Originalmente publicado en Esquire no. 73 (PDF aquí)
La protagonista de La piel que habito estuvo en México para apoyar a Cinema23, asociación que difunde el cine iberoamericano y que este mes realizará la primera edición de los Premios Fénix. Durante su visita hablamos con la española sobre el reto de interpretar a personajes extremos, su nueva cinta —Todos están muertos, de Beatriz Sachís— y sus trucos para hipnotizar conejos.
Elena Anaya tiene los ojos tan grandes que en ellos puedo ver todo lo que está a mis espaldas: su mirada castaña me devuelve la imagen sepia de un ventanal inmenso, las cortinas que juegan a entrar y salir de la habitación, y el sillón blanco en el que estamos sentadas.
El grueso de los actores que convive con la prensa suele mantener su distancia: una mesa, una alfombra, un agente de por medio. Elena no. Se sienta sólo a unos centímetros de mí. Acerca su cara hacia mí cuando le hago una pregunta y su mirada me da un zoom al ventanal y a la cortina. Su cercanía también revela que tiene el ojo derecho un poco más claro que el izquierdo, lo puede notar cualquiera si pone un poco de atención al póster de La piel que habito, ese filme tan brutal que le valió un premio Goya en 2012.
Esa no fue su primera película con el director Pedro Almodóvar —antes trabajaron juntos en Hable con ella (2002)—, pero sí fue la que le voló la cabeza a la crítica internacional. “Fue uno de esos momentos maravillosos en los que la vida te permite gozar y soñar despierta. Lo primero que me vino a la mente cuando empecé a trabajar con Pedro fue una sensación de agradecimiento a la vida por permitirme estar ahí, porque él hubiera pensado en mí para hacer un personaje tan precioso en una historia tan única e impactante.”
La piel que habito es casi una película de horror. En ella, Elena interpreta a Vicente, un hombre joven que un cirujano plástico —un perturbadísimo Antonio Banderas— secuestra para vengar la violación de su hija. Para ello (y esto es una alerta de spoiler), transforma a su prisionero en mujer y experimenta con su cuerpo hasta que logra convertirlo en una copia de su esposa muerta. Y, por si esto fuera poco, el personaje de Banderas es —además— un maniaco de la piel; un psicópata en busca del cutis perfecto.
—¿Podría decirse que la película retrata esa obsesión que todos tenemos en torno a la perfección y la juventud?
—Pues, si es así, yo lo voy a llevar muy mal. No sigo esos roles de presión. Me voy haciendo mayor y ya. Ahora tengo 39 años y creo que estoy viviendo uno de los momentos profesionales más bonitos de mi vida. Y bueno, no me cuido [ríe].
Elena no tendría por qué “cuidarse”. Es bellísima y las arrugas que surcan sus ojos como un abanico son el encuadre perfecto para su mirada ligeramente bicolor.
—Sí es verdad que la película trata ese tema —dice—, pero hay muchos más. Para mí uno de los más importantes es la venganza. La piel… habla acerca de la revancha que el personaje de Banderas ejerce sobre el hombre que violó a su hija y sobre la mujer que se enamoró de su hermano [¿olvidé decir que la esposa del cirujano muere en un accidente de auto mientras huye con su cuñado?]. Por eso, decide recrearla. Imitarla. Copiarla. Ponerle un cuerpo. Y así engendra a una criatura que también es vengativa.
La cinta de Almodóvar concluye —basta ya de adelantarles toda la película— y uno acaba con la piel de gallina (de hecho, cuando se exhibió en cines, hubo muchos que ni siquiera esperaron a que finalizara para abandonar la sala).
De piel en piel
Exhausto. Al ver una película protagonizada por Elena Anaya, uno termina exhausto. Sin embargo, esa sensación de ansiedad que todo espectador se sacude cuando sale del cine, persigue a la actriz española durante noches y días: el cinéfilo promedio convive con un personaje durante las dos horas que dura una película, pero ella lo lleva en la piel durante las semanas que dura el rodaje. Dice que cuando acaba una jornada de trabajo se siente tan afectada por sus papeles que aunque llegue a casa y se dé una ducha, al salir de la regadera no puede ni comer. “Pero tienes que ir, abrir la nevera, sentarte, cenar, lavarte los dientes, meterte a la cama, levantarte al día siguiente bien temprano, coger fuerzas y lanzarte un día más al rodaje.”
No es que a Elena le guste sufrir. De hecho, dice que ella no escoge personajes, sino historias, y que hay ocasiones en que no elige ni los guiones, sino que éstos terminan eligiéndola a ella. La española de los ojos inmensos debutó hace 18 años en África (1996), la cinta de Alfonso Ungría en la que interpretó a una adolescente que anima a su novio a asesinar a su padre por venganza. Y, aunque fue una producción pequeña, Anaya se refiere a ella con la misma pasión que inyecta a las anécdotas que cuenta acerca de sus filmes más recientes. Piensa que los inicios son sagrados, y que como África fue su incursión en el cine, es tan relevante como cualquier otra de sus cintas.
Elena llevaba cinco años dedicada a la actuación cuando un guión de Julio Medem “la escogió” y le cambió la vida. Su papel en Lucía y el sexo (2001) fue pequeño, pero a la gente le bastó para sentirse fascinada por ella. “Hacer esta peli fue un riesgo —bueno, todo es un riesgo en la vida— porque Belén era un personaje complicado, pero dicen que el agua siempre encuentra la salida y yo siempre termino encontrando a esos personajes en cuya piel me siento más a gusto delante de la cámara. Siendo otro personaje puedo encontrar los matices que me hacen disfrutar constantemente mi trabajo. Esa película me marcó profundamente. Me gustó mucho hacerla, y lograr que una cinta tenga tanto éxito —que sea capaz de emocionar a tantas personas— es lo que todos los actores soñamos.”
A diferencia de otros artistas que desean transformarse en guionistas y directores, la española se siente satisfecha con la oportunidad de emocionar a sus espectadores únicamente a través de su actuación: “Cada que estoy frente a un nuevo personaje me siento como los exploradores que agarran su cantimplora, sus binoculares, algo que los proteja y se lanzan a un sitio en el que no saben lo que encontrarán”. Para Elena Anaya, dejar la piel, los ojos y el corazón en un personaje ya es responsabilidad suficiente, y asegura que tendría que ser una persona más valiente para jugársela en los terrenos que explora y domina todo guionista, productor o director.
Tierras desconocidas
A mediados del año pasado Elena viajó a un campo de Etiopía. Mientras la avioneta en la que volaba descendía sobre una ladera verde, llena de vacas, la española inició el que ha calificado como el viaje más alucinante de su vida: las condiciones de Dolo Odo eran tan precarias que el suyo fue el primer avión en aterrizar sobre esa ladera. Además, el equipo que la acompañaba tuvo que tomar medidas de seguridad extremas, pues la zona era considerada propensa a secuestros. Nada de esto le importó: tan pronto se le planteó la invitación, aceptó viajar a aquel país para grabar un documental sobre los 400,000 refugiados de Sudán, Somalia y Eritrea que vivían ahí. A su regreso a España, dijo que se sintió sorprendida ante la generosidad etíope y las sonrisas que la gente puede esbozar a pesar de la pobreza y el dolor.
No se puede alzar la voz desde la comodidad. Toda denuncia —toda inmersión en una historia que vale la pena contar— implica un sacrificio. Elena lo sabe, y trabaja con eso en mente desde hace 20 años. Su nueva película se llama Todos están muertos, y en ella encarna a una exestrella de rock que está llena de miedos y carga con una patología que le ha impedido salir de casa durante los últimos 14 años. La cinta es la opera prima de Beatriz Sanchís —expareja de Elena— y le valió un reconocimiento en la categoría de Mejor Actriz durante el Festival de Málaga 2014. “Bea escribió esta historia porque vivió una experiencia personal muy dura: cuando era muy joven perdió a su mejor amigo a causa de una muerte repentina. No tuvo tiempo de despedirse. Por eso, siempre fantaseaba con lo que pasaría si pudieras decir ‘adiós’ a esa persona a la que nunca pudiste hacerlo.” Y así empezó esta historia. Anaya dice que Sanchís la escribió con tanto compromiso y seriedad que los productores aceptaron apostarle todo cuando apenas era un tratamiento de 20 páginas, y que posee un guión tan maravilloso que cualquiera podría crear un vínculo con él. Después de todo, no hay quien no haya perdido a un ser amado a causa de la muerte.
Meterse en la piel de un personaje tan intenso como Lupe —de Todos están muertos— o Vicente —del filme de Almodóvar— es un viaje para Elena. Es una odisea larga y conflictiva —como su traslado a Etiopía— porque implica sumergirse en la patología de un individuo completamente ajeno a ella. En el caso de la cinta de Sanchís, “tuve que conocer cómo es realmente una persona que no puede salir a la calle durante años y qué es lo que le impide vivir, enfrentarse a la vida, tener un hijo, tener una madre y relacionarse con ellos”. El reto de Elena en esta cinta fue evidente: ella es una actriz de cine muy reconocida, pero durante semanas tuvo que fingir y pensar como una mujer que detesta ser vista por quien la rodea, que no puede salir a la calle porque ni siquiera puede salir de sí misma, que no le gusta comunicarse porque odia ser notada. Es aterrizar —como su pequeño avión en África— en terrenos desconocidos.
La magia de Elena
Dicen que Elena Anaya hipnotizaba conejos cuando era niña. Dicen. Ya cumplimos media hora juntas en el sillón blanco. Ya me hizo reír con su escepticismo ante los traumas de la edad. Ya me dejó clara la intensidad con la que goza a cada uno de sus personajes. Ya me dio la confianza para formularle una pregunta tan absurda: “¿Es cierto?”. Suelta una carcajada. Como casi siempre cierra los ojos cuando se ríe, pierdo el rastro del mundo que está detrás de mí, y que hasta ahora había visto a través de su mirada inmensa.
“Mira.”
Me extiende su iPhone. Veo la imagen de un conejito en el fondo de pantalla y mi quijada cae al piso. Suelta otra carcajada. “El otro día estábamos rodando en Santiago de Chile y llevábamos cuatro días en el hogar de un matrimonio que tenía una hija adolescente. Ella estaba súperaburrida porque un equipo de producción llevaba en su casa todo el día. Tenía un conejo, pero estaba encerrado en una jaula porque saltaba por todos lados. Así que le dije: ‘Ven, te voy a enseñar a hipnotizarlo’. Y la gente le decía: ‘No le hagas caso. Está loca. Está jugándote una broma’.”
Me muestra el arañazo que le dejó el conejo en la muñeca cuando intentó tumbarlo patas arriba sobre el piso.
“Al final lo conseguí. Es la cosa más sencilla del mundo. Sólo hay que estirarle las orejas y hacerle un masaje. Lo puede hacer cualquiera.” Elena me mira y el ventanal a mis espaldas reaparece en su mirada. A estas alturas, me siento como el conejo: hipnotizada. Me dice que lo del orejón es un regalo que le dio su madre, que ella fue quien le enseñó a creer en la magia.
Cuando Elena Anaya recibió el Goya, en 2012, se lo dedicó a su mamá. Dice que lo que le mostró de niña no fue un truco para hipnotizar conejos, sino una lección de vida: “Es muy sencillo, porque en realidad es una manera de enfocar la vida”. Todo se trata —dice— de definir la perspectiva con la que quieres mirar aquello que te rodea.