Children dressed in feather costumes attend a Mass celebrating Saint Francisco Solano at his namesake chapel in Emboscada, Paraguay, Thursday, July 24, 2025. Catholic parishioners in Paraguay don bird-like costumes and parade the streets to honor the 16th century saint said to possess miraculous powers. (AP Photo/Jorge Saenz)
EMBOSCADA, Paraguay (AP) The rainy weather did not prevent Blanca Servín from dressing her 7-year-old son like a bird. They joined a procession honoring St. Francis Solanus, the patron saint of a town in Paraguay about 20 miles (32 kilometers) from the capital city of Asunción.
Like her child, dozens of Catholics in Emboscada wear elaborate feathered garments each July 24. Dressing up is a ritual aimed at fulfilling promises made to the Spanish friar, who was a missionary in South America during the 16th century and is believed to grant miracles.
“I couldn’t have children,” Servín said. “I underwent several treatments and when I finally got pregnant and my child was born, the doctors said he would barely live for a few days.”
She then prayed to St. Francis Solanus and made a promise many parishioners make: If you do this for me, I will honor you on your feast day for seven years.
“My son is almost 7, and I have kept my promise,” Servín said. “But we will keep coming.”
Dressing in feathers
Participants dressing up in feather garments are known as “promisers.” As part of the rituals, they cover their faces, imitate birds and distort their voices when speaking.
Marcos Villalba said he spent three months crafting his costume. He worked on it every other day and said his father and brothers have also been long-time promisers.
Sulma Villalba — not related to Marcos — devoted six months to the task. Rather than wearing a costume herself, she patiently glued hundreds feathers to her children’s and husband’s clothing. Like Servín, she has already fulfilled the promise she made to St. Francis to protect her family, but she said they still honor him because it has become a tradition they enjoy.
A missionary to Indigenous people
According to Ireneo López, a layperson in charge of recreational activities at the Emboscada parish, St. Francis is remembered as a missionary who evangelized the Indigenous people through music. The first church in his honor was erected in the 1930s. As parishioners increased, a new building was built later.
López said that participants use up to 30 hens, guinea fowls and geese to craft their costumes.
“These garments represent what people used to wear in ancient times,” he added. “Gala suits were made with what nature provided: birds.”
Jessica López, who attended the festival with her two children and a niece, said she gathered feathers for months. Before crafting the costumes a week ago, her family enjoyed a banquet with a hen they specifically picked for the occasion.
She, too, asked St. Francis for good health, but said parishioners request all sorts of miracles. About 2,500 area residents join the feast every year.
Processions and dances honoring St. Francis start on July 22. The night before the feast day, a local family takes home a wooden figure depicting the friar in order to decorate it for the festivities.
On July 24, promisers and parishioners attend Mass at the St. Francis chapel, then lead a procession and end up dancing in front of the church.
A tale of land and dispute
According to historian Ana Barreto, the ancient context of the feast is as fascinating as the feast itself. It is celebrated in a territory that was disputed by two Indigenous people — the Guaraní and the Chacoan — before the Spaniards came in the 16th century.
The Europeans eventually subdued the Guaraní, but the Chacoan kept defending the land even after descendants of formerly enslaved people from Africa settled there.
“The Indigenous people sought to steal young women, take weapons and other valuable objects, and set the ranches on fire,” Barreto said.
Not all current participants in the St. Francis feast are aware of this, but their costumes and celebrations are a remembrance of this historic episode.
According to Barreto, the Guaraní name of the event, “Guaykurú Ñemondé,” translates as “dressing like a barbarian.” Thus Guaraní participants are dressing as their ancestral enemies.
The reason might be hidden in an ancient Guaraní rite. After battling the Chacoan, the Guaraní people kept their prisoners alive. They provided them with food and energizing drinks, and encouraged them to have sex with their women. Afterwards, they killed the prisoners and cooked them, serving them as a meal at a community banquet.
“In this way, the enemy strengthened the Guaraní,” Barreto said.
____
Associated Press religion coverage receives support through the AP’s collaboration with The Conversation US, with funding from Lilly Endowment Inc. The AP is solely responsible for this content.
SANTA MARÍA ATZOMPA, MÉXICOA (AP) – Las manos de Ana Martínez se mueven con calma, como si danzaran a través del altar que construye flor a flor, vela por vela, para honrar a sus muertos.
Desde la terraza de su taller de cerámica en Santa María de Atzompa, en el estado de Oaxaca, la mexicana de 41 años continúa una tradición legada por sus antepasados. Cada 31 de octubre inicia su día montando este espacio y continúa por la noche, cuando acude al panteón para poner velas que iluminen el camino de sus difuntos.
Miles de mexicanos esperan la temporada anual de Día de Muertos porque, según sus creencias, los seres queridos que se han ido vuelven unas horas a compartir alimentos y dicha con ellos.
“Atzompa es un pueblo muy ancestral, guardamos la cultura de nuestros ancestros y por eso elaboramos nuestro altar”, dice Ana.
Primero son las flores. La oaxaqueña toma ramitos de cempasúchil que teje alrededor de un arco que se alza sobre los tres pisos de su ofrenda.
“Para nosotros ese arco significa el portal para que ellos (los difuntos) puedan llegar hasta nuestra casa”, explica. “También ponemos un caminito de flores hasta la puerta porque es una señal de que son bienvenidos”.
Después sigue el copal, un incienso compuesto de resinas que al encenderse desprende un aroma que, según se piensa, guía a los muertos hacia su hogar. Luego dispone alimentos como manzanas, maní y dulces de azúcar.
Cerca del pan de yema —un bollo del tamaño de un plato que tiene una figurita humana en el centro—, Ana coloca un cuenco redondo y especial: los chocolates que a su abuela le gustaba comer.
“Ella fue como mi madre, entonces todo lo que voy a ofrecer es esperando que ella pueda acompañarme en el altar”.
Para los oaxaqueños como Ana, en esta fecha no se honra a la muerte sino a los antepasados, explica el secretario de cultura estatal, Víctor Cata. “Es un culto a nuestros seres queridos, con quienes vivimos un tiempo y compartimos un techo, una casa, una comida; que fueron de carne y hueso al igual que nosotros”.
Las tradiciones de Atzompa se aprenden desde la niñez y se transmiten de padres a hijos. En el hogar de Ana, su pequeña de ocho años pregunta emocionada si puede ayudar a acomodar la fruta del altar y su madre le asigna otra tarea importante: cuidar que las velas se mantengan encendidas por la tarde para que sus difuntos no pierdan el camino.
El valor de los cirios es trascendental en esta comunidad en la que el cementerio local se cubre de fuego sobre las tumbas con la partida del sol. Siguiendo esta tradición, localmente conocida como “vela” o “alumbramiento”, decenas de familias pasan la noche junto a sus difuntos.
“Ellos van a venir a nuestras casas con esa luz que les vamos a ir a poner toda la noche”, dice Ana.
Algunos oaxaqueños llegan al panteón desde temprano. María Martínez, de 58 años, empezó a colocar flores de cempasúchil sobre las tumbas de sus suegros y su marido desde el mediodía. “Yo sí siento que hoy regresan pero creo que están con uno diario, no sólo en esta fecha”, dice.
Cuenta que su marido falleció hace tres años y todos los días extraña aquel tiempo en el que estaban juntos. “A él le gusta el mole y el caldo de res. Todo se lo preparo”.
A sólo unos pasos está Juan Manuel Gutiérrez, quien visita la tumba que en 2011 cavó para su papá. Él llegó temprano para colocar algunas flores y velas, pero sus siete hermanos vendrán más tarde hasta cubrir la tierra, dice el oaxaqueño de 49.
Las tradiciones que los distintos pueblos oaxaqueños preservan para recordar a sus muertos varían porque en el estado conviven 16 grupos indígenas y el pueblo afro, pero según el secretario Cata se comparte una noción relacionada con la tierra.
“En octubre y noviembre es la época de sequía, donde la tierra va languideciendo”, explica. “Pero es algo que vuelve a nacer, entonces hay este pensamiento de que los muertos vuelven, que están aquí con nosotros en nuestros altares, donde colocamos todo lo que les gustó”.
Felipe Juárez suelta una carcajada cuando recuerda el rincón del altar que puso en honor a su hermano. A él le gustaba el mezcalito y la cervecita, dice, así que le dejó unas botellas antes de salir al panteón.
“Son ocho tumbas que vengo a visitar. La de mi papá, mi mamá y de mis hermanos. Todos mis hermanos ya se fueron”, dice el oaxaqueño de 67 años.
Él y su familia pasarán la noche en el cementerio, con buen ánimo y platos típicos —mole y tamales— esperando en casa para desayunar cuando vuelvan a las seis de la mañana. No será una vigilia triste, sino feliz, dice Felipe.
“El día que nosotros vayamos a morir, vamos a encontrarnos con ellos, vamos a llegar a ese lugar a donde ellos han llegado a descansar”.
——
AP Foto: María Alférez
La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
TIJUANA, México (AP) – Noche tras noche, hincada frente a su casa en el centro de México, Érika Hernández pasó seis semanas hablando con Dios.
“No permitas que mi hijo se vuelva un criminal”, rezó con las palmas unidas frente al pecho. “No quiero que se convierta en asesino”.
Érika temía que su hijo fuera víctima de reclutamiento forzado. La paciencia de la Familia Michoacana, cártel de las drogas que intentó persuadirlo de participar en uno de sus negocios en el Estado de México, se agotó rápidamente. De ahí el secuestro, la venganza y el terror.
“Le pedía mucho a Dios. Lloraba y me metía en ayuno. Mi fe era muy grande”, recuerda la mexicana de 46 años.
Por fortuna, Dios la escuchó. Su hijo escapó a fines de junio y, para evitar que la ira del narco masacrara a su familia, Érika y diez de sus seres más queridos decidieron migrar.
“Nosotros nunca habíamos pensado irnos a Estados Unidos”, asegura. Su familia tenía una buena vida. Eran dueños de terrenos, huertos de aguacate, vehículos y muchos animales. “Pero siempre le digo a mis hijos: vale más la vida de uno que todos los bienes del mundo”.
En su camino hacia Estados Unidos cruzaron cerros y carreteras. Treparon a buses y taxis. Tres meses después de iniciado el trayecto, a finales de septiembre, tocaron la puerta del albergue Movimiento Juventud en Tijuana, en la frontera mexicana con Estados Unidos, y ahora esperan una oportunidad para hacerse de un hogar seguro.
Érika y su familia se suman a los 10.000 migrantes que diariamente llegan hasta los límites de México y su vecino del norte, dijo hace poco el presidente Andrés Manuel López Obrador. Poco antes, la mayor empresa ferroviaria del país anunció la suspensión de las operaciones de sus trenes debido a que las aglomeraciones de migrantes sobre sus vagones provocaron accidentes.
Las poblaciones de los albergues de las ciudades fronterizas mexicanas suelen estar encabezadas por venezolanos, haitianos y centroamericanos, pero en algunos refugios de Tijuana el flujo de mexicanos ha incrementado. La mayoría, como Érika, migra para escapar de la violencia, la extorsión y las amenazas del narco.
Por eso, para muchos, la fe es vital. No la llevan en rosarios, sino en el pecho. En la oración silenciosa de su propia intimidad.
José Guadalupe Torres acudió a Dios tan pronto dejó su casa en Guanajuato, otro estado del centro de México. Sus motivos fueron similares a los de Érika: un cártel de las drogas amenazó con destrozar a su familia.
“Unos nos fuimos para un lado y otros para el otro”, cuenta el hombre de 62. “Pero Dios está con todos nosotros en donde sea”.
Ahora, dice como si intentara que sus palabras no se ahogaran en su tristeza, reza para que el gobierno de Estados Unidos le dé una cita que le permita ingresar de manera legal.
El gobierno de Joe Biden estableció este año que todo migrante que desee entrar a Estados Unidos debe iniciar un trámite a través de una aplicación que le ha dado varios dolores de cabeza a los migrantes y a quienes los asesoran. Por lo mismo, miles se arriesgan a cruzar sin autorización.
“Éste es un tiempo preciso para predicarles la palabra de Dios”, dice el pastor evangélico Albert Rivera, quien ofrece un techo y guía espiritual a los casi 400 migrantes que acoge en Ágape, un refugio cercano.
Muchas personas llegan deprimidas, dice el pastor. Vieron morir a un hijo, sufrieron el secuestro de un familiar o perdieron todo para pagar la cuota que pidió algún criminal de su pueblo.
“Hemos tenido mujeres que sus esposos son sicarios y los enemigos de sus esposos les cayeron a balazos a su casa diciendo que van a matarlas a ellas y a sus hijos”, cuenta el pastor.
Por eso, la fe ha cobijado a varios migrantes refugiados en Ágape. Mariana Flores, quien huyó de Guerrero con su marido y su hijo de 3 años luego de que el crimen organizado secuestrara temporalmente a su pareja, cuenta que ya era creyente pero en Ágape renovó su espiritualidad.
“De repente estamos tristes y no se siente uno bien, pero cuando hay días de culto se nos olvida un poquito y nos ayuda a seguir echándole ganas”, dice la mexicana de 25 años.
Miguel Rayo, un hombre de 47 que migró desde el mismo estado del centro de México, dice que dejó su casa prácticamente con las manos vacías pero guarda una Biblia digital en su teléfono. “La leo cuando estoy resfriado, cuando lo necesito. Queremos regenerarnos, acercarnos a Dios”.
Ágape recibe a migrantes de cualquier fe o ideología, pero se les invita a los servicios de los miércoles, viernes y domingos. También se ora en los dormitorios varios días por semana y los mismos migrantes se encargan de organizar el rezo.
A pocos kilómetros de ahí, Casa del Migrante también ofrece cobijo espiritual. Fundado por la congregación católica de los misioneros scalabrinianos en 1987, es un albergue que provee un techo temporal, asesoría jurídica y mentoría para que los migrantes consigan trabajo y escuelas para sus hijos.
Cada miércoles, durante la misa semanal que ofrece el padre Pat Murphy, los migrantes pueden participar compartiendo sus vivencias y preocupaciones. “Es una misa muy bonita, un tiempo de compartir”, dice Alma Ramírez, quien llegó como voluntaria hace un año y recientemente se integró como trabajadora de tiempo completo.
El albergue solía recibir únicamente a hombres deportados de Estados Unidos, pero desde que incrementó el flujo migratorio en 2019 empezó a acoger a familias enteras y miembros de la comunidad LGBT.
“Tenemos personas desplazadas internas, mexicanos que tienen que salir de estados del sur y del centro por situaciones de violencia, principalmente del narcotráfico”, agrega la trabajadora.
Para muchos de ellos, la imagen que cuelga de una pared del patio principal brinda esperanza: una representación de la Virgen de Guadalupe.
“Hay personas que llegan a la puerta y, cuando les decimos que sí pueden ingresar, nos dicen: ’Desde que llegué y vi a la Virgen, supe que todo estaría bien’”, cuenta Alma.
Tanto en Casa del Migrante como Ágape, algunos piden al padre Pat y al pastor Albert que los bautice y muchos más solicitan que acompañen sus rezos. Temen por sus familias, por lo que dejaron atrás y por lo que les espera durante el viaje que esperan continuar rumbo a Estados Unidos.
“Ábreme las puertas, Señor, para que pueda cruzar”, es la oración que les sugiere el pastor.
“Imagina la experiencia de fe”, dice el religioso. “Llegas a un lugar sintiéndote quebrantado, pero entonces ruegas a Dios, llenas tu aplicación, te dan cita y llegas a Estados Unidos”.
“Eso nunca lo van a olvidar”.
——
AP Foto: Karen Castañeda
La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
Cuando el horror llegó hasta sus oídos, la madre de Helmut Kramer tomó unas tijeras y recortó al sacerdote de las fotografías del bautismo de su hijo.
—Después, mi mamá guardó las fotos —dice el chileno de 53 años.
El abuso es así, ¿no es cierto? Ocurre en entornos de poder asimétrico —digamos, cuando un cura se convierte en la autoridad de un niño— y surca una huella. Ocurre y no hay nada —ni el silencio amargo de la culpa, ni las tijeras en las manos desesperadas de una madre— que borre su rastro.
¿Qué pasa, entonces, con las víctimas?
—Lo que tiene esta supervivencia es que la llevas en el cuerpo porque el sitio del delito eres tú mismo —dice Eneas Espinoza, otro sobreviviente de abuso eclesiástico en Chile.
El cuerpo es el que calla por temor a represalias. El que padece la ferocidad del descrédito. El que puede sucumbir ante el dolor.
—En el camino murieron varios —cuenta Eneas, de 50 años. —Por abuso de sustancias, por suicidio, hubo personas que perdimos.
Acompañarse, para algunos, vuelve la pena tolerable; encamina a construir algo nuevo. La Red de Sobrevivientes de Chile nació así.
Cuando Helmut hizo público su caso, Eneas —que entonces no lo conocía— le escribió: Yo también soy sobreviviente de abuso y quiero decirte que no estás solo, que no nos vamos a volver a quedar callados.
Nunca se han visto en persona y sin embargo son hermanos. Juntos hablan en nombre de la organización que fundaron en 2018 y agrupa a víctimas de abuso institucional en la nación que con mayor contundencia denunció violaciones en el entorno eclesiástico en Latinoamérica.
El escándalo que cambió a Chile estalló en 2010, cuando tres denunciantes de Fernando Karadima provocaron una hecatombe en la comunidad que creía que el sacerdote merecía ser santo. La situación empeoró cuando los señalamientos de abuso incrementaron y el papa Francisco se topó con sillas vacías y voces furiosas durante su visita en 2018.
¿Qué ha sido de los sobrevivientes en estos años? Su presencia mediática ha sido intermitente pero el trabajo no descansa. En el país que recién recuerda los 50 años del inicio de una dictadura que atropelló los derechos humanos, son víctimas que siguen en espera de justicia y reparación.
—-
JAIME CONCHA, 60 AÑOS
Llegué a los diez años a un colegio de los Hermanos Maristas de Santiago. Yo veía puras cosas bonitas y dije: quiero estudiar acá.
Mis papás me dijeron: pórtate bien, hazles caso. Y yo, como niño, confié.
Terminando el mes ya me estaban abusando. Lo que para mí iba a ser el paraíso se transformó en un infierno hasta el día que salí. Fueron ocho años. Fueron varias personas.
Como niño no fui capaz de procesar esos eventos. Tu cuerpo es lo único que te puede defender.
–—
JAVIER MOLINA, 35 AÑOS
Conozco al sacerdote que me abusa en un distrito de Santiago. Me cambio de parroquia, manifiesto que quiero ser cura y él dice que va a ser mi guía espiritual.
Un domingo llega a mi casa y le dice a mi mamá: voy a llevar a Javier a la playa. Mi mamá trabajaba en la parroquia; era su secretaria. Yo no quería ir. Yo tenía 14 años. Él tenía 48.
No sé cuánto estuve llorando, pero recuerdo que me quedé dormido. Desperté cuando él golpeó la puerta del baño. Tomamos desayuno en silencio. Celebró misa. Me hizo sentir culpable. Dijo que el demonio colocaba formas para tentar la fidelidad de Dios.
Cuando veníamos de vuelta, dijo que si yo decía algo, iba a contar que yo era homosexual. Dijo: Me voy a asegurar de que tu mamá no encuentre trabajo nunca más.
—-
JOSÉ ANDRÉS MURILLO, 48 AÑOS
Las víctimas no guardan silencio. Las víctimas son silenciadas por el abuso, por el trauma, por el contexto, por la institución, por el abusador, por la culpa, por la vergüenza, por la amnesia traumática, por la desconfianza en la justicia, en las instituciones, por una especie de acomodación a la situación abusiva.
——
Cada uno, en su propia soledad, pensó que había sido el único.
Al descubrirse entre sí, como víctimas, varios se agruparon. Sobrevivientes a los Maristas, a los Jesuitas, a los Salesianos. En 2018, junto a Eneas Espinoza y Helmut Kramer, algunos se entrelazaron en la Red de Sobrevivientes de Chile.
Ese mismo año dieron un último voto de confianza a la Iglesia católica. Cuando el papa Francisco envió dos colaboradores a investigar los crímenes, más de 60 víctimas compartieron sus testimonios con Charles Scicluna y Jordi Bertomeu y luego los vieron subir a un avión con un informe de 2.300 páginas que no volvió a salir del Vaticano.
¿Qué ha pasado desde entonces? Depende a quién se le pregunte.
Para las víctimas cuyos casos cayeron en manos de una justicia que se lavó las manos —tu caso ha prescrito, está viejo—, nada. O poco.
Pasó que un pontífice reconoció por primera vez que en Chile existe una cultura de abuso y encubrimiento. Pasó que los 31 obispos chilenos presentaron su renuncia pero muchos mantuvieron el cargo. Pasó que algunos curas involucrados en casos de alto impacto dejaron de oficiar misas.
Pasó que el único fiscal que citó a declarar a un cardenal y allanó una diócesis fue sacado de la jugada bajo señalamientos de corrupción de los que después fue absuelto.
Y entonces pasó algo. Los sobrevivientes se arremangaron la camisa para dejar de pelear contra la Iglesia y empezaron a exigir reparación al Estado. En 2019 sus esfuerzos lograron que un gobierno de derecha promulgara la ley de imprescriptibilidad de delitos sexuales contra menores de edad.
Lo hicieron por ellos, por otros, por todos.
—-
JOSÉ ANDRÉS
Con el caso Karadima se abrió un mundo. Tenía la sensación de que estábamos golpeando el techo y de pronto cayó y hubo que hacerse cargo.
Las experiencias traumáticas abren un espacio hacia la destrucción o hacia la búsqueda de una forma de luchar. Yo no quiero que otros vivan lo que yo viví.
A todos nos dejaron ir a la iglesia porque era un lugar sano, protegido, cuidado. ¿Cómo se lucha contra el abuso? Lo más importante es fortalecer los derechos de la niñez.
Fundación para la Confianza nace en 2010, cuando no se hablaba de abuso sexual infantil. Tomamos la decisión de ser una organización de la sociedad civil para prevenir, intervenir y acompañar siempre ligados a violencias hacia las infancias, donde la Iglesia ha tenido un rol importante.
La fundación sigue la misma energía que yo sentía cuando quería ser cura, pero no es religiosa. Es espiritual en el sentido más amplio de la palabra. Espiritual porque creemos en un mundo mejor, en la justicia. Creemos que el dolor puede transformarse en resiliencia.
—-
JAIME
A propósito de las denuncias contra Karadima, se produjo un proceso misterioso: cada uno, en su propia intimidad, fue rompiendo el silencio.
Yo denuncié en 2017. Salió un reportaje de abuso en mi colegio y fui capaz de poner en palabras lo innombrable.
Romper el silencio alivia, pero empiezas a sentirte responsable del sufrimiento que compartes. Cuando le conté a mi pareja, para ella fue insoportable. Lo primero que pensó fue: entonces eres gay y me lo has ocultado. Yo me sentí abandonado.
A mí no me pasó nada; a mí me lo hicieron. El día que llegué a ese maldito colegio me escogieron, me marcaron y me violaron una y otra vez.
¿Y entonces por qué sigo vivo? Porque a pesar de todo hay un Dios que me ama. Sigo creyendo en Dios, pero no en la Iglesia católica. Sigo creyendo en un Dios que me ha cuidado siempre, que ha permitido que esté al borde y nunca me haya tirado al precipicio.
——
JAVIER
Yo me preguntaba: ¿por qué si me dijeron que Dios me iba a proteger, él permite esto? Todos estos curas tienen delirio mesiánico. Forman sus grupos y te dicen: voy a ser tu padre.
Yo no creo en Dios. No creo en nada. Creo en una energía. Ahora te puedo contar lo que viví, pero antes eran horas de llanto. Fue todo un proceso para tener la confianza de conocer a alguien, de poder disfrutar con otra persona. Antes era la desconfianza de que todo el mundo te va a traicionar.
Fue chocante darme cuenta de que personas de mi edad ponían en duda mi relato porque me vieron muy cercano a él. Es tan difícil explicar que no tienes otra opción.
—-
En estas voces hay puntos en común. Eneas Espinoza también estudió con los Maristas. José Andrés Murillo pensó que su abusador lo guiaría para convertirse en cura. Helmut Kramer asistió a sesiones de supuesto catequismo que enmascararon la violencia.
¿Cómo llegamos a esto? Para el experto en Iglesia Católica y doctor en Historia, Marcial Sánchez, lo primero es el contexto: Chile es un país de 18 millones de habitantes en el fin del mundo y, cuando los lugares son pequeños y el poder no se ejerce adecuadamente, hay abuso.
—Es un problema porque la Iglesia Católica es parte del ADN de ser chileno. Culturalmente está en la forma de pensar, sentir y actuar —explica el historiador.
Esto no es casual: durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) la iglesia defendió a víctimas de violaciones de derechos humanos y muchos consideran que fue el único contrapeso al autoritarismo, pero con el tiempo el cardenal Raúl Silva Henríquez dejó su cargo y una nueva generación de obispos se alejó del pueblo.
—La jerarquía adquiere una espiritualidad más de puertas adentro, de menor protagonismo político, social y un giro conservador importante —precisa la también historiadora María Soledad del Villar. —Se opone a cualquier cambio en términos de moral sexual y de familia.
En otras palabras, mientras el liderazgo de la Iglesia se golpeaba el pecho cuando se hablaba de homosexualidad, aborto o divorcio, había curas que cometían y encubrían abuso sexual infantil.
Al menos 35% de la población chilena actual no se identifica con ninguna religión y sólo la mitad de los creyentes se dicen católicos, cita el reporte más reciente de la encuestadora Latinobarómetro. Algunos poseen cierta espiritualidad pero la mayoría desconfía de la institución.
Es la generación que vio a padres y madres confiar a sus hijos a una Iglesia que, en vez de protegerlos, los destruyó.
—-
ENEAS
Como Red de Sobrevivientes decimos que los crímenes de la Iglesia nos crearon, pero empezaron a aparecer sobrevivientes de Sename, niñas y niños violados en su entorno familiar que llegaron a la protección del Estado, a hogares en su mayoría tercerizados. Después apareció un grupo de chicos abusados en un club por el entrenador. Por eso la red cambió a abuso en todo entorno institucional.
El Estado es quien debe dar respuesta a estos crímenes. Pedimos una Comisión de Verdad, Justicia y Reparación, una solución que supere lo que los tribunales no han hecho. Está el compromiso de hacerlo, pero hasta que no ocurra, no podemos festejar.
A pesar de la ausencia en medios, la gente nos sigue escribiendo. No paran los llamados y no son solo casos antiguos, personas de 40-50 años. Escriben personas de 20-21.
Yo quisiera que nadie se olvide de esto. Dentro de las medidas de la Comisión está establecer sitios de memoria y una verdad histórica.
Esto no es una batalla y nosotros no somos soldados. La Iglesia Católica no es nuestra enemiga. Los abusadores no son nuestros enemigos, son personas que cometieron crímenes y hay una institución que avala la impunidad.
Si fuera una lucha, yo querría venganza y yo no quiero venganza. Yo quiero justicia y que se modifique la manera en la que la Iglesia se comporta con impunidad en nuestros países en Latinoamérica.
—-
Cuando Helmut decidió denunciar, el cura que su madre recortó de las fotos de su bautizo superaba los 90 y un amigo le dijo: si no hablas ahora, él se va a morir y nadie va a saber qué hizo.
A los pocos días apareció en la portada de un diario. Gente desconocida lo abrazó a media calle. Algunos incrédulos lo criticaron por perjudicar el prestigio de su colegio. Nunca dio marcha atrás porque –como Javier, José Andrés, Jaime y Eneas– vio en su denuncia el potencial de algo más.
—Empezamos a trabajar el primer mapa de abusadores en contexto eclesiástico y un discurso muy político: el problema del abuso es un problema de derechos humanos y debe ser tratado como tal.
Estos y todos los pasos que da un sobreviviente de abuso son vías para reconstruirse, estrategias para sanar. Helmut dice que a él le ayuda reír y así, sonriente, narra cómo rompió para siempre con Dios.
Una tarde de 2019, presentó su certificado de bautismo en el Arzobispado de Santiago y cuando la empleada le preguntó por qué renunciaba a su fe, él respondió:
—¿Ve usted el nombre del sacerdote? Él me violó.
Al bajar del tercer piso, gritó: ¡Soy apóstata! ¡Soy apóstata! —recuerda mientras la risa agita su barba canosa.
Después fue a celebrar. Se compró un almuerzo. Se tomó una selfie. La subió a redes y todos lo felicitaron.
—Fue una fiesta.
____
AP Foto: Esteban Félix
La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
SANTIAGO (AP) – El pasillo huele a papel viejo. Unas cajas se apilan sobre otras. Los estantes sostienen carpetas. Hay ficheros en orden alfabético.
No es una biblioteca, sino memoria. “Represión en universidades”, dice un legajo. “Recortes de prensa DDHH”, formula otro. El resto son claves que el visitante promedio no entiende. “SAD” enlista a los detenidos desaparecidos. “SAE” registra a los ejecutados.
En éste, el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, cada folio es historia. Recuerda que a 50 años del golpe de Estado que dio pie a la dictadura de Augusto Pinochet, el pasado aún cala en Chile con sus muertes y ausencias.
El origen de la Vicaría fue algo peculiar: a diferencia de otros países latinoamericanos como Argentina, donde la Iglesia católica se sentó a la mesa con los dictadores en vez de confrontarlos, en Chile hubo un hombre con sotana que puso su poder al servicio de las víctimas.
El primer proyecto que lideró el cardenal Raúl Silva Henríquez fue el Comité Pro-Paz (1973). Desde ese organismo ecuménico, católicos, cristianos, judíos y líderes de otras religiones brindaron acompañamiento espiritual, judicial y material a los primeros afectados por el régimen.
Pinochet ejerció presión hasta que el Comité cerró el 31 de diciembre de 1975, pero el cardenal guardó un as bajo la manga: un día después abrió la Vicaría de la Solidaridad –esta vez con todo el peso de la Iglesia católica tras de sí— para abocarse a defender los derechos humanos.
Y así, en este país delgado que el Pacífico y los Andes abrazan en la punta más austral de América, asistentes sociales, abogados y otros profesionales formaron un grupo que durante 16 años ofreció asesoría legal, médica y emocional a quienes el autoritarismo partió en dos. Recibieron a madres cuyos hijos no volvieron de una protesta, a jóvenes cuyos padres desaparecieron a la salida del trabajo, a esposas que sin saberlo ya eran viudas.
Prestaron oído y dieron consuelo. Acudieron a tribunales. Identificaron restos en las morgues. Se habituaron a las amenazas telefónicas, a las miradas acechantes en las calles y, en días más duros, enterraron a colaboradores y amigos: José Manuel Parada, jefe del departamento de análisis de la Vicaría, fue secuestrado y ejecutado por agentes estatales en 1985.
La documentación que reunieron es la historia de una resistencia. En 1992, dos años después del retorno a la democracia, la Vicaría cerró y se creó la fundación que ahora preserva el archivo: habeas corpus, fichas médicas y declaraciones de 47.000 expedientes que han facilitado reclamos de justicia y reparación.
—-
El archivo se inició el día 1 porque el papel permitía plantar cara al gobierno: al reunir pruebas, no se podían negar las culpas.
María Luisa Sepúlveda también estuvo ahí desde el principio. Tras el golpe de 1973 se integró al Comité Pro-Paz y tres años más tarde, cuando el cardenal estableció la Vicaría, empezó a trabajar como asistente social. Luego colaboró en comisiones de prisión política y tortura, asesoró a un presidente en materia de derechos humanos y apoyó la instalación del Museo de la Memoria.
“Este trabajo ha sido el sentido de mi vida”, asegura.
El nombre de la Vicaría llegó a oídos de la gente a través de las parroquias. Ayúdeme, padre, mi marido ha desaparecido. Y el sacerdote respondía: Ve al Arzobispado y ahí te van a apoyar.
Cuando una persona llegaba, el primer contacto era una asistente social como María Luisa. Ella tomaba notas y evaluaba la situación. Dependiendo del escenario, accionaba. Si había alguien en la mira de la dictadura, trataba de conseguir un sitio de resguardo o una visa para sacarle del país. Si la persona estaba detenida, transmitía información a un abogado que prepararía acciones judiciales.
“Ya se sabía de muertos, de personas detenidas arbitrariamente”, recuerda. “De un día para otro se acabó la red de apoyo del Estado a las personas”.
Lo peor, añade, era “no saber”. Buscar a tu hermano o a tu padre sin entender qué le había ocurrido. ¿Estará en la cárcel? ¿Lo habrán matado? ¿Pero qué hizo? “La gente llegaba totalmente desorientada por las situaciones inéditas”.
Pronto dejó de bastar la atención individual. Debido a la acumulación de casos, la Vicaría empezó a promover las organizaciones de familiares de presos y desaparecidos. Así se coordinaron para visitar cárceles lejos de Santiago, reunir recursos e información.
“Había gente que entraba y no se sentía con la fuerza para seguir”, cuenta María Luisa. “Yo estuve hasta el final”.
Las jornadas de trabajo de quienes defienden los derechos humanos en medio de una dictadura endurecen la piel. En sus jornadas de nueve a seis, antes de correr a casa para atender a sus tres hijos, María Luisa convivía con el sufrimiento de diversas maneras. A veces atendía público y revisaba informes. Otros días iba a la morgue. Ahí vio cadáveres sin ojos, mujeres embarazadas con el vientre rajado, víctimas sin yemas en los dedos de manos y pies.
No es que a la mente no le cimbre la tragedia, pero aprende y se habitúa a convivir con el pasado.
“Me acuerdo de una mamá que tenía dos hijos. A uno lo mataron y al otro lo expulsaron. La señora decía el nombre de su hijo y se desmayaba. Tengo el ruido del nombre del hijo aquí, en el oído. La estoy escuchando y viendo. Tenía una sensación de apretarme el corazón, pero si me ponía a llorar con ella, no le daba solución”.
—-
Ahí donde hubo víctimas estuvo también la Vicaría. Aunque su trabajo fue más amplio en Santiago, abrió oficinas en todo el país.
“La principal metáfora religiosa que alimenta su trabajo es la historia del buen samaritano”, explica la historiadora María Soledad del Villar, quien se especializa en la Iglesia católica y escribió un libro sobre las asistentes sociales de la Vicaría.
Según la Biblia, un hombre encuentra en su camino a una persona lastimada y, en vez de pasar de largo, se detiene y cura sus heridas. Bajo este principio, la Vicaría atendió a todo el que lo necesitara —sin importar su ideología— y organizó actividades vinculadas al trabajo social, como ollas populares, bolsas de trabajo y ayunos solidarios.
Aunque hoy Chile cuenta con una de las mayores desafiliaciones religiosas del continente y la Iglesia católica nunca se recuperó de las denuncias de abuso que estallaron en 2010, la iglesia de la época de la dictadura era respetada por todos. El mismo Pinochet asistía a misa los domingos y dijo que la Virgen lo salvó de un atentado en 1986.
También fue una institución cercana al pueblo. Cuando ocurrió el golpe de Estado, atravesaba por un periodo de reformas que propició que los sacerdotes se acercaran a las poblaciones marginales, explica Del Villar. Así se tendieron puentes y la sociedad vio en la iglesia a una institución segura y neutral.
“Por eso cuando empiezan a desaparecer las personas, la gente no fue a la policía. La policía y el ejército eran los que las estaban despareciendo, así que pidieron ayuda a la iglesia”.
Claro que hubo capellanes castrenses y católicos que apoyaron al dictador bajo el argumento de que estaba salvando al país del marxismo, pero la jerarquía religiosa se mantuvo del lado de la gente.
Fueron los obispos quienes convocaron a los abogados y asistentes a trabajar en la Vicaría, recomendaron denunciar abusos y argumentaron que sus acciones no eran políticas, sino humanitarias.
Un puñado dio un paso más allá: una tarde de 1989, cuando un fiscal militar se plantó frente a la Vicaría y exigió al obispo Segio Valech entregar las fichas médicas de sus archivos, el religioso lo enfrentó como quien pone el pecho a las balas y dijo: “No”.
–—
Cuando la policía de investigaciones lo secuestró en pleno centro de Santiago una tarde de 1980, el periodista Guillermo Hormazábal iba saliendo de almorzar con un colega que le había pedido apoyo para encontrar a su hermano desaparecido.
Guillermo estudiaba periodismo cuando el bombardeo militar alcanzó La Moneda y Salvador Allende se pegó un tiró tras pronunciar su mítico discurso en Radio Magallanes. Tras el golpe, los medios de oposición cerraron y muchos periodistas de izquierda fueron expulsados o asesinados. Guillermo tuvo suerte y encontró trabajo en una radio local hasta finales de 1973.
Meses después, cuando la iglesia llamó a conmemorar un “año santo chileno” para unificar a la sociedad, fue nombrado encargado de comunicación del programa y con los años fue jefe de prensa de la Vicaría y del cardenal Silva Henríquez. “Lo que trataba de hacer la Iglesia era reconciliar a los chilenos porque los horrores eran tremendos”, recuerda.
Silva Henríquez usó todo medio a su alcance para levantar la voz: a través de Radio Chilena, que era propiedad de la Iglesia y que Guillermo dirigía al momento de su secuestro, la prensa se transformó en una vía de denuncia valiente y constante.
Guillermo piensa que su trabajo lo salvó: tras su captura, Radio Chilena cambió su programación para enfocarse en su desaparición y, quizá por la presión, fue liberado en menos de 24 horas. “Era lo único que existía. No había ningún otro peso aparte de la dictadura”.
La renovación de obispos que llegó tras la salida de Silva Henríquez cambió el panorama y el clero se acercó a la clase alta, pero durante la dictadura fue “una Iglesia que no estaba en la sacristía. Estaba con los hombres, con el ser humano”.
“Si no hubiese estado la posición que tuvo la Iglesia, por ejemplo a diferencia de Argentina, que fue una iglesia entreguista a la dictadura, en Chile habría sido una masacre, habría sido una cosa más terrible de lo que fue”.
—-
Cualquiera podría pensar que María Paz Vergara conoce cada expediente de memoria. Camina entre las 47.000 carpetas de la Vicaría como si pudiera cerrar los ojos y decir: “Yo sé lo que hay aquí, acá y allá”.
Su función como secretaria ejecutiva de la fundación que preserva el archivo es responder las consultas de investigadores, abogados, sobrevivientes y familiares de víctimas. También participa en actividades que promueven los derechos humanos en museos, escuelas y otras instituciones.
Aunque inició este trabajo en 1993, tuvo un primer acercamiento desde tiempos de Pinochet. Como otras miles de personas, pidió ayuda a la Vicaría cuando su marido fue detenido de manera temporal.
“Yo hubiera soñado con trabajar en la Vicaría. Para mí trabajar en la fundación ha sido un regalo de Dios”.
Cuenta que la documentación ha sido fundamental para saldar cuentas pendientes. Gracias a ésta y al trabajo de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, muchas causas fueron reabiertas tras el retorno a la democracia.
Mientras operó, la mayor parte de los oficios de la Vicaría eran sobre detenidos y ejecutados. Hoy el 80% de las solicitudes se realiza por personas que la Comisión de Prisión Política y Tortura ha reconocido como víctimas. Esto les permite acogerse a beneficios reparatorios, como atención primaria en salud.
“También hay víctimas que vienen para recordar lo que pasó”, dice María Paz. Algunos quieren saber quién presentó un amparo para ayudarles. Otros para compartir su historia con sus nietos.
Recuerda a un hombre cuyo padre fue detenido en 1973. Al haber sido un hijo ilegítimo, no lo conoció ni tuvo acceso a los beneficios que consiguió su familia, pero cuando lo vio en fotos por primera vez, su mujer le dijo: “Se parece a nuestro hijo”.
El archivo consta de un fondo jurídico, que guarda más de 85.000 documentos como amparos y procesos por muertes, secuestros o torturas; un fondo iconográfico, que consta de fotografías; la colección bibliográfica, que tiene material relacionado a los derechos fundamentales; la colección de revistas; la de recortes de prensa y la audiovisual, que se compone de filmes sobre derechos humanos.
“El archivo va dando cuenta de cómo se va comportando la represión”, dice María Paz. “Se va conformado según las necesidades de los documentos que es necesario generar”.
En los primeros expedientes se menciona, sobre todo, a detenidos. En los subsecuentes aparecen los desaparecidos y con el tiempo llegan los muertos. Uno puede encontrar declaraciones juradas de testigos que presenciaron detenciones, cartas de madres o esposas pidiendo explicar las capturas y las “fichas antropomórficas”, que empezaron a crearse en 1978 tras el descubrimiento de 15 cuerpos en Lonquén.
“Ahí se constata que los desaparecidos no solo existían, sino que habían sido asesinados y enterrados clandestinamente”, explica María Paz.
Las fichas antropomórficas se integraron con material que describe físicamente a una persona para identificarle en caso de hallar sus restos. Talla, peso, color de pelo y la ropa que llevaba al momento de la detención. Además incluyen radiografías, historiales clínicos, certificados de nacimiento y registros de colegios.
“El gobierno decía ‘esta persona no ha sido detenida’. Incluso llegó a decir que no tenían existencia legal”, cuenta María Paz. “El comité se preocupó de que hubiera documentos de respaldo que hicieran imposible negar los hechos”.
Según María Luisa Sepúlveda, la asistente social de la Vicaría, casi el 70% de las víctimas se registraron durante los primeros tres meses de la dictadura y eso es clave para comprender por qué la sociedad quedó tan golpeada. “Era todo el aparato del gobierno contra todo el aparato sindical, la radio, las organizaciones poblacionales. No se salvaba nadie”.
Aquella herida se arrastra porque Pinochet nunca fue sentenciado a prisión. Además, añade María Luisa, hay sectores que minimizan aquel periodo. “La derecha, el poder económico… Nunca han querido reconocer la gravedad del golpe ni de las violaciones a los derechos humanos. Siempre que uno trata de avanzar en verdad, en justicia, ellos dicen ‘olvidemos’”.
Para miles, como ella, es imposible. “Me habría gustado que estos 50 años hubieran sido distintos, que la sociedad hubiera entendido la necesidad de haber tenido un compromiso real con los derechos humanos y la democracia, que el golpe hubiera sido rechazado mayoritariamente por la sociedad”.
____
AP FOTO: Esteban Félix
La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Con su cierre se pierde más que un nombre. Atado a sus siglas –UCA– se va un fragmento de la historia de Nicaragua, una tradición de pensamiento crítico que desde la Revolución inspiró a miles de estudiantes a decir: “Ante todo soy nicaragüense y, por mi país, voy a pelear”.
A mediados de agosto, cuando el presidente Daniel Ortega pegó el tiro de gracia a la Universidad Centroamericana (UCA) —fundada por jesuitas en 1960 y quizá la institución educativa que con mayor rigor había confrontado la represión en el país—, la justificación se vistió de las expresiones usuales:
Es un centro de terrorismo.
Traicionó la confianza del pueblo.
Transgredió el orden constitucional.
Lo primero fue confiscar sus bienes y dinero. Después suspendió sus actividades. Luego informó que en su lugar funcionaría otra universidad llamada Casimiro Sotelo Montenegro, como un guerrillero que murió en los años 60.
Muchos perciben la decisión como una represalia contra los religiosos católicos que han tomado el lado del pueblo y no el de Ortega: días después de la clausura el 16 de agosto, se informó que la Compañía de Jesús perdería su personalidad jurídica y sus bienes pasarían a manos del Estado.
Es casi una ironía que el mismo Ortega pasó unos meses por las aulas de la UCA y el rector le entregó un doctorado honoris causa por su “contribución a la paz y la democracia” en 1990, cuando aceptó la derrota electoral contra Violeta Barrios de Chamorro. Ortega volvió al poder en 2007 y ha gobernado desde entonces.
Hay mucho detrás de esta universidad que hasta antes de su cierre educaba a unos 8.000 estudiantes. Memorias de cómo empapaba de conciencia social. Cariño hacia los compañeros con quienes se soñó una Nicaragua mejor. Sacerdotes y profesores que brindaron cobijo en tiempos de protestas. Periódicos en una biblioteca. Poesía. Un país.
Éstos son cuatro relatos en primera persona de nicaragüenses exiliados que dan cuenta de su historia.
——
DAISY ZAMORA, POETA. ESTUDIANTE EN 1967.
Entré a la universidad en el 67 y fue como aterrizar en una dimensión distinta. Había gran efervescencia política.
Empecé a enterarme de un mundo que era mucho más complejo y amplio que el que yo conocía. Ya tenía vocación social, pero en la UCA se expandió al grado de involucrarme en una organización del Frente Sandinista.
Los jesuitas eran muy abiertos a que los estudiantes se expresaran políticamente. La UCA era un semillero donde íbamos desarrollando acciones de resistencia contra la dictadura. Planeábamos manifestaciones, toma de iglesias, hasta de la Catedral. Era como una pequeña república donde ejercíamos la democracia.
En 1968 había un estudiante —David Tejada Peralta— al que asesinaron brutalmente y se decía que para desaparecer el cadáver lo tiraron al cráter de un volcán. Escribí mi primer poema político a raíz de eso. Se llama “Canto de esperanza”.
Somoza nunca se atrevió a cerrar la UCA ni la Universidad Nacional. No es que no mataran a los estudiantes, pero el recinto universitario era sagrado. Ahí uno podía refugiarse en cualquier momento.
No se puede explicar la revolución sin las universidades, entre ellas la UCA. Ahí entendí lo grave de la situación. Entendí que tenía un compromiso de lucha con mi país.
Recuerdo esa época como con una pátina de dorada, con mucha nostalgia.
——
JUAN DIEGO BARBERENA, ABOGADO. ESTUDIANTE EN 2014.
La UCA era el único centro de pensamiento independiente que quedaba en el país. Su cierre responde a la posición que tomó en 2018 de estar del lado de la justicia, de la gente que estaba sufriendo la represión y exigiendo cambios sustanciales.
Casi el 70% del estudiantado era becado y la mayoría procedía de sectores marginales. Yo estudié becado, tenía compañeros que venían de lugares que estaban a 200 kilómetros de Managua. Cancelar la UCA no afecta solamente a la Compañía de Jesús, sino a un sinnúmero de familias nicaragüenses que tenían la esperanza de sacar a sus hijos de la pobreza.
En la UCA teníamos claro que no podíamos aprender si no estaba pasando algo fuera del aula. Analizábamos la realidad nacional y, si para eso teníamos que dejar la temática de la clase para abordar qué estaba sufriendo la ciudadanía y qué necesitaba nuestra sociedad para salir del autoritarismo, lo hacíamos.
Recuerdo que en 2015 un compañero y yo decidimos ir a una protesta frente al Consejo Supremo Electoral para exigir elecciones transparentes. Nos reprimieron, nos golpearon. Regresamos a la universidad y una “profe” nos dijo: muchachos, vayan a poner una denuncia al Centro Nicaragüense de Derechos Humanos y, si necesitan asesoría, cuenten conmigo.
Eran profesores muy claros de la realidad que vivía Nicaragua, con mucha conciencia y solidaridad. En aquel entonces la solidaridad era muy escasa. Gran parte la sociedad prefería no ver lo que pasaba o tenía un poco de temor.
——
ERNESTO MEDINA, EX RECTOR DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE NICARAGUA.
Yo vengo de la competencia: estudié en la Universidad Nacional en León. Viví la experiencia de la UCA porque había una cierta relación de amor-odio con la UCA.
Hay quien dice que la UCA fue fundada por el gran capital para contrarrestar la influencia izquierdosa que tenía la Universidad Nacional, pero yo creo que ésta se había quedado en el pasado. Había poco espacio para lo propositivo.
La UCA llega con una propuesta fresca en una época en la que la misma dictadura quería deshacerse del legado de su fundador, asesinado en 1956. Consciente de que la carga negativa de su padre no le ayudaba, Somoza abre cierto espacio para que surjan opiniones diferentes y lo aprovechan los jesuitas para fundar la UCA.
Los 70 fueron años decisivos para Nicaragua, sobre todo después del terremoto de 1972, cuando las contradicciones internas de la sociedad eran evidentes: la pobreza, la corrupción. Y ya estaba en el poder el tercero de la dinastía Somoza, un militar que comenzó a cerrar espacios.
Los intentos de desarrollar grupos guerrilleros en la montaña fueron aniquilados por el ejército. Entonces el Frente Sandinista comienza a modificar su estrategia: hace una guerrilla urbana y trata de incidir en diferentes sectores sociales. Ahí la UCA juega un papel muy importante, porque hay una generación de muchachos influenciados por los jesuitas de aquella época, como Fernando Cardenal.
Lo que movilizó a la mayoría de la población nicaragüense fue esa combinación de ideas cristianas muy comprometidas con la gente y unas ideas revolucionarias muy heterogéneas que al final terminaron imponiéndose.
En la Universidad Nacional yo era parte de un movimiento cristiano. Éramos más iglesieros que los colegas de la UCA. Recuerdo un retiro organizado en una finca cafetalera. Cuando llegamos, nos sorprendimos. Decíamos: “¿A qué hora rezamos el rosario?” Y ellos llegaron con la revolución. Para mí fue una primera confrontación con otra forma de ver nuestro cristianismo. Eso me marcó.
Yo tenía inquietudes sociales, pero eran las tradicionales que nos inculcaban los colegios católicos: íbamos a un barrio pobre a repartir comida, ropa, hablar con la gente… En cambio, los compañeros de Managua hacían cuestionamientos serios a la dictadura y a la necesidad de una transformación social profunda.
En León, tuvimos que cuestionarnos y nos cambiamos el nombre: éramos “Movimiento Cristiano” y nos convertimos en “Los Macabeos”, los guerrilleros, pues, y terminamos comprometidos con la Revolución.
——
MARÍA GÓMEZ, PERIODISTA. ESTUDIANTE EN 2014.
Cuando escuché de la UCA tenía 11 años y dije: “Quiero salir de la mejor universidad, de la que salieron los mejores periodistas”.
Estudié Comunicación Social de 2014 a 2017. Me decían la “comelibros” porque pasaba los descansos en la biblioteca leyendo periódicos de los 80. No siempre podíamos comprar libros, pero el personal nos conocía y nos permitía llevarnos más libros de lo que se podía.
En 2018, iniciaron las protestas por la reserva Indio Maíz. Se estaba quemando y el régimen no hacía nada. En la UCA nos organizamos y salimos a protestar. Nos sentíamos seguros porque los docentes no se metían, pero nos daban libertad de crear pancartas, de reunirnos y hasta nos protegían. Cuando los policías empezaron a atacar a los manifestantes nos abrieron los portones y pudimos ingresar. No sólo nos atacaban con golpes; atacaban para matar.
Había profesores que me dieron clases —jesuitas— que se acercaban a los refugiados en la catedral y otras universidades para hacer oración, para bendecirnos y nos decían: “Ustedes son el futuro de este país; no se desanimen. La población los está apoyando y nosotros los apoyamos”.
Cuando me enteré del cierre, me puse a llorar. Lo primero que dije fue: “¡Los periódicos que leía!”. Me destruí, me caí, sentí frío. He hablado con otros excompañeros y todos hemos llorado.
Para mí era la única universidad donde a los estudiantes se les enseñaba cómo desarrollar su criterio, dónde se respetaba si eras de uno u otro movimiento. Era la única que tenía esa autonomía de cátedra y, al perder eso, perdemos todo.
____
AP Foto: Arnulfo Franco
La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.