Sobrevivir a lo impensable: ¿qué ha sido de las víctimas de abuso clerical en Chile?

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2023 (link aquí)

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Cuando el horror llegó hasta sus oídos, la madre de Helmut Kramer tomó unas tijeras y recortó al sacerdote de las fotografías del bautismo de su hijo.

—Después, mi mamá guardó las fotos —dice el chileno de 53 años.

El abuso es así, ¿no es cierto? Ocurre en entornos de poder asimétrico —digamos, cuando un cura se convierte en la autoridad de un niño— y surca una huella. Ocurre y no hay nada —ni el silencio amargo de la culpa, ni las tijeras en las manos desesperadas de una madre— que borre su rastro.

¿Qué pasa, entonces, con las víctimas?

—Lo que tiene esta supervivencia es que la llevas en el cuerpo porque el sitio del delito eres tú mismo —dice Eneas Espinoza, otro sobreviviente de abuso eclesiástico en Chile.

El cuerpo es el que calla por temor a represalias. El que padece la ferocidad del descrédito. El que puede sucumbir ante el dolor.

—En el camino murieron varios —cuenta Eneas, de 50 años. —Por abuso de sustancias, por suicidio, hubo personas que perdimos.

Acompañarse, para algunos, vuelve la pena tolerable; encamina a construir algo nuevo. La Red de Sobrevivientes de Chile nació así.

Cuando Helmut hizo público su caso, Eneas —que entonces no lo conocía— le escribió: Yo también soy sobreviviente de abuso y quiero decirte que no estás solo, que no nos vamos a volver a quedar callados. 

Nunca se han visto en persona y sin embargo son hermanos. Juntos hablan en nombre de la organización que fundaron en 2018 y agrupa a víctimas de abuso institucional en la nación que con mayor contundencia denunció violaciones en el entorno eclesiástico en Latinoamérica.

El escándalo que cambió a Chile estalló en 2010, cuando tres denunciantes de Fernando Karadima provocaron una hecatombe en la comunidad que creía que el sacerdote merecía ser santo. La situación empeoró cuando los señalamientos de abuso incrementaron y el papa Francisco se topó con sillas vacías y voces furiosas durante su visita en 2018.

¿Qué ha sido de los sobrevivientes en estos años? Su presencia mediática ha sido intermitente pero el trabajo no descansa. En el país que recién recuerda los 50 años del inicio de una dictadura que atropelló los derechos humanos, son víctimas que siguen en espera de justicia y reparación.

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JAIME CONCHA, 60 AÑOS

Llegué a los diez años a un colegio de los Hermanos Maristas de Santiago. Yo veía puras cosas bonitas y dije: quiero estudiar acá.

Mis papás me dijeron: pórtate bien, hazles caso. Y yo, como niño, confié.

Terminando el mes ya me estaban abusando. Lo que para mí iba a ser el paraíso se transformó en un infierno hasta el día que salí. Fueron ocho años. Fueron varias personas.

Como niño no fui capaz de procesar esos eventos. Tu cuerpo es lo único que te puede defender.

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JAVIER MOLINA, 35 AÑOS

Conozco al sacerdote que me abusa en un distrito de Santiago. Me cambio de parroquia, manifiesto que quiero ser cura y él dice que va a ser mi guía espiritual. 

Un domingo llega a mi casa y le dice a mi mamá: voy a llevar a Javier a la playa. Mi mamá trabajaba en la parroquia; era su secretaria. Yo no quería ir. Yo tenía 14 años. Él tenía 48. 

No sé cuánto estuve llorando, pero recuerdo que me quedé dormido. Desperté cuando él golpeó la puerta del baño. Tomamos desayuno en silencio. Celebró misa. Me hizo sentir culpable. Dijo que el demonio colocaba formas para tentar la fidelidad de Dios.

Cuando veníamos de vuelta, dijo que si yo decía algo, iba a contar que yo era homosexual. Dijo: Me voy a asegurar de que tu mamá no encuentre trabajo nunca más.

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JOSÉ ANDRÉS MURILLO, 48 AÑOS

Las víctimas no guardan silencio. Las víctimas son silenciadas por el abuso, por el trauma, por el contexto, por la institución, por el abusador, por la culpa, por la vergüenza, por la amnesia traumática, por la desconfianza en la justicia, en las instituciones, por una especie de acomodación a la situación abusiva.

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Cada uno, en su propia soledad, pensó que había sido el único. 

Al descubrirse entre sí, como víctimas, varios se agruparon. Sobrevivientes a los Maristas, a los Jesuitas, a los Salesianos. En 2018, junto a Eneas Espinoza y Helmut Kramer, algunos se entrelazaron en la Red de Sobrevivientes de Chile.

Ese mismo año dieron un último voto de confianza a la Iglesia católica. Cuando el papa Francisco envió dos colaboradores a investigar los crímenes, más de 60 víctimas compartieron sus testimonios con Charles Scicluna y Jordi Bertomeu y luego los vieron subir a un avión con un informe de 2.300 páginas que no volvió a salir del Vaticano.

¿Qué ha pasado desde entonces? Depende a quién se le pregunte.

Para las víctimas cuyos casos cayeron en manos de una justicia que se lavó las manos —tu caso ha prescrito, está viejo—, nada. O poco.

Pasó que un pontífice reconoció por primera vez que en Chile existe una cultura de abuso y encubrimiento. Pasó que los 31 obispos chilenos presentaron su renuncia pero muchos mantuvieron el cargo. Pasó que algunos curas involucrados en casos de alto impacto dejaron de oficiar misas.

Pasó que el único fiscal que citó a declarar a un cardenal y allanó una diócesis fue sacado de la jugada bajo señalamientos de corrupción de los que después fue absuelto.

Y entonces pasó algo. Los sobrevivientes se arremangaron la camisa para dejar de pelear contra la Iglesia y empezaron a exigir reparación al Estado. En 2019 sus esfuerzos lograron que un gobierno de derecha promulgara la ley de imprescriptibilidad de delitos sexuales contra menores de edad.

Lo hicieron por ellos, por otros, por todos.

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JOSÉ ANDRÉS

Con el caso Karadima se abrió un mundo. Tenía la sensación de que estábamos golpeando el techo y de pronto cayó y hubo que hacerse cargo.

Las experiencias traumáticas abren un espacio hacia la destrucción o hacia la búsqueda de una forma de luchar. Yo no quiero que otros vivan lo que yo viví.

A todos nos dejaron ir a la iglesia porque era un lugar sano, protegido, cuidado. ¿Cómo se lucha contra el abuso? Lo más importante es fortalecer los derechos de la niñez.

Fundación para la Confianza nace en 2010, cuando no se hablaba de abuso sexual infantil. Tomamos la decisión de ser una organización de la sociedad civil para prevenir, intervenir y acompañar siempre ligados a violencias hacia las infancias, donde la Iglesia ha tenido un rol importante.

La fundación sigue la misma energía que yo sentía cuando quería ser cura, pero no es religiosa. Es espiritual en el sentido más amplio de la palabra. Espiritual porque creemos en un mundo mejor, en la justicia. Creemos que el dolor puede transformarse en resiliencia.

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JAIME

A propósito de las denuncias contra Karadima, se produjo un proceso misterioso: cada uno, en su propia intimidad, fue rompiendo el silencio.

Yo denuncié en 2017. Salió un reportaje de abuso en mi colegio y fui capaz de poner en palabras lo innombrable.

Romper el silencio alivia, pero empiezas a sentirte responsable del sufrimiento que compartes. Cuando le conté a mi pareja, para ella fue insoportable. Lo primero que pensó fue: entonces eres gay y me lo has ocultado. Yo me sentí abandonado.

A mí no me pasó nada; a mí me lo hicieron. El día que llegué a ese maldito colegio me escogieron, me marcaron y me violaron una y otra vez.

¿Y entonces por qué sigo vivo? Porque a pesar de todo hay un Dios que me ama. Sigo creyendo en Dios, pero no en la Iglesia católica. Sigo creyendo en un Dios que me ha cuidado siempre, que ha permitido que esté al borde y nunca me haya tirado al precipicio.

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JAVIER

Yo me preguntaba: ¿por qué si me dijeron que Dios me iba a proteger, él permite esto? Todos estos curas tienen delirio mesiánico. Forman sus grupos y te dicen: voy a ser tu padre.

Yo no creo en Dios. No creo en nada. Creo en una energía. Ahora te puedo contar lo que viví, pero antes eran horas de llanto. Fue todo un proceso para tener la confianza de conocer a alguien, de poder disfrutar con otra persona. Antes era la desconfianza de que todo el mundo te va a traicionar.

Fue chocante darme cuenta de que personas de mi edad ponían en duda mi relato porque me vieron muy cercano a él. Es tan difícil explicar que no tienes otra opción.

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En estas voces hay puntos en común. Eneas Espinoza también estudió con los Maristas. José Andrés Murillo pensó que su abusador lo guiaría para convertirse en cura. Helmut Kramer asistió a sesiones de supuesto catequismo que enmascararon la violencia.

¿Cómo llegamos a esto? Para el experto en Iglesia Católica y doctor en Historia, Marcial Sánchez, lo primero es el contexto: Chile es un país de 18 millones de habitantes en el fin del mundo y, cuando los lugares son pequeños y el poder no se ejerce adecuadamente, hay abuso.

—Es un problema porque la Iglesia Católica es parte del ADN de ser chileno. Culturalmente está en la forma de pensar, sentir y actuar —explica el historiador.

Esto no es casual: durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) la iglesia defendió a víctimas de violaciones de derechos humanos y muchos consideran que fue el único contrapeso al autoritarismo, pero con el tiempo el cardenal Raúl Silva Henríquez dejó su cargo y una nueva generación de obispos se alejó del pueblo.

—La jerarquía adquiere una espiritualidad más de puertas adentro, de menor protagonismo político, social y un giro conservador importante —precisa la también historiadora María Soledad del Villar. —Se opone a cualquier cambio en términos de moral sexual y de familia.

En otras palabras, mientras el liderazgo de la Iglesia se golpeaba el pecho cuando se hablaba de homosexualidad, aborto o divorcio, había curas que cometían y encubrían abuso sexual infantil.

Al menos 35% de la población chilena actual no se identifica con ninguna religión y sólo la mitad de los creyentes se dicen católicos, cita el reporte más reciente de la encuestadora Latinobarómetro. Algunos poseen cierta espiritualidad pero la mayoría desconfía de la institución.

Es la generación que vio a padres y madres confiar a sus hijos a una Iglesia que, en vez de protegerlos, los destruyó. 

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ENEAS

Como Red de Sobrevivientes decimos que los crímenes de la Iglesia nos crearon, pero empezaron a aparecer sobrevivientes de Sename, niñas y niños violados en su entorno familiar que llegaron a la protección del Estado, a hogares en su mayoría tercerizados. Después apareció un grupo de chicos abusados en un club por el entrenador. Por eso la red cambió a abuso en todo entorno institucional.

El Estado es quien debe dar respuesta a estos crímenes. Pedimos una Comisión de Verdad, Justicia y Reparación, una solución que supere lo que los tribunales no han hecho. Está el compromiso de hacerlo, pero hasta que no ocurra, no podemos festejar.

A pesar de la ausencia en medios, la gente nos sigue escribiendo. No paran los llamados y no son solo casos antiguos, personas de 40-50 años. Escriben personas de 20-21.

Yo quisiera que nadie se olvide de esto. Dentro de las medidas de la Comisión está establecer sitios de memoria y una verdad histórica.

Esto no es una batalla y nosotros no somos soldados. La Iglesia Católica no es nuestra enemiga. Los abusadores no son nuestros enemigos, son personas que cometieron crímenes y hay una institución que avala la impunidad.

Si fuera una lucha, yo querría venganza y yo no quiero venganza. Yo quiero justicia y que se modifique la manera en la que la Iglesia se comporta con impunidad en nuestros países en Latinoamérica.

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Cuando Helmut decidió denunciar, el cura que su madre recortó de las fotos de su bautizo superaba los 90 y un amigo le dijo: si no hablas ahora, él se va a morir y nadie va a saber qué hizo.

A los pocos días apareció en la portada de un diario. Gente desconocida lo abrazó a media calle. Algunos incrédulos lo criticaron por perjudicar el prestigio de su colegio. Nunca dio marcha atrás porque –como Javier, José Andrés, Jaime y Eneas– vio en su denuncia el potencial de algo más. 

—Empezamos a trabajar el primer mapa de abusadores en contexto eclesiástico y un discurso muy político: el problema del abuso es un problema de derechos humanos y debe ser tratado como tal.

Estos y todos los pasos que da un sobreviviente de abuso son vías para reconstruirse, estrategias para sanar. Helmut dice que a él le ayuda reír y así, sonriente, narra cómo rompió para siempre con Dios. 

Una tarde de 2019, presentó su certificado de bautismo en el Arzobispado de Santiago y cuando la empleada le preguntó por qué renunciaba a su fe, él respondió: 

—¿Ve usted el nombre del sacerdote? Él me violó.

Al bajar del tercer piso, gritó: ¡Soy apóstata! ¡Soy apóstata! —recuerda mientras la risa agita su barba canosa.

Después fue a celebrar. Se compró un almuerzo. Se tomó una selfie. La subió a redes y todos lo felicitaron. 

—Fue una fiesta.

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AP Foto: Esteban Félix

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La Vicaría de la Solidaridad: la historia de quienes defendieron los DDHH ante la dictadura chilena

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2023 (link aquí)

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SANTIAGO (AP) – El pasillo huele a papel viejo. Unas cajas se apilan sobre otras. Los estantes sostienen carpetas. Hay ficheros en orden alfabético. 

No es una biblioteca, sino memoria. “Represión en universidades”, dice un legajo. “Recortes de prensa DDHH”, formula otro. El resto son claves que el visitante promedio no entiende. “SAD” enlista a los detenidos desaparecidos. “SAE” registra a los ejecutados.

En éste, el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, cada folio es historia. Recuerda que a 50 años del golpe de Estado que dio pie a la dictadura de Augusto Pinochet, el pasado aún cala en Chile con sus muertes y ausencias.  

El origen de la Vicaría fue algo peculiar: a diferencia de otros países latinoamericanos como Argentina, donde la Iglesia católica se sentó a la mesa con los dictadores en vez de confrontarlos, en Chile hubo un hombre con sotana que puso su poder al servicio de las víctimas.  

El primer proyecto que lideró el cardenal Raúl Silva Henríquez fue el Comité Pro-Paz (1973). Desde ese organismo ecuménico, católicos, cristianos, judíos y líderes de otras religiones brindaron acompañamiento espiritual, judicial y material a los primeros afectados por el régimen.

Pinochet ejerció presión hasta que el Comité cerró el 31 de diciembre de 1975, pero el cardenal guardó un as bajo la manga: un día después abrió la Vicaría de la Solidaridad –esta vez con todo el peso de la Iglesia católica tras de sí— para abocarse a defender los derechos humanos.

Y así, en este país delgado que el Pacífico y los Andes abrazan en la punta más austral de América, asistentes sociales, abogados y otros profesionales formaron un grupo que durante 16 años ofreció asesoría legal, médica y emocional a quienes el autoritarismo partió en dos. Recibieron a madres cuyos hijos no volvieron de una protesta, a jóvenes cuyos padres desaparecieron a la salida del trabajo, a esposas que sin saberlo ya eran viudas.

Prestaron oído y dieron consuelo. Acudieron a tribunales. Identificaron restos en las morgues. Se habituaron a las amenazas telefónicas, a las miradas acechantes en las calles y, en días más duros, enterraron a colaboradores y amigos: José Manuel Parada, jefe del departamento de análisis de la Vicaría, fue secuestrado y ejecutado por agentes estatales en 1985. 

La documentación que reunieron es la historia de una resistencia. En 1992, dos años después del retorno a la democracia, la Vicaría cerró y se creó la fundación que ahora preserva el archivo: habeas corpus, fichas médicas y declaraciones de 47.000 expedientes que han facilitado reclamos de justicia y reparación.

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El archivo se inició el día 1 porque el papel permitía plantar cara al gobierno: al reunir pruebas, no se podían negar las culpas. 

María Luisa Sepúlveda también estuvo ahí desde el principio. Tras el golpe de 1973 se integró al Comité Pro-Paz y tres años más tarde, cuando el cardenal estableció la Vicaría, empezó a trabajar como asistente social. Luego colaboró en comisiones de prisión política y tortura, asesoró a un presidente en materia de derechos humanos y apoyó la instalación del Museo de la Memoria.

“Este trabajo ha sido el sentido de mi vida”, asegura.

El nombre de la Vicaría llegó a oídos de la gente a través de las parroquias. Ayúdeme, padre, mi marido ha desaparecido. Y el sacerdote respondía: Ve al Arzobispado y ahí te van a apoyar.

Cuando una persona llegaba, el primer contacto era una asistente social como María Luisa. Ella tomaba notas y evaluaba la situación. Dependiendo del escenario, accionaba. Si había alguien en la mira de la dictadura, trataba de conseguir un sitio de resguardo o una visa para sacarle del país. Si la persona estaba detenida, transmitía información a un abogado que prepararía acciones judiciales.

“Ya se sabía de muertos, de personas detenidas arbitrariamente”, recuerda. “De un día para otro se acabó la red de apoyo del Estado a las personas”. 

Lo peor, añade, era “no saber”. Buscar a tu hermano o a tu padre sin entender qué le había ocurrido. ¿Estará en la cárcel? ¿Lo habrán matado? ¿Pero qué hizo? “La gente llegaba totalmente desorientada por las situaciones inéditas”.

Pronto dejó de bastar la atención individual. Debido a la acumulación de casos, la Vicaría empezó a promover las organizaciones de familiares de presos y desaparecidos. Así se coordinaron para visitar cárceles lejos de Santiago, reunir recursos e información.

“Había gente que entraba y no se sentía con la fuerza para seguir”, cuenta María Luisa. “Yo estuve hasta el final”.

Las jornadas de trabajo de quienes defienden los derechos humanos en medio de una dictadura endurecen la piel. En sus jornadas de nueve a seis, antes de correr a casa para atender a sus tres hijos, María Luisa convivía con el sufrimiento de diversas maneras. A veces atendía público y revisaba informes. Otros días iba a la morgue. Ahí vio cadáveres sin ojos, mujeres embarazadas con el vientre rajado, víctimas sin yemas en los dedos de manos y pies.

No es que a la mente no le cimbre la tragedia, pero aprende y se habitúa a convivir con el pasado.

“Me acuerdo de una mamá que tenía dos hijos. A uno lo mataron y al otro lo expulsaron. La señora decía el nombre de su hijo y se desmayaba. Tengo el ruido del nombre del hijo aquí, en el oído. La estoy escuchando y viendo. Tenía una sensación de apretarme el corazón, pero si me ponía a llorar con ella, no le daba solución”.

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Ahí donde hubo víctimas estuvo también la Vicaría. Aunque su trabajo fue más amplio en Santiago, abrió oficinas en todo el país.

“La principal metáfora religiosa que alimenta su trabajo es la historia del buen samaritano”, explica la historiadora María Soledad del Villar, quien se especializa en la Iglesia católica y escribió un libro sobre las asistentes sociales de la Vicaría.

Según la Biblia, un hombre encuentra en su camino a una persona lastimada y, en vez de pasar de largo, se detiene y cura sus heridas. Bajo este principio, la Vicaría atendió a todo el que lo necesitara —sin importar su ideología— y organizó actividades vinculadas al trabajo social, como ollas populares, bolsas de trabajo y ayunos solidarios.

Aunque hoy Chile cuenta con una de las mayores desafiliaciones religiosas del continente y la Iglesia católica nunca se recuperó de las denuncias de abuso que estallaron en 2010, la iglesia de la época de la dictadura era respetada por todos. El mismo Pinochet asistía a misa los domingos y dijo que la Virgen lo salvó de un atentado en 1986.

También fue una institución cercana al pueblo. Cuando ocurrió el golpe de Estado, atravesaba por un periodo de reformas que propició que los sacerdotes se acercaran a las poblaciones marginales, explica Del Villar. Así se tendieron puentes y la sociedad vio en la iglesia a una institución segura y neutral.

“Por eso cuando empiezan a desaparecer las personas, la gente no fue a la policía. La policía y el ejército eran los que las estaban despareciendo, así que pidieron ayuda a la iglesia”.

Claro que hubo capellanes castrenses y católicos que apoyaron al dictador bajo el argumento de que estaba salvando al país del marxismo, pero la jerarquía religiosa se mantuvo del lado de la gente.

Fueron los obispos quienes convocaron a los abogados y asistentes a trabajar en la Vicaría, recomendaron denunciar abusos y argumentaron que sus acciones no eran políticas, sino humanitarias.

Un puñado dio un paso más allá: una tarde de 1989, cuando un fiscal militar se plantó frente a la Vicaría y exigió al obispo Segio Valech entregar las fichas médicas de sus archivos, el religioso lo enfrentó como quien pone el pecho a las balas y dijo: “No”.

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Cuando la policía de investigaciones lo secuestró en pleno centro de Santiago una tarde de 1980, el periodista Guillermo Hormazábal iba saliendo de almorzar con un colega que le había pedido apoyo para encontrar a su hermano desaparecido.

Guillermo estudiaba periodismo cuando el bombardeo militar alcanzó La Moneda y Salvador Allende se pegó un tiró tras pronunciar su mítico discurso en Radio Magallanes. Tras el golpe, los medios de oposición cerraron y muchos periodistas de izquierda fueron expulsados o asesinados. Guillermo tuvo suerte y encontró trabajo en una radio local hasta finales de 1973.

Meses después, cuando la iglesia llamó a conmemorar un “año santo chileno” para unificar a la sociedad, fue nombrado encargado de comunicación del programa y con los años fue jefe de prensa de la Vicaría y del cardenal Silva Henríquez. “Lo que trataba de hacer la Iglesia era reconciliar a los chilenos porque los horrores eran tremendos”, recuerda. 

Silva Henríquez usó todo medio a su alcance para levantar la voz: a través de Radio Chilena, que era propiedad de la Iglesia y que Guillermo dirigía al momento de su secuestro, la prensa se transformó en una vía de denuncia valiente y constante.

Guillermo piensa que su trabajo lo salvó: tras su captura, Radio Chilena cambió su programación para enfocarse en su desaparición y, quizá por la presión, fue liberado en menos de 24 horas. “Era lo único que existía. No había ningún otro peso aparte de la dictadura”.

La renovación de obispos que llegó tras la salida de Silva Henríquez cambió el panorama y el clero se acercó a la clase alta, pero durante la dictadura fue “una Iglesia que no estaba en la sacristía. Estaba con los hombres, con el ser humano”.

“Si no hubiese estado la posición que tuvo la Iglesia, por ejemplo a diferencia de Argentina, que fue una iglesia entreguista a la dictadura, en Chile habría sido una masacre, habría sido una cosa más terrible de lo que fue”.

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Cualquiera podría pensar que María Paz Vergara conoce cada expediente de memoria. Camina entre las 47.000 carpetas de la Vicaría como si pudiera cerrar los ojos y decir: “Yo sé lo que hay aquí, acá y allá”.  

Su función como secretaria ejecutiva de la fundación que preserva el archivo es responder las consultas de investigadores, abogados, sobrevivientes y familiares de víctimas. También participa en actividades que promueven los derechos humanos en museos, escuelas y otras instituciones.

Aunque inició este trabajo en 1993, tuvo un primer acercamiento desde tiempos de Pinochet. Como otras miles de personas, pidió ayuda a la Vicaría cuando su marido fue detenido de manera temporal.

“Yo hubiera soñado con trabajar en la Vicaría. Para mí trabajar en la fundación ha sido un regalo de Dios”.

Cuenta que la documentación ha sido fundamental para saldar cuentas pendientes. Gracias a ésta y al trabajo de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, muchas causas fueron reabiertas tras el retorno a la democracia.  

Mientras operó, la mayor parte de los oficios de la Vicaría eran sobre detenidos y ejecutados. Hoy el 80% de las solicitudes se realiza por personas que la Comisión de Prisión Política y Tortura ha reconocido como víctimas. Esto les permite acogerse a beneficios reparatorios, como atención primaria en salud.

“También hay víctimas que vienen para recordar lo que pasó”, dice María Paz. Algunos quieren saber quién presentó un amparo para ayudarles. Otros para compartir su historia con sus nietos.

Recuerda a un hombre cuyo padre fue detenido en 1973. Al haber sido un hijo ilegítimo, no lo conoció ni tuvo acceso a los beneficios que consiguió su familia, pero cuando lo vio en fotos por primera vez, su mujer le dijo: “Se parece a nuestro hijo”.

El archivo consta de un fondo jurídico, que guarda más de 85.000 documentos como amparos y procesos por muertes, secuestros o torturas; un fondo iconográfico, que consta de fotografías; la colección bibliográfica, que tiene material relacionado a los derechos fundamentales; la colección de revistas; la de recortes de prensa y la audiovisual, que se compone de filmes sobre derechos humanos.

“El archivo va dando cuenta de cómo se va comportando la represión”, dice María Paz. “Se va conformado según las necesidades de los documentos que es necesario generar”.

En los primeros expedientes se menciona, sobre todo, a detenidos. En los subsecuentes aparecen los desaparecidos y con el tiempo llegan los muertos. Uno puede encontrar declaraciones juradas de testigos que presenciaron detenciones, cartas de madres o esposas pidiendo explicar las capturas y las “fichas antropomórficas”, que empezaron a crearse en 1978 tras el descubrimiento de 15 cuerpos en Lonquén.

“Ahí se constata que los desaparecidos no solo existían, sino que habían sido asesinados y enterrados clandestinamente”, explica María Paz.

Las fichas antropomórficas se integraron con material que describe físicamente a una persona para identificarle en caso de hallar sus restos. Talla, peso, color de pelo y la ropa que llevaba al momento de la detención. Además incluyen radiografías, historiales clínicos, certificados de nacimiento y registros de colegios.

“El gobierno decía ‘esta persona no ha sido detenida’. Incluso llegó a decir que no tenían existencia legal”, cuenta María Paz. “El comité se preocupó de que hubiera documentos de respaldo que hicieran imposible negar los hechos”.

Según María Luisa Sepúlveda, la asistente social de la Vicaría, casi el 70% de las víctimas se registraron durante los primeros tres meses de la dictadura y eso es clave para comprender por qué la sociedad quedó tan golpeada. “Era todo el aparato del gobierno contra todo el aparato sindical, la radio, las organizaciones poblacionales. No se salvaba nadie”.

Aquella herida se arrastra porque Pinochet nunca fue sentenciado a prisión. Además, añade María Luisa, hay sectores que minimizan aquel periodo. “La derecha, el poder económico… Nunca han querido reconocer la gravedad del golpe ni de las violaciones a los derechos humanos. Siempre que uno trata de avanzar en verdad, en justicia, ellos dicen ‘olvidemos’”.

Para miles, como ella, es imposible. “Me habría gustado que estos 50 años hubieran sido distintos, que la sociedad hubiera entendido la necesidad de haber tenido un compromiso real con los derechos humanos y la democracia, que el golpe hubiera sido rechazado mayoritariamente por la sociedad”.

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AP FOTO: Esteban Félix

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Voces sobre la UCA: ¿Qué pierde Nicaragua con el cierre de su universidad más querida?

Originalmente publicado en The Associated Press, agosto de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Con su cierre se pierde más que un nombre. Atado a sus siglas –UCA– se va un fragmento de la historia de Nicaragua, una tradición de pensamiento crítico que desde la Revolución inspiró a miles de estudiantes a decir: “Ante todo soy nicaragüense y, por mi país, voy a pelear”.

A mediados de agosto, cuando el presidente Daniel Ortega pegó el tiro de gracia a la Universidad Centroamericana (UCA) —fundada por jesuitas en 1960 y quizá la institución educativa que con mayor rigor había confrontado la represión en el país—, la justificación se vistió de las expresiones usuales:

Es un centro de terrorismo.

Traicionó la confianza del pueblo.

Transgredió el orden constitucional.

Lo primero fue confiscar sus bienes y dinero. Después suspendió sus actividades. Luego informó que en su lugar funcionaría otra universidad llamada Casimiro Sotelo Montenegro, como un guerrillero que murió en los años 60.

Muchos perciben la decisión como una represalia contra los religiosos católicos que han tomado el lado del pueblo y no el de Ortega: días después de la clausura el 16 de agosto, se informó que la Compañía de Jesús perdería su personalidad jurídica y sus bienes pasarían a manos del Estado. 

Es casi una ironía que el mismo Ortega pasó unos meses por las aulas de la UCA y el rector le entregó un doctorado honoris causa por su “contribución a la paz y la democracia” en 1990, cuando aceptó la derrota electoral contra Violeta Barrios de Chamorro. Ortega volvió al poder en 2007 y ha gobernado desde entonces. 

Hay mucho detrás de esta universidad que hasta antes de su cierre educaba a unos 8.000 estudiantes. Memorias de cómo empapaba de conciencia social. Cariño hacia los compañeros con quienes se soñó una Nicaragua mejor. Sacerdotes y profesores que brindaron cobijo en tiempos de protestas. Periódicos en una biblioteca. Poesía. Un país.

Éstos son cuatro relatos en primera persona de nicaragüenses exiliados que dan cuenta de su historia.  

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DAISY ZAMORA, POETA. ESTUDIANTE EN 1967.

Entré a la universidad en el 67 y fue como aterrizar en una dimensión distinta. Había gran efervescencia política.

Empecé a enterarme de un mundo que era mucho más complejo y amplio que el que yo conocía. Ya tenía vocación social, pero en la UCA se expandió al grado de involucrarme en una organización del Frente Sandinista.

Los jesuitas eran muy abiertos a que los estudiantes se expresaran políticamente. La UCA era un semillero donde íbamos desarrollando acciones de resistencia contra la dictadura. Planeábamos manifestaciones, toma de iglesias, hasta de la Catedral. Era como una pequeña república donde ejercíamos la democracia.

En 1968 había un estudiante —David Tejada Peralta— al que asesinaron brutalmente y se decía que para desaparecer el cadáver lo tiraron al cráter de un volcán. Escribí mi primer poema político a raíz de eso. Se llama “Canto de esperanza”.

Somoza nunca se atrevió a cerrar la UCA ni la Universidad Nacional. No es que no mataran a los estudiantes, pero el recinto universitario era sagrado. Ahí uno podía refugiarse en cualquier momento.

No se puede explicar la revolución sin las universidades, entre ellas la UCA. Ahí entendí lo grave de la situación. Entendí que tenía un compromiso de lucha con mi país.

Recuerdo esa época como con una pátina de dorada, con mucha nostalgia.

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JUAN DIEGO BARBERENA, ABOGADO. ESTUDIANTE EN 2014.

La UCA era el único centro de pensamiento independiente que quedaba en el país. Su cierre responde a la posición que tomó en 2018 de estar del lado de la justicia, de la gente que estaba sufriendo la represión y exigiendo cambios sustanciales.

Casi el 70% del estudiantado era becado y la mayoría procedía de sectores marginales. Yo estudié becado, tenía compañeros que venían de lugares que estaban a 200 kilómetros de Managua. Cancelar la UCA no afecta solamente a la Compañía de Jesús, sino a un sinnúmero de familias nicaragüenses que tenían la esperanza de sacar a sus hijos de la pobreza.

En la UCA teníamos claro que no podíamos aprender si no estaba pasando algo fuera del aula. Analizábamos la realidad nacional y, si para eso teníamos que dejar la temática de la clase para abordar qué estaba sufriendo la ciudadanía y qué necesitaba nuestra sociedad para salir del autoritarismo, lo hacíamos.

Recuerdo que en 2015 un compañero y yo decidimos ir a una protesta frente al Consejo Supremo Electoral para exigir elecciones transparentes. Nos reprimieron, nos golpearon. Regresamos a la universidad y una “profe” nos dijo: muchachos, vayan a poner una denuncia al Centro Nicaragüense de Derechos Humanos y, si necesitan asesoría, cuenten conmigo.

Eran profesores muy claros de la realidad que vivía Nicaragua, con mucha conciencia y solidaridad. En aquel entonces la solidaridad era muy escasa. Gran parte la sociedad prefería no ver lo que pasaba o tenía un poco de temor.

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ERNESTO MEDINA, EX RECTOR DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE NICARAGUA.

Yo vengo de la competencia: estudié en la Universidad Nacional en León. Viví la experiencia de la UCA porque había una cierta relación de amor-odio con la UCA.  

Hay quien dice que la UCA fue fundada por el gran capital para contrarrestar la influencia izquierdosa que tenía la Universidad Nacional, pero yo creo que ésta se había quedado en el pasado. Había poco espacio para lo propositivo.

La UCA llega con una propuesta fresca en una época en la que la misma dictadura quería deshacerse del legado de su fundador, asesinado en 1956. Consciente de que la carga negativa de su padre no le ayudaba, Somoza abre cierto espacio para que surjan opiniones diferentes y lo aprovechan los jesuitas para fundar la UCA.

Los 70 fueron años decisivos para Nicaragua, sobre todo después del terremoto de 1972, cuando las contradicciones internas de la sociedad eran evidentes: la pobreza, la corrupción. Y ya estaba en el poder el tercero de la dinastía Somoza, un militar que comenzó a cerrar espacios.

Los intentos de desarrollar grupos guerrilleros en la montaña fueron aniquilados por el ejército. Entonces el Frente Sandinista comienza a modificar su estrategia: hace una guerrilla urbana y trata de incidir en diferentes sectores sociales. Ahí la UCA juega un papel muy importante, porque hay una generación de muchachos influenciados por los jesuitas de aquella época, como Fernando Cardenal.

Lo que movilizó a la mayoría de la población nicaragüense fue esa combinación de ideas cristianas muy comprometidas con la gente y unas ideas revolucionarias muy heterogéneas que al final terminaron imponiéndose.

En la Universidad Nacional yo era parte de un movimiento cristiano. Éramos más iglesieros que los colegas de la UCA. Recuerdo un retiro organizado en una finca cafetalera. Cuando llegamos, nos sorprendimos. Decíamos: “¿A qué hora rezamos el rosario?” Y ellos llegaron con la revolución. Para mí fue una primera confrontación con otra forma de ver nuestro cristianismo. Eso me marcó.

Yo tenía inquietudes sociales, pero eran las tradicionales que nos inculcaban los colegios católicos: íbamos a un barrio pobre a repartir comida, ropa, hablar con la gente… En cambio, los compañeros de Managua hacían cuestionamientos serios a la dictadura y a la necesidad de una transformación social profunda.

En León, tuvimos que cuestionarnos y nos cambiamos el nombre: éramos “Movimiento Cristiano” y nos convertimos en “Los Macabeos”, los guerrilleros, pues, y terminamos comprometidos con la Revolución.  

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MARÍA GÓMEZ, PERIODISTA. ESTUDIANTE EN 2014.

Cuando escuché de la UCA tenía 11 años y dije: “Quiero salir de la mejor universidad, de la que salieron los mejores periodistas”.

Estudié Comunicación Social de 2014 a 2017. Me decían la “comelibros” porque pasaba los descansos en la biblioteca leyendo periódicos de los 80. No siempre podíamos comprar libros, pero el personal nos conocía y nos permitía llevarnos más libros de lo que se podía.

En 2018, iniciaron las protestas por la reserva Indio Maíz. Se estaba quemando y el régimen no hacía nada. En la UCA nos organizamos y salimos a protestar. Nos sentíamos seguros porque los docentes no se metían, pero nos daban libertad de crear pancartas, de reunirnos y hasta nos protegían. Cuando los policías empezaron a atacar a los manifestantes nos abrieron los portones y pudimos ingresar. No sólo nos atacaban con golpes; atacaban para matar.  

Había profesores que me dieron clases —jesuitas— que se acercaban a los refugiados en la catedral y otras universidades para hacer oración, para bendecirnos y nos decían: “Ustedes son el futuro de este país; no se desanimen. La población los está apoyando y nosotros los apoyamos”.

Cuando me enteré del cierre, me puse a llorar. Lo primero que dije fue: “¡Los periódicos que leía!”. Me destruí, me caí, sentí frío. He hablado con otros excompañeros y todos hemos llorado.

Para mí era la única universidad donde a los estudiantes se les enseñaba cómo desarrollar su criterio, dónde se respetaba si eras de uno u otro movimiento. Era la única que tenía esa autonomía de cátedra y, al perder eso, perdemos todo.

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AP Foto: Arnulfo Franco

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No son muñecas, sino cultura viva: un artesano lleva la historia oaxaqueña a las calles de México

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2023 (link aquí)

OAXACA, México (AP) – Las manos de artesano de Tonatiuh Estrada no sólo modelan figuras de cartón que sobrepasan los tres metros de alto. Lo que a él le gusta es crear documentos.

“Quiero que cuando la gente vea cómo las personas utilizan un huipil (un vestido tradicional) o un peinado, también lo lea y lo entienda. Que no se lleve sólo un adorno, sino también conocimiento”, dice el mexicano de 46 años.

Sus creaciones más recientes fueron solicitadas por el gobierno local para celebrar la Guelaguetza, el evento cultural más importante del estado de Oaxaca, en el suroeste del país. Como en cada edición, desde hace 91 años, el festejo convoca a diversas comunidades originarias para difundir su cultura a través de bailes, desfiles y venta de artesanías. Este año participaron 16 etnias y el pueblo afromexicano.

Tonatiuh modeló ocho piezas representativas de las regiones estatales para la celebración: siete mujeres y un hombre vestido de diablo. “La intención era hacer muñecas morenas para valorar nuestra etnia, nuestros colores”, explica.

Su especialidad es la cartonería –un fino y antiguo modelado en papel— y las muñecas de calendas, como se conoce localmente a las procesiones que los oaxaqueños realizan durante las fiestas patronales o para honrar a algún santo.

Por su colorido y atractivo, las calendas se han popularizado en Oaxaca y ahora es común verlas por las calles del centro varias veces por la tarde, pues decenas de parejas de recién casados suelen contratarlas como parte de su evento. Eso, piensan algunos, perjudica su esencia.

“Hoy en día se está perdiendo su significado”, asegura Nayelli López, quien vive en la capital y desfiló en la Guelaguetza como “china oaxaqueña”, que representa a la mujer trabajadora de los Valles Centrales. “Lo que se ve día a día en las bodas son recorridos. No son calendas porque una calenda es un respeto y un símbolo de fe que se lleva a las iglesias”.

Tonatiuh hace lo posible por preservar y difundir ese contexto espiritual en sus piezas. Explica que realiza una investigación cuidadosa de cada pedido y tiene claro que las primeras figuras de calenda se utilizaron tras la Conquista (1521), cuando los españoles iniciaron la evangelización. “Sí son un adorno, pero un adorno con información”, asegura.

Cuenta que cuando el comité que seleccionó a los pueblos participantes de esta Guelaguetza le compartió su elección, él tuvo que hacer algunas correcciones. Pintó flores del tamaño preciso. Acomodó trenzas del lado correcto. Modeló al diablo como se presenta en la danza local que lo inspiró.

“Aquí todo tiene un significado que es bonito”, añade.

Su trabajo toma tiempo porque para completarlo no sólo debe investigar la historia de cada figura, sino tener paciencia en el proceso de confección. Para terminar una sola muñeca puede pasar semanas encerrado en su taller.

Primero fabrica un armazón de madera. Luego lo cubre de barro, lo modela como una escultura que posteriormente envuelve con plástico y entonces empieza a pegar el papel. Crea una capa de un centímetro de ancho y una vez que se seca la abre para sacar el barro y dejar el cascarón. El siguiente paso es lijar, lijar y lijar. Ya perfeccionada la textura, pinta.

“A veces la gente cuando ve el papel no lo valora y piensa que es más trabajo tallar la madera, pero es más largo el proceso en papel”, dice Tonatiuh.

Aunque la confección de sus últimas figuras haya sido estresante por cuestión de tiempos, el artesano se dice satisfecho. “A la gente le ha gustado. Se toman fotos, se sienten identificados. Les dio mucho gusto que las muñecas fueran morenas”.  

Algunos investigadores analizan lo que ocurre en la Guelaguetza con cautela porque no todos los pueblos originarios participan y nació como un evento que impulsaba el nacionalismo.

“Lo vendían como un homenaje racial”, explica la antropóloga Gabriela Zapién. “Desde el origen fue algo problemático porque estamos hablando de una tradición construida”.

Tonatiuh coincide, pero piensa que a la larga ha logrado algo positivo. “Ha alimentado y exhibido las costumbres de la gente, o sea, lo que uno ve sí se hace y lo ha revalorizado la propia gente”.

La misma palabra “Guelaguetza” tiene un significado entre los oaxaqueños y cumple una función social. Algunos lo asocian a un festejo y otros a la ayuda mutua. En ambos casos, implica compartir.

“Lo bonito de Oaxaca es que no es una cultura de museo o de exhibición”, asegura sonriente. “Es una cultura viva”.  

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AP Foto: María Alférez

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Pueblos originarios de México comparten la herencia de sus ancestros durante la Guelaguetza

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2023 (link aquí)

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OAXACA, México (AP) — En el suroeste de México hay una diosa que abraza. Cuando uno conoce a Leticia Santiago Guzmán, sus brazos se abren como si fuera un ave que ofrece su cobijo.

Desde finales de junio representa a Centéotl, la deidad mexica del maíz, y es el rostro principal de la Guelaguetza, el evento cultural más importante del estado de Oaxaca. Su rol de las últimas semanas ha sido acompañar al gobernador en los festejos previstos en la agenda y promover su propia cultura.

Todo en ella es color e historia. Su piel canela. El pelo largo —oscuro como fondo marino— acomodado en dos trenzas que remata con listones. Su collar de coral rojo. La pechera floreada que oculta leyendas ancestrales.

“¿Quieres que hable en chatino o en español?”, pregunta la oaxaqueña de 35 años antes de iniciar una entrevista.

Alzando la voz en la lengua de su etnia —los chatinos— Leticia arrancó el discurso que hace unas semanas le valió el triunfo en un certamen que allanó el camino a la Guelaguetza, organizada por el gobierno desde hace 91 años para difundir las tradiciones locales. En esta edición participan representantes de 16 pueblos originarios y la comunidad afromexicana.

Las calles del centro se paralizan cada mes de julio, cuando el evento transcurre entre desfiles, bailes y ventas de artesanías. Según el gobierno, tan sólo esta semana hubo más de 27.000 mexicanos y extranjeros que se dieron cita en la capital estatal.

El concurso de la diosa Centéotl, en el que Leticia representó al pueblo de Santiago Yaitepec, recibió por años críticas de académicos y asistentes por tener un jurado presidido por personas ajenas a las comunidades que banalizaban a las participantes. Ahora varias voces coinciden en que un reciente cambio de gobierno trajo consigo un nuevo comité más enfocado en destacar la trayectoria de las concursantes y mejorar la representatividad de los pueblos originarios.

Leticia coincide: “Los chatinos habíamos sido olvidados”. La idea de concursar no fue suya, pero cuando algunos conocidos la animaron, ni lo dudó. “Yo ya cumplí con un cargo público en mi pueblo. Fui regidora de cultura. Rescaté una danza ancestral de mi comunidad y toco la flauta”.

Leticia se estremece cuando alguien le pide mencionar qué hace único a Yaitepec. Mientras pasa la mano sobre la falda que apenas cubre sus sandalias, responde que los textiles. “Entre hilos y agujas, entre telar de cintura, hemos armado una identidad que es una lucha también para nosotros”.

Cada vestimenta, accesorio o danza que los representantes de otras regiones lucen o interpretan durante la Guelaguetza también es una ventana a su cultura. Nayelli López, quien forma parte de las chinas oaxaqueñas de la capital, cuenta cómo el traje de gala que lució durante un desfile refleja su fe y algunos códigos sociales.

El lazo que las mujeres llevan alrededor de la cintura revela si quien lo porta es soltera o casada —dependiendo de que lo acomode a la izquierda o a la derecha— y el medallón que lleva prendido del pecho expresa su devoción por la Virgen de la Soledad. “Mis zapatos negros son el símbolo de la raza mestiza; nuestras canastas las usamos como una ofrenda hacia nuestro santo”.

Enrique Olvera, originario de Ejutla de Crespo, cuenta que su traje blanco y su sombrero de piel de burro representan la ropa antigua de sus ancestros, hombres dedicados a la siembra. Natasha Gutiérrez, de Santo Domingo de Tehuantepec, narra que su atuendo de terciopelo —bordado a mano con hilos de seda— se usa durante la fiesta patronal de Santo Domingo de Guzmán.

Desde la antropología hay expertos que coinciden en que la Guelaguetza difícilmente refleja las tradiciones reales de los pueblos porque éstas se llevan a cabo en fechas y contextos específicos, pero los oaxaqueños de a pie mencionan otro matiz. “Para nosotros es la máxima fiesta porque es de una cultura ancestral que nos dejaron nuestros antepasados”, dice Silvia Ramírez, quien tiene 56 años y disfrutaba con una amiga del festejo. “Nos llena de emoción porque los volvemos a sentir”.

La Guelaguetza genera música, color e historia, pero también polémica. Sólo un puñado de pueblos de 570 municipios puede participar y esa selección también ha provocado exclusión y congoja. Diversas comunidades y sectores sociales —uno integrado por maestros, por ejemplo— han creado sus propias guelaguetzas y a la fecha consideran que ofrecen mayor acceso al oaxaqueño común.

El sociólogo Victor Raúl Martínez explica que el antecedente de esta fiesta surgió en los años 20, en un momento de nacionalismo posrevolucionario. En 1932, para celebrar los 400 años de la formalización de Oaxaca como estado, el gobierno organizó una celebración que convocó a distintas etnias.

Aunque ese evento ocurrió en abril, después se trasladó a julio, en coincidencia con la celebración a la Virgen del Carmen, que ocurría en el Cerro del Fortín, ubicado en la capital estatal. Ahora el evento más importante de la Guelaguetza se da en el mismo sitio y se conoce como “fiesta de los Lunes del Cerro”.

Quien arranca ese festejo es la diosa Centéotl. En su discurso inaugural, Leticia hizo retumbar los altavoces en su lengua, el chatino, mientras sostenía su cetro con una mano y su falda con la otra.

Para ella la ropa no es mera indumentaria, sino aquello que une a su pueblo con la naturaleza. Las chatinas aprenden el punto de cruz desde niñas porque bordar aves y flores tiene un significado espiritual. En su cosmovisión, su madre es la Tierra y, su padre, el Sol.

“Dicen que nosotros provenimos del mar”, cuenta Leticia. “Nuestros antepasados vivían como peces y un monstruo marino los empezó a comer. El Santo Padre Sol se compadeció, los convirtió en seres humanos y así surge la historia de los chatinos”.

Para Leticia, un cerro tampoco es sólo un cerro, sino un sitio sagrado. Una ciénega es un lugar para colocar ofrendas y pedir bienestar. Una hondura es un signo de vida para honrar al Santo Padre Sol.

La diosa Centeótl no se venera entre los chatinos, pero la conexión del pueblo de Leticia con el maíz es total. “Me identifico mucho porque el 7 de octubre festejamos a la Virgen del Rosario, que está vestida de chatina, y salimos en procesión con nuestras milpas (cultivos de maíz) en las manos para pedir buenas cosechas”.

Sus planes a corto plazo son construir un nicho para su cetro, que éste inspire a otras mujeres de su comunidad a luchar por lo que creen y rescatar su lengua. Más de 41.000 personas hablan chatino, explica, pero su escritura se ha perdido.

Quizá recuperar su registro sea el último milagro de la diosa Centéotl.

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AP Foto: María Alférez

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Cómo un líder espiritual mexicano le rinde culto al Popocatépetl

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2023 (link aquí)

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Moisés Vega tiene un oficio peculiar: hablar con los volcanes.

Él sabe leer el viento y los temblores de la tierra. Entiende que el pecho del volcán más famoso de México hace rugir los suelos para avisarle que debe estar listo, que pronto el aire se cubrirá de humo, ceniza o material incandescente.

El diálogo entre ambos escapa a los informes científicos y titulares noticiosos. Como todo granicero, siente la vida del Popocatépetl sobre su rostro y bajo los pies.  

Es difícil traducir su oficio a otros idiomas, pero dice que también se le puede llamar curandero, tiempero o nahual. Desde Amecameca, el poblado del centro de México donde habita, cuenta que su trabajo es curar males físicos, pedirle a su volcán buen clima para la cosecha y difundir la sabiduría de sus ancestros.

“Su labor se basa en el México prehispánico de la conciliación con la naturaleza”, dice el arqueólogo Arturo Montero, de la Universidad del Tepeyac. “Son reguladores del clima y consideran que las montañas son espíritus de la naturaleza”.

Don Moi –como todos lo llaman— tiene 64 años y asegura que aprendió el lenguaje de los volcanes desde niño. Su trabajo suele atraer atención cada que «El Popo” incrementa su actividad y provoca que México cierre aeropuertos, trace rutas de evacuación y la prensa viaje a fotografiar cómo viven los habitantes de sus faldas.  

Para él, los volcanes no despiertan temor. “El Popocatépetl es nuestro padre y el Iztaccíhuatl nuestra madre. Son dadores de agua y nosotros no les tenemos miedo. Al contrario, que estén exhalando es una bendición porque nos dan vida”. 

Diversos expertos han documentado cómo los líderes religiosos del país han venerado a los volcanes antes, durante y después de la Conquista (1521). Esos códices y crónicas también revelan cómo su percepción y rituales se han modificado con el tiempo y su contexto.

Debido a la movilización de campesinos hacia las ciudades y la necesidad de buscar otros trabajos, las prácticas de graniceros contemporáneos como don Moi han perdido conexión con los procesos originales, explica Montero. Sin embargo, al responder a las consultas de antropólogos, periodistas y curiosos también han logrado preservar parte de su legado ancestral.

Frente a una cueva artificial que recrea los adoratorios que los vecinos del Popocatépetl han construido sobre él, don Moi cuenta que los rituales que realiza fusionan elementos prehispánicos y cristianos.

Sus sitios sagrados tienen cruces, por ejemplo, pero sobre ellas nunca está Jesús crucificado. Sólo las pintan de azul para representar al cielo o de blanco para emular nubes.

“Respeto la religión porque crecimos en este lugar, pero lo de nosotros es la montaña”, dice don Moi. “La montaña nos habla en palabras de los abuelos, no en las palabras del conquistador”.

El estruendo de su volcán le dice que algo anda mal. Puede que un santero haya subido a sus laderas para realizar un sacrificio animal que sea contrario a sus creencias. Que algún ladrón haya saqueado las cruces de sus adoratorios. Que un grupo de jóvenes alcoholizados haya ensuciado su suelo.

Los borrachos son inadmisibles, dice don Moi, porque eso perjudica a los espíritus que bajan a convivir con la gente. “Los espíritus toman el alcohol del borrachito y se emborrachan y en el cielo empiezan a mover el tiempo y eso es terrible”.

Hay días en que no sólo el Popo conversa con él. El cielo también le manda avisos y él tiene que “barrer el viento”. Cuenta que los graniceros como él son guardianes que saben leer cuando una nube trae granizo y deben evitar que arruine sus cosechas agitando una escoba que fabrican con ramas que sólo crecen en “El Popo”.

“La escoba es importantísima porque es parte de su raíz”, afirma. “Ahorita es la temporada que la milpa está creciendo y si el granizo nos gana, nos destruye. Y al haber destrucción, viene el hambre”.

Para convertirse en granicero no hay escuelas, dice don Moi. “Tienes que ser pegado por el rayo, por la enfermedad”. Precisa que a él le ocurrió lo primero y se ordenó como granicero en 1998. 

No hay cifras oficiales de cuántos colegas tiene en México, pero él dice que en Amecameca sólo hay cuatro –él incluido– y calcula que en los pueblos cercanos podría haber un número similar.

La percepción sagrada que se tiene hacia el Popo varía de poblado en poblado, pero muchos coinciden en que el volcán no amenaza sus vidas. Leticia Muñoz, quien vende aguacates y melocotones en la localidad de Ozumba, dice que confía más en los graniceros que en el gobierno. “Uno ve que (el volcán) no hace nada. Si hubiera querido, estalla”. 

Este recelo no es casual. Aunque el volcán ha incrementado su actividad desde 1994, no ha dejado víctimas ni daños en los alrededores. Ese mismo año, las autoridades obligaron a parte de la población a evacuar y muchos denunciaron la pérdida de sus animales y consideraron que fue un intento por arrebatarles sus tierras. 

El vínculo entre las comunidades y los volcanes se ha mantenido a través de los siglos porque cada coloso responde a las necesidades de sus pobladores. La antropóloga de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP), Laura Elena Romero, dice que en Mesoamérica las montañas sagradas se asocian a los recursos fundamentales para la vida y por eso graniceros como don Moi pueden solicitarle lluvia y otros piden protección para migrar o prosperidad para sus negocios. 

“El ritual no es obsoleto porque se adecúa a las necesidades de cada momento”, explica. 

Las comunidades lo consideran uno de los suyos y por eso personas como don Moi dicen saber lo que le molesta y hacen cuanto pueden por frenar su furia. La antropóloga narra que en Puebla, donde trabaja, los cuerpos de protección civil impidieron que los pobladores le subieran ofrendas este año y la gente –preocupada– gritaba: ¡Baja, don Goyo! ¡Baja! ¡No nos dejan subir pero aquí tenemos tu ofrenda! ¡Baja!

Llamarlo “Don Goyo” tiene un trasfondo astronómico que podría relacionarse con la posición del sol pero también refleja la cercanía que el lenguaje instaura entre los hombres y su volcán.

“Al considerarlo uno de los suyos, saben que lo que le afecta viene de fuera”, afirma la experta. “El volcán no quiere dañar a la gente a la cual pertenece. Es un integrante del pueblo y hay una idea de que hay cierta especie de control sobre su actividad”.

La narración que cada mexicano cuenta sobre sus volcanes expresa la relación que su comunidad tiene con él. Puede que en las ciudades se esconda tras los edificios o la contaminación, pero para quienes lo ven con cada despertar es una presencia que respira.

Don Moi platica que, cuando no es época de rituales, su volcán le habla mientras duerme.

Hace varios años, el arqueólogo Arturo Montero le platicó que viajaría a Japón y visitaría el Monte Fuji, otro pico sagrado cuya geografía ha dado arraigo a la identidad de su país. El granicero se emocionó: déjame hablar con el Popo; voy a preguntarle qué ofrenda puedo preparar para él.

Don Moi soñó a su volcán y él respondió. Al despertar preparó un regalo, lo envolvió en tela y Montero cruzó el mar con él sin espiar en su interior. Como el granicero, sabe bien que ese mensaje no le pertenece.

Hay secretos que sólo se hablan de volcán a volcán.

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Foto: Aúrea del Rosario

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Más allá de la cárcel: pastores mantienen la esperanza de sanar a El Salvador de las pandillas

Originalmente publicado en The Associated Press, junio de 2023 (link aquí)

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SAN SALVADOR (AP) – Podría ser otro tiempo y otra vida. Un pasado violento al que renunciaron para trabajar en esta cocina que hoy los envuelve con su olor a pan recién horneado.

Los salvadoreños pasaron décadas apretando los dientes mientras veían cómo el control de su país se ejercía bajo una premisa intolerable. Por años no les quedó más que elegir entre la extorsión o la muerte y tras esa oferta perversa estuvo siempre una pandilla: la MS-13 o la 18, rivales a matar y emblemas del mismo mal.

Hoy Ángel y Kevin espolvorean semitas con azúcar como hermanos. Su compañero Salvador reemplaza un foco en el corral de las gallinas. Andy confecciona llaveros de madera para vender.

Todos duermen en la misma habitación. Comparten una mesa en el almuerzo y una voz en honra a Dios durante el culto. Se rotan para lavar trastes, baños y pisos.

Los jóvenes forman parte del programa “Vida Libre”, un espacio para rehabilitar a expandilleros que el pastor estadounidense Kenton Moody fundó en 2021 en el departamento salvadoreño de Santa Ana.  

Moody pide reservar los apellidos de los jóvenes porque estos son tiempos difíciles. Después de que el presidente Nayib Bukele iniciara una ofensiva contra las pandillas en 2022, decenas de expandilleros que se habían acercado a iglesias evangélicas para dejar atrás su pasado criminal fueron encarcelados. La mayoría de ellos ya había cumplido su condena.

De los 38 jóvenes que albergaba “Vida Libre”, diez han sido detenidos. Otros que ya se habían reinsertado en sociedad también han sido capturados, aunque el pastor no puede precisar cuántos.

Bukele ha dicho que Dios podría perdonar a los pandilleros, pero que su gobierno les cobrará sus crímenes.

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“Vida Libre” nació tras una visita del pastor Moody a una cárcel de menores.

Para entonces ya vivía en El Salvador, adonde llegó en 2010 y estableció una iglesia que llamó “La puerta abierta”. Alrededor de ésta creó una fundación que auspicia proyectos sociales y actualmente, además de “Vida Libre”, tiene otro centro donde se enseña repostería, computación e inglés; una clínica y una escuela.

Hace unos años, en una zona donde construía casas bajo el acecho de la 18, varios pandilleros fueron detenidos por enterrar viva a una mujer y Moody fue al penal para compartirles la palabra de Dios.  

Cuando cruzó la reja, los guardias se quedaron afuera. El pastor se sintió inquieto, pero entonces vio a Hugo, un joven de la región donde ayudaba. Le explicó que sólo estaba de visita y el pandillero lo presentó a sus compañeros como su pastor.  

Hugo no era cristiano y nunca había pisado su iglesia. “Yo había llegado hasta él porque había ido ayudando con una casa, visitando el área”.

Y entonces pensó: “Si Hugo sale, ¿qué va a ser de él? Va a regresar a la pandilla, ¿cómo lo evitamos?”.

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La primera pandilla no nació en El Salvador.

Para huir de la Guerra Civil, medio millón de salvadoreños emigraron a Estados Unidos en los años 80. La mayoría se estableció en Los Ángeles y ahí, tras unirse a grupos criminales mexicanos, nacieron Mara Salvatrucha 13 (MS) y Barrio 18.

Estados Unidos deportó a unos 4.000 pandilleros en los años 90 y las autoridades salvadoreñas calculan que la cifra actual asciende a 76.000.

La llegada de las pandillas partió al país en tres: los territorios de la MS, los de la 18 y los neutrales. En ese mapa demarcado por el terror, quienes vivían en el terreno de un bando peligraban en el enemigo, fueran criminales o no.

Y así, los salvadoreños crearon reglas internas que sólo ellos conocen: evitar transitar por ciertas zonas, no vestir prendas que los confundan con traidores y entregar parte de su salario a los pandilleros.

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La cruzada de Bukele es inflexible: quien es o fue pandillero no volverá a ver la luz del sol.

Las encuestas muestran que la mayor parte de la población apoya el estado de excepción que impuso en marzo del año pasado en respuesta a un aumento alarmante de la violencia de las pandillas. Desde entonces, los asesinatos han ido a la baja y la gente se siente segura al caminar por calles que antes estaban secuestradas por el crimen.

Muchos, sin embargo, también lloran la detención de familiares inocentes. El régimen suspende el derecho a ser informado del motivo de un arresto y el acceso a un abogado. También está prohibido reunirse.

El gobierno ha reconocido que de los 68.000 detenidos en 15 meses, 5.000 fueron liberados tras no poder ser vinculados con grupos delincuenciales. Al menos 153 han muerto bajo custodia del gobierno, reportó hace unas semanas la organización no gubernamental Cristosal.

Quien opine que esta paz tiene un costo queda en la mira del presidente. Recientemente tuiteó que los grupos de derechos humanos sólo velan por los criminales y que a él no le importa la prensa crítica.

La pandilla es la peste, dijo, y para sanar a su país hay que eliminarla.

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Mientras muestra los cuartos vacíos de su iglesia Eben-Ezer, en San Salvador, el pastor Nelson Moz habla como si hasta su voz doliera. Aquí llegó Raúl en 2012 con el cuerpo cubierto de tatuajes y Dios en el corazón.

“Ya soy libre y quiero cambiar, ayúdeme”.

Al igual que Moody, Moz confió en que Dios le mostraría el camino a quien alguna vez le había ofrendado su vida a la pandilla. Él mismo cambió gracias a la religión.

“Tuve una época en que me encontré con las drogas, pero me compartieron el Evangelio y encontré a Jesús”, dice.

Aunque era 1980 y las pandillas no existían, esa experiencia transformadora lo llevó a confiar en Raúl. Según el pastor, el expandillero se convirtió al cristianismo en el penal. Al salir volvió a su clica –como se conoce a cada célula que agrupa a una pandilla–, pero a los pocos días le dijo a sus líderes que quería dejar la vida delictiva.

“Me lo trajeron y Raúl me dijo: ‘No tengo familia, he vivido en la calle. Toda mi vida ha sido la pandilla’”.

La situación era nueva para él. Hasta ese momento el pastor sólo conocía a algunos pandilleros de vista. Eran creyentes que asistían a sus cultos con sus esposas y niños. “Esta es una iglesia de barrio, entonces de alguna manera teníamos contacto, pero nada más”.

Cuando Raúl llegó, Moz transformó su oficina en un refugio temporal. La voz se corrió y, tras dejar la cárcel, otros expandilleros acudieron a él.

“Cuando menos sentí ya tenía ocho, 10, 15, 20 y les empecé a abrir espacios, a construir habitaciones. Dormían en el suelo. No teníamos camas, no teníamos nada”.

La desconfianza también se propagó. “Mis amigos, mi familia, la congregación se asustó. Mucha gente se fue”.  

Para prevenir tragedias, el pastor puso orden. Sólo recibía a expresidiarios con carta de libertad, todos tenían tareas que cumplir y había inspecciones policiales recurrentes. Algunos decían que su iglesia escondía a criminales, pero él continuó brindando acompañamiento a quien demostrara disciplina y expulsando a quien rompiera el reglamento.  

Los cuartos bajo su iglesia empezaron a vaciarse en marzo de 2022. Hasta antes del régimen de excepción, apoyaba a más de 40 expandilleros pero ahora todos -Raúl entre ellos- están nuevamente en prisión.

Algunos llevaban más de una década fuera de la pandilla, dice con tristeza el pastor. Muchos se habían borrado los tatuajes. Otros incluso eran pastores; tenían trabajos y familias que ahora sufren su ausencia.

“Siempre me he mantenido al margen de la parte política, partidista, porque soy un pastor”, explica.  “Sabemos que la verdadera transformación la produce Dios en el corazón. Sucedió conmigo, sucedió con Raúl. Sucedió con muchos”.

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De la pandilla sólo se sale muerto o a través del cristianismo, dice una regla que no está escrita en ningún lado.

Algunas iglesias evangélicas son un sitio clave para quien busca reconstruir su identidad y por eso Robert Brenneman, profesor de Justicia Criminal y Sociología de la Goshen College de Indiana, Estados Unidos, pasó años estudiando cómo los pandilleros acuden a ellas para dejar “la vida loca”.  

No todas reciben a pandilleros, pero las que acceden ofrecen discursos de transformación individual y códigos de conducta para lograrlo.

“Dentro de la tradición evangélica, el peor pecador brinda al Espíritu Santo la mayor oportunidad para demostrar el poder del Evangelio y de Jesús para transformar a las personas”, dice Brenneman.

Para ser evangélico hay que dejar el alcohol, las drogas, la promiscuidad y acudir a un culto hasta seis veces por semana. Esto conlleva un cambio en el habla, el vestir y la manera de relacionarse, por lo que la conversión no sólo importa por motivos espirituales: al hacerse cristiano, el expandillero deja tranquilos a sus líderes porque así les asegura que nunca se convertirá en su competencia y ellos no lo matarán por haber traicionado a sus hermanos.

Para Brenneman, estas iglesias no sólo responden a la violencia con la reinserción social, sino con programas que atacan las problemáticas que dan origen a las pandillas, como la pobreza, la falta de educación y el desempleo. La fundación del pastor Moody es un ejemplo.

La reintegración social, no obstante, es compleja porque las sociedades heridas por el crimen desconfían de quien tuvo un pasado delictivo.

“Yo estoy feliz con que metan a (la cárcel a) cuanto marero exista sobre la Tierra y que en su puta vida vuelva a ver la luz del día”, dice una mujer que pidió el anonimato para no arriesgar su seguridad.

“Los mareros mataron a uno de mis hermanos. Mi cuñada y mis sobrinos tuvieron que huir. Si yo no tuviese visa, ahora que ya están en Estados Unidos, no podría verlos más. Mi mamá y mis hermanos nunca los van a volver a ver”.

Para encarar esta violencia histórica, tres presidentes salvadoreños han impuesto medidas de mano dura en las últimas dos décadas. Los dos previos a Bukele fracasaron a largo plazo.  

“Nadie puede negar la crisis de seguridad pública en El Salvador ni que las pandillas han contribuido a ella”, dice Brenneman. “Pero la crisis es más grande que las pandillas”.

“Al enmarcar la crisis de los delitos violentos como un problema de la juventud temeraria y beligerante, los líderes salvadoreños han podido convertir a las pandillas en chivos expiatorios y desviar la atención de la desigualdad que impulsa a gran parte de la población hacia la violencia”, agrega.

La solución, entonces, no debería ser sólo punitiva. ¿Cuánto resuelve la encarcelación de pandilleros si la marginación aún acarrea niños sin padres y estómagos vacíos?

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“Vida Libre” sólo recibe a presos con buena conducta que están cerca de finalizar su condena y los pastores rinden informes periódicos a los juzgados. Su misión es brindar una transición adecuada para volver a casa, explica Allan Espinoza, director del programa.

Andy llegó en 2021 y piensa que el apoyo de los pastores ha sido una bendición.  

“Quizá para la humanidad puedo tener una mala imagen, pero con mis actitudes, cambiando cada día, quizá puedo no ingresar a la sociedad pero sí demostrar que soy diferente”, dice con una sonrisa tímida.  

El estigma de la prisión dificulta que un joven recién liberado retome sus estudios o encuentre empleo. Por eso “Vida Libre” ofrece talleres de agricultura, carpintería, pintura automotriz, serigrafía y panadería. Además imparte estudios bíblicos y académicos.

El programa no exige que los jóvenes sean creyentes, pero sí deben respetar una vida que se rige bajo valores cristianos. Todos se despiertan a las cinco de la mañana para asistir al culto y comen en grupo hasta que concluye la oración.

Romper las reglas tiene consecuencias y, para muchos, esa disciplina es inicialmente insoportable. Varios le dicen a Espinoza que se quieren ir, pero él les pide paciencia.

Algunos no hablan, sólo lloran. Lo que dejan atrás no es la prisión o la pandilla, sino una versión de sí mismos de la que no saben cómo desprenderse.

Para ayudarlos, los pastores ven más allá de los tatuajes.

“Para mí el joven que viene aquí no es pandillero”, dice Espinoza. “Esa palabra no se ocupa y al eliminarla, al no verlos como lo que decidieron ser, también se va borrando ese sentido de pertenencia a cierta pandilla”.

Y así, intenta guiarlos para reaprender la vida. “Llegar a eso es un proceso porque la pandilla los toma de edades muy pequeñas: siete, ocho, nueve años”.

“Quienes hemos tenido un núcleo familiar decente tenemos que ponernos en sus zapatos”, añade. “Aun cuando veamos a la pandilla como algo horrible, esa pandilla les hizo ver que era su familia”.

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La primera noche que Raúl pasó en el templo, el expandillero le preguntó al pastor Moz por qué el portón no tenía llave.

—¿No piensa usted que me puedo llevar algo?

—No. Si vos hacés algo, vas a cerrar una puerta que Dios te está abriendo. Mi corazón es corazón de padre para vos porque Dios te trajo a mí, pero si tú quieres quebrar todo por una mala acción, va a ser tu responsabilidad.

A esta charla le siguieron muchas más. Cuando el pastor compartía su comida con Raúl, el expandillero le contaba su vida. Y entonces Moz empezó a entender.

“El encierro es parte necesaria para sacar de circulación a alguien que está dañando a la sociedad, pero hay trasfondos sociales”, dice.

La pandilla es un fenómeno posguerra. Para que la MS y la 18 se afianzaran no sólo importó que Estados Unidos deportara criminales, sino que éstos llegaran a un país quebrado. La Guerra Civil dejó 75.000 muertos y 12.000 desaparecidos.

“El fenómeno de las pandillas encontró un cultivo”, dice el pastor. “Sectores sociales carentes de muchas cosas, muchos hogares destruidos, muchachos sin padres”.

Él, que como los pandilleros nació y creció en una comunidad marginada, sabe que la vulnerabilidad social se estigmatiza. “La gente piensa que todo mundo anda con un arma, que todos son delincuentes en una colonia como ésta”.

Por eso hay escuelas que no admiten alumnos de esos barrios. Bancos que niegan créditos a sus pobladores. Empleadores que los descartan para sus vacantes.

Los pandilleros deportados lo observaron, lo comprendieron y con ello vendieron una idea, explica Moz. “Ahora ya no vas a andar en el desamparo. Yo te voy a calzar, te voy a proteger. Vas a ser un muchacho respetado en la sociedad. Ahora vas a ser parte de una familia”.

Y así, la pandilla se convirtió en una madre siniestra que roba y mata para proteger a los suyos.

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“Me vine para acá porque me acompañé con otra persona similar a mi esposo, pero a él lo mataron los mismos de la pandilla. En 2016, empecé a ir a la iglesia y acepté a Jesús”.

“Luego que salió de prisión, esta persona que ahora es mi esposo, empezamos a hablar en la iglesia. Con el tiempo decidimos formalizar nuestra relación”.

“En 2022 empezaron los rumores y nos decían: ‘¿No les da miedo andar en la calle?’ Mi esposo está tatuado desde aquí (el cuello) hasta abajo, pero no se le ve porque se maquilla. La gente sí sabe, pero nos ha ayudado mucho”.

“Mi esposo venía de cumplir una condena de 80 años y el Señor (Dios) lo sacó. Lo detuvieron por homicidio”.

“Él me dice: ‘Si pudiera retroceder el tiempo, no hubiera hecho todo eso; no hubiera sido pandillero’”.

“Es bien curioso en lo que nos enfocamos. Si usted se fija en los comentarios cuando hay un detenido, dicen ‘métanlos presos’, pero no van a lo anterior. La mamá de él lo tiró a la calle a los nueve años y él se quedó a vivir en un bus destartalado. Ahí vivió tres años como indigente. Luego empezaron a suceder otras cosas. ¿Por qué? Porque no había nadie que le diera de comer”.

“Él no tuvo esa mano que le brindara apoyo y vino otra mano que lo agarró. Entonces, a veces, en vez de juzgar, deberíamos de ir hacia atrás. ¿Qué pasó con ese niño? ¿Qué fue de su niñez?”.

La persona que ofreció este testimonio pidió el anonimato para no arriesgar la seguridad de su familia.

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Cuando el pastor Moody recorre los caminos sin asfalto donde ha erigido casas de madera para las familias rotas que ha dejado el régimen que tanto orgullo brinda al presidente, él ofrece, sobre todo, abrazos.

Algunos niños que perdieron familiares por las pandillas o las detenciones recientes dicen que es como su papá.

Jennifer Johana, de 12 años, lo rodea como una koala mientras su madre Carolina Alvarado, de 29, cuenta que gracias a Moody su hija aceptó estudiar tras el encarcelamiento arbitrario de su marido.

“La iglesia es una base para ayudar a la gente”, dice el pastor. “La idea es que los jóvenes cambien el rumbo de la familia, que ayuden a la pobreza del país si tienen educación y trabajo”.

Erradicar a las pandillas tomará años, piensa Moody. Se ha cortado la mala hierba pero mientras sigan ocultas las raíces, subsistirá también el caldo de cultivo -la marginación- que las vio nacer.

La pandilla es como un virus que muta, opina el pastor Moz. Su origen no sólo se ataca en los templos o en las cárceles, sino caminando entre quienes el Estado descuidó.

Ambos mantienen tendidas las camas vacías de quienes Dios llevó alguna vez hasta su iglesia. Guardan la esperanza de volver a verlos, de recordarles que hay vida más allá de esa palabra infernal y punzante que en El Salvador se habita: la maldita pandilla.  

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AP FOTO: Salvador Meléndez

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El eterno desafío de ser un hombre o mujer trans en El Salvador

Originalmente publicado en The Associated Press, mayo de 2023 (link aquí)

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SAN SALVADOR – La escena se repite como un mal sueño del que Fabricio Chicas no logra despertar.  

Él se detiene frente a la ventanilla y quien recibe su documento de identidad lo mira con recelo. Va del papel a su rostro y de su rostro al papel. ¿Es usted el de la foto? ¿Seguro? ¿Por qué leo un nombre de mujer y veo un hombre frente a mí?

El salvadoreño enfrenta al personal de bancos, hospitales y oficinas burocráticas como si su existencia ameritara un alegato: sí, señorita, ahí aparece un nombre femenino, pero en realidad soy un hombre transgénero de 49 años que va por la vida dando explicaciones incómodas porque no hay ley que me permita tramitar un carné que refleje quién soy.  

La suya es una lucha que comparte todo hombre y mujer trans de El Salvador. En este país la historia no sólo se ha visto marcada por las pandillas, sino por un contexto conservador en el que la iglesia católica y evangélica tienen una amplia presencia, el aborto se penaliza sin excepciones y la legalización del matrimonio igualitario pareciera un anhelo irrealizable.

La Corte Suprema determinó en 2022 que la falta de condiciones para que alguien cambie su nombre por razones de identidad de género constituye un trato discriminatorio y ordenó a la Asamblea Legislativa emitir una reforma que facilite el trámite, pero el plazo venció hace tres meses y el organismo no cumplió.

Human Rights Watch (HRW) y agrupaciones salvadoreñas como Colectivo Alejandría y Generación Hombres Trans han reportado la omisión.

El partido del presidente Nayib Bukele controla el Congreso y no ha mostrado interés en legislar en favor de los derechos de la comunidad LGBTI, pero los activistas salvadoreños no dan la batalla por perdida.

Algunos comparten sus historias de vida. Buscan acercamientos con políticos. Accionan ante los juzgados. Renuevan su paciencia y explican una y otra vez el costo social de ser un hombre o mujer trans.

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El mundo se estrella como un cristal irreparable cuando alguien dice: este cuerpo no es el mío y este nombre no es quien soy.

El rechazo se disfraza con matices y, en el caso de Fabricio, su mamá pensó que ceder lo haría sufrir y peligrar. Inicialmente aceptó comprarle ropa de varón y comenzó a llamarlo “mi niño”, pero Fabricio fue víctima de abuso a los nueve años y su madre sintió que para protegerlo de otros males habría que dar marcha atrás.

Así volvió la ropa de niña, el pelo largo, las trenzas. “Fue el acabose”, cuenta Fabricio. “Era la depresión; era no quiero vivir”.

A los 15 años, Fabricio conoció a un hombre trans que le habló de tratamientos hormonales que transformarían su cuerpo. También le dio un consejo: “quebrarse los pechos” con una plancha de ropa.

La presión del metal sobre su piel no evitó el crecimiento de sus senos pero sí le provocó hematomas, un dolor que apenas le permitía vestirse y una infección que lo mandó al hospital.

Asustada, su madre le hizo prometer que jamás volvería arriesgar su vida. Nada de inyecciones ni cambios corporales. “Dijo que me veía bien como lesbiana masculina, como el niño interno que era”.

Entonces Fabricio decidió lo que tantos otros trans: voy a crecer, voy a trabajar y me voy a ir.

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Mónica Linares inició su transición cuando cumplió 14. Dejó su casa y dijo adiós a la escuela para empezar a trabajar.

“No fue nada fácil, pero cuando de verdad tenés una identidad y vas a defender lo que de verdad querés, estás dispuesta a perder todo”, cuenta la salvadoreña de 43 años.

Nada quiebra la garra de su voz porque para ser esta activista que hoy dirige el colectivo ASPIDH Arcoiris Trans ya vio el fin del mundo —su mundo— y lo reconstruyó.

Durante más de 15 años fue trabajadora sexual. Perdió amigas en manos de asesinos transfóbicos y a otras las vio migrar por culpa de las pandillas. También sorteó el distanciamiento con su familia y ahora ella es responsable de su madre y dos hermanos.  

Mónica defiende a su comunidad desde la Mesa Permanente por una Ley de Identidad de Género, integrada por cinco organizaciones que intentan dejar de lado sus diferencias y formar un frente común. Dice que trabaja para que las salvadoreñas trans de la siguiente generación enfrenten un panorama más alentador.  

Denuncia injusticias, pero también cabildea. Propone. Concilia en vez de pelear a pesar de que este gobierno ha mandado al archivo sus derechos y ella insiste en sacarlos del cajón para explicar a políticos y diputados por qué se necesita cambiar la ley.

“Usted le puede preguntar a cualquier persona LGB y puede opinar, pero nunca va a ser la vivencia de una mujer trans, de un hombre trans, que de verdad saben por qué necesita ese cambio de nombre”.

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Si fueras un hombre trans salvadoreño, podrías llamar a la compañía de internet para reportar que no funciona tu WiFi y la operadora podría decir que no puede atenderte, pues la línea está registrada a nombre de una mujer y sólo se le puede ofrecer una solución a la titular.

Podrías haber encontrado a la mujer de tu vida y tu aseguradora podría negarse a registrarla como beneficiaria en caso de accidente o muerte, pues en tu identificación aparece un nombre femenino y, según la compañía, las parejas deben integrarse por un hombre y una mujer.

Si no te has realizado una cirugía de reasignación de género, podrías requerir controles ginecológicos y las enfermeras podrían humillarte llamándote por el nombre con el que no te reconoces, señalándote entre risas y retrasándote el servicio.

Como a Fabricio, también podrían negarte el cobro de remesas, la renta de un departamento, préstamos bancarios, trabajos dignos, el derecho a vivir en paz.

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En un país profundamente religioso, la discriminación contra la comunidad trans va más allá del papeleo.

Hace tres décadas, Fabricio intentó ser aceptado por los Testigos de Jehová. Asistió a sus templos, leyó sus textos, interactuó con sus ancianos.  

“Admiro que son una familia que se cuida, que son muy amorosos”, dice con cierta tristeza.

Su madre lo previno. Le dijo que la comunidad religiosa no admitía la diversidad sexual, pero Fabricio sentía tal deseo por formar parte de ella que guardó sus pantalones, se puso una falda y comenzó a dejarse el cabello largo.  

Pasó un tiempo predicando junto a ellos, pero siempre se sintió vigilado. “En una reunión comenzaron a hablar del rebaño negro y del rebaño blanco y yo dije, ‘pues yo soy el rebaño negro’, pero no le hago daño a nadie”.

Cuando consideró bautizarse, los ancianos lo aconsejaron como si fuera un criminal. Tienes que releer la Biblia. Evitar matar. Cerrar las puertas de tu habitación cuando tus sobrinas estén de visita. Aceptar que te corteje uno de nuestros fieles.

Fabricio les puso un alto y los religiosos comenzaron a ignorarlo. Cuando le prohibieron el acceso al templo y corrió a llorar a su casa, su madre hizo memoria: te lo dije.  

“Entonces dejé de ir. Solté. Volví otra vez a vestirme masculino. Volví al mundo rechazado por los Testigos de Jehová”.

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Un informe que HRW y COMCAVIS TRANS publicaron en 2022 documenta violaciones de derechos humanos contra personas transgénero en El Salvador.

“Los agresores pueden ser agentes de las fuerzas de seguridad, miembros de pandillas, familiares de las víctimas y comunidades, y los daños se producen en espacios públicos, hogares, escuelas y lugares de culto”, detalla el texto.

La constitución protege la orientación sexual e identidad de género, pero carece de legislación que evite la discriminación contra quien la exprese.

El pronunciamiento de la Corte Suprema en 2022 parecía crucial porque, de haber cumplido con la orden del máximo tribunal, la Asamblea habría podido crear un procedimiento que permitiera a las personas trans cambiar los nombres de sus documentos de identidad.

“El Estado salvadoreño tiene una deuda histórica con la comunidad trans y la sentencia representaba una esperanza que esa deuda se pagaría, pero la Asamblea está deshaciendo esa esperanza con su descuido”, considera Cristian González Cabrera, investigador del programa de derechos LGBT de HRW.

“Que no se cumpla la sentencia también es grave porque forma parte de un patrón mucho más amplio de debilitamiento del estado de derecho y de la independencia judicial”, agrega.

En manos del Legislativo también está una iniciativa de ley que, además del nombre, posibilitaría modificar el género. Fue elaborada por organizaciones trans y contó con el apoyo de algunos legisladores como Anabel Belloso, pero está paralizada en la Comisión de la Mujer e Igualdad de Género.

Países latinoamericanos como Chile, Argentina, Cuba, Colombia y México cuentan con leyes que admiten el procedimiento, pero en El Salvador pareciera que ha habido un retroceso en el reconocimiento de los derechos de la comunidad LGBT.

Entre otras cosas, el gobierno disolvió la Secretaría de Inclusión Social, que realizaba capacitaciones sobre identidad de género e investigaba cuestiones LGBT a nivel nacional, y reestructuró un instituto estatal por abordar la orientación sexual en un programa educativo.

Además el presidente ha rechazado públicamente legalizar el matrimonio igualitario y la Iglesia católica le ha respaldado.

Ni la oficina de presidencia, ni el arzobispado respondieron a diversos pedidos de comentario de The Associated Press.

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Puede que la ley rectifique documentos, pero ¿cómo se enmienda el tejido social?

En El Salvador la discriminación por razón de género conlleva agresiones, desplazamiento forzado y asesinatos.

Rina Montti, directora de investigaciones de Cristosal —una ONG que monitorea violaciones de derechos humanos en Centroamérica— explica que las vulneraciones contra mujeres trans se han incrementado en los últimos dos años.

“Lo más dramático es la impunidad con la que están operando funcionarios del Estado, particularmente policías, con la comunidad LGTBI”, asegura. “A las mujeres trans las asaltan cuando se les da la gana. Pueden abusar de ellas, dizque contratarlas y no pagar sus servicios”.

Si las víctimas acuden a la Fiscalía, dice Monti, las autoridades pueden dejarlas esperando el día entero sin tomarles la declaración y sin que importe o no el nombre que aparece en su documento de identidad.  

“El nivel de impunidad y de humillación es mucho más profundo, porque ni siquiera son tomadas como personas que pueden quejarse”, añade.

Algunas víctimas de violencia deciden migrar. Al recibir esos casos, Cristosal las orienta sobre lo que podría esperarles en el camino y las contacta con organizaciones que podrían apoyarlas desde países como México.

“Hay quienes incluso toman la decisión de quitarse el maquillaje y vestirse de hombre para pasar lo más desapercibido posible, aunque eso va en detrimento de quienes son”.

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En el patio trasero de la casa de Fabricio, Pongo y Polar agitan la cola y brincan como canguros.

Detrás de sus perros llega Elizabeth López, su compañera de vida desde hace siete años. La pareja se conoció poco después de que muriera la madre de Fabricio y él decidiera iniciar un tratamiento hormonal para arrancar su transición.

Al principio ella luce desconfiada. Demasiados extraños los han herido más allá de las palabras.

Eli, como su pareja la llama con cariño, recuerda cuando un guardia les ordenó salir de una piscina porque Fabricio no pudo quitarse la camisa a pesar de haber explicado que su transformación física seguía en proceso. Tampoco olvida cuando tuvieron que operarlo de emergencia y el personal del hospital se negó a darle un pase de visita alegando que ambas eran “mujeres”, por lo que nunca podrían casarse ni ser familia.

Fabricio no coindice. Familia, dice, no es la que comparte sangre, sino la que siempre se apoya.

Desde hace un tiempo, la pareja comparte su hogar con un joven trans que dejó su propia casa para defender quién es. Fabricio le ofrece su cuidado y sus consejos.

Hace poco, el chico volvió a casa acompañado de su novia y se acercó a Fabricio para presentársela.

Al dirigirse a ella, sonrió y le dijo: “Él es mi viejo”.

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La identidad cultural de México vista a través del muralismo

Originalmente publicado en The Associated Press, mayo de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Lo que el muro preserva es más que pigmento. El sincretismo que define la identidad cultural de México cobró vida sobre el fresco cuando el pincel de Fermín Revueltas dio los toques finales a su “Alegoría de la Virgen de Guadalupe” en 1923. 

Revueltas fue uno de los muralistas que transformó la historia del arte desde los pasillos de San Ildefonso, un excolegio jesuita que se fundó hace 440 años en Ciudad de México y celebra el centenario del surgimiento del muralismo. 

Mediante una exposición que se inauguró el año pasado, pero se actualiza constantemente, “El Espíritu del 22” reflexiona sobre el contexto que dio pie al movimiento artístico.  

La muestra, que seguirá abierta al público hasta junio, aborda cómo la obra de artistas como David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Revueltas se vio influenciada por el nacionalismo revolucionario y descubrimientos arqueológicos que transformaron las nociones sobre el indigenismo.

Con las escenas satíricas de sus murales, las alusiones religiosas de su sacristía o su arquitectura barroca novohispana, todo en San Ildefonso invita al aprendizaje, quizá porque desde su fundación persiguió el objetivo de educar. 

El historiador Jonatan Chávez, quien también coordina el voluntariado y servicio al público en San Ildefonso, explica que el edificio actual es una fusión de otras instituciones educativas más pequeñas, pero desde sus inicios instruyó a la sociedad criolla de la Nueva España, como se nombró al virreinato establecido en el territorio conquistado por los españoles en 1521. 

Los jesuitas llegaron casi medio siglo después de la Conquista y presidieron este colegio de seminaristas y misioneros hasta 1767, cuando el rey Carlos III ordenó su expulsión. En esos casi 200 años, explica Chávez, su influencia en la cultura y la sociedad fue trascendental. 

Según el experto, los jesuitas se tomaban el tiempo de aprender sobre los pueblos que evangelizaban porque pensaban que sólo comprendiendo su cosmovisión podrían entablar un diálogo profundo con ellos. 

La fusión de prácticas ancestrales y las legadas por los europeos no sólo permitió que los pueblos aprendieran nuevas artes y oficios, sino que se afianzara el concepto de identidad criolla que hoy pervive en murales como el de Revueltas. 

En su “Alegoría de la Virgen de Guadalupe”, la imagen divina ocupa el centro y bajo ella están sus hijos: hombres y mujeres con diferentes tonos de piel. La pintura no sólo retrata la devoción, sino el mestizaje y cómo esa raza mixta se cohesiona en torno a la aparición de la Guadalupana. 

El pincel de un muralista de San Ildefonso no perseguía un fin decorativo, sino crítico. En cada mural respira lo que duele, lo que cala; lo que hacer arder al cuerpo en furia. Cada trazo apuntala una viñeta de historia o realidad social. 

Un fresco de 1924 que José Clemente Orozco tituló “La alcancía” muestra dos manos delgadas que depositan monedas en una caja que está abierta en la base y deja caer el dinero sobre otra mano que luce más poderosa y representa a la Iglesia. 

Otro mural del mismo año y autor –“El juicio final”– retrata a un Dios bizco que no observa lo que ocurre frente a sus narices: mientras los ricos disfrutan del paraíso, con aureolas que simulan monedas, los pobres padecen el infierno presionados por tridentes diabólicos.

El impulso crítico de este movimiento se gestó gracias a la convocatoria de José Vasconcelos, un intelectual que entre 1922 y 1924 invitó a artistas como Revueltas, Orozco y Diego Rivera a decorar los muros de San Ildefonso, por entonces sede de la Escuela Nacional Preparatoria.  

Según Chávez, Vasconcelos quería potenciar la alfabetización como un fenómeno similar a la evangelización jesuita, que abarcó todo el territorio y se adecuó a la diversidad de la población. Para lograrlo encabezó tres proyectos: las misiones culturales, la publicación de libros y el muralismo. 

“Él veía que la imagen era un elemento didáctico”, cuenta Chávez. “¿Entonces qué dijo? Hay que pintar, que los murales refieran los procesos históricos que representan la identidad mestiza”.

Y así, la historia saltó de los libros a los muros. Artistas como Revueltas usaron alegorías para plasmar su modo de entender el sincretismo que dio pie al México contemporáneo y otros como Orozco emplearon alusiones judeocristianas para criticar a instituciones que abusaban de su poder frente al desamparo social.

Por eso sus murales retan el entendimiento y establecen diálogos, en ocasiones de pared a pared.  

En la escalera principal del excolegio jesuita, un mural de Jean Charlot ilustra la masacre que los españoles encabezaron en el templo más sagrado del imperio Azteca y su contraparte responde con su continuación histórica, una fiesta local que es producto del sincretismo y refiere al pueblo de Chalma en manos del artista Fernando Leal. 

“San Ildefonso tiene esa reminiscencia donde lo religioso se hace presente porque forma parte de la identidad cultural de un pueblo”, indica Chávez. 

Con la expulsión de los jesuitas se perdió parte de su acervo pero no su legado. San Ildefonso se mantuvo vivo en la memoria colectiva como un espacio de formación y por eso no es casual que el gobierno lo haya transformado nuevamente en una escuela y, más tarde, en sede de un movimiento artístico y político que sigue vigente a 100 años de su surgimiento. 

“El muralismo es la evocación del pasado mexicano en el que la referencia principal es el proceso de la conquista militar y espiritual y la importancia del constructo de la identidad a través del criollismo”, dice Chávez. “Dice mucho de quienes somos y de qué estamos hechos”.

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AP FOTO: Marco Ugarte

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Tradicional quema de Judas vuelve con su buen humor a México

Originalmente publicado en The Associated Press, abril de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) — ¡Atención, hombres malvados! Si los mexicanos se enteran de sus fechorías, podrían caricaturizarlos en figuras de papel maché y hacerlos estallar en mil pedazos.

La tradicional “quema de Judas” se prende en México cada Sábado de Gloria, cuando habitantes de todo el país se reúnen en los barrios para destruir figuras de cartón que fabrican artesanos locales y representan a personajes perversos. El festejo se realiza al margen de las celebraciones de Semana Santa de la Iglesia Católica y suele estar cargado de buen humor.

El investigador Abraham Domínguez explica en un artículo de la revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia que este ritual se originó en Europa durante la Edad Media y llegó a América con la conquista española. Aunque se desconoce cuándo empezó a realizarse en este continente, los primeros registros datan del siglo XIX.

De acuerdo con Domínguez, la figura original representaba a Judas Iscariote, quien según la Biblia traicionó a Jesús. “Al explotar con cohetes, se destruye simbólicamente la maldad y traición”, explica el experto.

Muchos mexicanos, sin embargo, han ido un paso más allá. En un país donde lo usual es burlarse o reírse de los males que aquejan, algunos Judas tienen aspecto de diablito y otros son líderes políticos caricaturizados.

“Son una parodia de la idea social del mal”, dice Domínguez. “En la quema de Judas, el mal social se vuelve risible”.

Ajusticiar a los malos gobernantes (al menos con cohetes y cartón) sería imposible sin los artesanos que dan vida a los monigotes tras años de experiencia en el modelado de papel y aplicación de pintura multicolor.

Marcela Villarreal, de 50 años, lleva una década trabajando como “cartonera” y este año se unió a varios colegas para confeccionar las figuras que arderán en el barrio de Santa María la Ribera, en la capital mexicana.

Si bien la quema se realiza el Sábado de Gloria, Marcela y otros miembros de la organización Cartoneros de la Ciudad de México encabezaron desde el jueves un festival para exponer y vender su obra. La agenda incluyó talleres, conferencias, rifas y bailes.

Marcela explica que la tradición de la cartonería inició en México con Pedro Linares, un artista que pasó a la historia por sus alebrijes, figuras de papel maché que se pintan con colores vivos y representan animales o figuras imaginarias.

Según esta cartonera mexicana, modelar Judas que no se asemejan al personaje bíblico sino a gobernantes contemporáneos implica que en la quema se representa aquello que tiene gran peso en la cultura colectiva.

“Se queman como representación de eso que la gente les está recriminando”, dice. “Los encienden y es como darle salida a tu inconformidad del momento”.

Para ello, explica, tienen a un “maestro cohetero”, es decir, a un hombre especializado en encender los cohetes que destruirán a los Judas. Su papel es clave durante los festejos para evitar incendios descontrolados o estallidos que pongan en riesgo a los participantes.

Marcela y sus colegas tardaron más de dos meses en confeccionar 12 Judas para el evento en Santa María la Ribera. De éstos, sólo cinco se destinaron a la quema y el resto se exhibirán en un museo.

Dentro de cada figura, hay un esqueleto de carrizo, un material que se fabrica con palma seca y se moja para ajustar la forma. El carrizo se amarra con un hilo adherente y, una vez que está listo el armazón, se cubre con periódico y papel kraft, una suerte de cartón.

El material se mantiene unido con engrudo, una mezcla de harina y agua que se calienta y luego se deja enfriar. El paso final es pintar el Judas y esperar a que seque.

El gran protagonista del festejo de Santa María la Ribera fue un Judas que mide más de tres metros y cuyo cuerpo exhibe máscaras que representan los siete pecados capitales. Ese monigote tuvo la suerte de salvarse de los cohetes y acabará sus días en un museo.

Cartoneros de la Ciudad de México lideró el evento en este barrio por sexto año consecutivo y Marcela asegura que ha disfrutado cada uno de ellos. Lo que más le gusta de la quema de Judas, asegura, es que tantos mexicanos se reúnan para disfrutar del evento y se dé a conocer su legado.

“Es un espectáculo ver cómo se prenden los Judas, ver la emoción de la gente”, dice. “Lo más gratificante para nosotros es ver este trabajo que es parte de una tradición a partir de una unión de gente que a veces no sabe que existe”.

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AP Foto: Marco Ugarte

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