Con sus buñuelos, pasteles y cervezas, conventos del mundo reparten alegría y bendiciones en Navidad

Escrito con Giovanna dell’Orto y publicado en The Associated Press, diciembre de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – La masa está lista, los guisos esperan calientitos en las ollas y los hábitos de las madres Adoratrices vuelan veloces por la cocina de su convento en Ciudad de México.

Las ventas de las delicias que salen de sus fogones aumentan con la temporada navideña, por lo que las monjas aprietan el acelerador para ir al día con pedidos que les permitan reunir algunos ingresos y fortalecer los lazos con su comunidad.

“Nuestra cocina es un testimonio del amor de Dios”, dice la hermana Abigail, una de las diez religiosas de clausura que pertenece a las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, orden italiana fundada hace casi 200 años.

“Mientras cocinamos, estamos orando. Estamos en presencia del Señor pensando que a lo mejor una persona se lo va a comer o lo va a regalar y alguien lo va a recibir con alegría”.

Las hermanas cocinan galletas, pasteles y rompope que la comunidad compra en persona o por teléfono. Los fines de semana además preparan banquetes para celebrar confirmaciones o bautizos.

Entre sus productos más demandados suelen esta los tamales —que se cocinan al vapor con masa de maíz rellena de guisos salados o dulces— y sus buñuelos, manjares crujientes que se preparan con harina, canela, agua y azúcar.

“En México, somos muy sociables y nos gusta comer bien”, dice la Madre Rosa, quien es la superiora. “Entonces, la comida de los conventos tiene mucha fama de ser muy sabrosa”.

Algunos de sus clientes les han sido fieles por décadas. En una casa cercana, cuenta la hermana Abigail, recién murió una vecina cuyos hijos y nietos aún les piden tamales. 

A más de 9.000 kilómetros de distancia, en la ciudad española de Granada, una mujer de 90 años también lleva en la memoria los dulces que su padre compraba en un convento como regalo navideño. “He nacido con las monjas haciendo dulces”, relata Pipa Algarra en una llamada telefónica.

Haciendo eco de las religiosas mexicanas, para ella no se trata solo del sabor de alfajores, almendras garapiñadas y roscas, sino de la espiritualidad. “La oración que está en medio no se paga”.

Fermín Labarga, profesor de Historia de la Iglesia de la Universidad española de Navarra, explica que hay generaciones de familias que compran los mismos productos apelando a ese sabor inigualable de las preparaciones caseras, lo que ayuda a los monasterios a reunir un poco de dinero aunque la producción no alcance niveles industriales. 

Para diversos monasterios alrededor del mundo, mantener las cocinas andando no es tarea sencilla porque las mismas órdenes enfrentan retos a gran escala. La afiliación a los conventos ha disminuido en América y Europa y los religiosos deben buscar el modo de costear sus necesidades diarias y la preservación de los edificios históricos en los que habitan.

Desde Santiago de Compostela, la abadesa Sor Almudena Vilariño reconoce que la primera motivación de la cocina conventual es económica, pero por debajo subyace el trabajo de oración. “Que estas pastas sean mediación de unión y paz a donde lleguen”.

En el Monasterio de San Paio de Antealtares, en Santiago de Compostela, Vilariño y otras religiosas mantienen vivo el legado de sus predecesoras: una tarta hecha con almendras que data del siglo XVIII. Las religiosas la preparan como hacían hace 50 años en un horno de madera con los ingredientes que les proveían las mujeres de la comunidad. 

La producción varía de un convento a otro. Las religiosas de Santiago de Compostela hornean hasta 44 tartas del almendra por jornada, la madre Rosa y sus hermanas en México fríen unos 500 buñuelos por semana y Sor Veronicah Nzula, abadesa de las Clarisas de Carmona, en Sevilla, cuenta que ella y otras 13 hermanas cocinan mensualmente hasta 300 tortas inglesas, como se conoce a los esponjosos hojaldres que espolvorean con azúcar glas y canela.

La tradición culinaria conventual no es exclusiva de las monjas. En algunas órdenes, también hay religiosos que se amarran el mandil a la cintura en sus respectivos recintos sagrados.

En Estados Unidos, el hermano Paul Quenon hornea pastel de frutas y dulces con bourbon desde los años 50 en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky. “Nos mantenemos con estos productos”, dice en una llamada. 

Monjes trapenses como él deben vivir sólo de su trabajo y donaciones, sin recibir recurso alguno de la arquidiócesis. Órdenes como la suya, explica, dependieron de la agricultura durante cientos de años, pero con el colapso de las pequeñas granjas a mediados del siglo pasado los monasterios viraron hacia la pequeña industria. Hoy los productos que él y otros 30 monjes preparan les han valido premios y sus pedidos aumentan alrededor del Día de Acción de Gracias y Navidad.

El hermano Joris, que responde al teléfono desde Bélgica, también tiene una historia sobre tradiciones, pero no de comida sino de bebida. El monje trapense elabora cerveza desde la Abadía de San Sixto, en Westvleteren.

Quizá un cervecero no es lo primero que viene a la mente cuando uno piensa en hombres que decidieron entregarse a la vida contemplativa, pero el religioso europeo explica que la tradición cervecera de su orden surgió en el siglo XIX, cuando los trabajadores laicos que construían la abadía tenían derecho a una pinta de cerveza al día.

El producto empezó a comercializarse alrededor de 1840 y desde entonces ha sido una fuente constante de ingresos. No obstante, no todos los monjes que habitan la abadía se dedican de lleno a la producción y la tarea suele estar encabezada por maestros cerveceros profesionales que ellos supervisan. 

Cada lote tarda siete semanas en estar listo y consta de unas 90.000 cajas, pero el hermano Joris asegura que su objetivo no es ampliar la producción. 

“Preparamos cerveza para vivir, no vivimos para elaborar cerveza… Es necesario que haya equilibrio entre la vida monástica y la vida económica”.

Como en los conventos de México y España, el trabajo de la Abadía de San Sixto también se guía por la oración. Su labor culinaria es mayormente espiritual y los monjes la mantienen, con ayuda de la memoria del paladar, para preservar una tradición que comparten con el mundo.

“Con el simple hecho de existir, recordamos a la gente: todavía están aquí”.

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Dell’Orto reportó desde Miami.

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AP Foto: Ginnette Riquelme

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Exconvento mexicano del S.XVII aún tiene secretos por contar

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2022 (link aquí)

PUEBLA, México (AP) — Si uno camina con calma por el exconvento de Santa Rosa y presta mucha atención, las paredes del actual Museo de Arte Popular de Puebla le contarán su historia.

Con más de tres siglos de existencia, el complejo ubicado al centro de México es una especie de palimpsesto. Desde 1698 fue una beatería y en 1745 se instauró como convento de monjas Dominicas. En septiembre pasado, su cocina celebró 96 años de haberse inaugurado como espacio museístico. Además, la construcción actual guarda el recuerdo de sus días en los que pasó de convento a cuartel militar, hospital para hombres con afecciones mentales y finalmente una vecindad, con todo y tendederos de ropa en sus patios, hasta mediados del siglo XX.

“La gente llega directo a la cocina y muchos no se enteran de más sobre el convento”, asegura Jesús Vázquez, historiador de Santa Rosa y entusiasta de la arquitectura de uno de los 11 monasterios que se construyeron en Puebla tras la conquista española en 1521. “No saben que hay un piso superior o algo más de su historia. Tienen pensado destinar unos 15 minutos al museo, pero cuando conocen más, se les olvida el tiempo”, agrega.

La colección de arte que actualmente exhibe el museo incluye artesanías mexicanas como árboles de la vida, ofrendas indígenas y vestimenta tradicional de distintos pueblos originarios del país. Sin embargo, la joya de la corona es el espacio que atestiguó las dotes culinarias de las monjas.

La cocina se ubica en la planta baja. Años después del cierre de los conventos – consecuencia de la promulgación de las leyes que separaron a la Iglesia del Estado en México mediados del siglo XIX – esta se inauguró como Museo de la Cerámica en 1926.

Con sus tres bóvedas, grandes ventanales y una alacena del tamaño de una habitación, la cocina es tan amplia como para albergar a una veintena de chefs trabajando en simultáneo. No obstante, el convento es engañoso: aquí no cocinaban más que dos o tres monjas a la vez. El diseño y las dimensiones del sitio se planearon estratégicamente para que hubiera espacio entre las religiosas y se abstuvieran de hablar.

Las Dominicas fueron monjas de clausura, como se conoce a quienes viven dentro de un convento por el resto de su vida. Para iniciarse en la práctica conventual no sólo hay que despedirse de la familia y del mundo exterior, sino cumplir votos que pongan a prueba la obediencia y la devoción. Para que las mujeres los acaten no sólo acecha el ojo de la Madre Superiora, sino que el convento mismo es un aliado poderoso.

“El espacio te obliga a cumplir el voto de humildad y reverencia”, explica Vázquez. “Sin que digas nada, la arquitectura está haciendo todo el trabajo”.

El historiador no miente. Las únicas ventanas que dan al exterior están prácticamente en el techo. No hay decoraciones que inviten a placeres de la vista. Algunos arcos de las puertas son bajos, para inclinar la cabeza ante Dios al entrar, y la comida sólo se ingería en los refectorios, comedores amplios en los que no se admitía la conversación. “Entre menos mujeres en un edificio más grande, logras ser más estricta, más contemplativa”, refiere Vázquez.

En Santa Rosa, incluso el silencio es intencional. Cuando uno está a las puertas del convento puede escuchar con claridad el sonido de los autos que circulan y los peatones que platican cerca. Sin embargo, una vez dentro del patio, el ruido se apaga. De acuerdo con el experto, esa sección del convento se diseñó para evitar que las monjas sufrieran distracciones. En la celda de la madre superiora, en cambio, la acústica cambia. Aunque ella no pudiera ver a sus protegidas, el convento le permitía escucharlas y cerciorarse de que todo estuviese bajo control.

Ese pacto sigiloso que Santa Rosa mantenía con la obediencia a la doctrina incidía en las religiosas en distintos momentos de su cotidianidad. Una serie de frescos sobre las paredes altas del locutorio -donde bajo circunstancias especiales se recibían visitas- muestran por ejemplo a una monja que se arranca el corazón para ofrecerlo a Cristo. Según Vázquez, aún se desconoce cuántas paredes más podrían tener estas pinturas, pues algunas se cubrieron y otras se derribaron para crear cuartos más amplios que las celdas de las religiosas cuando el convento se convirtió en vecindad. La búsqueda sigue.

Resulta paradójico que unas monjas célebres por sus recetas nunca hayan disfrutado sus creaciones. Dado que debían ayunar, para evitar toda tentación corporal, sólo probaban su comida desde el borde de la cuchara para asegurar su sazón y luego la enviaban a la mesa de alguien más. Uno de ellos fue el virrey Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, quien quedó tan complacido con el mole de Santa Rosa que mandó decorar la cocina que hoy tiene más de 18 mil mosaicos de una cerámica artesanal conocida como talavera.

Una olla y una pala de utilería se ubican al centro de la cocina para que los visitantes del museo se tomen fotos mientras simulan que preparan mole, una salsa densa hecha a base de una veintena de ingredientes, incluyendo chiles, chocolate, canela y ajonjolí, que suele acompañarse de arroz y alguna proteína. Los alrededores son tan bellos y ese platillo se ha vuelto tan emblemático de los momentos familiares de México que es difícil imaginar que surgió en silencio desde la inmensidad de un convento.

Foto: Pablo Spencer