¿Y nuestro dolor? Sacerdotes y víctimas de violencia en México mantienen reclamo de paz y justicia

Originalmente publicado en The Associated Press, mayo de 2024 (link aquí)

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Una vez que “El Chueco” bajó el arma y la sangre hizo un charco bajo el altar, el sacerdote Jesús Reyes se volvió al asesino de sus dos hermanos jesuitas: “por favor, no te los lleves, déjanos darles sepultura”.

“Yo ya sentía que las balas atravesaban mi cuerpo”, contó desde el mismo templo en el que el estruendo de los tiros le hizo perder un oído.

A casi dos años de los asesinatos de los padres Javier Campos, de 79 años, y Joaquín Mora, de 80, los retratos de sus compañeros acompañan las misas, bautizos y bodas que aún oficia en Cerocahui, un pueblo de un millar de personas abrazadas por la Sierra Tarahumara en el noroeste de México.

El religioso no tiene claro por qué José Portillo Gil, alias “El Chueco”, no lo mató, pero sí sabe por qué ordenó a sus sicarios arrastrar los cadáveres hasta los vehículos que los transportaron a un cerro adonde los abandonaron días después.

Sin cuerpo no hay delito, sugirió el narcotraficante vinculado al Cártel de Sinaloa antes de decirle —como si fuera cualquier domingo de misa— “padre, me quiero confesar”.

El presidente Andrés Manuel López Obrador se ha sacudido las críticas a sus estrategias de seguridad como si fueran un insecto que le zumba en el hombro, pero víctimas, organizaciones de derechos humanos y líderes religiosos han plantado cara insistiendo en que la violencia sigue quebrando a comunidades que se sienten ignoradas por el Estado.

“Javier y Joaquín prendieron los reflectores, pero ya es momento de ampliarlos”, dijo el también jesuita Javier Ávila desde Creel, una localidad cercana a Cerocahui que también ha escrito su historia a sangre y plomo. “Veamos a los miles de muertos por los que nadie grita”.

“El Chueco” no asesinó a los sacerdotes por venganza ni para cobrar una deuda. Entró al templo y descargó su arma sobre los curas que lo conocían desde niño porque pudo y porque quiso. Porque el día previo —furioso ante la derrota del equipo de béisbol que financiaba— acribilló al beisbolista Paul Berrelleza y quemó su casa sin que nada pasara.

Porque minutos antes de que sus balas encontraran a los jesuitas —cuando el guía de turistas Pedro Palma se lo topó en un hotel y le pidió ser prudente ante los extranjeros— también lo asesinó sin que una sola autoridad metiera las manos. Porque cuando sus sicarios tuvieron la ocurrencia de llevar el cuerpo de Palma hasta la iglesia no toleró que el padre Javier lo ungiera y el padre Joaquín le preguntara “¿por qué haces esto, José?”.

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Ahí en lo profundo de la Tarahumara, adonde no llega el pavimento ni la señal telefónica, el jesuita Javier Campos llevaba bendiciones y bailaba como un gallo.

El “padre gallo” bautizó a mi hijo, a mi hija, cuentan muchos. Confirmó a mi sobrina, a mi nieto. Me arregló la lavadora. Sabía de carpintería y me enseñó a fabricar un violín.

“Yo con él aprendí a tocar la guitarra”, recordó el indígena rarámuri Jesús Vega durante una ceremonia sagrada llamada Yúmari que recientemente fue celebrada en el pueblo de Cuiteco.

“Cuando murió me sentí muy triste, muy dolorido”, añadió. “Eran padres muy conocidos que hablaban nuestro idioma”.

Ya no están y, sin embargo, están. Durante el Yúmari para el que Vega marcaba el ritmo de la danza, la comunidad colocó los retratos de ambos curas junto a la imagen de un santo y la Virgen de Guadalupe, patrona de unos 100 millones de católicos.

“Nos reunimos para pedirle a Dios que nos mire porque estamos necesitados”, dijo la hermana Silvina Salmerón de la Diócesis de Tarahumara, a la que también servían los padres asesinados.

“Tenemos a San Isidro para que nos envíe el agua y las fotos del ‘padre gallo’ y Joaquín para que nos ayuden a pedirle a Dios que nos dé la paz a estas comunidades que estamos tristes por las situaciones de violencia”.

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En la Tarahumara hay días en que los sacerdotes van a las comunidades y otros en que las comunidades van a ellos.

Oiga, “padre Pato”, divórcieme. Cáseme. Celébreme una misa. Ayúdeme a encontrar a mi hijo que desapareció ayer.

“La gente cree en nosotros todavía”, dijo el padre Javier Ávila, a quien cariñosamente apodan con el nombre de un plumífero. 

Cuenta que el otro día, por ejemplo, alguien le llamó y pasó más o menos esto:

—¿Eres el Pato?

— Sí.

—Hola, soy fulano. Soy rarámuri. Oye, me subí a un cerro para hablar. Estoy hablando de tal lugar. ¿Qué hacemos? Se metieron unas gentes armadas a mi rancho, nos corrieron a todos y a todo lo que se mueve se le tiran. Oye los balazos: pum, pum. Nos están disparando y ya llevamos tres días aquí. No tengo comida. Mis hijos están aquí. ¿Qué hacemos?

Urgencias como aquella no ameritan un padrenuestro sino contactos. De esos que sólo un puñado como el “padre Pato” tienen a mano.

—Sí, con el fiscal general. Oye, me está llegando esta llamada.

—Sí, padre, ahorita vamos.

Y entonces van, pero no se quedan.

“Llega el toallazo para espantar a las moscas, pero cuando se van las moscas, se va el operativo y resulta peor”, dijo el jesuita.

“Tienen que tener presencia constante en esas regiones donde hay tanta delincuencia”, añadió. “Que no sean operativos circunstanciales. Yo se los exijo en público, en privado y personalmente a las autoridades”.

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Aquella noche de 2008, Yuriana Armendáriz salió de su casa como si la persiguiera el diablo. Diluviaba. Estaba a dos horas de Creel y pensaba: seguro que la policía no me dejará pasar.  

Cuando llegó al sitio de la masacre en la que su hermano y otras 12 personas murieron —entre ellas un bebé—, ni un uniformado.

“En la mañana ya tenían acordonado todo y le dije a los soldados ‘¿qué cuidan? ¡Ya están muertos! ¡No los van a venir a matar otra vez!’”.  

En ese pueblo que el gobierno promociona como un destino turístico “lleno de historia y tradición”, un comando armado abrió fuego contra una veintena de personas que convivían en una plaza pública en un aparente ajuste de cuentas que derramó sangre indiscriminadamente.

Era una escena dantesca, cuenta el «padre Pato». “Masas encefálicas, cerebros en el suelo. Espaldas abiertas. Costillas, pulmones. Horrible. Horrible, horrible”.

“Parece ser que el papá del bebé, el maestro, le dio la espalda a los balazos para proteger a su bebé, porque estaba boca abajo con toda la espalda abierta, llena de balas, y aquí (frente al pecho) la cara del bebé. El bebé con dos lágrimas y un balazo en la frente. Los ojos abiertos. Llegué, lo vi, le limpié las lágrimas, le cerré los ojos y lo dejé ahí con su papá”.

“¿Una masacre? Qué barbaridad, padre”, respondió a su llamada un funcionario de gobierno. “Ahorita vamos, padre. Es que está lloviendo mucho, padre”.

Algunos parientes de los masacrados, como muchas otras víctimas del crimen organizado en México, terminaron por abandonar su pueblo. Otros, la vida.

“La hermana de mi mamá, que también en la masacre perdió a uno de sus hijos, no pudo salir de esta situación y terminó suicidándose”, dijo Armendáriz.

Aunque a la fecha vive en Creel, exigir justicia también le cobró factura en un país en el que el presidente López Obrador ha pedido “con mucho respeto” que quienes se sientan violentados no protesten vandalizando los monumentos de la nación.

Un día Armendáriz recibió la lengua de una vaca en una caja de regalo. Otro, una corona rancia que parecía robada de un panteón y decía “Descanse en paz”.

Su reclamos se activaron tras enterrar a sus muertos. Colgó una manta gigantesca del atrio de la iglesia, escribió la leyenda “Exigimos Justicia” y pidió que la gente sumergiera las manos en pintura roja y plasmara sus huellas para simbolizar que México tenía las manos manchadas de sangre.

Luego le gritó a fiscales y policías. Y al gobernador y al expresidente Felipe Calderón, quien durante su mandato (2006-2012) lideró una guerra frontal contra el narcotráfico que para muchos empeoró la violencia en el país. Lideró marchas, paró trenes y tomó casetas de peajes.

“Hicimos todo porque eran gritos de desesperación”, dijo. “Una situación de violencia deja marcado a un pueblo, no solamente a una familia”.

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No hace falta que un capo apriete un gatillo para fracturar una vida. “El Chueco”, por ejemplo, también empleaba el terror.

“No se podía tener seguridad, paz”, contó desde Cerocahui el padre Jesús. “Uno estaba siempre con miedo porque llegaba hasta las fiestas, a las bodas”.

Tras los asesinatos de los jesuitas, el gobierno estableció una base de la Guardia Nacional a pocos pasos de su iglesia, pero hasta aquel lunes de junio de 2022, el crimen operaba a sus anchas.

Los vecinos sabían que “El Chueco” distribuía la cerveza del municipio. Que financiaba lo mismo bares que deportistas. Que influía en las elecciones de funcionarios y el nombramiento de policías.

“Él ponía y quitaba todo”, contó el padre Jesús.

A casi un año de los crímenes que cometió en la iglesia, “El Chueco” también apareció muerto, pero ni su asesinato ni el establecimiento permanente de los militares en Cerocahui han impedido que muchos migren y, con ello, que las ramificaciones de la violencia se expandan.

“Tenemos a muchas familias donde matan al esposo y la esposa ya no se va a quedar ahí”, dijo Azucena González, una maestra de Creel que apoya a mujeres en situación de vulnerabilidad. 

En otros casos, dijo la defensora de los derechos de las mujeres rarámuri Todos Los Santos Dolores Villalobos, el contexto de la Tarahumara empeora el panorama: para evitar que sus mujeres los denuncien por violencia doméstica muchos maridos las amenazan con “echarles a los sicarios”.

Villalobos dice que el “padre Pato” le enseñó cómo dirigirse a fiscalías, registros civiles, hospitales y oficinas de derechos humanos. “Yo pensaba que levantar la denuncia es todo lo que tenía que hacer. Ni siquiera sabía qué era una carpeta de investigación”.

Ella no estuvo en el altar ensangrentado, pero cuando recuerda el asesinato de los jesuitas, su voz se apaga como la del padre Jesús.

Los sacerdotes de la Tarahumara, dijo, son las personas que han entendido a los rarámuri. Que han reconocido y valorado su manera de vivir. Que han aplaudido sus Yúmari, su lengua, sus danzas y su vestir.

“Ellos nos acompañan y nos orientan», dijo Villalobos. «Podemos ir a decirles: ‘tumbaron un pino, nos agarraron las vacas, nos encerraron, hicieron destrozos, vinieron unos uniformados’”.

“Si los padres están en riesgo o están siendo violentados, ¿quién nos va a acompañar?”.

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AP Foto/Eduardo Verdugo

La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.

Narcissus Quagliata, el maestro italiano que pinta con luz

Originalmente publicado en The Associated Press, octubre de 2023 (link aquí)

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VALLE DE BRAVO, México (AP) – Narcissus Quagliata no pinta con óleo, sino con vidrio. 

Apoya una mano sobre una mesa blanca y con la otra espolvorea partículas que parecen confeti de cristal. Para el vitralista italiano que desde 1995 vive en México, el arte más poderoso nace de la luz.

“La luz, con el vidrio, te mueve hasta el fondo, como cuando uno ve un vitral en una iglesia y tiene la luz precisa”, dice el artista de 81 años.

El maestro no es maestro porque lleve más de medio siglo creando vitrales por encargo. O sí, pero no sólo. Su legado más preciado es una técnica que permite amalgamar colores en un mismo panel.

Los alcances de su invento, el vitral de vidrio de fusión, pueden verse en “Holy Frit”, un documental que se estrena en noviembre en Estados Unidos. El filme viaja hasta 2015 y retrata cómo Narcissus le salvó el pellejo a Tim Carey, un colega que se vio en el aprieto de la doncella que debía convertir la paja en oro.

—¿Hola? ¿Tim? Dime algo: ¿Cuál es el vitral más grande que podrías hacer? —le dijo el arquitecto a cargo de un nuevo templo metodista en Kansas.

El artista mordió el anzuelo y así empezó el proyecto más ambicioso de su carrera: 161 paneles que, al juntarse, formarían un vitral de 30 metros de largo. 

Tim no sólo se mordía las uñas por el tamaño de la obra, sino por su contenido. Aceptar el proyecto implicaba ponerse al servicio del Señor.

El pastor Adam Hamilton, fundador de la congregación cristiana que hizo el encargo, dijo en “Holy Frit” que visualizaba el vitral como un medio a través del cual se expresaría la gracia de Dios para decir a sus hijos: “Aquí estoy”.

Tim realizó 76 bocetos antes de obtener su visto bueno. En el diseño final, Cristo está en el centro y a su alrededor conviven motivos tan diversos como el Espíritu Santo y Martin Luther King.

Lo que Tim ocultó al pastor es que su bosquejo combinaba más de un color en una misma hoja de vidrio y en el vitralismo tradicional esa hazaña era un sueño guajiro.

Atemorizado, hizo lo que le dictó la tripa: llamó a Narcissus y le dijo: “¿podrías venir?”.

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Piensa en la última vez que pisaste una catedral y la luz te hizo girar la cabeza hacia un vitral.

El origen del vidrio es muy antiguo, pero el vitralismo se popularizó en los templos románicos hace unos mil años. En palabras simples, los vitrales son piezas compuestas por hojas de vidrio que se ensamblan con varillas de plomo.

La técnica para colorear vitrales ha sido variable, pero por siglos mantuvo una limitación: un color por lámina y no más. ¿Y eso cómo se ve? Imagina una mariposa cuyas alas son azules, verdes y amarillas. ¿Cuántas placas de vidrio tendrá? Seis (o tres por lado). Dos azules, dos verdes, y dos amarillas. Todas unidas por plomo.

Para fusionar más de un color por lámina, algunos vitralistas intentaron fundir vidrios de distintos tonos, pero la química los venció. Dado que cada color posee distintos minerales y éstos determinan su temperatura de enfriamiento, puede que una placa con azul y rojo se funda en el horno pero luego se quebrará.

En la mezcla se da un combate de colores, explica Narcissus. Uno quiere expandirse, el otro contraerse y ¡crack!

A finales de los años 70, una proveedora de vidrio estadounidense llamada Bullseye retó la ciencia. Su logro fue el vidrio de fusión, o ese confeti cristalino que Narcissus espolvorea como un pastelero sobre vidrieras que, una vez expuestas a 800ºC durante 18 horas, formarán figuras.

“Eso quiere decir que puedes crear una imagen en vidrio sin plomo”, explica. “Puedes meter al horno una hoja del tamaño de un libro, ponerle 80 colores ¡y no se truena!”.

Entre la invención del vidrio de fusión y la llamada de Tim pasaron décadas, pero cuando Narcissus emprendió el viaje para ayudarlo a crear la “Ventana de la Resurrección”, el maestro iba contento y seguro: había pasado los últimos 40 años perfeccionando el arte de pintar con vidrio.

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Narcissus es como el Steven Spielberg de los vitrales, dice Tim en “Holy Frit”.

Trabajar codo a codo con un genio tiene su precio. Primero Narcissus le sugirió modificar el diseño. Luego, cuando sacaron su primer panel del horno —una pieza en verde que retrata a Noé— le dijo que no le convencían los colores. Y, durante una noche en que sentían que los devoraba el tiempo, le aconsejó cortar la comunicación con su familia y mudarse a su estudio.

—Si apesta, apesta. Es sólo una obra de arte —balbuceó Tim.

—Si apesta, toda la gente de una comunidad verá algo que hiciste, así que es tu responsabilidad que eso no suceda —respondió serio su sensei.

Aunque no lo confesó, él también tenía algo que perder. Podría ser el Yoda de los vitrales, pero hasta ese momento Narcissus nunca había empleado su técnica de fusión en 161 paneles de 1,2 x 1,5 metros para retratar 90 figuras.

A sus 73 años, aún le quedaban monstruos por domar.

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El maestro es lo que se esperaría de un artista que nació en Roma a mediados de la guerra. La melena blanca. Los lentes de pasta. El acento que patina sobre su español perfecto.

Antes de mudarse a México, pasó tres décadas en Estados Unidos. A los 19 dejó Roma rumbo a Nápoles y de ahí viajó en barco a Nueva York.

Sólo pasó un mes en la Gran Manzana, pero la casualidad lo arrojó al espacio que marcaría el rumbo de su vida: una exposición en la que el Museo de Arte Moderno presentaba vitrales de Marc Chagall.

“Había uno o dos vitrales por sala, iluminados desde atrás artificialmente”, cuenta mientras mueve las manos como director de orquesta. “Eran bellísimos, bellísimos, bellísimos”.

“Me acuerdo de quedarme muy emocionado y con el síngulo (único) pensamiento de que, si yo comparaba las pinturas de Chagall con los vitrales, los vitrales eran mucho más fuertes. ¿Y por qué? ¡Por el vidrio!”.

Al poco tiempo se mudó a California, donde estudió Bellas Artes y empezó a encontrarse a Janis Joplin en las fiestas, pero la impresión de las vidrieras siguió latente en él.

Aunque para entonces quería pintar como Matisse o Picasso, cuando surgió el Movimiento Arts and Crafts —y se difuminó la línea entre lo artesanal y lo artístico— recordó la fuerza del vitral.

Eran finales de los años 60 y aquel Narcissus en sus 20’s pensaba: lo que podría hacer con vidrio rojo, con vidrio azul. Wow.

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Narcissus Quagliata y Tim Carey pintan de pie frente a una mesa blanca. Apoyan una mano sobre ella y con la otra espolvorean trocitos de vidrio de color.

“La diferencia entre pintar y trabajar con vidrio es que lo que nosotros hacemos pasa por un volcán”, dice Narcissus en “Holy Frit”.

“No se me ocurre otra forma de arte que tarde un día en revelarse a sí misma”, sigue Tim, en referencia a las horas que el fuego tarda en fundir el vidrio y soplar vida en la obra.

En la “Ventana de la Resurrección”, la piel de Cristo es amarilla. Tiene retazos rojos. Su mirada mezcla naranja, rosa y morado. Es irreal y, a la vez, real.

“El vidrio de fusión es espontáneo. Despierta un sentimiento genuino que es raro en la pintura religiosa, que siempre hace clichés”, dice el maestro.

Cuando los primeros feligreses vieron el rostro divino colgado en su templo, lloraron. Lo fotografiaron con sus teléfonos. Cada uno de ellos donó lo que pudo para reunir los 3,4 millones de dólares que costó el vitral.

Un puñado se acercó a Narcissus y él, sonriente, dijo: es la técnica que inventé.

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En más de seis décadas ha hecho de todo. Vitrales para residencias, oficinas y templos. Obras arquitectónicas y artísticas. Sus vidrieras destellan lo mismo en Italia que en Taiwán.

En México armó las piezas de un domo romano que Miguel Ángel reconstruyó y hoy puede visitarse en la Basílica de Santa María degli Angeli, en Italia. En Alemania completó la tarea más titánica de todas: un domo con 1.152 paneles y 30 metros de diámetro que le tomó más de cinco años de desvelo y fue inaugurado por el presidente taiwanés.

Hoy piensa que lo más particular de su trabajado ha sido la perspectiva de su obra: el vidrio visto desde los ojos de un pintor. “Mi carrera está definida por tres cosas: una es la luz, la otra es el amor por la figura —muy bella o muy distorsionada— y la obra que tiene algo de social”.

En general no le cuesta despedirse de sus obras pero concluir el domo de Taiwán fue distinto. “Cuando terminé, regresé aquí y me deprimí varios meses. Fue más que una tristeza, fue como haber ganado las olimpiadas y después correr una carrera local”.

Salió adelante tras responderse una pregunta: ¿Cuándo fui más feliz como artista? Y entonces recordó: era joven y a duras penas juntaba la renta pero la energía y la esperanza que sentía fue suficiente para renunciar a la pintura y volcarse por completo al vidrio.

“Y entonces me dije: ¿por qué no hacer lo mismo? En vez de pensar todo lo que has hecho en el pasado, piensa lo que quieres hacer en el futuro y hazlo con el mismo espíritu de aventura que tenías cuando eras joven”.

Así aprendió a dar clases remotas, encarar la tecnología y —con ayuda de su hija, quien es artista de video experimental— preparar una masterclass.  

También amplió su estudio. Ahora, dice, tiene más de 80 años y ya no le gusta viajar pero le ilusiona recibir a estudiantes que deseen aprender a pintar con luz.

“En vez de salir al mundo a enseñar, quiero que el mundo venga a mí”.

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AP Foto: Ginnette Riquelme

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La huella invisible de las monjas en la gastronomía mexicana

Originalmente publicado en The Associated Press, septiembre de 2022 (link aquí)

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PUEBLA, México (AP) — En el jardín hay un chile que baila. Bajo el disfraz que personifica uno de los platillos más legendarios de la cocina mexicana con guantes blancos y sombrero de copa, unos zapatitos oscuros brincan al ritmo de la música sin revelar que ahí se oculta una monja de las Carmelitas Descalzas.

Un video del Monasterio de Nuestra Señora de La Soledad inmortaliza el momento. Cuatro religiosas acompañan el baile con pandero y guitarra mientras cantan para festejar los 200 años de la invención del chile en nogada, cuyo peculiar guiso es un balance perfecto de carne, fruta y una salsa de nuez. Su receta fue concebida en un convento del estado de Puebla y los mexicanos lo añoran cada septiembre, cuando el calendario marca que han vuelto los ingredientes de temporada y arrancan las fiestas patrias.  

El chile en nogada nació en 1821 como parte de las transformaciones que la conquista española produjo en la gastronomía desde el siglo XVI, aunque se desconoce quién fue la mujer que los inventó. La situación ilustra uno de los rasgos que distingue a las monjas de clausura: sin salir jamás de sus conventos, viven entregadas a Dios con la esperanza de que su trabajo y devoción impriman una huella en el mundo.    

Agustín de Iturbide fue el primero en probar esa combinación de dulce y salado en una misma mordida. El militar mexicano viajaba de Veracruz a la capital luego de firmar un tratado que posibilitó la independencia cuando paró en Puebla y las monjas del convento de Santa Mónica lo sorprendieron con algo especial.  

Sobre un plato de cerámica artesanal llamada talavera, el primer chile en nogada hizo su entrada triunfal a la historia. Su interior rebosaba con carne de cerdo y trozos de fruta; por fuera se cubría con la cremosidad de la nuez de castilla, hojas de perejil y semillas de granada. Era verde, blanco y rojo; tricolor como la bandera nacional.  

No sólo estos chiles tuvieron un origen religioso. “Puebla de los Ángeles”, capital del estado donde se ubica Santa Mónica, se fundó en 1531 tras el sueño de un obispo que dijo haberla visualizado como un campo trazado por criaturas celestiales. Aunque en sus inicios llevó otro nombre, recibió el actual en 1640 por pedido del obispo Juan de Palafox y Mendoza.  

Santa Mónica fue uno de los once conventos femeninos que se edificaron en la ciudad. La mayoría cambió su función con el paso de los años y actualmente sólo éste y Santa Rosa son museos. Curiosamente, ambos son célebres por sus cocinas.  

Cien años antes de que a Iturbide se le hiciera agua la boca con los chiles en nogada, una monja de Santa Rosa inventó el mole, una salsa espesa de color marrón que suele servirse sobre guajolote o pollo. Prepararlo es casi digno de alquimistas: consta de más de 20 ingredientes como chocolate, tortilla, cacahuate y un abanico de chiles que se desvenan para restarle picor.  

Hay cariño y admiración en las palabras de Sor Caridad cuando habla de sus predecesoras, las Agustinas Recoletas que idearon el chile en nogada para sacudir los sentidos del hombre que un año después de su paso por la Ciudad de los Ángeles se convertiría en emperador.  

“Las recetas más sobresalientes son de monjas y nos preguntamos: ¿por qué será? Por necesidad. Para buscar el sustento cada día, Dios las inspiró para inventar recetas tan exquisitas”, dice la monja de 36 años a Associated Press.  

Sus antepasadas se instalaron en Santa Mónica a fines del siglo XVII, pero Sor Caridad ya no vive ahí. En 1934, como parte de la aplicación de unas leyes que separaron la Iglesia del Estado, las hermanas dejaron el complejo. Ahora su orden habita un modesto edificio de paredes amarillas donde 20 devotas pasan de las seis de la mañana a las diez de la noche entregadas a Dios.  

Las Agustinas Recoletas y las Dominicas de Santa Rosa son monjas de clausura, lo que implica que al tomar el hábito renuncian a la vida fuera del monasterio que habitarán hasta su muerte. Abrazar el compromiso de confinarse a un espacio conventual puede tomar años. El cuerpo portará ropas nuevas y se despedirá de los abrazos. La mente cambiará la dicha que da la compañía por el silencio y la soledad.  

Con el tiempo, dice Sor Caridad, las hermanas se integran como familia y comparten una herencia común. Por eso, explica, en la cocina los recetarios se vuelven innecesarios. Sus secretos frente a los fogones trascienden de generación en generación.  

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Un bocado de chile en nogada es una bomba de placer poco usual. Su cuerpo salado es ligeramente crujiente; las semillas de granada, aciditas. La salsa de nuez sabe cremosa y azucarada. Para cuando la lengua encuentra el relleno, ¡BUM! Los pedacitos de carne especiada se carean con trozos de manzana, pera y durazno. Si la primera mordida confunde, la segunda es adictiva.  

“A los conventos les hemos dado el nombre de laboratorios de experimentos gastronómicos”, explica Jesús Vázquez, un historiador de Santa Rosa que recita de memoria las canciones que algunas monjas entonaban a sus santos para que la divinidad pasara la mano por sus cacerolas.

Jesús cuenta que sin más instrumental que metates, ollas y palas, las religiosas pusieron a prueba su talento con ingredientes prehispánicos y aquellos que viajaron a bordo de los barcos españoles. Con ellos además llegaron técnicas agrícolas, plantas y cereales cultivables; ganadería, utensilios metálicos y las manos santas que se arriesgaron a compaginarlos desde la quietud de sus conventos.  

Algunos platillos tardaron años en evolucionar. Las hermanas solían preparar los primeros chiles en nogada como postre con pura fruta porque el acceso a la carne era restringido pero conforme los cerdos aumentaron su disponibilidad, su talento volvió a hacer de las suyas.  

“Las monjitas son ingeniosas para sacar adelante a la comunidad”, dice Sor Caridad. “Dios las ilumina por la necesidad de sostenerse, de buscar”.

Esa búsqueda solía ser solitaria y conllevaba sacrificios. Incluso ahora, la enclaustración trae consigo compromisos de silencio, obediencia y castidad. Las monjas se esmeran para cumplirlos sin importar los años que lleven en el convento y por eso se les llama votos perpetuos. Esa vida de renuncia —que en la época actual se ha moderado— es visible en Santa Rosa: tablas de madera en vez de camas para dormir, ropa de lana que daba comezón, ventanas exteriores cerca del techo para no espiar el exterior.  

Las obligaciones seguían a las monjas hasta la cocina. El ayuno purifica el cuerpo y la austeridad aleja los sentidos del deleite, así que sus platillos sólo complacían a celebridades como Iturbide, el obispo o el virrey, y ellas sólo los probaban para rectificar el sazón. Sus rostros no figuraban ni para servirlos a la mesa. Para evitar ser vistas por hombres, debían dejarlos en una mesita con un mecanismo que gira y tiene puerta al exterior.  

Ese dispositivo giratorio sobrevivió al paso de los siglos y hoy es lo que permite que las Carmelitas del Monasterio de La Soledad entreguen a sus clientes lo que cocinan. Según Sor Elizabeth, una de las 17 hermanas del convento y autora de la canción del chile bailarín, su fuerte son los postres. Aunque preparan alrededor de 250 chiles en nogada para vender en temporada patria, el resto del año hornean delicias azucaradas.  

“Esta comunidad es muy tradicional en cuanto a la gastronomía. A partir de la última semana de noviembre hacemos un Bazar Navideño de repostería  artesanal. Le pusimos ese título porque todas nuestras galletas, chocolates y rompope los hacemos a mano, sin batidoras, con los cazos como antiguamente se hacía”, explica.

De sus hornos emergen polvorones, rosquillas de naranja y dulces cubiertos de anís pero las favoritas son las campechanas, unas galletas ovaladas y crujientes. Sor Elizabeth dice que una cafetería cercana las revende, aunque no ha logrado desentrañar el secreto de la operación. No esconde cierta frustración al pensar que esas campechanas clandestinas se venden sin darles crédito, pero sabe que sólo sus hermanas pueden hornear esos manjares doraditos y perfectos.

El mundo celebra con estrellas Michelin y portadas de revista a chefs que posan en retratos con sus cuchillos afilados, pero la mayoría de las monjas detrás de algunos platillos emblemáticos nunca dejarán el anonimato. Sólo en México podrían sumar más de 300, afirma el historiador del convento de Santa Rosa.  

Para Sor Caridad eso no es una desdicha, sino su mayor orgullo. En 18 años de enclaustramiento ha enfrentado dificultades, pero se dice feliz. “Mucha gente piensa que todos los días son iguales y aburridos, pero para mí no es así. Cada día es nuevo y tengo la satisfacción de que todo lo que hago, todo lo que padezco, lo ofrezco a Dios por la salvación de muchas almas”.  

“Por mis sacrificios no tengo algunas satisfacciones en este mundo, pero sé que algún día Dios nos las va a dar por cuanto hicimos en este claustro, en esta casa donde estuvimos ocultas; por cuánto bien hicimos a la humanidad”.

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Foto: Pablo Spencer

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