y Eneas– vio en su denuncia el potencial de algo más. 

—Empezamos a trabajar el primer mapa de abusadores en contexto eclesiástico y un discurso muy político: el problema del abuso es un problema de derechos humanos y debe ser tratado como tal.

Estos y todos los pasos que da un sobreviviente de abuso son vías para reconstruirse, estrategias para sanar. Helmut dice que a él le ayuda reír y así, sonriente, narra cómo rompió para siempre con Dios. 

Una tarde de 2019, presentó su certificado de bautismo en el Arzobispado de Santiago y cuando la empleada le preguntó por qué renunciaba a su fe, él respondió: 

—¿Ve usted el nombre del sacerdote? Él me violó.

Al bajar del tercer piso, gritó: ¡Soy apóstata! ¡Soy apóstata! —recuerda mientras la risa agita su barba canosa.

Después fue a celebrar. Se compró un almuerzo. Se tomó una selfie. La subió a redes y todos lo felicitaron. 

—Fue una fiesta.

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AP Foto: Esteban Félix

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La Vicaría de la Solidaridad: la historia de quienes defendieron los DDHH ante la dictadura chilena

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2023 (link aquí)

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SANTIAGO (AP) – El pasillo huele a papel viejo. Unas cajas se apilan sobre otras. Los estantes sostienen carpetas. Hay ficheros en orden alfabético. 

No es una biblioteca, sino memoria. “Represión en universidades”, dice un legajo. “Recortes de prensa DDHH”, formula otro. El resto son claves que el visitante promedio no entiende. “SAD” enlista a los detenidos desaparecidos. “SAE” registra a los ejecutados.

En éste, el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, cada folio es historia. Recuerda que a 50 años del golpe de Estado que dio pie a la dictadura de Augusto Pinochet, el pasado aún cala en Chile con sus muertes y ausencias.  

El origen de la Vicaría fue algo peculiar: a diferencia de otros países latinoamericanos como Argentina, donde la Iglesia católica se sentó a la mesa con los dictadores en vez de confrontarlos, en Chile hubo un hombre con sotana que puso su poder al servicio de las víctimas.  

El primer proyecto que lideró el cardenal Raúl Silva Henríquez fue el Comité Pro-Paz (1973). Desde ese organismo ecuménico, católicos, cristianos, judíos y líderes de otras religiones brindaron acompañamiento espiritual, judicial y material a los primeros afectados por el régimen.

Pinochet ejerció presión hasta que el Comité cerró el 31 de diciembre de 1975, pero el cardenal guardó un as bajo la manga: un día después abrió la Vicaría de la Solidaridad –esta vez con todo el peso de la Iglesia católica tras de sí— para abocarse a defender los derechos humanos.

Y así, en este país delgado que el Pacífico y los Andes abrazan en la punta más austral de América, asistentes sociales, abogados y otros profesionales formaron un grupo que durante 16 años ofreció asesoría legal, médica y emocional a quienes el autoritarismo partió en dos. Recibieron a madres cuyos hijos no volvieron de una protesta, a jóvenes cuyos padres desaparecieron a la salida del trabajo, a esposas que sin saberlo ya eran viudas.

Prestaron oído y dieron consuelo. Acudieron a tribunales. Identificaron restos en las morgues. Se habituaron a las amenazas telefónicas, a las miradas acechantes en las calles y, en días más duros, enterraron a colaboradores y amigos: José Manuel Parada, jefe del departamento de análisis de la Vicaría, fue secuestrado y ejecutado por agentes estatales en 1985. 

La documentación que reunieron es la historia de una resistencia. En 1992, dos años después del retorno a la democracia, la Vicaría cerró y se creó la fundación que ahora preserva el archivo: habeas corpus, fichas médicas y declaraciones de 47.000 expedientes que han facilitado reclamos de justicia y reparación.

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El archivo se inició el día 1 porque el papel permitía plantar cara al gobierno: al reunir pruebas, no se podían negar las culpas. 

María Luisa Sepúlveda también estuvo ahí desde el principio. Tras el golpe de 1973 se integró al Comité Pro-Paz y tres años más tarde, cuando el cardenal estableció la Vicaría, empezó a trabajar como asistente social. Luego colaboró en comisiones de prisión política y tortura, asesoró a un presidente en materia de derechos humanos y apoyó la instalación del Museo de la Memoria.

“Este trabajo ha sido el sentido de mi vida”, asegura.

El nombre de la Vicaría llegó a oídos de la gente a través de las parroquias. Ayúdeme, padre, mi marido ha desaparecido. Y el sacerdote respondía: Ve al Arzobispado y ahí te van a apoyar.

Cuando una persona llegaba, el primer contacto era una asistente social como María Luisa. Ella tomaba notas y evaluaba la situación. Dependiendo del escenario, accionaba. Si había alguien en la mira de la dictadura, trataba de conseguir un sitio de resguardo o una visa para sacarle del país. Si la persona estaba detenida, transmitía información a un abogado que prepararía acciones judiciales.

“Ya se sabía de muertos, de personas detenidas arbitrariamente”, recuerda. “De un día para otro se acabó la red de apoyo del Estado a las personas”. 

Lo peor, añade, era “no saber”. Buscar a tu hermano o a tu padre sin entender qué le había ocurrido. ¿Estará en la cárcel? ¿Lo habrán matado? ¿Pero qué hizo? “La gente llegaba totalmente desorientada por las situaciones inéditas”.

Pronto dejó de bastar la atención individual. Debido a la acumulación de casos, la Vicaría empezó a promover las organizaciones de familiares de presos y desaparecidos. Así se coordinaron para visitar cárceles lejos de Santiago, reunir recursos e información.

“Había gente que entraba y no se sentía con la fuerza para seguir”, cuenta María Luisa. “Yo estuve hasta el final”.

Las jornadas de trabajo de quienes defienden los derechos humanos en medio de una dictadura endurecen la piel. En sus jornadas de nueve a seis, antes de correr a casa para atender a sus tres hijos, María Luisa convivía con el sufrimiento de diversas maneras. A veces atendía público y revisaba informes. Otros días iba a la morgue. Ahí vio cadáveres sin ojos, mujeres embarazadas con el vientre rajado, víctimas sin yemas en los dedos de manos y pies.

No es que a la mente no le cimbre la tragedia, pero aprende y se habitúa a convivir con el pasado.

“Me acuerdo de una mamá que tenía dos hijos. A uno lo mataron y al otro lo expulsaron. La señora decía el nombre de su hijo y se desmayaba. Tengo el ruido del nombre del hijo aquí, en el oído. La estoy escuchando y viendo. Tenía una sensación de apretarme el corazón, pero si me ponía a llorar con ella, no le daba solución”.

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Ahí donde hubo víctimas estuvo también la Vicaría. Aunque su trabajo fue más amplio en Santiago, abrió oficinas en todo el país.

“La principal metáfora religiosa que alimenta su trabajo es la historia del buen samaritano”, explica la historiadora María Soledad del Villar, quien se especializa en la Iglesia católica y escribió un libro sobre las asistentes sociales de la Vicaría.

Según la Biblia, un hombre encuentra en su camino a una persona lastimada y, en vez de pasar de largo, se detiene y cura sus heridas. Bajo este principio, la Vicaría atendió a todo el que lo necesitara —sin importar su ideología— y organizó actividades vinculadas al trabajo social, como ollas populares, bolsas de trabajo y ayunos solidarios.

Aunque hoy Chile cuenta con una de las mayores desafiliaciones religiosas del continente y la Iglesia católica nunca se recuperó de las denuncias de abuso que estallaron en 2010, la iglesia de la época de la dictadura era respetada por todos. El mismo Pinochet asistía a misa los domingos y dijo que la Virgen lo salvó de un atentado en 1986.

También fue una institución cercana al pueblo. Cuando ocurrió el golpe de Estado, atravesaba por un periodo de reformas que propició que los sacerdotes se acercaran a las poblaciones marginales, explica Del Villar. Así se tendieron puentes y la sociedad vio en la iglesia a una institución segura y neutral.

“Por eso cuando empiezan a desaparecer las personas, la gente no fue a la policía. La policía y el ejército eran los que las estaban despareciendo, así que pidieron ayuda a la iglesia”.

Claro que hubo capellanes castrenses y católicos que apoyaron al dictador bajo el argumento de que estaba salvando al país del marxismo, pero la jerarquía religiosa se mantuvo del lado de la gente.

Fueron los obispos quienes convocaron a los abogados y asistentes a trabajar en la Vicaría, recomendaron denunciar abusos y argumentaron que sus acciones no eran políticas, sino humanitarias.

Un puñado dio un paso más allá: una tarde de 1989, cuando un fiscal militar se plantó frente a la Vicaría y exigió al obispo Segio Valech entregar las fichas médicas de sus archivos, el religioso lo enfrentó como quien pone el pecho a las balas y dijo: “No”.

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Cuando la policía de investigaciones lo secuestró en pleno centro de Santiago una tarde de 1980, el periodista Guillermo Hormazábal iba saliendo de almorzar con un colega que le había pedido apoyo para encontrar a su hermano desaparecido.

Guillermo estudiaba periodismo cuando el bombardeo militar alcanzó La Moneda y Salvador Allende se pegó un tiró tras pronunciar su mítico discurso en Radio Magallanes. Tras el golpe, los medios de oposición cerraron y muchos periodistas de izquierda fueron expulsados o asesinados. Guillermo tuvo suerte y encontró trabajo en una radio local hasta finales de 1973.

Meses después, cuando la iglesia llamó a conmemorar un “año santo chileno” para unificar a la sociedad, fue nombrado encargado de comunicación del programa y con los años fue jefe de prensa de la Vicaría y del cardenal Silva Henríquez. “Lo que trataba de hacer la Iglesia era reconciliar a los chilenos porque los horrores eran tremendos”, recuerda. 

Silva Henríquez usó todo medio a su alcance para levantar la voz: a través de Radio Chilena, que era propiedad de la Iglesia y que Guillermo dirigía al momento de su secuestro, la prensa se transformó en una vía de denuncia valiente y constante.

Guillermo piensa que su trabajo lo salvó: tras su captura, Radio Chilena cambió su programación para enfocarse en su desaparición y, quizá por la presión, fue liberado en menos de 24 horas. “Era lo único que existía. No había ningún otro peso aparte de la dictadura”.

La renovación de obispos que llegó tras la salida de Silva Henríquez cambió el panorama y el clero se acercó a la clase alta, pero durante la dictadura fue “una Iglesia que no estaba en la sacristía. Estaba con los hombres, con el ser humano”.

“Si no hubiese estado la posición que tuvo la Iglesia, por ejemplo a diferencia de Argentina, que fue una iglesia entreguista a la dictadura, en Chile habría sido una masacre, habría sido una cosa más terrible de lo que fue”.

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Cualquiera podría pensar que María Paz Vergara conoce cada expediente de memoria. Camina entre las 47.000 carpetas de la Vicaría como si pudiera cerrar los ojos y decir: “Yo sé lo que hay aquí, acá y allá”.  

Su función como secretaria ejecutiva de la fundación que preserva el archivo es responder las consultas de investigadores, abogados, sobrevivientes y familiares de víctimas. También participa en actividades que promueven los derechos humanos en museos, escuelas y otras instituciones.

Aunque inició este trabajo en 1993, tuvo un primer acercamiento desde tiempos de Pinochet. Como otras miles de personas, pidió ayuda a la Vicaría cuando su marido fue detenido de manera temporal.

“Yo hubiera soñado con trabajar en la Vicaría. Para mí trabajar en la fundación ha sido un regalo de Dios”.

Cuenta que la documentación ha sido fundamental para saldar cuentas pendientes. Gracias a ésta y al trabajo de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, muchas causas fueron reabiertas tras el retorno a la democracia.  

Mientras operó, la mayor parte de los oficios de la Vicaría eran sobre detenidos y ejecutados. Hoy el 80% de las solicitudes se realiza por personas que la Comisión de Prisión Política y Tortura ha reconocido como víctimas. Esto les permite acogerse a beneficios reparatorios, como atención primaria en salud.

“También hay víctimas que vienen para recordar lo que pasó”, dice María Paz. Algunos quieren saber quién presentó un amparo para ayudarles. Otros para compartir su historia con sus nietos.

Recuerda a un hombre cuyo padre fue detenido en 1973. Al haber sido un hijo ilegítimo, no lo conoció ni tuvo acceso a los beneficios que consiguió su familia, pero cuando lo vio en fotos por primera vez, su mujer le dijo: “Se parece a nuestro hijo”.

El archivo consta de un fondo jurídico, que guarda más de 85.000 documentos como amparos y procesos por muertes, secuestros o torturas; un fondo iconográfico, que consta de fotografías; la colección bibliográfica, que tiene material relacionado a los derechos fundamentales; la colección de revistas; la de recortes de prensa y la audiovisual, que se compone de filmes sobre derechos humanos.

“El archivo va dando cuenta de cómo se va comportando la represión”, dice María Paz. “Se va conformado según las necesidades de los documentos que es necesario generar”.

En los primeros expedientes se menciona, sobre todo, a detenidos. En los subsecuentes aparecen los desaparecidos y con el tiempo llegan los muertos. Uno puede encontrar declaraciones juradas de testigos que presenciaron detenciones, cartas de madres o esposas pidiendo explicar las capturas y las “fichas antropomórficas”, que empezaron a crearse en 1978 tras el descubrimiento de 15 cuerpos en Lonquén.

“Ahí se constata que los desaparecidos no solo existían, sino que habían sido asesinados y enterrados clandestinamente”, explica María Paz.

Las fichas antropomórficas se integraron con material que describe físicamente a una persona para identificarle en caso de hallar sus restos. Talla, peso, color de pelo y la ropa que llevaba al momento de la detención. Además incluyen radiografías, historiales clínicos, certificados de nacimiento y registros de colegios.

“El gobierno decía ‘esta persona no ha sido detenida’. Incluso llegó a decir que no tenían existencia legal”, cuenta María Paz. “El comité se preocupó de que hubiera documentos de respaldo que hicieran imposible negar los hechos”.

Según María Luisa Sepúlveda, la asistente social de la Vicaría, casi el 70% de las víctimas se registraron durante los primeros tres meses de la dictadura y eso es clave para comprender por qué la sociedad quedó tan golpeada. “Era todo el aparato del gobierno contra todo el aparato sindical, la radio, las organizaciones poblacionales. No se salvaba nadie”.

Aquella herida se arrastra porque Pinochet nunca fue sentenciado a prisión. Además, añade María Luisa, hay sectores que minimizan aquel periodo. “La derecha, el poder económico… Nunca han querido reconocer la gravedad del golpe ni de las violaciones a los derechos humanos. Siempre que uno trata de avanzar en verdad, en justicia, ellos dicen ‘olvidemos’”.

Para miles, como ella, es imposible. “Me habría gustado que estos 50 años hubieran sido distintos, que la sociedad hubiera entendido la necesidad de haber tenido un compromiso real con los derechos humanos y la democracia, que el golpe hubiera sido rechazado mayoritariamente por la sociedad”.

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AP FOTO: Esteban Félix

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Voces sobre la UCA: ¿Qué pierde Nicaragua con el cierre de su universidad más querida?

Originalmente publicado en The Associated Press, agosto de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Con su cierre se pierde más que un nombre. Atado a sus siglas –UCA– se va un fragmento de la historia de Nicaragua, una tradición de pensamiento crítico que desde la Revolución inspiró a miles de estudiantes a decir: “Ante todo soy nicaragüense y, por mi país, voy a pelear”.

A mediados de agosto, cuando el presidente Daniel Ortega pegó el tiro de gracia a la Universidad Centroamericana (UCA) —fundada por jesuitas en 1960 y quizá la institución educativa que con mayor rigor había confrontado la represión en el país—, la justificación se vistió de las expresiones usuales:

Es un centro de terrorismo.

Traicionó la confianza del pueblo.

Transgredió el orden constitucional.

Lo primero fue confiscar sus bienes y dinero. Después suspendió sus actividades. Luego informó que en su lugar funcionaría otra universidad llamada Casimiro Sotelo Montenegro, como un guerrillero que murió en los años 60.

Muchos perciben la decisión como una represalia contra los religiosos católicos que han tomado el lado del pueblo y no el de Ortega: días después de la clausura el 16 de agosto, se informó que la Compañía de Jesús perdería su personalidad jurídica y sus bienes pasarían a manos del Estado. 

Es casi una ironía que el mismo Ortega pasó unos meses por las aulas de la UCA y el rector le entregó un doctorado honoris causa por su “contribución a la paz y la democracia” en 1990, cuando aceptó la derrota electoral contra Violeta Barrios de Chamorro. Ortega volvió al poder en 2007 y ha gobernado desde entonces. 

Hay mucho detrás de esta universidad que hasta antes de su cierre educaba a unos 8.000 estudiantes. Memorias de cómo empapaba de conciencia social. Cariño hacia los compañeros con quienes se soñó una Nicaragua mejor. Sacerdotes y profesores que brindaron cobijo en tiempos de protestas. Periódicos en una biblioteca. Poesía. Un país.

Éstos son cuatro relatos en primera persona de nicaragüenses exiliados que dan cuenta de su historia.  

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DAISY ZAMORA, POETA. ESTUDIANTE EN 1967.

Entré a la universidad en el 67 y fue como aterrizar en una dimensión distinta. Había gran efervescencia política.

Empecé a enterarme de un mundo que era mucho más complejo y amplio que el que yo conocía. Ya tenía vocación social, pero en la UCA se expandió al grado de involucrarme en una organización del Frente Sandinista.

Los jesuitas eran muy abiertos a que los estudiantes se expresaran políticamente. La UCA era un semillero donde íbamos desarrollando acciones de resistencia contra la dictadura. Planeábamos manifestaciones, toma de iglesias, hasta de la Catedral. Era como una pequeña república donde ejercíamos la democracia.

En 1968 había un estudiante —David Tejada Peralta— al que asesinaron brutalmente y se decía que para desaparecer el cadáver lo tiraron al cráter de un volcán. Escribí mi primer poema político a raíz de eso. Se llama “Canto de esperanza”.

Somoza nunca se atrevió a cerrar la UCA ni la Universidad Nacional. No es que no mataran a los estudiantes, pero el recinto universitario era sagrado. Ahí uno podía refugiarse en cualquier momento.

No se puede explicar la revolución sin las universidades, entre ellas la UCA. Ahí entendí lo grave de la situación. Entendí que tenía un compromiso de lucha con mi país.

Recuerdo esa época como con una pátina de dorada, con mucha nostalgia.

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JUAN DIEGO BARBERENA, ABOGADO. ESTUDIANTE EN 2014.

La UCA era el único centro de pensamiento independiente que quedaba en el país. Su cierre responde a la posición que tomó en 2018 de estar del lado de la justicia, de la gente que estaba sufriendo la represión y exigiendo cambios sustanciales.

Casi el 70% del estudiantado era becado y la mayoría procedía de sectores marginales. Yo estudié becado, tenía compañeros que venían de lugares que estaban a 200 kilómetros de Managua. Cancelar la UCA no afecta solamente a la Compañía de Jesús, sino a un sinnúmero de familias nicaragüenses que tenían la esperanza de sacar a sus hijos de la pobreza.

En la UCA teníamos claro que no podíamos aprender si no estaba pasando algo fuera del aula. Analizábamos la realidad nacional y, si para eso teníamos que dejar la temática de la clase para abordar qué estaba sufriendo la ciudadanía y qué necesitaba nuestra sociedad para salir del autoritarismo, lo hacíamos.

Recuerdo que en 2015 un compañero y yo decidimos ir a una protesta frente al Consejo Supremo Electoral para exigir elecciones transparentes. Nos reprimieron, nos golpearon. Regresamos a la universidad y una “profe” nos dijo: muchachos, vayan a poner una denuncia al Centro Nicaragüense de Derechos Humanos y, si necesitan asesoría, cuenten conmigo.

Eran profesores muy claros de la realidad que vivía Nicaragua, con mucha conciencia y solidaridad. En aquel entonces la solidaridad era muy escasa. Gran parte la sociedad prefería no ver lo que pasaba o tenía un poco de temor.

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ERNESTO MEDINA, EX RECTOR DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE NICARAGUA.

Yo vengo de la competencia: estudié en la Universidad Nacional en León. Viví la experiencia de la UCA porque había una cierta relación de amor-odio con la UCA.  

Hay quien dice que la UCA fue fundada por el gran capital para contrarrestar la influencia izquierdosa que tenía la Universidad Nacional, pero yo creo que ésta se había quedado en el pasado. Había poco espacio para lo propositivo.

La UCA llega con una propuesta fresca en una época en la que la misma dictadura quería deshacerse del legado de su fundador, asesinado en 1956. Consciente de que la carga negativa de su padre no le ayudaba, Somoza abre cierto espacio para que surjan opiniones diferentes y lo aprovechan los jesuitas para fundar la UCA.

Los 70 fueron años decisivos para Nicaragua, sobre todo después del terremoto de 1972, cuando las contradicciones internas de la sociedad eran evidentes: la pobreza, la corrupción. Y ya estaba en el poder el tercero de la dinastía Somoza, un militar que comenzó a cerrar espacios.

Los intentos de desarrollar grupos guerrilleros en la montaña fueron aniquilados por el ejército. Entonces el Frente Sandinista comienza a modificar su estrategia: hace una guerrilla urbana y trata de incidir en diferentes sectores sociales. Ahí la UCA juega un papel muy importante, porque hay una generación de muchachos influenciados por los jesuitas de aquella época, como Fernando Cardenal.

Lo que movilizó a la mayoría de la población nicaragüense fue esa combinación de ideas cristianas muy comprometidas con la gente y unas ideas revolucionarias muy heterogéneas que al final terminaron imponiéndose.

En la Universidad Nacional yo era parte de un movimiento cristiano. Éramos más iglesieros que los colegas de la UCA. Recuerdo un retiro organizado en una finca cafetalera. Cuando llegamos, nos sorprendimos. Decíamos: “¿A qué hora rezamos el rosario?” Y ellos llegaron con la revolución. Para mí fue una primera confrontación con otra forma de ver nuestro cristianismo. Eso me marcó.

Yo tenía inquietudes sociales, pero eran las tradicionales que nos inculcaban los colegios católicos: íbamos a un barrio pobre a repartir comida, ropa, hablar con la gente… En cambio, los compañeros de Managua hacían cuestionamientos serios a la dictadura y a la necesidad de una transformación social profunda.

En León, tuvimos que cuestionarnos y nos cambiamos el nombre: éramos “Movimiento Cristiano” y nos convertimos en “Los Macabeos”, los guerrilleros, pues, y terminamos comprometidos con la Revolución.  

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MARÍA GÓMEZ, PERIODISTA. ESTUDIANTE EN 2014.

Cuando escuché de la UCA tenía 11 años y dije: “Quiero salir de la mejor universidad, de la que salieron los mejores periodistas”.

Estudié Comunicación Social de 2014 a 2017. Me decían la “comelibros” porque pasaba los descansos en la biblioteca leyendo periódicos de los 80. No siempre podíamos comprar libros, pero el personal nos conocía y nos permitía llevarnos más libros de lo que se podía.

En 2018, iniciaron las protestas por la reserva Indio Maíz. Se estaba quemando y el régimen no hacía nada. En la UCA nos organizamos y salimos a protestar. Nos sentíamos seguros porque los docentes no se metían, pero nos daban libertad de crear pancartas, de reunirnos y hasta nos protegían. Cuando los policías empezaron a atacar a los manifestantes nos abrieron los portones y pudimos ingresar. No sólo nos atacaban con golpes; atacaban para matar.  

Había profesores que me dieron clases —jesuitas— que se acercaban a los refugiados en la catedral y otras universidades para hacer oración, para bendecirnos y nos decían: “Ustedes son el futuro de este país; no se desanimen. La población los está apoyando y nosotros los apoyamos”.

Cuando me enteré del cierre, me puse a llorar. Lo primero que dije fue: “¡Los periódicos que leía!”. Me destruí, me caí, sentí frío. He hablado con otros excompañeros y todos hemos llorado.

Para mí era la única universidad donde a los estudiantes se les enseñaba cómo desarrollar su criterio, dónde se respetaba si eras de uno u otro movimiento. Era la única que tenía esa autonomía de cátedra y, al perder eso, perdemos todo.

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AP Foto: Arnulfo Franco

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

No son muñecas, sino cultura viva: un artesano lleva la historia oaxaqueña a las calles de México

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2023 (link aquí)

OAXACA, México (AP) – Las manos de artesano de Tonatiuh Estrada no sólo modelan figuras de cartón que sobrepasan los tres metros de alto. Lo que a él le gusta es crear documentos.

“Quiero que cuando la gente vea cómo las personas utilizan un huipil (un vestido tradicional) o un peinado, también lo lea y lo entienda. Que no se lleve sólo un adorno, sino también conocimiento”, dice el mexicano de 46 años.

Sus creaciones más recientes fueron solicitadas por el gobierno local para celebrar la Guelaguetza, el evento cultural más importante del estado de Oaxaca, en el suroeste del país. Como en cada edición, desde hace 91 años, el festejo convoca a diversas comunidades originarias para difundir su cultura a través de bailes, desfiles y venta de artesanías. Este año participaron 16 etnias y el pueblo afromexicano.

Tonatiuh modeló ocho piezas representativas de las regiones estatales para la celebración: siete mujeres y un hombre vestido de diablo. “La intención era hacer muñecas morenas para valorar nuestra etnia, nuestros colores”, explica.

Su especialidad es la cartonería –un fino y antiguo modelado en papel— y las muñecas de calendas, como se conoce localmente a las procesiones que los oaxaqueños realizan durante las fiestas patronales o para honrar a algún santo.

Por su colorido y atractivo, las calendas se han popularizado en Oaxaca y ahora es común verlas por las calles del centro varias veces por la tarde, pues decenas de parejas de recién casados suelen contratarlas como parte de su evento. Eso, piensan algunos, perjudica su esencia.

“Hoy en día se está perdiendo su significado”, asegura Nayelli López, quien vive en la capital y desfiló en la Guelaguetza como “china oaxaqueña”, que representa a la mujer trabajadora de los Valles Centrales. “Lo que se ve día a día en las bodas son recorridos. No son calendas porque una calenda es un respeto y un símbolo de fe que se lleva a las iglesias”.

Tonatiuh hace lo posible por preservar y difundir ese contexto espiritual en sus piezas. Explica que realiza una investigación cuidadosa de cada pedido y tiene claro que las primeras figuras de calenda se utilizaron tras la Conquista (1521), cuando los españoles iniciaron la evangelización. “Sí son un adorno, pero un adorno con información”, asegura.

Cuenta que cuando el comité que seleccionó a los pueblos participantes de esta Guelaguetza le compartió su elección, él tuvo que hacer algunas correcciones. Pintó flores del tamaño preciso. Acomodó trenzas del lado correcto. Modeló al diablo como se presenta en la danza local que lo inspiró.

“Aquí todo tiene un significado que es bonito”, añade.

Su trabajo toma tiempo porque para completarlo no sólo debe investigar la historia de cada figura, sino tener paciencia en el proceso de confección. Para terminar una sola muñeca puede pasar semanas encerrado en su taller.

Primero fabrica un armazón de madera. Luego lo cubre de barro, lo modela como una escultura que posteriormente envuelve con plástico y entonces empieza a pegar el papel. Crea una capa de un centímetro de ancho y una vez que se seca la abre para sacar el barro y dejar el cascarón. El siguiente paso es lijar, lijar y lijar. Ya perfeccionada la textura, pinta.

“A veces la gente cuando ve el papel no lo valora y piensa que es más trabajo tallar la madera, pero es más largo el proceso en papel”, dice Tonatiuh.

Aunque la confección de sus últimas figuras haya sido estresante por cuestión de tiempos, el artesano se dice satisfecho. “A la gente le ha gustado. Se toman fotos, se sienten identificados. Les dio mucho gusto que las muñecas fueran morenas”.  

Algunos investigadores analizan lo que ocurre en la Guelaguetza con cautela porque no todos los pueblos originarios participan y nació como un evento que impulsaba el nacionalismo.

“Lo vendían como un homenaje racial”, explica la antropóloga Gabriela Zapién. “Desde el origen fue algo problemático porque estamos hablando de una tradición construida”.

Tonatiuh coincide, pero piensa que a la larga ha logrado algo positivo. “Ha alimentado y exhibido las costumbres de la gente, o sea, lo que uno ve sí se hace y lo ha revalorizado la propia gente”.

La misma palabra “Guelaguetza” tiene un significado entre los oaxaqueños y cumple una función social. Algunos lo asocian a un festejo y otros a la ayuda mutua. En ambos casos, implica compartir.

“Lo bonito de Oaxaca es que no es una cultura de museo o de exhibición”, asegura sonriente. “Es una cultura viva”.  

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AP Foto: María Alférez

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Pueblos originarios de México comparten la herencia de sus ancestros durante la Guelaguetza

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2023 (link aquí)

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OAXACA, México (AP) — En el suroeste de México hay una diosa que abraza. Cuando uno conoce a Leticia Santiago Guzmán, sus brazos se abren como si fuera un ave que ofrece su cobijo.

Desde finales de junio representa a Centéotl, la deidad mexica del maíz, y es el rostro principal de la Guelaguetza, el evento cultural más importante del estado de Oaxaca. Su rol de las últimas semanas ha sido acompañar al gobernador en los festejos previstos en la agenda y promover su propia cultura.

Todo en ella es color e historia. Su piel canela. El pelo largo —oscuro como fondo marino— acomodado en dos trenzas que remata con listones. Su collar de coral rojo. La pechera floreada que oculta leyendas ancestrales.

“¿Quieres que hable en chatino o en español?”, pregunta la oaxaqueña de 35 años antes de iniciar una entrevista.

Alzando la voz en la lengua de su etnia —los chatinos— Leticia arrancó el discurso que hace unas semanas le valió el triunfo en un certamen que allanó el camino a la Guelaguetza, organizada por el gobierno desde hace 91 años para difundir las tradiciones locales. En esta edición participan representantes de 16 pueblos originarios y la comunidad afromexicana.

Las calles del centro se paralizan cada mes de julio, cuando el evento transcurre entre desfiles, bailes y ventas de artesanías. Según el gobierno, tan sólo esta semana hubo más de 27.000 mexicanos y extranjeros que se dieron cita en la capital estatal.

El concurso de la diosa Centéotl, en el que Leticia representó al pueblo de Santiago Yaitepec, recibió por años críticas de académicos y asistentes por tener un jurado presidido por personas ajenas a las comunidades que banalizaban a las participantes. Ahora varias voces coinciden en que un reciente cambio de gobierno trajo consigo un nuevo comité más enfocado en destacar la trayectoria de las concursantes y mejorar la representatividad de los pueblos originarios.

Leticia coincide: “Los chatinos habíamos sido olvidados”. La idea de concursar no fue suya, pero cuando algunos conocidos la animaron, ni lo dudó. “Yo ya cumplí con un cargo público en mi pueblo. Fui regidora de cultura. Rescaté una danza ancestral de mi comunidad y toco la flauta”.

Leticia se estremece cuando alguien le pide mencionar qué hace único a Yaitepec. Mientras pasa la mano sobre la falda que apenas cubre sus sandalias, responde que los textiles. “Entre hilos y agujas, entre telar de cintura, hemos armado una identidad que es una lucha también para nosotros”.

Cada vestimenta, accesorio o danza que los representantes de otras regiones lucen o interpretan durante la Guelaguetza también es una ventana a su cultura. Nayelli López, quien forma parte de las chinas oaxaqueñas de la capital, cuenta cómo el traje de gala que lució durante un desfile refleja su fe y algunos códigos sociales.

El lazo que las mujeres llevan alrededor de la cintura revela si quien lo porta es soltera o casada —dependiendo de que lo acomode a la izquierda o a la derecha— y el medallón que lleva prendido del pecho expresa su devoción por la Virgen de la Soledad. “Mis zapatos negros son el símbolo de la raza mestiza; nuestras canastas las usamos como una ofrenda hacia nuestro santo”.

Enrique Olvera, originario de Ejutla de Crespo, cuenta que su traje blanco y su sombrero de piel de burro representan la ropa antigua de sus ancestros, hombres dedicados a la siembra. Natasha Gutiérrez, de Santo Domingo de Tehuantepec, narra que su atuendo de terciopelo —bordado a mano con hilos de seda— se usa durante la fiesta patronal de Santo Domingo de Guzmán.

Desde la antropología hay expertos que coinciden en que la Guelaguetza difícilmente refleja las tradiciones reales de los pueblos porque éstas se llevan a cabo en fechas y contextos específicos, pero los oaxaqueños de a pie mencionan otro matiz. “Para nosotros es la máxima fiesta porque es de una cultura ancestral que nos dejaron nuestros antepasados”, dice Silvia Ramírez, quien tiene 56 años y disfrutaba con una amiga del festejo. “Nos llena de emoción porque los volvemos a sentir”.

La Guelaguetza genera música, color e historia, pero también polémica. Sólo un puñado de pueblos de 570 municipios puede participar y esa selección también ha provocado exclusión y congoja. Diversas comunidades y sectores sociales —uno integrado por maestros, por ejemplo— han creado sus propias guelaguetzas y a la fecha consideran que ofrecen mayor acceso al oaxaqueño común.

El sociólogo Victor Raúl Martínez explica que el antecedente de esta fiesta surgió en los años 20, en un momento de nacionalismo posrevolucionario. En 1932, para celebrar los 400 años de la formalización de Oaxaca como estado, el gobierno organizó una celebración que convocó a distintas etnias.

Aunque ese evento ocurrió en abril, después se trasladó a julio, en coincidencia con la celebración a la Virgen del Carmen, que ocurría en el Cerro del Fortín, ubicado en la capital estatal. Ahora el evento más importante de la Guelaguetza se da en el mismo sitio y se conoce como “fiesta de los Lunes del Cerro”.

Quien arranca ese festejo es la diosa Centéotl. En su discurso inaugural, Leticia hizo retumbar los altavoces en su lengua, el chatino, mientras sostenía su cetro con una mano y su falda con la otra.

Para ella la ropa no es mera indumentaria, sino aquello que une a su pueblo con la naturaleza. Las chatinas aprenden el punto de cruz desde niñas porque bordar aves y flores tiene un significado espiritual. En su cosmovisión, su madre es la Tierra y, su padre, el Sol.

“Dicen que nosotros provenimos del mar”, cuenta Leticia. “Nuestros antepasados vivían como peces y un monstruo marino los empezó a comer. El Santo Padre Sol se compadeció, los convirtió en seres humanos y así surge la historia de los chatinos”.

Para Leticia, un cerro tampoco es sólo un cerro, sino un sitio sagrado. Una ciénega es un lugar para colocar ofrendas y pedir bienestar. Una hondura es un signo de vida para honrar al Santo Padre Sol.

La diosa Centeótl no se venera entre los chatinos, pero la conexión del pueblo de Leticia con el maíz es total. “Me identifico mucho porque el 7 de octubre festejamos a la Virgen del Rosario, que está vestida de chatina, y salimos en procesión con nuestras milpas (cultivos de maíz) en las manos para pedir buenas cosechas”.

Sus planes a corto plazo son construir un nicho para su cetro, que éste inspire a otras mujeres de su comunidad a luchar por lo que creen y rescatar su lengua. Más de 41.000 personas hablan chatino, explica, pero su escritura se ha perdido.

Quizá recuperar su registro sea el último milagro de la diosa Centéotl.

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AP Foto: María Alférez

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Cómo un líder espiritual mexicano le rinde culto al Popocatépetl

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2023 (link aquí)

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Moisés Vega tiene un oficio peculiar: hablar con los volcanes.

Él sabe leer el viento y los temblores de la tierra. Entiende que el pecho del volcán más famoso de México hace rugir los suelos para avisarle que debe estar listo, que pronto el aire se cubrirá de humo, ceniza o material incandescente.

El diálogo entre ambos escapa a los informes científicos y titulares noticiosos. Como todo granicero, siente la vida del Popocatépetl sobre su rostro y bajo los pies.  

Es difícil traducir su oficio a otros idiomas, pero dice que también se le puede llamar curandero, tiempero o nahual. Desde Amecameca, el poblado del centro de México donde habita, cuenta que su trabajo es curar males físicos, pedirle a su volcán buen clima para la cosecha y difundir la sabiduría de sus ancestros.

“Su labor se basa en el México prehispánico de la conciliación con la naturaleza”, dice el arqueólogo Arturo Montero, de la Universidad del Tepeyac. “Son reguladores del clima y consideran que las montañas son espíritus de la naturaleza”.

Don Moi –como todos lo llaman— tiene 64 años y asegura que aprendió el lenguaje de los volcanes desde niño. Su trabajo suele atraer atención cada que «El Popo” incrementa su actividad y provoca que México cierre aeropuertos, trace rutas de evacuación y la prensa viaje a fotografiar cómo viven los habitantes de sus faldas.  

Para él, los volcanes no despiertan temor. “El Popocatépetl es nuestro padre y el Iztaccíhuatl nuestra madre. Son dadores de agua y nosotros no les tenemos miedo. Al contrario, que estén exhalando es una bendición porque nos dan vida”. 

Diversos expertos han documentado cómo los líderes religiosos del país han venerado a los volcanes antes, durante y después de la Conquista (1521). Esos códices y crónicas también revelan cómo su percepción y rituales se han modificado con el tiempo y su contexto.

Debido a la movilización de campesinos hacia las ciudades y la necesidad de buscar otros trabajos, las prácticas de graniceros contemporáneos como don Moi han perdido conexión con los procesos originales, explica Montero. Sin embargo, al responder a las consultas de antropólogos, periodistas y curiosos también han logrado preservar parte de su legado ancestral.

Frente a una cueva artificial que recrea los adoratorios que los vecinos del Popocatépetl han construido sobre él, don Moi cuenta que los rituales que realiza fusionan elementos prehispánicos y cristianos.

Sus sitios sagrados tienen cruces, por ejemplo, pero sobre ellas nunca está Jesús crucificado. Sólo las pintan de azul para representar al cielo o de blanco para emular nubes.

“Respeto la religión porque crecimos en este lugar, pero lo de nosotros es la montaña”, dice don Moi. “La montaña nos habla en palabras de los abuelos, no en las palabras del conquistador”.

El estruendo de su volcán le dice que algo anda mal. Puede que un santero haya subido a sus laderas para realizar un sacrificio animal que sea contrario a sus creencias. Que algún ladrón haya saqueado las cruces de sus adoratorios. Que un grupo de jóvenes alcoholizados haya ensuciado su suelo.

Los borrachos son inadmisibles, dice don Moi, porque eso perjudica a los espíritus que bajan a convivir con la gente. “Los espíritus toman el alcohol del borrachito y se emborrachan y en el cielo empiezan a mover el tiempo y eso es terrible”.

Hay días en que no sólo el Popo conversa con él. El cielo también le manda avisos y él tiene que “barrer el viento”. Cuenta que los graniceros como él son guardianes que saben leer cuando una nube trae granizo y deben evitar que arruine sus cosechas agitando una escoba que fabrican con ramas que sólo crecen en “El Popo”.

“La escoba es importantísima porque es parte de su raíz”, afirma. “Ahorita es la temporada que la milpa está creciendo y si el granizo nos gana, nos destruye. Y al haber destrucción, viene el hambre”.

Para convertirse en granicero no hay escuelas, dice don Moi. “Tienes que ser pegado por el rayo, por la enfermedad”. Precisa que a él le ocurrió lo primero y se ordenó como granicero en 1998. 

No hay cifras oficiales de cuántos colegas tiene en México, pero él dice que en Amecameca sólo hay cuatro –él incluido– y calcula que en los pueblos cercanos podría haber un número similar.

La percepción sagrada que se tiene hacia el Popo varía de poblado en poblado, pero muchos coinciden en que el volcán no amenaza sus vidas. Leticia Muñoz, quien vende aguacates y melocotones en la localidad de Ozumba, dice que confía más en los graniceros que en el gobierno. “Uno ve que (el volcán) no hace nada. Si hubiera querido, estalla”. 

Este recelo no es casual. Aunque el volcán ha incrementado su actividad desde 1994, no ha dejado víctimas ni daños en los alrededores. Ese mismo año, las autoridades obligaron a parte de la población a evacuar y muchos denunciaron la pérdida de sus animales y consideraron que fue un intento por arrebatarles sus tierras. 

El vínculo entre las comunidades y los volcanes se ha mantenido a través de los siglos porque cada coloso responde a las necesidades de sus pobladores. La antropóloga de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP), Laura Elena Romero, dice que en Mesoamérica las montañas sagradas se asocian a los recursos fundamentales para la vida y por eso graniceros como don Moi pueden solicitarle lluvia y otros piden protección para migrar o prosperidad para sus negocios. 

“El ritual no es obsoleto porque se adecúa a las necesidades de cada momento”, explica. 

Las comunidades lo consideran uno de los suyos y por eso personas como don Moi dicen saber lo que le molesta y hacen cuanto pueden por frenar su furia. La antropóloga narra que en Puebla, donde trabaja, los cuerpos de protección civil impidieron que los pobladores le subieran ofrendas este año y la gente –preocupada– gritaba: ¡Baja, don Goyo! ¡Baja! ¡No nos dejan subir pero aquí tenemos tu ofrenda! ¡Baja!

Llamarlo “Don Goyo” tiene un trasfondo astronómico que podría relacionarse con la posición del sol pero también refleja la cercanía que el lenguaje instaura entre los hombres y su volcán.

“Al considerarlo uno de los suyos, saben que lo que le afecta viene de fuera”, afirma la experta. “El volcán no quiere dañar a la gente a la cual pertenece. Es un integrante del pueblo y hay una idea de que hay cierta especie de control sobre su actividad”.

La narración que cada mexicano cuenta sobre sus volcanes expresa la relación que su comunidad tiene con él. Puede que en las ciudades se esconda tras los edificios o la contaminación, pero para quienes lo ven con cada despertar es una presencia que respira.

Don Moi platica que, cuando no es época de rituales, su volcán le habla mientras duerme.

Hace varios años, el arqueólogo Arturo Montero le platicó que viajaría a Japón y visitaría el Monte Fuji, otro pico sagrado cuya geografía ha dado arraigo a la identidad de su país. El granicero se emocionó: déjame hablar con el Popo; voy a preguntarle qué ofrenda puedo preparar para él.

Don Moi soñó a su volcán y él respondió. Al despertar preparó un regalo, lo envolvió en tela y Montero cruzó el mar con él sin espiar en su interior. Como el granicero, sabe bien que ese mensaje no le pertenece.

Hay secretos que sólo se hablan de volcán a volcán.

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Foto: Aúrea del Rosario

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Más allá de la cárcel: pastores mantienen la esperanza de sanar a El Salvador de las pandillas

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2023 (link aquí)

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SAN SALVADOR (AP) – Podría ser otro tiempo y otra vida. Un pasado violento al que renunciaron para trabajar en esta cocina que hoy los envuelve con su olor a pan recién horneado.

Los salvadoreños pasaron décadas apretando los dientes mientras veían cómo el control de su país se ejercía bajo una premisa intolerable. Por años no les quedó más que elegir entre la extorsión o la muerte y tras esa oferta perversa estuvo siempre una pandilla: la MS-13 o la 18, rivales a matar y emblemas del mismo mal.

Hoy Ángel y Kevin espolvorean semitas con azúcar como hermanos. Su compañero Salvador reemplaza un foco en el corral de las gallinas. Andy confecciona llaveros de madera para vender.

Todos duermen en la misma habitación. Comparten una mesa en el almuerzo y una voz en honra a Dios durante el culto. Se rotan para lavar trastes, baños y pisos.

Los jóvenes forman parte del programa “Vida Libre”, un espacio para rehabilitar a expandilleros que el pastor estadounidense Kenton Moody fundó en 2021 en el departamento salvadoreño de Santa Ana.  

Moody pide reservar los apellidos de los jóvenes porque estos son tiempos difíciles. Después de que el presidente Nayib Bukele iniciara una ofensiva contra las pandillas en 2022, decenas de expandilleros que se habían acercado a iglesias evangélicas para dejar atrás su pasado criminal fueron encarcelados. La mayoría de ellos ya había cumplido su condena.

De los 38 jóvenes que albergaba “Vida Libre”, diez han sido detenidos. Otros que ya se habían reinsertado en sociedad también han sido capturados, aunque el pastor no puede precisar cuántos.

Bukele ha dicho que Dios podría perdonar a los pandilleros, pero que su gobierno les cobrará sus crímenes.

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“Vida Libre” nació tras una visita del pastor Moody a una cárcel de menores.

Para entonces ya vivía en El Salvador, adonde llegó en 2010 y estableció una iglesia que llamó “La puerta abierta”. Alrededor de ésta creó una fundación que auspicia proyectos sociales y actualmente, además de “Vida Libre”, tiene otro centro donde se enseña repostería, computación e inglés; una clínica y una escuela.

Hace unos años, en una zona donde construía casas bajo el acecho de la 18, varios pandilleros fueron detenidos por enterrar viva a una mujer y Moody fue al penal para compartirles la palabra de Dios.  

Cuando cruzó la reja, los guardias se quedaron afuera. El pastor se sintió inquieto, pero entonces vio a Hugo, un joven de la región donde ayudaba. Le explicó que sólo estaba de visita y el pandillero lo presentó a sus compañeros como su pastor.  

Hugo no era cristiano y nunca había pisado su iglesia. “Yo había llegado hasta él porque había ido ayudando con una casa, visitando el área”.

Y entonces pensó: “Si Hugo sale, ¿qué va a ser de él? Va a regresar a la pandilla, ¿cómo lo evitamos?”.

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La primera pandilla no nació en El Salvador.

Para huir de la Guerra Civil, medio millón de salvadoreños emigraron a Estados Unidos en los años 80. La mayoría se estableció en Los Ángeles y ahí, tras unirse a grupos criminales mexicanos, nacieron Mara Salvatrucha 13 (MS) y Barrio 18.

Estados Unidos deportó a unos 4.000 pandilleros en los años 90 y las autoridades salvadoreñas calculan que la cifra actual asciende a 76.000.

La llegada de las pandillas partió al país en tres: los territorios de la MS, los de la 18 y los neutrales. En ese mapa demarcado por el terror, quienes vivían en el terreno de un bando peligraban en el enemigo, fueran criminales o no.

Y así, los salvadoreños crearon reglas internas que sólo ellos conocen: evitar transitar por ciertas zonas, no vestir prendas que los confundan con traidores y entregar parte de su salario a los pandilleros.

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La cruzada de Bukele es inflexible: quien es o fue pandillero no volverá a ver la luz del sol.

Las encuestas muestran que la mayor parte de la población apoya el estado de excepción que impuso en marzo del año pasado en respuesta a un aumento alarmante de la violencia de las pandillas. Desde entonces, los asesinatos han ido a la baja y la gente se siente segura al caminar por calles que antes estaban secuestradas por el crimen.

Muchos, sin embargo, también lloran la detención de familiares inocentes. El régimen suspende el derecho a ser informado del motivo de un arresto y el acceso a un abogado. También está prohibido reunirse.

El gobierno ha reconocido que de los 68.000 detenidos en 15 meses, 5.000 fueron liberados tras no poder ser vinculados con grupos delincuenciales. Al menos 153 han muerto bajo custodia del gobierno, reportó hace unas semanas la organización no gubernamental Cristosal.

Quien opine que esta paz tiene un costo queda en la mira del presidente. Recientemente tuiteó que los grupos de derechos humanos sólo velan por los criminales y que a él no le importa la prensa crítica.

La pandilla es la peste, dijo, y para sanar a su país hay que eliminarla.

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Mientras muestra los cuartos vacíos de su iglesia Eben-Ezer, en San Salvador, el pastor Nelson Moz habla como si hasta su voz doliera. Aquí llegó Raúl en 2012 con el cuerpo cubierto de tatuajes y Dios en el corazón.

“Ya soy libre y quiero cambiar, ayúdeme”.

Al igual que Moody, Moz confió en que Dios le mostraría el camino a quien alguna vez le había ofrendado su vida a la pandilla. Él mismo cambió gracias a la religión.

“Tuve una época en que me encontré con las drogas, pero me compartieron el Evangelio y encontré a Jesús”, dice.

Aunque era 1980 y las pandillas no existían, esa experiencia transformadora lo llevó a confiar en Raúl. Según el pastor, el expandillero se convirtió al cristianismo en el penal. Al salir volvió a su clica –como se conoce a cada célula que agrupa a una pandilla–, pero a los pocos días le dijo a sus líderes que quería dejar la vida delictiva.

“Me lo trajeron y Raúl me dijo: ‘No tengo familia, he vivido en la calle. Toda mi vida ha sido la pandilla’”.

La situación era nueva para él. Hasta ese momento el pastor sólo conocía a algunos pandilleros de vista. Eran creyentes que asistían a sus cultos con sus esposas y niños. “Esta es una iglesia de barrio, entonces de alguna manera teníamos contacto, pero nada más”.

Cuando Raúl llegó, Moz transformó su oficina en un refugio temporal. La voz se corrió y, tras dejar la cárcel, otros expandilleros acudieron a él.

“Cuando menos sentí ya tenía ocho, 10, 15, 20 y les empecé a abrir espacios, a construir habitaciones. Dormían en el suelo. No teníamos camas, no teníamos nada”.

La desconfianza también se propagó. “Mis amigos, mi familia, la congregación se asustó. Mucha gente se fue”.  

Para prevenir tragedias, el pastor puso orden. Sólo recibía a expresidiarios con carta de libertad, todos tenían tareas que cumplir y había inspecciones policiales recurrentes. Algunos decían que su iglesia escondía a criminales, pero él continuó brindando acompañamiento a quien demostrara disciplina y expulsando a quien rompiera el reglamento.  

Los cuartos bajo su iglesia empezaron a vaciarse en marzo de 2022. Hasta antes del régimen de excepción, apoyaba a más de 40 expandilleros pero ahora todos -Raúl entre ellos- están nuevamente en prisión.

Algunos llevaban más de una década fuera de la pandilla, dice con tristeza el pastor. Muchos se habían borrado los tatuajes. Otros incluso eran pastores; tenían trabajos y familias que ahora sufren su ausencia.

“Siempre me he mantenido al margen de la parte política, partidista, porque soy un pastor”, explica.  “Sabemos que la verdadera transformación la produce Dios en el corazón. Sucedió conmigo, sucedió con Raúl. Sucedió con muchos”.

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De la pandilla sólo se sale muerto o a través del cristianismo, dice una regla que no está escrita en ningún lado.

Algunas iglesias evangélicas son un sitio clave para quien busca reconstruir su identidad y por eso Robert Brenneman, profesor de Justicia Criminal y Sociología de la Goshen College de Indiana, Estados Unidos, pasó años estudiando cómo los pandilleros acuden a ellas para dejar “la vida loca”.  

No todas reciben a pandilleros, pero las que acceden ofrecen discursos de transformación individual y códigos de conducta para lograrlo.

“Dentro de la tradición evangélica, el peor pecador brinda al Espíritu Santo la mayor oportunidad para demostrar el poder del Evangelio y de Jesús para transformar a las personas”, dice Brenneman.

Para ser evangélico hay que dejar el alcohol, las drogas, la promiscuidad y acudir a un culto hasta seis veces por semana. Esto conlleva un cambio en el habla, el vestir y la manera de relacionarse, por lo que la conversión no sólo importa por motivos espirituales: al hacerse cristiano, el expandillero deja tranquilos a sus líderes porque así les asegura que nunca se convertirá en su competencia y ellos no lo matarán por haber traicionado a sus hermanos.

Para Brenneman, estas iglesias no sólo responden a la violencia con la reinserción social, sino con programas que atacan las problemáticas que dan origen a las pandillas, como la pobreza, la falta de educación y el desempleo. La fundación del pastor Moody es un ejemplo.

La reintegración social, no obstante, es compleja porque las sociedades heridas por el crimen desconfían de quien tuvo un pasado delictivo.

“Yo estoy feliz con que metan a (la cárcel a) cuanto marero exista sobre la Tierra y que en su puta vida vuelva a ver la luz del día”, dice una mujer que pidió el anonimato para no arriesgar su seguridad.

“Los mareros mataron a uno de mis hermanos. Mi cuñada y mis sobrinos tuvieron que huir. Si yo no tuviese visa, ahora que ya están en Estados Unidos, no podría verlos más. Mi mamá y mis hermanos nunca los van a volver a ver”.

Para encarar esta violencia histórica, tres presidentes salvadoreños han impuesto medidas de mano dura en las últimas dos décadas. Los dos previos a Bukele fracasaron a largo plazo.  

“Nadie puede negar la crisis de seguridad pública en El Salvador ni que las pandillas han contribuido a ella”, dice Brenneman. “Pero la crisis es más grande que las pandillas”.

“Al enmarcar la crisis de los delitos violentos como un problema de la juventud temeraria y beligerante, los líderes salvadoreños han podido convertir a las pandillas en chivos expiatorios y desviar la atención de la desigualdad que impulsa a gran parte de la población hacia la violencia”, agrega.

La solución, entonces, no debería ser sólo punitiva. ¿Cuánto resuelve la encarcelación de pandilleros si la marginación aún acarrea niños sin padres y estómagos vacíos?

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“Vida Libre” sólo recibe a presos con buena conducta que están cerca de finalizar su condena y los pastores rinden informes periódicos a los juzgados. Su misión es brindar una transición adecuada para volver a casa, explica Allan Espinoza, director del programa.

Andy llegó en 2021 y piensa que el apoyo de los pastores ha sido una bendición.  

“Quizá para la humanidad puedo tener una mala imagen, pero con mis actitudes, cambiando cada día, quizá puedo no ingresar a la sociedad pero sí demostrar que soy diferente”, dice con una sonrisa tímida.  

El estigma de la prisión dificulta que un joven recién liberado retome sus estudios o encuentre empleo. Por eso “Vida Libre” ofrece talleres de agricultura, carpintería, pintura automotriz, serigrafía y panadería. Además imparte estudios bíblicos y académicos.

El programa no exige que los jóvenes sean creyentes, pero sí deben respetar una vida que se rige bajo valores cristianos. Todos se despiertan a las cinco de la mañana para asistir al culto y comen en grupo hasta que concluye la oración.

Romper las reglas tiene consecuencias y, para muchos, esa disciplina es inicialmente insoportable. Varios le dicen a Espinoza que se quieren ir, pero él les pide paciencia.

Algunos no hablan, sólo lloran. Lo que dejan atrás no es la prisión o la pandilla, sino una versión de sí mismos de la que no saben cómo desprenderse.

Para ayudarlos, los pastores ven más allá de los tatuajes.

“Para mí el joven que viene aquí no es pandillero”, dice Espinoza. “Esa palabra no se ocupa y al eliminarla, al no verlos como lo que decidieron ser, también se va borrando ese sentido de pertenencia a cierta pandilla”.

Y así, intenta guiarlos para reaprender la vida. “Llegar a eso es un proceso porque la pandilla los toma de edades muy pequeñas: siete, ocho, nueve años”.

“Quienes hemos tenido un núcleo familiar decente tenemos que ponernos en sus zapatos”, añade. “Aun cuando veamos a la pandilla como algo horrible, esa pandilla les hizo ver que era su familia”.

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La primera noche que Raúl pasó en el templo, el expandillero le preguntó al pastor Moz por qué el portón no tenía llave.

—¿No piensa usted que me puedo llevar algo?

—No. Si vos hacés algo, vas a cerrar una puerta que Dios te está abriendo. Mi corazón es corazón de padre para vos porque Dios te trajo a mí, pero si tú quieres quebrar todo por una mala acción, va a ser tu responsabilidad.

A esta charla le siguieron muchas más. Cuando el pastor compartía su comida con Raúl, el expandillero le contaba su vida. Y entonces Moz empezó a entender.

“El encierro es parte necesaria para sacar de circulación a alguien que está dañando a la sociedad, pero hay trasfondos sociales”, dice.

La pandilla es un fenómeno posguerra. Para que la MS y la 18 se afianzaran no sólo importó que Estados Unidos deportara criminales, sino que éstos llegaran a un país quebrado. La Guerra Civil dejó 75.000 muertos y 12.000 desaparecidos.

“El fenómeno de las pandillas encontró un cultivo”, dice el pastor. “Sectores sociales carentes de muchas cosas, muchos hogares destruidos, muchachos sin padres”.

Él, que como los pandilleros nació y creció en una comunidad marginada, sabe que la vulnerabilidad social se estigmatiza. “La gente piensa que todo mundo anda con un arma, que todos son delincuentes en una colonia como ésta”.

Por eso hay escuelas que no admiten alumnos de esos barrios. Bancos que niegan créditos a sus pobladores. Empleadores que los descartan para sus vacantes.

Los pandilleros deportados lo observaron, lo comprendieron y con ello vendieron una idea, explica Moz. “Ahora ya no vas a andar en el desamparo. Yo te voy a calzar, te voy a proteger. Vas a ser un muchacho respetado en la sociedad. Ahora vas a ser parte de una familia”.

Y así, la pandilla se convirtió en una madre siniestra que roba y mata para proteger a los suyos.

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“Me vine para acá porque me acompañé con otra persona similar a mi esposo, pero a él lo mataron los mismos de la pandilla. En 2016, empecé a ir a la iglesia y acepté a Jesús”.

“Luego que salió de prisión, esta persona que ahora es mi esposo, empezamos a hablar en la iglesia. Con el tiempo decidimos formalizar nuestra relación”.

“En 2022 empezaron los rumores y nos decían: ‘¿No les da miedo andar en la calle?’ Mi esposo está tatuado desde aquí (el cuello) hasta abajo, pero no se le ve porque se maquilla. La gente sí sabe, pero nos ha ayudado mucho”.

“Mi esposo venía de cumplir una condena de 80 años y el Señor (Dios) lo sacó. Lo detuvieron por homicidio”.

“Él me dice: ‘Si pudiera retroceder el tiempo, no hubiera hecho todo eso; no hubiera sido pandillero’”.

“Es bien curioso en lo que nos enfocamos. Si usted se fija en los comentarios cuando hay un detenido, dicen ‘métanlos presos’, pero no van a lo anterior. La mamá de él lo tiró a la calle a los nueve años y él se quedó a vivir en un bus destartalado. Ahí vivió tres años como indigente. Luego empezaron a suceder otras cosas. ¿Por qué? Porque no había nadie que le diera de comer”.

“Él no tuvo esa mano que le brindara apoyo y vino otra mano que lo agarró. Entonces, a veces, en vez de juzgar, deberíamos de ir hacia atrás. ¿Qué pasó con ese niño? ¿Qué fue de su niñez?”.

La persona que ofreció este testimonio pidió el anonimato para no arriesgar la seguridad de su familia.

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Cuando el pastor Moody recorre los caminos sin asfalto donde ha erigido casas de madera para las familias rotas que ha dejado el régimen que tanto orgullo brinda al presidente, él ofrece, sobre todo, abrazos.

Algunos niños que perdieron familiares por las pandillas o las detenciones recientes dicen que es como su papá.

Jennifer Johana, de 12 años, lo rodea como una koala mientras su madre Carolina Alvarado, de 29, cuenta que gracias a Moody su hija aceptó estudiar tras el encarcelamiento arbitrario de su marido.

“La iglesia es una base para ayudar a la gente”, dice el pastor. “La idea es que los jóvenes cambien el rumbo de la familia, que ayuden a la pobreza del país si tienen educación y trabajo”.

Erradicar a las pandillas tomará años, piensa Moody. Se ha cortado la mala hierba pero mientras sigan ocultas las raíces, subsistirá también el caldo de cultivo -la marginación- que las vio nacer.

La pandilla es como un virus que muta, opina el pastor Moz. Su origen no sólo se ataca en los templos o en las cárceles, sino caminando entre quienes el Estado descuidó.

Ambos mantienen tendidas las camas vacías de quienes Dios llevó alguna vez hasta su iglesia. Guardan la esperanza de volver a verlos, de recordarles que hay vida más allá de esa palabra infernal y punzante que en El Salvador se habita: la maldita pandilla.  

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AP FOTO: Salvador Meléndez

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