Con sus buñuelos, pasteles y cervezas, conventos del mundo reparten alegría y bendiciones en Navidad

Escrito con Giovanna dell’Orto y publicado en The Associated Press, diciembre de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – La masa está lista, los guisos esperan calientitos en las ollas y los hábitos de las madres Adoratrices vuelan veloces por la cocina de su convento en Ciudad de México.

Las ventas de las delicias que salen de sus fogones aumentan con la temporada navideña, por lo que las monjas aprietan el acelerador para ir al día con pedidos que les permitan reunir algunos ingresos y fortalecer los lazos con su comunidad.

“Nuestra cocina es un testimonio del amor de Dios”, dice la hermana Abigail, una de las diez religiosas de clausura que pertenece a las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, orden italiana fundada hace casi 200 años.

“Mientras cocinamos, estamos orando. Estamos en presencia del Señor pensando que a lo mejor una persona se lo va a comer o lo va a regalar y alguien lo va a recibir con alegría”.

Las hermanas cocinan galletas, pasteles y rompope que la comunidad compra en persona o por teléfono. Los fines de semana además preparan banquetes para celebrar confirmaciones o bautizos.

Entre sus productos más demandados suelen esta los tamales —que se cocinan al vapor con masa de maíz rellena de guisos salados o dulces— y sus buñuelos, manjares crujientes que se preparan con harina, canela, agua y azúcar.

“En México, somos muy sociables y nos gusta comer bien”, dice la Madre Rosa, quien es la superiora. “Entonces, la comida de los conventos tiene mucha fama de ser muy sabrosa”.

Algunos de sus clientes les han sido fieles por décadas. En una casa cercana, cuenta la hermana Abigail, recién murió una vecina cuyos hijos y nietos aún les piden tamales. 

A más de 9.000 kilómetros de distancia, en la ciudad española de Granada, una mujer de 90 años también lleva en la memoria los dulces que su padre compraba en un convento como regalo navideño. “He nacido con las monjas haciendo dulces”, relata Pipa Algarra en una llamada telefónica.

Haciendo eco de las religiosas mexicanas, para ella no se trata solo del sabor de alfajores, almendras garapiñadas y roscas, sino de la espiritualidad. “La oración que está en medio no se paga”.

Fermín Labarga, profesor de Historia de la Iglesia de la Universidad española de Navarra, explica que hay generaciones de familias que compran los mismos productos apelando a ese sabor inigualable de las preparaciones caseras, lo que ayuda a los monasterios a reunir un poco de dinero aunque la producción no alcance niveles industriales. 

Para diversos monasterios alrededor del mundo, mantener las cocinas andando no es tarea sencilla porque las mismas órdenes enfrentan retos a gran escala. La afiliación a los conventos ha disminuido en América y Europa y los religiosos deben buscar el modo de costear sus necesidades diarias y la preservación de los edificios históricos en los que habitan.

Desde Santiago de Compostela, la abadesa Sor Almudena Vilariño reconoce que la primera motivación de la cocina conventual es económica, pero por debajo subyace el trabajo de oración. “Que estas pastas sean mediación de unión y paz a donde lleguen”.

En el Monasterio de San Paio de Antealtares, en Santiago de Compostela, Vilariño y otras religiosas mantienen vivo el legado de sus predecesoras: una tarta hecha con almendras que data del siglo XVIII. Las religiosas la preparan como hacían hace 50 años en un horno de madera con los ingredientes que les proveían las mujeres de la comunidad. 

La producción varía de un convento a otro. Las religiosas de Santiago de Compostela hornean hasta 44 tartas del almendra por jornada, la madre Rosa y sus hermanas en México fríen unos 500 buñuelos por semana y Sor Veronicah Nzula, abadesa de las Clarisas de Carmona, en Sevilla, cuenta que ella y otras 13 hermanas cocinan mensualmente hasta 300 tortas inglesas, como se conoce a los esponjosos hojaldres que espolvorean con azúcar glas y canela.

La tradición culinaria conventual no es exclusiva de las monjas. En algunas órdenes, también hay religiosos que se amarran el mandil a la cintura en sus respectivos recintos sagrados.

En Estados Unidos, el hermano Paul Quenon hornea pastel de frutas y dulces con bourbon desde los años 50 en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky. “Nos mantenemos con estos productos”, dice en una llamada. 

Monjes trapenses como él deben vivir sólo de su trabajo y donaciones, sin recibir recurso alguno de la arquidiócesis. Órdenes como la suya, explica, dependieron de la agricultura durante cientos de años, pero con el colapso de las pequeñas granjas a mediados del siglo pasado los monasterios viraron hacia la pequeña industria. Hoy los productos que él y otros 30 monjes preparan les han valido premios y sus pedidos aumentan alrededor del Día de Acción de Gracias y Navidad.

El hermano Joris, que responde al teléfono desde Bélgica, también tiene una historia sobre tradiciones, pero no de comida sino de bebida. El monje trapense elabora cerveza desde la Abadía de San Sixto, en Westvleteren.

Quizá un cervecero no es lo primero que viene a la mente cuando uno piensa en hombres que decidieron entregarse a la vida contemplativa, pero el religioso europeo explica que la tradición cervecera de su orden surgió en el siglo XIX, cuando los trabajadores laicos que construían la abadía tenían derecho a una pinta de cerveza al día.

El producto empezó a comercializarse alrededor de 1840 y desde entonces ha sido una fuente constante de ingresos. No obstante, no todos los monjes que habitan la abadía se dedican de lleno a la producción y la tarea suele estar encabezada por maestros cerveceros profesionales que ellos supervisan. 

Cada lote tarda siete semanas en estar listo y consta de unas 90.000 cajas, pero el hermano Joris asegura que su objetivo no es ampliar la producción. 

“Preparamos cerveza para vivir, no vivimos para elaborar cerveza… Es necesario que haya equilibrio entre la vida monástica y la vida económica”.

Como en los conventos de México y España, el trabajo de la Abadía de San Sixto también se guía por la oración. Su labor culinaria es mayormente espiritual y los monjes la mantienen, con ayuda de la memoria del paladar, para preservar una tradición que comparten con el mundo.

“Con el simple hecho de existir, recordamos a la gente: todavía están aquí”.

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Dell’Orto reportó desde Miami.

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AP Foto: Ginnette Riquelme

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¿Se puede abrazar la fe católica y defender el derecho al aborto? Activistas en México dicen que sí

Originalmente publicado en The Associated Press, diciembre de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Lo que hay es una mesa, una Virgen y un pañuelo. “María fue consultada para ser madre de Dios”, dicen letras blancas sobre la tela verde.

Las activistas de Católicas Por el Derecho a Decidir no piensan que la Biblia se contradiga con los ensayos feministas. Se puede rezar por la mañana y defender el acceso al aborto por las tardes; celebrar a la Virgen de Guadalupe cada 12 de diciembre y abrazar las causas de la comunidad LGBTQ+.

“Podríamos pensar que no se puede ser feminista y católica, pero aquí reivindicamos que ser mujeres de fe no es estar en contra de la progresividad, de los derechos humanos, de las personas con capacidad de gestar y de la diversidad sexual”, dice Cinthya Ramírez, quien forma parte de la organización.

La consigna del grupo ha sido clara desde sus inicios. Cuando se fundó en 1994, siguiendo los pasos de Catholic for a Free Choice en Estados Unidos, un grupo de teólogas y activistas empezó a denunciar la invisibilización de la mujer en entornos religiosos, a diferenciar las posturas de la jerarquía eclesiástica de las opiniones de la feligresía y a reinterpretar los textos sagrados con una mirada feminista.

“En la tradición católica hay argumentos como la libertad de conciencia y el derecho a decidir que nos dan opciones a las personas católicas, que practicamos nuestra fe, para tomar decisiones en libertad y decidir nuestro proyecto de vida”, dice Maribel Luna, otra integrante de Católicas.

Afirmar que la Virgen María decidió sobre su maternidad en vez de cumplir ciegamente el encargo de un arcángel es poco usual en un país que, con frecuencia, ve a sus sectores conservadores vestir de celeste para exigir dar marcha atrás a la despenalización del aborto.

Aquí no extraña que un arzobispo invite a los fieles a respaldar a un aspirante presidencial que rechaza el matrimonio igualitario ni que algunos grupos religiosos recen fuera de las clínicas de interrupción legal del embarazo. “Abortar es un crimen”, piensan muchos, y es un mensaje que permea entre algunas mujeres que reciben el cobijo de Católicas por el Derecho a Decidir.

Conscientes de que la decisión de abortar es compleja en esta nación mayoritariamente católica, la organización cuenta con un grupo de acompañamiento espiritual. El equipo se integra por teólogas y líderes de distintas religiones —como una pastora presbiteriana y un pastor luterano— que escuchan y confortan a mujeres que encuentran dificultades para conciliar su fe con la interrupción de un embarazo.

“Se fue formando una guía con base en el fundamento bíblico o teológico pero en un sentido de libertad”, explica la pastora bautista Rebeca Montemayor.

La mayoría de las mujeres entra en contacto vía telefónica o redes sociales y su situación es diversa. Algunas se comunican poco después de un aborto. Otras llaman porque se sienten indecisas ante la decisión y algunas más, tras décadas de haber abortado.

“Me han tocado mujeres con 30 años de estarlo cargando”, cuenta el fraile dominico Julián Cruzalta, quien forma parte del grupo y refiere que la jerarquía eclesiástica no ve con buenos ojos el trabajo de Católicas. 

“Nunca se han sentido libres porque se han sentido culpables desde el día que lo hicieron”, añade. “Es muy difícil quitar esa culpa de años, ver sus ojos de angustia y las pesadillas que tienen”.

El grupo no comparte la identidad de las mujeres o los detalles de sus situaciones por cuestiones éticas y de confidencialidad, pero sí discute las circunstancias generales para actualizar sus estrategias de acompañamiento y monitorear el contexto social.

La mayoría se siente abrumada por la culpa y la duda. ¿Cometí un asesinato? ¿Me iré al infierno? Otras piensan que no sólo ellas, sino sus familias, se condenarán. Algunas más sufren por las reprimendas de sacerdotes o pastores en los que confiaron y sólo empeoraron su remordimiento.

“Toma muchas sesiones de trabajo que se perdonen a sí mismas, que se comprendan”, dice el fraile. 

El acompañamiento del grupo implica más que charlas. Si una persona requiere atención psicológica, es derivada con un especialista. Si su inquietud es espiritual, las herramientas van desde la revisión de folletos electrónicos sobre la culpa hasta la lectura de textos bíblicos, meditaciones y rituales de sanación. 

“Yo les pido que escriban en un cuaderno quiénes eran. No quiénes son ahora, sino quiénes eran cuando tomaron la decisión. ¿Cuál era su situación? Porque siempre hacemos el juicio desde hoy, pero ayuda mucho regresar para que se reconcilien, para entender que hicieron lo mejor en ese momento”, explica Cruzalta.

Contextualizar la decisión de abortar también amplía la perspectiva política y social porque, según los teólogos y activistas de Católicas, la Biblia no tendría por qué penalizar lo que no se considera un delito ante la ley. 

“Ya hay leyes que se encargan de que no se pueda criminalizar a ninguna mujer”, añade la pastora Montemayor. “Entonces es importante que las comunidades religiosas hablemos de esto”.

Fuera del grupo de acompañamiento, la organización dialoga con jóvenes en ferias de sexualidad, capacita a personal médico —que con frecuencia alega objeción de conciencia para no practicar abortos— y produce “Catolicadas”, una serie animada que aborda temáticas que entrelazan lo religioso y social. 

Según Cinthya Ramírez, varias personas han compartido con la organización cómo ha cambiado su vida tras hallar nuevos modos de relacionarse con su fe. 

Cuenta que un joven de la comunidad LGBTQ+ dijo que releer la Biblia bajo una nueva mirada le permitió reivindicar su identidad sin sentir que se condenaría. En otra ocasión, una mujer que abortó agradeció al grupo que, tras algunas sesiones de acompañamiento espiritual, pudo comulgar y dormir en paz por primera vez en décadas. 

“Son experiencias que te llenan el corazón porque sabes que estos prejuicios y estigmas pesan en la vida de las mujeres. Por eso apostamos también por la despenalización social, que se debe de dar desde distintos ámbitos”, añade la activista.

De ahí los esfuerzos de ir más allá de la propia identidad católica y colaborar con líderes de otras confesiones.

“No se trata de que un discurso de odio diga lo que es pecado o no”, dice la pastora Montemayor. “Eso no checa con el discurso de Jesús en el Evangelio”. 

“Me preguntan mucho cómo una pastora evangélica puede estar con Católicas por el Derecho a Decidir y yo lo que les digo es que mi colaboración, más que católica, es por las mujeres. Estamos acompañando a las mujeres”.

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AP Foto: Eduardo Verdugo

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Hablar con el cuerpo: una bailarina une a México y Japón a través de la danza

Originalmente publicado en The Associated Press, diciembre de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Cuando la música le pide llorar, el rostro de la maestra Naoko Kihara apenas se aflige. Sólo su pecho se contonea sutilmente, como un ave lastimada en pleno vuelo. 

“La expresión es mínima porque se llora con el cuerpo”, dice envuelta en su kimono de rombos blancos y marinos.

“Es el baile el que está hablando, el que está interpretando aunque no sonreímos, no gritamos, no reímos”.

Su edad es un secreto pero nada en ella oculta los 24 años que ha practicado y enseñado danza tradicional japonesa desde que dejó Brasil, donde nació de un matrimonio originario de Japón, y se mudó a Ciudad de México.

La danza se lee en su espalda, que jamás se encorva, y en los pies que mantiene en punta y muy juntos, aunque esté relajada en un sillón durante una charla casual.

Es difícil que su oficio se comprenda en Brasil, donde la samba agita las caderas del país más grande de América Latina, o en México, donde los pies giran veloces al ritmo de la salsa.

“¿Estás haciendo yoga?”, le preguntó un espectador alguna vez, y la maestra respondió: “No, es una interpretación”.

Su compañía —llamada Ginreikai— pertenece a la corriente de danza Hanayagi Ryu, una de varias escuelas japonesas que comparte un hilo conductor. Todas interpretan bailes de pocos movimientos —lentísimos y contenidos, cual paso de tortuga— que se transmiten de generación en generación.

Cada repertorio está más cerca de lo sagrado que de lo festivo. Casi desde sus orígenes, las danzas antiguas como el kabuki se interpretaban para honrar al emperador, considerado un representante de Dios en la religión shinto.

De ahí la sutileza y la calma. Desplazar el cuerpo no como una ráfaga, sino como un glaciar empujado por el ímpetu del mundo. Piernas y brazos, kimono y abanico, al servicio del honor.

“No te enseñan un baile, sino una forma de vivir”, dice Aimi Kawasaki, de 21 años.

Hija de japoneses que echaron raíces en México, conoció a Kihara cuando estaba en kínder y ahora le confía su preparación para viajar a Tokio, donde espera recibir un diploma que certifique su destreza ante el directorio de Hanayagi Ryu.

“Me gusta los valores que (la danza) trasmite. No es nada más que te enseñen a bailar; te enseñan mucho más que eso”.

La danza tradicional japonesa, dice, es como el ballet, pero al revés: aunque las bailarinas también son delicadas y elegantes, jamás se paran en puntas ni alargan el cuerpo hacia el cielo.

“Una bailarina de danza japonesa está más bien agachada”, explica mientras su profesora muestra la postura: el tronco firme, las rodillas en flexión y los pies juntísimos, como si fuera una flor presa del suelo.

“Es para ser más humilde”, dice, y porque la danza japonesa esconde códigos profundos.

“Siempre tenemos nuestro cuerpo en la base de la Tierra porque somos parte de la naturaleza”, cuenta Kihara. “Es un respeto hacia la Tierra”.

Bajo la cosmovisión japonesa, la danza también se origina en el aire, el fuego y el agua. “Somos esa esencia; es nuestra base”.

Para tenerlo presente, cada bailarina realiza un juramento al recibir su diploma en Japón. Es como un manual de honra, dice Kihara. La promesa de preservar el legado adquirido.

Trece discípulas —siete de ellas de nivel básico— bailan de manera rutinaria frente a los espejos del estudio que heredó de su mentora, Tamiko Kawabe.

Durante medio siglo mantuvo viva esta danza japonesa en México, dice como si su predecesora fuera una leyenda, y desde enero de este año, cuando falleció, ella lleva la responsabilidad de continuar.

“Es muy fácil seguir esto en Japón, pero en exterior, no”.

En Occidente hay otros tiempos. No sólo los bailes son veloces. Voraz es la tecnología que nos comunica en segundos y ávida es la exigencia de concluir pendientes a todo vapor.

La danza tradicional japonesa, en cambio, es pura paciencia. Eiko Moriya, otra discípula de Kihara que también viajará a Tokio, lleva 25 años bailando y los últimos tres practicando las piezas con las que se certificará. 

En un viernes reciente, mientras sus pies se deslizaban sobre el piso de madera y su maestra la observaba a través del espejo, Moriya escuchaba atenta a sus indicaciones: mueve el pie sólo cuando te lo pida el canto, cuida el ritmo, no inclines el brazo de más.

Su cuerpo apenas se desplaza y, sin embargo, tiembla. Nunca un abanico suspendido en el aire se vio más poderoso y audaz.

“Lo que parece insignificante tiene un gran valor para el japonés”, dice Kihara.

Su canto largo favorito —como se conoce en Japón a las obras que baila— es una historia de amor no correspondido. En ésta, Kihara interpreta a una princesa convencida de que el hombre que ama se ha transformado en la campana de un templo. Entonces, para llegar hasta él, se convierte en una serpiente.

“No es con mucho movimiento, pero todo el movimiento significa que ella cree que se transforma”, dice Kihara. “Es una obra de enojo, de coraje, de no poder pero querer. Simboliza el sufrimiento de la humanidad”.

Las obras que interpreta ante el público mexicano son más cortas y menos complejas que los cantos largos —un número dura cinco minutos en lugar de 20 o 30— pero crear nuevas coreografías y adaptaciones para el contexto en el que vive no le resta emoción.

“Con la danza japonesa conseguimos conectarnos”, dice. “Es un trueque de culturas”.

“Ginrekai”, explica, quiere decir “monte de plata” y es el nombre que su predecesora eligió para su escuela bajo la percepción de que Japón y México comparten más que sus volcanes sagrados: si el Monte Fuji y el Popocatépetl son tan parecidos, es porque en el fondo somos todos iguales.

“En Ginrekai tenemos esa visión cósmica”, dice. “La tendencia de la humanidad es separarnos por religión, por cultura, pero para mí el baile es una manera de decir que todos somos uno”. 

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AP Foto: Ginnette Riquelme

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Más Dios y menos aborto: el aspirante que apela a la derecha para buscar la presidencia de México

Originalmente publicado en The Associated Press, noviembre de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Un día después de que se anunciara la despenalización del aborto, Eduardo Verástegui sacó un traje negro de su clóset y se vistió de luto para salir a buscar la presidencia de México.

“Es un recordatorio para que no se me olvide por qué estoy haciendo lo que estoy haciendo”, dijo el productor de cine en un mitin reciente al recordar su registro como aspirante independiente a las elecciones de 2024.

La candidatura está a un millón de firmas de distancia y su estrategia para reunirlas es queroseno en un país en el que cohabitan el catolicismo, el feminismo y la defensa de los derechos de la comunidad LGBT.

A veces reza en TikTok, otras invita a los mexicanos a escribir una historia de amor bajo su proyecto de “Dios, Patria y Familia” —gobernar con valores cristianos, dice— y en una ocasión —que según él fue una sátira— se grabó disparando un fusil de asalto para retratar cómo atacaría a los “terroristas de la agenda 2030, del cambio climático y de la ideología de género”.

En su currículum apenas figura la política y eso —dice— es músculo.

En los años 90 bailaba sin camisa en un trío de música pop y las telenovelas echaron mano de su galanura, pero ahora —a sus 49— Dios se cuela en sus ponencias, repite que defiende la vida porque México se gesta en los vientres de sus madres y se arrodilla en mítines para pedir perdón en nombre de todos los hombres a todas las mujeres. 

“Me gusta que sea un ciudadano y no un político”, dice Alejandra Hernández, de 46 años, durante un evento de recolección de firmas.

“Además comulgo con sus valores, con su fe católica. Como él dice: el derecho a la vida es el primer derecho y, si no lo tenemos, no tenemos nada”.

A pocos metros, envuelta en un chal estampado con la Virgen de Guadalupe, Felicitas Díaz cuenta que lo apoya porque es el único aspirante provida.

“Matar a seres inocentes no se vale. Yo estaba triste, preocupada, pensando ‘¿por quién voy a votar?’, y cuando nos dijeron de él, se me abrió una luz”.

La mujer de 65 cuenta que simpatizaba con un partido de derecha que compartía su ideología, pero las decisiones de ese bloque de cara a los comicios la consternaron.

Sin opciones para enfrentar a Claudia Sheinbaum, exalcaldesa capitalina y quien lidera las encuestas para suceder al presidente Andrés Manuel López Obrador, el Partido Acción Nacional (PAN) —por el que Díaz se decantaba— creó una coalición con partidos antes enemigos y lanzó como contendiente a la senadora Xóchitl Gálvez, cuyas ideas progresistas no representan al sector conservador de México. 

Raúl Tortolero, escritor que simpatiza con Verástegui, dice que el aspirante abandera a una nueva derecha que defiende valores similares a los de José Antonio Kast en Chile y Santiago Abascal en España.

Esta corriente, dice Tortolero, es totalmente religiosa y tiene siete pilares: Dios al centro de la vida, el rechazo al aborto y a la comunidad LGBT, la defensa de la propiedad privada, de la patria, de las libertades y de los derechos universales.

También hay jóvenes que lo respaldan porque apoya otras prioridades para ellos.

“Más que ultraderecha, como nos llaman los medios, somos patriotas”, dice Isaac Alonso, un emprendedor de 31 años que lidera una agrupación de jóvenes en apoyo a Verástegui.

Su lucha persigue empleos bien remunerados, acabar con la impunidad y erradicar la pobreza a través de la promoción del desarrollo económico.

“Somos mujeres y hombres valientes que no podemos dejar nuestro futuro en manos de políticos corruptos que son incapaces de gobernarse a sí mismos y pretenden gobernar una nación”.

Frida Espinoza, de 23 años y cofundadora de una organización provida, cuenta que conectó con Verástegui tras escuchar su testimonio de vida —cómo renunció a la fama y a los vicios cuando conoció a Dios— pero ahora le aporta una visión más crítica de la política local. 

“Existe un hartazgo de que los partidos se están aliando entre ellos con valores que no me representan”, dice. “No voy a estar a favor del voto útil porque no voy a legitimar a una persona que se oponga a todo lo que yo creo”.

Y por eso, incluso si Verástegui no afianza su candidatura, apoyarlo vale la pena.

“Es muy auténtico. No está buscando ser un Trump mexicano ni copiar otras personalidades. Simplemente se dio cuenta de que las causas que ya había tomado era necesario llevarlas a la política”.

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El “outsider” u hombre común que se dice distinto a los políticos tradicionales es noticia vieja en América Latina. Guatemala eligió como presidente a un comediante de televisión en 2015, pero el México reciente no había visto a un actor persiguiendo el puesto.

Tras el desgaste del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó por 70 años, un empresario prometió en el 2000 que el PAN resolvería los males nacionales en un parpadeo. El electorado le concedió dos sexenios de paciencia y en 2012 le regresó el poder al PRI.

Los escándalos de corrupción de ese último periodo dejaron un resquicio tan amargo que es difícil saber si la esperanza o la furia llevó a millones a votar por López Obrador en 2018, pero su triunfo fue tajante. 

En ese momento, explica el editor y escritor Diego Fonseca, quien recientemente publicó un extenso libro sobre populismo en América Latina, López Obrador ocupó el espacio del “outsider” porque él y su partido —Morena— desafiaban las estructuras partidarias.

“Morena es ahora un espacio más institucionalizado, un aparato que encontró en el priísmo un modo de vertebrarse, pero vive de un líder”, dice, y la salida de éste abre espacios marginales.

“Verástegui intenta medrar en esos márgenes”, añade Fonseca. “Busca ser una referencia mesiánica de reemplazo con otro discurso populista basado en ideas simples de fácil digestión”.

Muchas de esas ideas son incendiarias —como cuando dijo que la homosexualidad está vinculada a la pedofilia— y no sólo despiertan críticas en redes o el interés de medios que verifican noticias falsas, sino preocupación entre organizaciones de derechos humanos.

“En muchos países democráticos hemos visto a políticos como Verástegui hacer campaña cínicamente ante los votantes conservadores con la promesa de recuperar los valores ‘cristianos’ o ‘tradicionales’”, dice Cristian González, investigador de Human Rights Watch.

Sin embargo, agrega, esos mismos políticos trabajan en otros proyectos que socavan las normas democráticas y el Estado de derecho.

Líderes afines a Verástegui —como el primer ministro húngaro Víktor Orbán y los expresidentes de Brasil y Estados Unidos, Jair Bolsonaro y Donald Trump— han accionado contra los derechos de la comunidad LGBTQ+, el matrimonio igualitario y el aborto en paralelo a sus ataques a la libertad de prensa, la independencia judicial y la confianza en el sistema electoral, dice González.

“Tienden a convertir en chivos expiatorios a grupos como las mujeres y las personas LGBT mientras amenazan los derechos civiles, políticos y sociales de todos los ciudadanos”.

Associated Press solicitó varias veces una entrevista con Verástegui, pero no estuvo disponible.

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Cuando el aspirante que se viste de luto por los bebés no nacidos encabeza un mitin, los asistentes a sus eventos dicen sentir un nudo en la garganta al escuchar —una y otra vez— su historia personal.

Verástegui cuenta que nació en Tamaulipas, al norte de México, y aprendió a nadar en un río con su perro fiel. Cuenta que era feliz y luego se alejó de la felicidad. Cuenta que se mudó a la capital desafiando a sus padres, porque ellos querían que fuera abogado y él quería ser actor, y cuenta que, tras haber alcanzado el éxito y ser víctima de asaltos, decidió migrar como cualquier hijo de vecino en busca del sueño americano. Cuenta que cuando llegó a Estados Unidos no hablaba inglés, pero una maestra —que nadie conoce, pero eso no importa, cuenta— le enseñó el idioma y un buen día le preguntó: “¿Cuál es el propósito de tu vida?”.

Y así, cuenta, dejó de quejarse sin proponer soluciones, de ver a las mujeres como objetos sexuales e hizo una promesa a sus padres: jamás volveré a trabajar en ningún proyecto que afecte mi fe, mi familia o mi país.

Para no estar desempleado, cuenta, fundó una productora que financia proyectos acordes a sus valores —destacan dos filmes provida y uno que denuncia el tráfico de menores— y asegura que su experiencia le basta para gobernar: un productor contrata al mejor equipo y un político hace lo mismo.

“Un presidente no está obligado a saberlo todo, pero sí está obligado a reunir a los mejores en cada área”, dijo en un mitin reciente.

El populismo, explica Fonseca, es una religión política. Se vincula al ejercicio de la fe y su operación es carismática.

“Hay un relato, rituales y liturgia para una comunidad moralmente construida alrededor de la idea de que el caudillo es un redentor comprometido con el rescate del alma de la nación de las manos de sus enemigos”.

En los mítines de Verástegui, los aplausos ahogan sus discursos, decenas de mujeres le toman fotos sin parar y lo interrumpen con gritos de: “¡Verás que sí!”.

“Me gusta cómo pudo renunciar a ciertas cosas que sus convicciones le indicaban; cómo pudo persistir en su lucha y ver de qué manera podía contribuir a México”, dice Marisol Hernández, de 24 años.

“Él mismo dice ‘no soy un santo, me he equivocado’, pero reconoce que Dios ha actuado en su vida y eso es lo más fundamental”.

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AP FOTO: Eduardo Verdugo

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Música, disfraces y el gozo de recordar a los difuntos: bienvenidos a las «muerteadas» mexicanas

Originalmente publicado en The Associated Press, noviembre de 2023 (link aquí)

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SAN AGUSTÍN ETLA, MÉXICO (AP) – Daniel Dávila pega saltitos para meterse en su papel y repetir su parlamento: “Yo soy el diablo chiquito, pariente de Satanás. Si con mi padre no te fuiste, ¡conmigo sí te irás!”.

El mexicano de San Agustín Etla dice que quiso ser diablo desde que cumplió 12 y participó en sus primeras “muerteadas”. En el estado de Oaxaca, donde vive, las comunidades celebran estas festividades de Día de Muertos desde niños y continúan emocionándoles por el resto de su vida.

Los detalles de cada muerteada varían de un pueblo a otro, pero la mayoría inicia con una visita a la iglesia local, donde los músicos tocan sus primeras piezas y los participantes piden la bendición a sus santos. Después inicia una puesta en escena y le sigue una procesión llena de bailes, brindis y visitas a las casas vecinas.

Daniel, que ahora tiene 33, confeccionó su disfraz de diablo semanas antes de la muerteada del 1 de noviembre. No recuerda cuántos cascabeles cosió a la tela roja, pero cuando se mueve con el traje puesto, parece una sonaja. Sus brincos no carecen de esfuerzo: entre pantalón y chaleco, su traje pesa unos 30 kilos.

“Me gusta el diablo por la forma en que se baila, brincando, y por el sonido”, dice.

En la puesta en escena, el humor nunca falta. La trama es la siguiente: tras la muerte de su marido, una mujer acude a su padre –un hacendado—- para pedirle que le ayude a revivirlo. El viejo manda traer a varios personajes, como un sacerdote y un doctor, pero todos fracasan. Quien lo resucita es el espiritista y por eso algunos dicen que las muerteadas festejan el triunfo de la vida sobre la muerte. 

“Nosotros tenemos la creencia de que nos vienen a visitar nuestros difuntos y ésta es una manera de recordarlos en vida”, explica Daniel, cuyo personaje juguetón se dedica a jalar los pies al muerto. “No sólo es ir a bailar, saltar y emborracharse”.

De acuerdo con Víctor Cata, secretario de Cultura de Oaxaca, las primeras muerteadas fueron procesiones en las que las familias se ponían máscaras de jaguar. En tiempos prehispánicos, la gente temía que no brotara el sol y se extinguiera la vida. Se pensaba que con el fin del mundo habría mujeres que se convertirían en monstruos y devorarían a los humanos. En consecuencia, los pobladores se ocultaban bajo sus máscaras y pasaban la noche en vela.

“San Agustín Etla es una comunidad de orígenes zapotecos”, dice el secretario. “Pero las culturas viven y obedecen a sus tiempos. El culto a sus muertos ha ido cambiando y por eso ahora vemos una fiesta donde hay mucha alegría”.

Las muerteadas tienen un guion de base para algunos personajes como el de Daniel, pero la mayoría de los actores improvisa. Sus líneas se declaman en verso y se aprovecha la ocasión para ventilar chismes locales y burlarse de los políticos. Algunos se incomodan o molestan, dice Daniel, pero la mayoría pasa un buen rato.  

Efraín García es otro oaxaqueño que pasó años disfrazándose de diablo, pero para estas muerteadas decidió ser espiritista. Desde su casa en el pueblo de San José Etla, dedicó una semana a pegar casi 900 espejos a la capa de su traje. Y, aunque sabe que moverse con esos 35 kilos de disfraz sobre la espalda será exhaustivo, está contento con el resultado.

El hombre de 57 dice que el gusto por las muerteadas se hereda. Sus hijos confeccionan trajes como él —incluso para ponerlos a la venta— y sobre una percha de su patio cuelga el disfraz de diablo de su nieta, un traje morado y diminuto con pocos cascabeles para que la pequeña pueda bailar sin esfuerzo.

“Esta fiesta la celebramos porque a nuestros difuntos les gustaba”, dice Efraín. 

Los organizadores del evento también se preparan con mucha anticipación. Horacio Dávila, primo de Daniel y uno de los encargados de la seguridad de las muerteadas, cuenta que la banda musical se agenda con un año de antelación. 

Las muerteadas no son baratas, explica. Los pobladores de algunas comunidades deben pagar una cuota para participar en la puesta en escena y se espera que los vecinos contribuyan con el pago de la banda. Los disfraces son aparte. Uno de diablo o espiritista, como los de Daniel y Efraín, puede costar hasta 15.000 pesos (unos 800 dólares).

La gente paga con gusto porque las muerteadas forman parte de nuestra identidad, asegura Horacio, y para muchos como él es la época más esperada del año.

“A los mexicanos algunas cosas nos duelen, pero luego las agarramos con risa, con burla”, dice. “Cuando yo me muera, no quiero que me lloren. Quiero que estén cantando, que traigan la música y se pongan a bailar”.

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AP Foto: María Alférez

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Narcissus Quagliata, el maestro italiano que pinta con luz

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2023 (link aquí)

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VALLE DE BRAVO, México (AP) – Narcissus Quagliata no pinta con óleo, sino con vidrio. 

Apoya una mano sobre una mesa blanca y con la otra espolvorea partículas que parecen confeti de cristal. Para el vitralista italiano que desde 1995 vive en México, el arte más poderoso nace de la luz.

“La luz, con el vidrio, te mueve hasta el fondo, como cuando uno ve un vitral en una iglesia y tiene la luz precisa”, dice el artista de 81 años.

El maestro no es maestro porque lleve más de medio siglo creando vitrales por encargo. O sí, pero no sólo. Su legado más preciado es una técnica que permite amalgamar colores en un mismo panel.

Los alcances de su invento, el vitral de vidrio de fusión, pueden verse en “Holy Frit”, un documental que se estrena en noviembre en Estados Unidos. El filme viaja hasta 2015 y retrata cómo Narcissus le salvó el pellejo a Tim Carey, un colega que se vio en el aprieto de la doncella que debía convertir la paja en oro.

—¿Hola? ¿Tim? Dime algo: ¿Cuál es el vitral más grande que podrías hacer? —le dijo el arquitecto a cargo de un nuevo templo metodista en Kansas.

El artista mordió el anzuelo y así empezó el proyecto más ambicioso de su carrera: 161 paneles que, al juntarse, formarían un vitral de 30 metros de largo. 

Tim no sólo se mordía las uñas por el tamaño de la obra, sino por su contenido. Aceptar el proyecto implicaba ponerse al servicio del Señor.

El pastor Adam Hamilton, fundador de la congregación cristiana que hizo el encargo, dijo en “Holy Frit” que visualizaba el vitral como un medio a través del cual se expresaría la gracia de Dios para decir a sus hijos: “Aquí estoy”.

Tim realizó 76 bocetos antes de obtener su visto bueno. En el diseño final, Cristo está en el centro y a su alrededor conviven motivos tan diversos como el Espíritu Santo y Martin Luther King.

Lo que Tim ocultó al pastor es que su bosquejo combinaba más de un color en una misma hoja de vidrio y en el vitralismo tradicional esa hazaña era un sueño guajiro.

Atemorizado, hizo lo que le dictó la tripa: llamó a Narcissus y le dijo: “¿podrías venir?”.

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Piensa en la última vez que pisaste una catedral y la luz te hizo girar la cabeza hacia un vitral.

El origen del vidrio es muy antiguo, pero el vitralismo se popularizó en los templos románicos hace unos mil años. En palabras simples, los vitrales son piezas compuestas por hojas de vidrio que se ensamblan con varillas de plomo.

La técnica para colorear vitrales ha sido variable, pero por siglos mantuvo una limitación: un color por lámina y no más. ¿Y eso cómo se ve? Imagina una mariposa cuyas alas son azules, verdes y amarillas. ¿Cuántas placas de vidrio tendrá? Seis (o tres por lado). Dos azules, dos verdes, y dos amarillas. Todas unidas por plomo.

Para fusionar más de un color por lámina, algunos vitralistas intentaron fundir vidrios de distintos tonos, pero la química los venció. Dado que cada color posee distintos minerales y éstos determinan su temperatura de enfriamiento, puede que una placa con azul y rojo se funda en el horno pero luego se quebrará.

En la mezcla se da un combate de colores, explica Narcissus. Uno quiere expandirse, el otro contraerse y ¡crack!

A finales de los años 70, una proveedora de vidrio estadounidense llamada Bullseye retó la ciencia. Su logro fue el vidrio de fusión, o ese confeti cristalino que Narcissus espolvorea como un pastelero sobre vidrieras que, una vez expuestas a 800ºC durante 18 horas, formarán figuras.

“Eso quiere decir que puedes crear una imagen en vidrio sin plomo”, explica. “Puedes meter al horno una hoja del tamaño de un libro, ponerle 80 colores ¡y no se truena!”.

Entre la invención del vidrio de fusión y la llamada de Tim pasaron décadas, pero cuando Narcissus emprendió el viaje para ayudarlo a crear la “Ventana de la Resurrección”, el maestro iba contento y seguro: había pasado los últimos 40 años perfeccionando el arte de pintar con vidrio.

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Narcissus es como el Steven Spielberg de los vitrales, dice Tim en “Holy Frit”.

Trabajar codo a codo con un genio tiene su precio. Primero Narcissus le sugirió modificar el diseño. Luego, cuando sacaron su primer panel del horno —una pieza en verde que retrata a Noé— le dijo que no le convencían los colores. Y, durante una noche en que sentían que los devoraba el tiempo, le aconsejó cortar la comunicación con su familia y mudarse a su estudio.

—Si apesta, apesta. Es sólo una obra de arte —balbuceó Tim.

—Si apesta, toda la gente de una comunidad verá algo que hiciste, así que es tu responsabilidad que eso no suceda —respondió serio su sensei.

Aunque no lo confesó, él también tenía algo que perder. Podría ser el Yoda de los vitrales, pero hasta ese momento Narcissus nunca había empleado su técnica de fusión en 161 paneles de 1,2 x 1,5 metros para retratar 90 figuras.

A sus 73 años, aún le quedaban monstruos por domar.

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El maestro es lo que se esperaría de un artista que nació en Roma a mediados de la guerra. La melena blanca. Los lentes de pasta. El acento que patina sobre su español perfecto.

Antes de mudarse a México, pasó tres décadas en Estados Unidos. A los 19 dejó Roma rumbo a Nápoles y de ahí viajó en barco a Nueva York.

Sólo pasó un mes en la Gran Manzana, pero la casualidad lo arrojó al espacio que marcaría el rumbo de su vida: una exposición en la que el Museo de Arte Moderno presentaba vitrales de Marc Chagall.

“Había uno o dos vitrales por sala, iluminados desde atrás artificialmente”, cuenta mientras mueve las manos como director de orquesta. “Eran bellísimos, bellísimos, bellísimos”.

“Me acuerdo de quedarme muy emocionado y con el síngulo (único) pensamiento de que, si yo comparaba las pinturas de Chagall con los vitrales, los vitrales eran mucho más fuertes. ¿Y por qué? ¡Por el vidrio!”.

Al poco tiempo se mudó a California, donde estudió Bellas Artes y empezó a encontrarse a Janis Joplin en las fiestas, pero la impresión de las vidrieras siguió latente en él.

Aunque para entonces quería pintar como Matisse o Picasso, cuando surgió el Movimiento Arts and Crafts —y se difuminó la línea entre lo artesanal y lo artístico— recordó la fuerza del vitral.

Eran finales de los años 60 y aquel Narcissus en sus 20’s pensaba: lo que podría hacer con vidrio rojo, con vidrio azul. Wow.

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Narcissus Quagliata y Tim Carey pintan de pie frente a una mesa blanca. Apoyan una mano sobre ella y con la otra espolvorean trocitos de vidrio de color.

“La diferencia entre pintar y trabajar con vidrio es que lo que nosotros hacemos pasa por un volcán”, dice Narcissus en “Holy Frit”.

“No se me ocurre otra forma de arte que tarde un día en revelarse a sí misma”, sigue Tim, en referencia a las horas que el fuego tarda en fundir el vidrio y soplar vida en la obra.

En la “Ventana de la Resurrección”, la piel de Cristo es amarilla. Tiene retazos rojos. Su mirada mezcla naranja, rosa y morado. Es irreal y, a la vez, real.

“El vidrio de fusión es espontáneo. Despierta un sentimiento genuino que es raro en la pintura religiosa, que siempre hace clichés”, dice el maestro.

Cuando los primeros feligreses vieron el rostro divino colgado en su templo, lloraron. Lo fotografiaron con sus teléfonos. Cada uno de ellos donó lo que pudo para reunir los 3,4 millones de dólares que costó el vitral.

Un puñado se acercó a Narcissus y él, sonriente, dijo: es la técnica que inventé.

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En más de seis décadas ha hecho de todo. Vitrales para residencias, oficinas y templos. Obras arquitectónicas y artísticas. Sus vidrieras destellan lo mismo en Italia que en Taiwán.

En México armó las piezas de un domo romano que Miguel Ángel reconstruyó y hoy puede visitarse en la Basílica de Santa María degli Angeli, en Italia. En Alemania completó la tarea más titánica de todas: un domo con 1.152 paneles y 30 metros de diámetro que le tomó más de cinco años de desvelo y fue inaugurado por el presidente taiwanés.

Hoy piensa que lo más particular de su trabajado ha sido la perspectiva de su obra: el vidrio visto desde los ojos de un pintor. “Mi carrera está definida por tres cosas: una es la luz, la otra es el amor por la figura —muy bella o muy distorsionada— y la obra que tiene algo de social”.

En general no le cuesta despedirse de sus obras pero concluir el domo de Taiwán fue distinto. “Cuando terminé, regresé aquí y me deprimí varios meses. Fue más que una tristeza, fue como haber ganado las olimpiadas y después correr una carrera local”.

Salió adelante tras responderse una pregunta: ¿Cuándo fui más feliz como artista? Y entonces recordó: era joven y a duras penas juntaba la renta pero la energía y la esperanza que sentía fue suficiente para renunciar a la pintura y volcarse por completo al vidrio.

“Y entonces me dije: ¿por qué no hacer lo mismo? En vez de pensar todo lo que has hecho en el pasado, piensa lo que quieres hacer en el futuro y hazlo con el mismo espíritu de aventura que tenías cuando eras joven”.

Así aprendió a dar clases remotas, encarar la tecnología y —con ayuda de su hija, quien es artista de video experimental— preparar una masterclass.  

También amplió su estudio. Ahora, dice, tiene más de 80 años y ya no le gusta viajar pero le ilusiona recibir a estudiantes que deseen aprender a pintar con luz.

“En vez de salir al mundo a enseñar, quiero que el mundo venga a mí”.

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AP Foto: Ginnette Riquelme

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Mexicanos de Oaxaca iluminan con velas y altares el camino para reencontrarse con sus muertos

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2023 (link aquí)

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SANTA MARÍA ATZOMPA, MÉXICOA (AP) – Las manos de Ana Martínez se mueven con calma, como si danzaran a través del altar que construye flor a flor, vela por vela, para honrar a sus muertos.

Desde la terraza de su taller de cerámica en Santa María de Atzompa, en el estado de Oaxaca, la mexicana de 41 años continúa una tradición legada por sus antepasados. Cada 31 de octubre inicia su día montando este espacio y continúa por la noche, cuando acude al panteón para poner velas que iluminen el camino de sus difuntos.

Miles de mexicanos esperan la temporada anual de Día de Muertos porque, según sus creencias, los seres queridos que se han ido vuelven unas horas a compartir alimentos y dicha con ellos.

“Atzompa es un pueblo muy ancestral, guardamos la cultura de nuestros ancestros y por eso elaboramos nuestro altar”, dice Ana.

Primero son las flores. La oaxaqueña toma ramitos de cempasúchil que teje alrededor de un arco que se alza sobre los tres pisos de su ofrenda.

“Para nosotros ese arco significa el portal para que ellos (los difuntos) puedan llegar hasta nuestra casa”, explica. “También ponemos un caminito de flores hasta la puerta porque es una señal de que son bienvenidos”.

Después sigue el copal, un incienso compuesto de resinas que al encenderse desprende un aroma que, según se piensa, guía a los muertos hacia su hogar. Luego dispone alimentos como manzanas, maní y dulces de azúcar.

Cerca del pan de yema —un bollo del tamaño de un plato que tiene una figurita humana en el centro—, Ana coloca un cuenco redondo y especial: los chocolates que a su abuela le gustaba comer.

“Ella fue como mi madre, entonces todo lo que voy a ofrecer es esperando que ella pueda acompañarme en el altar”.

Para los oaxaqueños como Ana, en esta fecha no se honra a la muerte sino a los antepasados, explica el secretario de cultura estatal, Víctor Cata. “Es un culto a nuestros seres queridos, con quienes vivimos un tiempo y compartimos un techo, una casa, una comida; que fueron de carne y hueso al igual que nosotros”.

Las tradiciones de Atzompa se aprenden desde la niñez y se transmiten de padres a hijos. En el hogar de Ana, su pequeña de ocho años pregunta emocionada si puede ayudar a acomodar la fruta del altar y su madre le asigna otra tarea importante: cuidar que las velas se mantengan encendidas por la tarde para que sus difuntos no pierdan el camino.

El valor de los cirios es trascendental en esta comunidad en la que el cementerio local se cubre de fuego sobre las tumbas con la partida del sol. Siguiendo esta tradición, localmente conocida como “vela” o “alumbramiento”, decenas de familias pasan la noche junto a sus difuntos.

“Ellos van a venir a nuestras casas con esa luz que les vamos a ir a poner toda la noche”, dice Ana.

Algunos oaxaqueños llegan al panteón desde temprano. María Martínez, de 58 años, empezó a colocar flores de cempasúchil sobre las tumbas de sus suegros y su marido desde el mediodía. “Yo sí siento que hoy regresan pero creo que están con uno diario, no sólo en esta fecha”, dice.

Cuenta que su marido falleció hace tres años y todos los días extraña aquel tiempo en el que estaban juntos. “A él le gusta el mole y el caldo de res. Todo se lo preparo”.

A sólo unos pasos está Juan Manuel Gutiérrez, quien visita la tumba que en 2011 cavó para su papá. Él llegó temprano para colocar algunas flores y velas, pero sus siete hermanos vendrán más tarde hasta cubrir la tierra, dice el oaxaqueño de 49.

Las tradiciones que los distintos pueblos oaxaqueños preservan para recordar a sus muertos varían porque en el estado conviven 16 grupos indígenas y el pueblo afro, pero según el secretario Cata se comparte una noción relacionada con la tierra.

“En octubre y noviembre es la época de sequía, donde la tierra va languideciendo”, explica. “Pero es algo que vuelve a nacer, entonces hay este pensamiento de que los muertos vuelven, que están aquí con nosotros en nuestros altares, donde colocamos todo lo que les gustó”.

Felipe Juárez suelta una carcajada cuando recuerda el rincón del altar que puso en honor a su hermano. A él le gustaba el mezcalito y la cervecita, dice, así que le dejó unas botellas antes de salir al panteón.

“Son ocho tumbas que vengo a visitar. La de mi papá, mi mamá y de mis hermanos. Todos mis hermanos ya se fueron”, dice el oaxaqueño de 67 años.

Él y su familia pasarán la noche en el cementerio, con buen ánimo y platos típicos —mole y tamales— esperando en casa para desayunar cuando vuelvan a las seis de la mañana. No será una vigilia triste, sino feliz, dice Felipe.

“El día que nosotros vayamos a morir, vamos a encontrarnos con ellos, vamos a llegar a ese lugar a donde ellos han llegado a descansar”.

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AP Foto: María Alférez

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

La violencia los obligó a migrar; ahora su fe mantiene viva la esperanza de llegar a EEUU

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2023 (link aquí)

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TIJUANA, México (AP) – Noche tras noche, hincada frente a su casa en el centro de México, Érika Hernández pasó seis semanas hablando con Dios.

“No permitas que mi hijo se vuelva un criminal”, rezó con las palmas unidas frente al pecho. “No quiero que se convierta en asesino”.

Érika temía que su hijo fuera víctima de reclutamiento forzado. La paciencia de la Familia Michoacana, cártel de las drogas que intentó persuadirlo de participar en uno de sus negocios en el Estado de México, se agotó rápidamente. De ahí el secuestro, la venganza y el terror.

“Le pedía mucho a Dios. Lloraba y me metía en ayuno. Mi fe era muy grande”, recuerda la mexicana de 46 años.

Por fortuna, Dios la escuchó. Su hijo escapó a fines de junio y, para evitar que la ira del narco masacrara a su familia, Érika y diez de sus seres más queridos decidieron migrar.

“Nosotros nunca habíamos pensado irnos a Estados Unidos”, asegura. Su familia tenía una buena vida. Eran dueños de terrenos, huertos de aguacate, vehículos y muchos animales. “Pero siempre le digo a mis hijos: vale más la vida de uno que todos los bienes del mundo”.

En su camino hacia Estados Unidos cruzaron cerros y carreteras. Treparon a buses y taxis. Tres meses después de iniciado el trayecto, a finales de septiembre, tocaron la puerta del albergue Movimiento Juventud en Tijuana, en la frontera mexicana con Estados Unidos, y ahora esperan una oportunidad para hacerse de un hogar seguro.

Érika y su familia se suman a los 10.000 migrantes que diariamente llegan hasta los límites de México y su vecino del norte, dijo hace poco el presidente Andrés Manuel López Obrador. Poco antes, la mayor empresa ferroviaria del país anunció la suspensión de las operaciones de sus trenes debido a que las aglomeraciones de migrantes sobre sus vagones provocaron accidentes.

Las poblaciones de los albergues de las ciudades fronterizas mexicanas suelen estar encabezadas por venezolanos, haitianos y centroamericanos, pero en algunos refugios de Tijuana el flujo de mexicanos ha incrementado. La mayoría, como Érika, migra para escapar de la violencia, la extorsión y las amenazas del narco.

Por eso, para muchos, la fe es vital. No la llevan en rosarios, sino en el pecho. En la oración silenciosa de su propia intimidad. 

José Guadalupe Torres acudió a Dios tan pronto dejó su casa en Guanajuato, otro estado del centro de México. Sus motivos fueron similares a los de Érika: un cártel de las drogas amenazó con destrozar a su familia.

“Unos nos fuimos para un lado y otros para el otro”, cuenta el hombre de 62. “Pero Dios está con todos nosotros en donde sea”. 

Ahora, dice como si intentara que sus palabras no se ahogaran en su tristeza, reza para que el gobierno de Estados Unidos le dé una cita que le permita ingresar de manera legal.

El gobierno de Joe Biden estableció este año que todo migrante que desee entrar a Estados Unidos debe iniciar un trámite a través de una aplicación que le ha dado varios dolores de cabeza a los migrantes y a quienes los asesoran. Por lo mismo, miles se arriesgan a cruzar sin autorización.

“Éste es un tiempo preciso para predicarles la palabra de Dios”, dice el pastor evangélico Albert Rivera, quien ofrece un techo y guía espiritual a los casi 400 migrantes que acoge en Ágape, un refugio cercano.

Muchas personas llegan deprimidas, dice el pastor. Vieron morir a un hijo, sufrieron el secuestro de un familiar o perdieron todo para pagar la cuota que pidió algún criminal de su pueblo.

“Hemos tenido mujeres que sus esposos son sicarios y los enemigos de sus esposos les cayeron a balazos a su casa diciendo que van a matarlas a ellas y a sus hijos”, cuenta el pastor.

Por eso, la fe ha cobijado a varios migrantes refugiados en Ágape. Mariana Flores, quien huyó de Guerrero con su marido y su hijo de 3 años luego de que el crimen organizado secuestrara temporalmente a su pareja, cuenta que ya era creyente pero en Ágape renovó su espiritualidad. 

“De repente estamos tristes y no se siente uno bien, pero cuando hay días de culto se nos olvida un poquito y nos ayuda a seguir echándole ganas”, dice la mexicana de 25 años.

Miguel Rayo, un hombre de 47 que migró desde el mismo estado del centro de México, dice que dejó su casa prácticamente con las manos vacías pero guarda una Biblia digital en su teléfono. “La leo cuando estoy resfriado, cuando lo necesito. Queremos regenerarnos, acercarnos a Dios”.

Ágape recibe a migrantes de cualquier fe o ideología, pero se les invita a los servicios de los miércoles, viernes y domingos. También se ora en los dormitorios varios días por semana y los mismos migrantes se encargan de organizar el rezo.

A pocos kilómetros de ahí, Casa del Migrante también ofrece cobijo espiritual. Fundado por la congregación católica de los misioneros scalabrinianos en 1987, es un albergue que provee un techo temporal, asesoría jurídica y mentoría para que los migrantes consigan trabajo y escuelas para sus hijos.

Cada miércoles, durante la misa semanal que ofrece el padre Pat Murphy, los migrantes pueden participar compartiendo sus vivencias y preocupaciones. “Es una misa muy bonita, un tiempo de compartir”, dice Alma Ramírez, quien llegó como voluntaria hace un año y recientemente se integró como trabajadora de tiempo completo.

El albergue solía recibir únicamente a hombres deportados de Estados Unidos, pero desde que incrementó el flujo migratorio en 2019 empezó a acoger a familias enteras y miembros de la comunidad LGBT.

“Tenemos personas desplazadas internas, mexicanos que tienen que salir de estados del sur y del centro por situaciones de violencia, principalmente del narcotráfico”, agrega la trabajadora.

Para muchos de ellos, la imagen que cuelga de una pared del patio principal brinda esperanza: una representación de la Virgen de Guadalupe.

 “Hay personas que llegan a la puerta y, cuando les decimos que sí pueden ingresar, nos dicen: ’Desde que llegué y vi a la Virgen, supe que todo estaría bien’”, cuenta Alma.

Tanto en Casa del Migrante como Ágape, algunos piden al padre Pat y al pastor Albert que los bautice y muchos más solicitan que acompañen sus rezos. Temen por sus familias, por lo que dejaron atrás y por lo que les espera durante el viaje que esperan continuar rumbo a Estados Unidos.

“Ábreme las puertas, Señor, para que pueda cruzar”, es la oración que les sugiere el pastor.

“Imagina la experiencia de fe”, dice el religioso. “Llegas a un lugar sintiéndote quebrantado, pero entonces ruegas a Dios, llenas tu aplicación, te dan cita y llegas a Estados Unidos”.

“Eso nunca lo van a olvidar”.

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AP Foto: Karen Castañeda

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

El acceso al aborto dio un paso más en México, ¿qué sigue para las activistas?

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2023 (link aquí)

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Son las ocho de la noche de un domingo y Crystal P. Lira no atiende los mensajes. Su atención está puesta en la mujer que acudió a su organización pidiendo un espacio seguro para abortar.

Crystal le ofreció las oficinas de su Colectiva Bloodys y Projects en Tijuana, donde un muro traza el límite entre este país de tránsito migrante y Estados Unidos.

Sería fácil pensar que el trabajo de las activistas que apoyan el derecho a decidir consiste en entregar pastillas abortivas, pero ellas no son doctoras ni farmacias, sino acompañantes. ¿Y eso qué significa? 

“Se habla mucho de poner el cuerpo”, dice Crystal. Brindar presencia física o virtual, dedicar su tiempo sin cobrar sueldo alguno y poner las fortalezas propias a disposición de otras mujeres. 

Las acompañantes trabajan más o menos así: vía redes sociales o WhatsApp, reciben las solicitudes de mujeres que quieren abortar. Los motivos varían. Falta de información sobre la posibilidad de interrumpir el embarazo en casa, escasez de recursos, estigmatización en clínicas, temor, soledad. Y ahí el acompañamiento. Cuéntame, te escucho, hagamos tu protocolo de salud, dime a dónde te llevo las pastillas, avísame a qué hora llegas para abortar aquí.

Una resolución de la Suprema Corte de Justicia allanó en septiembre el camino a la despenalización en México, pero el aborto no se volvió accesible de un día para otro. Aunque la decisión implica que el Congreso deberá derogar las normas que lo criminalizan en el Código Penal Federal, no modifica las legislaciones estatales ni elimina el estigma social.

En 11 de 32 entidades donde ya es legal, activistas suelen denunciar que la ley no alcanza para remediar la falta de insumos, capacitación en clínicas ni el hostigamiento a las solicitantes. Por eso el trabajo sigue. Al igual que otras organizaciones, Bloodys traza una hoja de ruta y Crystal apunta a despertar un empoderamiento que trascienda fronteras. 

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El acompañamiento que ofrece Bloodys implica corresponsabilidad, dice Crystal. “Hacemos lo posible dentro de nuestro contexto social, legal, cultural y económico, pero también hacemos énfasis en que las mujeres se apropien de la información”.

Su oficina posee un banco de medicamentos y kits con toallas sanitarias, tés e ibuprofeno, pero lo más valioso son los panfletos que reparten en actos públicos y sintetizan lo que hay que saber antes de abortar.

En 2012, cuatro años antes de que fundara Bloodys, Crystal enfrentó un embarazo no deseado. “No sabía qué hacer, dónde buscar ni qué pensar”, recuerda. “Como varias compañeras, me dije ‘esto no me va a pasar’ y cuando me pasó no lo podía creer”.

Por recomendación de una amiga y su cercanía con la frontera, Crystal acudió a una clínica de Planned Parenthood en San Diego y regresó a Tijuana con un frasco de pastillas que jamás había visto y una deuda de 600 dólares que le permitió costear su aborto.

Con el tiempo se volvió consciente de cuántas mujeres pasan el mismo trago amargo. “Me causaba conflicto y preocupación que unas pudiéramos acceder y otras no”.

En 2015, tras ver un documental sobre aborto promovido por Las Libres –red pionera del acompañamiento en México– Crystal buscó a su fundadora, Verónica Cruz, y en 2016 recibió capacitación junto a otras acompañantes en la cocina de su casa.

“Para tomar conciencia y formar una red de aborto me tuve que cuestionar por qué llegué hasta aquí, por qué lo viví así y cómo lo pude haber vivido distinto”, dice. “Todas las mujeres, así como tenemos derecho a un aborto seguro, tenemos derecho a cuestionarnos cómo puede ser distinto para otras”.

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Lo más fácil de aprender fue el protocolo, dice Crystal. Toma tal pastilla, espera tantas horas, ingiere otra. No olvides esto y aquello. Cuídate así y así.

“Lo más difícil fue el piso político, la perspectiva de abortar desde el derecho y la libertad. No quedarnos calladas, no aportar a la clandestinidad”.

Un país con 32 estados implica que las acompañantes actúan de 32 maneras particulares. Hay lineamientos generales, claro, pero las activistas capitalinas tienen retos distintos al de las oaxaqueñas o chiapanecas, donde las comunidades indígenas abundan, y éstas se diferencian de las guerrerenses o las tamaulipecas, donde el crimen organizado oprime.

¿Qué vuelve único a Tijuana? La frontera. Se calcula que este año habrá más de 500.000 personas movilizadas desde Colombia a través de la selva del Darién para cruzar América Central y México hasta alcanzar este punto que conecta con Estados Unidos.

Venezolanos, salvadoreños, haitianos y mexicanos –que se desplazan por la violencia derivada del narcotráfico– son algunos nacionales que migran en trenes, autobuses y a pie. Miles son víctimas de robo, trata de personas y abuso sexual.

“Estamos viendo a mujeres que sufren muchas violencias en su recorrido para Estados Unidos”, dice Crystal. “Es algo que en otros estados no se ve”.

Algunas migrantes que desean interrumpir su embarazo las contactan directamente y otras son canalizadas a través de albergues o parteras. “Gracias a esa comunicación nos hemos dado cuenta de la necesidad de apoyo hacia esas mujeres porque hay veces que no cruzan solo una frontera, sino varias, y en ese cruce se viven violencias, sobre todo sexuales, y tienen que vivir abortos”, explica Minerva, otra integrante de Bloodys que pidió reservar su apellido por motivos de seguridad.

Es difícil que una migrante acceda a información, medicamentos y un espacio seguro para abortar, dice Crystal. “Están en albergues, en campamentos o casas donde viven con muchas otras personas. Entonces, al no ser el contexto ideal para hacerlo, nos toca acompañarlas aquí”.

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No todos los mexicanos celebran el posicionamiento de la Corte y quienes rechazan el aborto también han tomado acciones. 

Tras la resolución, el actor Eduardo Verástegui se registró como aspirante presidencial para los comicios de 2024 y su campaña repite “sí a la vida, no al aborto”. Sin mencionarlo por nombre, el cardenal Carlos Aguiar Retes llamó a votar por él y cuenta con el respaldo de ciudadanos católicos y otros grupos que han presentado firmas ante congresos locales rechazando la despenalización.

“Lo que está haciendo la Corte es activismo judicial”, dice Rodrigo Iván Cortés, presidente del Frente Nacional por la Familia. “Utilizar las instancias judiciales para decir ideología”. 

En reacción a la resolución, organizaciones afines al Frente encabezaron una protesta en días recientes. “Estamos marchando a favor de la mujer y de la vida porque es una relación consustancial”, agrega.

A todo movimiento progresista sigue un revés de grupos que se organizan en contra, dice Sofia Aguiar, abogada en GIRE, organización que presentó el amparo y motivó la respuesta de la Corte. “Lo vimos en Estados Unidos (con el retroceso de Roe vs Wade) y en movimientos progresistas en Europa y América Latina”. 

Por eso GIRE y otras organizaciones se dicen listas para defender lo ganado y ampliar su alcance en salud reproductiva. No sólo pelear por el aborto, sino para combatir la violencia obstétrica, la muerte materna y la anticoncepción forzada.

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Mientras las leyes avanzan, Crystal y otras activistas de Tijuana se han aliado para promover una idea: “conoce tu cuerpo y decide qué quieres para él”.

Con ello esperan difundir qué opciones hay para quienes pueden abortar en entornos legales –clínicas privadas, hospitales públicos, espacios de acompañamiento o el hogar propio— y los alcances de la autonomía: decidir quién te va a acompañar, cuánto quieres invertir y quién lo va a saber.

“Ni las mismas acompañantes nos tendríamos que enterar”, dice Crystal. “Hemos recibido mensajes de mujeres que nos dicen ‘lo hice con su información, muchas gracias, sigan así’”.

La próxima apuesta de Bloodys es migrar sus estrategias a Estados Unidos en complicidad con una compañera que se mudó a San Diego. El plan incluye replicar protestas, facilitar el medicamento –que allá requiere receta– y comunicar que abortar en casa es posible y seguro.

Otro plan a corto plazo es apoyar a la mujer desde diversas posiciones. En colaboración con el Frente Nacional contra Deudores Alimentarios de Baja California acompañan a madres que reclaman manutención a padres que no se responsabilizan de sus hijos y con Espacio Mujer Lunar ofrecerán talleres sobre salud menstrual en albergues para migrantes.

“Hablar de aborto es importante, pero una forma de que las mujeres se apropien de sus decisiones, su vida y sus cuerpos es apropiarse de esos otros procesos”, dice Crystal. 

Su aliada será Mónica Rosas, fundadora del colectivo que difunde cómo el ciclo menstrual es un signo vital de salud y reconocimiento de fertilidad. “Creamos un espacio de acompañamiento sobre el autoconocimiento en tribu”, cuenta Mónica. 

Su primer acercamiento a migrantes —con las que abordó cómo la violencia, el estrés, la alimentación y la falta de descanso afectan el cuerpo– ocurrió a finales de septiembre por invitación de ACNUR. El segundo será a mediados de octubre en compañía de Bloodys y, por paradójico que parezca, se realizará en un albergue con afiliación religiosa que atiende a unas 1.700 personas.

El programa incluye la alfabetización corporal –-nombrar la anatomía del cuerpo libre de tabúes–, describir las fases del ciclo menstrual, una danza y cantos que aborden otras perspectivas sobre el ser mujer.

“Nos encantaría que estas mujeres que están de paso, esperando una oportunidad para cruzar, ser llevaran esta información”, dice Crystal. “Que nuestras cuerpas (sí, en femenino) son poderosas y si las conocemos nos pueden ayudar a llegar a nuestra propia identidad, a darnos nuestro propio valor”.

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AP Foto: Karen Castañeda

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Entre alpacas, hilos y telares, artesanas aymaras conservan la sabiduría de sus ancestros

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2023 (link aquí)

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COLCHANE, Chile (AP) – Ahí donde el sol abrasa y la altitud oprime el pecho, Teófila Challapa aprendió a telar.

No a tejer, a telar. A mirar la lana blanca de una alpaca y cerrar los ojos para escuchar a la Madre Tierra. ¿Qué —de entre todo lo que ofrece la Pachamama— podría esbozar en un textil?

Patitas de camélidos. Un cerro. La comunión de pasto y arena que parcha el Desierto de Atacama. La vida a 3.500 metros sobre el nivel del mar.

Ahí donde se acaba Chile y empieza Bolivia, Teófila Challapa —59, el rostro redondo de una aymara, pelo negro como ala de cuervo— recibió su primera lección ancestral.

“Hila, niña”, se escuchó en voz de su abuela.

Esto es, usar la punta de los dedos para convertir la lana en hebras finas que luego se trenzan —o “tuercen”, dice Teófila Challapa— para generar madejas y con ellas textiles. 

“Teníamos que aprender a hilar por obligación, porque no había ropa en esos tiempos ni dinero. Había que vestirnos con las propias manos”.

Junto a ella, tres llamas mascan pasto seco en su casita de Cariquima, un pueblo árido del norte chileno donde parece que lo único que hace ruido es el viento.

Si uno platica más de una vez con ella, la edad varía. A veces cuenta que hiló a los siete, a veces a los ocho y otras a los diez. “Aprendí de muy niña, cuando iba pastoreando los animales y me fui criando con los mismos hábitos de mis abuelitos”.

El legado artesanal de Teófila Challapa empezó con dos agujas de tejer que ella llama palillos. Sus primeras prendas fueron guantes, calcetas y ponchos. Una vez domados los palillos, dominó el telar.

En sentido estricto, la confección de cada prenda toma más de dos años, por el tiempo que el animal tarda en cubrirse de lana. Ya que parece un peluche abrazable, la llama o alpaca se esquila. Teófila Challapa pela a sus camélidos en octubre —cuando el clima es compasivo— y sobre su piel deja una capa del grueso de un pulgar para que sus animales no sientan frío.

“Hay que ponerle una soguita en sus patitas y una venda en los ojitos pa’ que se queden tranquilos”.

Luego, separa. La lana ideal para el telar viene del lomo y los costados. La del cogote y el abdomen se descarta. Después la limpia —“pa’ quitarle lo tierroso”— y ya reunida en una montaña blanca, sus dedos gruesos la estiran de a poco y de sus manos brotan hilos.

Teófila Challapa es alquimista: transforma a sus camélidos en oro.

“Mis animales son mi madre”, dice. Sin dar más detalles, cuenta que un día perdió a su marido y para mantener a sus hijos, su sostén fueron sus “llamos”. De ellos vino la carne, la compañía y la materia prima de los textiles que surgen de su telar para vender. 

“Por eso yo digo: ‘ay, mis animales’”, suspira Teófila Challapa. “El día que yo me vaya, se irán conmigo. Ellos me han dado todo”.

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Más de tres millones de aymaras están diseminados entre Chile, Perú y Bolivia. De estos, menos de 160.000 habitan tierras chilenas, según el último censo que cita la Subdirección Nacional de Pueblos Originarios.

El aymara tiene su propia lengua, organización social y cosmovisión. Una parte se perdió con la conquista española (1532) y la evangelización. En el caso de este país, además, la Biblioteca Nacional reconoce lo que denomina “chilenización”, es decir, usar la educación y el servicio militar para inculcar el sentimiento nacional y borrar los rasgos culturales autónomos.

Gracias a sus conocimientos ancestrales, artesanas como Teófila Challapa costearon la escuela de sus hijos y su migración a las grandes ciudades. Todas sonríen satisfechas cuando un empleo lejos de casa les augura la vida de la que ellas carecieron.

Lo cierto es que ese progreso también es agridulce. Con el distanciamiento de sus tierras, coinciden varias artesanas, peligra el legado. Aunque transmitieron sus saberes a sus hijas, ya sólo queda un puñado de jóvenes aymaras que sabe telar.

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Son las cuatro de la tarde de un sábado y una fila de artesanas —sombreros de paja, labios rojos, el cuerpo en su tradicional traje “aksu”— alista sus teléfonos.

Pronto desfilarán sus hijas por una pasarela instalada en el centro comercial de la Zona Franca de Iquique, en el norte chileno. Organizado por el Mercado Campesino Tarapacá, del Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP), el evento reunió a las agrupaciones Aymar Warmi, Aymar Sawuri, Monte Huanapa y Artesanas de Camiña.

Luis Pizarro, jefe de la Unidad de Fomento de INDAP, explica que la institución estimula el desarrollo rural en comunas vinculadas con la cultura aymara. Parte del trabajo es apoyar la ganadería camélida —tomando en cuenta su relevancia cultural en los pueblos— para que se mantenga a través de la comercialización. También respaldan eventos como el desfile a nivel nacional para potenciar el beneficio a las artesanas.

Eso implica planear fechas idóneas para las ventas, promocionar ferias, conectarlas con gestoras culturales y abrirles el camino en redes sociales. Y aunque la comercialización es prioritaria, también se busca algo más.

“En la ruralidad existe una migración importante de jóvenes. La población se está envejeciendo, los abuelitos son los que están en los territorios y se va cortando este vínculo del arraigo cultural”, dice Pizarro. “Entonces tratamos que las hijas o nietas de las artesanas se empiecen a involucrar en torno al trabajo de la herencia”.

Nayareth Challapa, de 25 años, cuenta que los textiles de su madre —la artesana María Araníbar— pueden leerse como textos. Cuando plasma un pájaro, las flores de un monte o un ñandú, revela su estado de ánimo y la cercanía con su territorio. “Para nosotros la tierra es sagrada”, asegura. 

“Al momento de migrar a la ciudad, muchos se olvidan de la etnia y dejan las raíces atrás”, dice Nayareth. “Mi familia trata de no hacer eso. Seguimos con los llamos y sembrando para preservar lo que nos enseñó mi abuelo porque, si eso se muere, es como si se muriera él”.

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Una mujer aymara que sabe telar tiene una o más hermanas cuyas madres y abuelas también le enseñaron a moverse entre hilos. Vio a sus hermanos estudiar mientras su padre le decía: “Tú no, porque eres mujer”. Tela guantes en un día; bufandas, en dos. Emplea poco tinte y, cuando lo hace, proviene de las hierbas que su puño levanta de la tierra. Hila, sobre todo, los colores que sus ojos miran: verde, crudo, rojo. Tiene rebaños de llamas, alpacas o cabras. Sabe pastorear y, mientras camina, siembra quinua y papa. Al andar, teje. Le dice a sus hijas: “Hila, porque un día podría escasear la plata, pero tú tendrás cómo vestir a tus hijos”.

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Ahí donde el desierto habla y el aymara escucha, Pepe y su blancura se mueven como una ola en cámara lenta. Cuello alto, orejitas en punta, el “llamo” es proveedor, familia y cómplice ancestral.

“Para ser artesano, uno debe tener la materia prima”, dice Efraín Amaru. “Tiene que comunicarse con sus animales porque son parte de uno”.

Sesenta años, voz rasgada y rostro circular como luna ocre, Efraín Amaru es artesano y enciclopedia de camélidos. Como sus padres y los padres de sus padres, aprendió a criarlos, alimentarlos para obtener fibra fina y evitar cruces que estropeen sus genes. “Eso es heredado de nuestros antepasados; se va repitiendo de generación en generación”.

Su mujer es otra hija del hilado. María Choque —48, piel caramelo, melena de ébano— cuenta que de niña no tuvo juguetes, sino una madre que veía todo el día tejer. Con palillos tejió chalecos, gorros y calcetines. A los 14 despuntó en ponchos, aguayos y la joya de la corona, su “aksu”, como se conoce a la vestimenta tradicional aymara.

“Mi traje es parte de mí”, dice como si quisiera botar los jeans y la chaqueta para correr a enfundarse en su traje de lana color chocolate. “Es parte de nuestra vida, del cuerpo, de nuestra vivencia”.

En su pequeña casa de Colchane, donde los cerros y caminos parecen pintados a gis, María Choque guarda un cofre del tesoro. 

“Tengo piezas de mi abuelita que ella tejía”, dice mientras abre una cajita de plástico y sus manos morenas toman tejidos que guardan la sabiduría de los siglos. “Ella me decía: ‘Mira, es la garra del puma, el camino de la serpiente’”.

Ahora, dice María Choque con las palabras apagadas, hay quienes hacen tremendos dibujos con tremendos colores, pero nada tiene historia o identidad. Son hilos vacíos. 

“¿Qué dicen?”, se pregunta. “Nadie los puede leer”.

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