Los tesoros de Myanmar

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Publicado en la revista Esquire no. 69 (PDF aquí)

Viajar a este país del sudeste asiático no tiene comparación: es un territorio poco explorado, con tradiciones religiosas increíbles y una forma de vida completamente distinta. Pasamos nueve días disfrutándolo. Así fue nuestra experiencia.

     En uno de los países más pobres del sudeste asiático hay un templo cubierto con 60 toneladas de oro. En Myanmar, un monje infunde más respeto que el presidente, y observar que un hijo se incorpora a un monasterio provoca mayor satisfacción que verlo ingresar a la universidad. Cuando mi marido y yo decidimos tomar tres aviones y volar durante 23 horas para iniciar nuestra luna de miel en la tierra de Aung San Suu Kyi —Premio Nobel de la Paz 1991—, la gente nos preguntaba: “¿Myanmar? ¿Eso dónde está? ¿Es un país o una ciudad?”. Hoy la moda es cruzar el Pacífico para visitar las playas tailandesas de Phuket o las ruinas camboyanas de Angkor Wat, pero pocos han escuchado hablar del lugar que posee la mayor concentración de templos budistas del mundo.
Entre México y Myanmar hay mucho más que doce horas y treinta minutos de diferencia horaria. En el país que limita con China, Laos, Tailandia, Bangladesh e India, el aguacate sirve para preparar malteadas y la gente no tiene apellidos. Los birmanos reciben sus nombres —dos, al menos— como herencia familiar. En su acta de nacimiento, la líder política más importante del país carga con la huella de tres miembros de su familia: Aung San, como su padre; Suu, como su abuela, y Kyi, como su madre. Aung San Suu Kyi.
En la nación de la gente sin apellido se conducen vehículos a la usanza británica a través de calles que fueron trazadas a lo estadounidense. Los autos birmanos tienen el volante del lado derecho —como en Inglaterra, Japón, Australia y Sudáfrica—, pero circulan por ciudades planeadas para coches que tienen el volante del lado izquierdo, como Nueva York, París o el Distrito Federal.
Yangón, la ciudad más poblada de Myanmar, está dividida por un río. En el lado urbano viven los viejos militares, los birmanos adinerados y uno que otro extranjero radicado en el país. Ahí también se hospedan los turistas. En esta zona, el edificio más alto mide sólo 60 metros: siete complejos como éste —montados uno sobre otro— apenas serían suficientes para igualar al Burj Khalifa, el titán más prestigioso de Dubái.
En el Yangón del otro lado del río no existen los coches —la gente se mueve a bordo de bicicletas— y la única vialidad pavimentada es tan ancha como una banqueta de la Quinta Avenida, en Nueva York. Ahí no hay calles, sino pasillos de suelos tierrosos y paredes verdes. Abrazando las casitas de madera y techos de lámina hay árboles de bambú. Al aire libre sólo se observan pagodas —templos budistas— y jóvenes descalzos jugando futbol. Sobre los pisos de los hogares de una sola habitación hay mujeres en cuclillas cocinando arroz. Mientras tanto, los niños saludan a quienes circulan en bicicleta y se abren camino entre los árboles a toda velocidad.
Las dos realidades de Yangón se conectan a través de un ferry. En él viaja una mujer que vende sandía y se pasea entre la gente con una canasta de mimbre en la cabeza, como vendedora de flores de pintura de Diego Rivera. En otro rincón, un niño de unos nueve años ofrece cigarros sueltos y huevos de codorniz, mientras una chica de piel quemada por el sol monta un puestito con mandarinas del tamaño de pelotas de golf. Sobre el piso cubierto de confeti de cáscara de fruta, la gente rumia con la mirada puesta en el agua parda.

UN VIAJE INOLVIDABLE
Para un extranjero, la vida cotidiana de Myanmar es como una postal: uno camina por la calle y a la izquierda hay hombres y mujeres vistiendo longyis, prenda de algodón que se amarra a la cintura como toalla para salir de la ducha; a la derecha hay monjes recolectando su almuerzo a medio día; detrás desfilan rostros femeninos cubiertos de thanaka, pasta que se utiliza como maquillaje y que se obtiene del tronco de los árboles.
“Myanmar es un país virgen.” Mi marido y yo leímos esta afirmación en varios blogs que revisamos antes de viajar. Clichés aparte, esto es verdad: la expresión no obedece a sus playas desiertas —como Ngapali—, sino a la escasez de turistas e influencia occidental. Cuando uno pone un pie en el país, se adentra en la realidad birmana. Las atracciones meramente turísticas —como la Torre Eiffel, en Francia— no existen; aquí todos los sitios que uno visita son relevantes para la gente local. Nacionales y extranjeros beben malteadas de aguacate en los mismos restaurantes y se pasean descalzos observando cientos de estatuas doradas de Buda, mientras recorren las pagodas en la misma dirección.
Nuestro viaje por Myanmar duró nueve días: cuatro en Yangón y cinco a bordo del Road to Mandalay, el barco de Belmond (antes Orient Express) que recorre el río Ayeyarwady, del centro al noreste del país. No hay modo de sintetizar la experiencia en papel, pero aquí resumo el recorrido de uno de los mejores viajes que hemos hecho.

DÍA 1
Vuelo de Yangón a Bagan, la zona arqueológica más importante del país. Desde el cielo, la ciudad parece una alfombra verde salpicada por pagodas de ladrillo color zanahoria. Hoy quedan 2,000 de los 4,000 templos que hubo antes de que los mongoles, bajo el mando del nieto de Genghis Khan, arrasaran con la zona en el siglo xiii. La vista del sol desapareciendo tras los templos abrazados por la bruma es uno de los espectáculos más bellos que hay. Reservando con tiempo, se puede observar el amanecer desde un globo aerostático.

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DÍA 2
Recorrido por el mercado de Bagan. San —nuestro guía, un birmano parecido a Eddie Murphy pero con una dentadura blanquísima asomada bajo el techo negro de su bigote— nos contó que en esta ciudad el mercado abre diario porque la gente no tiene refrigerador y, por ende, sólo puede cocinar aquello que consumirá en el día. Afuera de las tiendas y los pequeños restaurantes, hay anuncios de la crema que Pond’s lanzó al mercado para aclarar la piel: San nos dice que para las birmanas no hay mayor belleza que la de una piel blanca.

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DÍA 3
Visita a Mingun. En este pueblo donde los taxis son carretas jaladas por bueyes, hoy debería estar la estupa —otra clase de templo budista— más grande del mundo. Su construcción empezó en 1790 y debía medir 150 metros de alto, pero un terremoto interrumpió y dañó su construcción en 1839 y la estructura nunca se recuperó. Ahí también está la campana funcional más grande del mundo —está hecha de bronce y pesa 90 toneladas— y la Pagoda Hsinbyume, que la gente local presume porque se parece a un pastel de bodas.

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DÍA 4
Recorrido por Mandalay (antigua capital del país) y llegada al municipio de Amarapura. La parada en el U Bein Bridge, el puente de madera más
largo del mundo, produce cierta tristeza: la teca para construir sus 1,200 metros de largo —y más de mil estacas para soportar su peso— se obtuvo del palacio de la zona, pero los birmanos saben que el agua desgasta la madera
y que el puente desaparecerá también, algún día. La vista del atardecer desde el lago Taungthaman, con pagodas de techos dorados alrededor y siluetas recorriendo el puente, es paradisiaca.

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LOS MONJES DE MYANMAR
En Yangón hay dos tipos de monjes: los novatos y los profesionales. Los primeros tienen menos de 20 años. Los segundos tienen de 20 en adelante y deben graduarse de la universidad de monjes. La educación se termina en uno o dos años, pero si el devoto quiere volver a su vida normal a mitad del proceso, puede entrar y salir de la carrera cuantas veces considere que es necesario.
El budista birmano promedio invierte el 20 por ciento de sus ingresos en la restauración de una pagoda porque cree en la reencarnación: si en esta vida es pobre, con sus donaciones asegurará la prosperidad de sus vidas futuras.
En el país hay 17 millones de pobres (el 32 por ciento de la población), pero la Pagoda Shwedagon de Yangón —el templo religioso más importante del país— ostenta 5,448 diamantes, 2,317 rubíes y 8,688 hojas de oro.

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TRES RAZONES PARA VIAJAR CON BELMOND

TRATO PERSONALIZADO: A bordo del barco viajan 80 tripulantes y 70 pasajeros. Prácticamente todo el personal saluda a los clientes por su nombre, y conoce sus gustos e intereses. Nuestro mesero, por ejemplo, recordó mi alergia a los mariscos desde nuestra primera comida a bordo.
SERVICIO DE LUJO: No hay por dónde empezar. Los camarotes son amplios, la comida es exquisita (una chef tailandesa ofrece platillos regionales e internacionales cada noche y sale a saludar a cada familia) y el personal está permanentemente al tanto de cualquier imprevisto. En nuestro viaje hubo dos emergencias médicas y en menos de un minuto el doctor del barco llegó para ayudar a los pasajeros afectados.
RECORRIDOS ÚNICOS: Uno puede unirse a un grupo de 10 personas o contratar un guía privado. En ambos casos, Belmond ofrece experiencias únicas. En Yangón, nuestro guía nos llevó al otro lado del río para andar en bicicleta y visitar un orfanato. En Bagan hay oportunidad de acompañar a los monjes para recolectar comida y observar la ceremonia que eso implica para los budistas. Desde 2600 dólares, belmond.com

Fotos: Archivo personal / Cortesía de Belmond

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