OAXACA, México (AP) — En el suroeste de México hay una diosa que abraza. Cuando uno conoce a Leticia Santiago Guzmán, sus brazos se abren como si fuera un ave que ofrece su cobijo.
Desde finales de junio representa a Centéotl, la deidad mexica del maíz, y es el rostro principal de la Guelaguetza, el evento cultural más importante del estado de Oaxaca. Su rol de las últimas semanas ha sido acompañar al gobernador en los festejos previstos en la agenda y promover su propia cultura.
Todo en ella es color e historia. Su piel canela. El pelo largo —oscuro como fondo marino— acomodado en dos trenzas que remata con listones. Su collar de coral rojo. La pechera floreada que oculta leyendas ancestrales.
“¿Quieres que hable en chatino o en español?”, pregunta la oaxaqueña de 35 años antes de iniciar una entrevista.
Alzando la voz en la lengua de su etnia —los chatinos— Leticia arrancó el discurso que hace unas semanas le valió el triunfo en un certamen que allanó el camino a la Guelaguetza, organizada por el gobierno desde hace 91 años para difundir las tradiciones locales. En esta edición participan representantes de 16 pueblos originarios y la comunidad afromexicana.
Las calles del centro se paralizan cada mes de julio, cuando el evento transcurre entre desfiles, bailes y ventas de artesanías. Según el gobierno, tan sólo esta semana hubo más de 27.000 mexicanos y extranjeros que se dieron cita en la capital estatal.
El concurso de la diosa Centéotl, en el que Leticia representó al pueblo de Santiago Yaitepec, recibió por años críticas de académicos y asistentes por tener un jurado presidido por personas ajenas a las comunidades que banalizaban a las participantes. Ahora varias voces coinciden en que un reciente cambio de gobierno trajo consigo un nuevo comité más enfocado en destacar la trayectoria de las concursantes y mejorar la representatividad de los pueblos originarios.
Leticia coincide: “Los chatinos habíamos sido olvidados”. La idea de concursar no fue suya, pero cuando algunos conocidos la animaron, ni lo dudó. “Yo ya cumplí con un cargo público en mi pueblo. Fui regidora de cultura. Rescaté una danza ancestral de mi comunidad y toco la flauta”.
Leticia se estremece cuando alguien le pide mencionar qué hace único a Yaitepec. Mientras pasa la mano sobre la falda que apenas cubre sus sandalias, responde que los textiles. “Entre hilos y agujas, entre telar de cintura, hemos armado una identidad que es una lucha también para nosotros”.
Cada vestimenta, accesorio o danza que los representantes de otras regiones lucen o interpretan durante la Guelaguetza también es una ventana a su cultura. Nayelli López, quien forma parte de las chinas oaxaqueñas de la capital, cuenta cómo el traje de gala que lució durante un desfile refleja su fe y algunos códigos sociales.
El lazo que las mujeres llevan alrededor de la cintura revela si quien lo porta es soltera o casada —dependiendo de que lo acomode a la izquierda o a la derecha— y el medallón que lleva prendido del pecho expresa su devoción por la Virgen de la Soledad. “Mis zapatos negros son el símbolo de la raza mestiza; nuestras canastas las usamos como una ofrenda hacia nuestro santo”.
Enrique Olvera, originario de Ejutla de Crespo, cuenta que su traje blanco y su sombrero de piel de burro representan la ropa antigua de sus ancestros, hombres dedicados a la siembra. Natasha Gutiérrez, de Santo Domingo de Tehuantepec, narra que su atuendo de terciopelo —bordado a mano con hilos de seda— se usa durante la fiesta patronal de Santo Domingo de Guzmán.
Desde la antropología hay expertos que coinciden en que la Guelaguetza difícilmente refleja las tradiciones reales de los pueblos porque éstas se llevan a cabo en fechas y contextos específicos, pero los oaxaqueños de a pie mencionan otro matiz. “Para nosotros es la máxima fiesta porque es de una cultura ancestral que nos dejaron nuestros antepasados”, dice Silvia Ramírez, quien tiene 56 años y disfrutaba con una amiga del festejo. “Nos llena de emoción porque los volvemos a sentir”.
La Guelaguetza genera música, color e historia, pero también polémica. Sólo un puñado de pueblos de 570 municipios puede participar y esa selección también ha provocado exclusión y congoja. Diversas comunidades y sectores sociales —uno integrado por maestros, por ejemplo— han creado sus propias guelaguetzas y a la fecha consideran que ofrecen mayor acceso al oaxaqueño común.
El sociólogo Victor Raúl Martínez explica que el antecedente de esta fiesta surgió en los años 20, en un momento de nacionalismo posrevolucionario. En 1932, para celebrar los 400 años de la formalización de Oaxaca como estado, el gobierno organizó una celebración que convocó a distintas etnias.
Aunque ese evento ocurrió en abril, después se trasladó a julio, en coincidencia con la celebración a la Virgen del Carmen, que ocurría en el Cerro del Fortín, ubicado en la capital estatal. Ahora el evento más importante de la Guelaguetza se da en el mismo sitio y se conoce como “fiesta de los Lunes del Cerro”.
Quien arranca ese festejo es la diosa Centéotl. En su discurso inaugural, Leticia hizo retumbar los altavoces en su lengua, el chatino, mientras sostenía su cetro con una mano y su falda con la otra.
Para ella la ropa no es mera indumentaria, sino aquello que une a su pueblo con la naturaleza. Las chatinas aprenden el punto de cruz desde niñas porque bordar aves y flores tiene un significado espiritual. En su cosmovisión, su madre es la Tierra y, su padre, el Sol.
“Dicen que nosotros provenimos del mar”, cuenta Leticia. “Nuestros antepasados vivían como peces y un monstruo marino los empezó a comer. El Santo Padre Sol se compadeció, los convirtió en seres humanos y así surge la historia de los chatinos”.
Para Leticia, un cerro tampoco es sólo un cerro, sino un sitio sagrado. Una ciénega es un lugar para colocar ofrendas y pedir bienestar. Una hondura es un signo de vida para honrar al Santo Padre Sol.
La diosa Centeótl no se venera entre los chatinos, pero la conexión del pueblo de Leticia con el maíz es total. “Me identifico mucho porque el 7 de octubre festejamos a la Virgen del Rosario, que está vestida de chatina, y salimos en procesión con nuestras milpas (cultivos de maíz) en las manos para pedir buenas cosechas”.
Sus planes a corto plazo son construir un nicho para su cetro, que éste inspire a otras mujeres de su comunidad a luchar por lo que creen y rescatar su lengua. Más de 41.000 personas hablan chatino, explica, pero su escritura se ha perdido.
Quizá recuperar su registro sea el último milagro de la diosa Centéotl.
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AP Foto: María Alférez
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Moisés Vega tiene un oficio peculiar: hablar con los volcanes.
Él sabe leer el viento y los temblores de la tierra. Entiende que el pecho del volcán más famoso de México hace rugir los suelos para avisarle que debe estar listo, que pronto el aire se cubrirá de humo, ceniza o material incandescente.
El diálogo entre ambos escapa a los informes científicos y titulares noticiosos. Como todo granicero, siente la vida del Popocatépetl sobre su rostro y bajo los pies.
Es difícil traducir su oficio a otros idiomas, pero dice que también se le puede llamar curandero, tiempero o nahual. Desde Amecameca, el poblado del centro de México donde habita, cuenta que su trabajo es curar males físicos, pedirle a su volcán buen clima para la cosecha y difundir la sabiduría de sus ancestros.
“Su labor se basa en el México prehispánico de la conciliación con la naturaleza”, dice el arqueólogo Arturo Montero, de la Universidad del Tepeyac. “Son reguladores del clima y consideran que las montañas son espíritus de la naturaleza”.
Don Moi –como todos lo llaman— tiene 64 años y asegura que aprendió el lenguaje de los volcanes desde niño. Su trabajo suele atraer atención cada que «El Popo” incrementa su actividad y provoca que México cierre aeropuertos, trace rutas de evacuación y la prensa viaje a fotografiar cómo viven los habitantes de sus faldas.
Para él, los volcanes no despiertan temor. “El Popocatépetl es nuestro padre y el Iztaccíhuatl nuestra madre. Son dadores de agua y nosotros no les tenemos miedo. Al contrario, que estén exhalando es una bendición porque nos dan vida”.
Diversos expertos han documentado cómo los líderes religiosos del país han venerado a los volcanes antes, durante y después de la Conquista (1521). Esos códices y crónicas también revelan cómo su percepción y rituales se han modificado con el tiempo y su contexto.
Debido a la movilización de campesinos hacia las ciudades y la necesidad de buscar otros trabajos, las prácticas de graniceros contemporáneos como don Moi han perdido conexión con los procesos originales, explica Montero. Sin embargo, al responder a las consultas de antropólogos, periodistas y curiosos también han logrado preservar parte de su legado ancestral.
Frente a una cueva artificial que recrea los adoratorios que los vecinos del Popocatépetl han construido sobre él, don Moi cuenta que los rituales que realiza fusionan elementos prehispánicos y cristianos.
Sus sitios sagrados tienen cruces, por ejemplo, pero sobre ellas nunca está Jesús crucificado. Sólo las pintan de azul para representar al cielo o de blanco para emular nubes.
“Respeto la religión porque crecimos en este lugar, pero lo de nosotros es la montaña”, dice don Moi. “La montaña nos habla en palabras de los abuelos, no en las palabras del conquistador”.
El estruendo de su volcán le dice que algo anda mal. Puede que un santero haya subido a sus laderas para realizar un sacrificio animal que sea contrario a sus creencias. Que algún ladrón haya saqueado las cruces de sus adoratorios. Que un grupo de jóvenes alcoholizados haya ensuciado su suelo.
Los borrachos son inadmisibles, dice don Moi, porque eso perjudica a los espíritus que bajan a convivir con la gente. “Los espíritus toman el alcohol del borrachito y se emborrachan y en el cielo empiezan a mover el tiempo y eso es terrible”.
Hay días en que no sólo el Popo conversa con él. El cielo también le manda avisos y él tiene que “barrer el viento”. Cuenta que los graniceros como él son guardianes que saben leer cuando una nube trae granizo y deben evitar que arruine sus cosechas agitando una escoba que fabrican con ramas que sólo crecen en “El Popo”.
“La escoba es importantísima porque es parte de su raíz”, afirma. “Ahorita es la temporada que la milpa está creciendo y si el granizo nos gana, nos destruye. Y al haber destrucción, viene el hambre”.
Para convertirse en granicero no hay escuelas, dice don Moi. “Tienes que ser pegado por el rayo, por la enfermedad”. Precisa que a él le ocurrió lo primero y se ordenó como granicero en 1998.
No hay cifras oficiales de cuántos colegas tiene en México, pero él dice que en Amecameca sólo hay cuatro –él incluido– y calcula que en los pueblos cercanos podría haber un número similar.
La percepción sagrada que se tiene hacia el Popo varía de poblado en poblado, pero muchos coinciden en que el volcán no amenaza sus vidas. Leticia Muñoz, quien vende aguacates y melocotones en la localidad de Ozumba, dice que confía más en los graniceros que en el gobierno. “Uno ve que (el volcán) no hace nada. Si hubiera querido, estalla”.
Este recelo no es casual. Aunque el volcán ha incrementado su actividad desde 1994, no ha dejado víctimas ni daños en los alrededores. Ese mismo año, las autoridades obligaron a parte de la población a evacuar y muchos denunciaron la pérdida de sus animales y consideraron que fue un intento por arrebatarles sus tierras.
El vínculo entre las comunidades y los volcanes se ha mantenido a través de los siglos porque cada coloso responde a las necesidades de sus pobladores. La antropóloga de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP), Laura Elena Romero, dice que en Mesoamérica las montañas sagradas se asocian a los recursos fundamentales para la vida y por eso graniceros como don Moi pueden solicitarle lluvia y otros piden protección para migrar o prosperidad para sus negocios.
“El ritual no es obsoleto porque se adecúa a las necesidades de cada momento”, explica.
Las comunidades lo consideran uno de los suyos y por eso personas como don Moi dicen saber lo que le molesta y hacen cuanto pueden por frenar su furia. La antropóloga narra que en Puebla, donde trabaja, los cuerpos de protección civil impidieron que los pobladores le subieran ofrendas este año y la gente –preocupada– gritaba: ¡Baja, don Goyo! ¡Baja! ¡No nos dejan subir pero aquí tenemos tu ofrenda! ¡Baja!
Llamarlo “Don Goyo” tiene un trasfondo astronómico que podría relacionarse con la posición del sol pero también refleja la cercanía que el lenguaje instaura entre los hombres y su volcán.
“Al considerarlo uno de los suyos, saben que lo que le afecta viene de fuera”, afirma la experta. “El volcán no quiere dañar a la gente a la cual pertenece. Es un integrante del pueblo y hay una idea de que hay cierta especie de control sobre su actividad”.
La narración que cada mexicano cuenta sobre sus volcanes expresa la relación que su comunidad tiene con él. Puede que en las ciudades se esconda tras los edificios o la contaminación, pero para quienes lo ven con cada despertar es una presencia que respira.
Don Moi platica que, cuando no es época de rituales, su volcán le habla mientras duerme.
Hace varios años, el arqueólogo Arturo Montero le platicó que viajaría a Japón y visitaría el Monte Fuji, otro pico sagrado cuya geografía ha dado arraigo a la identidad de su país. El granicero se emocionó: déjame hablar con el Popo; voy a preguntarle qué ofrenda puedo preparar para él.
Don Moi soñó a su volcán y él respondió. Al despertar preparó un regalo, lo envolvió en tela y Montero cruzó el mar con él sin espiar en su interior. Como el granicero, sabe bien que ese mensaje no le pertenece.
Hay secretos que sólo se hablan de volcán a volcán.
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Foto: Aúrea del Rosario
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SAN SALVADOR (AP) – Podría ser otro tiempo y otra vida. Un pasado violento al que renunciaron para trabajar en esta cocina que hoy los envuelve con su olor a pan recién horneado.
Los salvadoreños pasaron décadas apretando los dientes mientras veían cómo el control de su país se ejercía bajo una premisa intolerable. Por años no les quedó más que elegir entre la extorsión o la muerte y tras esa oferta perversa estuvo siempre una pandilla: la MS-13 o la 18, rivales a matar y emblemas del mismo mal.
Hoy Ángel y Kevin espolvorean semitas con azúcar como hermanos. Su compañero Salvador reemplaza un foco en el corral de las gallinas. Andy confecciona llaveros de madera para vender.
Todos duermen en la misma habitación. Comparten una mesa en el almuerzo y una voz en honra a Dios durante el culto. Se rotan para lavar trastes, baños y pisos.
Los jóvenes forman parte del programa “Vida Libre”, un espacio para rehabilitar a expandilleros que el pastor estadounidense Kenton Moody fundó en 2021 en el departamento salvadoreño de Santa Ana.
Moody pide reservar los apellidos de los jóvenes porque estos son tiempos difíciles. Después de que el presidente Nayib Bukele iniciara una ofensiva contra las pandillas en 2022, decenas de expandilleros que se habían acercado a iglesias evangélicas para dejar atrás su pasado criminal fueron encarcelados. La mayoría de ellos ya había cumplido su condena.
De los 38 jóvenes que albergaba “Vida Libre”, diez han sido detenidos. Otros que ya se habían reinsertado en sociedad también han sido capturados, aunque el pastor no puede precisar cuántos.
Bukele ha dicho que Dios podría perdonar a los pandilleros, pero que su gobierno les cobrará sus crímenes.
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“Vida Libre” nació tras una visita del pastor Moody a una cárcel de menores.
Para entonces ya vivía en El Salvador, adonde llegó en 2010 y estableció una iglesia que llamó “La puerta abierta”. Alrededor de ésta creó una fundación que auspicia proyectos sociales y actualmente, además de “Vida Libre”, tiene otro centro donde se enseña repostería, computación e inglés; una clínica y una escuela.
Hace unos años, en una zona donde construía casas bajo el acecho de la 18, varios pandilleros fueron detenidos por enterrar viva a una mujer y Moody fue al penal para compartirles la palabra de Dios.
Cuando cruzó la reja, los guardias se quedaron afuera. El pastor se sintió inquieto, pero entonces vio a Hugo, un joven de la región donde ayudaba. Le explicó que sólo estaba de visita y el pandillero lo presentó a sus compañeros como su pastor.
Hugo no era cristiano y nunca había pisado su iglesia. “Yo había llegado hasta él porque había ido ayudando con una casa, visitando el área”.
Y entonces pensó: “Si Hugo sale, ¿qué va a ser de él? Va a regresar a la pandilla, ¿cómo lo evitamos?”.
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La primera pandilla no nació en El Salvador.
Para huir de la Guerra Civil, medio millón de salvadoreños emigraron a Estados Unidos en los años 80. La mayoría se estableció en Los Ángeles y ahí, tras unirse a grupos criminales mexicanos, nacieron Mara Salvatrucha 13 (MS) y Barrio 18.
Estados Unidos deportó a unos 4.000 pandilleros en los años 90 y las autoridades salvadoreñas calculan que la cifra actual asciende a 76.000.
La llegada de las pandillas partió al país en tres: los territorios de la MS, los de la 18 y los neutrales. En ese mapa demarcado por el terror, quienes vivían en el terreno de un bando peligraban en el enemigo, fueran criminales o no.
Y así, los salvadoreños crearon reglas internas que sólo ellos conocen: evitar transitar por ciertas zonas, no vestir prendas que los confundan con traidores y entregar parte de su salario a los pandilleros.
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La cruzada de Bukele es inflexible: quien es o fue pandillero no volverá a ver la luz del sol.
Las encuestas muestran que la mayor parte de la población apoya el estado de excepción que impuso en marzo del año pasado en respuesta a un aumento alarmante de la violencia de las pandillas. Desde entonces, los asesinatos han ido a la baja y la gente se siente segura al caminar por calles que antes estaban secuestradas por el crimen.
Muchos, sin embargo, también lloran la detención de familiares inocentes. El régimen suspende el derecho a ser informado del motivo de un arresto y el acceso a un abogado. También está prohibido reunirse.
El gobierno ha reconocido que de los 68.000 detenidos en 15 meses, 5.000 fueron liberados tras no poder ser vinculados con grupos delincuenciales. Al menos 153 han muerto bajo custodia del gobierno, reportó hace unas semanas la organización no gubernamental Cristosal.
Quien opine que esta paz tiene un costo queda en la mira del presidente. Recientemente tuiteó que los grupos de derechos humanos sólo velan por los criminales y que a él no le importa la prensa crítica.
La pandilla es la peste, dijo, y para sanar a su país hay que eliminarla.
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Mientras muestra los cuartos vacíos de su iglesia Eben-Ezer, en San Salvador, el pastor Nelson Moz habla como si hasta su voz doliera. Aquí llegó Raúl en 2012 con el cuerpo cubierto de tatuajes y Dios en el corazón.
“Ya soy libre y quiero cambiar, ayúdeme”.
Al igual que Moody, Moz confió en que Dios le mostraría el camino a quien alguna vez le había ofrendado su vida a la pandilla. Él mismo cambió gracias a la religión.
“Tuve una época en que me encontré con las drogas, pero me compartieron el Evangelio y encontré a Jesús”, dice.
Aunque era 1980 y las pandillas no existían, esa experiencia transformadora lo llevó a confiar en Raúl. Según el pastor, el expandillero se convirtió al cristianismo en el penal. Al salir volvió a su clica –como se conoce a cada célula que agrupa a una pandilla–, pero a los pocos días le dijo a sus líderes que quería dejar la vida delictiva.
“Me lo trajeron y Raúl me dijo: ‘No tengo familia, he vivido en la calle. Toda mi vida ha sido la pandilla’”.
La situación era nueva para él. Hasta ese momento el pastor sólo conocía a algunos pandilleros de vista. Eran creyentes que asistían a sus cultos con sus esposas y niños. “Esta es una iglesia de barrio, entonces de alguna manera teníamos contacto, pero nada más”.
Cuando Raúl llegó, Moz transformó su oficina en un refugio temporal. La voz se corrió y, tras dejar la cárcel, otros expandilleros acudieron a él.
“Cuando menos sentí ya tenía ocho, 10, 15, 20 y les empecé a abrir espacios, a construir habitaciones. Dormían en el suelo. No teníamos camas, no teníamos nada”.
La desconfianza también se propagó. “Mis amigos, mi familia, la congregación se asustó. Mucha gente se fue”.
Para prevenir tragedias, el pastor puso orden. Sólo recibía a expresidiarios con carta de libertad, todos tenían tareas que cumplir y había inspecciones policiales recurrentes. Algunos decían que su iglesia escondía a criminales, pero él continuó brindando acompañamiento a quien demostrara disciplina y expulsando a quien rompiera el reglamento.
Los cuartos bajo su iglesia empezaron a vaciarse en marzo de 2022. Hasta antes del régimen de excepción, apoyaba a más de 40 expandilleros pero ahora todos -Raúl entre ellos- están nuevamente en prisión.
Algunos llevaban más de una década fuera de la pandilla, dice con tristeza el pastor. Muchos se habían borrado los tatuajes. Otros incluso eran pastores; tenían trabajos y familias que ahora sufren su ausencia.
“Siempre me he mantenido al margen de la parte política, partidista, porque soy un pastor”, explica. “Sabemos que la verdadera transformación la produce Dios en el corazón. Sucedió conmigo, sucedió con Raúl. Sucedió con muchos”.
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De la pandilla sólo se sale muerto o a través del cristianismo, dice una regla que no está escrita en ningún lado.
Algunas iglesias evangélicas son un sitio clave para quien busca reconstruir su identidad y por eso Robert Brenneman, profesor de Justicia Criminal y Sociología de la Goshen College de Indiana, Estados Unidos, pasó años estudiando cómo los pandilleros acuden a ellas para dejar “la vida loca”.
No todas reciben a pandilleros, pero las que acceden ofrecen discursos de transformación individual y códigos de conducta para lograrlo.
“Dentro de la tradición evangélica, el peor pecador brinda al Espíritu Santo la mayor oportunidad para demostrar el poder del Evangelio y de Jesús para transformar a las personas”, dice Brenneman.
Para ser evangélico hay que dejar el alcohol, las drogas, la promiscuidad y acudir a un culto hasta seis veces por semana. Esto conlleva un cambio en el habla, el vestir y la manera de relacionarse, por lo que la conversión no sólo importa por motivos espirituales: al hacerse cristiano, el expandillero deja tranquilos a sus líderes porque así les asegura que nunca se convertirá en su competencia y ellos no lo matarán por haber traicionado a sus hermanos.
Para Brenneman, estas iglesias no sólo responden a la violencia con la reinserción social, sino con programas que atacan las problemáticas que dan origen a las pandillas, como la pobreza, la falta de educación y el desempleo. La fundación del pastor Moody es un ejemplo.
La reintegración social, no obstante, es compleja porque las sociedades heridas por el crimen desconfían de quien tuvo un pasado delictivo.
“Yo estoy feliz con que metan a (la cárcel a) cuanto marero exista sobre la Tierra y que en su puta vida vuelva a ver la luz del día”, dice una mujer que pidió el anonimato para no arriesgar su seguridad.
“Los mareros mataron a uno de mis hermanos. Mi cuñada y mis sobrinos tuvieron que huir. Si yo no tuviese visa, ahora que ya están en Estados Unidos, no podría verlos más. Mi mamá y mis hermanos nunca los van a volver a ver”.
Para encarar esta violencia histórica, tres presidentes salvadoreños han impuesto medidas de mano dura en las últimas dos décadas. Los dos previos a Bukele fracasaron a largo plazo.
“Nadie puede negar la crisis de seguridad pública en El Salvador ni que las pandillas han contribuido a ella”, dice Brenneman. “Pero la crisis es más grande que las pandillas”.
“Al enmarcar la crisis de los delitos violentos como un problema de la juventud temeraria y beligerante, los líderes salvadoreños han podido convertir a las pandillas en chivos expiatorios y desviar la atención de la desigualdad que impulsa a gran parte de la población hacia la violencia”, agrega.
La solución, entonces, no debería ser sólo punitiva. ¿Cuánto resuelve la encarcelación de pandilleros si la marginación aún acarrea niños sin padres y estómagos vacíos?
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“Vida Libre” sólo recibe a presos con buena conducta que están cerca de finalizar su condena y los pastores rinden informes periódicos a los juzgados. Su misión es brindar una transición adecuada para volver a casa, explica Allan Espinoza, director del programa.
Andy llegó en 2021 y piensa que el apoyo de los pastores ha sido una bendición.
“Quizá para la humanidad puedo tener una mala imagen, pero con mis actitudes, cambiando cada día, quizá puedo no ingresar a la sociedad pero sí demostrar que soy diferente”, dice con una sonrisa tímida.
El estigma de la prisión dificulta que un joven recién liberado retome sus estudios o encuentre empleo. Por eso “Vida Libre” ofrece talleres de agricultura, carpintería, pintura automotriz, serigrafía y panadería. Además imparte estudios bíblicos y académicos.
El programa no exige que los jóvenes sean creyentes, pero sí deben respetar una vida que se rige bajo valores cristianos. Todos se despiertan a las cinco de la mañana para asistir al culto y comen en grupo hasta que concluye la oración.
Romper las reglas tiene consecuencias y, para muchos, esa disciplina es inicialmente insoportable. Varios le dicen a Espinoza que se quieren ir, pero él les pide paciencia.
Algunos no hablan, sólo lloran. Lo que dejan atrás no es la prisión o la pandilla, sino una versión de sí mismos de la que no saben cómo desprenderse.
Para ayudarlos, los pastores ven más allá de los tatuajes.
“Para mí el joven que viene aquí no es pandillero”, dice Espinoza. “Esa palabra no se ocupa y al eliminarla, al no verlos como lo que decidieron ser, también se va borrando ese sentido de pertenencia a cierta pandilla”.
Y así, intenta guiarlos para reaprender la vida. “Llegar a eso es un proceso porque la pandilla los toma de edades muy pequeñas: siete, ocho, nueve años”.
“Quienes hemos tenido un núcleo familiar decente tenemos que ponernos en sus zapatos”, añade. “Aun cuando veamos a la pandilla como algo horrible, esa pandilla les hizo ver que era su familia”.
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La primera noche que Raúl pasó en el templo, el expandillero le preguntó al pastor Moz por qué el portón no tenía llave.
—¿No piensa usted que me puedo llevar algo?
—No. Si vos hacés algo, vas a cerrar una puerta que Dios te está abriendo. Mi corazón es corazón de padre para vos porque Dios te trajo a mí, pero si tú quieres quebrar todo por una mala acción, va a ser tu responsabilidad.
A esta charla le siguieron muchas más. Cuando el pastor compartía su comida con Raúl, el expandillero le contaba su vida. Y entonces Moz empezó a entender.
“El encierro es parte necesaria para sacar de circulación a alguien que está dañando a la sociedad, pero hay trasfondos sociales”, dice.
La pandilla es un fenómeno posguerra. Para que la MS y la 18 se afianzaran no sólo importó que Estados Unidos deportara criminales, sino que éstos llegaran a un país quebrado. La Guerra Civil dejó 75.000 muertos y 12.000 desaparecidos.
“El fenómeno de las pandillas encontró un cultivo”, dice el pastor. “Sectores sociales carentes de muchas cosas, muchos hogares destruidos, muchachos sin padres”.
Él, que como los pandilleros nació y creció en una comunidad marginada, sabe que la vulnerabilidad social se estigmatiza. “La gente piensa que todo mundo anda con un arma, que todos son delincuentes en una colonia como ésta”.
Por eso hay escuelas que no admiten alumnos de esos barrios. Bancos que niegan créditos a sus pobladores. Empleadores que los descartan para sus vacantes.
Los pandilleros deportados lo observaron, lo comprendieron y con ello vendieron una idea, explica Moz. “Ahora ya no vas a andar en el desamparo. Yo te voy a calzar, te voy a proteger. Vas a ser un muchacho respetado en la sociedad. Ahora vas a ser parte de una familia”.
Y así, la pandilla se convirtió en una madre siniestra que roba y mata para proteger a los suyos.
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“Me vine para acá porque me acompañé con otra persona similar a mi esposo, pero a él lo mataron los mismos de la pandilla. En 2016, empecé a ir a la iglesia y acepté a Jesús”.
“Luego que salió de prisión, esta persona que ahora es mi esposo, empezamos a hablar en la iglesia. Con el tiempo decidimos formalizar nuestra relación”.
“En 2022 empezaron los rumores y nos decían: ‘¿No les da miedo andar en la calle?’ Mi esposo está tatuado desde aquí (el cuello) hasta abajo, pero no se le ve porque se maquilla. La gente sí sabe, pero nos ha ayudado mucho”.
“Mi esposo venía de cumplir una condena de 80 años y el Señor (Dios) lo sacó. Lo detuvieron por homicidio”.
“Él me dice: ‘Si pudiera retroceder el tiempo, no hubiera hecho todo eso; no hubiera sido pandillero’”.
“Es bien curioso en lo que nos enfocamos. Si usted se fija en los comentarios cuando hay un detenido, dicen ‘métanlos presos’, pero no van a lo anterior. La mamá de él lo tiró a la calle a los nueve años y él se quedó a vivir en un bus destartalado. Ahí vivió tres años como indigente. Luego empezaron a suceder otras cosas. ¿Por qué? Porque no había nadie que le diera de comer”.
“Él no tuvo esa mano que le brindara apoyo y vino otra mano que lo agarró. Entonces, a veces, en vez de juzgar, deberíamos de ir hacia atrás. ¿Qué pasó con ese niño? ¿Qué fue de su niñez?”.
La persona que ofreció este testimonio pidió el anonimato para no arriesgar la seguridad de su familia.
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Cuando el pastor Moody recorre los caminos sin asfalto donde ha erigido casas de madera para las familias rotas que ha dejado el régimen que tanto orgullo brinda al presidente, él ofrece, sobre todo, abrazos.
Algunos niños que perdieron familiares por las pandillas o las detenciones recientes dicen que es como su papá.
Jennifer Johana, de 12 años, lo rodea como una koala mientras su madre Carolina Alvarado, de 29, cuenta que gracias a Moody su hija aceptó estudiar tras el encarcelamiento arbitrario de su marido.
“La iglesia es una base para ayudar a la gente”, dice el pastor. “La idea es que los jóvenes cambien el rumbo de la familia, que ayuden a la pobreza del país si tienen educación y trabajo”.
Erradicar a las pandillas tomará años, piensa Moody. Se ha cortado la mala hierba pero mientras sigan ocultas las raíces, subsistirá también el caldo de cultivo -la marginación- que las vio nacer.
La pandilla es como un virus que muta, opina el pastor Moz. Su origen no sólo se ataca en los templos o en las cárceles, sino caminando entre quienes el Estado descuidó.
Ambos mantienen tendidas las camas vacías de quienes Dios llevó alguna vez hasta su iglesia. Guardan la esperanza de volver a verlos, de recordarles que hay vida más allá de esa palabra infernal y punzante que en El Salvador se habita: la maldita pandilla.
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AP FOTO: Salvador Meléndez
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SAN SALVADOR – La escena se repite como un mal sueño del que Fabricio Chicas no logra despertar.
Él se detiene frente a la ventanilla y quien recibe su documento de identidad lo mira con recelo. Va del papel a su rostro y de su rostro al papel. ¿Es usted el de la foto? ¿Seguro? ¿Por qué leo un nombre de mujer y veo un hombre frente a mí?
El salvadoreño enfrenta al personal de bancos, hospitales y oficinas burocráticas como si su existencia ameritara un alegato: sí, señorita, ahí aparece un nombre femenino, pero en realidad soy un hombre transgénero de 49 años que va por la vida dando explicaciones incómodas porque no hay ley que me permita tramitar un carné que refleje quién soy.
La suya es una lucha que comparte todo hombre y mujer trans de El Salvador. En este país la historia no sólo se ha visto marcada por las pandillas, sino por un contexto conservador en el que la iglesia católica y evangélica tienen una amplia presencia, el aborto se penaliza sin excepciones y la legalización del matrimonio igualitario pareciera un anhelo irrealizable.
La Corte Suprema determinó en 2022 que la falta de condiciones para que alguien cambie su nombre por razones de identidad de género constituye un trato discriminatorio y ordenó a la Asamblea Legislativa emitir una reforma que facilite el trámite, pero el plazo venció hace tres meses y el organismo no cumplió.
Human Rights Watch (HRW) y agrupaciones salvadoreñas como Colectivo Alejandría y Generación Hombres Trans han reportado la omisión.
El partido del presidente Nayib Bukele controla el Congreso y no ha mostrado interés en legislar en favor de los derechos de la comunidad LGBTI, pero los activistas salvadoreños no dan la batalla por perdida.
Algunos comparten sus historias de vida. Buscan acercamientos con políticos. Accionan ante los juzgados. Renuevan su paciencia y explican una y otra vez el costo social de ser un hombre o mujer trans.
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El mundo se estrella como un cristal irreparable cuando alguien dice: este cuerpo no es el mío y este nombre no es quien soy.
El rechazo se disfraza con matices y, en el caso de Fabricio, su mamá pensó que ceder lo haría sufrir y peligrar. Inicialmente aceptó comprarle ropa de varón y comenzó a llamarlo “mi niño”, pero Fabricio fue víctima de abuso a los nueve años y su madre sintió que para protegerlo de otros males habría que dar marcha atrás.
Así volvió la ropa de niña, el pelo largo, las trenzas. “Fue el acabose”, cuenta Fabricio. “Era la depresión; era no quiero vivir”.
A los 15 años, Fabricio conoció a un hombre trans que le habló de tratamientos hormonales que transformarían su cuerpo. También le dio un consejo: “quebrarse los pechos” con una plancha de ropa.
La presión del metal sobre su piel no evitó el crecimiento de sus senos pero sí le provocó hematomas, un dolor que apenas le permitía vestirse y una infección que lo mandó al hospital.
Asustada, su madre le hizo prometer que jamás volvería arriesgar su vida. Nada de inyecciones ni cambios corporales. “Dijo que me veía bien como lesbiana masculina, como el niño interno que era”.
Entonces Fabricio decidió lo que tantos otros trans: voy a crecer, voy a trabajar y me voy a ir.
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Mónica Linares inició su transición cuando cumplió 14. Dejó su casa y dijo adiós a la escuela para empezar a trabajar.
“No fue nada fácil, pero cuando de verdad tenés una identidad y vas a defender lo que de verdad querés, estás dispuesta a perder todo”, cuenta la salvadoreña de 43 años.
Nada quiebra la garra de su voz porque para ser esta activista que hoy dirige el colectivo ASPIDH Arcoiris Trans ya vio el fin del mundo —su mundo— y lo reconstruyó.
Durante más de 15 años fue trabajadora sexual. Perdió amigas en manos de asesinos transfóbicos y a otras las vio migrar por culpa de las pandillas. También sorteó el distanciamiento con su familia y ahora ella es responsable de su madre y dos hermanos.
Mónica defiende a su comunidad desde la Mesa Permanente por una Ley de Identidad de Género, integrada por cinco organizaciones que intentan dejar de lado sus diferencias y formar un frente común. Dice que trabaja para que las salvadoreñas trans de la siguiente generación enfrenten un panorama más alentador.
Denuncia injusticias, pero también cabildea. Propone. Concilia en vez de pelear a pesar de que este gobierno ha mandado al archivo sus derechos y ella insiste en sacarlos del cajón para explicar a políticos y diputados por qué se necesita cambiar la ley.
“Usted le puede preguntar a cualquier persona LGB y puede opinar, pero nunca va a ser la vivencia de una mujer trans, de un hombre trans, que de verdad saben por qué necesita ese cambio de nombre”.
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Si fueras un hombre trans salvadoreño, podrías llamar a la compañía de internet para reportar que no funciona tu WiFi y la operadora podría decir que no puede atenderte, pues la línea está registrada a nombre de una mujer y sólo se le puede ofrecer una solución a la titular.
Podrías haber encontrado a la mujer de tu vida y tu aseguradora podría negarse a registrarla como beneficiaria en caso de accidente o muerte, pues en tu identificación aparece un nombre femenino y, según la compañía, las parejas deben integrarse por un hombre y una mujer.
Si no te has realizado una cirugía de reasignación de género, podrías requerir controles ginecológicos y las enfermeras podrían humillarte llamándote por el nombre con el que no te reconoces, señalándote entre risas y retrasándote el servicio.
Como a Fabricio, también podrían negarte el cobro de remesas, la renta de un departamento, préstamos bancarios, trabajos dignos, el derecho a vivir en paz.
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En un país profundamente religioso, la discriminación contra la comunidad trans va más allá del papeleo.
Hace tres décadas, Fabricio intentó ser aceptado por los Testigos de Jehová. Asistió a sus templos, leyó sus textos, interactuó con sus ancianos.
“Admiro que son una familia que se cuida, que son muy amorosos”, dice con cierta tristeza.
Su madre lo previno. Le dijo que la comunidad religiosa no admitía la diversidad sexual, pero Fabricio sentía tal deseo por formar parte de ella que guardó sus pantalones, se puso una falda y comenzó a dejarse el cabello largo.
Pasó un tiempo predicando junto a ellos, pero siempre se sintió vigilado. “En una reunión comenzaron a hablar del rebaño negro y del rebaño blanco y yo dije, ‘pues yo soy el rebaño negro’, pero no le hago daño a nadie”.
Cuando consideró bautizarse, los ancianos lo aconsejaron como si fuera un criminal. Tienes que releer la Biblia. Evitar matar. Cerrar las puertas de tu habitación cuando tus sobrinas estén de visita. Aceptar que te corteje uno de nuestros fieles.
Fabricio les puso un alto y los religiosos comenzaron a ignorarlo. Cuando le prohibieron el acceso al templo y corrió a llorar a su casa, su madre hizo memoria: te lo dije.
“Entonces dejé de ir. Solté. Volví otra vez a vestirme masculino. Volví al mundo rechazado por los Testigos de Jehová”.
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Un informe que HRW y COMCAVIS TRANS publicaron en 2022 documenta violaciones de derechos humanos contra personas transgénero en El Salvador.
“Los agresores pueden ser agentes de las fuerzas de seguridad, miembros de pandillas, familiares de las víctimas y comunidades, y los daños se producen en espacios públicos, hogares, escuelas y lugares de culto”, detalla el texto.
La constitución protege la orientación sexual e identidad de género, pero carece de legislación que evite la discriminación contra quien la exprese.
El pronunciamiento de la Corte Suprema en 2022 parecía crucial porque, de haber cumplido con la orden del máximo tribunal, la Asamblea habría podido crear un procedimiento que permitiera a las personas trans cambiar los nombres de sus documentos de identidad.
“El Estado salvadoreño tiene una deuda histórica con la comunidad trans y la sentencia representaba una esperanza que esa deuda se pagaría, pero la Asamblea está deshaciendo esa esperanza con su descuido”, considera Cristian González Cabrera, investigador del programa de derechos LGBT de HRW.
“Que no se cumpla la sentencia también es grave porque forma parte de un patrón mucho más amplio de debilitamiento del estado de derecho y de la independencia judicial”, agrega.
En manos del Legislativo también está una iniciativa de ley que, además del nombre, posibilitaría modificar el género. Fue elaborada por organizaciones trans y contó con el apoyo de algunos legisladores como Anabel Belloso, pero está paralizada en la Comisión de la Mujer e Igualdad de Género.
Países latinoamericanos como Chile, Argentina, Cuba, Colombia y México cuentan con leyes que admiten el procedimiento, pero en El Salvador pareciera que ha habido un retroceso en el reconocimiento de los derechos de la comunidad LGBT.
Entre otras cosas, el gobierno disolvió la Secretaría de Inclusión Social, que realizaba capacitaciones sobre identidad de género e investigaba cuestiones LGBT a nivel nacional, y reestructuró un instituto estatal por abordar la orientación sexual en un programa educativo.
Además el presidente ha rechazado públicamente legalizar el matrimonio igualitario y la Iglesia católica le ha respaldado.
Ni la oficina de presidencia, ni el arzobispado respondieron a diversos pedidos de comentario de The Associated Press.
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Puede que la ley rectifique documentos, pero ¿cómo se enmienda el tejido social?
En El Salvador la discriminación por razón de género conlleva agresiones, desplazamiento forzado y asesinatos.
Rina Montti, directora de investigaciones de Cristosal —una ONG que monitorea violaciones de derechos humanos en Centroamérica— explica que las vulneraciones contra mujeres trans se han incrementado en los últimos dos años.
“Lo más dramático es la impunidad con la que están operando funcionarios del Estado, particularmente policías, con la comunidad LGTBI”, asegura. “A las mujeres trans las asaltan cuando se les da la gana. Pueden abusar de ellas, dizque contratarlas y no pagar sus servicios”.
Si las víctimas acuden a la Fiscalía, dice Monti, las autoridades pueden dejarlas esperando el día entero sin tomarles la declaración y sin que importe o no el nombre que aparece en su documento de identidad.
“El nivel de impunidad y de humillación es mucho más profundo, porque ni siquiera son tomadas como personas que pueden quejarse”, añade.
Algunas víctimas de violencia deciden migrar. Al recibir esos casos, Cristosal las orienta sobre lo que podría esperarles en el camino y las contacta con organizaciones que podrían apoyarlas desde países como México.
“Hay quienes incluso toman la decisión de quitarse el maquillaje y vestirse de hombre para pasar lo más desapercibido posible, aunque eso va en detrimento de quienes son”.
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En el patio trasero de la casa de Fabricio, Pongo y Polar agitan la cola y brincan como canguros.
Detrás de sus perros llega Elizabeth López, su compañera de vida desde hace siete años. La pareja se conoció poco después de que muriera la madre de Fabricio y él decidiera iniciar un tratamiento hormonal para arrancar su transición.
Al principio ella luce desconfiada. Demasiados extraños los han herido más allá de las palabras.
Eli, como su pareja la llama con cariño, recuerda cuando un guardia les ordenó salir de una piscina porque Fabricio no pudo quitarse la camisa a pesar de haber explicado que su transformación física seguía en proceso. Tampoco olvida cuando tuvieron que operarlo de emergencia y el personal del hospital se negó a darle un pase de visita alegando que ambas eran “mujeres”, por lo que nunca podrían casarse ni ser familia.
Fabricio no coindice. Familia, dice, no es la que comparte sangre, sino la que siempre se apoya.
Desde hace un tiempo, la pareja comparte su hogar con un joven trans que dejó su propia casa para defender quién es. Fabricio le ofrece su cuidado y sus consejos.
Hace poco, el chico volvió a casa acompañado de su novia y se acercó a Fabricio para presentársela.
Al dirigirse a ella, sonrió y le dijo: “Él es mi viejo”.
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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Lo que el muro preserva es más que pigmento. El sincretismo que define la identidad cultural de México cobró vida sobre el fresco cuando el pincel de Fermín Revueltas dio los toques finales a su “Alegoría de la Virgen de Guadalupe” en 1923.
Revueltas fue uno de los muralistas que transformó la historia del arte desde los pasillos de San Ildefonso, un excolegio jesuita que se fundó hace 440 años en Ciudad de México y celebra el centenario del surgimiento del muralismo.
Mediante una exposición que se inauguró el año pasado, pero se actualiza constantemente, “El Espíritu del 22” reflexiona sobre el contexto que dio pie al movimiento artístico.
La muestra, que seguirá abierta al público hasta junio, aborda cómo la obra de artistas como David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Revueltas se vio influenciada por el nacionalismo revolucionario y descubrimientos arqueológicos que transformaron las nociones sobre el indigenismo.
Con las escenas satíricas de sus murales, las alusiones religiosas de su sacristía o su arquitectura barroca novohispana, todo en San Ildefonso invita al aprendizaje, quizá porque desde su fundación persiguió el objetivo de educar.
El historiador Jonatan Chávez, quien también coordina el voluntariado y servicio al público en San Ildefonso, explica que el edificio actual es una fusión de otras instituciones educativas más pequeñas, pero desde sus inicios instruyó a la sociedad criolla de la Nueva España, como se nombró al virreinato establecido en el territorio conquistado por los españoles en 1521.
Los jesuitas llegaron casi medio siglo después de la Conquista y presidieron este colegio de seminaristas y misioneros hasta 1767, cuando el rey Carlos III ordenó su expulsión. En esos casi 200 años, explica Chávez, su influencia en la cultura y la sociedad fue trascendental.
Según el experto, los jesuitas se tomaban el tiempo de aprender sobre los pueblos que evangelizaban porque pensaban que sólo comprendiendo su cosmovisión podrían entablar un diálogo profundo con ellos.
La fusión de prácticas ancestrales y las legadas por los europeos no sólo permitió que los pueblos aprendieran nuevas artes y oficios, sino que se afianzara el concepto de identidad criolla que hoy pervive en murales como el de Revueltas.
En su “Alegoría de la Virgen de Guadalupe”, la imagen divina ocupa el centro y bajo ella están sus hijos: hombres y mujeres con diferentes tonos de piel. La pintura no sólo retrata la devoción, sino el mestizaje y cómo esa raza mixta se cohesiona en torno a la aparición de la Guadalupana.
El pincel de un muralista de San Ildefonso no perseguía un fin decorativo, sino crítico. En cada mural respira lo que duele, lo que cala; lo que hacer arder al cuerpo en furia. Cada trazo apuntala una viñeta de historia o realidad social.
Un fresco de 1924 que José Clemente Orozco tituló “La alcancía” muestra dos manos delgadas que depositan monedas en una caja que está abierta en la base y deja caer el dinero sobre otra mano que luce más poderosa y representa a la Iglesia.
Otro mural del mismo año y autor –“El juicio final”– retrata a un Dios bizco que no observa lo que ocurre frente a sus narices: mientras los ricos disfrutan del paraíso, con aureolas que simulan monedas, los pobres padecen el infierno presionados por tridentes diabólicos.
El impulso crítico de este movimiento se gestó gracias a la convocatoria de José Vasconcelos, un intelectual que entre 1922 y 1924 invitó a artistas como Revueltas, Orozco y Diego Rivera a decorar los muros de San Ildefonso, por entonces sede de la Escuela Nacional Preparatoria.
Según Chávez, Vasconcelos quería potenciar la alfabetización como un fenómeno similar a la evangelización jesuita, que abarcó todo el territorio y se adecuó a la diversidad de la población. Para lograrlo encabezó tres proyectos: las misiones culturales, la publicación de libros y el muralismo.
“Él veía que la imagen era un elemento didáctico”, cuenta Chávez. “¿Entonces qué dijo? Hay que pintar, que los murales refieran los procesos históricos que representan la identidad mestiza”.
Y así, la historia saltó de los libros a los muros. Artistas como Revueltas usaron alegorías para plasmar su modo de entender el sincretismo que dio pie al México contemporáneo y otros como Orozco emplearon alusiones judeocristianas para criticar a instituciones que abusaban de su poder frente al desamparo social.
Por eso sus murales retan el entendimiento y establecen diálogos, en ocasiones de pared a pared.
En la escalera principal del excolegio jesuita, un mural de Jean Charlot ilustra la masacre que los españoles encabezaron en el templo más sagrado del imperio Azteca y su contraparte responde con su continuación histórica, una fiesta local que es producto del sincretismo y refiere al pueblo de Chalma en manos del artista Fernando Leal.
“San Ildefonso tiene esa reminiscencia donde lo religioso se hace presente porque forma parte de la identidad cultural de un pueblo”, indica Chávez.
Con la expulsión de los jesuitas se perdió parte de su acervo pero no su legado. San Ildefonso se mantuvo vivo en la memoria colectiva como un espacio de formación y por eso no es casual que el gobierno lo haya transformado nuevamente en una escuela y, más tarde, en sede de un movimiento artístico y político que sigue vigente a 100 años de su surgimiento.
“El muralismo es la evocación del pasado mexicano en el que la referencia principal es el proceso de la conquista militar y espiritual y la importancia del constructo de la identidad a través del criollismo”, dice Chávez. “Dice mucho de quienes somos y de qué estamos hechos”.
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AP FOTO: Marco Ugarte
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CIUDAD DE MÉXICO (AP) — ¡Atención, hombres malvados! Si los mexicanos se enteran de sus fechorías, podrían caricaturizarlos en figuras de papel maché y hacerlos estallar en mil pedazos.
La tradicional “quema de Judas” se prende en México cada Sábado de Gloria, cuando habitantes de todo el país se reúnen en los barrios para destruir figuras de cartón que fabrican artesanos locales y representan a personajes perversos. El festejo se realiza al margen de las celebraciones de Semana Santa de la Iglesia Católica y suele estar cargado de buen humor.
El investigador Abraham Domínguez explica en un artículo de la revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia que este ritual se originó en Europa durante la Edad Media y llegó a América con la conquista española. Aunque se desconoce cuándo empezó a realizarse en este continente, los primeros registros datan del siglo XIX.
De acuerdo con Domínguez, la figura original representaba a Judas Iscariote, quien según la Biblia traicionó a Jesús. “Al explotar con cohetes, se destruye simbólicamente la maldad y traición”, explica el experto.
Muchos mexicanos, sin embargo, han ido un paso más allá. En un país donde lo usual es burlarse o reírse de los males que aquejan, algunos Judas tienen aspecto de diablito y otros son líderes políticos caricaturizados.
“Son una parodia de la idea social del mal”, dice Domínguez. “En la quema de Judas, el mal social se vuelve risible”.
Ajusticiar a los malos gobernantes (al menos con cohetes y cartón) sería imposible sin los artesanos que dan vida a los monigotes tras años de experiencia en el modelado de papel y aplicación de pintura multicolor.
Marcela Villarreal, de 50 años, lleva una década trabajando como “cartonera” y este año se unió a varios colegas para confeccionar las figuras que arderán en el barrio de Santa María la Ribera, en la capital mexicana.
Si bien la quema se realiza el Sábado de Gloria, Marcela y otros miembros de la organización Cartoneros de la Ciudad de México encabezaron desde el jueves un festival para exponer y vender su obra. La agenda incluyó talleres, conferencias, rifas y bailes.
Marcela explica que la tradición de la cartonería inició en México con Pedro Linares, un artista que pasó a la historia por sus alebrijes, figuras de papel maché que se pintan con colores vivos y representan animales o figuras imaginarias.
Según esta cartonera mexicana, modelar Judas que no se asemejan al personaje bíblico sino a gobernantes contemporáneos implica que en la quema se representa aquello que tiene gran peso en la cultura colectiva.
“Se queman como representación de eso que la gente les está recriminando”, dice. “Los encienden y es como darle salida a tu inconformidad del momento”.
Para ello, explica, tienen a un “maestro cohetero”, es decir, a un hombre especializado en encender los cohetes que destruirán a los Judas. Su papel es clave durante los festejos para evitar incendios descontrolados o estallidos que pongan en riesgo a los participantes.
Marcela y sus colegas tardaron más de dos meses en confeccionar 12 Judas para el evento en Santa María la Ribera. De éstos, sólo cinco se destinaron a la quema y el resto se exhibirán en un museo.
Dentro de cada figura, hay un esqueleto de carrizo, un material que se fabrica con palma seca y se moja para ajustar la forma. El carrizo se amarra con un hilo adherente y, una vez que está listo el armazón, se cubre con periódico y papel kraft, una suerte de cartón.
El material se mantiene unido con engrudo, una mezcla de harina y agua que se calienta y luego se deja enfriar. El paso final es pintar el Judas y esperar a que seque.
El gran protagonista del festejo de Santa María la Ribera fue un Judas que mide más de tres metros y cuyo cuerpo exhibe máscaras que representan los siete pecados capitales. Ese monigote tuvo la suerte de salvarse de los cohetes y acabará sus días en un museo.
Cartoneros de la Ciudad de México lideró el evento en este barrio por sexto año consecutivo y Marcela asegura que ha disfrutado cada uno de ellos. Lo que más le gusta de la quema de Judas, asegura, es que tantos mexicanos se reúnan para disfrutar del evento y se dé a conocer su legado.
“Es un espectáculo ver cómo se prenden los Judas, ver la emoción de la gente”, dice. “Lo más gratificante para nosotros es ver este trabajo que es parte de una tradición a partir de una unión de gente que a veces no sabe que existe”.
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AP Foto: Marco Ugarte
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CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Nada en su cuerpo desmembrado hace pensar en una diosa derrotada. El subsuelo preservó a Coyolxauhqui fuerte y eterna en el relieve de su roca, como un recordatorio de que los mexicanos son hijos del Sol.
Una exposición recientemente inaugurada en el Museo del Templo Mayor, en Ciudad de México, celebra que la representación mejor conservada de la deidad lunar de los mexicas reapareció hace 45 años desde lo profundo de la tierra, cuando la pala de un trabajador de la compañía eléctrica estatal golpeó el monolito en el que fue tallada en 1469. Con ello, México recuperó trozos de una historia que parecía perdida.
La exhibición estará abierta al público hasta el próximo 4 de junio y muestra más de 150 piezas arqueológicas centradas en la mitología, simbolismo e investigaciones científicas en torno a esta deidad.
Antes del hallazgo del monolito en los años 70, los arqueólogos pensaban que quedaba poco por descubrir sobre el pasado del imperio Mexica. En 1521, para imponer sus creencias y afianzar su dominio en la capital —que entonces se llamaba Tenochtitlan— el conquistador español Hernán Cortés pidió arrasar con templos e imágenes y edificar algo nuevo en su lugar.
El tiempo trajo consigo una nueva metrópoli y muchos pensaron que los restos del recinto más sagrado para los mexicas —el Templo Mayor— habrían quedado sepultados bajo la catedral actual. Sin embargo, a las entrañas de la ciudad aún le restaba un misterio por revelar.
Patricia Ledesma, arqueóloga y directora del Museo del Templo Mayor, explica que sus predecesores se dieron a la tarea de rescatar los rastros de los mexicas desde finales de la época colonial (1821). La tarea se volvió compleja porque la población y los poderes del México independiente se mantuvieron asentados en la zona central capitalina y las oportunidades para excavar eran limitadas.
Las primeras nociones sobre la ubicación del Templo Mayor llegaron en 1914, cuando la demolición de un inmueble dio pie a que el arqueólogo Miguel Gamio descubriera parte de una escalinata y su esquina suroeste. La exploración del sitio no avanzó sino hasta 1978, cuando la pala accidentada de los trabajadores de la estatal eléctrica dio con el escondite secreto de la diosa de la Luna.
Ledesma explica que aunque al desenterrarla no hubo dudas de que se trataba de un ente femenino, sugirieron diversas interpretaciones sobre su identidad. Al final un arqueólogo dio al clavo: no era otra sino Coyolxauhqui, “la que trae cascabeles en las mejillas”, porque en el relieve de su rostro pétreo es fácil apreciar unas campanas diminutas.
Es casi paradójico que una deidad de la oscuridad arrojara luz sobre la civilización que la esculpió en el inmenso disco de roca volcánica que hoy la acoge en un museo. El hallazgo no sólo dio origen a uno de los proyectos arqueológicos más importantes del país –el Proyecto del Templo Mayor, que a la fecha continúa–, sino que permitió reafirmar las concepciones que se tenían sobre el mito mexica que explica el nacimiento del Sol.
Se dice que fue así: una mujer barre afuera de su templo cuando una bola de plumas cae del cielo, ella la guarda en su seno y se embaraza. Al enterarse, una de sus hijas –Coyolxauhqui, ¿quién más?— se enfurece y con sus 400 hermanos –las estrellas— deciden asesinarla.
Nadie lo imagina pero en el instante en que sus hijos intentan matarla en lo alto de un cerro, Coatlicue da a luz a Huitzilopochtli, dios del Sol y de la guerra. El patrono de los mexicas nace vestido y listo para el combate. Con su arma decapita a Coyolxauhqui y luego la avienta hasta las faldas de la colina, donde cae despedazada, tal y como retrata el relieve de su piedra.
Que la belleza de este mito no se pierda en la confusión de que ésta es la historia de una hermana asesinada. Bajo la superficie hay algo más, dice Ledesma: “El mensaje de la historia es que somos hijos del Sol”.
Gracias a él tenemos energía, crecen las plantas, salen los animales. “No somos hijos de la noche; nuestra esencia es solar”.
El carácter guerrero del mexica también se proyecta en su dios: Huitzilopochtli emerge armado desde el vientre de su madre porque la sociedad que lo concibe es militarista; entiende el mundo como un sitio para pelear.
Bajo esta cosmovisión, además, la muerte se percibe como algo natural. Coyolxauhqui no perece sin propósito, sino para dar lugar al Sol. Por eso ella misma, de algún modo, renace una y otra vez.
Según explica Ledesma, no hubo una, sino muchas Coyolxauhqui. “La que vio Cortés, seguramente, la destruyó”.
Cuando los mexicas ganaban una batalla importante, renovaban el Templo Mayor y con él sus esculturas. Las viejas se guardaban, probablemente debajo de las nuevas, y las más recientes permanecían visibles. Hasta ahora, los arqueólogos han descubierto cinco Coyolxauhquis. La única completa es la que los trabajadores estatales encontraron hace 45 años.
Desde entonces, Coyolxauhqui sobrecogió el corazón de los mexicanos. De acuerdo con Ledesma, tras su hallazgo el arqueólogo Eduardo Matos –quien estuvo y sigue a cargo del Proyecto Templo Mayor—abría la excavación los jueves y la gente hacía filas para verla.
“Llegaba la gente y le daba flores, le ponía regalos”, asegura Ledesma. “Era como un redescubrimiento de una sociedad que habíamos pensado perdida por la guerra”.
Conforme la excavación del Templo Mayor se amplió, los expertos descubrieron que Coyolxauhqui aguardó cientos de años donde un día estuvo la base de recinto dedicado a Huitzilopochtli. Es decir, los mexicas la reconstruyeron una y otra vez a los pies de la casa del Sol triunfante porque representa la derrota de un mundo anterior al nuestro.
La suya no es la historia de una diosa rota, sino una huella que recuerda que sobre este mismo suelo vivieron ancestros que pelearon y vencieron al preservar algo de su pasado, como la luz que se antepone a lo más negro de la noche.
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AP Foto: Eduardo Verdugo
La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
Hay tres cosas que uno debe saber sobre la Casa Verde.
La primera es que no es verde. Los tonos esmeralda, jade y musgo no están en los muros de su fachada, sino en los pañuelos y convicciones de las mujeres que trabajan en ella.
La segunda es que está en Chihuahua, un estado del norte de México que bordea con Estados Unidos y tiene un gobierno conservador que deja poco margen de maniobra para las activistas que defienden los derechos sexuales y reproductivos.
La tercera es que es un emblema. Como otro puñado de espacios similares, representa el modelo de acompañamiento de aborto en México, es decir, una red integrada por miles de personas que crean entornos seguros y afectuosos para que cualquier mujer decida sobre su maternidad.
El cobijo que brindan grupos como Marea Verde Chihuahua, cuyo centro de operaciones es esta casa recién inaugurada, ha trascendido fronteras y hoy permite que mexicanas y estadounidenses reciban asesoría virtual para abortar en casa de manera segura con medicamento.
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Miles de activistas en México y Estados Unidos comparten un desafío: facilitar el aborto a pesar de que gran parte de su territorio lo restringe o prohíbe.
México lo penaliza en 21 de sus 32 estados. En las 11 entidades donde es legal hay clínicas privadas, pero el Estado tendría que garantizarlo de manera gratuita y eso no siempre ocurre. Según han denunciado decenas de activistas, hay personal de salud que niega o retrasa el procedimiento, hospitales que carecen de insumos, farmacias que evitan vender pastillas y presión de la Iglesia en este país mayoritariamente católico.
En este contexto surgieron las “acompañantes”, voluntarias que brindan asesoría virtual o presencial para evitar el desconsuelo de abortar en soledad. Aunque no son médicas ni trabajan en hospitales, se capacitan constantemente bajo los lineamientos federales y protocolos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para guiar abortos con fármacos.
“Somos mujeres comunes y corrientes que estamos en esta labor por la justicia reproductiva”, dice Marcela Castro, integrante de Marea Verde Chihuahua. “Buscamos las reivindicaciones que el Estado nos ha negado desde el prohibicionismo”.
Por eso la Casa Verde no es verde: no es un disfraz, sino la representación de cómo las acompañantes han aprendido a moverse entre dos mundos –el visible y el invisible— y tras décadas de trabajo colectivo se han organizado para ayudar a quien lo necesite, incluso si vive en estados que penalizan abortar.
No hay un registro de cuántas “colectivas” —como las acompañantes llaman a sus agrupaciones— hay en México, pero la red abarca todo el territorio. Por eso desde 2019, años antes de que la revocación del fallo de Roe vs Wade eliminara la protección federal para abortar en Estados Unidos, activistas de ese país empezaron a consultar a sus colegas del sur.
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El aborto autogestionado es aquel que permite que una persona interrumpa su embarazo con pastillas sin supervisión médica. Las activistas mexicanas le han hablado sobre él a sus pares estadounidenses porque libra a la mujer de ser estigmatizada en una clínica, le resta visibilidad en territorios que lo castigan y, en el caso de México, de pagar, pues las acompañantes no cobran por su apoyo ni por el medicamento.
Marcela explica que en Marea Verde funciona así: tras recibir una solicitud, una acompañante entra en contacto con la interesada vía WhatsApp. Entre otros detalles le pregunta su última fecha de menstruación –para determinar la edad gestacional– y cómo confirmó el embarazo.
Si la acompañante no detecta señales de alarma que ameriten consultar a un médico o acudir a una clínica, sugiere un aborto con medicamento, lo que implica ingerir dosis específicas de misoprostol y mifepristona, fármacos avalados por la OMS. Aunque en Estados Unidos ambos requieren receta, en México el primero es de venta libre y el segundo es controlado, pero puede obtenerse a través de las colectivas.
Las mujeres de Chihuahua pueden recoger las pastillas en la Casa Verde. Quienes viven fuera las reciben por correo y las acompañantes las apoyan hasta que el aborto se realiza correctamente. En caso de imprevistos o emergencias, acuden a personal médico aliado de la red o sugieren a la mujer acudir a un hospital y están pendientes de su recuperación y situación legal.
Detrás de este proceso hay miles de mexicanas que llevan años ingeniándoselas para hacerlo funcionar. Todas aportan cuanto pueden: dinero para armar bancos de medicamentos, contactos con doctores que atiendan urgencias, asesoría legal y psicológica o valentía para desplazar pastillas dentro y fuera del país.
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Marcela y su colega Salma Silva ofrecen un recorrido por los cuartos sin amueblar de su Casa Verde, que recientemente lograron financiar gracias a otra organización.
Ahí donde no hay muebles, hay planes. Cada habitación explica el trabajo que realizan desde 2018, cuando se agruparon de manera autónoma como otro centenar de colectivas mexicanas: sin sueldo, sin oficinas y compaginando sus profesiones y vidas privadas con la defensa del derecho a decidir.
Salma explica que, con ayuda de donaciones y recursos propios, la Casa Verde cobrará forma poco a poco. Tendrá un cuarto con una cama para quienes necesiten un espacio para interrumpir su embarazo. Otro será un taller de serigrafía para confeccionar productos que difundan su trabajo y les permitan reunir dinero. Uno más se convertirá en el consultorio de una psicóloga, pues el acompañamiento no acaba con la entrega de medicamentos, sino cuando las acompañadas están listas para soltar su mano.
Desde aquí esperan ampliar su apoyo a mexicanas y estadounidenses, a quienes ya asesoraban desde otros espacios, pues para guiar un aborto seguro en casa el acompañamiento es virtual.
Mediante mensajes o llamadas, mexicanas de Chihuahua y otros estados fronterizos como Tamaulipas, Nuevo León y Sonora brindan asesoría en Estados Unidos. Según Marcela y otras acompañantes, a muchas de esas solicitantes les sorprende que se puede abortar a pesar de las restricciones legales y sin tener que pagar por tratarse en una clínica.
Para algunos grupos que defienden la vida desde la concepción en México, la falta de supervisión médica es preocupante y consideran que también se puede acompañar a las mujeres para que eviten abortar.
“Creemos que el aborto jamás va a ser una solución”, dice Jahel Torres, integrante de la organización Pasos por la vida. “Como sociedad podemos ofrecer a una mujer que esté en una situación vulnerable mejores respuestas, porque el aborto la va a convertir en una víctima más de ese proceso que sólo la va a lastimar, porque terminar con la vida de tu propio hijo siempre va a tener una secuela”.
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En la red de aborto en México cada pieza ha sido clave y varias voces coindicen en que su origen tiene un nombre: Verónica Cruz.
Vero, como la llaman muchas acompañantes, fundó Las Libres hace 20 años y trabaja desde Guanajuato, un estado conservador del centro de México.
Su colectiva no sólo es un referente nacional por la logística que le permite facilitar medicamentos y su liderazgo en la formación de acompañantes, sino por encabezar parte de la Red Transfronteriza, que agrupa a quienes asesoran abortos virtuales en Estados Unidos.
“En enero de 2022, cuando empezamos a acompañar desde Las Libres, en promedio teníamos diez casos diarios y esa demanda fue creciendo. Cuando cayó Roe en junio tuvimos hasta 100 diarios”, asegura.
El número alcanzó 300 solicitudes estadounidenses al día, una carga gigantesca para su equipo de diez personas. Entonces Vero empezó a tejer nuevas redes de aborto, esta vez en territorio extranjero.
“En un año hemos formado más de 20. Somos unas 200 personas ayudando sólo a Estados Unidos”.
Las Libres operan bajo cuatro escenarios. Uno: mujeres que cruzan la frontera y, tras comprar las pastillas en México, preguntan cómo usarlas. Dos: personas que planean cruzar para comprar los fármacos pero solicitan información antes de hacerlo y reciben acompañamiento durante el proceso. Tres: solicitantes que cruzan a espacios seguros llamados aborterías –como la Casa Verde— para interrumpir su embarazo ahí.
El cuarto es el más común: se envía el medicamento y el acompañamiento se brinda virtualmente desde México.
Vero cuenta que el aborto también se estigmatiza en Estados Unidos porque allá lo usual es pagar por tratarse en hospitales y quedar en manos de médicos. “La mayoría piensa que no son seguras las pastillas, entonces cambiar eso tan rápido ha sido un reto”.
Además está el temor de retar la ley. “En México somos mucho más desafiantes de los sistemas legales que nos oprimen”, dice. “Allá había muchísimo miedo a lo legal y en un año las cosas han cambiado. Muchísima gente está dispuesta a apoyar porque la ley no siempre tiene la razón”.
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Dimensionar el alcance de las redes de acompañamiento mexicanas es complejo.
Ninde Molina, abogada en Abortistas MX, organización especializada en estrategias litigio sobre aborto, pone un ejemplo: cualquiera podría interrumpir su embarazo con misoprostol siguiendo las directrices de la OMS, pero ante un imprevisto que la obligara a ir a un hospital, ¿quién podría ayudarla si el personal de salud amenazara con denunciarla ante el Ministerio Público?
Abortar bajo el ala de la red implica un monitoreo colectivo para que toda mujer criminalizada por abortar reciba respaldo legal de grupos con alcance nacional como AbortistasMX o Gire. “El tema del acompañamiento es ése: yo no te voy a soltar la mano hasta que estés bien”, dice Ninde.
Agrega que la necesidad de articular esta solidaridad surgió porque –a diferencia de las mujeres estadounidenses, que pudieron abortar en clínicas desde que Roe garantizó el acceso en 1973– las latinoamericanas tuvieron que abrir sus propios caminos ante los contextos conservadores y las precariedades del sistema de salud.
Por eso cada red ha perfeccionado mecanismos propios. Aborto Seguro Chihuahua no envía medicamentos por correo como Marea Verde o Las libres pero tiene otra logística para acompañar en México y Estados Unidos.
Laura Dorado, una de sus integrantes y quien también forma parte de la Red Transfronteriza, explica que en su colectiva hay voluntarias que viajan entre Ciudad Juárez y El Paso para trasladar pastillas.
Como la mifepristona es un fármaco controlado, suelen recibirlo a través de Las Libres. Consiguen el misoprostol por su cuenta y arman los combos que cruzarán hasta Texas, desde donde se redistribuirán vía paquetería o entrega personal.
Aborto Seguro Chihuahua recibe solicitudes de Texas, Arizona y Colorado. Las Libres y Marea Verde coinciden y mencionan otros estados como Florida, Mississippi, Oklahoma, Georgia, California, Nueva Jersey y Nueva York.
En algunos de éstos el aborto es legal, pero las acompañantes consideran que algunas mujeres las buscan porque son de origen hispano, por lo que la estigmatización pesa en las clínicas y realizar desembolsos de hasta 600 dólares para pagar por el servicio no es una opción.
Laura, que trabaja con unas 20 acompañantes que atienden hasta 120 abortos mensuales, dice que además asesoran a quienes cruzan desde ciudades como McAllen para comprar pastillas. “Tenemos identificadas farmacias en las que no batallan para que se las vendan”. También sugieren hospedarse en hoteles y pedir el medicamento a domicilio para mantener bajo perfil.
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Hay una infinidad de razones por las cuales alguien decide abortar. Marea Verde Chihuahua ha apoyado a víctimas de violencia, mamás que no tienen recursos para mantener más hijos o personas que no desean maternar.
Hace tiempo, una de sus acompañantes fue contactada por una mujer latina que vive en Estados Unidos y era violentada por su pareja, por lo que eligió interrumpir el embarazo sin que él se enterara. La acompañante acudió a la red para buscar cómo enviar el medicamento. Una colectiva de otro estado lo proporcionó, una voluntaria cruzó la frontera con él y lo reenvió por mensajería.
Días después del aborto, la mujer tuvo sangrados anormales y la acompañante le aconsejó ir a una clínica. Donde vive, el procedimiento es legal, pero la mujer lo descartó de inicio para evadir el estigma y un costo elevado. Respaldada por la acompañante, acudió y pagó 1.500 dólares por tratarse. Al poco tiempo, su caso salió a la conversación durante una puesta en común de colectivas y la red volvió a activarse: una acompañante llamó a otra, y a otra, y entre todas reunieron los 1.500 dólares para enviarlos a la misma mujer.
Marcela Castro sonríe y no duda ni un segundo: “El modelo de acompañamiento es lo que nos hace ser únicas”. La red no sólo informa o medica, acompaña. Y, en esa compañía que brinda, despierta algo más profundo: “La epítome de la resistencia, de la conquista de los derechos, de imponernos sobre lo que se nos ha negado”.
Agrega que la Historia pasó años enseñando a las mujeres que recibir atención médica de calidad implicaba pagar y quedar en manos de médicos, pero ahora asumir el control del cuerpo es un símbolo de resistencia y este mensaje ya rebasa fronteras.
Bajo este enfoque, explica, es posible transformar paradigmas. Accionar sobre el útero propio aporta un cambio en lo individual y en lo colectivo y eso es revolucionario.
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AP Foto: Adriana Esquivel
La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
El ventanal cubre de piso a techo y se extiende de pared a pared.
El sacerdote al otro lado del vidrio escucha una confesión a la vista de todos, acercando la mano a un devoto que cierra los ojos para recibir la absolución. Por eso sorprende saber que el religioso en realidad está oculto. Llegó hace pocos días a esta parroquia extranjera para salvarse de las amenazas que recibía en su país.
La organización de derechos humanos Nicaragua Nunca Más estima que él es uno entre medio centenar de religiosos nicaragüenses que se han exiliado desde 2018, cuando las insatisfacciones del pueblo despertaron una voz colectiva que se movilizó hasta las calles.
En aquel entonces, el presidente Daniel Ortega acudió a la Iglesia católica para pedirle mediar entre manifestantes y gobierno, pero la relación se fracturó y el distanciamiento se convirtió en represión.
El temor atraviesa las palabras del sacerdote hasta para pronunciar su propio nombre. El exilio le concedió distancia del acoso, pero la desconfianza y la tristeza viajaron con él en auto y motocicleta; caminaron a su lado cuando cruzó la frontera a pie.
Sólo accede a una entrevista si su identidad y localización se mantienen en reserva. Su familia vive en Nicaragua y el precio de su seguridad es su silencio.
“Hay persecución a la Iglesia porque la Iglesia es la voz del pueblo y, como decimos en Nicaragua, la voz del pueblo es la voz de Dios”, dice.
El suyo es el segundo país más pobre de las Américas después de Haití, según el Banco Mundial. En ese territorio centroamericano viven casi siete millones de personas. Miles subsisten con menos de dos dólares al día y a todos les afecta la crisis política que ha derivado en sanciones internacionales y estancamiento de sectores como el turismo.
Ante este panorama, explica el sacerdote anónimo, la iglesia ha dado palabras de consuelo y fortaleza. “Es la que ha tomado la batuta, la que ha sido siempre una esperanza en medio de tanto dolor”.
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En el patio de las oficinas de Nicaragua Nunca Más en Costa Rica, una pared retrata los rostros de quienes murieron protestando hace cinco años. Lo plasmaron las madres de las víctimas, explica Yader Valdivia, defensor de derechos humanos que trabaja en el colectivo y vive en San José.
De acuerdo con la Agencia de la ONU para los Refugiados, el número de nicaragüenses que hoy buscan protección en Costa Rica supera el que sumaron todos los extranjeros que pidieron refugio durante las guerras civiles de América Central en los años 80. Hasta febrero de 2022, la cifra alcanzó los 150.000.
Según diversas organizaciones, la represión del gobierno nicaragüense dejó al menos 355 muertos y 2.000 heridos en 2018. A la fecha, el presidente -que concentra el poder junto con su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo- justifica el uso de la fuerza asegurando que sus detractores pretendían orquestar un golpe de Estado.
Ortega asumió el cargo en 2007 y, en unas elecciones que la comunidad internacional cuestionó, en 2021 obtuvo un cuarto mandato. Desde la convulsión social, su gobierno ha tomado acciones para silenciar a la crítica y la oposición: cárcel o arresto domiciliario para aspirantes presidenciales, cierres de medios de comunicación y acoso o prisión a líderes religiosos que reprueben su gestión.
Valdivia precisa que entre los líderes exiliados también hay seminaristas y trabajadores de los templos. CSW, una organización internacional que analiza y defiende la libertad religiosa, coincide y añade en un reporte publicado en 2022 que el Estado ha criminalizado a pastores evangélicos y a religiosos de la Región Autónoma de la Costa Caribe Sur. Además, expulsó a dos congregaciones de monjas.
Los cierres impuestos por el gobierno no sólo disolvieron siete radios católicas –que para las comunidades sin acceso a internet representaban el único modo de escuchar misa- sino también 50 iglesias evangélicas que tenían personería jurídica como asociaciones. “Ellos no lo han denunciado”, aclara Valdivia. “Por eso se visibiliza más la Iglesia católica”.
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Como el sacerdote anónimo, docenas de líderes y feligreses han confiado sus testimonios a organizaciones como Nicaragua Nunca Más y CSW pidiendo que se proteja su identidad.
Algunos de los agravios documentados incluyen la irrupción a templos que fueron baleados, robo de hostias y santos, grabación de misas para monitorear a sacerdotes, destrucción de objetos religiosos -como la Sangre de Cristo en la Catedral de Managua- y prohibición de procesiones.
CSW agrega que los devotos no pueden colgar símbolos sagrados fuera de sus casas y a los detenidos se les niegan las visitas de un sacerdote o tener una Biblia en prisión.
Las palabras de un líder religioso que defienda los derechos humanos tienen un precio. Un sacerdote narró con tristeza que autoridades aeroportuarias tiraron a la basura crucifijos bendecidos por el papa Francisco. Cuatro pastores aseguraron que los seguían hombres enmascarados. Uno más dijo haber hipotecado su finca para reunir dinero y dejar el país.
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La tarde del primer encuentro, la monja prefiere no hablar. Titubea como si su cabeza hurgara entre recuerdos y dice que no quiere revivir la salida de su país. Al día siguiente, aún temerosa, accede si se le garantiza el anonimato.
Cuenta que su comunidad era muy devota y cariñosa. “En cualquier lugar en el que nos vieran siempre nos saludaban”, dice. “Nos llamaban ‘madrecita’. Nosotras decíamos ‘díganos hermanas’, pero ellos tenían esa costumbre. Sentían que éramos una madre para ellos”.
Habla muy bajo, como si contara un secreto, y relata que trabajó en una casa de ancianos y una guardería. Salió por orden del gobierno y viajó por tierra, como el sacerdote anónimo, y ahora trata de rehacer su vida.
“Rezo por mi país. Creo que todo el mundo, no sólo yo, para que vivamos tranquilos, en paz”.
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Desde una oficina en la parroquia que lo adoptó, el sacerdote anónimo dice que su nueva feligresía le ha recibido con alegría pero sus ojos se afligen cuando habla del hogar que dejó.
“Es un pueblo sencillo, humilde, muy católico, muy lleno de Dios”, dice. “Extraño mi gente, mi nación”.
Explica que ahí el gobierno impuso diversas restricciones. Patrullas que resguardan los templos. Policías vestidos de civiles que escuchan las eucaristías. Feligreses interrogados por autoridades para saber qué dicen los sacerdotes en misa.
“Hay mucho temor, incluso entre los laicos que se pronuncian. También ellos son mal vistos y se les amenaza. Les mandan mensajes anónimos o cosas así”, asegura. “No podemos decir nada y, si se dice, ya sabemos cuál es la paga”.
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La imagen es la siguiente: el obispo está arrodillado fuera de su parroquia con los brazos en alto frente a policías armados, como si fuera un criminal al que hay que fusilar. Monseñor Rolando Álvarez aún no lo sabe, pero su nombre se imprimirá en la historia y su resistencia se convertirá en un símbolo.
Es un jueves de agosto de 2022 y le basta su fe para plantar cara a los uniformados. Ellos cercan su templo para impedir la entrada de feligreses a misa, pero monseñor se las ingenia. Sale a la calle levantando la imagen del Santísimo y predica. Si los devotos se acercan, la policía los repele.
Cuando las autoridades aumentan la presión, lo recluyen en su templo y él los bendice. “Aquí vamos a permanecer sin irrespetar a la policía”, dice ante una cámara.
Él ya no recuperará su libertad. Tras un tiempo, el gobierno le dictará arresto domiciliario y meses después lo acusará de conspiración y propagación de noticias falsas. Luego lo encarcelará.
En febrero de 2023, cuando el Estado libere y envíe a Estados Unidos a 222 líderes políticos, sacerdotes y otros disidentes, él no subirá al avión y el gobierno se lo cobrará con una sentencia de 26 años de prisión.
Quizá sin que lo sepa, su ausencia potencia su lucha. Conforta el corazón de los exiliados que piensan: él sigue ahí, resistiendo por mi país.
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Reynald Gaitán se describe así: exiliado, exseminarista, laico consagrado de Nicaragua y actual estudiante de Teología en Costa Rica.
Habla con la pasión de un guerrillero que defiende su causa. “Yo siempre he dicho que hay estructuras de poder. Las denuncié cuando podía predicar en el templo donde estaba de encargado de servir en Estelí”.
Cuenta que huyó porque despertó incomodidades y empezó a recibir amenazas. La gente lo buscaba porque necesitaba que alguien escuchara. Por ejemplo, la madre de un estudiante asesinado en las protestas.
“La gente, cuando no hallaba qué hacer, recurría al sacerdote para pedir consejo, para hallar consuelo. ‘Padre, ¿qué hacemos? Mi sobrino está preso. Ayúdenos’”.
Algunos religiosos, sin saber cómo ayudar, lloraban, asegura Gaitán. Otros, como monseñor Álvarez, peleaban.
Cuenta que el obispo vivió una primera represión contra la Iglesia durante la revolución en los años 80 y que tuvo que exiliarse en Guatemala. Al volver, se volcó en su pueblo y defendió a los jóvenes como la esperanza de su nación.
“Monseñor predicaba en contra de que manipularan a los jóvenes para cuestiones ideológicas”, dice Gaitán. “Eso enfurecía a los que defienden la revolución porque para la revolución los caídos son mártires, pero para la Iglesia son víctimas”.
Las convicciones del obispo, añade, incomodaron a algunos religiosos que pensaban que su conducta le traía sufrimiento a la Iglesia.
Gaitán cree que la decisión de permanecer en prisión reitera su congruencia. “Si monseñor llegara a morir, la causa de él seguiría viviendo porque siempre lo vamos a recordar como el mártir de las causas”.
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Hubo un tiempo en que Iglesia, pueblo y gobierno compartieron una mesa para hablar.
Para menguar la convulsión de 2018, Ortega acudió a la Conferencia Episcopal y ésta accedió a reunir actores participantes en el diálogo, pero en ese espacio surgieron potentes voces opositoras –como la del estudiante Lesther Alemán— y ante el conflicto, los religiosos no guardaron silencio.
Juan Diego Barberena, abogado y activista en Unidad Nacional Azul y Blanco, que aglutina movimientos que exigen libertad en Nicaragua, explica que desde 2014 la Iglesia alertó sobre la posible configuración de un régimen autoritario, una eventual manipulación del sistema electoral y la represión a activistas.
Cuatro años después, durante las protestas, las iglesias sirvieron de refugio y Ortega comenzó a decir que los sacerdotes protegían a “terroristas” y eran “diablos con sotanas”.
Lo que siguió después ocupó titulares internacionales. Una iglesia de Diriamba fue tomada por fuerzas gubernamentales. Enmascarados afines al Estado atacaron a religiosos encabezados por el cardenal Leopoldo Brenes cuando intentaban ayudar a manifestantes. Silvio Báez, obispo auxiliar de Matagalpa, resultó herido y luego denunció un intento de asesinato.
Ahora él y otros religiosos viven exiliados en Estados Unidos, a donde parte de su feligresía se ha desplazado y en febrero llegaron algunos liberados por el gobierno, entre ellos, seis sacerdotes, dos seminaristas y un pastor. Se cree que dos padres, además de monseñor Álvarez, siguen encarcelados en Nicaragua.
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¿Por qué el gobierno nicaragüense persigue a religiosos?
Barberena explica que “hay un afán de constituir un régimen totalitario, donde todos los espacios públicos y sociales sean controlados”. Agrega que la represión pretende evitar que desde la Iglesia se generen mensajes que reafirmen la convicción de la gente, pero el gobierno olvida que también los sacerdotes son ciudadanos que viven la problemática social y que su feligreses les cuentan sus vivencias.
“En las comunidades donde el Estado no existe, la gente se acerca a su guía espiritual”, explica.
Varios religiosos han expresado que sólo desean profesar su fe, pero el gobierno insiste en calificar a todos como opositores. “En el caso concreto de monseñor Álvarez, él sí toma una posición política porque es inevitable”, dice Barberena. “Me recuerda a monseñor Romero en El Salvador”.
Como él, otros analistas coinciden en que la permanencia de Álvarez en Nicaragua podría ser problemática para Ortega.
Según Yader Valdivia, de Nicaragua Nunca Más, el obispo representa la reserva moral, social y espiritual del país. Mientras la Conferencia Episcopal guarda silencio y el Vaticano se pronuncia con cautela, él es un símbolo de lucha en un territorio donde se ha eliminado la libertad de prensa, se cancelaron las organizaciones de derechos humanos y miles se han exiliado.
La voluntad del obispo, finaliza Barberena, envía un mensaje. “Él dijo: yo me quedo en Nicaragua y asumo mis costos; asumo los costos por el resto de la ciudadanía”.
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Según han narrado algunos religiosos a Nicaragua Nunca Más, ellos dejaron su país como cualquier migrante. La jerarquía de su iglesia no intercedió por ellos ante la Conferencia Episcopal de otro país ni les facilitó recursos.
“Ellos se ponen a disposición de algunas iglesias”, explica Valdivia. “A algunos los han acogido, pero otros viven en situaciones precarias, viendo de qué pueden trabajar, cómo pueden vivir”.
Cuenta que muchos huyen sólo con lo que traen, sin ropa ni dinero, y viajan solos para no exponer a su familia a las calamidades del trayecto.
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El sacerdote anónimo no pudo despedirse de su pueblo. Salió a escondidas, apresurado, y sólo con la persona que lo transportó.
Dice que las amenazas empezaron cuando se refirió a la situación de la Iglesia en sus homilías. “Cualquier cosa que aluda a lo que está mal, es mal visto. No podía decir nada pero lo dije y ya está cincelado. Por eso estoy acá”.
A los devotos que acudían a él –desconsolados en su mismo país roto- les decía lo que se dice a sí mismo: Dios acompaña, fortalece; hay que luchar. “Como dice el apóstol Pablo: si Dios es con nosotros, ¿quién contra nosotros?”.
Al terminar la charla se cambia de ropa y se dirige al templo, donde cientos esperan su misa.
Cuando alcanza las puertas de ésta, su nueva iglesia, el canto de una mujer rebota en las paredes y él se hace camino con la vista al frente.
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AP Foto: Carlos González
La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Mezcal no es un perro cualquiera. Más allá de ese nombre que comparte con un destilado de agave mexicano, su insólita piel sin pelo preserva los genes de un ancestro sagrado.
Desde el patio de un recinto cultural en Ciudad de México, un puñado de curiosos observa a este ejemplar de raza xoloitzcuintle a la distancia. Algunos se acercan titubeando, como si estirar la mano hasta su lomo supusiera un peligro insospechado.
“Pueden tocarlo”, dice sonriente su dueña, Nemiliz Gutiérrez. “Le encantan las caricias”.
Al tacto, Mezcal es casi tan suave como la tez humana. Tiene el color oscuro de una sombra. Orejas tiesas que apuntan al cielo. Dientes largos que rara vez muestra, pues un xolo no suele ladrar.
Nemiliz y su hermana Itzayani, quien también tiene un ejemplar al que llama Pilón, integran el proyecto Xolostitlán, que promueve la crianza y adopción responsable de estos cachorros de origen prehispánico.
“Somos privilegiados porque tenemos entre nosotros unas preciosas joyas de la historia que son patrimonio cultural vivo”, explica Itzayani durante una conferencia reciente que organizó el Colegio de San Ildefonso para difundir el valor histórico y cultural de los antepasados de Mezcal y Pilón.
Gracias al estudio de códices y registros escritos tras la conquista (1521), los expertos han logrado establecer la relevancia de los xolos entre algunas civilizaciones de Mesoamérica.
Antes de que los españoles llegaran a esta tierra –y con ellos la evangelización– el xoloitzcuintle fue un perro sagrado que según la cosmovisión náhuatl representaba al dios Xólotl, hermano gemelo de Quetzalcóatl. Y así, mientras este último personificaba la estrella de la mañana, la vida y la luz, el primero era efigie de la oscuridad, del inframundo y de la muerte.
En un artículo publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la historiadora Mercedes de la Garza explica que al ser una criatura capaz de moverse a través de las tinieblas, el xolo era el encargado de llevar el espíritu de su amo hasta el mundo de los fallecidos. Es decir, cuando un alma llegaba al río del inframundo, ésta encontraba a su perro y se montaba sobre su lomo para atravesarlo juntos.
La arqueología sustenta esta idea: en diversos enterramientos, los restos hallados no son sólo humanos, sino también caninos, por lo que se piensa que el xolo era sacrificado en los ritos funerarios para ser colocado junto a su amo.
Que el amor hacia nuestros perros se nos meta hasta los huesos no es un impulso reciente. En tiempos remotos, la cercanía entre el hombre y el xoloitzcuintle fue tan profunda que éste llegó a servir como animal de sacrificio para reemplazar al humano en los rituales que se ofrendaba a las deidades.
En aquellas ceremonias se mataba al perro extrayéndole el corazón y esto, según la experta de la UNAM, le diferenciaba de cualquier otra criatura de sacrificio y tenía un significado especial: “Es el animal por excelencia del hombre, y por tanto, el que puede representarlo ante los dioses”.
Si hoy tecleamos “x-o-l-o” en la barra de búsqueda de la Real Academia de la Lengua, el sitio nos devuelve “monstruo” traducido desde el náhuatl. Parece un recordatorio de que el xolo arrastra sus anomalías hasta en el nombre, pero su singularidad no sólo ha despertado cierto temor o extrañeza, sino también fascinación.
Hace décadas, esta raza ya despertaba curiosidad entre las élites de México. Más de un xolo aparece en las pinturas de Frida Kahlo y en las fotografías que compartió con su marido, el muralista Diego Rivera. Varios fueron también los ejemplares atesorados en el Museo Dolores Olmedo, que hasta antes de su cierre por la pandemia eran objeto de visita junto con las diversas obras de arte exhibidas al sur de la capital mexicana.
Más recientemente, en 2016, el xoloitzcuintle fue declarado patrimonio de Ciudad de México por el alcalde en turno y al poco tiempo recobró fama internacional tras aparecer en el filme animado “Coco”, donde un simpático perro llamado Dante acompaña al protagonista hasta la tierra de los muertos. Hoy, incluso, este cuadrúpedo tiene su propio equipo de fútbol –los Xolos– con sede en Tijuana.
En el evento cultural de San Ildefonso, Mezcal y Pilón despiertan tanto interés como sus ancestros. Junto a Pulque y Paki, otros xolos que también llegaron al recinto para darse a conocer junto a sus amos, aceptan mimos y caricias, caminan bajo los reflectores y posan para las cámaras.
Según dice Itzayani Gutiérrez, del proyecto Xolostitlán, hasta hace poco se creía que los xolos estaban en peligro de extinción y sólo podían adquirirse en lugares apartados de México.
El poco acceso a estos animales elevó su costo e incrementó el interés hacia ellos. De acuerdo con Nemiliz, su hermana y ama de Mezcal, hay criaderos en el norte mexicano que los venden hasta en 70.000 pesos (3.500 dólares), un costo elevado en un país donde el salario mínimo apenas rebasa los 10 dólares diarios y tiene docenas de refugios caninos que cotidianamente promueven la adopción.
Hoy es común observar a estos perros paseando en barrios acomodados de la capital, pero uno podría cruzarse con algunos de sus hermanos menos populares sin notarlo: entre los xolos existe una variedad completamente cubierta de pelaje, que pueden nacer en la misma camada que los perros pelones.
“Casi nadie los quiere, siendo que son el gen más fuerte de la raza”, dice Nemiliz con cierta decepción.
Son casi una rareza entre las rarezas y por eso el trabajo de Xolostitlán e instituciones como San Ildefonso es ampliar la información que se tiene sobre la raza o hallar hogares responsables y cariñosos para todos, sin importar si su piel tiene pelo o no.
Se dice que no hay entre los perros un compañero más leal a su amo que el xolo. Él fue quien acompañó a Quetzalcóatl al Inframundo para recuperar los huesos que dieron origen a la humanidad y quien se mantiene como un guardián desde las sombras. Es quien repite esa historia infinita de amor entre el perro y el hombre.
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AP Foto: Marco Ugarte
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