Biblioteca Palafoxiana preserva legado de obispo español

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2022 (link aquí)

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PUEBLA, México (AP) — Aquí huele a madera y a eso que se percibe en el primer encuentro con un libro que no ha sido abierto en muchos años.

La primera biblioteca pública de América se fundó en 1646 y fue el sueño de un obispo. Juan de Palafox y Mendoza no vio su proyecto terminado, pero la Palafoxiana atestigua su trascendencia en Puebla, una ciudad del centro de México que fue fundamental para los asuntos religiosos, económicos y sociales durante la conquista española.

Uno de los mayores orgullos de la Palafoxiana es haber sido nombrada “Memoria del Mundo” por la UNESCO en 2005 y al visitarla uno entiende por qué. Cada lomo, cada canto dorado de sus páginas y cada libro de sus estanterías parece un tesoro que preserva la sabiduría de nuestra especie.

Para llegar a la Palafoxiana hay que recorrer las calles del corazón poblano hasta encontrar la Casa de la Cultura, un edificio de estilo colonial vecino a la Catedral que en el siglo XVII albergó un colegio de seminaristas. Una vez ahí se debe cruzar un patio para llegar a las escaleras, subir al primer piso y encontrar dos inmensas puertas de madera que de estar cerradas harían que la biblioteca pasara desapercibida.

Al cruzar la entrada, la escena es de película. Más de 45 mil libros forman filas horizontales que conducen a un altar central. Aunque sea una biblioteca, los arcos de su bóveda remiten a una capilla. Recorrerla es como andar a través de recinto sagrado en el que el acceso al conocimiento pareciera conducir a lo divino: una pintura de la Virgen de Trapani espera al fondo enmarcada en columnas neoclásicas cubiertas de oro.

Los tomos están organizados en estantes de cedro que se distribuyen en tres niveles acorde a la concepción escolástica del hombre, que indica que el fundamento de todo conocimiento es Dios o que la razón está subordinada a la fe.

En el primer piso hay más de 11.000 biblias y tomos de carácter religioso como concilios de obispos y textos teológicos que permiten el estudio de áreas como la patrística, que se refiere a los padres de la Iglesia. El segundo se dedica a la relación de Dios con el hombre —crónicas de órdenes religiosas o vidas de santos— y en el tercero descansan los libros de física, matemáticas, botánica, lengua, arquitectura y hasta carpintería.

“Todo lo que se imaginaba en aquella época está en la biblioteca”, explica a The Associated Press Juan Fernández del Campo, actual encargado de la Palafoxiana.

Como la ciudad misma, la biblioteca tuvo un origen religioso. Puebla se fundó sólo diez años después de la conquista española, en 1531, cuando el obispo Julián Garcés soñó que los ángeles la trazaban cerca de un río. Siglo y medio después, Palafox también dio el primer paso para cumplir un anhelo: donar cinco mil libros de su colección personal para consulta de aquellos que supieran leer y escribir.

“El que se halle en un beneficio sin libros se halla en una soledad sin consuelo”, dice una cita de Palafox plasmada en un mosaico afuera de la biblioteca.

Desde una oficina invisible para el ojo del turista y que está oculta tras el altar de la virgen, Fernández del Campo toma las palabras del obispo con cautela y comenta que estas sólo pueden dimensionarse adecuadamente si se comprende el contexto de aquella época.

“Si lees lo que dice Palafox y ves hacia atrás en la historia de México, dices: un momento, no. No era el tiempo para que México levantara las alas hacia una libertad de pensamiento”, asegura. “Era otra situación, otro orden de ideas”.

A lo que se refiere el experto es a ejercer la lógica: abrir una biblioteca pública permite el acceso al conocimiento y éste impulsa el disenso y la libertad ideológica. ¿Eso sería deseable en una ciudad recién colonizada y en la que la Iglesia pretendía mantener el control?

El anhelo de fundar una biblioteca pública podría resultar un tanto paradójico para quien ahonda en la historia de Palafox. Según Fernández del Campo, al asumir el obispado en Puebla en 1640, Palafox también tomó en sus manos la encomienda de hacer valer la autoridad del rey a través de la iglesia diocesana, aquella que no depende de las órdenes religiosas, sino del Vaticano y sus obispos.

Su encomienda lo enemistó con los jesuitas, quienes no titubearon al cuestionar la autoridad real y enfrentarse con él. Aquellos desencuentros provocaron que Palafox fuera trasladado a España en 1653 y que ellos mismos fueran expulsados un siglo después.

Desde su fundación en 1646, el acervo de la Palafoxiana ha crecido paulatinamente. Un número considerable de libros se sumó a la colección cuando los jesuitas abandonaron Puebla y el material de sus cinco colegios se quedó atrás. El resto de los volúmenes llegó con el tiempo, la mayoría por donación. Entre sus tesoros hay nueve incunables —aquellos impresos entre 1450 y 1500 con las primeras técnicas de la imprenta de Gutenberg— y tomos de Galeno y Vesalio, célebres por sus aportes al estudio de la medicina.

El patrimonio de la Palafoxiana transita entre dos mundos. En sus casi 1.500 casilleros coexiste la palabra de Dios con las contribuciones que el hombre hizo para confrontar a la divinidad. La interacción entre estas voces, afirma Fernández del Campo, la convierte en un testigo de su época y “le da algo muy especial, una universalidad muy propia que hace convivir un pensamiento anquilosado en el pasado con un pensamiento que está dando la vuelta de tuerca a todo lo que ya se había dicho”.

El recuerdo de Palafox en la biblioteca que lleva su nombre aún es palpable. Su escudo está tallado en una de sus puertas. Una escultura que lo representa observa desde lo alto de su entrada a quienes llegan de visita. Su propia Virgen de Trapani es la que se observa en el altar central.

No hay fichas o textos explicativos que revelen a los turistas o curiosos los enigmas de la Palafoxiana, pero al costado de sus puertas siempre hay guías voluntarios que narran su historia a quien le interese. La biblioteca sigue siendo pública, aunque Fernández de Campo reconoce que el acceso suele priorizarse a investigadores que muestran una justificación clara para acceder al material que solicitan.

Palafox murió en 1659 en la ciudad española de Osma, a miles de kilómetros de la Puebla que tanto quiso, pero dado que siempre manifestó su deseo de ser enterrado aquí, un espacio dentro la Catedral lleva su nombre y delimita el sitio en el que sus restos debían conservarse.

Su apellido aún recorre las calles y edificios de Puebla como un fantasma que defiende su legado. En esta ciudad fundó el convento de dominicas de Santa Inés, erigió dos colegios para enseñar gramática, retórica y canto y apresuró el término de la construcción de la Catedral, lo que se consiguió en 1936.

Quizá nada, sin embargo, se equipara a la Palafoxiana. No hay foto que alcance para capturar su belleza ni crónica que le haga justicia a la experiencia de pasearse frente a sus estantes. Después de todo, es aquel espacio que compagina los alcances de lo divino con la sagacidad del hombre.

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Foto: Pablo Spencer

PARA LLEGAR: Por carretera, la ciudad de Puebla está a unos 130 kilómetros de la Ciudad de México y se puede llegar fácilmente en auto o autobús. La biblioteca está abierta todos los días excepto los lunes, con entrada gratuita los domingos y martes y una tarifa de entrada módica los demás días.

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Exconvento mexicano del S.XVII aún tiene secretos por contar

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2022 (link aquí)

PUEBLA, México (AP) — Si uno camina con calma por el exconvento de Santa Rosa y presta mucha atención, las paredes del actual Museo de Arte Popular de Puebla le contarán su historia.

Con más de tres siglos de existencia, el complejo ubicado al centro de México es una especie de palimpsesto. Desde 1698 fue una beatería y en 1745 se instauró como convento de monjas Dominicas. En septiembre pasado, su cocina celebró 96 años de haberse inaugurado como espacio museístico. Además, la construcción actual guarda el recuerdo de sus días en los que pasó de convento a cuartel militar, hospital para hombres con afecciones mentales y finalmente una vecindad, con todo y tendederos de ropa en sus patios, hasta mediados del siglo XX.

“La gente llega directo a la cocina y muchos no se enteran de más sobre el convento”, asegura Jesús Vázquez, historiador de Santa Rosa y entusiasta de la arquitectura de uno de los 11 monasterios que se construyeron en Puebla tras la conquista española en 1521. “No saben que hay un piso superior o algo más de su historia. Tienen pensado destinar unos 15 minutos al museo, pero cuando conocen más, se les olvida el tiempo”, agrega.

La colección de arte que actualmente exhibe el museo incluye artesanías mexicanas como árboles de la vida, ofrendas indígenas y vestimenta tradicional de distintos pueblos originarios del país. Sin embargo, la joya de la corona es el espacio que atestiguó las dotes culinarias de las monjas.

La cocina se ubica en la planta baja. Años después del cierre de los conventos – consecuencia de la promulgación de las leyes que separaron a la Iglesia del Estado en México mediados del siglo XIX – esta se inauguró como Museo de la Cerámica en 1926.

Con sus tres bóvedas, grandes ventanales y una alacena del tamaño de una habitación, la cocina es tan amplia como para albergar a una veintena de chefs trabajando en simultáneo. No obstante, el convento es engañoso: aquí no cocinaban más que dos o tres monjas a la vez. El diseño y las dimensiones del sitio se planearon estratégicamente para que hubiera espacio entre las religiosas y se abstuvieran de hablar.

Las Dominicas fueron monjas de clausura, como se conoce a quienes viven dentro de un convento por el resto de su vida. Para iniciarse en la práctica conventual no sólo hay que despedirse de la familia y del mundo exterior, sino cumplir votos que pongan a prueba la obediencia y la devoción. Para que las mujeres los acaten no sólo acecha el ojo de la Madre Superiora, sino que el convento mismo es un aliado poderoso.

“El espacio te obliga a cumplir el voto de humildad y reverencia”, explica Vázquez. “Sin que digas nada, la arquitectura está haciendo todo el trabajo”.

El historiador no miente. Las únicas ventanas que dan al exterior están prácticamente en el techo. No hay decoraciones que inviten a placeres de la vista. Algunos arcos de las puertas son bajos, para inclinar la cabeza ante Dios al entrar, y la comida sólo se ingería en los refectorios, comedores amplios en los que no se admitía la conversación. “Entre menos mujeres en un edificio más grande, logras ser más estricta, más contemplativa”, refiere Vázquez.

En Santa Rosa, incluso el silencio es intencional. Cuando uno está a las puertas del convento puede escuchar con claridad el sonido de los autos que circulan y los peatones que platican cerca. Sin embargo, una vez dentro del patio, el ruido se apaga. De acuerdo con el experto, esa sección del convento se diseñó para evitar que las monjas sufrieran distracciones. En la celda de la madre superiora, en cambio, la acústica cambia. Aunque ella no pudiera ver a sus protegidas, el convento le permitía escucharlas y cerciorarse de que todo estuviese bajo control.

Ese pacto sigiloso que Santa Rosa mantenía con la obediencia a la doctrina incidía en las religiosas en distintos momentos de su cotidianidad. Una serie de frescos sobre las paredes altas del locutorio -donde bajo circunstancias especiales se recibían visitas- muestran por ejemplo a una monja que se arranca el corazón para ofrecerlo a Cristo. Según Vázquez, aún se desconoce cuántas paredes más podrían tener estas pinturas, pues algunas se cubrieron y otras se derribaron para crear cuartos más amplios que las celdas de las religiosas cuando el convento se convirtió en vecindad. La búsqueda sigue.

Resulta paradójico que unas monjas célebres por sus recetas nunca hayan disfrutado sus creaciones. Dado que debían ayunar, para evitar toda tentación corporal, sólo probaban su comida desde el borde de la cuchara para asegurar su sazón y luego la enviaban a la mesa de alguien más. Uno de ellos fue el virrey Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, quien quedó tan complacido con el mole de Santa Rosa que mandó decorar la cocina que hoy tiene más de 18 mil mosaicos de una cerámica artesanal conocida como talavera.

Una olla y una pala de utilería se ubican al centro de la cocina para que los visitantes del museo se tomen fotos mientras simulan que preparan mole, una salsa densa hecha a base de una veintena de ingredientes, incluyendo chiles, chocolate, canela y ajonjolí, que suele acompañarse de arroz y alguna proteína. Los alrededores son tan bellos y ese platillo se ha vuelto tan emblemático de los momentos familiares de México que es difícil imaginar que surgió en silencio desde la inmensidad de un convento.

Foto: Pablo Spencer