Hablar con el cuerpo: una bailarina une a México y Japón a través de la danza

Originalmente publicado en The Associated Press, diciembre de 2023 (link aquí)

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CIUDAD DE MÉXICO (AP) – Cuando la música le pide llorar, el rostro de la maestra Naoko Kihara apenas se aflige. Sólo su pecho se contonea sutilmente, como un ave lastimada en pleno vuelo. 

“La expresión es mínima porque se llora con el cuerpo”, dice envuelta en su kimono de rombos blancos y marinos.

“Es el baile el que está hablando, el que está interpretando aunque no sonreímos, no gritamos, no reímos”.

Su edad es un secreto pero nada en ella oculta los 24 años que ha practicado y enseñado danza tradicional japonesa desde que dejó Brasil, donde nació de un matrimonio originario de Japón, y se mudó a Ciudad de México.

La danza se lee en su espalda, que jamás se encorva, y en los pies que mantiene en punta y muy juntos, aunque esté relajada en un sillón durante una charla casual.

Es difícil que su oficio se comprenda en Brasil, donde la samba agita las caderas del país más grande de América Latina, o en México, donde los pies giran veloces al ritmo de la salsa.

“¿Estás haciendo yoga?”, le preguntó un espectador alguna vez, y la maestra respondió: “No, es una interpretación”.

Su compañía —llamada Ginreikai— pertenece a la corriente de danza Hanayagi Ryu, una de varias escuelas japonesas que comparte un hilo conductor. Todas interpretan bailes de pocos movimientos —lentísimos y contenidos, cual paso de tortuga— que se transmiten de generación en generación.

Cada repertorio está más cerca de lo sagrado que de lo festivo. Casi desde sus orígenes, las danzas antiguas como el kabuki se interpretaban para honrar al emperador, considerado un representante de Dios en la religión shinto.

De ahí la sutileza y la calma. Desplazar el cuerpo no como una ráfaga, sino como un glaciar empujado por el ímpetu del mundo. Piernas y brazos, kimono y abanico, al servicio del honor.

“No te enseñan un baile, sino una forma de vivir”, dice Aimi Kawasaki, de 21 años.

Hija de japoneses que echaron raíces en México, conoció a Kihara cuando estaba en kínder y ahora le confía su preparación para viajar a Tokio, donde espera recibir un diploma que certifique su destreza ante el directorio de Hanayagi Ryu.

“Me gusta los valores que (la danza) trasmite. No es nada más que te enseñen a bailar; te enseñan mucho más que eso”.

La danza tradicional japonesa, dice, es como el ballet, pero al revés: aunque las bailarinas también son delicadas y elegantes, jamás se paran en puntas ni alargan el cuerpo hacia el cielo.

“Una bailarina de danza japonesa está más bien agachada”, explica mientras su profesora muestra la postura: el tronco firme, las rodillas en flexión y los pies juntísimos, como si fuera una flor presa del suelo.

“Es para ser más humilde”, dice, y porque la danza japonesa esconde códigos profundos.

“Siempre tenemos nuestro cuerpo en la base de la Tierra porque somos parte de la naturaleza”, cuenta Kihara. “Es un respeto hacia la Tierra”.

Bajo la cosmovisión japonesa, la danza también se origina en el aire, el fuego y el agua. “Somos esa esencia; es nuestra base”.

Para tenerlo presente, cada bailarina realiza un juramento al recibir su diploma en Japón. Es como un manual de honra, dice Kihara. La promesa de preservar el legado adquirido.

Trece discípulas —siete de ellas de nivel básico— bailan de manera rutinaria frente a los espejos del estudio que heredó de su mentora, Tamiko Kawabe.

Durante medio siglo mantuvo viva esta danza japonesa en México, dice como si su predecesora fuera una leyenda, y desde enero de este año, cuando falleció, ella lleva la responsabilidad de continuar.

“Es muy fácil seguir esto en Japón, pero en exterior, no”.

En Occidente hay otros tiempos. No sólo los bailes son veloces. Voraz es la tecnología que nos comunica en segundos y ávida es la exigencia de concluir pendientes a todo vapor.

La danza tradicional japonesa, en cambio, es pura paciencia. Eiko Moriya, otra discípula de Kihara que también viajará a Tokio, lleva 25 años bailando y los últimos tres practicando las piezas con las que se certificará. 

En un viernes reciente, mientras sus pies se deslizaban sobre el piso de madera y su maestra la observaba a través del espejo, Moriya escuchaba atenta a sus indicaciones: mueve el pie sólo cuando te lo pida el canto, cuida el ritmo, no inclines el brazo de más.

Su cuerpo apenas se desplaza y, sin embargo, tiembla. Nunca un abanico suspendido en el aire se vio más poderoso y audaz.

“Lo que parece insignificante tiene un gran valor para el japonés”, dice Kihara.

Su canto largo favorito —como se conoce en Japón a las obras que baila— es una historia de amor no correspondido. En ésta, Kihara interpreta a una princesa convencida de que el hombre que ama se ha transformado en la campana de un templo. Entonces, para llegar hasta él, se convierte en una serpiente.

“No es con mucho movimiento, pero todo el movimiento significa que ella cree que se transforma”, dice Kihara. “Es una obra de enojo, de coraje, de no poder pero querer. Simboliza el sufrimiento de la humanidad”.

Las obras que interpreta ante el público mexicano son más cortas y menos complejas que los cantos largos —un número dura cinco minutos en lugar de 20 o 30— pero crear nuevas coreografías y adaptaciones para el contexto en el que vive no le resta emoción.

“Con la danza japonesa conseguimos conectarnos”, dice. “Es un trueque de culturas”.

“Ginrekai”, explica, quiere decir “monte de plata” y es el nombre que su predecesora eligió para su escuela bajo la percepción de que Japón y México comparten más que sus volcanes sagrados: si el Monte Fuji y el Popocatépetl son tan parecidos, es porque en el fondo somos todos iguales.

“En Ginrekai tenemos esa visión cósmica”, dice. “La tendencia de la humanidad es separarnos por religión, por cultura, pero para mí el baile es una manera de decir que todos somos uno”. 

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AP Foto: Ginnette Riquelme

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Maestra japonesa de danza butoh se inspira en García Márquez

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Originalmente publicado en The Associated Press, julio 2017 (link aquí)

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Cuando el cuerpo está inmóvil, encogido sobre el escenario, parece un pájaro herido: las extremidades son finas, la piel casi traslúcida, la cara oculta bajo una máscara de malla. Podría estar congelado en el tiempo y el espacio, pero entonces la maestra Yumiko Yoshioka levanta el torso, se lleva las manos a la cabeza y el cuerpo crece frente a su sombra, se hincha de músculos y estalla junto con la música que simula lluvia.

La última nota se apaga y el ruido de la lluvia real se filtra hasta el auditorio donde Yoshioka presenta ante periodistas su nueva pieza de danza butoh, una puesta en escena inspirada en “Cien años de soledad”, la obra magna de Gabriel García Márquez que recientemente cumplió medio siglo de publicada.

El butoh y “Cien años luz de soledad”, la coreografía que Yoshioka estrena el martes en el Teatro de la Danza en la Ciudad de México, tienen un origen común: la representación de un cuerpo nuevo.

El butoh nació de la guerra. A fines de los años 50, los japoneses Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata crearon una serie de coreografías inspiradas en el dolor de su país. A través del baile, pensaban, quizá sería posible recuperar un poco de esos cuerpos que las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki redujeron a cenizas.

El fin de la violencia no es el fin de la memoria. Para 1959, cuando el butoh de Ohno y Hijikata cobró vida bajo sus primeros reflectores, habían pasado casi 15 años desde los bombardeos, pero Japón seguía fracturado. El butoh, en consecuencia, es una danza que conduce a bailarines y espectadores a través de las tinieblas.

“No es una terapia, pero sí puede rescatarnos”, dice la maestra Yoshioka, quien actualmente vive en Alemania pero con frecuencia viaja por otros países de Europa y América Latina para presentar coreografías y ofrecer clases magistrales. “Puede levantarnos o permitirnos descender hacia la oscuridad. Para mí es como atravesar un túnel muy largo y oscuro hasta que logro ver una luz”.

La belleza del butoh no es tradicional. Los artistas suelen salir a escena con la cabeza rasurada, garras en lugar de manos y un vestuario que emula un cuerpo deforme o lacerado. Con frecuencia sus ojos están desorbitados y la boca descompuesta en muecas. La experiencia puede ser grotesca y cruda. Como todo lo monstruoso, oscila entre lo desconcertante y lo conmovedor.

La nueva coreografía de Yumiko Yoshioka nos cuestiona. ¿Podemos vivir solos? ¿Cómo sabemos que estamos vivos si no hay nadie que sea testigo de nuestra existencia?

Tomando “Cien años de soledad” como punto de partida, la artista originaria de Tokio concibió a una criatura solitaria. Su pieza no reinterpreta la trama de la novela que entreteje fantasía y realidad en las historias de la familia Buendía, en el pueblo ficticio de Macondo, sino el impacto que generaron en ella aquellos personajes “extraños”, capaces de desarrollar sus propias vidas y singularidad. “En ese mundo tan peculiar que describe García Márquez, todos son aceptados tal y como son”, dice.

Aunque sus piezas no tienen un mensaje político —a diferencia de las puestas en escena de otros bailarines de butoh en naciones como Chile o Argentina, según refiere—, sí alumbran malestares y tristezas: nuestro mundo es frágil, violento y con frecuencia olvidamos que se nutre de las diferencias entre individuos. “Para unirnos es importante sentirnos solos y encontrar lo que nos hace únicos. Es una especie de juego. La soledad nos unifica y desde ese lugar podemos aceptar la unicidad de los demás incluso viviendo en sociedad”, explica.

Yoshioka habla muy bajo y sin prisa. De pronto calla y su mirada cae al piso como una luz que se suaviza; el espacio sin su voz surte el mismo efecto que su cuerpo inmóvil bajo el marco del telón. “El silencio también es música; la falta de movimiento es movimiento. Cuando la gente lo nota”, dice, “siente algo ante esa carencia”.

A Yoshioka le cuesta definir el butoh y el modo en que esta danza ha transformado su vida. Sin embargo, tiene claro que la seduce por su capacidad de tocar algo dentro de nosotros: “Es algo hermoso para mí. No solo se trata de la belleza del movimiento, sino de que pueda mover algo en nuestro corazón”.

El butoh sigue vigente porque renace en cada cuerpo que danza y articula una coreografía. Es metamorfosis, cambio, movimiento. “Es una danza de la transformación”, señala la maestra. “No solo transforma lo físico, sino también nuestro punto de vista y nuestra manera de pensar”.

Para Yumiko Yoshioka también es un misterio. “Hay presentaciones memorables en las que dejo de pensar y no necesito saber cuál es el siguiente paso”. Y entonces, dice, el butoh vuelve a ser ese viaje que nunca termina y su cuerpo es libre de moverse bajo la guía de algo que no logra comprender.